YO NO
SOY ANTISEMITA ( de mi libro Mi vida en Nueva York)
A trompazos con mis recuerdos he
regresado en espíritu a aquel New York donde aterricé el día de San Andrés de
1975. fui a contar a los españoles la era Carter. Dicho entre paréntesis, creo que como
periodista soy un privilegiado y como español atípico porque no milito en las
huestes de ningún partido político ni pertenezco a más ideología que el
servicio a la verdad. Por esta causa pienso que quizá esta bitácora de ustedes
tenga tantas visitas.
Algo nuevo nacía y un mundo viejo, el de la
guerra fría, fenecía. Me topé de manos a boca con el sorprendente y variopinto mundo judío que
dicen los talmudistas es eterno pero que en algunas de sus peculiaridades
históricas también se iba al traste. Porque se renueva de continuo En el East
Side del Lower Manhattan entre la calle 12 y la 25, el barrio donde vivía,
frecuenté los tupís, los cafetines, modestos restaurantes de comida kosher. Hablé
con aquellos paisanos que me recibieron como uno de los suyos porque mi aspecto
físico es el de un verdadero rabino sin barbas sin coletas y sin flequillos
pero una buena nariz, frente despejada y los ojos penetrantes y vivos. Compraba
periódicos y puros en un estacionista de Essex Street en cuyo dintel había un
letrero en hebreo y en ruso haciendo corro a un candelabro de los Siete Brazos
y con frecuencia me sumía en una prolongada plática con el dueño un tal Baruj
Waldbaum, askenazi típico proveniente y superviviente de un ghetto de la polaca
ciudad de Lodz. Se llamaba Gnied que en eslavo significa “Nido” Para los
miembros de otras sinagogas el bueno de Baruj “hedía a alemán”. Yo no sé cómo huelen los alemanes
pero en aquel antro al pie de unas escaleras de hierro o escalinata de
emergencia pues no hay ciudad en el mundo que tanto miedo le tenga al fuego
como La Gran Manzana el olor era muy diferente al de otras partes. Las
casas de los hebreos huelen muy diferente, por no decir a montuno, el olor a
humanidad y a hacinamiento, y a una dieta regular seguida durante siglos que
los castellanos llamamos adafina o puchero enfermo por mor quizás
de una alimentación especial seguida preceptivamente durante siglos o por la
higiene y sus baños donde no está permitido el jabón (la sosa no es kosher y se
utiliza el animal inmundo en la fabricación) o la indumentaria que les obliga a
llevar gorros de piel y caftanes como las dulletas de nuestros curas en plena
canícula o la mujeres de los “hassidim” cubiertas de pies a cabeza y los
cabellos rapados o debajo de una peluca que les da un aspecto ridículo porque
el judaísmo ortodoxo reserva a la mujer un papel de semiesclava del marido. No
puede acompañarle ni cogerle del brazo en público sino que ha de ir tras él,
excluidos los afeites y cosméticos y deserrada cualquier coquetería o
insinuación salaz. Están ahí para procrear y para obedecer al marido. ¡Qué
paradoja y cuanto contraste! Precisamente los magnates de la industria
cosmética, como la de los diamantes y el lujo, el negocio de la prostitución y
la ingeniería de la imagen, el cine porno se encuentra en manos de los
parientes de Mr. Waldbaum quienes asimismo controlan una cadena de
supermercados. Lo equivalente en España a Carrefour pero el tendero pobre como
una rata vivía frugalmente, gastaba poco y ahorraba todo lo que podía. Al calor
de tales principios se fraguaron las grandes fortunas y, podridos de dinero, se
retiraban a los balnearios de la Florida o California a morir entre ricachos de
las mejores fortunas que seguían mirando el penique y candando el aparato con
un llavero a prueba de sisas en llamadas. Eso sí; solían ser espléndidos en eso
que los anglosajones llaman “charities” pero esta filantropía no era del todo
desinteresada. Porque el dinero puesto en una ONG o en la beneficencia exime de
impuestos y es una buena inversión en definitiva.
Quizás le llamasen el alemán porque hablaba y leía el yidish (jerga
en que las palabras germanas se mezclan con el hebreo moderno) pero era un ruso
típico. El Topol de esa película en que los judíos como los gatos bailan sobre
el gtejado y vienen de las juderías del Este de Ucrania como Lvov o Leopolis
mal rayo le parta a Zelenski aunque en todo puchero siempre cuece un garbanzo
negro. Un descendiente del ghetto. Había
emigrado su familia a América poco antes de la Revolución de Octubre. Era un
nihilista. Un “ruso” como el que acaba de asesorar a Cristina F. Kichner la
presidenta argentina en el secuestro de los activos de Repsol en Mar del Plata,
una maniobra que por las trazas huele a judío. A doña Cristian le “cantan” los
sobacos y es toda ella botex los morros inflados y las tetas arregladas. Acaba de
sobrevivir a un atentado. Su difunto Kichner un askenazi típico de los que
trocaron el estandarte del comunismo por el de más furioso capitalismo y entre
los porteños se convirtieron al peronismo pedregoso, no llores por mí
Argentina.
Sin embargo, en el caso de mi quiosquero neoyorquino
no parecía darse este atavismo racial de cambiar de ideología a conveniencia.
Anarquista revolucionario en la Santa Rusia tenía por lema: “No puede haber
dios porque hay zar”, se mantuvo en sus treces después de que sus progenitores
colocaran el pie en la isla de Ellis. Se había quedado un poco desfasado. El
ateismo era su bandera, la lucha de clases su religión. Siempre me maravillaron
esos seres humanos de una sola pieza que hacen la guerra por su cuenta,
villanos en su rincón, francotiradores en su blocao, enrocados en los
principios que profesaron en su juventud y que escupen sobre las calvas de los
arribistas, los oportunistas.
Baruj
no pertenecía a ninguna sinagoga, no iba a rezar a ningún templo. Los rollos de
la ley se habían quedado obsoletos porque había demasiada injusticia, hartas
desigualdades en el mundo. A ojos de los rabíes de Manhattan era un renegado,
un blasfemo, pero él seguía siendo judío, el más judío entre los judíos aunque
no celebrase la pascua ni hubiese bendecido el vino del Seder. Su rostro
recordaba a los iluminados conversos
españoles que aparecen en Rembrandt o en el Greco y Chagall podría haber
firmado su retrato. Era una mezcla de locura y genio. Los puros baratos de hoja
dulce que me expendía sabían horribles, pero su conversación compensaba, y el
“New York Times”, el “Wall Street”, el “Daily News” o el “Washington Post” que
me vendía cada amanecer (me agradecía y me adulaba por aquel dispendio con
algunos halagos sabrosones en castellano viejo o sefardí que también conocía “
bueno es el caballero. Adonai de mil años de vida a su merced y “barajá” por
estos reinos) que significaban un importante emolumento para sus mermados
caudales donde cada centavo era importante.
-Nuestros imperios no se construyen con
ladrillos sino con nickels, quarters and dimes y con camisas, muchísimas
camisas- decía mi quiosquero.
Su padre se hizo millonario confeccionando
camisas a los negros pero la firma quebró con el crack del 29 y él tuvo que
volver a empezar dedicándose a la venta ambulante. Empezó con un puesto de
pipas y de “begels” (panecillos salados y duros como demonio que no llevan
mantequilla y que los neoyorquinos suelen devorar a media mañana entre sorbos
de una taza de café caliente) para acabar abriendo el establecimiento del que
les hablo.
A la tarde solían concurrir al “Nido” unos
cuantos jubilatas. Hablaban en yidish y algunos parecían observantes porque a
uno que era pequeñín y con los ojos chispeantes, al que llamaban Mardoqueo, se
le salían las filacterias o paños de orar debajo del abrigo que llevaba
enrollados a la cintura como aquellas fajas de los menestrales de tierra
Segovia. Leían los periódicos de balde y discutían constantemente con el dueño.
No hay cosa más del agrado de un hijo de Moisés que una buena polémica. Se
acaloraban sin llegar a las manos. Por todas las partes la misma inseguridad,
idéntico desarraigo. Aquí lo mismo que en el terruño. Detestaba a los polacos y
guardaba poca nostalgia de una ciudad que debió de ser desagradable: Lodz.
Waldbaum les echaba su actitud acomodaticia en cara ante las injusticias del
mundo y Mardoqueo y sus amigos se encogían de hombros:
-Eres un iluso. Vives entregado a tus
utopías. Pasas tu existencia persiguiendo ideas que son vanidades. Puesto que
ya no hay zar, no necesitamos revoluciones. Money, money, money. No seas tozudo
En aquel tabuco presencié escenas dignas de
la película del “Violinista en el tejado”
-Sólo adoráis al becerro de Bethel
-Pues ¿qué íbamos a adorar entonces? Dios
está en las alturas. Demasiado lejos.
Saqué la conclusión de que en aquellos libros
rusos de pastas deterioradas y muy sobados que se alineaban en un altillo de la
tienda entre detergentes, cajas de atún, arenques en bote, y cajas de cerillas
suecas buscaba una respuesta a la pregunta de para qué vivir si no hay Dios y
si no existe venidero mundo. La conclusión sería la de que al no haber Dios ni
novísimos todo está permitido pero el abacero que era frugal, vestía con
modestia, no probaba el alcohol y sólo se permitía el humo de una buena pipa
antes de anochecer, convirtió su ateismo en una obsesión mística.
-¿Qué buscas en esos libracos si no sirven
para nada?
-Cultivo mi espiritu y aguardo al Mesías.
Los otros soltaban una carcajada.
-Entonces sigues la Ley aunque no pertenezcas
a templo alguno, mi querido Baruj.
El tendero se quedó sin respuesta mirando con
ojos profundos a su interlocutor rodeado de aquella biblioteca en yidish y de
ruso cuya ortografía en cirílico había cambiado desde el asalto al palacio de
invierno. Los legitimistas habían borrado del gran diccionario de Susdal la palabra
BOG (dios y lo escribían en minúscula) pero eso no le satisfizo plenamente a
nuestro pequeño abacero. que sin creer en Él seguía la observancia de los 666
preceptos. Aquel mundo de Lodz había quedado arrumbado. Todo lo que él aprendió
en la escuela de Hillel había sido proscrito y la lucha de clases
sustituida por la de géneros. El control de los medios de producción daría paso
al de los medios de comunicación, un campo en el que demostraron ser
excesivamente hábiles los del pueblo errante. Muerte a los genios, arriba los
mediocres. Paso a los ignorantes y muerte eterna a los cultos y cultivadores de
la estética y las bellas artes. Un trono para todo lo vulgar. Quememos incienso
ante el altar del becerro de oro y lo demás son fárfaras.
Todo
devendría laico, mundanal. Al fuego con los misticismos. En España se moriría
Franco y vendría un Borbón nueva versión de Pepe Botellas que le daba al
alpiste que no veas y en una de esas giras y cacerías de elefantes con visos de
orgías alcohólicas se desguardamillaría en la escalera de una choza y tendría
por primer ministro a un tal don Zapatos que llevaba en la frente la
marca de las siete señas del hideputa. En la mirada inquietante del abacero
neoyorquino estaba escrito el mal augurio del derrumbe de todo aquello que yo
amaba y en lo cual creía.
Lo real y auténtico sería sustituido por lo
sucedáneo: el café por la chicoria, el jabugo por jamón de York. “Guerra y Paz”
por los novelones de Vargas Llosa y Picasso ocuparía el trono de
Velázquez. Proscribirían el Cascanueces de Tchaikovsky para atiborrar a
las juventudes de estridencias cacofónicas. Rock a toda pastilla
Dios,
si existía, iba a escribir con diferentes letras a partir y mandaría a muchos
intelectuales, pensadores, escritores, cineastas, artistas al desolladero.
Todavía no había saltado a la palestra el botarate de Vargas Llosa que
hacía la instrucción como cadete en una oscura academia militar del Perú, pero
en aquellos ojos inquietos de aquel judío que miraba como con deseos de dominar
el mundo, rodeado de aquellos libros atosigantes de Kafka, advertían que íbamos
a convertirnos en cucarachas. Que se acabó lo que se daba. A cambio de un plato
de lentejas (el progreso) nos condenarían a la metamorfosis.
La
lección para mí como cristiano no podía ser más amarga pero Baruj seguían
pensando que el Nazareno no era más que un impostor, hechura suya, mito judío
para acabar con el imperio romano. Detrás de la pluma que escribió los
evangelios, las epístolas de Pablo e incluso el Libro del Apocalipsis resonaban
como dentro de una caja tonta y alborotada las carcajadas de Israel. Estas
risotadas me parecieron blasfemas como blasfemas me parecen las risitas
microfónicas que se marca ese señor tan
fascista y tan oráculo que habla por Intereconomía Eduardo García Serrano,
el hijo del que fue mi jefe. Jejjjejjjeee. La cosa es demasiado seria para
tomarla a broma, sencillamente quieren convertirnos en cucarachas.
Mister Waldbaum se quedaba mirando pensativo
como si reflexionara sobre las paradojas y absurdos del destino. “Soy hombre al
fin y al cabo y por ende sujeto a error… el arte es largo, la vida breve y las
cosas no son lo que parecen” parecía querer decir con la mirada. Luego se ponía
a jugar a las cartas con sus colegas los jubilatas del ghetto. Sobre la una y
media Sara su mujer le traía el almuerzo en una tarterilla el clásico “borsch”
con muchas berenjenas, mas sin tocino ni jalufo. Sara era una matrona de rostro
bondadoso, entrada en carne y con las sayas que le llegaban hasta los pies. Iba
como mi abuela. Podía haberse escapado de alguna novela de Bashevis Singer.
Alta y bigotuda cubierta de una peluca sin adobo ninguno. No frills (sin
adornos) como solía decirse.
Ella también olía a judío un olor a carne
vieja, a humanidad cansada, inconfundible.
En una ocasión tuve la osadía de preguntarle:
-Sara, cuando estiremos la pata ¿adonde nos
llevarán?
La mujer se ruborizó y tras dudarlo un
instante trasladó la pregunta a su marido;
-Pregúntaselo a él- dijo en un tono frío
marcado por la obsequiosidad, también por la dureza. Al no estarle permitido a
las buenas esposas de Israel hablar con extraño, máxime si éstos son paganos
(goim).
-La Escritura- repuso éste- pone que los
justos serán destinados al Seno de Abrahán. Los tibios al limbo o purgatorio
hasta redimir su culpa y a la gehenna (infierno judío) todos los malos y
allí en el infierno se torrarán en compañía de todos los diablos, y de los
sastres.
(continuará)