2021-04-02

 TRES JUEVES HAY EN EL AÑO

Antonio Parra

Tres jueves hay en el año que relucen más que el sol: Jueves Santo, Corpus Christi y el Día de la Ascensión. Traen auras los recuerdos de olor a romero y a tomillo calles tapizadas con plantas aromáticas y alborozado tañer de campanas cantos eucarísticos al amor de los amores gentes apiñadas en las aceras para ver pasar al Señor. La carroza ascendía calle Real arriba portando el blanco viril testimonio de amor y de perdón estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos hecho pan y convertido en vino. Cuerpo de Cristo. No tengáis miedo. Ñie baiotsa. La frase la escucho por Internet por Radio Blago una estación ortodoxa que emite desde un lejano monasterio ruso perdido más allá de los Urales. ¡Caminos misteriosos! ¡Oh milagro del amor!

 Porque en España este jueves del año que relucía más que el sol es un día de diario salvo en Toledo nuestra nueva Jerusalén. La Jerusalén española que guarda las esencias del rito gótico. Que siempre será católica o al menos en eso confiamos. La custodia de Arfe sube gloriosa por las vargas empinadas de la ciudad Imperial, baja las cuestas, en Zocodover los cadetes de infantería le rendirán honores y se interna por correderas misteriosas y empavesadas toldos del amor y del perdón y un alfomar de rosas, por la Puerta del Perdón. Hosanna al hijo de David.

 El corpus a los que los franceses llamaban La Fête Dieu (la fiesta de dios) es un perpetuo domingo de ramos que conmemora la entrada en Jerusalén. La Cruz triunfa en la historia. Extended, pueblos, la alcatifa; que pise la tierra el ángel de bendición. Desenrollad vuestros mantos, tended humildes vuestras zofras para que sirvan de blando tapiz al rey de la gloria. ¿Quis est iste rex Gloriae? Dominus potens Israel, contesta el salmista con inspiración mesiánica.

 Humillad vuestras cabezas. Todo está bien. Canta la golondrina en la enramada y por las veredas nace la flor. No tengáis miedo. No os suma la zozobra. ¿Quién eres? Soy yo. Quo vadis, Domine? ¿Adónde vas, Señor? Voy con Vos. No conmigo, no, pero te daré tal don. Eucaristía. Eulogía. Palabras de perdón.

 Pasada la Canaleja donde Segovia es todo un balcón que abre a sus puertas a la luz y las auras guadarrameñas, estaban los soldados del regimiento cubriendo carrera. Firmes. Un teniente abanderado presentaba honores.  Este teniente artillero era mi padre. Los acordes del himno nacional sonaban en la Plaza Mayor Escoltaban el cortejo el obispo con capa magna. Un paje portaba los vuelos y aquel paje con sotana colorada de monago era yo.

 ¡Oh aquel obispo rozagante! Un santo, un verdadero santo (Daniel se llamaba, Daniel Llorente de Federico) que vivía muy pobremente y era austero y la cara demacrada por los largos ayunos, delgado y tieso como un huso, le recuerdo, no escatimaba el boato y el esplendor de la liturgia en las fiestas señaladas. Su entrada en la catedral se efectuaba al son de clarines y timbales. Un añafilero atacaba la caja y el maestro de ceremonias, un cura gordo que se fumaba sus buenos puros en las fiestas de guardar e invitaba a los amigos beneficiados a tostón en el Bernardino pues venía de casa rica de Hontanares usaba sotanas caras, y además le había tocado la lotería, daba el aviso:

-Celso, toca, que ya está ahí el obispo.

Había un trajín de sotanas en movimiento, prisas y el volar de los faldeos de capisayos en el enlosado de las naves del transepto, allí toda la magia y el arte del gótico tardío de Gil de Hontañón y allá en lo alto de la nave del triforio sonreía maternal el cuadro de la Virgen Blanca. Al tomar posesión de su cátedra monseñor Llorente (seguía el ceremonial de Toledo, según las rubricas del libro gótico, el cantoral gordo que abría sus paginas de pergamino apoyadas sobre el facistol del coro) y cada una de las rubricas las seguía a rajatabla, la primera mirada era para aquella imagen.

 El maestro de ceremonias le iba señalando con un puntero de plata la oración del misal que tenía que leer o la antífona que cantar. Su primera mirada y su primera oración era para aquella Virgen sobre la predela catedralicia, que ocupaba casi todo el hastial sobre los ánditos del transepto. Yo también llevo desde entonces zurcida a las entretelas de mi corazón el dulce mirar de la Madre de Dios.  Sonaban triunfales  bajo la totalidad de las cúpulas las melodías del órgano. Yo era aquel monaguillo que en la fiesta del corpus y otras solemnidades portaba la capa magna detrás del cortejo episcopal de empuesta al diacono con la cruz alzada y los acólitos y turiferarios. Me halagaba que me vieran y si fijasen en mí las vecinas. Mira el curilla qué majo.

-El cante misa ¿para cuando?

-Pronto, doña Macrina.

Esta señora era amiga íntima de doña Patro. Eran dos solteronas que salían juntas del bracero. No se perdían ninguna procesión, triduo ni novenario. Yo les sonreía con la capa magna del obispo recogida en mi regazo y que abultaba  más que un servidor. La Macrina y la Patro siempre juntitas y del bracero simpáticas beatorras, pero muy tacañas pues no se estiraban jamás cuando yo iba a llevarles la “caja” –un san Antonio o un corazón de Jesús o la Dolorosa- que según piadosa costumbre se iba repartiendo por las barriadas de mi parroquia de Santa Eulalia.

 Todo lo más una perra chica o un bollo cuando había casas donde me regalaban un duro o una entrada para ver una película en el cine Cervantes. Yo no comprendía a aquellas solteronas siempre tan juntitas, tan simpáticas, tan redichas,  siempre de hábito y ceñidas con algún cordón, a misa de doce salían con un devocionario. ¿Serían monjas? No; no eran monjas. ¿Entonces como es que siempre están juntas y en permanente comunidad? Son dos bolleras, me informó una de mis primas que se enteraba de todos los bulos que corrían por la ciudad.

No sabía lo que significaba bolleras. Lo miré en el diccionario. Tampoco venía. Tortilleras, hombre. Ah. Acabáramos. Pero doña Patro y doña Macrina siempre tan elegantes tan juntitas resplandecientes como dos soles, no se metían con nadie, no dieron ningún escándalo, todo se quedaba en casa, que parecían profesarse tierno amor. Habían nacido la una para lo otra. Y hasta se murieron con más de noventa años casi el mismo día.

 Don Daniel pasaba con gesto fatigoso y una sonrisa bendiciendo a la congregación. Le quedaban dos meses de vida. Había sido un gran catequista y pedagogo. Toda la cuaresma ayunaba y según cuentan debajo de su sotana de cachemir, de las más elegantes que confeccionaba Zurita un sastre de Valladolid dice que los v viernes ceñía sus carnes un cilicio y cuando murió encontraron debajo de la cama al lado del orinal pues murió de la próstata unas disciplinas emplomadas con bolas de acero (el gato).

Este príncipe de la Iglesia murió en la pobreza casi. Todo lo había dado a los pobres. Era un santo y un verdadero padre san Daniel su vida y su personalidad digna de ser talladas por la pluma de un Gabriel Miró. Pero no escatimaba ningún lujo ni esplendor en el servicio de la Iglesia. Por eso aquellos jueves santos en mi Segovia adorada brillaban más que el sol.

Nunca he ido por la vida en plan de recoge-pelotas y bien sabe Dios que nunca le tuve envidia a nadie pero me fijo mucho. Y cuando iba en la procesión detrás del señor obispo examinaba todos sus gestos, escuchaba todas sus frases. Y aquel Corpus de hace medio siglo justo al posar sus cáligas (zapatos de obispo) sobre el enlosado de la catedral donde yacían enterrados todos sus predecesores de aquella diócesis le dijo a un fámulo:

-Pronto estaré yo aquí con ellos.

El familiar, don Fernando Resines,  que así se llamaba el fámulo: un canónigo vigoro y muy sanguíneo, que despertaba la admiración de las beatas por su brioso buen talle y hasta puede que alguna estuviera enamorada de él secretamente, se revolvió como una ardilla:

-Señor obispo, ¿Quién piensa en eso?  Está aun para dar mucha guerra Su Ilustrísima.

Don Daniel que era un santo tuvo aquel jueves que relucía más que el sol una premonición un aviso de su glorioso transito. Moriría en olor de santidad  tres meses más tarde aquel mismo verano del 57.  Fue la muerte del Justo. Se parecía un poco al papa reinante en aquel tiempo Pío XII con sus lentes de concha redondos, su serena altivez de aristócrata de la Iglesia, su calva tallada a cincel. Se sentía muy enfermo pero a pesar de la fatiga ofició con minuciosidad el largo pontifical de casi dos horas. Ornamentos blancos casullas recamadas de oro del siglo XV. La misa del corpus la escribió la escribió nada menos que santo tomas de Aquino en 1264. Sonaron los himnos del Pange Lengua Gloriosa y del Tantum Ergo y la secuencia del Lauda Sión.  No fue una misa de difuntos sino de resurrección y eso que nuestro prelado sabía que le había salido la hoja roja. Tenía el don de profecía y el de la introspección. El bueno cuando llega la hora se alegra. Sin embargo el malo se entristece. Mors impii- del rijoso, del envidioso del que odia, del que se presenta con las manos vacías a la mesa de la eternidad- pessima. Lo dice el Eclesiastés. Y en verdad la muerte del piadoso obispo fue como una eucaristía. Su recuerdo me alienta a preservar la virtud, a perseverar en el bien aun a sabiendas de que existe el mal. El odio y las navajas por detrás y la sombra del mal que acecha. Nunca las tinieblas podrán soportar la claridad. Y esas tinieblas son mis enemigas. Nada personal. Luchamos no contra la carne y la sangre sino contra esos malos espíritus diaños del aire y de las ondas. Corpus Christi custodiat animam meam in vital aeternam. Es la fiesta. La apoteosis del amor. Un amor que existe por más que no lo parezca. No tengáis miedo. Hoy, el Corpus. Engalánese España. Es la fiesta del amor.

17/05/2007 10:41:52

 

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