Segovia
blasones y talegas
La
llamaban la ciudad de los caciques y la de los sacristanes bien torreada de
almenas cada mochuelo en su olivo las parroquias el sacramento ciudad devota
donde las hayas donde convergen las tres culturas judíos moros y cristianos
acaso por la combinación de esa amalgama seamos un pueblo difícil muy dado a la
envidia y la murmuración pero todos buenísimas personas. Acá hubo conllevancia
dentro de lo que cabe viviendo todos juntos pero no revueltos. La risa iba por
barrios y por catorcena. El cabildo era riquísimo en rentas y bienes inmuebles
pero los canónigos pobres con unas anatas que llegaban a treinta mil fanegas al
año. Detrás de la sacristía cada una de las catorce parroquias tenía su
granero, cilla o alfolí.
El
ama del cura cocía cada quince días y de esta cocedura se suministraban bodigos,
a los más necesitados. Nunca faltaba pan entre los diez mil vecinos censados a
comienzos del siglo XVI cuando a causa de la industria textil fulguraba. Años
más tarde, por la competencia de la lana inglesa y de las pañerías de Flandes,
el esplendor pañero sucumbe.
Los Fernández
Laguna debieron de formar parte de una de las familias de conversos más
poderosas, residentes en el aristocrático sector de san Miguel. Acababan de
comenzarse las obras de la catedral —durarían casi dos siglos—nueva. La vieja
había sido volada durante la guerra de las Comunidades. Renteros, banqueros, agiotistas,
gente de Iglesia, monopoliza la punta de diamante de la pirámide social. Abajo
quedan los pecheros, los hortelanos moriscos, de las huertas del Clamores que
cultivaban en tablares las mejores escarolas del universo, los albañiles del
arrabal de San Lorenzo que esgrafían paramentos, los esquiladores cristianos de
Zamarramala, los plateros judíos que se apiñaban en modestas casuchas junto a
la puerta de San Andrés la parte del Rastro y del salón al pie de su Sinagoga
mayor. Estamos hablando de un ambiente ecléctico. El gremio mayor era el
tejedor que se agrupaba en diferentes oficios con arreglo a las distintas
funciones: cardar, apartar, tundir, perchar y, por último, el tinte. A los
percheleros a los que se encomendaban la labor más penosa se les llamaba
perailes. Algunos emigraron a Málaga y fundaron un barrio picaresco porque el género
nació en Segovia que llaman el Perchel y perchelera es la Campos. Aguas arriba
del Eresma, estaban los batanes. Yo he conocido la última fábrica donde se tejía
el veintidoseno la pana de lana de oveja merina y el famoso limiste segoviano
en el Espolón.
El
textil subsidiaba otros sectores como el del acarreo: arrieros, gabarreros,
esquiladores, aguadores, atahoneros, zurcidores, caleseros, trajinantes,
vientreros y tripicalleros, jalmeros y, particularmente, mesoneros. Segovia —le
cuadra el verso de Góngora a "Córdoba ciudad bravía más de mil tabernas y
una sola librería", aquí no lee ni dios— fue famosa por sus figones como
el del Vizcaíno. O el de Averías donde recalaban mozos de cuerda en la calle
San Francisco.
El
pícaro tiene como parte jactanciosa de su psicología el ser compadre de todos y
amigo de ninguno. Vivir y beber derrotar por las tascas, convidar, aparentar lo
que no es: que se es rico, sin blanca. Ha de emular, simular y disimular. Ha de
fingir que tiene alcurnia de cristiano viejo acudiendo a misas novenas triduos
y todas las procesiones, colgar jamones del corredor de su casa. Su vida está
en la calle y su honra al retortero.
Ese
esfuerzo integrador por asimilarse por aparentar ha sellado la personalidad de
las gentes de esta región. No son profetas en su tierra. Dan más juego en el
extranjero. Laguna siempre nostálgico de la primavera segoviana—su pueblo le
vendría estrecho—, sin embargo, hubiera sido incapaz de vivir en un lugar de
casas torreadas (a los castellanos les define más que a los ingleses el dicho de
"my home is my castle"[1]
donde se atrincheran, no suelen invitar a nadie, les cuesta presentar a la
esposa tal vez por reminiscencias árabes); en Segovia todos se encastillan y
eran frecuentes las rivalidades: duelo a muerte por cualquier afrenta, una mujer,
o un cipo. Esta psicología de espadachines viaja hacia el Nuevo Mundo dentro del
morral de los conquistadores. Quienes eran benignos con el indígena pero que se
mataban unos a otros entre sí. Acarreadores y caciques y maestrillos catalinos,
hijos de la piedra hideputa, quítate tú, que me pongo yo. Ambiente opresivo de
ciudad levítica. Eso es lo peor de un sin vivir de ambiente tan sobrecargado de
viejos rencores. Lo explica muy bien Unamuno.
Pese
a todo aquí se pisan los mejores caldos del mundo y se bebe el mejor vino de la
ribera. Entender a la Villa y Tierra es derrotar por sus tabernas, sentarse en
el poyo de piedra de las bodegas a la sombra de un almendro, charlar con un
pariente y gozar del privilegio de "vieda" en virtud del cual
no se podía entrar en la ciudad ni una cuba de clarete importado forastero
hasta que no se acabase el autóctono. Los caldos que no fuesen municipales
tenían que pagar portazgo.
En
el catastro del Marqués de la Ensenada se computan cuatro chigres de vino bueno
y cuarenta del malo u ordinario. Tenían por costumbres los bodegoneros bautizar
las frascas y eso le ponía a don Francisco de Quevedo de los nervios. Cantineros
moriscos, ladrones, les llama. No por Mahoma ni por racismo o porque fueran
herejes —por nuestras venas corre sangre morisca— sino más bien por eso: por
cometer el sacrilegio de aguar el vino.
Ni
Cervantes ni Quevedo hacen buenas migas con los moriscos. Iglesias había tantas
como figones. He aquí el listado cada una de ellas con su clerecía y su
sacristanía porque ya lo venimos diciendo en Segovia mandan mucho los
sacristanes que llamamos catalinos. Iglesia Mayor, san Miguel, san Facundo, san
Andrés, san Quirce, san Sebastián, san Esteban, Trinidad, san Nicolás, san
Pedro ad Vincula, san Martín, san Román, san Pablo, san Juan de los Caballeros,
santa Coloma, san Millán, san Clemente, santa Eulalia, santo Tomás, San
Lorenzo, san Justo y Pastor, san Salvador, san Marcos y la capilla de santa Ana.
Y había veintiún conventos de frailes monjas y canónigos regulares. Sitios
abondo para orar no faltan. El que en Segovia no reza es porque no quiere. Y
nueve hospitales. El de la Misericordia para pobres. Sancti Spiritus de san
Juan de Dios para enfermos de las bubas —dar sudores a los pobres que lo
necesitan—. El de convalecientes. El de san Antonio de Padua de
Peregrinos—la ruta jacobea que partía de Cartagena se situaba en el comedio de
distancia entre el punto de origen y Compostela—. El de la Encarnación monjas
de Santa Isabel para pobres vergonzantes. El de Viejos al que iban los mayores
de sesenta años. Hospital de la Refitolería que acogía a expósitos hijos de
padre desconocido y madres solteras. San Juan De Dios para sarnosos. El de san
Antonio Abad para enfermos de fuego sacro. Hasta en el título que concede a sus
hospitales Segovia conserva ese aire retozón, juguetón y bromista, ese lebeche
revoltoso y con mala leche que surge del aduar del Azoguejo para dar vida a la
novela picaresca. Son los pasacalles y arreboladas que cantaban Agapito
Marazuela y el Tío Tocino, zurrando la caja. "Vengo de moler morena de
los molinos de abajo duermo con la molinera no me cobra la maquila... no me
cobra su trabajo, que vengo de moler, morena". Amor a la vida y terror
al hambre, la peste, y la guerra y la muerte—terror a los domines de la
inquisición— es el ideario de la novela picaresca que movió al doctor Laguna a
mojar la pluma, para contar el dintorno de su existencia errante, con tanta
solercia y discreción, igual en los tratados de medicina que en sus libros de
solaz y divertimento.
Cuna
de la novela picaresca es Segovia. El viento de lebeche burlón sopla con sorna
sobre nuestro sombrero hasta el punto de que con frecuencia se nos vuela la
pañosa.