VICENTE ALEIXANDRE
Nada o muy poco quedó de aquel
frenesí. Cerraron el libro, aunque el molino de papel sigue volteando, y
pasaron página, no murieron como los buenos soldados se esfumaron aunque su
presencia vive. Una nueva era y parece
que fue ayer. Otro mundo.
El poder se nutre de otra savia,
quiere otros vates. Nunca arrancarán estos líricos a la moderna la flor de lis
del romancero en cuyas fuentes bebieron Lorca y Miguel Hernández, los Machado.
Bajé y subí a bordo de mi guagua
atestada de monjas y ex seminaristas, que colgaron la sotana y fueron a
estudiar Letras. La cuesta de Belintonia entre conventos de ursulinas y
colegios mayores. Fueron los campos elíseos de juventud cuyo recuerdo aflora
con las galas de mayo y el poder pujante de abril ahora que ya soy setentón. Estos pagos tiempo de
apuntes preparación de parciales aloran ahora hasta mi perfumados de la
tristeza y esperanza de mi adolescencia. La poesía eterna más allá de lo que
escriben los poetas. Aleixandre se subió al carro de la Transición. Cuando
ganó el premio Nobel octubre de 1977 (estaba yo en Nueva York) nadie había
sabía nada de sus libros. Borges con su limitada condescendencia para los
españoles todos sabemos que era hispanófobo le llamó autor ripioso. Pero cada
vez más la literatura se entrevera con la política y era evidente que en
Aleixandre se otorgaba el galardón a un tiempo nuevo de España en democracia
aunque a don Vicente no lo conociera ni la madre que lo parió. La deificación
del vate fue un hermanamiento de la poesía con la política. En su persona se
estaba premiando al cambio. Lorca, Miguel Hernández, Neruda hasta cierto punto
y el vasco Cernuda estaban siendo canonizados y de los otros miles de españoles
que se amarran al salvavidas de los versos hicieron mutis por el foro. Ello no
deja de ser una afrenta a las musas.
Nunca entendí a los modernistas.
Sin embargo Vicente Aleixandre habitaba una casa al final del bulevar que
define su obra Vicente Belintonia. Sobre las tapias del jardín todo un mirador
e Poniente se erguía, llama mística, sobre la cuesta tapia alta con barandilla
por donde bajaba yo muchas veces en la guagua del F camino de la Facultad.
Aquel árbol vigiló mis pasos.
Muchas vueltas di por el mundo y acabé regresando a él. Quiso el destino que
todo ser humano pertenezcan a un territorio y por le Boulevard de Reina
Victoria viajó mi alma en transito. El erecto ciprés sutil semblanza del alma extática
daba sombra a mis manes. Marcó la ruta de mi destino. Vuelve a casa, pan
perdido. Después a lo largo de mis días yo cruzaba la calle paralela a Santiago
Ruiseñol centro de mis últimos días laborales, y recibía el saludo de los
poetas muertos: Alberti, Rosales, Gerardo Diego, Altolaguirre, Lorca Celaya.
Sobre las tapias montaba guardia como un serviola de proa vigilando las
trincheras de la gran batalla de Madrid. Fue el cenáculo de los poetas muertos
una sucursal de la
Residencia de estudiantes.
Belintonia fue el alma Mater de
la generación del 27. Una generación literaria que nació del encuentro entre Vicente
Aleixandre y Merlo que estudiaba para ingeniero y Dámaso Alonso y Fernández de
las Redondas recién licenciado en Románicas. Ambos nacidos el mismo año de
1898. De este encuentro en el veraniego pueblo abulense en 1917 se acordó preparar
el centenario de Góngora. De esta forma nació la generación del 27 vía libre a
los modernistas. Las nuevas generaciones pedían paso. La poesía del sevillano
Aleixandre poesía pura versos para los entendidos y las elites asume los poderes
de un movimiento literario en el cual él figura. Un hombre elegante y afable
valetudinario con una tuberculosis de riñón que le obligó a guardar reposo.
Escribía en la cama y en el dormitorio recibía a sus amigos. Compré en la Espasa Calpe un ejemplar de “Ámbito” fui incapaz de terminarlo. Yo no
entendía pero algo debería de llevar el agua cuando la bendicen. La crítica se
hizo lenguas de este texto tan literario como inasequible. Su autor fue
deificado por los que aseguran conocer los secretos de la poesía pura y a mí,
pecador de mí, nada me decían estas líneas de trazado libre que eran una
versión en literatura del arte pictórico de Picasso.
A Dámaso Alonso lo conocí en la Facultad de Filosofía y
Letras, un catedrático cansado a punto de de jubilarse una caña de vino
perronero en la mano. Un destino misterioso me amarró al duro banco de esa
galera turquesa que es la literatura y aquel viejecito de la cara redonda metiéndose
trancazos de tintorro para conjurar su
desaliento y su melancolía: carmina aurum
non dabunt. Estos lingotazos hacían al catedrático que más sabía sobre
literatura española un hombre simpático y locuaz que bajaba a beber con los
estudiantes.
El maestro andaba muy preocupado
por vender su biblioteca no sabía qué hacer con sus libros de toda la vida en
los que había invertido todo su peculio — era un experto en el sublime Góngora—.
Comprendí mi entelequia escrita en su pensamiento. Madrid era una ciudad
poblada de un millón de cadáveres. Fue el verso del viejo profesor el mejor
poema de los modernistas. Hoy sin Aleixandre, sin Lorca, sin Miguel Hernández,
sin Pedro Salinas, las cosas fueron a
peor. No hay más que escuchar la verborrea de los políticos.
Ellos nos hablan desde otra
galaxia. A mí por lo visto el ciprés de Belintonia sigue siendo un faro que me
alumbra. Soy un poeta contra todos. La casa que estaba junto al viejo estadio
Metropolitano hoy existe. Lugar afable locus
amoenus por el cual seguiré hasta que Dios me llame dando vueltas. Girando
y girando como un desterrado en torno a estos enclaves que guardan el secreto
de mis dioses familiares. Hay ciertas zonas de Madrid como el Retiro quizás sea
porque allí está el monumento al diablo que me atraen pero otras como Moncloa,
Cuatro Caminos, Atocha, o la cuesta de Moyano que me atraen y esa casa que hace
esquina al borde de las Facultades ejercen un influjo magnético. Quizás sea
porque caminé por la existencia mirando para el imán de una estrella polar que
no existe sino en mi cerebro.
Lunes, 13 de febrero de 2017