2023-01-23

MUCHAS GRACIAS, MISTER GREEN

 

GRAJAN GRIN

A tipos como él te los podías encontrar tomando el tren en el anden de la estación de South Ken a cualquier hora del día o de la noche. Siempre con gabardina o redingote, las vueltas del cuello echadas hacia arriba, los que les daba una aspecto dinámico de personaje del cine negro años cincuenta, mitad espías, mitad dirty old man.. Personajes como el de este inglés atiborraron la fantasía de mi niñez. Es que entonces veíamos muchas películas. De aspecto impecable, este inglés irreprensible de flemático aspecto resulta que le gustaba irse de putas. ¿Y a quien no? Alto, espigado, perfecto acento y buena facha pudiera ser el vejete verde que asusta a las colegialas en un callejón mostrándole lo que lleva debajo de la gabardina. Este tipo de morboso sexual en mis tiempos londinenses se daba mucho.

Mr. Greene, sin embargo, era muy straight. Vino y mujeres. Buen cliente de las damas de toldo y arandela del Soho y de Pimlico que era donde había verdaderos encantos y call girl. Vivió bien la vida y ahora las gentes celebran su centenario. Sus libros, que no son tan importantes por lo que a renglón seguido diré, se venderán como rosquillas.

Aprendí a pronunciar su nombre (greian grin) correctamente cuando llegué a Londres en el verano del 64. Antes, lo pronunciábamos a la española, que suena más fuerte y sonoro con la jota que trajeron los moros.

Sin embargo, habíamos leído sus novelas o decíamos haberlas leído. Yo nunca pasé de la página treinta porque me aburrían soberanamente. Tanto la trama, la acción, el interés o eso que los griegos denominaban perístasis y para los ingleses es el plot a secas, al igual que el dialogo, me parecían algo lejano y distante.

Luego lo conocí personalmente y en una multitudinaria rueda de prensa en la Foreign London Correspondents, un edificio de estuco con cariátides y ventanas geminadas que daba al Palacio de Buckingham. Era como me lo imaginaba. Siempre una daifa de alquiler en su entorno. Le gustaban las putas, qué se le va a hacer.

 Me levanté a los postres y después de los vinos en esta comida homenaje (Greene, apasionado del Burdeos, acababa de descubrir las grandezas del Rioja) le dije, humildemente, lo que pensaba de su novelística. Se lo dije a sus jodidos morros que es usted un jodido bolo. Empezó a despotricar y a meterse con el general Franco. Tenía una idea muy exótica de España como buen inglés y luego se hizo amigo de y un cura gallego, el P. Durán, en cuya compañía viajó por el país a bordo de un seiscientos.

Su nombre siempre ha sonado bien entre nosotros. En los años cincuenta ya empezaron a darle bombo a costa del “Poder y la Gloria” que creo que trataba de un cura cristero aferrado a la botella en tiempos de la revolución mejicana.  No pasé de la página quince y “Honorary Cónsul” lo tiré por la página tres.

Nos lo presentaban como un escritor católico. Pues, mire usted, menos globos. Creo que era uno de esos ingleses excéntricos que leyeron al cardenal Newman y siguen añorando la pompa y aparatosidad del rito latino. Sienten nostalgia de Roma como buenos amantes del poder y la gloria. El título es lo mejor del libro- en la línea un poco de lo que le ocurrió a Enrique VIII que después de secularizar a los monasterios le dieron remordimientos y seguía pidiendo misas en latín y canto gregoriano, atrito por las barbaridades que acababa de cometer.

Para entender esta interpretación del catolicismo  hay que darle muchas vueltas a la palabra Church  que viene del griego kirkos (círculo). Algo esotérico. Lo de fuera. Lo que pende de la gran estructura exterior. Algo como circus. Esta idea de circo máximo vuelve a aparecer en las novelas de Le Carré, el cual supera en sus novelas de espionaje a Greene o, cuanto menos – y es una opinión solamente – sus tramas son más interesantes y lúcidas. En ruso y alemán es el Kirkos lo que vuelve a prevalecer, mientras en español, francés e italiano es la palabra Ecclesia o reunión – algo más esotérico o interior – como circulo o morada la que rige.

Unos llevan la fama y otros acarrean el agua y cría fama y échate a dormir. Su firma fue la primera gran operación de marketing editorial que conocimos en este país. Mucho ruido y pocas nueces. Lechetrezna son sus novelas y su prosa, un euforbiáceo. Al autor de “Nuestro hombre en Habana” le costaba trabajo escribir. Se impuso una disciplina de tres mil palabras por día que llevó a rajatabla hasta su muerte en Antibes 1991.

No hay que ser un lince para intuir que sus páginas sobrecargadas de este pensum disciplinario o recado de escribir adolecen de ese lastre. Una buena novela no ha de ir a pie forzado. Ha de leerse a pie juntillas y ça va de soi que dicen los franceses. Al lector diserto no se le engaña y es que a veces los capítulos, por ejemplo, de A burnt out case parecen escritos o con mucho güisqui encima o en una mañana de resaca.

Esa acidia de la cual se quejaba en sus entrevistas y que tanto le hicieron padecer en la adolescencia y lo pusieron al borde del suicidio asoma la oreja melancólica a lo largo y a lo ancho de sus escritos. Es taedium vitae, angustia vital.

Creo que su faceta como ensayista y periodista eran tan interesantes o más que su dramaturgia o su novelística. Me veo a mí mismo, acendrando la mirada retrospectiva, leyendo los artículos dominicales en el Observer. Era un escritor nuncupatorio   de grandes frases y de mejores títulos todavía: “Todos los escritores y periodistas tenemos algo de espías”, dijo en una interviú; “Un caso quemado”, “Nuestro hombre en Habana”, “England made me”. ¡Qué titulo más fantástico! ¡Qué frase más lapidaria! Para definir toda una vida. También a mí. Inglaterra nos hizo y nos deshizo.

La luz del norte inglés en aquella council house o vivienda protegida de Edenthorpe colándose por la ventana de la cocina taladraba una mañana que sabía a tostadas con mantequilla. Sobre el infernillo chiflaba su canción de vapor el pote de calentar agua. Me iba a servirme la quinta o sexta taza de té. Cuando levantaba los ojos del periódico veía el campo de futbol donde algunos mozalbetes jugaban, las botas y los calzones se ponían perdidos de barro. Era la calma casi sacral del domingo inglés con sus encantos. Un poco de risa y algo de amor. Radio Doncaster ponía en antena canciones de los Beatles. Tea for two, efectivamente y “one each, another for the pot”.  Las reglas del buen tea brewer. A cucharadita por persona.

“England made me”. Todo un latigazo de evocación y de melancolía para el que suscribe. Mi amor de aquellos mañanas ingleses en el frío despertar del Yorkshire, ¿qué habrá sido de ti?, ¿Qué sería del poderío en el mirar que tuvo aquella mujer? Toda la obra de Graham Greene me arrastra otra vez hacia los dulces ojos que llenaban con su mirada los ventanales de nuestro modesto council flat aromando ahora mi añoranza por lo que pudo ser y no fue, por lo que descarriló de improviso. El tren partió y no volvió más. Ni siquiera dejó rastros ni señas ni hojas de ruta. Sólo el perfume de aquella nacarada piel de mi niña a la que sacaba a pasear por las heladas aceras de mi barrio de Edenthorpe. Estábamos en el paraíso ¡qué tontos! Y no lo sabíamos. Entonces la felicidad pasó de largo. El amor y la muerte son dos agregados de un mismo conjuro irrevocable. El que se va no vuelve y esto es menester aceptarlo.

Por esa novela, un canto a Inglaterra y ambientada en Suecia, le denegaron el novel. Su nombre sonaba todos los años por octubre, pero al final el galardón se lo concedían a otro. En ella este inglés patriota y acérrimo en su castillo puso a los suecos a caer de un burro. El material utilizado tiene algo de autobiográfico y evoca una etapa de la vida del autor en que trabajó para los servicios secretos ingleses. Estaba enamorado de una chica de Estocolmo. Aquel tren también descarriló.

Después, el escritor confiaría al papel el trauma de aquella experiencia y según suele suceder de aquélla surgieron sapos y culebras. La novela es un ataque contra el nazismo. La bestia rubia se convirtió en bestia parda. Inglaterra me hizo y me deshizo. También recuerdo que en la sala de espera del aeropuerto Heathrow compré un ejemplar de “Travels with my aunt” (viajes con mi tía). Leí con fruición algunos capítulos, luego me dormí y perdí el avión. Gracias a este aburrimiento y este retraso salvé la vida. Mi avión tendría un accidente cerca de Paris. Mister Greene, muchas gracias. Le debo la vida.

 

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