MEDITACIÓN ANTE EL ENTIERRO DEL CONDE ORGAZ.
“Tal galardón recibe quien a
Dios y a sus santos sirve”. Esta frase murmurada entre dientes por los prestes
que oficiaban las exequias (san Agustín revestido de capa pluvial y mitra
episcopal, y san Esteban con la dalmática diaconal, se ofrece para poner música de fondo a la
escena que da marco al entierro del conde Orgaz, lienzo donde se estampa con
auténtica veracidad una de las páginas más realistas de la historia de España.
Más que un cuadro, es un
mundo y un teatro de costumbres.
El Greco, lo mismo que
Velázquez, o Goya es pintor poco decorativo. Todos se dirigen a lo esencial.
Van buscando el alma de las cosas y su arte es el arte de la síntesis. Con
tales mimbres que servirán de materia prima de lo sublime [una leyenda local,
consistente en las mandas que dejara a una iglesia de la ciudad, la de santo
Tomé: unas cántaras de vino, varias cargas de leña, tres hogazas de pan. Diez
bodigos para los pobres, y algunas monedas para misas gregorianas] se enhebra el
enternecedor milagro. El Greco pinta la muerte de una forma cotidiana y sin
dramatismo. Los pinceles reflejan la serenidad de un entierro cristiano. No se muere totalmente para los
que creen en el Más Allá.
Existe, de más de eso, una
gran familiaridad con la muerte, de acuerdo con la mentalidad de la propia
época, y la necrofilia de una monarquía como la de Carlos V quien en los
últimos años de su vida en Yuste gustaba de asistir a la celebración de sus
propias exequias, sin que el gesto tuviera nada de macabro; antes bien, se veía
como lo más natural del mundo.
Allí estuvo, nada más y nada
menos que fr. Bartolomé Carranza, dominico, que luego sería primado de Toledo
durante un año hasta que le echasen mano en Torrelaguna los corchetes del Santo
Oficio, incriminado por herejía a causa de un cierto catecismo que había dado a
la estampa en Flandes y por sus conexiones - una pura calumnia- con Carlos de
Seso, el fautor del luteranismo en España, un italiano que estaba en posesión
de la vara de la autoridad, como corregidor en Toro, y los conventículos
reformistas de Sevilla y Valladolid.
Eran los tiempos recios a los que alude santa Teresa en sus escritos
elípticos, y los difficilia habemus
témpora de Luis Vives. Toda esa reciedumbre, esa tortura de una época
cuando temas como la existencia del purgatorio y la teología de la
justificación por la fe eran de tanto monto, pues hasta las verduleras en
Covent Garden y en Zocodover, duchas e teología, debatían con tanto ahínco esos
temas como ahora lo hacen nuestros contertulios de la radio sobre la guerra en
el Golfo Pérsico, el sexo con garantías o la violencia de género, sujeto muy
del agrado de los articulistas en sus coloquios tribunicios.
Al socaire de estas cuestiones sobre la vida futura, el fin del hombre,
sus relaciones con la divinidad, plasmadas en las fimbrias de esas casullas
que, con exquisito gusto, dibuja el Greco. Era una apasionado de la liturgia
coral como buen griego. Había aprendido
el trabajo de los pintores de iconos.
En su obra los cuerpos pierden peso para alzarse hacia arriba, la mirada
transfigurada, los espíritus. Son en él recios los trazos, espectaculares las
caras iluminadas por una luz que emana de adentro.
Parece extraño que en tiempo tan iconoclasta como el nuestro pueda ser
entendida y admirada la iconodulía del Cretense, que, a contrapelo de sus
delicadezas y exquisiteces formales del pudibundo recato en que va a caer la
sociedad de su tiempo, sabe interpretar en sus briosos desnudos las donosuras
del cuerpo. Esos fornidos legionarios romanos de la Legión Tebana o del
martirio de San Mauricio
El candiota vive este tiempo 1541- 1614 a caballo de los reinados de
Carlos V y de Felipe II. Es contemporáneo del concilio de Trento. Ahora se
trata de relacionar su pintura con el modernismo. Incluso, con motivo de su
exposición en la National Gallery, se ha propalado la nueva de que su “Visión
del Apocalipsis” inspirara a las “Señoritas de Aviñón”. Ya es mucho pedir pero
todo lo que sube el Greco de cotización va en desdoro y menoscabo de la de
Velázquez. Y eso, tampoco. Vaya lo uno por lo otro pero esta prelación del
chipriota con respecto al sevillano quizá tenga que ver con los tiempos que
corren, más relacionados con las angustias y torturas, la luz fantasmal y los
desnudos deformes y hasta homo, que con la placidez de don Diego que no se
busca complicaciones mentales, escaso
dramatismo, en su pintura.
Al fin y al cabo era pintor de
corte, una aspiración que Domenico no alcanzara nunca porque sus desgarradas
visiones no encontraron plácida acogida en la retina del monarca, y mira que
Felipe II era un experto en el Arte de Apeles. Pero el rey no llegó a entender
al griego, que se adelantó a su tiempo.
Y no es reivindicado hasta los románticos del siglo XIX. Es sólo a
principios de 1900 cuando empieza a ser conocido y hablar los críticos de su
peculiar macropía que le hacen ver,
por defecto de visión, caras alargadas a través de un mundo irreal.
Que dos bienaventurados
ausentándose por unos instantes del paraíso bajasen a Toledo, la capital del
imperio([1]),
para dar sepultura a un difunto, entra dentro de esa cotidianidad ante la
presencia de la muerte según la mentalidad de entonces. Tratábase de un noble y
cristiano caballero, hidalgo toledano: el conde Orgaz.
Y se concibe como un hecho
corriente y moliente esta intervención celestial: que bajasen los ángeles y los
santos a recibirle en la eterna morada.
En el Greco hay algo de órfico;
la pintura se hace música y es imposible entenderla sin el
acompañamiento de esa gran polifonía, como reverberando en el fondo, que
engozna sus composiciones. No hay que perder de vista este carácter que tienen
sus cuadros de troparios o himnos
litúrgicos de la melodía bizantina.
El pintor en este cuadro, que supone el triunfo de la misericordia y del
amor, esenciales al cristianismo, pinta dos cuadros; el superior y el inferior.
Los cielos y la tierra se dan cita en el acontecimiento. Ambos planos son
estancos y, para bien, o para mal no llegarán nunca a juntarse.
Paradójicamente el plano
terrenal gana la batalla al celestial. El Greco pinta las cosas como son o
debían ser según los cánones del ideal platónico pero se cohíbe ante los
tremendismos y las ficciones de lo ultraterreno. En eso se parece a Velázquez,
quien tampoco sabe pintar a los dioses. Y hasta supo reírse dellos como
demuestran su fragua de Vulcano y el Baco figurativo. Uno y otro, empero, saben
dislocar el dibujo para transmitir el movimiento de las cosas, dando espíritu al leño y vida al lino,
que diría Góngora.
En el Entierro lo que está arriba es inferior en calidad a lo que está
abajo. Es mucho más desdibujado e imperfecto. Pues para él lo que acontece de
tejas abajo es mucho más importante. Sin
embargo, la moderna crítica (me refiero
a un artículo de John Updike) dice que es al revés. Todas una galería de
rostros comparece haciendo corro ante los dos insignes fosores quienes sujetan
por los sobacos y las piernas al difunto amortajado con toda la regalía. ¡Cómo
brillan los aceros de su armadura!
A la vista está que por una vez el espacio tridimensional gana la
batalla al tiempo continuo. Los ojos posan ante todos y cada uno de los
asistentes al duelo. Afloran una serie de personajes que, tristes y enlutados,
hacen rueda de respeto. Muy engolados, y melancólicos pero serenos.
El blanco de sus gorgueras rizadas contrasta con el negro de sus
tiesos jubones. En la capa llevan algunos bordados la cruz de la Orden de
Santiago. Admirable es la técnica de paños mojados, que acentúa la
trasparencia, con la que está bordado el sobrepelliz de uno de los oficiantes,
mientras un franciscano y un dominico rezan los responsos, y un monaguillo, el
hijo del propio Doménicos Theotocopoulos, Jorge Manuel, mira “para la cámara”.
Hay un cierto exacerbamiento de la silueta a lo que se une el proverbial estrabismo
estético de este autor. La vida no es más que un perenne destello.
Hace de preste oficiante don Diego de Covarrubias. En la pechera de la
pañosa de los circunstantes se borda la cruz colorada de los maestres de
Santiago. Ni que decir tiene que estamos entre caballeros.
¿Podrá haber en el mundo algo más melancólico que un entierro? Los dos frailes explican a la posterioridad
el augusto suceso sin parar mientes en lo que acontece sobre sus cabezas,
puesto que, ya va dicho, el Greco, pese a ser un pintor virgíneo, lo es más de
la tierra que de los cielos.
Toda su vida fue una ascensión incandescente hacia ese plano superior,
fue un regusto por la quimera. Plasma el maestro con mayor acierto el cielo en
la tierra que al revés, pues su realismo no le permite transubstanciar lo que
sus ojos, poros del alma, no visualizan.
De esta manera el ángel de la guarda llevando al cielo el alma del
conde Orgaz, representada en la forma de un niño, es mucho menos creíble que
las caras de los caballeros que asisten impertérritos al desarrollo del
milagro. No cabe cosa tan extraordinaria en medio de un hecho paranormal.
Tanta familiaridad ante lo que es poco consuetudinario resulta
francamente portentosa como si los circunstantes estuvieran habituados a vivir
con el prodigio. Ninguno de ellos muestra ni sorpresa ante la presencia de los
dos santos bajados del cielo para hacer las veces de enterradores. Estos son
dos aparecidos y, sin embargo, su aspecto no puede ser más real. Acaban de
irrumpir en escena un anciano obispo y un joven misacantano. Sosegaos.
Aquí el artista está trasladando al lienzo la España de Felipe II en
plena apoteosis de una ciudad: Toledo. El pintor, que borda primorosamente las
fimbrias de sus ornamentos, pues ni la capa pluvial de san Agustín ni la
dalmática del primer diácono dan pasmos, tampoco se sobresalta al narrar los
acontecimientos. La piedad melancólica es el hilo conductor del suceso narrado
con toda la majestad pero sin drama. El Greco es el pintor del catolicismo
universal al que aspiró España en su siglo de oro, en el que cupieran bajo la
vara de Cristo sin exclusiones nacionalistas o chovinismos todos los pueblos.
No puede haber entonces pintor más insigne de la ortodoxia. Que dos santos
bajen del cielo para dar sepultura a un caballero que era legatario de esos
ideales de universalidad nada tiene de extraño.
La sociedad española a la sazón estaba acostumbrada a vivir con el
milagro. El Entierro es la faz emblemática de todo aquel pensamiento. Ni ante
la vida ni ante la muerte un hidalgo español ha de perder la compostura. Dicen
que el enlosado de Santo Tomé, al recibir la visita de los dos santos, se llenó
de fragancias celestiales pese a lo cual todos los que asistían a la ceremonia
permanecieron impertérritos.
Entre los figurantes estaban don Juan de Austria, Góngora, los
hermanos Covarruvias, el hijo del artista y el propio Greco que deja su firma
estampada en griego en los vuelos del pañuelo de uno de los personajes, cabe la
hopalanda.
No es un cuadro lo que pinta, sino una idea, un estado de ánimo. Estos
caballeros, que se apiñan circunspectos con sus rostros ligeramente buidos por
la tristeza colmada de serenidad asisten ensimismados al portento. Héticos,
silentes, con una punta de desequilibrio en el mirar. ¿Para dónde miran esos
ojos que parece que están viendo lo que acontece más allá?
Los personajes que retrata este mural bien pudieran ser alguno de
aquellos hidalgos que vagaban por la Imperial Ciudad arriba y abajo de
Zocodover y que, para disimular el hambre, publicando que habían comido,
salpicaban la barba de unas migajas de pan. Almas ardientes embutidas en
estómagos vacíos vivían una segunda vida interior de absoluta indiferencia
frente a las cosas de este mundo. El autor se desentiende de su obra y el Greco
tiene poco que ver con esta austeridad.
Sus biógrafos afirman que, gracias a sus cuadros, nadó en la
abundancia y se condujo munificente como
Creso en una Toledo empobrecida y demacrada pese a ser la corte
imperial.
Es el pintor de cámara de la “dives toledana”[i]
llevando una existencia regalada en aquel palacio de alquiler, que contaba con
veinticuatro estancias, propiedad del quiromántico marqués de Villena, del que
decían las crónicas que ni palabra mala ni obra buena. El tren de vida y la
fastuosidad del candiota, que ganó muchos ducados con el arte de Apeles, casan
poco con la frugalidad de los personajes
a los que traslada al lienzo. Todo arte emboza ya de por sí una contradicción.
Aunque el Greco se asimiló plenamente a las costumbres y al espíritu
de Toledo, identificándose con él, vivía como un veneciano. Incluso, contrataba
músicos para que le amenizasen las comidas. Insistimos: la música es muy
importante en la pintura solemne y celeste de este genio del cristianismo.
No hay según eso una identidad plena entre retratista y retratados. Su
forma de pintar es una manera diferente de entender el mundo, a través de esos
semblantes con traza de llama, dotados de un singular dramatismo escénico.
El estrabismo estético del autor les confirma una alargadera que
algunos atribuyen a determinado defecto óptico del propio Theotocopoulos quien,
según referencias, en los últimos años de su vida cayó en la locura. Pero tal
extremo no ha podido ser probado y
contiende con la envergadura de este griego trasterrado y trastornado por
Castilla, que pintó Toledo como un verdadero sueño lunar bajo una luz lívida de
ocres. Parece ser que la tesis sobre la enajenación mental del Greco se
sustenta por el hecho de haber pasado por la casa de locos del hospital del
Nuncio, de donde extrae los modelos para perfilar sus doce cuadros sobre el
apostolado, cuadros conservados todos ello en el monasterio de las Pelayas de
Oviedo.
El Greco es un pintor de las almas y en todo alma hay un eco del
infinito que se plasma en un cierto grado de enajenación.
Tuvo infinidad de detractores. El más insigne fue el propio Felipe II,
todo un conocedor, y, en lides pictóricas, peritísimo, pero que nunca llegó a
entender su manejo de los colores. Tuvo un pleito con el cabildo de Toledo
porque en el Expolio, inicio de la pintura de la edad moderna, se resiste a
pintar a las tres marías a longe,
como nos relata el Evangelio. De hecho,
el propio monarca, que entendía de pintura, pero de gustos absolutamente
convencionales, que no le permitía entender ni su estrabismo ni su tendencia a
descoyuntar las figuras, como tampoco el áspero colorido con que formula las
escenas de sus personajes atormentados - el Greco es una sabia combinación de
lo ponderado y de lo desmedido-, mandó que fuese colgado en la sacristía del
Escorial el famoso martirio de san
Mauricio y la Legión Tebana encargando otro lienzo sobre el mismo tema y del
que ahora apenas se habla a un tal Cincinatti.
Este fracaso yuguló las aspiraciones del candiota a convertirse en
pintor de cámara.
Pero él, pintor de eternidades, nunca podría ser un pintor de cámara
al uso. No han comprendido sus detractores que era un pintor de eternidades. Su
obra permaneció minusvalorada sin un reconocimiento categórico hasta bien
entrado el siglo XX.
Domínicos Theotocopoulos ( lit. El muy hijo de la madre de Dios)
nacido en Candía en 1541 hace honor al título de su apellido. Rompe con los
moldes clásicos y ya en Castilla abjura de su romanismo y de su helenismo para
erguirse en portavoz del tétrico y a la vez sereno misticismo hispano. En su
obra se presenta una antinomia entre lo real y lo ideal. Y pinta a base de
crueles borrones impresionistas, muy poco convencionales pero que son de un
gran efecto sobre todo en los paisajes de Toledo bajo la luna, cuando la luz
circunfleja y espectral se derrama hasta derrumbarse sobre lo gollizos y
cuchillares del Tajo.
El Greco es poesía marial, el triunfo del bien sobre las fuerzas
oscuras. Manuel B. Cossío, su indiscutible biógrafo, señala que en el Expolio
nace la pintura moderna. Hay en él un exacerbamiento de la silueta, por lo que
resulta uno de los tres grandes retratistas de todos los tiempos junto a
Leonardo y Velázquez.
Exegeta de los paraísos perdidos viene de la filocalía de los
bizantinos. Es su obra de un platonismo excéntrico y de un cristianismo
melancólico. El Greco en España se
desentiende de sus maestros venecianos y queda transfijo ante los iconos
fanariotas que lo vieron nacer. El resultado de esta mezcla de sangres es algo
profundamente español: sus cuadros se entienden mejor mientras se escucha en
lontananza a los coros del monte Athos. Carece por ejemplo de la desesperación
y pathos del arte protestante. De Rembrandt pongamos por caso. Desconoce,
asimismo, las estridencias de los bufones. Es un arte enteramente aristócrata,
pero de un exotismo criollo, por lo de mezcla de credos, cuasi abrasador. Hasta
en los locos del Apostolado se deja traslucir un poso de cordura. Supo pintar a
los locos de Cristo.
El Caballero de la Mano en el Pecho y el busto de san Juan de Ávila
refrendan ese supuesto. Arte incorrecto que rezuma corrección. Pinta las
esencias, va al grano. Por eso se denomina pintor de pintores. De la vida del
greco-chipriota poco es lo que se sabe. Que provenía de una familia de recia
estirpe cristiana que huyó de Constantinopla el año de la invasión de los
turcos, 1453. Que antes de afincarse en Toledo, donde se casó y tuvo un hijo,
Jorge Manuel, anduvo por Italia aprendiendo dibujo del Tizziano y de Rafael.
Que supo transmitir al lienzo toda la carga de grandeza del alma de Castilla.
Que tuvo muchos pleitos con el cabildo de la catedral, o con la dirección del Hospital de Illescas
por cuestiones que no hacen al caso y que murió en Toledo en 1616.
[i].Dives toletana, sancta
ovetensis, pulcra leonina, fortis salamantina, ebúrnea burgalensis. Un adagio
que se atribuía en la España medieval a a las antiguas catedrales.