DIABLOS COJUELOS
Lucifer tiene ALMORRANAS el diablo
cojuelo muermo Satanás ladillas. Almorranas y muermo liendre y ladillas su
mujer se las quita con tenacillas.
Regreso mis pasos perdidos lecturas encantadas — uno se rejuvenece y parece
que vive más a través de sus libros — a esta obra simpar cuyo registro de
cubierta pone fecha que lo compré en Nueva York el 21 de mayo de 1978[1].
En mi texto titulado “El Doctor
Laguna autor del Lazarillo” obvié tratar este primoroso arranque de la literatura
picaresca al no hallar en Luis Vélez de Guevara la furia del converso. El Cojuelo carece del pesimismo derrotista
de gran parte del género y en sus trancos o capítulos crece la esperanza, el
regocijo y el sentido del humor dentro de lo que cabe.
El de Ecija debía de ser cristiano viejo, apaniguado de
Atraviesa los cuerpos opacos y goza del don de la invisibilidad. Contempla
lo que está pasando una noche de verano, hace calor y los madrileños toman el
fresco amenizados por cantes y pasacalles y aliviados en su sed por el pitorro
de un botijo: una fulana pare un niño y el marido solicito la atiende en el
parto y jalea al rorro recibiendo en el mundo a un hijo que no es suyo.
Más allá a otro le fuerzan la dama dos soldados de los tercios viejos mientras ronca. Mira ese lindo que duerme con
bigotera para que no se le destiñesen los mostachos.
Una hechicera machaca hierbas en un almirez
para dorar la píldora al objeto de remendar el virgo de una “doncella” que se
casa mañana con un viejo.
Hay junta de brujas en cierta parte que murmuran oraciones en un
aposentillo. Dos hombres pelean más borrachos que la cuba de Sahagún
contemplados por la tabernera de Guadalajara que agua el vino del mesón, es
rica, ha fundado dos capellanías de veinte mil ducados para que se lo digan de
misas y tenga cuando se muera funeral de primera. Piensa la buena señora ir al
cielo. En el Madrid de los Austrias a la luz de las Siete Cabrillas hay
alquimistas que buscan la piedra filosofal estudiando los libros de Raimundo
Lulio y con quien vengo, vengo, pasan los embajadores del Gran Turco escoltados
por su guardia de jenízaros con sus alfanjes y luciendo el tocado de almalafa
(turbante) en la testa. Pasan soldados, pasan estudiantes y licenciados de
Alcalá un ir y venir constante en busca de prestameras y favores de la corte.
Llegan venecianos con sus alforjas
que son el talego del oro del mundo. El rey de Castilla Felipe IV es exorcista,
echa demonios; por eso el diablo de Don
Cleofás se guarda de visitar palacio donde multitud de gentes llegadas de todas
las provincias del imperio buscan aposento y una mayordomía siquiera sea en las
caballerizas. El de Francia cura las almorranas por privilegio divino.
Se canta y se baila a todas las
horas. Por las calles de
Sumirse en las páginas de esta novela, que rezuma mala sombra y optimismo,
es darse un atracón de donaire y de españolía.
Vélez de Guevara maneja la pluma como un espadachín que hace maravillas con
el florete del idioma y la gramática, penetrado, muy penetrado, del duende de
la literatura y bien perdigado y dispuesto para transmitirnos en detalle la
descripción de la vida cortesana, las luchas por la poesía de los que quieren
beber en las fuentes de la fama. Todos pretenden subir pero a la mayoría les
toca bajar. Quedan perdidos. Los laureles pasan de largo. Las casquivanas musas
se largan con otro.
Y por ahí van los poetas chirles arrastrando su fracaso y sus cuernos. Es
dura la vida literaria tan misteriosa e inasequible como el amor. Las fuentes
del Buen Retiro corrían una vez al año en medio del jolgorio de toros y cañas
el Día de San Luis.
Narrando cada uno de los trancos con
mucho despejo haciendo gala de ese donaire del que adolecen los escritores y
novelistas de hoy incluso los más encumbrados y petulantes como el Pérez Reverte.
Con este librito de la austral que compré en una librería española del
Lower Manhattan por unos dólares he recorrido las siete partidas y sorbí los
siete valles como aquel que dice hechizado por la magia de la escritura.
Los escritores somos hijos del Céfiro como los caballos andaluces. En las
dehesas cordobesas las yeguas quedan preñadas por el viento. Ya es hora sin
embargo de tender la raspa y cerrar este capitulo dedicado a uno de nuestros
más donosos ingenios: Luis Vélez de Guevara (Ecija 1579, Madrid 1644).
Mañana más
[1] Acostumbraba yo a visitar una
librería en el BJO Manhattan donde adquirí no pocos titulos de literatura
castellana. Tenía yo 35 años y ya apuntaba mi dedicación inquebrantable de
dedicarme al periodismo combinado con las bellas letras