EL DIACONO DE LAS
EXEQUIAS (cuento astur)
Al peligro con tiento y al remedio con tiempo, refranes acuciaban su memoria cuando le dijeron que Alipio había fallecido, la incineración esta tarde. Sintió entonces Doroteo una congoja augusta en el pecho. Otra vez de entierro. El acto sería en el camposanto de San Salvador sobre un cerro del que se veía la ciudad de Oviedo.
El lugar le recordaba a Doro, lector impenitente, a Clarín cuyos cuentos necrológicos se desarrollaban allí.
Eras una tarde triste de octubre al caer de la hoja. Traían las lluvia y viento derramando lágrimas sobre Vetusta. Detrás de las tapias se veía una panorámica de la ciudad muy solemne con las erguidas espiras -un grito en el cielo- de la catedral que llaman sancta ovetensis. Donde en el ala lateral de la epístola cabe el macizo de responsión gótica estaba la imagen de un cristo bendiciendo a dos dedos con ojos enormes y saltones, en talla del siglo XI al que llamaban el Señor de las Orejas porque en la estatua tales apéndices auriculares como sosteniendo la bola armilar eran enormes.
Tanto ir y venir, tanto libro tanto embeleso los paseos en el Bombé las terrazas del edificio La Jirafa, otra torre señera que se veía desde el mirador del cementerio, acrecentaban su tristeza porque aquellos recuerdos del amigo que acaba de subir a la barca de Queronte.
Aquí se acaba todo, Alipio, dijo en voz baja mientras miraba al ataúd colocado detrás de una cristalera. Punto final al ajetreo:
-¿ y ahora qué?
No hay respuesta.
Nadie vino a contárnoslo, pero el diácono celebrante de aquellas tristes exequias estaba soltando un rollo ante la congregación que se agolpaba en la capilla sobre las aguas bautismales y la caridad que no se ve por ninguna parte. Doroteo le escuchaba como quien oye llover. ¿ De donde habría salido aquel pájaro, que llevaba la estola cruzada al pecho?
Cuando menos evidenciaba escasos conocimientos de teología y torpes dotes oratorias.
-Acaba, ya venga que es para hoy
Pero el diacono seguía y seguía, no paraba de hablar, parecía que le habían dado cuerda diciendo vaguedades y torpezas que nada tenían que ver con la vida del difunto y su lucha heroica y martirial contra el cáncer.
Terminada la siniestra platica se agitó un resorte y la caja donde reposaba Alipio descendió paulatinamente hacia el quemadero, me entró un escalofrío. Alipio era lanzado a los infiernos, al fuego eterno. ¿Fuego eterno?
Si era un santo, un chaval cumplidor que juró bandera en Campamento, y él estuvo en aquella ceremonia mucho más alegre que ahora, pintaba de maravillas, emigró al extranjero porque era una generación del Alsa todos esos jóvenes que en los noventa tomaron las de Villadiego porque Asturias, cerradas las minas y desmontada sus potentes industrias sacrificadas las vacas de su extensa cabaña, no ofrecía puestos de trabajo. Empezó la gran emigración. La desbandada, un chorreo que esquilmó lo más granado de su juventud.
El difunto que estaba ahí en eso, cuyo cadáver el diacono rociaba con agua bendita, era uno de aquellos mozos. El principado se había convertido en un país de viejos.
Cuando pasó con el acetre y me miró con ojos exterminadores y arrogantes insensibles al sufrimiento de los hombres y al misterio de lo que hay detrás de la muerte me pareció ver en él los mismos ojos del diablo Selenio y me acordé de un cuento de Gogol que leí en mi juventud que trataba de un diacono que era el mismo demonio y quiso robar la luna del plenilunio.
A mi amigo no le estaban enterrando por lo cristiano. Aquella ceremonia con aires de conjuro se parecía a una ceremonia masónica áspera, fría, chabacana a crédito de los secuaces de los cofrades del Triángulo y el Compás.
Anathema sit dijo para sus adentros. A ese clérigo habrá que echarle un exorcismo. Se levantó de su asiento Doroteo, tomó en sus manos el acetre y lo derramó sobre la cabeza del diablo. Luego con el hisopo le empezó a sacudir golpes en la cabeza, pero como Zelenski la tenía muy dura no le pasó nada, era insensible al dolor humano, a las lagrimas derramadas por las viudas, a las enfermedades de la gripe y el cólico miserere. a los cadáveres de los pobres soldaditos que perecen en el frente y regresan en trenes con vagones frigórificos.
-Fuye me cago en la no quiero verte, vete, no quiero verte.
El diacono salió al punto disparado. Era todo un espectáculo. Por las diferentes salas del crematorio aparecían gentes angustiadas. ¿Qué ocurre, qué pasa? Nada que un señor se volvió loco y la ha emprendido a jarrazos con ese clérigo salido de un seminario de vocaciones tardías.
-Están corriendo a porrazos a Zelenski, el hijo de la Bestia, agente del mal y la muerte.
Entonces Doro se dirigió al altar y recordando a la congregación que él había sido sacerdote y tenía ordenes sagradas, se arrodilló ante el cristo y tomando un crucifijo tomó la suplencia del preste falso, entonó el responso más impresionante que ha sonado en los templos e iglesias durante muchos siglos Requiem aeternam dona eis Domine, dio con el crucifijo tres golpes sobre la caja.
Se escuchó un estruendo y a continuación por uno de los ventanales descendieron tres arcángeles con una espada que se llevaron el cuerpo de Alipio en volandas al tiempo que anunciaban a los presentes:
- Aguardadle el último día. Él se va para los cielos con la gloriosa Santa Ana.
Don Leopoldo Alas Clarín fue el primero en acudir a recibir a su paisano y acompañado de san Pedro le abrió las puertas del Paraíso mientras un coro cantaba la entradilla de Al Siervo bueno y fiel a los acordes de la Marcha Real y música de gaita.
El escritor le dio una palmada en el hombro y dijo:
- Entra, pues, al reino que tienes preparado desde toda la eternidad,
-¿Cómo estás guaje? ¿Todo bien?
- Sí todo bien.
-Pachasco, vas a estar en la gloria.
No podía yo dar crédito a mis ojos. vi de lejos a don Leopoldo mi escritor favorito dando la bienvenida a mi primo, comprendí entonces lo que canta la infantería de que la muerte no es el final.
Salimos del camposanto y se nos pasó la angustia, Bajamos la cuesta de todos los duelos por la Manjoya y todos los que habíamos asistido al sepelio nos dirigimos a la catedral a prostérnanos ante el Cristo de les Orelles.
Sonaron las campanas repique de gloria y todos nos quedamos mudos en silencio adorando al viejo cristo de las orejas por la peana, a cuyas plantas a lo largo de los siglos se habían prosternado miles, millones, de romeros.
Satanás ardía ya con el falso diacono en las calderas de Pedro Botero. Una gozosa luz impregnaba de serenidad y quietud de aquella tarde de octubre en la cual mi amigo se fue con la gloriosa santa Ana a los cielos
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