MARTIROLOGIO ROMANO EN DECADENCIA
(de mi libro SEMINARIO VACÍO DE SEGOVIA)
Bajábamos al refectorio
hambrientos después de las preces la misa conventual y los puntos de la noche
anterior en que nos obligaban a meditar en la muerte. Silencio sepulcral. Sólo
se escuchaba el entrechocar de los cubiertos y el borbotar de las cafeteras
humeantes y maternales que servían en calderos por las mesas alinedas los
semaneros. El presidente se sentaba en la consola circular preferente que llamábamos
“rostrum” y el prefecto se paseaba por las aleas del comedor mirada en ristre y
un breviario de piel rusia y cantos de oro bajo el brazo.
Era don Marciano Monroy un
clérigo elegante que vestía sotanas entalladas de cachemir y olía a agua de
colonia. Usaba loción “Varón Dandy”.
Tenía la boca pequeña y la mano
lista para repartir cachetes a los rezagados los desaliñados los “díscolos e
incorregibles” según el reglamento. Con él de vigilante no había que salirse de
la fila.
Podías comulgar sin ir a misa.
Por menos de nada te caía una
“hostia” de la mano regordeta del prefecto.
De vez en cuando se metía por medio de las
ternas y corría la baqueta. Zas. Fuego a discreción. Había sido don Marciano
capellán castrense de un barco de la marina de guerra que se llamaba el “Furor”
y de los sargentos había aprendido aquella odiosa técnica de sacudir el polvo a
los educandos. La letra con sangre entra.
Creía nuestro prefecto que todo en esta vida
se arregla con un buen sopapo. Nos tenía a los trescientos y picos tíos que integrábamos
el seminario menor derechos como velas. Zas.
—Pero si no hice nada, don
Mariano.
—Pórtate bien te dije.
Y al que protestaba volvía a
solmenarlo de refez.
Tenía una mano gruesa de cavador,
de Valladolid, y cuando te daba con lo gordo hacía daño. Pero olía a buen
tabaco y a agua de colonia.
Sus cigarrillos americanos
Winston, Chester, Camel, sahumaban de perfume los pasillos de los tránsitos.
Porque hedía un poco a montuno en todo el seminario.
Así, purificamos el ambiente,
alegaba don Marciano.
Entonces, el lector de semana se subía al
púlpito y declamaba la página del martirologio romano que correspondía a los
santos del día, con el brío y el entusiasmo del pregón pascual.
El mejor de todos los que leían
en aquel seminario de postguerra era un alumno pequeñito de quinto al que
apenas se le veía sólo la cabeza porque era muy corto de estatura. Le llamaban rompetechos pero andando el tiempo llegaría
a ser un predicador de campanillas.
Tenía una voz poderosa y una
dicción perfecta. Era de un pueblo que llaman Valdesimonte.
No se me olvidaría aquel lector, que
consiguió cantar misa, uno de los pocos, y aprobaría las oposiciones a canonjías.
El cabildo le nombró deán de la catedral de Segovia.
Sus lecturas matinales al igual
que las novelas de Emilio Salgari que leería con una exactitud pasmosa, lo
vivía, y a través de su voz que escuchábamos, embaídos, vivíamos las aventuras
de los mares del sur y la muerte gloriosa y violenta de los casi un millón de mártires
que tuvo la iglesia en las nueve persecuciones acometidas por los nueves cesares
contra los cristianos.
Nos aprendíamos no solo el
santoral nombres y hazañas increíbles sino también lugares de una toponimia que
despertó nuestra imaginación: Bitinia, Treveris, Cilicia, Capadocia, Numidia,
Siria donde se derramó antes que en ninguna otra nación la sangre por Cristo,
etc.
Valdesimonte solía terminar su alocución
con esta coletilla que traían todos los menologios con un lacónico “Y en otras partes otros muchos santos
mártires confesores y santas vírgenes”. Entonces don Marciano daba una
palmada y empezábamos a desayunar: tostadas con mantequilla y café con leche en
polvo, un regalo de los americanos.
A unos los despellejaron vivos a
otras las cortaron los senos, a otros las orejas o les arrojaron a piscinas de
agua hirviendo, los tiraron al Tiber, o estiraron sus miembros hasta
descoyuntarlos en el ecúleo. A todos se les pedía lo mismo que tributasen
honores al emperador pero ellos se negaban en redondo a quemar incienso en
honor del cesar.
Con habilidad textual los autores
de las actas de los mártires casi increíbles por su valor solían ahorrar al
lector los momentos escabrosos de la tortura por ejemplo a santa Justa y Rufina
dos vestales sevillanas la palma del martirio la obtuvieron después de que el verdugo
“se las pasase por la piedra”. El derecho romano prohibía asesinar a las
vestales. Biografías increíbles lugares lejanos y yo me seguía preguntando,
Señor, por qué. Nos quedábamos a dos velas.
El más sanguinario fue Nerón que mandó
iluminar Roma con los cuerpos de los seguidores del Cordero recamados de pez y
convertidos en antorchas. Aquel emperador algo cegato y mal poeta que mató a su
esposa Popea de un puñadazo del que abortó y luego se enamoró del efebo Spiro
cuyo rostro adolescente le recordaba al de Popea hizo castrarlo y le escribía
versos de amor.
Los seguidores del Nazareno eran
considerados como una secta del judaísmo. La arena del circo máximo y del anfiteatro
se purificó con la sangre de Barbaras, Octavias, Macrinas, Sinforosas Emerencianas
Tarsilas muchas de ellas madres de familia, otras que desempeñaban el oficio
más antiguo del mundo en los barrios bajos de Roma Nápoles o Pompeya, pero entraron
en el cielo empuñando la palma del martirio y sus nombres fueron registrados
con letras de oro en el Libro de la
Vida.
Sus estatuas llenaron las
hornacinas de los templos y se convirtieron en los nuevos dioses familiares de
la cristiandad que aquí cada santo siempre tuvo su octava y cada fiesta su
triduo.
El judaísmo nunca estuvo más cerca del
cristianismo que entonces y como bien dijo Tertuliano la sangre de los mártires
fue semilla de cristianos. Y al destruir las legiones de Vespasiano la ciudad
santa de Jerusalén que pasó a llamarse Aelia Capitolina empezó la gran diáspora.
El largo camino por tierras
ajenas que será nuestro destino junto con la protesta y la rebelión a los
dioses convencionales echó a andar por la historia.
No se olvide que somos elegidos
para el dolor y para dar testimonio de Su Nombre. El judío nunca adorará por
tanto a falsas deidades incluso aunque se disfracen de falsos eslóganes como de
vuelta a la tierra prometida.
Eso lo sabemos bien los que
portamos la antorcha del fuego sagrado, somos motivos de escándalo. Somos carne
de horca, lugar común de afrenta y vituperio.
Por eso la voz estentórea del de
Valdesimonte desde el pulpito del refectorio sigue resonando en mis oídos como
un aviso y como un exhorto a la esperanza, al pasmo y a la crítica. Sigo teniéndomelas
tiesas contra el tirano — los nerones y caligulas de hoy son más sofisticados que los de los primeros siglos pero mucho más
contundentes, muchos de ellos visten sotana y cuelgan al cuello la cruz inversa—
combato una pelea sin fin.
Contra los impostores lanzo mi grito con san
Lorenzo a las propias barbas del verdugo. Dame a media vuelta que ya está
tostada esa paletilla ahora por el otro lado.
En boca de los mártires el
sarcasmo era un arma poderosa. Por ejemplo, me viene ahora a la memoria el desparpajo
con que respondían aquellos falangistas en la checa de san Anton de Madrid
cuando eran convocados a subir al camión donde serían “paseados”:
—Fulano de tal
y cual
—Chapándomela—
contestaba un flecha pequeñito al que
apenas le apuntaba el bozo y su clamor recorría imperioso las galerías de
aquella cárcel donde se fusilaba siempre al amanecer.
Ese menoscabo de la propia vida y
la valentía ante la muerte al tirano le saca de sus casillas.
Gloria, pues, a la santa memoria
de aquellos víctimas de lo políticamente correcto. Que no chaquetearon ni
combayaron. Por seguir a Xto fueron apaleados, fusilados y crucificados. Me río
a las propias barbas del verdugo. A mí estos esbirros me la chupan. Así que
digo con el de Valdesimonte, en loa, a los santos desconocidos y de los que
nunca sabremos el nombre:
—Y en otras muchas partes otros muchos santos mártires, confesores, y
santas vírgenes…
“Animula, vagula blandula hospes comesque corporis”.
La vida pasa pronto como reza el verso
el verso del gran emperador Adriano que luego traducimos en las clases de
latinidad.
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