PRESENTACIÓN
Antonio Parra Galindo (Segovia 1944) en NABOS EN
ADVIENTO. EL SEMINARIO VACÍO. LA PUERTA
CERRADA MEMORIAS DE UNA INFANCIA
SEGOVIANA presenta la vida en los seminarios españoles
hace medio siglo, hoy vacíos, entonces repletos, en medio de
una iglesia que ha desparecido, con sus luces y sus sombras,
siguiendo una tradición y un filón novelístico- el de los curas
rebotados- cultivado por plumas tan señaladas como Pérez de
Ayala, Castillo Puche, Jesús Torbado y otros, hoy en contexto de
actualidad con los casos de paidofilia y las mala educación
sentimental en aquellos centros, sin ánimo de zaherir a la SRI,
pero dentro de un afán de búsqueda y de purificación a tenor
con las normas del Evangelio. Muchos de los personajes que se
presentan en estas páginas con nombres cambiados o con baile
de apellidos,- está hecho todo de propósito porque lo
importante es el rostro y es el rostro no los nombres de aquellos
buenos clérigos lo que intenté dibujar-, han bajado al sepulcro,
por lo que sería vano pedirles cuentas. Sin embargo, de todo
aquello, hoy fenecido y por lo que la Iglesia nunca nos pidió
perdón sólo queda el amor, el bien, y un poco el sentido del
humor, el marco en el que se aborda el asunto. Es la crónica de
un fracaso pero, como bien puede suceder, los perdedores de
entonces ahora son ganadores. Todo lo que sube baja. Para
todos, para los buenos, para los malos, paz y perdón
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LIBRO PRIMERO
NOS ENCONTRAMOS DESPUÉS DE MEDIO SIGLO
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llí estaban todos los de la lista, pero aquel día el prefecto don Eloy no
pasaría lista. Estaba criando malvas, y hacía medio siglo que había sonado
la gran desbandada. Pero los nombres seguían retumbando en la memoria,
lo mismo que las voces, renuentes a envejecer, mientras el tiempo había
borrado sus caras. Los apellidos traían el eco de la infancia y allí estaban
Prelatus, Tirso, Heliodoro, Domiciano, Alarico, Zósimo. Eutimio, Cansino,
Segundo, el Flemas, Filemón (el que olía mal), junto con Publio que había
venido con su señora, y el más alto de todos, el gastador del curso, un tal
Pulido, nuestro pívot, que era del pueblo de los dulzaineros, y tan alto saltó
que hizo canasta y llegó a cura. Me contaba éste casi con lágrimas en los
ojos que le había ordenado Fray Daniel uno de los últimos grandes obispos
que tuvo aquella heptarquía visigótica. Estaban también Flavio, Fonseca,
Liborio, Constantino, Fuentetaja y Rigoberto Remiendos (que siempre estaba
de luto pues un año se le moría su padre otro un hermano y al siguiente un
tío cura, total que siempre con la banda en la bocamanga o en la solapa y
el gesto compungido de no somos nadie, que en el cielo lo veamos, y
resignación, ¡qué se le va a hacer!… salud para encomendarle… eso se
decía. El Elías (nos la lías, que para unos era el Morritos por su labio belfo, y
para otros, el Morgueras o Berretes, y que era de por ahí, de hacia los
castros; de Castrojimeno, Castro de Fuentidueña, o Castro Sarracín, no lo
podría en este momento decir, lo que sí puedo afirmar es que tenía los labios
muy gruesos y al hablarte siempre a voces entornaba un poco los ojos, y
levantaba un poco la nariz respingona. Pues éste se enseñó a leer él solo
cuando andaba con las ovejas, lo que tiene su mérito, oiga. La lista sigue
con Velasco y todos: Lovingos, Frumales, Porreros, Aldeorrio, éste vestido de
cleriman, muy en plan capullo y del Opus, y al que yo cobré cierta tirria,
desde que arreó un castañazo al pobre Quevedillo que por poco lo
desloma y debía ser uno de esos curas violentos que se lían a patadas
contra los monagos en la sacristía y que enseñaban el catecismo a
testarazos. Venía después un tal Viseras, muy pundonoroso y muy guapo con
el pelo blanco que había llegado a jefe de un banco pero era del pueblo
los trillos y de los tratantes; esto es Cantalejo, que una vez le dije a mi abuelo
que quería irme a los frailes a estudiar y él me contestó:
- Hijo, te alabo el gusto pero no has de estudiar para tener sino para
ser y para que no te engañen los cantalejanos que algunos son muy
zaínos.
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-Como el tío Antonino, por ejemplo.
-Pues claro. Ese pájaro le vendió a tu abuela Leonides un mulo viejo
por muleto y encima era cojo.
-Es que el tío Antonino era un poco feriante y mira que usted nos dio
guerra con lo de la mala venta todo el santo año.
¿No le miró a los dientes ni le metió el puño por los ijares como hacen
siempre los gitanos? Yo pasé largos ratos de mi infancia hablando con el
padre de mi madre, y aprendí mucho de caminos y de alcores, de cómo el
trigo encaña, y de viñas, de piedras y de ermitas románicas, en un halo de
palabras viejas que ya no se pronuncian en Castilla. A mí abuelo le llamaban
el Andao o entenado porque era fruto de un matrimonio en segundas
nupcias. Se ufanaba de ser quinto del Rey Alfonso XIII, y me contó más de
una vez cómo quisieron casarle con una que a él no le gustaba, porque
entonces los matrimonios se ajustaban como los agosteros, y se vino a pie a
Madrid y trabajó excavando los túneles del metro a pico y pala. Él fue mi
mejor maestro de gramática parda y sabiduría de calle, era adusto y
axiomático como un adagio latino y tenía la testa grande como un tribuno
romano. Un sabio era mi abuelo pero aun bueno y justo como los rancios
castellanos. Y se me quedó muy grabado lo de estudiar para que no te
engañen los tratantes. Muleteros y trilleros. A la astucia se la vence con sus
mismas artes; con la astucia. Era un pueblo que deba muchos curas mas
casi todos se salieron. Se hicieron maestros, catedráticos y algunos militares.
Los de Torreadrada ni van a misa ni dan cebada porque se les hundió la
iglesia y cerraron todas las casas. Buenos chorizos Cantimpalos daba.
Membibre para molinos. En Frumales, pejugales, en Lovingos, un respingo, y
en Valtiendas (para que me entiendas) Fresno de Cantespino (el pueblo del
nombre más excelso o bonito por el nombre que por lo demás era uno de
tantos, en todo Castilla), pero aun, cuando paso por allí escucho los trinos de
los jilgueros por las obradas. “Cantespino, canta en las ramas del espino… el
ruiseñor se oculta entre las ramas de pinchos del escaramujo y también trina
en las tardes largas. Cantespino es el nombre de mi lugar bello”. Faltaban los
de Campaspero que son de aquí te espero. En Cabezuela para botijos y en
Fuenterrebollo como su propio nombre indica para maimones y bollos. A
Tejares no subas por san Mamerto que lo mismo te cantean. De allí venía un
zapatero que era cojo y que nunca faltaba a las fiestas y funerales a
merendar con los señores curas que menudas juergas se corrían de puertas
adentro, según mi tío el sacristán me contaba. Tenía el zapatero de Tejares,
que de primeras era republicano y luego se hizo de la Falange, un burro
yeguato que se espantaba cuando cambiaba el aire que atendía por
nombre tan pretencioso como Impiger al que el cojo, que era muy grandón,
le pegaba muchos palos cuando subía muy tieso de merendar en las
bodegas con el clero. De Tejares ni los peales, decíamos los de Valdebriga
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que está en un hoyo y los del anejo en un cotarro muy empinado que allí
parece que les da bien el aire, y está claro que con los de mi pueblo no se
llevaban bien. Por las fiestas salíamos a palos y, dicho esto, creo haber
hecho la ronda de los treinta lugares de la comunidad de villa y tierra.
Habían venido todos en representación de los pueblos de la diócesis, una de
las más antiguas de la cristiandad y que dentro de la Iglesia española
conservaría su personalidad, el sello propio. Pero a lo mejor las prevenciones
que hago referentes a todo aquello quizás se salgan de contexto y yo riegue
fuera del tiesto al escribir con cincuenta años de retraso aquellos
acontecimientos, porque con las glorias se nos fueron las memorias. No
encontraba ni me reconocía en los rostros de aquellos viejos que crecieron
en mi compañía y fuimos niños a la vez. Éramos los curillas, con nuestro
bonete, la abolla y la sotana que cortó Blas Carpintero, cada uno con
nuestros propios nombres y nuestros motes que no habían de ser tomados en
un sentido ofensivo sino que había que aceptarlos con paciencia y con
sornas; como una caricia verbal en el seno de la aguerrida estirpe de los
arevacos. Elías- nos la lías- tenía una cara antigua de púber romano pintado
en las catacumbas de san Calixto, el pelo hirsuto, como prosa sin peinar, los
dientes largos. A la legua se notaba que procedíamos de los romanos que
no pudieron domarnos pero nos dieron una lengua y una cultura. Filemón
siempre lo recuerdo corriendo con sus albarcas por el patio. Veníamos a que
nos desasnaran y no sé si lo consiguieron aquellos buenos sacerdotes
operarios diocesanos. A mí me llamaban Accipiter, el gavilán en romano y
los que me pusieron ese nombre en verdad acertaron con las cejas
arqueadas y como circunflejas el perfil en pico y un poco como la corneja
era el semblante de algunos de mi familia. Esta ave de presa gusta de las
soledades y cazar en solitario, vivir a sus anchas sin que nadie le mande y su
vuelo por lo general es altanero y majestuoso aunque sin el empaque del
buitre y el águila. No es carroñero el gavilán. Ni ataca en manada. Vive y
deja vivir tomando de la naturaleza sólo aquello que necesita para su
sustento: múridos, serpientes, alguna gallina. A mí también me ha gustado
planear silencioso por las soledades, ir a mi aire. Unos dicen que tengo
mucha personalidad pero otros no soy más que un gilipollas, poco
oportunista, que nada contra corriente, pero voy a ser por una vez el
cronista de tales anales de mi infancia perdida de una seminario vacío, la
puerta cerrada, y de una iglesia y de una España que no los conoce ni la
madre que los parió. El Berretes no vino a la convocatoria y yo tenía ganas
de darle un abrazo. ¿Ondi andará? Unos dijeron que se había muerto. Otros
que marchó misionero al Congo, casó con una negra o con varias negras,
pues se convirtió al Islam, que le dieron una tribu de hijos, algunos de ellos
cuarterones, mulatillos o entreverados. La mayor parte de los que optaron
por esa decisión misional como Lovingos que partió a la Argentina se
secularizaron. Allí contrajo matrimonio con una monja del país. Mira, todo
queda en casa. Hacía un viaje a España todos los años y era uno de los
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veinticuatro. Me impresionó por su presencia de animo esto es tranquilidad
y por el pelo negro mazorral sin una cana. Era la cabeza más bella del
grupo. A todos los demás se les había caído el pelo. Por ejemplo, Remiendos
lucía una perfecta y bien trazada calva de padre de la iglesia. Su pelona
era profética pero estaba podrido de millones el tío porque había caído el
gordo en su pueblo y él era uno de los agraciados. Se las daba de ser muy
franco y sincero pero aquel extremo de su fortuna en el juego de la lotería
no se compadecía a carta cabal con su personalidad. Doble lenguaje y
doble rasero. Fue el que dijo Accipiter escribe en un blog franquista y se lo
comunicó al grupo de comensales. Fue un poco desagradable: yo no me
esperaba tal puñalada. Pero en aquel caserón nos enseñaron bien a fingir y
a hacer la maula.
-Bueno y ¡qué! Sólo he tratado de reuniros que volviéramos a ver hic et
nunc y no esperar al Valle de Josafat.Illic et tunc (1)
-Sigues siendo igual, el mismo idealista de aquellas veces y mira los
tiempos han cambiado o por lo menos son diferentes.
- Alguien tendrá que poner el cascabel al gato. Uno habrá de dar el
paso al frente – adsum, (presente)- y proclamar la verdad.
Todos se quedaron de un aire y me miraron incrédulos esbozando una
sonrisa de autosuficiencia compasiva. Fue muy extraño pero el vino no era
malo y opté por echarme a los brazos, pecador de mí, del cruel y traicionero
Erifos. Porque Aldeorrillo estuvo muy pugnaz cuando le fui a dar la mano:
-Mira éste. Tiene miedo.
-Yo ¿miedo?
Y me di la vuelta no sea que provocase un sonoro y fuésemos a tenerla pero,
ya digo, el vinillo era bueno y pasaba bien con el tostón que por la comida,
que pagamos por barba 30€ lo que tampoco estaba mal, pero en conjunto
el concilio fue una especie de fiasco. Tal vez me hubiera hecho demasiadas
ilusiones.
-¿Quieres te pegue otra ostia como antaño cuando le cutiste al pobre
Quevedillo el más pequeño del curso, un renacuajo? Sigues como
siempre un abusón, “Cambea”. Si quieres que echemos un pulso...
No dijo ni sí, ni no.
Se marchó antes del café haciendo gala el presbítero de la mala educación
–ay, esa soberbia de los curones émulos de los viejos inquisidores que
siempre creen llevar razón a golpes con su lema de sostenella y no
enmendalla- desde que cambió las albarcas y la cayada por el bonete y la
sotana. El incidente contribuyó al ambiente tan enrarecido en el que
transcurrió nuestro concilio y todo por culpa de aquel antipático cura del
Opus que era de los más torpes del grupo y al que don Ciro había bautizado
con el apodo de Haedus o cabrillo pero que para mí seria para siempre el
Cambea. ¿Qué habrás hecho en todo este tiempo, perillán, aparte de
1 Juego de palabras con el aquí y ahora y el allá y entonces (proverbio latino)
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berrear en el coro y picotear en el refectorio yendo las mañanas al banco
después de decir tu misa y desayunar? Haedus se fue a su majada y por
poco me amurca pero Publio se sentó al órgano y nos interpretó una fuga
de Bach. Era el músico del grupo, capaz de solfear al revés. No cambiamos,
vamos. Nada cambea. Traté de trabar conversación con el bueno de Publio
pero imposible. Su mujer contestaba por él. ¿Mulierem fortem quis
inveniet?… (2)
Todos estábamos ya jubilatas. Próxima parada: Clases Pasivas, estación en
curva. No introducir el pie entre coche y andén, esto es con el pié ya casi en
el estribo. Éramos una buena cuadrilla, supervivientes todos de la guadaña
de la muerte, del rincón de las clases pasivas. Llegábamos con los ojos
cansados de ver el mundo, buscar la vida, de soportar persecuciones,
adversidades y de pasarlo bien, a ratos, porque sería una tontería no admitir
que guarda momentos gratos la existencia. Este es el mejor de los mundos
posibles. Otro no conocemos. Alguno tuvo que pasar por el dolor terrible de
ver a su hijo en el tanatorio como fue el caso de Remiendos. Pero allí
estábamos los supervivientes del Alzamiento Cibernético después de cantar
en alto hasta la desesperación no el Volverán banderas victoriosas, sino el
himno de Acción Católica que era mucho menos peligroso. Allí estábamos
luciendo sonrisas de media legua y palmaditas en la espalda.
- Hombre, Accipiter, qué bien te conservas.
- Tampoco te puedes tú quejar, Bolaños.
Aquella voz que me hablaba pronto la reconocí como la del cantamañanas
que se chivaba a don Ciro si copiaba la traducción de latín de la clave (3).
Al llegar a la sacristía del viejo convento herreriano tuve la sensación de que
éramos los últimos mohicanos, the last of a breed (4), un fin de raza. Los
últimos curas a la antigua usanza, los últimos párrocos. Luego de nos, todos
pastores protestantes y rabinos judíos. El que venga atrás que arree. El
destino nos había reunido allí o tal vez fuera la misericordia de ese Dios
misterioso de nuestra infancia, cuyos designios imprevisibles se alzan por
encima de las flaquezas de la carne, la malicia o la protervia de los
hombres. Esta fuerza recóndita es un argumento para creer en Él. Los
hombres se equivocan y la Iglesia integrada por hombres yerra de tarde en
tarde. A veces se mete en un cul-de-sac, un callejón sin salida pero luego
sale adelante, encuentra evasiva a su propio laberinto, que es nuestro
laberinto, aunque tal y conforme están los tiempos tengamos nuestras dudas
sobre la frase “y las puertas del infierno etc.”. La santidad divina, inexorable,
pero los hombres nos equivocamos, nos revolcamos en el barro, haciendo
honor a nuestra condición pecadora. Dios nunca se equivoca. Esta idea en
2 Quien encontrará a la mujer fuerte, frase del Libro de la Sabiduría.
3 Clave o libro maestro del profesor
4 Los últimos de la lechigada, el fin de una raza
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la que palpitan enterrados los pecios de un desastre, el naufragio de mi
vocación nunca de mi fe, que se vio reforzada al ingresar en la Ortodoxia,
me anima a no desesperar de mi empresa pues yo los convoqué. Ya que
bajo los rescoldos de una hoguera aparentemente apagada puede crepitar
todavía la llama de la fe. Una derrota puede de pronto, puesto que no hay
imposibles para la divinidad, transformarse en una victoria. La victoria de la
resurrección. La cuerda a ratos está demasiado tensa. Hay que laxarla y
después podemos hacer una lazada. Excusen todas estas cavilaciones de
un escritor impenitente que se huelga en sus propias sátiras. Los golpes y
testarazos no me han hecho perder el sentido del humor. ¡Es tan humano!
Rigoberto Remiendos me miró desde la cresta de su gran calva; ésta era
reluciente y bien cuadrada, una calva de Padre de la iglesia. Venía de
negro riguroso:
- ¿Estás de luto?
- El mes pasado dimos tierra a mi hermana Sabina.
- Hombre, te acompaño en el sentimiento.
Nadie escapa a su destino. Es ley de vida, pensé y le vi por una rendija del
tiempo coloradote y de muy sana color, haciendo malabarismos con un
balón de reglamento. Jugaba como defensa titular del equipo del curso, el
Atlético Gurriatos. Entre velorio y velorio él marcaba goles con chutes desde
medio campo. Era su destino. Rigoberto o Mig-16 porque era rápido con el
balón como un avión ruso de combate- así le llamábamos- entró en el cupo
de seleccionados para formar con el juvenil de la Arandina. Él era el
encargado de inflar los balones con una bomba, aquellos cueros de la
posguerra que llevaban cordones como si se tratase de un par de buenos
zapatos y luego le aceitaba con tocino para que rodase suave por el
césped, bueno lo del césped es un decir porque para los campos de
primera regional no se había descubierto el césped por aquel entonces, que
jugábamos a pelo sobre campos de tierra. Aquel balón de reglamento olía
muy bien sobre todo para los que tenían instinto de gol. Madera de triunfar,
una cualidad y un olfato que a mí siempre me falló. Instinto de gol. Madera
de santo. Vivíamos de ideales y empezamos a fumar Ideales por otro
nombre Mataquintos, con perdón. No éramos ingleses. Aunque se le moría
un pariente a cada poco, Rig era un optimista y un hombre hábil. Se le iban
a dar bien las relaciones públicas. Era el as del equipo. Si no lo alineaban a
él nuestros eternos rivales que eran los del Real Galápagos nos daban una
buena tunda en aquellos encuentros en los descampados entre piedras y
peñascos de las afueras de la urbe cerca del campo de tiro a las tres de la
tarde que llamaban Baterías. A veces hacía una rasca que tú no veas y el
viento huracanado se llevaba los balones en volandas y hasta las sotanas
porque hasta comienzos de los sesenta no estaba prohibido el chándal y el
pantalón de deporte – un hecho que tendría una cierta trascendencia por
lo que a mi vida sexual respecta por lo que aclararé más adelante- por ser
considerado una falta contra la modestia. Una vez, con las apreturas
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agradables del slip, yo noté una tumefacción agradable por allá abajo, un
enervamiento inexplicable. Debajo