ALFONSO EL “CERILLAS”, ALMA DEL CAFÉ GIJÓN
Antonio Parra
En tiempos de tribulación no hacer mudanza. Yo me refugié en el burladero del Café Gijón y Alfonso El Cerillas anduvo al quite, me echó algún que otro capote, salí gracias a él por pies de alguna tángana. Efectivamente, no hacer mudanzas. Es lo que recomendaba el de Loyola a sus novicios; es decir: pasar humo y tragar tabaco. A lo largo de estos cuatro o cinco lustros de vida española, acérrimos tiempos de brega, cambalaches, consensos y zarandeos, desde su taburete del famoso Café, desde su humilde puesto - cabe recordar que los últimos serán los primeros y todo un ejemplo a imitar para la soberbia nacional-, con un gesto y señorío de grandeza que mismamente lo convierten en marqués, este trabajador, toda una institución en el Madrid del finiseculo y en los albores de este siglo nuevo, fue nuestro oráculo, nuestro consuelo. Otro cirineo.
La tajuela donde coloca sus baqueteadas posaderas, según se pasa el umbral a la derecha, levantando el cortinón de cuero, carece de respaldo. A mano tiene el cajón sobre el cual guarda los cartones y las cajas de puros, y, arriba, el tendel donde unas pinzas metálicas prenden décimos de lotería, postales de la Cibeles, souvenirs, alguna que otra futesa. Este banquillo por obra y gracia de su presencia a mí me ha parecido el trono de un rey.
Él es el alma del Café Gijón, rompeolas literario de las Españas y de parte del extranjero. Yo propongo a Alfonso para el premio Cervantes y, sobre todo, para el Premio Nobel de la Paz. Se lo merece de veras. Nadie ha trabajado tanto en pro de la reconciliación de los españoles. Yo no sé si escribe pero desde su banqueta piensa mucho y filosofa que da gusto escucharle. Tiene eso que los españoles llamamos gramática parda, pero teñida de bondad, y los americanos “sabiduría de calle”. Es un sabio en el pleno sentido del vocablo. A él acuden las gentes en busca de un rato de palique y nunca se irán desconsolados. Entre sus clientes hay ministros, condes marqueses, y hasta el propio don Juan Carlos que, cuando fumaba, su marca era el “Rex” canario, y baja a comprarle alguna cajetilla.
Ha sido el asesor, el consiliario de muchos escritores fracasados. Los trata con el mismo respeto que a los que triunfaron: Umbral, Cela, Pérez Reverte. Manolo Vicent, Raúl del Pozo. Conoce bien las miserias humanas. Nunca se asusta de nada y hoy hay tanta gente que escribe.
¿Un santo laico? Sí. Los hay. Alfonso debe de ser uno de ellos aunque no vaya mucho a misa y se confiese anarquista, no de los de la tea incendiaria ni el barril de dinamita. Para cambiar el mundo, nada de bombas. Hay que encauzar a la humanidad a la manera evangélica con una palabra de alivio, un chiste, una sonrisa. Su padre -creo-era dinamitero en Burruelo. Una noche de mucho vino me contó una historia que nos conmovería a todos los tertulianos: cómo se desplazó con su madre en una borrica desde este pueblo de Palencia por los puertos camino del penal de Santoña donde habían metido a su padre preso a llevarle algo de comida y un poco de ropa. En el páramo por poco se arricen. Hicieron noche dentro de un serón ¡Ay Dios! Escenas como aquellas de cuerdas de presos vestidos de marrón en filas de tres en fondo las recuerdo yo también de haberlas presenciado de niño cerca de la cárcel de Segovia. Sus familiares y deudos les seguían de lejos. Las tengo grabadas en la retina de mi memoria. Nunca quisiera que volviera otra vez a estallar una guerra entre españoles.
Tampoco sería para mí un plato de gusto una segunda transición, tan dura como la primera. Yo me la pasé, ya digo, cerca de las tablas y talanqueras del “burladero”(así se llama un lugar en el bar) del Café Gijón. Desde esta valla de protección vi pasar la vida igual que Alfonso encaramado a lo alto de la columna, como el Estilita estoico. Parecía un dios del Olimpo guardando su “sofrosine”, su saber estar. Nunca le he oído hablar mal de nadie. Siempre sabe sacar el detalle amable y divertido, el juego de palabras o la frase redonda que hace memorable un coloquio.
Su mirada es noble y grande como la de un mastín de las montañas que lo vieron nacer. Y al igual que esos cánidos puede ser el hombre más fiel. Las jais que pasan por el establecimiento le largan piropos y le dicen guapo, pero él dice que ya no está para coger pesos. Cuando se pone el foulard al cuello, recuerda aquellos actores americanos de los sesenta. Es la llaneza personificada sin una pizca de vanidad aunque el Rey vaya a verle de vez en cuando en una de esas escapadas de incógnito que hace por la capital:
-Alfonso ¿Cómo estás?
Y él responde siempre:
-Muy bien, mi capitán.
También debe de ser bastante sufrido. A causa de una lesión medular anda algo estevado. Siempre se le ve alegre. Cuando le duele, una aspirina y si el dolor arrecia pues un gintonic, que se le va a hacer. Para él la política es un juego que no hay que tomarse demasiado en serio. Ya se les pasará. Entran los de Arrese y salen los de Solís. Literatura y Política con frecuencia van juntas por lo que siempre tuvieron sus reclamos en los veladores de serpentín, las paredes embonadas de maderas nobles, las cornucopias y espejos y los asientos de velludillo, del famoso Café que tiene una decoración de aire muy camp. Ha sido el cantadero de urogallos de los Servicios de Inteligencia de Alemania, Francia, USA, Israel, Marruecos e Irak. Los espías alauitas sentían predilección por estas bancadas. Una vez a uno - era una chica norteamericana- le conté el romance de Altamara sobre el hijo del rey moro etc., y quedó encantada. Ya por entonces estaban preparando una marcha verde en pateras y los nuestros sin enterarse. También es mala pata.
El Gijón no hace discriminación. Es un puerto franco y por eso muchos lo tenemos por un lugar sagrado que nos reconcilia un poco con la vida. Si a Alfonso habría que proponerle para el Cervantes a todo este recinto había que declararlo “patrimonio de la humanidad” donde se permite la discrepancia, el libre juego de pareceres, y a veces hasta la conspiración. En esta casa de acogida los soñadores, los que vivimos de las ideas hemos pasado momentos alegres pero también pasamos por malos trances. No es bueno ver los dedos largos de una mano negra delante de tus narices atentando y no poder hacer nada. Esos palmas siniestras se ciernen sobre las bombas del 11M. También se dejaron ver algunos osados etarras. Nunca lo hicieran porque esta sala o “stivadium”1 de la intelectualidad complutense es escaparate capitalino y ninguno de los que vienen pasa enteramente desapercibido.
En sus mesas pueden confraternizar codo a codo el espía y el poeta sin suerte, la viuda rica que con un ojo llora y otro repica que quiere echar una cana al aire, el banquero o el hombre de negocios que hace una operación o la chica de Filosofía empeñada a toda costa en que le presenten a Umbral o a cualquier otro escritor. Antiguamente sobre el mármol de sus veladores se declararon muchas proclamas y manifiestos. Fueron firmadas infinitas cartas de amor. Esta cualidad de abigarramiento que se vuelve alternancia, conllevancia y tolerancia es una de las gracias secretas de este establecimiento institución.
Alfonso El “Cerillero” es el alma del Gijón lo mismo que Riudavets lo es de la Cuesta de Moyano. Los dos Alfonsos visten guardapolvos de menestral y pertenecen a la España de los currantes a la izquierda y la derecha del espectro. Uno vende tabaco y chuches y el otro libros. Son dos supervivientes de una mundo gremial. He aquí que este anarquista es amigo del rey al que llama “mi capitán Borbón”, desde que estuvo asistiendo a don Juan Carlos como mozo de espuela en un regimiento de Caballería siendo cadete. Pero también es amigo de los mendigos que bajan por Recoletos. En realidad es amigo de todos. Resulta difícil creer que Fonsito tenga enemigos. A mí me ha fiado alguna vez.
Yo no sé qué cuentas se trae con Raúl del Pozo, tahúr impenitente, cuando lo despluman en Torrelodones. Sin embargo, los sablazos los cobra religiosamente. Nadie se va de rositas. Cada uno tiene que pagarse sus vicios. No se le escapó jamás un moroso. Se da una maña especial para que le devuelvan lo que considera suyo. Alfonso cree en la justicia distributiva. Y en la restitutiva. Villano en su rincón y rodeado de una paz horaciana en medio del tráfago de los Bulevares, ve pasar la vida con gesto augusto y cordial. Parece que nada ni nadie le perturba. A sus espaldas se celebra todas las tardes una de las pocas tertulias que quedan en el Viejo Madrid: la de Manolo Vicent y su tocayo el actor Manolo Aleixandre, Tito, el de “Cuéntame”, el Algarrobo, del Pozo, etc. Se reserva el derecho de admisión y su conductor, el periodista valenciano, dice que a ella hay que acudir bien llorados y bien meados (No se admiten Jeremías ni cuestiones personales), requisito difícil de tramitar cuando muchos de los compadres que pertenecen a este casinillo empieza a adolecer de las dolamas mingitorias de la próstata.
Tres o cuatro mesas más allá de los de está peña es la sede del conclave de poetas que hasta hace unos meses era dirigida por el talaverano Rafael Morales. Incondicional de la misma era Burón el “juez rojo” hasta que se murió. El Gijón ha sido siempre zona franca, emblema de una ciudad abierta como ha sido Madrid hasta la presente. En este bar parece Navidad todos los días y a diario se proclama la tregua de Dios. La presencia del anarquista Alfonso amigo de un rey epitomiza ese espíritu de concordia, al igual que todos los empleados del local, desde el metre, un señor de Guadalajara que me cae muy bien y que tiene mejores pulgas que don Pepito, hasta el último de los camareros.
Comprender es perdonar. Yo pienso que para fortalecer la democracia haría falta convertir a toda esta gran nación en un Café Gijón, pero por favor que no nos hablen de una segunda transición. Ya tuvimos bastante con la primera. Quod scripsi, scripsi. Ya lo dijo don Poncio. Las constituciones no son saldos. No se reforman así como así, mal que les pese a algunos. Si se sentasen con más frecuencia en los butacones de velludillo y se acodasen sobre el mármol ocelado de estos veladores y se emborrachasen de vez en cuando comprenderían lo que estoy diciendo. El Café Gijón es un sagrario de libertades, un habeas corpus donde hasta la policía hace la vista gorda. Dejadla que así es la rosa y no me toquéis los viva las pepas.¿Segunda transición? ¿Un nuevo proceso de desratización con lo que eso conlleva? Vamos, anda. No lo podremos aguantar. Sucumbiremos. De algo hay que morir. Además, me temo que ya no me quedan talanqueras tan resguardadas como ésta del famoso establecimiento de Recoletos. Voy para viejo y ya no tengo humor.
Feliz año 2005 a mis lectores, si tengo a alguno.
1Mesa donde se sentaban a comer lo romanos
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