AQUELLA NAVIDAD EN SAN ANTONIO EL REAL (SEMBLANZAS SEGOVIANAS)
este blog defiende la unidad de España y a su cultura
ENRIQUE CUARTO AGRIDULCE REINAR
CONTINUACIÓN I DE enrique iv no era tan impotente
El monarca misterioso
AGRIDULCE REINAR
Aquella navidad de mi niñez tocamos la zambomba, hicimos música rascando la botella de anís con el almirez y cantamos villancicos ante el belén que había colocado mi hermano Nano adornando con musgo el portal traído de las peñas de la cantera donde se afanaba en su pobreza el Tío Enrique y su cuervo al que había enseñado a hablar y a decir palabrotas a los chicos. Con papel albar se hizo una especie de arrollo y a la orilla estaban las figuritas de las lavanderas. Un pastorcito iba camino del portal con un cordero al hombro. La cena pobre consistió en castañas y algo de asado. El villancico que cantamos aun resuena en mis orejas. “Sobre tu cunita niño he visto arder una farolica como la del tren… que alumbra con gas a la medianoche y a la madrugá” era un cantar ferroviario y era apropiado para aquel momento pues vivíamos al lado de la estación cerca de la Dehesa Boyal que donó al concejo Enrique IV y donde se celebraba por san Pedro la gran feria de ganado. El pitido del tren traspasaba el silencio de la madrugada. Habíamos aprendido cuando dormíamos y la señal acústica de los convoyes que iban lejos nos despertaban a distinguir a un mercancías que solían circular hasta el alba, del correo de Santander o del automotor de Medina o los trenes militares que llevaban soldaditos hasta África. Mi padre se puso algo melancólico recordado otras navidades del ayer, los pensamientos se alejaban en la evocación de las Nochebuenas en la majada o en el frente de Teruel. La nochebuena se viene la nochebuena se va y nosotros nos iremos para no volver más. Levantados los manteles, mi padre me preguntó si iba a misa de gallo y yo le dije que sí, tengo que ayudar. ¿Quién es el capellán? Don Valeriano. Pues abrigate, hijo. No olvides el tapabocas ni el pasamontañas. Había caído una gran nevada y era tan brillante la luna que la noche parecía iluminada. Hasta llegar a la fuente de la Dehesa tenía que pasar el puente de Valdevilla, atravesar la cuesta que eleva el Río Clamores al ocultarse como un Guadiana, cruzar por entre medias de la Base Mixta y la cárcel cerca de los jardines de Villangela, desde donde se subía por la plaza de toros a los depósitos de agua del acueducto milenario, la fabrica de Caretas donde se fabricó el biscuter, el primer auto marca España, que carecía de marcha atrás, y la de Klein donde se fabricaran caretas antigás de la primera guerra mundial. Todo era campo por aquellos días de mediado el siglo XX pero, en el siglo XV. medio milenio atrás, tupido bosque donde solía cazar el Rey Nuestro Señor y sería precisamente en una quinta de recreo donde se alzaría el palacio-monasterio bajo la advocación de San Antonio de Padua, lo que es hoy san Antonio el Real, convertido en parte en uno de los mesones mejores de la Península, bien manejado por mi amigo Isaac, que fue también curilla donde aprendió a ser un español cabal y un lince para las matemáticas.
Hacía yo el recorrido cuatro veces al día, dos por la mañana y dos por la tarde y me conocía cada recoveco, cada castaño de Indias y allí empezó mi fascinación por Roma y por la historia de España desde aquel día que vi sacar unos huesos en una tumba romana que excavaron a la puerta misma de donde estaba la casa del capellán de las hermanitas de los pobres, Don Pablo Sanz Fuentepiñel.
En el epígrafe se decía que la difunta era una “puella” (muchacha) que falleció a los quince años de su edad. Tanto el capellán don Pablo como don Valeriano tradujaron el epígrafe ante unos soldados de Mayorías que se quedaron con la boca abierta y rezaron una oración por el eterno descanso de aquella adolescente muerta en los tiempos de Trajano.
Hacía frío y me abrigué con el tapabocas que me tejió una tía monja sacramentina. En la dehesa boyal dormían los rebaños de la Mesta miles de cabezas de ganado que aguardaban allí para ser embarcados a Extremadura.
Los mastines me ladraban al pasar pero el rabadán de vigilancia me advirtió que caminase sin miedo, los perros no te harán nada, chaval, y menos hoy, que ha nacido Dios:
-¿Vas a misa de gallo?
-Sí, señor.
-Pues felices pascuas, zagal.
Cerca de la base mixta y frente al dispensario antituberculoso me asomé a la verja donde yacía desportillado un carro de combate de la primera guerra mundial, ruedas enormes, con pinchos radiales, ¿Qué haría en Segovia aquella reliquia de la batalla del Somme? Rápidamente al rebufo de los muros leprosos de la huerta de las monjas, altos muros misteriosos de adobe me planté en el convento escondido entre un bosque de olmas por otro nombre El Campillo donde los chicos de mi barrio jugábamos al fútbol o a guardias y ladrones.
Como don Valeriano se había puesto malo le sustituyó como oficiante el capellán del hospicio don Ramón. Que era un cura alto con un gran corpachón que remataba en una cabeza de garbanzo y una voz profunda que en el seminario conducía la asignatura de Geografía. Conocía todos los misterios de la historia de España aquel buen capellán.
Entré en la sacristía y sor Fuencisla la demandadera ya tenía preparadas las vinajeras, sentí su voz detrás de las cortinas de la clausura del coro bajo:
-Buenas noches, sor Fuencisla, buena pascua tenga su merced.
-Buenas noches, hijo y alegría.
-Sí, señora, alegría y placer que esta noche nace el niño en el portal de Belén.
-Me gusta. ¡Qué bien te los sabes! Debes de ser un chico listo.
-No se crea, sor, el latín no se me da mal pero no me entran las matemáticas
Sor Fuencisla estaba más contenta que unas pascuas y me dijo que en el convento hubo fiesta y tambien entonaron villancicos al Niño Jesús como en todos los hogares españoles por tan señalada fecha.
Al poco llegaba don Ramón que venía tosiendo- pues era un empedernido fumador y moriría el hombre al poco tiempo de la caja cambios- desde el zaguán un tanto azacaneado y moviendo para los lados la cabeza y con las botas cubiertas de nieve manteos y capisayos al desgaire accionando los brazos largos. Al pobre, cuando se embutía el alba y yo le manejaba el cínculo y rezaba las oraciones preceptivas de la antemisa indue me, Domine, etc, se le escapó una muy sonora ventosidad porque había cenado como ninguún día del año y el buen sacerdote que era muy castizo se rio en sus propias barbas y dijo:
-Péase Tomasa y atruene toda la casa
Y con las mismas se introdujo la casulla por el colodrillo.
-Vamos, hijo, que se hace tarde y el coro aguarda.
Pendulaba en todas direcciones el buen capellán su cabeza insignificante y pequeñita, de garbanzo. Sí; tenía un melón ridículo sobre los hombres pero en aquella testa cabía toda la historia de España de la cual nos daba clases magistrales y se cabreaba muchísimo cuando aquellos libros de texto ponían cosas muy desagradables sobre el monarca de la granada y del agridulce reinar. Silencio...silencio... que a alguno le voy a dar un escarmiento.
Por eso en el seminario los latinos le pusimos de mote Don Cicerón que es lo que significa el apodo en la lengua del Lacio. Creo que por ese cabo, y gracias a la obstinación con que deshacía todos los argumentos difamantes de Gregorio Marañón y otros cuates que sabrían mucha medicina y de psicología pero que en Historia, él les daba papas, me convencí de que el rey segoviano había sido víctima de una calumnia. y que sería preciso rehabilitar su figura de tanto escarnio.
Se vistió el presbítero a toda prisa los ornamentos blancos y yo mismo con otro monaguillo que se llamaba Otero salimos con paso solemne de la sacristía, uno portaba el cirial y el otro un incensario. El coro empezó a entonar la antífona:
Asperges me, Domine, hisopo et mundabor. Lavabis me et super nivem dealbabor.
Miserere mei Deus secundum magnam misericordiam tuam. Vidi aquam egredientem de templo et omnes ad quos pervenit aqua ista salvi facti sunt et dicent: aleluya
Las notas gregorianas del asperges en tono andante ma non tropo resonaban hermosas cantadas por las voces blancas de las clarisas y habían vibrado en aquel templo desde su fundación por el rey don Enrique nuestro Señor durante medio milenio.
Era el catolicismo “at work” en su gloriosa tradición de “business as usual”. Pocas cosas pudiera haber en esta vida como aquella hermosa liturgia. Las estrofas del Asperges traspasaban el alma con la dags de la serenidad y hacían pensar en un Dios clemente y nada vengativo.
Pasan las generaciones, nacen y mueren niños y se reza el miserere por los capellanes y las monjas que allí profesaron. las novicias que lo cantaron yacían en humildes sepulturas, amortajadas con el cordón franciscano de tierra en la Huerta del Nogal en el patio central del convento, y seguirían sonando aquellas hermosas estrofas del intrioto de la misa de San Pío V.
Luego don Ramón con su voz cascada y potente de fumador empedernido pronunció el exorcismo:
Exaudi nos domine sancte páter aeterne Deus et mittere digneris sanctum angelum tuum de coelis qui custodiat, foveat, protegat, visitet atque defendat omnes habitantes in hoc habitáculo
El preste sabía que su negocio tenía que ver con la eternidad y rogaba para que alejase el espiritu del mal a todos los moradores de aquella casa. Amen.
Estaban todas las lámparas encendidas. El retablo de la crucifixión con sus maravillosas figuras de arte flamenco en relieve, tan vividas y tan copiadas al natural que hacían pensar en cómo era el rostro de los hombres en la edad media, no sólo los reyes sino de los menestrales, los rabadanes y los tejedores, los perailes, los picaros que barzoneaban holgazanes bajo los ojos del Acueducto, o las levas de soldados que iban y venían a Flandes, escoltando a los mercaderes de paños con la lana de las merinas de Segovia, refulgía como los chorros del oro.
San Antonio de Padua, talla neogótica, con un misal en la mano, y su cerquillo de fraile menor iluminándole el rostro, era el niño bonito en el hermoso conjunto del retablo.Enrique IV le tenía gran devoción y a mí nunca me ha negado y hasta me ha salvado de un naufragio y de un accidente aereo que en Lisboa mi mujer y yo en nuestro viaje de bodas estuvimos a punto. Gracias, bendito Antonio, por tu seráfica intercesión.
En las paredes de damasco colgaban algunos cuadros religiosos con reporteros en los cuales se representaba el escudo de armas de los Reyes Católicos, (que dotaron al convento, si bien fue su predecesor el que lo fundara habilitando para la ocasión una finca a la afueras que tenía para sus recreos cinegéticos) con escenas de la Natividad y allí estaban los bancos de roble macizo que lucían entremedias las armas de Castilla y el blasón del penúltimo de la Casa Trastamara: una granada, la que llaman fruta de la salud y la fecundidad. Es dulce y es amarga y sólo se da en España. Buen símbolo porque decía don Enrique:
-He aquí mi agridulce reinar.
Estaban vacíos los bancos porque debido a la gran nevada había acudido poco personal a aquella misa del gallo. Únicamente cuatro viejas así como el carpintero Geroteo el mejor feligrés de aquella comunidad, una buena persona pero que tenía fama de empinar el codo un poquito y aquella nochebuena habían pimplado en el convite pascual alrededor de la mesa familiar de más porque olía a anís que le llevaban los demonios cuando fui a darle a besar el portapaz.
Con esa generosidad de los beodos el bueno de Geroteo y sonriéndome cordial sacó de la pelliza una moneda y me dio un duro de plata:
-Toma, monaguillo, tu aguinaldo. Hoy es Navidad.
Pocas veces a lo largo de mi carrera como acólito seminarista he visto brillar tanta alegría y tanta munificencia como en los ojos de un ser tan bondadoso. Tampoco tanto oro. El cristianismo suele ser generoso. Un duro de platga, cinco pesetas de las de entonces constituían un dineral para los niños de mi edad.
Guarde Dios tu alma cristiana, Geroteo y este gesto me persuade en mis convicciones de que nada es lo que parece en este mundo que hay que ir con pies de plomo a la hora de enunciar juicios de valor. Cuando fue a besar al Niño y yo sostenía a don Ramón el humeral, Geroteo con paso vacilante y la cara roja me guiñó un ojo.
La misa terminó en la efervescencia y candor con que la liturgia católica guarda para esta santa noche. En la iglesia hacía un frío que pelaba porque no había calefacción ni estufas por aquel entonces. Pero no teníamos frío.
Bien pudo ser, ahora lo pienso, que la luz que fulgía de la estrella del portal de Belén calentase nuestros cuerpos y nuestras almas.
Ya en la sacristía las buenas monjitas nos agasajaron con vino de misa, soplillos y pastas. Sor Fuencisla que me tenía buen concepto me encareció que fuese bueno y que estudiase y que siguiera devoto de San Antonio. Así lo soy y lo he sido toda mi vida.
El órgano remató glorioso una fuga de Bach interpretada por una de las hijas de Santa Clara de Asís que en el siglo había estudiado siete años de conservatorio, Sor Jesusa, y las notas golpeaban caricias sobre los empinos de las bóvedas de crucería y los arcos escarzanos y conopiales. Dirigiendo mensajes de amor divino hacia la luna llena que asomaba yerta y pasmada por entre los vitrales de la nave del crucero Una nochebuena más.
A la salida y entre la euforia de los vapores del licorcillo de consagrar más de tres copas generosas me tomé con la aquiescencia del capellán y de la propia priora que un día es un día, bajó un arco que lleva al salón del trono, tuve una visión.
Yo vi acercarse a un caballero, llevaba sobre los hombros un ropón de cordero que le cubría la pelliza, un turbante como los de los moros. Era rubio, trabado de hombros, una barba rojiza, los pies grandes, las manos como manoplas de segador y un aspecto campechano pero había una indecisión que recobraba su persona, timidez y amabilidad, transmitía llaneza y libertad. Bien pudiera pasar por un tratante de los que acudían al azoguejo los jueves de mercado y que después de comer cordero asado regado con clarete de Peñafiel se ponían un palillo entre los dientes y se sentían felices en su pobreza, pero había una distinción en su rostro y unos ojos claros y misteriosos de rey godo, cuya sangre corría por sus venas mezcladas con las de todas las dinastías de Europa: los Valois, los Plantagenet, los Lancaster y la de la casa de Anjou y de Viana y un cierto reposo pleno de dignidad, porque, “donde ponía- escriben los cronistas- la vista mucho le duraba el mirar”. Era tardo a la ira (no le cortó la cabeza por ejemplo al arzobispo de Toledo que era el más contumaz de sus enemigos en aquella Castilla de tantos bandos y rivalidades) y pronto al perdón.
Este lento mirar le convertían en un ser distinto a los demás. A todas luces se trataba de un personaje majestuoso. No debía de ser muy friolero aunque bien pudiera ser que los cuerpos gloriosos no acusan el acoso de los incidentes climatológicos ni padecen enfermedades porque en aquella gélida vigilia hasta los fantasmas se quedaban pajaritos.
Era don Enrique igual que yo me lo imaginara. Me recordaba a mi abuelo con su nariz y con sus fuertes corvas, caderas amplias, la cuadratura algo petiza de los labrantines que por aquellos días se pasaban la vida inclinados sobre el surco, segando, bieldando, dando haces en ese ir y venir castellano que llaman acarrear.
Todo es movimiento y variación en esta vida terrenal hasta que vayamos a Casa del Padre.
Se fue a sentar junto a una mesa de pino cabe el altar y se reclinó sobre el respaldo del sillón frailuno. Había mandado traer un brasero y de vez en cuando revolvía la ceniza con una badila.
-Hace frío en Segovia y mucho más la noche de Navidad. Ven, chiquito.
Comprendí quien era el fantasma. Mis sueños o mis delirios me habían trasladado hacia el propio Rey el cuarto de los Enriques de Castilla.
- Aquí estoy, Majestad.
- Somos paisanos. A ti te bautizaron en San Millán y yo recibía las aguas santificantes en la de San Martín.
- ¿Y eso cómo lo sabe, Majestad?
- Las almas de los difuntos somos espíritus puros y podemos penetrar en todos los misterios de la condición humana. Conocemos el pasado el presente y el futuro. He venido a darme una vuelta por mi heredad. Este era mi palacio de verano. En vida a mí me gustaba mucho cazar. Cuando abatía un jabalí lo asábamos a la estaca en esa cocina enorme del monasterio que tú habrás visto y luego nos lo comíamos en amistad los zaguanetes de mi escolta y nos, aunque, por su ley morisca, la carne de cerdo estaba prohibida. Menudas cuchipandas.
Utilizaba el plural mayestático como persona que era de gran dignidad, igual que el papa y los obispos, el rey prosiguió su discurso y me dijo:
- Ya, pero al hambre no hay pan negro y cuando aprieta vacan las normas y prescripciones del Alcorán. Dios es uno. Y mis súbditos bebían vino a escondidas. Eran mis mejores soldados. Como albañiles insuperables. Xadel Alcalde un morisco de Burgos con su cuadrilla de alarifes construyó estos muros donde tú estás. Eran los que trabajaban por estos reinos. De mi huerto se cuidaba un tal Abderramán y cultivaba un pejugal que era digno de ver por sus lechugas y sus rábanos. Ese Abderramán edificio el monasterio del Paular. Eran todos ellos moros de Aragón.
No me sorprendió No me sorprendió la respuesta del rey cristiano de ojos cansados que parecía harto de pelear.
En aquella fatiga se reflejaba quizás la eternidad del mundo. Dentro del movimiento y variación todo es igual y también la sabiduría del conocimiento de los hombres. La condición humana sigue aferrada a los principios de la casuística.
Me dijo que uno nacía ladrón, otro forzador de doncellas, aquel homicida y esotro para la gramática o la especulación. Unos se entregan al vino y a los placeres de la panza y otros sólo prueban el agua. Unos blancos y otros negros, unos grandes y otros chicos. Unos valetudinarios y enfermizos y otros jamás visitaron un galeno. Y entretanto realizaba estas reflexiones jugaba con la granada de su blasón como si fuese una pelota. Ama y haz lo que quieras, comentaba san Agustín pero eso es sólo retórica. Nunca se podrá acomodar a esa perspectiva de amar al prójimo como a ti mismo. Tales expresiones no resultaban sino hablar bonito.
-Vuestra pusilanimidad, alteza- le hablé- nace de tu sabio conocimiento del ser humano.
Y Su Majestad respondió:
- Prefiero cazar por esos montes. Las alimañas del campo son menos dañinas que los palaciegos de mi corte.
Eligió buen símbolo como lema para su reinado agridulce. La granada es el fruto que más se parece al almíbar y al acíbar. Más que un blasón era una profecía.
-Entraremos en Granada, pero yo no lo veré; eso quedará para mis sucesores. ¿Y de qué nos servirá vencer a los moros si no somos dueños de nosotros mismos?, dijo en un tono más reflexivo.
La iglesia se había transformado en palacio. Sonó un rabel y unos puericantores cruzaron la habitación y saludaron al Rey:
-Buena pascua y buenos años, Alteza.
Don Enrique se les quedó largo rato mirando pero no pronunció palabra. Subía y bajaba la música del rabel alternando la clave de los arpegios. Uno de los juglares de palacio con motivo de la Navidad para hacer dedos componía un madrigal a su amada. Un rabino con un cantoral enorme con herrajes se llegó, hizo una reverencia y le besó la mano. El librote que llevaba bajo el brazo era el Talmud con todas las enseñanzas.
Se sentía el ladrar lejano y bronco de los lebreles de la jauría. Piafaban los mulos en las caballerizas. El pastelero de Madrigal en la cocina alimentada por leños de roble preparaba un guiso preferente. Otros rancheros doraban la carne de un buey que sería servido al día siguiente en el convite que daba su Majestad todos los años por estas fechas a los nobles de Segovia, al corregidor y al obispo. Vino uno de los pincernas y le trajo en un copa de oro un poco de blanco de Rueda, pero no lo probó Su Majestad porque detestaba el alcohol a veces.
Le miré de nuevo y su aspecto era de total fatiga como si humillado y preterido hubiera alzado bandera blanca frente al cruel destino. Entonces despareció la visión.
Todavía me dio tiempo a vagar por las dependencias de la mansión. Estaba habitada por frailes menores de la observancia y por claustrales.
Los descalzos discutían con los calzados y andaban los frailes a palos. Uno de forma muy violenta apostrofaba a un compañero que decía llamarse fray Pedro de Villacastín por habérsele visto por malos pasos a altas horas de la madrugada por los lupanares de Segovia y este respondía que acompañaba al rey en estas giras por la ciudad a casa de las visitadoras y que más pecaba la lengua que el ojo. Contó la historia de doña Guiomar de la cual el rey estaba muy prendado con gran enojo de la reina doña Juana.
Otro de los religiosos contaba cosas maravillosas del monarca no sólo sus proezas sexuales de quinque in eadem nocte, sino también su fuerza inaudita de domador de leones porque tenía una partida de estos animales que le había regalado el rey de Granada y que él solo entraba en la jaula para darles de comer y que estas fieras en lugar de atacarle le lamían la mano.
Observantes y claustrales se llevaban a matar por lo que la conllevancia resultaba harto problemática entre los frailes, unos calzaban albarcas y otros sandalias. Pleitos entre claustrales y observantes, la cosa llega hasta Cisneros y parece mentira que perteneciendo ambos bandos a la misma orden del cordón sus actitudes tuvieran tan poco de seráficas y mucho menos de cristianas. Igual ocurre entre los agustinos regulares y los monacales, el Carmen descalzo y los que llevaban zapatos.
Al rey cristiano de ojos cansados que parecía harto de pelear le hastiaba la vehemencia con que cada feudo enarbolaba su estandarte porque -sepan cuantos- era un príncipe que detestaba la violencia y se desmayaba a la vista de la sangre. Me preguntó qué que era lo que quería ser de mayor y torció el gesto.
-Tú no vales para clérigo ni para político. Tienes alma de guerrero pero como eso no puede ser, abrazarás la vida áspera e ingrata de las letras; escritor, y serás mi cronista. Tú siempre fuiste un desfacedor de entuertos
Aun desconociendo a punto fijo cual era el significado de aquel augurio que enunciaba (ciertamente, a mí me gustaba emborronar y mandaba mis articulitos y mis cuentos al “Sígueme” y a la “Hoja parroquial” para ver alguna vez mi nombre en letras de molde, idea que me fascinaba o al Adelantado de Segovia que hubo un tiempo me los publicaba, ahora estoy en la lista como me aseguró MIG 16), su pronóstico se ha cumplido en la grafomanía que me pervade, pues leer y escribir la vida alarga .
Escribir por tu propia cuenta y riesgo, tener ideas personales, no vivir a lo borrego, no comulgar con ruedas de molino y pensar por boca de ganso, lo que diga la masa, es peligroso oficio y arriscado afán en este país y con la Iglesia topamos, Sancho.
Me erigiría en abogado de causas perdidas pero yo entonces, sientiendo profunda emoción, me arrojé a los pies de Enrique IV al que difamaron los Preditos y diz que lo envenenaron con una pócima mezclada en el agua cuando tuvo sed estando de montería en el Pardo.
Me iba a uncir al yugo del baldón y la ignominia de los que españoles que defienden la cruz y renuncian al Candelabro de los siete Brazos, del dinero, los honores, la honra, compartiendo el infortunio y la soledad del hombre de letras. Guay de vosotros pobrecitos que beben el cáliz de la hiel en largas vigilias, trabajo perdido, mayúsculas decepciones, mensajes del naufrago dentro de una botella. Vivir hablando y pensando con los difuntos apartándose de los vivos. A sabiendas de querer robar el fuego sagrado a los dioses y de entrar en el laberinto de Creta burlando al cancerbero universal, ese que no habla, no sabe, ni contesta y cuando lo interrogas hace un movimiento de sí o no con la cabeza. Recorrer el dédalo de la literatura si no llevas contigo el ovillo de Ariadna es exponerte a las cornadas del Minotauro que es un miura que no falla ninguna de sus embestidas.
Los pensadores son humillados y ofendidos. Al vulgo no se le puede llevar la contraria que sólo cree en el poder y en la riqueza en los placeres del lecho y de la mesa.
-Con todo- prosiguió el rey-, niño segoviano, conocerás el Bien, la Verdad y la Belleza. Y ese es el Cristo-.
Y estas osas en tono confidencial me las dijo su Majestad rompiendo un largo silencio de taciturnos pensamientos.
Aunque se desprecie la doctrina y las togas cedan a las armas, seguirás terne, acérrimo en tus principios, no te rindas pero tampoco bajes la guardia entregandote a Erifos. Serás rebelde y comunero.
Viva España
-Entraremos en Granada, señor.
-Eso se hará. Pero yo no lo veré. Boabdil chiquito entregará las llaves de la Alhambra a mi sucesora y hermana. Se habrá consumado un sueño, culminaremos el propósito de venganza de la ignominia de la Cava Florinda. Ese es el sueño de España, la unidad nacional bajo el reinado de la cruz. Yo no sé si lo he conseguido pero peleé en Gibraltar y aquí estan las heridas en mi cuerpo para probarlo y mis caballeros, Enrique de Guzmán y el Conde de Niebla colocaron el pabellón de Castilla en lo alto del peñote.
-Actualmente sólo hay ingleses y moros.
-Hasta que Gibraltar no sea tierra española cundirá la desazón y volverán los bandos y las armas de los españoles unos contra otros-dijo el Monarca Misterioso.
Y prosiguió su largo y profético patlamento:
-Soy amigo de moros porque quiero atraerlos hacia nuestra causa. Son buena gente pero acérrima. Muy tercos, hijo, muy tercos y testarudos, también orgullosos..
Casi me dieron ganas de abrazarle pero como sabía que era un ángel o un trasgo que bullía en mi cabeza no me atreví.
Me quedé mirando para el artesonado de siete faldones que se alzaba sobre nuestras cabezas, una maravilla del arte morisco, con las estrellas de David labradas en pan de oro y toda esa esgrafía morisca de talante tan segoviano que evita estampar en las paredes la figura humana y se entrega a los arabescos y ajarafes, en labor de ataujía, para no desairar al Profeta.
Las tres culturas bajo la preeminencia de la cruz fueron mi sueño y eran impronta de aquel hermano de la Reina Santa.
De allí a poco, se perdió mi mirada entre los baquetones y boceles de la capilla de Santa Úrsula. Más arriba coronaba el palacio la espadaña de ladrillo rojo con su tejadoz liso de pizarra, su chapitel y su veleta como la de mi seminario vacío. La campana estaba sonando a maitines y en el halda podría leerse la inscripción latina Henricus me fecit.
-Muchas misas me habrán dicho las queridas monjas. Marcharé, moriré pero en Segovia quedará mi corazón. Que las hijas de San Francisco recen por mi alma y Jesucristo me acoja en su guarda.
Estando en tales palabras, concluyó la visión y yo quedé muy consolado de que la profecía del último de los Trastamara se cumpliría
El aire se remansaba y cruzaba los ámbitos del monasterio una inusual quietud. Estábamos en el salón del trono el rey y yo arropados por la imagen del querido san Antonio que él donara y un cristo atado a la columna que debió de salir del buril del Divino Morales parecieron cobrar vida. Defenderemos la verdadera fe y Dios nos ayude. De lo que ocurra después mejor no preocuparse. Alguien llorará sobre nuestras cenizas. En la sala capitular la tumba que él construyó para su enterramiento quedó vacía, se la habían llevado a Extramadura, viajó con los pastores de la mesta en la majada de Castrobocos. Lo inhumaron en Guadalupe al lado de su madre la portuguesa doña Juana. Recordé un cantar que me enseñó mi madre al Antonio divino y santo:
Si busca milagros, mira: muerte y error desterrados,
miseria y demonio huidos leprosos y enfermos sanos.
El mar sosiega su ira, redímense encarcelados, miembros y bienes perdidos recobran mozos y ancianos.
El peligro se retira los pobres van remediados cuéntenlo los socorridos díganlo los paduanos
En aquel instante el espectro despareció y yo me perdí por los pasillos del gran laberinto de la existencia.
Siempre llevo en mi memoria el recuerdo de aquella nochebuena en que ayudé en el altar a don Ramón, nuestro profesor de historia, a decir la misa de Ángeles y el que el espectro del amado Rey se me apareció. Nuestro querido profesor don Valeriano, un sabio que murió en la miseria, el que me iniciara en los secretos de la lengua latina y cuya sabiduría pervive en mí como un sacramento, no pudo oficiar aquella noche. Estaba enfermo. Dios lo tenga en su regazo