PISAR NUESTRA CLAUSURA Al CABO DE CASI SESENTA AÑOS
Estoy asomado al balcón de patio de filósofos después de más de cincuenta años bendito sea cristo pudimos rezar una salve ante la Virgen de los Tránsitos gozamos del silencio mágico de estos lugares que pisamos centenares de veces vivir es volver pero en el cristal de estos balcones iluminados por la luz del véspero se reflejaban nuestras almas tal como eran ingenuas entusiastas sedientas de vivir y de aprender. El patio de filósofos seguía tal cual la biblioteca abajo donde por lo visto al hacer las obras los obreros han dado con restos romanos monedas arcos medievales el edificio del seminario está emplazado en un antiguo templo a los silenos esos dioses amorcillos que protegían los caños de las fuentes y los acueductos.
Nuestra vida académica estaba de cuerpo presente en el salón de grados continuo en la planta noble y donde se leían las tesis doctorales tenían lugar las oposiciones ca canonjía bajaba la arena por el canalillo de la clepsidra mientras el ponente soltaba párrafos en latín.
Subidos al proscenio echábamos comedias de Plauto y de Shakespeare y una vez leímos entero un drama de Graham Green "León en invierno" jopé que rollo. Mr. Green era aquel inglés algo borrachuzo que se paseaba todos los veranos en compañía de un cura gallego por España a bordo de un seiscientos.
Pasaba por ser un escritor católico, lo leí ya de mayor y encontré que esa etiqueta le venía grande, no encontré su catolicismo por ninguna parte. En aquella sala donde se conferían los títulos académicos también velábamos a los difuntos cuando alguien fallecía. Salón de grados, colación de títulos, bachiller, maestro y doctor
Sentí las pisadas de muchos de los nuestros auténticas legiones de novicios, generaciones enteras de escolares que atravesaron aquellos pasillos desde que se abrió como Casa de la Compañía y noviciado por orden de una hermana de Felipe II bienhechora y fundadora de aquella institución cuyo retrato figura en el presbiterio lado de la epístola frente a la del propio rey (ambos retratos están blancos, no fueron acabados les falta el toque de pintura final)
Bajando al refectorio parecía como si muestras papilas empezaran a jugar al tute despertadas por el hambre y aquel grato tufillo a café con leche del "lentaculum" (desayuno) o el agrio olor vivificante del chicharillo de la cena, las papas viudas de cuaresma, el vinillo de viernes y las indefectibles tres "marías" acompañadas de agua y de queso americano de la merienda.
La verdad es que aquel queso de Kentucky sabía a rayos, pero nos hartamos de leche en polvo. Decíamos ayer. ¿Qué decís, hijos? Sí, decíamos ayer y es como si toda la comunidad (más de quinientos comensales) comenzase el almuerzo o prandium.
El presidente daba una palmada decía Benedicamuns domino y por todo el recinto estallaba una agitación de voces sonidos de cucharas y de vasos. Hablar durante las comidas era excepcional.
El común de los días escuchábamos la lectura edificante del lector de semana que subido a un púlpito nos recordaba el santo del día del martirologio. Todas las reseñas acababan con la misma muletilla y en otras muchas partes otros muchos santos mártires, confesores y santas vírgenes.
Mientras atacábamos aquellos cocidos de garbanzos saltarines nos empapábamos de las novelas de Julio Verne y Emilio Salgari y estábamos deseando de bajar a comer para seguir las incidencias del próximo capítulo de estas novelas de aventuras a través de los cuales nos iniciamos en el gusto por la literatura.
Decíamos ayer. Sí, decíamos ayer. Ha pasado algo más de medio siglo. Sin embargo, de vez en cuando los recuerdos no eran tan agradables.
-Aquí fue- dijo Valdivieso señalando una columna del pasillo- sí, aquí fue
-¿Qué pasó?
-El prefecto don Marciano me pegó las dos hostias más bien dadas que he recibido en toda mi vida
-Algo harías
-Coger un par de galletas y meterlas en el bolsillo del mandil para comerlas cuando me diera hambre.
Valdivieso era el primero de la clase pero eximio por sus "golpes" y genialidades. Todos los profesores le tenían buen concepto excepto el bueno de don Marciano dios lo bendiga que no se casaba con nadie y de vez en cuando sacaba su mano gorda como un tocino a pasear.
Aquellas galletas también las probamos unos cuantos, además de Valdivieso y el dolor aún nos está escociendo de la marca que dejaron los dedos de tan disciplinario prefecto en nuestras mejillas.
Fuimos los últimos de una larga generación. Con nosotros se acabó el latín.
Agotamos la fuente Castalia y la maravillosa trabazón intelectual del Trivium y el Quadrivium y las artes medievales y entraron las vernáculas. Creo que cercenaron una parte importante de la universalidad de la iglesia con esas rúbricas del Vaticano II, pero había que adaptarse al espíritu y la letra de los tiempos nuevos.
De algún modo fuimos unos privilegiados porque aquellos años, aquellas enseñanzas, aquellas preces, aquellas anécdotas y conversaciones chuscas en los corrillos marcaron a fuego un espíritu indeleble de pasión por la verdad, el bien, la justicia que nos acompañará hasta el fin de nuestros días.
Asomado al patio herreriano, bello y congruente y la arquitectura hecha silogismo, yo recordaba otros fulgores, otros anhelos y volvía a recorrer sendas y pasos perdidos, sendas y pasos de mis pensamientos de mis coloquios con Cristo.
Supe que mi destino era la cruz. O buen Jesús ayúdame a portar tu cruz salvum me fac (sálvame) y ahora resuenan en mi memoria aquellas salves a Nuestra Señora de los Tránsitos y las inefables sabatinas del mes de mayo. Tomad Virgen pura, nuestros corazones no los abandones jamás.
-¿Sabes una cosa? - me dijo Olmos- yo ahora voy poco a misa.
-Ya te las dijeron y las oíste todas en abundancia cuando niño.
En estas observaciones me di cuenta de que es bueno rezar que Dios salva y cura y protege y aquella Virgen a la que con tanto ahínco venerábamos debió de interceder y apiadarse sacándonos a nosotros pobres "pipis" descarriados de las fauces del león y de las garras de nuestros enemigos.
La luz de la tarde penetrando por el gran rosetón zaguero doraba las columnas salomónicas del altar mayor, el tabernáculo relucía como un ascua de oro entre pámpanos y ángeles sonrosados y mofletudos, una verdadera gloria del arte barroco. San Frutos con su cayado en la mano de peregrino de Dios y un gran librote de Escrituras se quedaba prendido entre las barbas patriarcales que se derrumbaban en cascada sobre su escapulario
San Luis Gonzaga nos sonreía de rodillas embutidas en su sobrepelliz en lo que tomaba la comunión.
San Alfonso Rodríguez, el humilde portero de aquel convento, nos daba su bendición, sed buenos, majetes, a ver cómo os portáis y san Francisco de Borja al descargar el ataúd de la emperatriz Isabel en Granada (era la más hermosa mujer de Europa) con su dedo índice apuntándonos desde lo alto del cuadro de Claudio Coello nos descubría las esenciales verdades del existir amonestándonos con lecciones del meditatio mortis:
-Ved en qué paran las glorias del mundo con todas las enseñanzas del trívium y el cuadrivio.
-Vámonos chiquitos
-No somos nadie.
- Hasta el año que viene.
-Si Dios quiere y hasta que san Frutos se determine a pasar la hoja.