2021-03-12

 el Greco apoteosis del arte español. En su obra se refunde el mundo bizantino ortodoxo y el católico romano 




 



 MEDITACIÓN ANTE EL ENTIERRO DEL CONDE ORGAZ

 

Antonio Parra

Dado lo cargado y la crispación del ambiente y como dicen que es llegada la hora de la bestia y el funeral para nuestra patria, marché la otra tarde a Toledo y me planté ante el insigne lienzo en el cual está encerrada buena parte del genio singular de lo español y al regreso me senté a escribir con calma, mucha calma, mi alma sedienta de belleza y tratando de evitar las contiendas que nos afligen pues ya los pasos de la aurora andan pisando la incierta luz del día y a batallas de amor campos de pluma que decía Góngora que equivale en poesía a lo que era el Greco en la pintura, quiero decir: un genio. El genio de los genios. No estaba ante un cuadro sino ante el molde de un enigma. Allí pasé dos horas de la tarde dándole a la cometa de mis sueños.

“Tal galardón recibe quien a Dios y a sus santos sirve”. Esta frase murmurada entre dientes por los prestes que ofician las exequias, san Agustín revestido de capa pluvial y mitra de obispo y san Esteban con la dalmática diaconal, sirve para poner música de fondo a la escena que da marco al entierro del conde Orgaz, lienzo donde se estampa con auténtica veracidad una de las páginas más realistas de la historia de España y un cuadro de costumbres. El Greco junto a Velázquez es pintor poco decorativo. Ambos buscan el alma de las cosas y su arte es el arte de la síntesis. Con tales mimbres que servirán de materia prima de lo sublime [una leyenda local consistente en las mandas que dejara a una iglesia de la ciudad, la de santo Tomé: unas cántaras de vino, unas cargas de leña, unas hogazas de pan a los pobres, y algunas monedas para misas gregorianas] se enhebra el enternecedor milagro.

 Existe de más de eso una gran familiaridad con la muerte, de acuerdo con la mentalidad de la propia época, y la necrofilia de una monarquía como la de Carlos V quien en los últimos años de su vida en Yuste gustaba de asistir a la celebración de sus propias exequias, sin que el gesto tuviera nada de macabro; antes bien se veía como lo más natural del mundo. Allí estuvo, nada más y nada menos que fr. Bartolomé Carranza, dominico, que luego sería primado de Toledo durante un año hasta que le echasen mano en Torrelaguna los corchetes del santo oficio que lo incriminaron de herejía por un cierto catecismo que había dado a la estampa en Flandes y por sus conexiones - una pura calumnia- con Carlos de Seso, el fautor del luteranismo en España, un italiano que fungía como corregidor en Toro, y los conventículos reformistas de Sevilla y Valladolid.



Pero así se las gastaban entonces. Eran los tiempos recios a los que alude santa Teresa en sus escritos elípticos, y los difficilia habemus témpora de Luis Vives. Toda esa reciedumbre, esa tortura de una época cuando temas como la existencia del purgatorio y la teología de la justificación por la fe eran de tanto monto, pues hasta las verduleras en Covent Garden y en Zocodover, duchas en teología debatían con tanto ahínco esos temas como ahora lo hacen nuestros contertulios de la radio sobre la guerra en el Golfo Pérsico, el sexo con garantías o la violencia de género, sujeto muy del agrado de los articulistas en sus coloquios tribunicios. Al socaire de estas cuestiones sobre la vida futura, el fin del hombre, sus relaciones con la divinidad, plasmadas en las fimbrias de esas casullas que con tanto gusto pinta el Greco con su arte minucioso aprendido en el trabajo de los artistas de iconos orientales, los cuerpos pierden peso en sus magníficas producciones para dejar que se alcen hacia arriba, la mirada transfigurada, los espíritus. Son en él recios los trazos, espectaculares las caras iluminadas por una luz que emana de adentro.

Parece extraño que en este tiempo tan iconoclasta como el nuestro pueda ser entendida y admirada la iconodulía del Cretense, que, a contrapelo de sus delicadezas y exquisiteces formales del pudibundo recato en que va a caer la sociedad de su tiempo, sabe interpretar en sus briosos desnudos las donosuras del cuerpo.

El chipriota vive este tiempo 1541- 1614 a caballo de los reinados de Carlos V y de Felipe II. Es contemporáneo del concilio de Trento. Ahora se trata de relacionar su pintura con el modernismo. Incluso, con motivo de su exposición en la National Gallery, se ha propalado la nueva de que su “Visión del Apocalipsis” inspirara a las “Señoritas de Aviñón”. Ya es mucho pedir pero todo lo que sube el Greco de cotización va en desdoro y menoscabo de la de Velázquez. Y eso, tampoco. Vaya lo uno por lo otro pero esta prelación del chipriota con respecto al sevillano quizás tenga que ver con los tiempos que corren, más relacionados con las angustias y torturas, la luz fantasmal y los desnudos deformes y hasta homofobos, que con la placidez de don Diego que no se busca complicaciones en su pintura.



 Al fin y al cabo era pintor de corte, una aspiración que Domenico no alcanzara nunca porque sus desgarradas visiones no encontraron plácida acogida en la retina del monarca, y mira que Felipe II era un experto en el Arte de Apeles. Pero el rey no llegó a entender al griego que se adelantó a su tiempo.  Y no es reivindicado hasta los románticos del siglo XIX. Es sólo a principios de 1900 cuando empieza a ser conocido y andar su nombre en boca de eruditos y  críticos. Hoy es uno de los pintores más estudiados del universo y los entendidos resaltan la su peculiar macropia que le hacen ver caras alargadas y el mundo irreal.   

 Que dos bienaventurados ausentándose por unos instantes del paraíso bajasen a Toledo, la capital del imperio, hasta que Felipe II en 1561 decide trasladar la capitalidad a Madrid, para dar sepultura al noble y cristiano caballero entra dentro de esa cotidianidad ante la presencia de la muerte.  Y casi se concibe como un hecho corriente y moliente esta intervención del más allá.

 En el arte de Greco hay algo de órfico;  la pintura se hace música y es imposible entenderla sin el acompañamiento de esa gran polifonía, como reverberando en el fondo, que engozna sus composiciones. No hay que perder de vista este carácter que tienen sus cuadros de “trotparios”  de la himnodia polifónica  bizantina. Los brochazos en sus cuadros se convierten en melodía

El Greco en este lienzo del Conde Orgaz que supone el triunfo de la misericordia y del amor, esenciales al cristianismo, pinta dos cuadros; el superior y el inferior. Los cielos y la tierra se dan cita en el acontecimiento. Ambos planos son estancos y para bien o para mal no llegarán nunca a juntarse.

Paradójicamente el plano terrenal gana la batalla al celestial. El Greco pinta las cosas como son o debían ser según los cánones del ideal platónico pero se cohíbe ante los tremendismos y las ficciones del más allá. En eso se parece un poco a Velázquez quien tampoco supo pintar a los dioses. Y hasta supo reírse dellos como demuestran su fragua de Vulcano y el Baco figurativo. Uno y otro, empero, saben dislocar el dibujo para transmitir el movimiento de las cosas, “dando espíritu al leño y vida al lino” que diría Góngora.



En el Entierro lo que está arriba es inferior en calidad a lo que está abajo. Es mucho más desdibujado e imperfecto. Pues para él lo que acontece de tejas abajo es mucho más importante que lo que pudiera dilucidar el más allá.  Sin embargo, la moderna crítica - me refiero a un artículo de John Updike- dice que es al revés. Todas una galería de rostros comparece haciendo corro ante los dos insignes fosores o enterradores revestidos de dalmáticas y capa pluvial quienes sujetan por los sobacos y las piernas al difunto amortajado con toda la regalía. ¡Cómo brillan los aceros de su armadura!

 A la vista está que por una vez el espacio tridimensional gana la batalla al tiempo continuo. Los ojos posan ante todos y cada uno de los asistentes al duelo. Afloran una serie de personajes que, tristes y enlutados, hacen rueda de respeto. Muy engolados, pero serenos. El blanco de sus gorgueras rizadas contrasta con el negro de sus tiesos jubones. En la capa llevan algunos bordados la cruz de la Orden de Santiago. Admirable es la técnica de paños mojados, que acentúa la trasparencia, con la que está bordado la sobrepelliz de uno de los oficiantes, mientras un franciscano y un dominico rezan los responsos, y un monaguillo, el hijo del propio Domíngo Theotocopoulos, Jorge Manuel, mira “para la cámara”. Hay un cierto exacerbamiento de la silueta a lo que se une el proverbial estrabismo estético de este autor. La vida no es más que un perenne destello o un instantáneo fulgor. Hace de preste oficiante don Diego de Covarrubias. En la pechera de la pañosa de los circunstantes se borda la cruz colorada de los maestres de Santiago. Ni que decir tiene que estamos entre caballeros.



¿Podrá haber en el mundo algo más melancólico que un entierro?  Los dos frailes explican a la posterioridad el augusto suceso sin parar mientes en lo que acontece sobre sus cabezas puesto que ya va dicho que el Greco, pese a ser un pintor virgíneo, lo es más de la tierra que de los cielos. Toda su vida fue una ascensión incandescente hacia ese plano superior, un regusto por la quimera. Plasma el maestro con mayor acierto el cielo en la tierra que al revés, pues su realismo no le permite transubstanciar lo que sus ojos, poros del alma, no visualizan. De esta manera el ángel de la guarda llevando al cielo el alma del conde Orgaz, representada en la forma de un niño, es mucho menos creíble que las caras de los caballeros que asisten impertérritos al desarrollo del milagroso acontecimiento que dos santos bajasen del cielo para asistir al sepelio del maravilloso caballero. No cabe cosa tan extraordinaria en medio de un hecho paranormal. Tanta familiaridad ante lo que es poco consuetudinario resulta francamente portentosa como si los circunstantes estuvieran habituados a vivir con el prodigio. Ninguno de ellos muestra ninguna sorpresa ante la presencia de los dos santos bajados del cielo para hacer las veces de enterradores. Estos son dos aparecidos y sin embargo su aspecto no puede ser más real. Acaban de irrumpir en escena un anciano obispo y un joven misacantano. Sosegaos. Sabe trasladar al lienzo la España de Felipe II en plena apoteosis de una ciudad: Toledo. El pintor, que borda primorosamente las fimbrias de sus ornamentos, pues ni la capa pluvial de san Agustín ni la dalmática del primer diácono dan pasmos, tampoco se sobresalta al narrar los acontecimientos. La piedad melancólica es el hilo conductor del suceso narrado con toda la majestad pero al mismo tiempo con toda la sencillez. 

El Greco es el pintor del catolicismo universal al que aspiró España en su siglo de oro, en el que cupieran bajo la vara de Cristo sin exclusiones nacionalistas o chovinismos todos los pueblos. No puede haber entonces pintor más insigne de la ortodoxia. Que dos santos bajen del cielo para dar sepultura a un caballero que era legatario de esos ideales de universalidad nada tiene de extraño. La sociedad española a la sazón estaba acostumbrada a vivir con el milagro. El Entierro es la faz emblemática de todo aquel pensamiento. Ni ante la vida ni ante la muerte un hidalgo español ha de perder la compostura. Dicen que el enlosado de Santo Tomé al recibir la visita de los dos santos se llenó de fragancias celestiales pese a lo cual todos los que asistían a la ceremonia permanecieron quietos e impertérritos. 

Entre los figurantes estaban don Juan de Austria, Góngora, los hermanos Covarruvias, el hijo del artista y el propio Greco que deja su firma estampada en griego en los vuelos del pañuelo de uno de los personajes, cabe la hopalanda.



No es un cuadro lo que pinta, sino una idea, un estado de ánimo. Estos caballeros, que se apiñan circunspectos con sus rostros ligeramente buidos por la tristeza colmada de serenidad ante la paleta del artista asisten ensimismados al portento. Héticos, silentes, con una punta de desequilibrio en el mirar - ¿para dónde miran esos ojos que parece que están viendo lo que acontece más allá?- los personajes que retrata el Greco bien pudieran ser alguno de aquellos hidalgos que vagaban por la Imperial Ciudad arriba y abajo de Zocodover y que para disimular el hambre publicando que habían comido salpicaban la barba de unas migajas de pan. Almas ardientes embutidas en estómagos vacíos vivían una segunda vida interior de absoluta indiferencia frente a las cosas de este mundo. El autor se desentiende de su obra y el Greco tiene poco que ver con esta austeridad. Sus biógrafos afirman que gracias a sus cuadros nadó en la abundancia y se condujo munificente como  Creso en una Toledo empobrecida y demacrada pese a ser entonces la corte. Murió arruinado y en la Ciudad Imperial las farras que se corrió y la fama de juerguista, cosa que poco tiene que ver con su arte, hicieron época

 Es el pintor de cámara de la “dives toletana” llevando una existencia regalada en aquel palacio de alquiler, que contaba con veinticuatro estancias, propiedad del quiromántico marqués de Villena, del que decían las crónicas que ni palabra mala ni obra buena. El tren de vida y la fastuosidad del candiota, que ganó muchos ducados con el arte de Apeles, casan poco con la  frugalidad de los personajes a los que traslada al lienzo. Todo arte emboza ya de por sí una contradicción. Aunque el Greco se asimiló plenamente a las costumbres y al espíritu de Toledo, identificándose con él, vivía como un veneciano. Incluso, contrataba músicos para que le amenizasen las comidas. Insistimos: la música es muy importante en la pintura solemne y celeste de este genio del cristianismo. 

No hay según eso una identidad plena entre retratista y retratados. Su forma de pintar es una manera diferente de entender el mundo, a través de esos semblantes con traza de llama, dotados de un singular dramatismo escénico.



El estrabismo estético del autor les confirma una alargadera que algunos atribuyen a determinado defecto óptico del propio Theotocopoulos quien, según referencias, en los últimos años de su vida cayó en la locura. Pero tal extremo no ha podido ser  probado y contiende con la envergadura de este griego transferido y trastornado a Castilla que pintó Toledo como un verdadero sueño lunar bajo una luz lívida de ocres. Parece ser que la tesis sobre la enajenación mental del Greco se sustenta el haber pasado por la casa de locos del hospital del Nuncio de donde extrae los modelos para perfilar sus doce cuadros sobre el apostolado, cuadros conservados todos ellos en el monasterio de las Pelayas de Oviedo. El Greco es un pintor de las almas y en todo alma hay un eco del infinito que se plasma en un cierto grado de enajenación.

Tuvo infinidad de detractores. El más insigne fue el propio Felipe II, todo un conocedor y en lides pictóricas peritísimo pero que nunca llegó a entender su manejo de los colores. Tuvo un pleito con el cabildo de Toledo porque en el Expolio, inicio de la pintura de la edad moderna, se resiste a pintar a las tres marías a longe, como nos relata el Evangelio.  De hecho, el propio monarca, que entendía de pintura, pero de gustos absolutamente convencionales, que no le permitía entender ni su estrabismo ni su tendencia a descoyuntar las figuras, como tampoco el áspero colorido con que formula las escenas de sus personajes atormentados - el Greco es una sabia combinación de lo ponderado y de lo desmedido-, mandó que fuese colgado en la sacristía del Escorial el famoso  martirio de san Mauricio y la Legión Tebana encargando otro lienzo sobre el mismo tema y del que ahora apenas se habla a un tal Cincinatti. Este fracaso yuguló las aspiraciones del candiota a convertirse en pintor de cámara. 

Pero él, pintor de eternidades, nunca podría ser un pintor de cámara al uso. No han comprendido sus detractores que era un pintor de eternidades. Su obra permaneció minusvalorada sin un reconocimiento categórico hasta bien entrado el siglo XX.



Domínicos Theotocopoulos ( lit. El muy hijo de la madre de Dios) nacido en Candía en 1541 hace honor al título de su apellido. Rompe con los moldes clásicos y ya en Castilla abjura de su romanismo y de su helenismo para erguirse en portavoz del tétrico y a la vez sereno misticismo hispano. En su obra se presenta una antinomia entre lo real y lo ideal. Y pinta a base de crueles borrones impresionistas, muy poco convenidos pero que son de un gran efecto sobre todo en los paisajes de Toledo bajo la luna, cuando la luz circunfleja y espectral se derrama hasta derrumbarse sobre lo gollizos y cuchillares del Tajo. El Greco es poesía marial, el triunfo del bien sobre las fuerzas oscuras. Manuel B. Cossío, su indiscutible biógrafo, señala que en el Expolio nace la pintura moderna. Hay en él un exacerbamiento de la silueta, por lo que resulta uno de los tres grandes retratistas de todos los tiempos junto a Leonardo y Velázquez.



Exégeta de los paraísos perdidos viene de la filocalía de los bizantinos. Es su obra  mezcla de un platonismo excéntrico y de un cristianismo melancólico. El Greco en España  se desentiende de sus maestros venecianos y queda transfijo ante los iconos fanariotas que lo vieron nacer. El resultado de esta mezcla de sangres es algo profundamente español: sus cuadros se entienden mejor mientras se escucha en lontananza a los coros del monte Athos. Carece por ejemplo de la desesperación y pathos del arte protestante. De Rembrandt pongamos por caso.


 Desconoce, asimismo, las estridencias de los bufones. Es un arte enteramente aristócrata, pero de un exotismo criollo, por lo de mezcla de credos, cuasi abrazador. Hasta en los locos del Apostolado se deja translucir un poso de cordura. Supo pintar a los locos de Cristo. El Caballero de la Mano en el Pecho y el busto de san Juan de Ávila refrendan ese supuesto. Arte incorrecto que rezuma corrección. Pinta las esencias, va al grano. Por eso se denomina pintor de pintores. De la vida del greco-chipriota poco es lo que se sabe. Que provenía de una familia de recia estirpe cristiana que huyó de Constantinopla el año de la invasión de los turcos, 1453. Que antes de afincarse en Toledo, donde se casó y tuvo un hijo, Jorge Manuel, anduvo por Italia aprendiendo dibujo del Tizziano y de Rafael. Que supo transmitir al lienzo toda la carga de grandeza del alma de Castilla. Que tuvo muchos pleitos con el cabildo de la catedral, con la dirección del Hospital de Illescas por cuestiones que no hacen al caso y que murió en Toledo en 1614. Otros autores dicen que en 1516


 


 


 


Antonio Parra Galindo, periodista y licenciado en Filología.   


14 de diciembre de 2002












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