SOLILOQUIOS
AGUSTINIANOS FRENTE A UN HIERÁTICO TETRAMORFOS
Dios, la existencia
del mal, la intervención diabólica en el mundo, el poder de la gracia, lo
engañosas que pueden resultar las formas terrenas para un ser creado para la
eternidad son algunas de las ideas que repetidamente y con pulido decoro, a lo
largo de párrafos impregnados de retórica, va dejando caer el divino Aurelio
Agustín en el transcurso de su dilatada obra.
Con parsimonia platónica
advierte que no existe el mal (todo un golpe de claxon al mundo actual) sino
que consiste en la privación del bien y de la libertad.
Para el obispo de
Hipona éste se cuenta íntimamente relacionado con el Verbum Bonum como
entidad creadora. Quiere decir lo mismo que Dios, un concepto que entrevera el
autor con las equipolencias trinitarias.
Y a ese Dios, por lo
mismo, trata de definir a base de una concatenación de cualidades negativas:
insondable, indeterminable, no circunscrito, intemporal, inefable,
imperceptible, inmutable.
Luego lo trasvasa a la
categoría de potencia creadora puesto que la divinidad inmanente y trascendente
es toda vez trascendente, pasible, activa, contemplando al hombre como criatura
asomada, supeditada y revertida hacia ese Verbum del que depende y que se nos
ha manifestado por su epifanía en la persona de Cristo.
Aquí puede haber truco
pero todas las religiones e incluso la de Agustín que es la más perfecta se
reservan el derecho de sus propias añagazas a la hora de dar explicaciones a lo
inexplicable. Es el derecho a la duda y al beneficio de la trampa.
Sin embargo, el
lenguaje de Agustín tiene un aroma de eternidad tanto cuando se refiere a ese
dios centro de la creación como un figulus (alfarero) como cuando
se compadece de aquellos que desconocen a Cristo, no lo buscan, no le aman y
viven en el infierno de su lejanía, desterrados del amor. Viven alejados del
sumo bien y enajenados con la libertad llevando una existencia anodina e
insípida que los convierte en seres devorados por sus propias pasiones. Aquí
Agustín puede que esté haciendo sonar los timbres de cara al hombre moderno al
que reprocha su voracidad (edacitas) y el vivir empecatados, que no es
vivir, de nuestra sociedad.
Pero en tiempos del
santo obispo, sepamoslo para nuestro desconsuelo, era también lo mismo que en
la rabiosa actualidad. El hombre no tiene solución. Es como Israel.
Llevamos una
existencia anodina e insípida que nos convierte en alimañas devoradas por sus
propios semejantes. Somos siervos de las pasiones y alentamos en la cueva de
los propios vicios.
Echa el escritor una
mirada a cuanto le rodea y no puede por menos de sentir angustia. Las cosas
transitorias del presente han de ser toleradas, nunca buscadas, porque esta
vida no es sino un destierro, el que brinda la concupiscencia y las cosas del
cuerpo.
De ahí brota el drama
trágico del ánima agustiniana que con tanto entusiasmo de verdadero
neoplatónico observa y canta la obra de la creación y hasta llegó a amarla
cuando se enamora de aquella esclava númida que le dio a su hijo Adeodato,
aunque nunca pudo desvestirse jamás del lenguaje retórico y de los resabios
maniqueos de su juventud.
El mundo no es mas que
un reflejo imperfecto del Súmmum Bonum, exclama cuando desengañado de las cosas
humanas y de los estragos que debió de causar en él su pasión amorosa opta por
la conversión. El amor humano nunca será capaz de saciarnos - es su conclusión-
porque cuanto más lo gozas más estraga.
Se echa de ver como el
platonismo de los griegos en el obispo de Hipona se une en comunión a la
religión de los nazarenos. Este neoplatonismo es toda su fuerza y su savia
teológico-filosófica. Una añoranza del edén perdido, una nostalgia del dulce
jardín del que fuimos expulsados junto con deseo de contemplar a Dios de frente
y sin los óbices de los espejos, enigmas y miramientos constituye el meollo y
la enjundia de toda la obra literaria de este romano de provincias.
Es el primero en
cantar la melancólica belleza, que siente el eco que le convoca a la eternidad
y lo transfigura a causa de un deseo inalcanzable hasta que la muerte rompa ese
espejo que nos garantiza visión tan imperfecta del sumo bien y se desaten los
nudos de los sentidos que coartan el ángulo de mira. En su pluma resuenan los
melifluos coros y los “versos entonados durante la felicidad perpetua que
vendrá”. Es así que una de los pilares de la iglesia occidente se nos vuelve
completamente oriental. Era de rito ambrosiano y el rito del santo obispo de
Milán miraba hacia Bizancio como la puerta de la nueva Roma y la Jerusalén
celeste. Hay en toda la obra agustiniana como en la de san Isidoro un gran
sentido litúrgico.
El mundo moderno no
aspira a esa luz que vendrá sino a la que ahora y en este lugar baña sus
pupilas. El mundo actual no cree en las lagrimas. Es fanático de su propia
tecnología pero no entiende la estructuración jerárquica con que contempla el
autor de la Ciudad de Dios el mundo de los poderes sensibles subordinado a lo
preternatural.
Por eso no se extasía
con los angeles agustinianos que luego plasmaría Frá Angelico pulsando el arpa
de la salmodia incesante. El rasero de medir en ese libro es el illic et
tunc (allá y entonces) de los neoplatónicos pero hoy estamos calados
hasta los huesos del dios semita que atronó en el Sinaí y para quien los planteamientos
no son iguales ni predican la trascendencia sino el hic et nunc de
los huesos y de la carne viva. El cristianismo, salvo en las excepciones del
jesuitismo y del Opus Dei, que preconizan una justificación por las obras y
avenencia con el mundo, no ha conseguido romper con ese estigma, esa tremenda
dualidad. Las dos corrientes mentadas se sitúan en una dinámica protestante de
moral utilitaria. Pero esto no es católico. Lo verdaderamente católico es la
tesis formulada por san Agustín.
Moisés y Mahoma
desoyendo la voz del Querubín cifran su esfuerzo en amarrar una existencia y un
buen pasar acá abajo. Pero el evangelio grita: “ el que busca su vida la
perderá”. Ni judíos ni moros ni protestantes podrán nunca comprender la utopía
agustiniana a la escucha de los coros del más allá. Como tampoco su irredento
idealismo aunque todos ellos hayan de su lado caído en sus propias utopías e
irredenciones.
El alma agustina no
teme a la muerte por beber en el torrente de la eternidad. Sus personajes
forman parte de una feliz sociedad de ciudadanos supernos los cuales tras las
tristes labores de peregrinación en esta vida en el más allá tendrán asegurada
su recompensa pudiendo gozar de la hermosura del verbo. No es el ubi el
adverbio de lugar sino el ibi. En esta alternancia de demostrativos está
expresada toda una forma esencial de vivir y de pensar. Es hasta allá, ese
lugar que nos tiene preparado hacia donde los ciudadanos de la Jerusalén
Celeste encaminan sus pasos y dirigen sus miradas. Es allá donde entonarán las
loas eternas.
Y ¡qué loas, qué
cánticos! ¡Qué instrumentos músicos, qué arpas, qué himnodias - concluye se
escucharán en aquel lugar sin interrupción!
Esta idea de la
majestad solemne del hieratismo del Tetramorfos sólo podrán entenderla quienes
alguna vez hayan asistido a unos oficios solemnes en una catedral ortodoxa. Los
coros suenan en Kiev, en Moscú, en Atenas. Para Agustín el cristianismo es una
perpetua melodía y el hombre ha nacido para entonar alabanzas a la divinidad en
el paraíso. Aquí volvemos a topar con la vieja noción de Fides ex auditu. La
religión predicada por el Nazareno pide tener buen oído. No entra por los ojos
como acontece en sus dos hermanas gemelas. En ese amor a la himnodia que tantas
veces salta a los renglones de la obra del Genio de Tagaste se nos revela un
apasionado de la armonía.
El protestantismo y la
contrarreforma se encargaron de acabar con ella y nada se diga de la revolución
francesa pero es con todo una de las grandes estrofas del pentagrama de la
partitura del cristianismo. Dios es la belleza, no se cansa de repetir san
Agustín en sus entregas.
Es un poco la máxima
juanramoniana de no la toquéis más que así es la rosa. No tiene vuelta de hoja.
Cuanto más lo expliquemos menos comprenderemos. El dulce obispo nos recuerda
que a Xto sólo se le puede conocer por medio del corazón. Ciertamente que su
obra vive una contradicción perenne entre el ubi y el ibi, el hic y el illic,
una contradicción que sólo se puede superar mediante la tristeza y el vacío que
dejan las cosas de este mundo.
Esto es al menos lo
que postula el divino quirógrafo a lo largo de muchos volúmenes de letra
apretada. No hace en ellos otra cosa que machacar sobre un par de ideas.
Quienes se sumerjan en la lectura de los Soliloquia, del Manual de la
Contemplación y sobre todo en la Ciudad de Dios tendrán la sensación de estar
leyendo siempre un mismo y único libro, como si fuera una película de José Luis
Garci.
El problema en el que
cae este torrente de imágenes que conforman el estro y el hipérbaton del hijo
de Mónica es la iteración y el peligro de círculo vicioso que tiene todo
lenguaje cuando se propone trasladar a los sentidos las ideas que palpitan en
los arcanos de lo ultra sensorial.
A veces Agustín da la
sensación de perderse en el abismo para encontrarse y emerger de nuevo en el
alma que renuncia a los afectos. Por eso resulta nada fácil, aunque grata,
premiosa, aunque sublime su obra. La lectura de los textos conviene sacarla
adelante sin prisa. Algo punto menos que imposible en estos tiempos. Sobre todo
cuando la propuesta que contiene se refiere sólo al oído de la fe inmarcesible
no a cosas de ámbito concreto y marcadas por las competencias de una realidad
demoledora.
Recomienda con
frecuencia vacar de Dios, esto es, sumergirse en el abismo infinito, liarse la
manta a la cabeza. Perderse. La lectura en estos días serenos y tristes de
octubre de los Soliloquia me ha retrotraído a mí, hombre que vivo en los
albores del siglo XXI que leo noticias y escucho informativos como el asalto
con toma de rehenes de un teatro de Moscú, no puede por menos de llenarme de
melancolía. Las cosas han variado poco desde los cuatrocientos en que redacta
este autor, con una diferencia que el diablo parece que tiene más fuerza y que los
cristianos, que ya en tiempos de Agustín sintieron estremecerse los muros de
Roma, hoy se mueven en precario. Los verdaderos cristianos, digo.
Y he llegado a la
conclusión de que, de vivir hoy en día, no dejaría de estar considerado el
santo de Tagaste como un pobre hombre. Un perdedor, condenado a la anonimia de
escritor fracasado y sujeto a los delirios de su página en blanco. ¡Ay esas
páginas en blanco de nuestros fantasmas ensabanados!
Zarandeado por el ubi
y el hic et nunc de la actualidad todopoderosa viviría volcado hacia el
territorio del ibi del más allá. Se le dejaría vivir angustiado por sus propios
denuestos a solas con su Dios, un Dios que no suele bajar de su pedestal a los
que con tanto denuedo lo invocan. Ubi est deus tuus?
Él fue el que inaugura
el inmenso monologo y le busca el pulso a todos los místicos que han seguido
sus pasos. A sabiendas de no andar en un diálogo sin respuesta, dicen los que
no tienen fe. Ubi est deus tuus?¿Dónde está tu dios?
Agustín es el primero
en llamar al Zeus cristiano por su propio nombre y en dirigirse a él a lo largo
de miles de páginas de derretidas dulcedumbres en las que el alma siente el
aguijón de este destierro y suspira por la Jerusalén celeste.
Fue el gran maestro de
los convertidos que en este mundo han sido pero también un consumado
malabarista en las artes del disimulo. Nos maravilla y nos encandila hasta
cuando hincha el perro a lo largo de sus tratados de largo recorrido y de sus
capítulos espirituales, los cuales, pese a todo, siguen sentando plaza de
añoranza por ese Dios ausente en nuestra época. Quedaban casi quince siglos
para que, cual energúmeno, se alzase Nietzsche contra el teósofo norteafricano
pero para sus lectores, entre los cuales me cuento, y que después de cerrar sus
Soliloquia nos enfrascamos en este caos audiovisual del siglo de Nietzsche, el
Dios de Agustín no ha muerto. Vivirá eternamente aunque sea falso.
28 de octubre de 2002