2016-11-13

Homenaje a Tomas Salvador


        ALUCHE O EL VIEJO YUDO ASTUR LEONÉS
por antonio parra
Muchos madrileños habrán tomado el suburbano hasta Aluche, la estación pasado los Carabancheles en la linde con Campamento. Muy pocos, empero, sabrán lo que significa ese término que designa a una de las estaciones más populares de nuestras barriadas  allende la Casa Campo. Quiere decir en las provincias de Asturias y Santander pelea. Quizá allí donde desde tiempo inmemorial estuvo  instalada la fuerza de asiento que guarnecía la Capital hubiese  corrales - algo así como nuestros modernos polideportivos pero mucho más rudimentarios e incómodos- habilitados para la práctica de este deporte cuya ascendencia se remonta a tradiciones y costumbres mozárabes.
Era una diversión popular que solía tener por marco las parvas de las eras, pasado verano, junto a las trojes o en el mullido pasto de una dehesa boyal o boal (en Asturias), al objeto de que la caída de uno de los contrincantes, al que se debía trabar por el cinto de cuero y reducirle con una de las muchas llaves de este juego[1],  tan complicado como antañón, pues revierte a la lucha grecorromana, amortiguase el golpe, al dar en blando, sobre la paja o sobre la hierba.
 El aluche es el yudo leonés, lid competitiva en la cual medían sus fuerzas y probaban músculo desde el tiempo de los visigodos los mozos del antiguo reino leonés, antes de alistarse como mesnaderos. Alfonso III el Magno, el monarca que trasladó la capital de Oviedo hasta León, era muy aficionado a él y grandes torneos de esta viril pugna se celebraran bajo su mandato a lo largo y a lo ancho de su jurisdicción: ciudades,  villas y pueblos de aquellos reinos, desde el valle del Buelna hasta las rías del Sil y del Eo, en toda la cornisa cantábrica, particularmente, en la fiesta de san Froilán, a primeros de octubre.
 Ese día lo celebraban por todo lo alto las merindades. Se distinguían por el interés que despertaban las competiciones que se desarrollaban extramuros de las murallas de Lugo y en el ejido del Boñar. Coincidían con las fiestas de la recolección, según una vieja costumbre céltica (haerfest, harvest o herbst) simbolizada por Hera, la esposa y hermana de Zeus[2], Ceres romana o la gran Deméter griega, por otros nombres, símbolo del matrimonio, de lo que nace y lo que muere. De la vida misma.


 Los púgiles vencedores eran coronados con ramo de laurel o gratificados en especie con algún fruto de la tierra, el grano ya metido en la panera y la uva en los lagares o a punto de ser vendimiada. Estos gladiadores incruentos utilizaban por tatami un cuadrilátero enmarcado por hitos de los que ninguno de los contrincantes podía ser desplazado ni desplazar al contrario en las eras a pie enjuto. Los que se presentaban a la lid con abarcas o en alpargatas que se llamaban crépidas quedaban descalificados. La antigua lucha leonesa, lo más parecido al judo, pero con otras técnicas y no con tanta cortesía, proscribía los golpes bajos, las zurras de castigo disimuladas, puñadas y patadas. Era falta atentar contra el cuello y los genitales. Unas buenas caderas hacían falta para practicar aluche, tobillos recios y agilidad felina para evitar que el otro te agarrara por los cuadriles y te tumbara. En el mencionado ejercicio se adiestraban los mozos que habrían de engrosar las levas contra el sarraceno. Fue durante muchos siglos junto con la petanca, el chito y los bolos, deporte nacional, entretenimiento favorito de nobles y plebeyos.
A los contendientes se les llamaba “moricos” pues muchos no habían sido bautizados, o bien porque eran de corta edad, o porque procedían de otras etnias, hubieren capitulado de su religión, o fuesen mercenarios. Hay sitios como algunos lugares de Segovia, Valladolid y Palencia donde se llama todavía moritos a los niños que no han recibido las aguas crismales.
  Muchos eran imbeles o adolescentes y no habían entrado en quintas. Con edades oscilando entre los catorce y los veintidós años. Su practica les afianzaba en las técnicas del cuerpo a cuerpo. Y curtía sus espíritus para la brega de la existencia. Estos luchadores nutrían las vanguardias de las tropas de asalto y fueron base medular de la famosa infantería española que debió sus éxitos en Flandes a estos soldados entrenados en las habilidades de la antigua lucha greco romana. Una hija mía, Henar, buena judoka, refiere que a “las de León” nadie las derriba, pues son duras de pelear. Deben de ser los genes. Un deporte practicado durante generaciones sin parar crea una predisposición ingénita en los que lo ejecutan, asegurándose de esa manera una buena cantera de duchos gimnastas.
 Desde la colonización de Cesar era la competición favorita en la España Citerior y Ulterior, en un arco de distancia que comprende desde el Señorío de Treviño y Vizcaya (también los vascos conservan las costumbres célticas) a la Ría de Arosa, y desde Tarragona hasta Coimbra. En la arena los púgiles leoneses despuntaban por su superioridad técnica. Llaves que levantaban en vilo. Placajes capaces de desriñonar al oponente. El aluche era atávico patrimonio de la estirpe. Muchos de los que lo cultivaban acababan en Roma de gladiadores divirtiendo a la plebe con su pericia circense en el foso del Coliseo.


 De continuo, tuvieron fama los “butuarii” que manejaban en los juegos públicos la espada con los ojos vendados y repartían mandobles de ciego; los “andábatas” o suplentes que opugnaban, -macabra costumbre recordatoria de soltar a los sobreros de nuestros ruedos en sustitución del que había muerto o no habían dado juego-, siendo sacrificados ipso facto y córam populo por los viruleros.
Los “sectores” de la Legio VII saltaban al albero ensangrentado con una idea fija: segarle al rival el penacho de plumas que lucían en el yelmo. De Emérita Augusta viniera toda una escuela gladiatoria que se caracterizaba la habilidad y contundencia con que esgrimían el cestus[3](una especie de puño de hierro forrado con arena o con piedras por dentro).
Esta región no solamente fue reserva de espadachines y de jinetes o desultores que hacían las delicias del público asistente los anfiteatros durante el imperio, sino que también nutrió los lábaros y estandartes de las legiones  cesaristas con los famosos milites, vélites y équites que se distribuían a su vez en escuadras, manípulos y cohortes bajo las banderas imperiales.
 Contribuyó a la gloria de Roma con algunos de sus más insignes emperadores que nacieron aquí: Galba, Tiberio, Trajano. De hecho León debe su nombre a una de éstas. España es apasionada. Al principio, impermeable a la romanización, y renuente a aceptar la férula romana. Más tarde, entusiasmada con el proyecto latino, se fundiría con el estilo de vida y la forma de pensar de sus invasores. ¿La afición a los toros en estas tierras donde de largo se viene rindiendo culto a Minotauro no será un atavismo del “panem et circenses” que pedía el populacho tras el Tíber a sus gobernantes? ¿La devoción a las imágenes y las medallas no nos vendrá dado del politeísmo del Lacio, tan variado como fetichista? ¿Ese apego a la familia y al terruño, por último, no será un bagaje reminiscente de todo aquel acerbo de creencias cristianizadas?
Para cada ocasión y para necesidad ellos tenían un dios preciso. En torno a los gladiadores y púgiles de aluche surgían bandos. Unos eran de Indibil. Otros, de Mandonio. Los de más allá de Ursus el Hispanus.  Surgieron las consabidas peñas como las de Joselito y Belmonte.  Tal discrepancia de gustos forma parte de la enjundia del talante ibérico.
 El vulgo quiere olvidarse de la realidad, con frecuencia ingrata que le circunda, mediante la asistencia a las carreras y espectáculos y cuando se ve en un apuro se encomienda a alguna de las deidades asignadas.
Sin deporte no hay progreso. El aluche curtía no sólo los miembros del cuerpo sino que a la vez templaba y curtía el espíritu. Roma, madre de pueblos, que tenía en la inefable Hispania su granero y su almazara de suministro frumentario. León fue un puesto significativo y un hito importante en la ruta del itinerario de Antonino que conectaba las Galias con la Lusitania y la Tarraconense.


La calzada se dividía en jornadas correspondientes a otras tantas  mansiones o centros de avituallamiento distantes unas de otra a unos cuarenta kilómetros que era lo que solía recorrer un cuerpo de ejército con su impedimenta a las costillas en un día.  A razón de un millar de pasos, o lo que es lo mismo 6666 varas que suman, a su vez, diez leguas de posta. Todavía puede admirarse esa pasión romana por la linea recta en los encachados de algunas estradas como la que asciende serpeando por el Puerto del Pico, Ávila.
 Las lajas de su pavimento que aun resisten los siglos se cansaron de oír rodar las ruedas de los “plaustra”[4] o el ajetreo de los bueyes y jumentos uncido al yugo de las bigas y fueron testigo del estruendo de los carromatos soporte de las helépolis de asalto y otras  máquinas de guerra, del crujido de los cascos de los caballos o el paso firme de las botas de los soldados, los vivanderos y los acemileros y escoltas de las tropas de refresco. En las conducciones también venían elefantes y todo tipo de fieras que eran utilizadas en el asedio a las ciudades.
 Las mansiones o apeaderos se llamaban Mirobriga (Ciudad Rodrigo), Clunia, (Coruña del Conde), Lacobriga  (Carrión de los Condes), Septem Publica (Sepúlveda) Lancia, ciudad romana en Asturias cerca de la sierra de los Ancares (¿Tineo?), de la calzada de Antonino o itinerario regio, cuyas lajas vieron el paso de tantas legiones.  Este camino que  desembocaba en la Vía Apia era denominado en Roma el Trayecto de los Gladiadores de Hispania.
 Las más hermosas “parthenae” o muchachas que se paseaban por la catasta, luciendo  jeme y medidas diez en aquellos primitivos concursos de belleza o desfiles de modelos,  celebrados en la catasta[5] del Capitolio, según referencias de Plinio, eran las nubias egipcias, negras y elegantes como la reina de Saba, y  las “puellae Hispaniae”. Todo un precedente del ignominioso tributo de las Cien Doncellas reclamado por Almanzor.
 Eran llevadas a  Roma como botín de guerra y vendidas como preseas del deleite aunque pronto muchas de ellas alcanzaban la manumisión y se casaban con los propios amos que las habían comprado en aquellas almonedas de la carne a la cual eran demasiado aficionados los senadores.
La fama de la hermosura de estas adolescentes causaba asombro. Asimismo, la habilidad y fuerza de los combatientes de Clunia y los púgiles de Asturica Augusta (Astorga) se hicieron famosos en el hemiciclo del Coliseo.


 El aper o jabalí del Bierzo con su carne exquisita que era llevada a Roma en salazón fuera degustado como bocado suculento en los triclinios de Lúculo y nada se diga de los vinos de las riberas del Órbigo. Flamines y quirites se emborrachaban, pues lo tenían por costumbre con el “vinum hispánicum”, transportado hasta Ostia a bordo de las naves onerarias, en los figones y tabernas cerca del Foro allá por las fiestas sigilarias o las saturnales. “Temulentos que adementan” llama Plinio a los caldos de Oronia (Urueña, cerca de Rueda. Para un romano, de suyo muy aficionado a las libaciones en la crátera sagrada, esto de por sí constituye un piropo.
 El nombre de Hispania que iba y venía en los labios de los centuriones y decuriones de la Legio VII Gémina, Pía por otro nombre, suscitaba nostalgias y añoranzas en el Senado y el Pueblo Romano. ¿No dijo Pablo de Tarso que la vida milicia es? Ciertamente, pero hay que tomarla deportivamente como el aluche de los campeones bercianos. A este deporte lo llamaban pugna grecorromana pero es de León de pura cepa. Como el mismo san Froilán, patrono de todo su reino. Con una excepción, Zamora, donde protege en exclusiva san Atilano obispo y confesor. 
 
ANTONIO PARRA
                  2 de abril de 2002
 
 
 
 
NOTA PARA FRANCISCO VALCARCEL ROBLES:
EL DIRECTOR DEPORTIVO,
REAL FEDERACIÓN ESPAÑOLA DE JUDO,
CONSEJO SUPERIOR DE DEPORTES
CIUDAD UNIVERSITARIA,
MADRID
 
 Estimado amigo Y Compañero, soy el padre de dos judokas eximias, Henar Parra y Cristina Parra Tuya. Como testimonio de agradecimiento de lo que está haciendo la FEDERACIÓN DE JUDO por mis hijas, le envío este pequeño trabajo. Tal vez para Vds, expertos en la materias, tenga  algún interés. Soy periodista, aficionado a la historia, algo latinista, y algo de todo, y tengo mucha curiosidad por enterarme de este deporte el judo, que ha curtido las voluntades de mis hijas y les ha encarrilado hacia el futuro.
En cualquier caso, disculpen la osadía de enviarles este trabajo cuya redacción ha sido solaz para mí. Quizás me podrían facilitar alguna bibliografía sobre el viejo ALUCHE de nuestras tierras que tiene curiosas concomitancias con Judo.
Atentamente y con mi agradecimiento por sus desvelos.


Antonio PARRA GALINDO,
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Sr D. Fernando Ibáñez y Antonio Gibello
ACTUALIDAD MILITAR
26 de marzo de 2002
Muy respetables y entrañables colegas:
Me llega vuestra carta, tan puntual, y tan hermosa como todo lo que es noble y bello en esta augusta España, y de lo cual por desgracia va quedando poco. Pase lo que pase, no nos rendiremos.
La Guardia Civil, esa benemérita y sacrificada agrupación integrada por españoles de bien, nació para la defensa de las libertades. Ha tenido que servir a muchos amos y vertido la sangre de no pocos de sus hijos en defensa del bien común, sin pedir nada a cambio. Ni reclamar siquiera el oportuno agradecimiento, en su irrefragable voluntad de servicio, pues como decía, siempre tan tribunicio él y contundente en sus frases de tenor apodíctico, Emilio Castelar: “Amo la libertad por encima de todas las cosas pero si no puedo salir a la calle por falta de seguridad, ¡de qué me sirve!”.


Un estudio de su hermosa historia y de su sobresaliente  y limpia ejecutoria nos acercaría al epicentro de una de las claves del laberinto español.  En una nación tan apasionadamente maravillosa como es la nuestra y sujeta a tantos vuelcos y curvas de fricción, tanto sube y baja en el tobogán del diábolo patrio el Benemérito Instituto ha sostenido el tipo sin apenas merma de su aliento fundacional. Rectificaciones sí pero nunca cambalaches. Siempre garante de la paz. Al servicio del orden público. Con apenas medios viviendo en regímenes de comunidad en las casas cuartel, como una gran familia. Derrochando abnegación en aras de la libertad y el bienestar común. Polvo de los caminos en sus borceguíes, polvo de España en sus correajes. Mucha carretera y manta. La manta terciada naturalmente y el fusil al hombro cuando se va de patrulla y en suspensión - ¡cuanto pesara el chopo, Dios santo!-, si la salida es de correría. La pareja pintando con el perfil de sus tricornios el horizonte forma parte de  nuestro paisaje rural.
Siempre que paso por la Casa Cuartel de Soto de Luiña[6] en el concejo de Cudillero, Asturias, y saludo a la bandera que yergue su humilde mástil y la roja y gualda ondeando, un poco desmarrida e incluso desleída por sus bordes, a compás de los tiempos que corren, ferozmente regionalistas (las rachas huracanadas de furia independista se abaten sobre ella amenazando desgarrarla, jamás lo conseguirán, tente firme, trapo mío), pienso que el Duque de Ahumada era un verdadero  caballero andante.  Y la Guardia Civil es la última y mayor de las ordenes de caballería.
Tiene toda la sabiduría del Temple. La hospitalidad y espíritu de ayuda a los demás de Malta. La españolidad, señorío y alcurnia de la de Santiago o la de Calatrava. La disciplina y rigor en sus estatutos de la Teutónica. Ese espíritu monacal y de dedicación al servicio, que hace que los guardias civiles siendo los mejores hijos de nuestro pueblo y los vástagos de la riñonera de la cepa hispánica, no parezcan casi españoles. Por lo insobornables. Por lo cortés y lo sobrio. Y también por lo valiente.


 Apolítica y sin idearios estrictos, a no ser el reglamento y el Derecho Penal que algunos números del Cuerpo se saben al dedillo, tanto como el mejor juez, ha tenido que sacarles las castañas del fuego a los ricos, estando al servicio de gobiernos y regímenes de varia índole y color, pero también defender al pobre en más de una ocasión frente a los abusos y las prepotencias del poderoso, y siendo en todo caso garante de la unidad nacional que nos legaron los Reyes Católicos. En Casas Viejas tuvo que obedecer la orden de tiros a la barriga y en Labajos un oficial de Línea de la Comandancia de Villacastín ejecutar en la misma cuneta de la carretera a la salida del pueblo a uno de los mejores falangistas, Onésimo Redondo. Siempre el brazo de la ley. A las duras y a las maduras. Ni miñones, ni los forales de Valencia a los que llaman migueletes, ni los mozos de escuadra, han tenido esa visión de conjunto y global de lo que es España. Acaso la Guardia Civil la ama y la sirve como la conoce, aunque sin demasiadas alharacas ni aspavientos. Con ideas claras y sujetando en todo momento las emociones. Lo primero el rigor, el reglamento, a un lado el corazón, pero nadie como ellos ha sabido tener misericordia de los pobrecitos e incluso apiadarse de los delincuentes cuando tenía que hacer uno de sus servicios más ingratos, la cuerda de presos, que rememoraban la estampa de los galeotes camino de los puertos de la escuadra.
 Su fundador le dotó del espíritu de lucha contra el bandolerismo rampante y los abusos de la nobleza corrupta y prepotente del medievo. Fueron nuestros guardias los albaceas significados y gloriosos de los “manga verdes” de la Santa Hermandad, los que pacificaron el país al cabo de ocho siglos de reconquista. Y eso sin alharacas ni demasiados cuartos al pregonero. El cuerpo armado siempre estuvo en el punto de mira del odio de forajidos, ladrones, arrebatacapas, contrabandistas.
Sin embargo, la gente de bien al ver allá acercarse al tramontar una loma del camino a la Pareja respiraba con satisfacción. Los dos números fusil al hombro con sus tricornios charolados o forrados de lona, guardia rural  que velaba por la seguridad de nuestras aldeas en la España profunda haciendo los servicios más increíbles con la nieve llegandoles hasta los zaragüelles o el polvo  impregnando su borceguíes: busca y captura de parricidas y asesinos, guarda de fronteras, diversas misiones de salvamento y descubierta, a veces también cuerda de presos y conducciones carcelarias, un menester ingrato en que la compasión por el reo, con el que compartían las pocas vituallas que llevaban en la escarcela, el frío y la sed de las sendas de la hermosa España, no tendría que ser merma de las garantías de la misión encomendada: velar por su seguridad en el traslado hasta el próximo destacamento o presidio.
Esta estampa novelesca de la rueda en ruta bajo la custodia de los miembros de la Benemérita apareciendo como almas en pena por algún rincón del paisaje camino de Santoña, San Miguel de los Reyes de Valencia, Ocaña o el famoso penal de Santa María,  fue un tema atrayente y fuente de inspiración narrativa en el pasado. Lo abordaron con éxito grandes plumas: Eduardo Zamacois, Lera, Felipe Trigo, pero sobre todo y ante todo Tomás Salvador, el gran fabulador y prosista de la gran generación de escritores de postguerra, Tomás Salvador.


Como demuestra en su “Rueda de presos” y “Cabo de Vara” el escritor palentino y afincado en Barcelona, tenía alma de guardia civil, su padre era guardia civil, y él mismo en la juventud fue comisario de la Policía Armada. Esa experiencia le permitió dar a sus relatos una impronta de ternura y humanidad para con el delincuente del que suelen carecer los fríos y asépticos cultivadores del género policíaco. Tomás Salvador era un “civilón” que escribía con el corazón, y un español que amaba a su semejantes. Su obra postergada y olvidada, intencionadamente, debería volver a nuestras vitrinas. Tenía el carisma de la palabra y pertenecía a una generación de colosos. La de aquellos reemplazos de 36 que hicieron la guerra para salvaguardar y devolver la paz a España.
El predicamento, crédito y autoridad que han gozado los hijos del Duque de Ahumada entre el pueblo es un hecho  irrefutable. Aunque tampoco hay que obviar su parte de leyenda negra a la que contribuyó como nadie un poeta de origen gitano y que acaso robó gallinas en su juventud, Lorca. Su famoso estribillo “Guardia Civil caminera lo llevó codo con codo” ha sido deletéreo y falso en muchos aspectos. La mayor calumnia que ha recibido esta institución a lo largo de más de siglo y medio de historia.
No son las manos atrailladas por las esposas, ni el brete de los que arrastran cadenas, ni los tobillos maneados a la pihuela la imagen que mejor cuadra a los tricornios sino respirar hondo y dejar de percibir el miedo cuando estemos en un descampado o la vista de un peligro la imagen que asocio a los tricornios. Cada vez que veo venir a la pareja me descubro y les doy las buenas tardes, yo siento una sensación de seguridad. Y pienso en la frase del ínclito Castelar en su reflexión sobre la libertad sin seguridad. Aunar y compatibilizar  ambos vocablos ha sido un poco el lema de la Guardia Civil en su limpia y brillante hoja de servicios. Ni los migueletes, ni los miñones, ni los escopeteros de antiguamente, ni los “bobbies” londinenses ni los “cops” neoyorquinos o los “kippos” alemanes cuentan en su haber con un historial tan envidiable.  Si no fuese por ellos que velan a todas las horas del día y de la noche, quizás los españoles nos destripásemos unos a otros. La Guardia Civil conoce las  grandezas y servidumbres de nuestro pueblo y es consciente de que a veces la convivencia entre nosotros no es muy armónica ni nuestra conllevancia perfecta.
Mas, en fin, de menos nos hizo Dios. Ahora se le está encomendando la vigilancia de las fronteras, precisamente cuando unos cuantos negreros del poder oculto, amenazan con convertir el problema de la inmigración legal en un asunto de invasión arrasadora y programada. En toda Europa los timbres de alarma han empezado a sonar.
¡Guardia Civil baluarte de democracia que siempre supo servir lo mismo en la paz y en la guerra, cuando pintan oros, lo mismo que cuando vamos de nones; en los calores de Andalucía lo mismo que en los hielos del Rabizo y la Robla; siempre de puesto, infatigable vocación altruista y generosa de los que visten su uniforme y conociendo el percal, protegida bajo el manto de la Virgen del Pilar, no nos dejes solos!  
 
26 de marzo de 2002
 


              EL MESONERO
Tenía buen pelo pero los pulmones ya no respondía. Le había dado harto al fumeque. ¡Has visto algún burro calco? Pero qué cosas dices Gaciño. Primero fue zapatero. Cambió el oficio y abrió un chigre. Comidas caseras. Platos del país. Alubias con almejas era su especialidad. Los arrieros y tratantes y los ruteros camino del Confín fueron los primeros en engrosar su clientela
TOMÁS SALVADOR, RAPSODA EN PROSA DE LA  GUARDIA CIVIL
 
 
por antonio parra
Cuerda de Presos, fechada entre los meses de marzo a junio de 1953, es una de las grandes obras de imaginación que se editan en la postguerra. Un verdadero poema en prosa, análisis psicológico que revela grandes conocimientos del alma humana por parte del autor, y un homenaje a los abnegados hombres, escogidos entre los más selecto del pueblo llano que integran la Benemérita. Además de un canto a España en el paisaje de la solana de las montañas cantabro-astúricas.
El argumento se basa en la conducción o cuerda de un preso que realizan pocos años después de ser fundado el Instituto desde la localidad de Villablino en la raya del Bierzo hasta Vitoria, donde es reclamado el interfecto por una serie de asesinatos ocurridos en la región alavesa entre 1872 y el 76.
Los dos números del comando son Serapio Pedroso Bujá, ya veterano y con muchos años de servicio, que corresponden a bastantes leguas de andadura, y muchos soles y muchos hielos en la hoja de servicio, peinando los caminos y Silvestre Abuín Corvino, bisoño y recién ingresado en el cuerpo.
Ambos adscritos al puesto de línea de Murias, en la primera compañía de la comandancia de Villablino, han de realizar esta misión de conducir al preso Garayo a manos del juez. Se trataba nada menos que del Sacamantecas, famoso asesino en serie.
Para los dos guardias civiles es un servicio más en medio de las dificultades y aperreo de la andadura. Para el penado un paseo hasta la horca. Su captura en tierras gallegas había significado para el pobre Garayo, una mente morbosa y enferma, niño maltratado por su madre y que tenía dificultades en su relación con las mujeres, un paseo hasta la horca.


Durante el viaje duradero once días justos el lector convive con las particularidades y manías de unos guardias civiles retratados al natural y acaba por  entender el por qué custodios y custodiados llegan a comprenderse y hasta tenerse simpatía, aunque el conducido sea un criminal que tuvo atemorizado en su día a todo el Condado de Treviño, sin menoscabo de las obligaciones del servicio y de los planes que urde el convicto para escapar.
Una noche en Cistierna aprovechando el pervigilio y la fatiga de sus vigilantes lo intenta pero su conato de fuga es abortado a culatazos. A partir de ahí, ya es un hombre vencido que marcha con la cabeza hundida entre los hombros, los codos trabados y el gesto sumiso. Ha de caminar siempre delante:
-No vayas tan deprisa, Garayo que no vas a ningún baile.
-Sí, señor guardia.
Esta corriente de simpatía es algo más que el síndrome de Estocolmo. Tomás Salvador que ha realizado un buen trabajo de campo y que con pluma maravillosa describe las vicisitudes de estas andanzas por el antiguo Reino de León bucea en la pisque profunda del criminal donde hay un alma dulce y desdoblada por la violencia de unos instintos asesinos que el Sacamantecas no puede controlar. Es como el dispositivo de un resorte.  Cuando ve una mujer, en desquite de algún agravio inferido allá en la infancia o váyase a saber, se acerca a ella con las peores intenciones.
Fue un caso parecido al del famoso Destripador de Londres y de muchos otros violadores a los que su personalidad depara la corbata de hierro. Aquí se demuestra que son víctimas ellos mismos de una mala inclinación que no es otro cosa que una enfermedad mental.
Las ideas fijas, las fobias, las obsesiones que asedian su imaginación definen a Garayo como un psicópata. El libro es un tratado de metodología carcelaria y, amen de eso, bueno para saber geografía u ensanchar conocimientos.
Serapio Pedroso se nos muestra como un arquetípico civilón del XIX: duro de pelar, que no ha de bajar nunca la guardia. Con la disciplina, el uniforme, el libro de firmas, y los registros y partes de novedad. Cuando se brinda la ocasión, trata de leerle la cartilla a su compañero Silvestre al que aquel servicio arranca de los brazos de su novia gallega. A la par se sirve darle algunos consejos:
-Las mujeres son como Dios quiere que fuera. No hay por qué estrujarse los sesos.


La tercerola pesa lo suyo y el uniforme te hace ser austero y concebir la vida de otra manera. No es tampoco granjería el destino de la cónyuge de cualquier miembro de la Benemérita. Siempre con los bártulos de un lado para otro y viviendo sin comodidad pero en la camaradería de las casas cuartel.  Compartían con sus maridos un magro pasar y una existencia de penurias y de sacrificios.
El servicio es el servicio. Y la pareja lo realiza en jornadas de treinta kilómetros, a veces un poco más, siempre y cuando no protesten demasiado los tobillos. Una conducción era de los de más responsabilidad y compromiso campo a través. Arriesgado porque el agro español era avispero de bandidos. La comitiva tenía que bordear los pueblos y evitar las ciudades. La vista de los reclusos inspiraba en los lugareños piedad mientras para los guardias que los llevaban esposados con las manos a la espalda eran objeto de mofas e invectivas, cuando no  eran recibidos a tiros.
No se trataba de un cometido fácil. Los números habían de caminar con la tercerola al hombro. Hay un cuadro de Fortuny que revela lo dramático de la escena de estas conducciones cuando los presidiarios habían de ser arrancados materialmente de las manos de sus mujeres e hijos.
Los haberes y gratificaciones por este concepto eran de unos céntimos por lo que los celosos y beneméritos funcionarios  tenían que compartir el pan duro, la cebolla y algún tarugo de queso con los conducidos. El mismo agua, el mismo sol.  Era igual el cansancio. Al término de cada marcha que debía ser efectuada bajo luz cenital, nunca de noche, los tricornios de capas negras y correajes amarillos deberían hacer entrega del prisionero a la autoridad competente, que lo encaminaba al calabozo. Ellos pernoctaban en la casa cuartel, si lo había. Si no, en la posada.
Hay sociología, geografía y lírica en estas páginas.  En las que se deslía una verdadera poesía a la sierra del Bierzo y al río Duero de aguas claras y molineras que en la provincia de hace guerrero y prevenido en frontera. Pero sobre todo, Tomás Salvador exhibe una caudal de conocimientos sobre la historia de aquellas tierras a las que ama.
Era hijo de un hijo del Cuerpo. Había nacido en Villada (Palencia) y a la legua se nota que llevaba a la Guardia Civil en los tuétanos. Y esto determina que en su pluma impasible no anide jamás el resentimiento. Los civiles conocen a España y España les conoce a ellos. Este índole de conocimientos les permite fijar el fiel de la balanza en un término medio. Ni el entusiasmo delirante. Ni el pesimismo a ultranza. Su política es, siempre que se pueda, pasar de largo y dejar las cosas a su aire. En aras del bien común conviene hacer la vista gorda.


Sin embargo resulta difícil no dejarse llevar por la emoción cuando la pluma de Tomás se mete en el alma de sus tres andariegos personajes: don Quijote y Sancho detrás de la sombra de un hombre arrepentido y vencido, pero con el mosquetón al hombre. Por si acaso, a sabiendas de que a la pareja en el descampado siempre puede aparecersele un delincuente. ¡Cuántos de sus abnegados números impunemente perdieron la vida en emboscada al ser sorprendidos por salteadores que acechaban con su naranjero o los retacos metidos entre la faja, detrás de una peña o a la salida de una cárcava!
Por eso mismo, conviene cabalgar con tiento. Paso corto y vista larga. Y ojo al cristo que es de plata. Es añadido de algunos para cuadrar la máxima. En Andalucía dado lo quebrado de su geografía y para hacer frente al bandolerismo de Sierra Morena iba montada. Se les llamaba “los de a caballo”. Nutrían sus escuadrones contingentes jinetes bien apercibidos en la monta de caballos árabes.
Años adelante, la Guardia Civil se haría de infantería. El atuendo típico: borceguíes o piales, rara vez almadreñas, leguis o polainas, guerrera verde y pantalón de tela del mismo color, una escárcela para los partes de ruta y hoja de servicio, que también hacía las veces de morral para guardar el vino y una botija de agua (se les prohibía el vino cuando salían de correría), cartucheras de cuero, camisa de hilo, capote azul marino con forros y vueltas rojas sobre correaje amarillo, tricornio forrado de tela, mosquetón y machete a la cintura. En traje de gala, tan apuesto y donde los sastres se esmeraron por realzar la hombría de bien y la belleza varonil, el calzón es blanco y el tricornio va adornado con lengüetas gallonadas. Y una manta de Palencia para combatir los relentes que se solían terciar  como todos los soldaditos. Era el uniforme acostumbrado de la infantería española que se inspiraba en el ejército napoleónico.
“Es bueno andar.-escribe- el alma parece que se libera y deja de sentir las pesadumbres del infortunio”. Soldados de patrulla, peatones del bien común, fuerza armada que vela por la paz, y que ha servido a muchos amos por poca paga y dedicación constante.  Guardias que conocen la sed, el polvo y las incomodidades de la inclemencia meteorológica, pero siempre en su puesto. Sin despear. Sin derecho a la protesta. Su perfil se hace familiar apareciendo por la cintura del horizonte allá a lo lejos o de sorpresa al revolver de una garganta, surgiendo de una loma o alzando sus siluetas inconfundibles por el fondo de un barranco.
Son la sombra misma de Juan Español.
Carretera y manta. Paso corto y vista larga. Los civiles  han por nombra no murmurar unos de otros ni hablar mal del compañero. El Duque de Ahumada pensaba que la política era un mal necesario, menester al cual se dedicaban los más serviles. Aunque era consciente de que tenía que rendirles vasallaje en aras de la lealtad a la patria y su vocación de servicio.


Serapio y Silvestre hacían las rutas de las viejas legiones romanas, dejando a un lado la Ruta de la Plata, se desvían hacia Ciestierna por el Itinerario de Antonino. Es un viaje lleno de aventuras novelescas y de vicisitudes varias que dan lugar a que el autor se luzca al describir sobre el mapa las costumbres, tradiciones e idiosincrasias de esta parte septentrional del Reino de León que él conocía bien. “La Cuerda” es a la vez un libro de viajes al uso de aquellos años de comienzo de la década que marca los comedios del siglo XX: “Judíos, Moros y Cristianos” y “Viaje a la Alcarria” de Cela, “Pata de Palo”, de Bartolomé Soler, primorosas narraciones de andar y ver, pero, como novela la del Sordo de Villada parece que aventaja a las demás.
Por el camino el uno al otro hablan de sus cosas o se cuentan historias como los viejos peregrinos. El libro en cuestión tiene algo de novela de caballerías y de “morality”. Para entretener la caminata el guardia Pedroso draga sus recuerdos. En estos apólogos quien más sale a relucir es su abuelo, “un arriero muy listo cuando estaba sereno, pero muy poco cuando había bebido más de la cuenta”. Anotan toda la vida que les sale al encuentro. Por ejemplo, es memorable la entrada de un convoy de ferrocarril que entra en el andén de La Robla un amanecer de octubre o la descripción de la fiesta de san Froilán patrón del reino leonés en el Boñar. Los juegos de bolos y el chito o las peleas de aluche.
Al llegar a Villadiego Tomás salvador nos ilustra sobre una cuestión de filosofía histórica y nos refiere cómo a los judíos nadie les quería por la usura y los continuos desmanes que su presencia ocasionaba en las ciudades. Los bandos de Pedro I fueron los síntomas de un primer  alzamiento  sionista contra los cristianos. El pueblo pronto les escogió como culpables de sus males. La corona de  Castilla hubo de intervenir poniendo a las aljamas bajo jurisdicción real.
Fernando III otorga una premática en virtud de la cual todos los judíos podrían acogerse a sagrado en la iglesia de san Lorenzo de aquella villa. De ahí viene la famosa frase de “tomar las de Villadiego”.
Uno corre el peligro de perderse en soliloquios extasiado ante la insólita maestría de esta obra al seguir los pasos de estos tres seres humanos. Un criminal camino del patíbulo y sus vigilantes. Tres hombres que dan pasos por el sendero. Con ellos aprende a resguardarse del frío y del calor, a aguantar la fatiga y el hambre. Fijandose en la estrella Polar emprende el derrotero del norte. En Villalón se inicia en los secretos de la fabricación quesera. Que por cierto el cuajo que se derrama por las cinchas le vale al guardia Pedroso para alivio de su conjuntivitis. “Cerca de Poza de la Sal - el pueblo de Rodríguez de la Fuente- la vista le empezó a dar guerra. Parecía tener arena en los ojos”. Una buena mujer le saca una tarriza llena de cuajada y con ella se unta los ojos enfermos. “Ya no tendrá que pedir la baja”.
En lo alto de la torre de la iglesia de Mora dos cigüeñas parecen estar jurándose amor eterno mientras que con las dos tarreñas de su prolongado pico machacan el ajo. Es otoño pero por las noches en el campo se escucha machacona la estridulación de los grillos. Unos arrieros, ahítos de vino, discuten a la vera de un camino. Han desenganchado y sus monturas descansan y rumian al pie de los brancales de un carro. Pero al ver venir los guardias cesan al punto la riña y se quitan las boinas con respeto.


-Buenas tardes y menos voces. ¿Adónde se camina?
-A tierra Gordaliza del Pino para lo que quieran ustedes mandar.
-Con Dios.
-Vayan en su compañía, señores civiles.
Poco más adelante, unas lavanderas restriegan su colada a la sombra de un alisal ribera del Órbigo y lanzan miradas subrepticias para Silvestre el guardia joven, pero su compañero profiere un comentario jocoso y aguas que no has de beber dejala correr pero el guardia Silvestre Abuin no puede por menos de sentir saudade de la novia que dejó allá cerca de Ponferrada. El deseo siempre tira. Unos lavancos festejan posar entre los carrizos de un cilanco y luego espantados emprenden un viaje raudo y multitudinario como si fuesen de boda. El preso les mira con envidia y sus acompañantes se hacen a un lado para dejar a las aves pasar.
Erasmo Soria, natural de Salamanca, hablaba en verso y cuidaba de los encuartes o corrales de relevo de la antigua diligencia en la mansión o descanso de la ruta que conectaba en poco menos de 24 horas a Burgos con Bilbao. El trío hace un trayecto corto en este medio de locomoción y se sienten volar. A Pedroso lo encajonan en la rotonda o compartimento vigilando al conducido mientras su camarada trepa a lo alto del pescante con el delantero y el postillón. Se escucha el golpear de la tralla y el bramido de las ruedas, una revolución de flejes y muelles que se disparan hacia adelante y hacia atrás. La diligencia era el último grito de la velocidad. Tomas Salvador hace un nostálgico canto a este carruaje al que por aquellas fechas le quedaba algo más de medio siglo de vida.
Las descripciones que realiza lo mismo que las observación son las de un genio. Lo mismo hay que decir de la acción y el interés que reclama la atención del lector. Todas estas virtudes le confieren el título de novelista mayor de su generación. Dio a la estampa tres obras maestras, tres clásicos, de una tacada: “División 250", una de las mejores historias de la segunda guerra mundial, “Cabo de Vara”, y “Hotel Tánger”. Sus producciones no se parecen ninguna entre sí.  Cultivó no sólo el tema psicológico y la literatura carcelaria sino también obras de ficción y hasta literatura para niños. A Tomás Salvador, al que recuerdo embutido en su camisa azul poco antes de morir, en un reportaje que le hizo Lalo Azcona, con su cara de comisario pachón, no le perdonaron ciertos desvíos de lo que hoy se considera la corrección política aunque no fuese de ningún bando. Él no devolvió la pedrada. Era un guardia civil con un concepto de servicio de Estado. Decepcionado de la política y por los vencedores, colgó la chapa y se dedicó íntegramente a la literatura. No tuvo dificultades para publicar pero nunca ganó dinero. Se ganaba la vida con un quiosco en las Ramblas.


Tenía un concepto humilde de su oficio y en “Cuerda de Presos” llega a aparecer él como uno de los múltiples personajes del retablo según una tradición de colarse de rondón en sus propios libros. Ya lo hicieron Cervantes, Petrarca, Bocaccio y el Dante. Él se convierte en zapatero. Escribir una novela lo comparaba a hacer un par de zapatos.  Un novelista no viene a ser sino un maestro de obra prima, pero, ojo, que él lo bordaba. Abordó, insistimos, todos los géneros desde el infantil hasta el de evasión pasando por el histórico. Con mucho “Cuerda de presos” nos parece su entrega mejor. Labra en él un monumento a la sufrida Benemérita. Escrito con el corazón grande de un buen hijo del cuerpo, el final es enternecedor. Cuando entrega Pedroso a los miñones a su pupilo siente como un cosquilleo en los adentros al tiempo que le entrega todo el tabaco y todas las vituallas que porta en el morral. Siente una pena infinita y demuestra que el Sacamantecas no es más que un pobre diablo. Su obsesión con las mujeres le venía de los malos tratos e inseguridad incoada en las palizas recibidas de mano de su madre, pero el mundo es así. Está mal hecho y hay cosas que no tienen solución. Hay gente que nace para ser carne de presidio y de horca. Gargayo, verbigracia. ¿No habrá un Dios que se apiade? Y si El no se apiada, porque está lejos o demasiado alto, ¿ no nos tendremos que apiadar nosotros que también somos victimas y viruleros de grado o a contramano porque la humanidad no cambia? Esa parece ser la tesis de esta pequeña gran obra de arte escrita desde la resignación y majestad cervantina.  

En el camino de vuelta y ya de correría, no de conducción penal, Tomas Salvador sentado en la tajuela de su chiscón de zapatero, los vio pasar. Les dijo adiós con la mano y volvió a su lezna y a su bramante.  Un buen libro se confecciona igual que un par de zapatos a la medida. Con paciencia. Con tesón. Metiendo el tirafondo con maestría. Que ensamblen todas las piezas y que el conjunto ofrezca la impresión de un totum continúum a prueba de tropezones y caladuras.

En estos días críticos de sobresaltos, amenazas y revanchas, cuando suenan clangores de guerra en lontananza, la obra del Sordo de Villada (consecuencia de los estampidos artilleros de cuando estuvo en Rusia en el Voljov) es un referente de perdón y de misericordia cristiana. Pocos han entendido igual que él lo que es un guardia civil ni nos han demostrado a lo largo de toda una saga de historias que nos elevan el animo y nos hacen sentir mejores la grandeza de ser español.  Hoy es un autor olvidado y preterido. Algunos hasta lo llamaron loco. Ni sus propios camaradas lo entendieron. Por impolítico. Sin adscripciones determinadas ni bandos y eso aquí parece que no lo perdonan.

 



[1]echar la trabilla con el fin de revolcar o voltear.
[2]El estupro incestuoso no cuenta, a lo que se ve,  para los viejos dioses.
[3]Una especie de manopla en forma de urna o cesta que acoplaban al dorso de la mano para golpear con mayor contundencia. El puño de hierro americano en el cestus romano se inspira.
[4]Plaustra, carros aljibes o cisternas de aprovisionamiento
[5]Estrado público donde se exponían los esclavos y esclavas en venta.
[6]Es una de las casas cuartel más antiguas de España, inaugurada por el propio Duque en 1865, como reza el epígrafe en el dintel de la entrada.

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