SEXO EN LOS CONVENTOS
Cuando yo era latino me “picaba la mosca” con gran intensidad. Las hormonas apretaban lo suyo sin remedio y a mí me daba pena de mí mismo. Tenía poluciones nocturnas y un día al ir al baño sin querer tuve mi primera eyaculación. Fue un acto involuntario deleite solitario. El semen venía pidiendo paso. Bienvenido a la vida.
Tales desventuras fueron para mí causa de no poca zozobra. Me veía de patitas en el infierno. Acudí al rector que era un hombre de gran talante castellano viejo don Julián García Hernando que hizo una confesión de parte:
─Hijo, a mí a tu edad a mí me pasaba lo mismo pero conseguí vencer la carnalidad.
─ ¿Cómo, su reverencia?
─Duchas de agua fría, mortificación de la vista, del olfato, del tacto y devoción a la Virgen María y ya sabes lo que aconsejan los santos padres al respecto. Si la dejas un día ella te dejará un mes y si un mes un año y si un año toda la vida.
Creo que el padre espiritual decía verdad porque era lo que se entendía por un santo. Muy humano, se hizo cargo de su larga familia de Campaspero (Segovia) era un gran escritorista, gran orador y conocedor de la historia de España en Iberoamérica.
Sus clases magistrales influyeron en mi modo de ver el catolicismo y la gran obra mesiánica de los españoles durante la cristianización del gran continente. De esas ideas que me marcaron el camino no abdicaré nunca como tampoco de mi amor a la Iglesia Católica y es que don Julián un verdadero santo no le daba demasiada importancia a las cuestiones del sexto mandamiento que nos trajo por la calle de la amargura durante los años de la Gloriosa.
Sin embargo, yo pobre adolescente de dieciséis abriles ni las duchas de agua fría ni la lechuga, buen remedio para la continencia a decir de los padres del yermo, que devoraba ni el cilicio o las disciplinas con que me sacudía todas las noches conseguían que “bajase aquello”. Antes bien se enervaba de lo lindo. Algunos se frotaban el miembro con ortigas. Uno no llegó a tanto pero fue una de las razones por las cuales abandoné el seminario un año antes de empezar la teología con gran pesar de mi pobre madre que del disgusto por poco se muere.
Andando el tiempo me daría cuenta que esta obsesión por el sexo en los internados de aquel entonces era algo morboso. Una simple exigencia de la naturaleza que los poco avisados pretendían convertir en epicentro de nuestra religión. Los más sesudos teólogos al abordar el tema pasan sobre él como de puntillas. Hoy para mí ya un abuelo setentón constituye parvedad de materia. Son cosa pequeña si se siguen las normas de la concupiscencia. No se puede matar el amor, es ir contra la vida. Por el contrario el sexo puede abocar a pecados colaterales como el crimen por celos, el adulterio, la violación, la pederastia y otros apartados que muy explícita y condena el Derecho Canónico. Desgraciadamente hay que concluir que aquella falta educación sentimental fue el principio de falsas conductas y desvíos. Traumas que dejaron séquelas de por vida. Sigo creyendo que el coito entre hombre y mujer está en función de la conservación de la especie, que es sagrado el amor como es la vida y un crimen imperdonable el aborto o la eutanasia aunque reconozco que de los seminarios salieron muchos curas capones y no pocos garañones. La literatura castellana refleja los estragos y escándalos causados por los malos sacerdotes católicos. En mi experiencia son pocos los que consiguieron la observancia del celibato y transigieron con venustas inclinaciones poco edificantes que se hubieran evitado si los sacerdotes pudieran casarse tener mujer e hijos y alimentar a una familia como ocurre en Rusia.
Fernández de Samaniego 1745-1801 ha pasado a la historia por sus fabulas antropomórficas como la “Cigarra y la Hormiga” “la Raposa y las uvas” pero como fue habitual entre los enciclopedistas del siglo XVIII pone en evidencia a los curas y a los frailes por su hipocresía sexual. Cuyo es el poema “El voto de los benitos”. Aquellos buenos monjes benedictinos que practicaban el “ora et labora” de su fundador y observaban cada uno de los artículos de la Regla no pudieron sofrenar el duende del priapismo.se establecieron rogativas, aumentaron las mortificaciones, algunos se arrojaban desnudos a un almiar lleno de ulagas. Sin remedio “pues debajo del hábito más abultaba el bulto”. El abad entonces llamó a la comunidad a capítulo. Ninguno aportó solución al caso excepto el hermano portero que dijo que todas las semanas venía a visitarlo una lavandera que lo dejaba nuevo y limpio. “Y de tal manera lo mío me sacude que en tda la semana no se me alborota mi tramontana”. Oyó el abad mitrado el consejo y decretó que se añadiese a las reglas del convento que ningún fraile ni profeso ni donado pudiera vivir sin lavandera. Y concluye Samaniego:
El abad dejó al punto aquel voto establecido con presteza
Y a los monjes alzando la cabeza
Dijo:
El señor nos ha oído
Cuando así remedia
Nuestras desgracias
Cantemos pues:
Agimus tibi gratias
Omnipotens Deus
amen