2021-08-19

 

ECHO DE MENOS A PACO UMBRAL MORTAL Y ROSA. RECUERDOS DE MI ABUELO BENJAMÍN

Thursday, 19 de August de 2021

Antonio Parra-Galindo

 

Echo de menos a Umbral. Mortal y rosa. Voy a la última página del diario donde él proyectó su última época en vividura de escritor fuera borda y no encuentro su firma. Otras plumas galanas se han subido a la columna de mi difunto amigo. ¿Segundas partes fueron buenas? En este ambiente de envidias y de navajazos que es el mundillo literario periodístico madrileño Paco tuvo muchos enemigos de esos que adulan por fuera y por dentro ocultan la puñalada trapera y émulos.

 Es que fuimos muchos los que quisimos escalar su columna rostral donde él se encaramó como un César. No entró en la Academia pero conoció y supo tocar los mejores registros de la lengua castellana mejor que nadie. Creo que, Cela aparte, ha sido el mejor escritor español del siglo XX. Me cupo la honra de conocerle y tratarle aunque muy de lejos y ya dicho que lo echo en falta. I miss him Expongo aquí una foto. Estábamos en la boda del poeta Florencio Martínez Ruiz que se casó allá por el 64 en los dominicos de Alcobendas. Esa iglesia moderna con esa torre tan guay mirando a la carretera de Francia y nos retratamos a los postres.

 No hubo banquete sino un “lus” que dice mi madre. Un lunch. Las bodas dejaron de durar tres días y se convirtieron en meriendas a la inglesa. Florencio se casó con la hermana de un amigo mío. Juan Antonio Pérez Mateos escritor poeta periodista de Palomero (Cáceres) y aquí está el conquense y premio Adonais aquel año Diego Jesús Gimenez, España, la santa de Umbral, yo y él con gafas de concha negra y traje cruzado.

 Era muy elegante, un dandy pero como todas las inteligencias preclaras, los espíritus delicados y mentes cultivadas que no son del montón cambia. Con Felipe volvió a colocarse la pana y la camisa de rayas. Quizás no escribió la novela de nuestra generación, un título que hay que atribuir a Jesús Torrado, autor de Las Corrupciones pero Umbral, escritor químicamente puro prosista y lírico, el azadón y la pala que excava los sentimientos de la gente de la generación del 68, es un gigante. No se queda en el estilo y la música de Cela o de Delibes que son más manieristas sino que es también letra y dice cosas con la literatura. Es también filosofo.

Vuelvo a sus libros que me confortan para empaparse de ese existencialismo de su estructura, esas ganas de vivir en rebeldía que nos caracterizó a muchos. Paco creció y maduró con el tiempo. Nos define y nos confina. Literariamente fue el vino añejo en la tinaja. Fue a más. Cela, pongamos por caso, el posterior y aunque las comparaciones ofendan, ya no era tan bueno como el primer Cela. Se agotó. Lo contrario que mi amigo y admirado madrileño recriado en Valladolid.

 Superó a Delibes escritor oficioso y oficialista, superó a todos y con ese dolor, ese reconcomio de la muerte inesperada, que nos arrebata a los que queremos/odiamos, me desparramo por la prosa triunfal, buida, preciosista y recalcitrante como una melodía repetitiva y con algo de hesicasmo, un eje de marcha, un gozne que da vueltas, el mimbre donde ensartaba los churros el churrero en aquellas madrugadas color lila, así es Mortal y Rosa una novela sin argumento. Sólo el dolor por el hijo muerto. La levedad del ser, la futilidad del deseo. Pura masturbación mental. Encaje de bolillos. Consultas al psiquiatra. El alma del escritor que se estampa y se retuerce ante lo incomprensible de aquellos largos y tórridos veranos del 50 en que jugábamos al gua. Rememoro de la mano del maestro vacaciones con olor a espliego-entonces los olores eran más fuertes, quizá porque no había lluvia ácida ni fertilizante, quizá porque nuestro olfato no había sido acometido por las mermas de la post modernidad y todo en nosotros estaba más entero- o con el perfume del sexo en las bragas de aquella niña con la que, inocentes, jugábamos a los médicos.

 Olor también a muerte. Bandas de luto en la manga de la gabardina. ¿Quién se te ha muerto? Un primo mío que no llegó al desarrollo. O el hermano enfermo que teníamos en un sanatorio tuberculoso de Guadarrama. Alguna vez subíamos desde Segovia hasta Tablada en aquel tren tranvía dos horas y media el trayecto hasta Madrid cuando no se rompía alguna furaco de la catenaria. ¿Estas bien, hijo? Sí, madre, sí. ¿Qué te traigo, qué quieres que te haga? Nada, madre; nada. Y se tendía en aquellas chaise long de la galería. Pabellón de reposo. Tranquilidad y buenos alimentos. Enfermitos con los ojos grandes y mirada ardiente. Toses y dolor al pecho escribiendo cartas de amor, la tisis categórica y la muerte en los zancajos  razón de su hiperestesia y bálanos encendidos caminaban por las crujías buscando a la mujer.

 “Voglio una donna” (quiero una mujer) gritaba el loco desde la copa de una encina, ah Fellini las tetas de la rubia de Armacord, el despertar de los sentidos, Eros y Tanatos hermanos mielgos, Castor y Pólux a horcajadas montando el mismo caballo, los encuentros con una moza bajo el hórreo, las parejas que buscaban los escondrijos de las peñas orillas del Eresma donde nos bañábamos en la poza del bodón y espiábamos al cura del Salvador haciendo porquerías con una de sus feligresas. Yo me la llevé al río.

Hambre de sexo, hambre de amor, que nunca fuimos tan ardientes, que nunca el sexo estuvo tan entrometido con la religión que lo reprimía. He seguido soñando con los senos de la rubia de Armacord. Esa da dos azumbres, gritó un chistoso durante una reproducción en el Montija, sesiones de cine de sesión continua donde entraban dos y salían cinco. Chist un poco de formalidad, coño, ese que se calle. Acomodador… acomodador. Adolescencia y muchos andaban mal de la caja cambios. Tosían. La mala alimentación. Los desastres de la guerra. Alguna noche cuajaba la sangre en la almohada.

 Algunos curaban pero la mayor parte palmaban. Por las tardes en alguno de los cien campanarios de las cien iglesias y conventos de Segovia tocaban a clamor. ¿Quién se ha muerto? Don Anacleto el lectoral de la catedral. Pues no era muy viejo. ¿Y fumaba? Poco, creo que un farias los domingos después de decir su misa. Y se preparaban aquellos aparatosos entierros que eran auténticos desfiles procesionales porque no hay ciudad en el mundo que ame tantas las procesiones como la ciudad en que nací yo. A la primera de cambio, zaca; una procesión.

 Mi madre me llevaba a todas aunque no fuese Semana Santa. Me veo ahora con un cirio encendido andando medio dormido mientras berreaba el amante Jesús Mío cuando se hacía la reserva en aquellos monasterios apartados extramuros adonde iba poca gente y olía como a pescado rancio. El olor a coño. ¿Es que las monjitas no se lavaban? Se lavaban poco. Y las vaharadas de ese olor se me suben a las narices cuando repaso las novelas de Umbral. ¡Cómo lo capta Paco! Parece que tenía un radar en el bolsillo. Aquellos olores plasman una época entre estertores de penas del infierno y carne lacerada por los cilicios.

El ay no me des tormento de las saetas y los jipios del amor hermoso de las tonadilleras. Ay que me estas matando Pasión de un pueblo con alma dolorista que ni amando a Dios ni fornicando no se divierte. Que guiado por su sino trágico lo toma todo por la tremenda. Masoquismo de raíces místicas. Hay pueblos donde los hombres y las mujeres se acuestan con una sonrisa y se lo pasan grande. Aquí con una navaja en la liga y parece que sufrimos.

 No me diga más: violencia de genero pero hundámonos en las raíces. Hagámonos preguntas. ¿Por qué? Pues porque el sexo se entrevera con la religión entre nosotros. Es como una montaña sagrada, no un prado ameno ni un jardín de delicias. Umbral lo explica.

Un triduo, una novena, una conmemoración y ya estaban las andas preparadas y las capas del habito, los hacheros y el báculo de la hermandad del Cristo del Perdón. ¿España ha dejado de ser católica? Si me lo preguntan por ese cabo responderé que sí y no. También la muerte era un espectáculo. No se ocultaba en asépticos tanatorios donde maquillan a los muertos como si fuesen a representar una obra de teatro, con música de fondo. Han variado las costumbres pero ¿muerte donde está tu victoria? ¿Dónde tienes tu aguijón?

 La imagen que me viene a la memoria son las largas visitas al hospital de la Misericordia donde siempre había alguno del pueblo o tenían a mi abuelo Benjamín cuando le operaron de la próstata. Bajábamos en las tardes de mayo por la costanilla de los Desamparados allí donde la ciudad no había perdido su perfil guerrero senda abajo por el postigo donde yo vi una vez a un templario un monje negro con una cruz blanca y roja al pecho la albarda en la mano el yelmo y la rodela fue una visión un espectro de caballero prevenido en frontera y entrábamos en aquel lazareto limpio y pobre.

Una monja paula con la toca enorme como las alas de un gigantesco finife, aquel griñón alsaciano – san Vicente de Paúl era francés y las instituyó para curar el mal gálico y las hermanitas tenían que disfrazarse a la moda del París del siglo XVII pero el gorro aséptico les prevenía contra los humores negros de la peste y la sífilis- les daba un aspecto asexuado y epiceno.

 Muchas veces me preguntaba si aquellas monjitas no serían hombres pero mi madre me dijo que algunas eran muy guapas y que una navarra, Sor Conce, era un tipazo y le entró la vocación cuando la dejó el novio. No hay mal que por bien no venga, mamá. Mi madre la pobre siempre andaba de convento en convento. Se conocía a todas las religiosas de la ciudad y mira que eran unas cuantas (las de santa Rita las de san Antonio el Real las de santa Isabel, las Dominicas, las Cistercienses del Barrio las Brujas, las oblatas de la Consolación, la Reparadoras, la tira, y las bajaba a visitar con frecuencia porque algunas eran de su pueblo.

 Me tenían muy intrigados aquellos curas aquellas monjas con aquellos capisayos. ¿Por donde mearán? ¿Tendrán eso? Sí, mi niño sí pero ¿qué cosas preguntas? Una vez mi curiosidad llegó a tal grado que recibí una tunda porque ni corto ni perezoso a Sor Conce, pues yo siempre fue muy decidido, traté de alzarle las sayas.

 Me dio a besar el rosario y yo traté de levantarle los bajos del halda que le llegaba hasta los pies. ¡Pero bueno! Niño eso no se hace. Oche. Es pecado mortal. ¿Tendría la hermanita de la Caridad  el pecado mortal en su sitio o era otra cosa?  ¿Y que tendrían los curas pija o crija?

No me quedaron ganas de saberlo porque la bofetada que me dio mi padre que casi me estampa contra la pared aun me está doliendo y el eco de aquella hostia resuena por los ánditos de las memorias. Sor Conce cuando bajábamos a ver el abuelo creo que me cogió ley pues  mi atrevimiento la debió de hacer gracias y me daba peladillas y caramelos que sabían a rancio y a convento. Al vernos llegar por la puerta carretera que abría a un patio con una fuente en el medio coronada por un virgen de escayola ya estaba sor Conce moviendo la cabeza y riéndose.

Le caí en gracia.

-Uy que chicos más gordo qué bien se te crían, Juanita.

Con buena leche del cuartel y buenos chuscos, que trae el machacante, hermanita.-contestaba la mi madre.

 Estábamos mi hermano y yo hechos unas bolas pero en aquellos tiempos del hambre la gordura era un signo de distinción.

¿Cómo está el abuelo?

 Pasó mejor noche.

 Le operaron tres o cuatro veces a lo burro. !Qué bestias aquellos galenos al meterle la sonda! no fueron capaces los urólogos de aquellos tiempos de erradicar su adenoma.

-Es que, Benjamín, tienes la próstata como la de un caballo. Salió bien de aquella y cuando le dieron de alta se fue directamente a una tienda de objetos religiosos que había en la Calle Real y compró un Resucitado. Con él al hombro en el coche de línea se presentó en Fuentesoto. Lo regaló a la iglesia y mandó decir una misa a don Frutos de acción de gracias. Era un espejismo. El maldito adenoma siguió minando su paquete intestinal y sobrevino la anacrisis. Yo dormía en su misma alcoba y me dejaron al cuidado para alcanzarle el orinal o el botello cuando le entraban ganas de orinar. Fui testigo de su pasión y muerte. Hasta Dios me dio la gracia de asistir a su agonía. El abuelo debía de ver cosas en aquel trance pues con malo tregua se santiguaba. Y santiguándose entró en la vida eterna. Era una tarde calurosa de julio. Bahmontes había ganado la vuelta a Francia. Asistí de monaguillo al entierro.

 El cura Saturnino, el de Castro, dijo las preces de mala gana y las moscas revoloteaban alrededor de la caja mientras entonamos el “Libérame Domine de morte aeterna”  pues fue un verano de muchas moscas y de mucho calor.

A mi abuelo lo amortajó mi tía Dominica que era la santera de Fuentepiñel atándole las manos y los pies con un cordón de siete nudos. ¿Qué significaban los siete nudos de aquellos cíngulos? Un salvoconducto para el Paraíso. Los siete dolores de la Virgen. La credencial. Benjamín llegaba bien preparado y san Pedro no debió de vacilar en dejarle franca la puerta al buen labrador castellano después de su calvario.

-Pasa pa adentro Benjamín que te lo has ganado-debió de decirle el portero del Paraíso el señor san Pedro cuando aterrizó por aquellas alturas mi abuelo.

Tres años en un grito por culpa de aquella maldita próstata. God spare me. Sor Conce tenía un rosario de cuentas muy grandes, cantaba jotas de la Ribera que daba gusto escucharla y era todo una real moza. Medía casi dos metros y luego con aquella toca de las Hermanas de la Caridad tenía que entrar por las puertas de medio lado. Aquello no era una toca ni un griñón; era un paracaídas.  Hermanita ¿va usted a la guerra con ese paraguas blanco? La decía el capitán Camilo que había luchado en el otro bando y no creía mucho en estas cosas de Dios y la religión y ella contestaba:

Sí señor Camilo voy a la guerra del amor de Dios.

Y entonces ¿por qué no se echa usted novio?

Con el que tengo me vale. Pero rece, Camilo, rece para que el Señor le dé presencia de ánimo y una buena muerte.

Se me ha olvidado hermanita.

El bueno de don Camilo se tapaba la cara con el embozo. Acaso lloraba. Santa María Madre de Dios,- bisbiseaba por lo bajo.

-Ve como sí que se acuerda.

Se daba media vuelta sor Conce y el bueno de don Camilo hacía gala de sus ideas. Entonaba el himno de Riego. Si los frailes y curas supieran la palaza que van a llevar. Japuta… japuta.

Tengo muy grabadas aquellas cosas que sucedieron en mi infancia. Sor Conce arrastrando sus peplos sus velos y sus tocas por los pasillos que estaban tan limpios que en ellos se podían comer sopas y entrando por las puertas de medio lado por causa de su inmenso gorro.

 Fue un acto de caridad la reforma del Concilio que visitó a las Hijas de San Vicente de Paúl de corto otorgándolas una indumentario más funcional pero el hábito sigue siendo feo con esa toca en ángulo recto y sustituyendo el azul por el negro. Aunque dicen que el hábito no hace al monje, a la monja.

 O ¿sí?

 En España se quiso siempre mucho a esa Orden francesa que no la hubo ni tan militar ni tan militarizada. Franco al que asistieron en el hospital de sangre de Melilla y le salvaron la vida cuando le pegaron el tiro en el vientre mandó que hubiera una comunidad  de esta Regla en todos los hospitales militares y es del de Carabanchel donde murió mi padre y del de Segovia donde estuvo mi abuelo que yo las recuerdo. !Cuantos soldaditos murieron en sus brazos!

 Caminaban por la crujía entre las camas blancas con mucho garbo con sus cofias esotéricas y las haldas que les llegaban hasta los pies. Debajo del delantal muchos cosas podrían caber: unas tijeras, la jeringuilla de morfina, el tarro de piramidón, la última carta del novio que la dejó, el detentebala del sobrino al que mataron en  guerra y hasta los caramelos y bombones que me regalaba  la sor  y que sabían muy ricos aunque  revenidos y con olor a monja.

Los libros de Umbral que es uno de esos escritores tan sensuales que escriben como les da la gana hasta con el olfato me devuelven aquel tiempo que se fue. Traen un perfume alcanforado de cuarto de atrás y de pensión con patio de luces Estoy seguro de que no pasarán porque son definitivos y definitorios de una época de un tiempo en que todo cambió hasta la toca de sor Conce que el Vaticano recortó.

 Lamento que Umbral, no lo sé, perdiera la fe. Decía glosando a Sartre diciendo que Dios es el silencio de los hombres. A mí me parece todo lo contrario. Dios es elocuente y sigue hablando a Abrahán desde la zarza.

 Claro que para escucharle hay que estar atento y tender no los oídos de la carne sino los del alma. Mientras seguimos sumidos en la paradoja pues vivir y morir es una contradicción. Extrañamos a Umbral poeta puro, escritor de raza, en este melonar sembrado de patatas y de espantapájaros. Tendría que hablar del amigo Pérez Reverte el espadachín, una fábrica de churros  a refritar un troquel de acuñar moneda y de hacer billetes. Que a Umbral no le llega a los zancajos.

 Tiene el síndrome de los de  Pueblo que Emilio Romero los malcrió y les hizo una especie de perdonavidas y de delincuentes. Nunca entenderán al escritor neto químicamente hablando. Ellos son políticos del lado que sople el viento pero ese tema lo vamos a dejar para otra día

   

No hay comentarios:

Publicar un comentario