TALAVERA. FERNANDO DE ROJAS. LA
CELESTINA
“Por la Ascensión cerezas en Oviedo, y
rosas en León”. Me largo en mi automóvil pa Talavera. El campo está encendido
de flor y Castilla la Nueva, hermosa más que una novia. ¡Qué bella es España y
más bella sería sin tanto político, sin busto parlante asomando la gaita por la
pantalla del receptor de informativos que sólo dan malas noticias y asuntos que
nos descabalgan, atemorizan y enajenan!
Larga
se desliza la carretera llana, dejamos a mano derecha los vértices
tumulares del sistema ibérico… todavía nieve a las cumbres de Gredos.
Desde la lejanía me saluda con su
birrete cano, a causa de los hielos perpetuos, el Pico Almanzor (4000 m.)
Talavera, umbría fértil, verde valle,
presenta algunos lugares amurallados a la vera de un sotillo como Oropesa donde
se santificó el Beato Orozco agustino y tenía abierta una gran Casa la Compañía
de Jesús porque desde dicho convento reclutaban a los misioneros que enviaba el
Padre General de misioneros a las colonias portuguesas.
Lisboa era todavía española.
Esta es tierra de conversos. Santa
Teresa visitaba con frecuencia Talavera donde tenía parientes que allí se
refugiaron huyendo de la peste inquisidora.
Marcho al encuentro de Fernando de
Rojas.
Acabo yo de leer su inmenso drama La
Celestina escrita en el buen romance de cristianos nuevos que mezclaban el
hebreo con el árabe y el latín y eran muy refraneros. Tambien mi querida Santa
abulense patrona nuestra (Santiago y cierra a España me queda un poco a
trasmano) era muy dada a los aforismos de corte popular y que se han instalado
en el idioma hasta el día de hoy —lean mis lectores el libro que voy a
publicar: Teresa la judía conversa
parece que Dios me lo acaba de inspirar—, verbigracia: “entre los pucheros anda
el Señor”, “A Dios rogando y con el mazo dando”, “muero porque no muero”, “la
vida es una mala noche en una mala posada”, etc.
Que de mesones y de agrios mesoneros
moriscos, de carros y de carretas, servía un rato la impávida sierva de Dios.
Todo este acervo paremiológico le viene a la prosa castellana de los cristianos
nuevos que eran muy gnómicos y sentenciosos por haber aprendido gramática parda
en la lectura del Viejo Testamento y el Talmud.
España es el país del quijote y también
de celestina. Realista y soñador y ahí nos las den todas. A don Quijote nos lo
representan nuestros santos de la raza, nuestros conquistadores, algunos
cuadrilleros de la guerra de la Independencia. A las celestinas nuestras
comadres, nuestras queridas y comprensivas damas del amor furibundo y de pago.
Esas celestinas ofician ahora ante las
cámaras de la televisión, pero no nos pongamos a predicarlas que la cosa no
tiene arreglo ni enmienda del oficio más viejo del mundo.
Fernando de Rojas es el creador de ese
carácter nacional. La Celestina es el envés de Don Quijote. De Tragicomedia de
Calixto y Melibea decía Cervantes: “libro
divino si encubriera más lo humano”. La obra es patrimonio de la humanidad
pues trajo una nueva concepción de la vida y el amor. Hasta 1515, cuando la
escribe su autor, la mujer era considerada objeto de placer sexual y de
doméstica de las labores del hogar, paridora y sometida al varón. Mero acto
fisiológico. Calixto al tirarse desde una almena por su dulce Melibea demuestra
que el amor es más importante que la vida incluso la muerte, aunque el tema no
le perteneciera como original suyo; extrajolo de los dos amantes de Verona:
Romeo y Julieta. Es el valor divino de lo humano.
Teresa como buena conversa trata de liberarla
de esa esclavitud, trocándola en esposa del Amor de Xto.
Fernando de Rojas había nacido en la Puebla
de Montalbán (todas las pueblas creadas por Alfonso X el Sabio durante la
reconquista acogen a cristianos nuevos y tambien en las cinco polas asturianas
más la Pola de Gordón leonesa, quedan restos de costumbres hebreas).
Era hijo de padre judío, Garci González Ponce
de Rojas, y de Catalina de Rojas, cristiana vieja. Estudió en Salamanca leyes y
casó con Leonor Álvarez, tambien conversa y de la Puebla de Montalbán.
Ejerciendo en Talavera como abogado. Ocupó el cargo de corregidor.
De su biografía poco más se sabe, al igual
que de la mayor parte de los varones más preclaros que dio Castilla al mundo.
Falleció en 1541 y está enterrado en el
convento talaverano de la Madre de Dios.
Parece ser que era bibliómano, como yo,
apasionado de la lectura y legó en las mandas testamentarias toda su biblioteca
a su mujer.
La sombra del gran dramaturgo se me
antoja que me acecha este jueves de la Ascensión por las calles estrechas y
enjalbegadas de Talavera de la Reina. Tres jueves hay en el año que relucen más
que el sol: Jueves Santo, Corpus Christi y el Día de la Ascensión.
Se siente llegar -que algo refresca- la
brisa húmeda del Tajo, allí donde columbró sus ninfas Garcilaso, mientras suben
las brumas del Alberche, que se funde por la talaverana campiña con el Padre de
los Ríos de España: Río Tajo.
Su nombre tiene que ver con el marfil muy
apreciado por los césares al igual que la púrpura (ebora) de tantos asentamientos romanos: Ebora la portuguesa o York la
británica (Eboracum) pero los historiadores encuentran en su toponimia el
sufijo briga (fortín.) Unos decían
que sí y otros decían que no y nosotros que qué sé yo. Cesarbriga la denomina
Tito Livio y para los moros es Talabayra. Celebre por su cerámica y por su
afición a la tauromaquia (un toro en la plaza de Talavera dio muerte a
Joselito) y tambien por su heroísmo en la guerra de la Independecia.
Wellington derrotó aquí a Napoleón. En verdad
su victoria quedó oscurecida por las barbaridades de la tropa que saqueó la ciudad. Con lo que el nombre del
gran general británico quedó empañado al declinar su heroísmo en el pillaje, la
pecorea, y la violación de talaveranas. Es lo que hace siempre la soldadesca.
Por acá se ven muchos rubios, debe de ser la herencia genética de los ingleses.
Es, al menos, lo que dicen los anales.
En un merendero cabe la ermita de la Virgen
del Prado mi señora y yo hinchamos a
comer chuletas y a trasegar el vinillo de la tierra que es áspero y cordial.
Levanta el ánimo como me lo levantó siempre Celestina, esa puta vieja, alma de
los refranes, con sus devaneos empapados de vieja sabiduría conversa.