TARDES DE PASEO
Ir y venir que llaman acarrear, las tardes de
paseo (jueves y domingos y fiestas de guardar) eran imprescindibles. La alegre
muchachada iba por la ciudad, bajaba las escarelillas del Consuelo, o devanaba
los peldaños de granito, ternas de tres en fondo, becas rojas al viento el
bonete de cuatro picos en la molondra, las sotanillas negras de un luto
riguroso, que cortó el mejor sastre de Segovia: Blas Carpintero.
Todo para indicar
que habíamos muerto a la carne para nacer a las cosas del espíritu. Transpuesto
uno de los siete postigos que guardaban las viejas entradas de la ciudadela,
las voces de la chiquillería llenaban de alegría y de juventud las calles de la
ciudad en ternas de tres en fondo. Yendo en las primeras filas los pipiolos, y
a retaguardia iban los gastadores, los que estaban pegando el estirón y el
hábito talar, quedándoseles corto, mostraban los bombachos de pana, y a la
legua se notaba que iban a ser altos. Como Pénjamo, el pobre al que el
desarrollo le había llegado más temprano, su madre María la Viuda no ganaba
para sotanas. Uy pero cómo creces, hijo. Los pantalones algo remendados le
quedaban pesqueros y le subía como una flor de girasol el alto cogote desde el
vértice del alzacuello que también le quedaba grande e iba siempre desabrochado
y con la tirilla a medio salir. Tosía y adelgazaba. Se llamaba Enrique Gudiel
pero todos lo conocíamos por uno sus motes: “Penjamo”, “Zurdo”, o el “Despensa”,
porque era nuestro panadero, el que nos suministraba pedazos de hogaza a perra
chica la ración cuando nos entraban a media mañana ganas de comer.
Traía una
alcancía bajo la pechera del guardapolvos. Siempre se le veía comiendo a dos
carrillos pero por aquello de que no sólo de pan vive el hombre no engordaba ni
a tiros. Algunos creían que podía tener la solitaria pero tan sólo era el
desarrollo que le vino tempranillo a los once años y le hacía alto y desgarbado.
Pronto le cambió la voz.
Cantaba rancheras
y el sobrehúsa le vino porque imitaba muy bien a Jorge Negrete y su tonada
popular por aquel entonces de “Ya estamos llegando a Pénjamo”. Caminaba algo
estevado porque con el crecimiento le nació una cifosis.
▬Gudiel,
crías chepa.
▬Porque
soy un animal vertebrado-contestaba▬
Nunca habrás visto a una lombriz que tenga joroba. Ni a ningún gusano.
▬Sí.
El caracol.
▬Anda
la osa
Pues es lo que tú
eres un caracol. Y, como sigas
metiéndote con mi giba, no te doy pan. Se cierra la despensa ¿estamos?
Se sabía unas
cuantas rancheras y silbaba muy oportunamente de las diversas maneras. De la
forma tradicional o bien o introduciendo sus dedos finos y largos de
tuberculoso, como hacen los pastores que chiflan con los dientes, los dos dedos
en la boca con tanta fuerza y solercia como que ninguna oveja se descarría ni
se desmanda ningún mastín.
Y yo que nunca
supe silbar admiraba sus habilidades. En la clase de solfeo, por su buen oído,
era el primero de la clase. Cuando salíamos de asueto o quiete porque habíamos
heredado muchos términos que sólo utilizaban los jesuitas allí en la última
terna y andando con ciertos movimiento de jirafa venía el bueno de Pénjamo
cerrando carrera. Seguramente que cuando fuese a la mili lo elegiría el
sargento para cabo gastador pero Gudiel no era muy aficionado a la milicia. Su
vocación era la de tendero y pensaba que con un poco de suerte el obispo podía
pedirle que se hiciera cargo del economato diocesano o hacer unas oposiciones a
racionero catedralicio o servir como canónigo fabriquero porque las cuentas se
le daban tan bien como la música.
Iba el pobre
esperanzado con su futuro en estos paseos en los que por su egregio talle
destacaba pero ignorante de la desgracia que le aguardaba pues un jueves de
primavera lo alcanzó una moto con sidecar al pasar cerca de la estación cuando
teníamos que pasar por la angostura del puente romano. El que guiaba no vio a
nuestro compañero o no le dio tiempo a frenar. Aquel suceso nos impresionó a
todos. Velamos su cadáver en el paraninfo que se utilizaba como cámara mortuoria
cuando fallecía algún alumno, cosa infrecuente, o alguno de los padres, un
hecho bastante normal. En turnos de tres durante el día y la noche. Durante la
hora y pico de vela se rezaba el rosario, se recitaba el oficio de difuntos y
se entonaba un responso. Enrique Cudiel tendido sobre una mesa de escritorio
que servía de catafalco tapada de bayeta negra estaba muy guapo. La expresión
de su rostro expresaba dulzura y serenidad. Vestido con sotana y de
sobrepelliz, tenía a su lado entre los cuatro blandones el bonete, la beca roja
y un devocionario, también un cilicio que por lo visto llevaba colocado en la
rodilla cuando ocurrió el percance. Este detalle por lo inesperado, pues nunca
hubiéramos pensado que el Zurdo fuese tan piadoso, dadas sus apariencias de
tibio y de vivalavirgen, nos dejó lelos.
Tendido allí cuan
largo era parecía incluso más alto que en vida. Hasta puede que a la muerte
creciese algunos centímetros. Su cara rebosaba beneplácito y no quedaban
señales de magulladuras, sólo un poco en una ceja, del accidente pero el golpe
de la moto lo había reventado por dentro, dijeron los médicos. Todo el
seminario con sus cuatro colegios de latinos retóricos filósofos y teólogos
quedó muy triste.
No acertábamos a
explicarnos la razón por la cual había sido llamado tan pronto el compañero,
pero el padre maestro en sus pláticas hizo hincapié en la idea de que los
designios de la providencia son inescrutables. Al paso, nos hizo recapacitar
sobre la brevedad de nuestra existencia; de lo fácil que es padecer una muerte
repentina y adujo el ejemplo de aquel seminarista santo y sabio al que le
preguntaron qué es lo que haría si supiese que a la hora siguiente iba a tener
que rendir cuentas al Altísimo:
▬
Pues seguir haciendo lo que estoy haciendo ahora mismo. La muerte no es más que
un paso a la bienaventuranza.
Y nuestro
predicador insistía en la moraleja aduciendo palabras del papa Pío X: “Dadme un
seminarista que cumpla el reglamento y lo subiré a los altares ipso facto”.
El suceso había
conmovido a la ciudad y la prensa local dedicó a nuestro compañero páginas y
páginas. Nos enteramos que su madre había quedado viuda después de perder a su
marido que estuvo preso por sus ideas políticas en el penal de Ocaña. El padre
de Gudiel ¿moriría de muerte natural o fue uno de los muchos represaliados de
la guerra civil? La pobre mujer asistía por las casas para costear los estudios
de Enrique. El bien va por abajo y no se ve, decía el padre Mañanas, el mal es
mucho más jacarandoso y alarmista. Lo que es una verdad como un templo. La
bondad pasa a nuestro lado sin rozarnos, sin que nosotros nos demos cuenta.
Estos casos de heroísmo callado aplacan la cólera divina y gracias a estos
justos de Israel el mundo sigue caminando.
Por su parte el
padre rector nos recomendaba que anduviésemos con siete ojos cuando saliéramos
por la carretera de Madrid porque el tráfico es “cada vez más intenso y algunos
van como locos”.
▬No
os preocupéis por vuestro amigo▬ agregó▬
Porque está ya al lado del padre. Lo acabo de sentir en mi oración. Ha ido
derechito al cielo. Palabras misteriosas del Rector el cual se pasaba horas y
horas delante del Sagrario. Algunos hasta le vieron en un trance, le vieron
levitar durante los largos ratos de oración. ¿Entraba en éxtasis? Se decían cosas raras como que le habían visto
en dos sitios a la vez y levantarse dos palmos del suelo en el momento de la
consagración. Seguramente había tenido una visión. Ello nos tranquilizó a la
vez que asustaba un poco, pero aquel óbito tan súbito e inesperado nos desubicó
y la gente no hacía más que hacerse preguntas. ¿Por qué Dios permitiera aquello
que el Zurdo pereciese de una forma tan estúpida? ¿Estaba acaso en sus
infinitos e inescrutables designios el que muriera en plena adolescencia? Los
ojos de la carne no alcanzan lo que divisa la inteligencia divina.
Era el primer
muerto que yo veía en mi vida. Al correr de los años, algunas noches cierro los
ojos y le veo allí tendido a mi amigo que no pudo ser misacantano con su bonete
y su bufanda estudiantil el impoluto sobrepelliz con gesto sereno y apacible
como diciéndome como me ves te verás pero no tengas cuidado. La muerte no es el
final. Es sólo un paso. Durante unos meses me di a pensar en cosas lúgubres y
se afianzó mi vocación sacerdotal y mi deseo de servir a las almas, todo muy
etéreo, muy vacuo y como prendido con alfileres, porque en un seminario sólo se
aprenden ideas generales de lo espiritual,
que luego te quedarán para toda la vida, a la vista de la inconsistencia e
inconstancia de las cosas terrenales y de lo poco enteriza que es la sabiduría
del mundo. Sic transit gloria mundi. Fue mi primer velatorio y mi primera meditatio
mortis. Hasta entonces la muerte había sido un hecho lejano. Ahora cobraba carta
de naturaleza. Durante las semanas que siguieron nos volvimos más fervorosos,
menudeaban las visitas a la capilla y algunos se quedaban sin merendar
ofreciendo el postre a los pobres o dejando sufragios en el cepillo de las
ánimas que estaba cerca de la sala capitular. La noche que falleció a mí me
correspondió ir a rezarle con otros dos de mi curso, Dionisio Fenogreco y Chus
Peralta, quienes a consecuencia del suceso que voy a relatar hicieron un
extraño pacto a imitación de Santo Domingo Savio, del que hablaba con mucho
fervor nuestro querido padre Mañanas por entonces.
Era el turno de
medianoche, el paraninfo estaba en semipenumbra sólo alumbrado por un farol y
el resplandor de los cirios mortuorios. Llegaban de la calle, donde otrora
había un mesón famoso y ahora era un bloque de viviendas protegidas de Falange,
voces estentóreas de los últimos borrachos. Tengo que decir que el paraninfo o
salón de grados, también aula magna, era un cuarto impresionante el más
distinguido y adornado de todo el recinto. En él se leían las tesis doctorales,
antaño se celebraron concilios provinciales. Allí tuvieron lugar las
oposiciones a canonjías de la catedral. Sobre un estrado sobre el que se alzaba
el baldaquín del obispo forrado de damasco y con un cristo con los ojos bajos a
las espaldas yacía una clepsidra. Era una especie de botijo de cristal con dos
compartimentos estancos. Este reloj de arena medía el paso del tiempo con una
precisión mayor que la de un cronómetro suizo y el rato que tardara en pasar la
arena en la parte superior a la de abajo era el que cumplía al examinando para
exponer su tesis y responder a las preguntas del tribunal, durante hora y
media. A cuatro calles se levantaban las tribunas o palenque gradual los
escaños todos ellos de madera de pino crujiente y resonante, convergiendo en
semicírculo sobre una especie de ruedo en el que esgrimía sus razones o
sinrazones el ponente.
Por las trazas
podía ser un parlamento pero a mí me recordaba el sitio aquel no sé por qué al
concilio de Trento. Bajo sus artesonados de atauriques arabescos habían
resonado las plegarias del Veni Creator
y se había hablado a voces en latín defendiendo la purísima concepción o la
infalibilidad pontificia. Allí los filósofos innúmeras veces se habían hecho
perplejos la misma pregunta de siempre la que formula Pilatos antes de su
lavatorio de manos:
▬Quid
es veritas? ¿Qué es la verdad?
▬Buena
pregunta.
Ante, el cadáver
sin embargo, de aquel niño, nuestro compañero, no habían respuestas. El
silencio de aquel rostro espantaba los gritos de los teólogos que allá
disertaron sobre las súmulas tomistas y Aquino podría haber esgrimido su
dictamen:
▬Conclussus
es contra maniqueos.
De ahí que el
paraninfo fuese llamado la sala del Rey de Francia. Los tomistas se zurraron de
lo lindo con los suarecianos explayándose en frases y nomenclaturas. Sobre los
estrados se tenían la tea los más avezados silogismos. Las disputas medievales
conservaban algo de las antiguas ordalías o juicios de Dios.
Allí podría,
incluso, probarse que la tierra era cuadrada y lanzar anatemas contra el pobre
Galileo Galilei hijo de Galileo. Allí podría haberse descubierto el movimiento
continuo. Lógica. Mucha lógica. Pero siempre los mismos gritos, las mismas
voces, la vacuidad de una exultación retórica. Cánones. Disposiciones de los
concilios. Tuve la sensación de que todo aquello que estudiaba no me serviría
para nada pero eran tan hermoso que me ha estampado de por vida contra el
frontón de la utopía.
Con todo fueron aquellos
estudios escolásticos una buena gimnasia mental aunque sufriríamos lo nuestro
cuando al correr de la vida descubrimos que la tierra es redonda, da vuelta
sobre su eje, que la historia tiene tres marchas (primera, arranque, directa)
mas, nunca reversa y en este mundo no cabe marcha atrás. Enseguida, sonaba el
estampido de “licet” (con la venia) “nego minorem sed concedo maiorem
subsumptam” y nos empapábamos de los universales aristotélicos. Más tarde en la
universidad central nos hablarían de las mónadas kantianas que eran más o menos
lo mismo y parece que aún estoy viendo a don Fausto meneándosele un poco la
cabeza por lo del parkinson mientras se fumaba un cohiba antes de empezar la
lección: ▬Dicas, dicas,
Gregorie, in sermone latino… Dicas.. Dicas enim.
Y había que
responder a lo primero: ▬Domine…. (señor)
Y después
continuar con lo que habías memorizado en la lengua de Horacio. Aquello ahora
puede sonar extraño pero entonces no dejaba de tener su encanto. Por lo demás,
todas estas razones se quedaban mudas ante el cuerpo presente de nuestro amigo
al que había matado una moto.
El que le guiaba
estaba borracho. Nuestro profesor de Lógica se quedó mudo y siguió fumando su
habano:
▬No.
No hay respuesta. Sólo la fe, hijos pero la fe es un regalo de Dios ▬dijo
nuestro profesor.
Al poco, el
capellán de las monjas, quedándose muy pensativo nos miró con angustia a todos
nosotros.
Era Gudiel el
primero que se iba. ¿A quién le tocaría el turno la próxima vez?
Los blandones
ardían lentamente y con tristeza iluminando u oscureciendo el misterio de la
eternidad. Empezamos a rezar el rosario. Tocaban misterios gozosos.
▬Por
la señal de la santa cruz líbrenos el Señor de todo mal en el nombre del Padre
del Hijo y del Espíritu.
A Enrique no le
había valido la invocación. Se lo llevaron los ángeles que viajaban en el
sidecar. Eran unos ángeles malos y su ángel de la guarda les increpaba a
grandes voces y lamentos que podían ser escuchados en el barrio de Jauja y
llegaban hasta la estación confundiéndose con los pitidos del mixto que llegaba
a aquella hora de Santander. Sobre el zócalo un pintor con mucho alarde el que
había aderezado aquella casa c. 1595 había estampado escenas cinegéticas de la
antigüedad clásica. En un escusón aparecía Diana Venatrix disparando su arco
contra dos rebecos que se alejaban. En la siguiente escena Neptuno soplando por
su cabeza monstruosa y poblada de barbas mojadas. Más allá estaba Apolo y en
otra Venus semidesnuda. No te creas que mucho lo pasábamos mal al mirar para el
techo. Porque en el paraninfo vi yo a mi primer muerto y también la primera
mujer en cueros. A más de uno le debieron de entrar pensamientos escabrosos y
algunos directores espirituales protestaron ante lo que ellos consideraban una
falta de recato propios de la paganía pero el Rector que era un humanista
amante de los autores latinos y de la mitología ordenó dejarlas como estaban:
▬Esas
figuras del peralte, padre Mañanas, no son más que símbolos. No tienen nada de
pecaminosos.
Así y todo el
jesuita del que hablaremos más tarde largo y tendido era muy escrupuloso en
tales cuestiones y ordenó a sus pupilos que cuando entrasen en el aula magna
jamás mirasen para arriba y que dijesen una jaculatoria al trasponer el umbral:
“Señor, antes morir que pecar”.
Se me ha quedado
la oración y la repetía yo con harta frecuencia, a veces inconscientemente.
Eolo manejaba los vientos. Nosotros manejaríamos las conciencias. Jano abriría
las puertas del infierno a los que se suben a la barca de Queronte, y nosotros
les abriríamos las puertas del cielo. A Venus había que verla como emblema
tutelar de la vida y de las cosechas. Estos eran los argumentos del Rector que
no acaban de convencer a Mañanas. Pero allí el cristianismo se respaldaba en lo
que había antes que era la mitología. Y los dioses y las diosas olímpicas
compartían sitio junto con el crucifijo y presencia en las sesiones
escolásticas. Allí tenían lugar los plenos diocesanos, las lecciones
magistrales, allí se sentaba el tribunal de la Sangre, allí se votaba la terna
para elegir a los obispos. Era el salón de actos de las sesiones inaugurales y
de la concesión del titulo de Magíster Artis y de Bachellor Artis el MA y el
BA. Igual que en Oxford porque todo hay que decirlo en muchas de sus costumbres
disciplinarias los ingleses se inspiraron en los jesuitas a los que admiran y
fruto de tal admiración nos vino de las Islas el bueno de Chespi al que
cantábamos el Iste Confessor por las fiestas del obispillo.
La sala de
deliberaciones olía a moho y humedad. Un día era aula magna y al día siguiente
tanatorio. No somos nadie