El
padre Eguillor o la sombra del maligno
Por
aquellos días leíamos la “Vida sale al encuentro” o las
“Alabanzas a María” de san Alfonso maría de liborio pero yo
tenía en mi camarilla que ojeaba a hurtadillas con una linterna por
la noche los cuentos de canterbury y la colmena, los cuales estaban
prohibidos.
Una
gran novela –oh magia divina de la literatura- de José Luís
Castillo Puche – “En Camino” me ha retrotraído a aquella
mañana del primero de octubre de 1959 en que subí por primera vez
la Cardosa comillense. El padre Heras junto con otros dos
maestrillos, el gallego Boada y un leonés, había salido a
esperarnos a Torrelavega en un autobús; cargamos nuestros baúles y
nuestro colchones en la baca y enfilamos la tortuosa carretera que
bordea la costa por Santillána del Mar. Mis primeras impresiones
fueron sensoriales: el olor a algas y a mar y el olor a cucho. Era mi
primer viaje en tren y la primera vez que veía la mar. Ya estábamos
en el norte.
Tomamos, el día antes, el correo de Santander en Segovia a las diez
de la noche. Éramos siete u ocho. No recuerdo sus rostros pero no se
me olvida un nombre el de Roque de Miguel y otro que se llamaba
Blanco, ambos hijos de militares. En Valladolid subiría el que luego
se convertiría en cura famoso por su enfrentamiento con Rouco, el
padre Bermúdez de Castro. En la estación de esta localidad adonde
el convoy se presentó a las dos de la mañana- los trenes eran muy
lentos en aquella época y el Correo de Santander tardaba doce horas
en alcanzar su destino- no se me olvida el padre de Enrique que lucía
las estrellas de coronel de aviación. Tampoco se me olvida aquella
odisea en un vagón de tercera, el camarote atestado, con dos
policías secretas que hacían una conducción carcelaria, una señora
gorda que olía a sebo y un campesino de camisa azul palentino que se
pasó todo el viaje hablándonos de la guerra. En Palencia subió uno
que se llamaba Castrillo y al que yo admiraría mucho a aquel tallo
que sería el abanderado del curso, casi dos metros de tío, porque
era un forzudo y jugaba muy bien al frontón dándole a la pelota a
sobaquillo. La sequedad de Castilla se transformó en frescura y
recuerdo la entrada en Reynosa. Gasté los últimos ahorros que me
diera mi madre en la compra de unas ricas mantecadas. El padre Heras
y los maestrillos nos trataron con mucho afecto y el padre Heras,
sobre todo, que a mi me recordaba al cura de Ars y venía a
despertarse muchas noches para que me levantara a orinar, fue el
justo de Israel que compensó todos los sufrimientos, humillaciones,
cabronadas de toda índole que padecí en aquel solitario caserón
donde mis sentidos y mi alma se abrieron a la vida en medio de una
recia vocación y de amor a Cristo. El verdugo era un vasco que se
llamaba el padre Eguillor y era nuestro perfecto de estudios. En mi
primera entrevista lo primero que me espetó por toda salutación,
muy basto era aquel cura con los ojos encendidos y el pelo de
escarpia:
-Tú
no tienes nivel para estar en un seminario de elite. Te nos has
“colao”.
Recibir
de esa forma a un muchacho que quiere ser cura con quince años me
impresionó profundamente y me llenó el alma de dudas y fue un
activo de las inseguridades que he tenido de por vida. Creo que aquel
verdugo con sotana y el pelo en escarpia, orgulloso y sádico inculcó
en mí el anhelo de demostrarle que no llevaba razón.
Yo era
bueno en redacción y composición, aunque Eguillor me cateó en
latín, pero inepto para las matemáticas, la Física y la Química.
En el griego adelanté mucho en las clases del padre Mayor, otro
hombre de Dios y del padre Penagos un santanderino que hablaba muy
deprisa y al que apenas se le entendía. En literatura teníamos al
padre Martino, el cual había estado tantos años en Alemania que
creo que se le había olvidado el castellano. Otra eminencia del
cuadro de profesores era el padre Rábago el cual nos daría una
conferencia de su experiencia como traductor en el sequito de Franco
que fue a recibir a Eisenhower en su gira triunfal a Madrid el año
58. Los del grupo de propagandistas entre los que se encontraba un
periodista que se llamaba Pérez Lozano nos daban charlas en el
paraninfo.
Se
decían cosas portentosas del padre Nieto un especialista en mística
del que se creía que había obrado algún milagro. Era sin embargo
un hombre muy feo que tenía una cabeza casi monstruoso que daba un
poco de miedo. El padre Prieto a cuya escolanía tuve el orgullo de
pertenecer fue una de las eminencias en Música. Aquel curso el
seminario estaba abarrotado. Éramos mil quinientos alumnos. Las
diócesis con una representación más numerosa eran las de Vitoria y
las de Santiago de Compostela. Tampoco se quedaba atrás Pamplona ni
Deusto, el otro seminario nodriza.
Aquella misma tarde nada más llegar empezaron los ejercicios
espirituales que daba un jesuita especialista al que llamaban fray
Mocho con una cara lunar como un pandero y los pelos en punta.
Bajamos a la capilla, se apagaron todas las luces y en el presbiterio
sentado sobre una mesa a la luz de una vela y esgrimiendo una
calavera empezó a dar voces:
-Hijitos
míos, sabéis lo que dice esta calavera, lo que tú eres yo fui y
como me ves te verás.
Jo, ya
empezamos. Se hizo un silencio sepulcral, se escuchaban algunos
sollozos sordos, contenidos. Porque fray Mocho en su imitación a
Hamlet lo hacía fenomenal. ¿Dónde me he metido? Había sido un
verano maravilloso, cargado de ilusiones y de expectativas; mi
solicitud para entrar en Comillas tardaría en llegar y no me fue
comunicada hasta pocos días antes. Por lo visto los padres habrían
estado deshojando la margarita ya que mis notas de Segovia no eran lo
suficientemente brillantes. Comprendí entones el varapalo que me dio
y el feo que me hizo el prefecto Eguillor nada más entrar “te nos
has colao”. Tú no eres de los nuestros, no perteneces a este
lugar. Traté de coger la marcha pero permanecí la mayor parte de
aquel partido en offside.
¿Por
qué no daría yo la talla? Acababa de darme de bruces a boca con esa
crueldad casi inhumana del catolicismo que nada tiene que ver con el
sentimiento cristiano de amor, caridad, compasión hacia los demás y
darle importancia demasiada a cosas que no la tienen. Espabila,
Antonio, me dije.
-Tienes
que despabilar.
Y creo
que espabilé. Apareció un profundo sentido crítico en mi
personalidad. Desde entonces no soporto a los tontos ni a los
hipócritas que van de santurrones por la vida. Y se exacerbó en mí
el mismo sentido de rebeldía del cual hacen galas los Cuatro
Evangelios. La naturaleza exuberante del paisaje que rodeaba a los
tamarindos de la Cardosa, los bramidos del mar en aquella galerna del
año 60 en la cual tantos marineros cantábricos perecieron, los
partidos del fútbol en el campo del Stella Maris, las peleas entre
seminaristas seculares y los novicios del Máximo, las excursiones a
aquellas aldeas que tenían nombres dignos de Pereda como Ruiloba,
determinaron una visión de las cosas desde un prisma artístico,
aquel curso supe que no tendría otro remedio que dedicarme a la
literatura.. El cura de Ruiloba era un hombre gordo como un botijo
que bajaba a vernos algunos jueves, se le veía descender por la
cuesta de la calella portando un paraguas inmenso, hecho todo un
brazo de mar. Recuerdo el claustro del Mayor lleno de retratos de los
obispos que cursaron los estudios en aquel centro que eran
prácticamente todos los españoles. Comillas era un seminario de
elite. Recuerdo el lujo de la escalera noble labrada por Gaudí de la
puerta principal adornada de mosaicos bizantinos. Y que recogieron
toda la riqueza de aquel buen Marqués que se hizo rico con sus
navieras a causa de la guerra de Cuba. La construcción de aquel
centro comillense, por cierto, le arruinó. Están mismamente en mi
memoria los baños en Oyambre, playa dilatada, muy abierta y
peligrosísima, donde todos los años había alguno que se ahogaba y
a mi casi me pasa. El agua me arrastraba a la ría. Me encomendé a
la Virgen y que mandó al padre Heras. ¡Dios le bendiga! Él no sólo
me salvó de morir ahogado en las negras aguas de la ría una tarde
de mayo, también fue la recompensa a tantos sufrimientos y al tercer
grado continuo del Verdugo. Eguillor por lo visto venía de tirocinio
de Palencia donde como maestro de novicios para probar la vocación
de los aspirantes les sometía a verdaderas torturas psicológicas o
lo que los jesuitas denominan el capelo. Como consecuencia de
aquellos malos tratos me hice bastante introvertido e inseguro.
Vejámenes sexuales nunca los hubo y si los hubo para mí no tienen
ninguna importancia. A unos les echaron por irse al baile a san
Vicente de la Barquera. Y el protagonista de en Camino aprovecha una
visita al medico para irse de putas. El gran incendio de la bahía de
Santander le pilla dentro de un prostíbulo. Impresionante escena
para una de las mejores novelas y mejor escritas sobre la mala
educación sentimental en aquellos seminarios de postguerra hoy
vacíos.
Asimismo, Castillo Puche cuenta en otro de sus libros – la
experiencia en el seminario marcó su psicología y su carrera
periodística, en cierto modo seguí sus pasos porque él tambien fue
corresponsal en Nueva York- cómo un diacono el día mismo en que va
a ser consagrado presbítero se vuelve loco. Se miraba a las manos.
En el canto de la zurda le había salido callos de tanto masturbarse
y se encuentra impuro e indigno de que esas manos toquen el cuerpo
del Señor en la primera misa. Fuerte, eh, pero fue fuerte, muy
fuerte todo aquello y teníamos tan pocos años.
Eguillor el 13 de mayo de 1960 me llamó a su celda para anunciarme
que al siguiente curso no volviera. Me pasé una semana tumbado en el
camastro llorando. Como mi padre no podía venir a por mí a causa de
los gastos del viaje se acordó que permaneciera hasta el final de
curso. Durante unas semanas me arrastré por los pasillos. Los
compañeros no me ajuntaban. Mira a ese le han echado y las miradas
en el refectorio se clavaban en ti como dardos. Aquellos curas podían
ser muy santos, muy castos, pero no tenían ni zorra idea de cómo se
trata a un ser humano, máxime cuando éste era un niño. En cuna
edad critica cuando el alma y el cuerpo se están formando como una
masilla. Pero tuve coraje. La salida se hizo un 11 de julio. Ahora se
cumple medio siglo de la mañana que arribé a Getafe. Mi padre vino
a recibirme en un camión del ejército. Madrid estaba acordonado por
la policía pues había llegado en visita oficial el presidente
Onganía. Sentí que no tenía vocación pero ante el disgusto de mi
madre que casi se muere. Me mandaron al pueblo un par de meses hasta
que a mis progenitores se les pasase el disgusto. De modo que, en
resolución, opté por regresar al seminario de Segovia el curso
siguiente. Sin embargo, tras aquella experiencia dolorosa presumí
que iba a empezar la desbandada. Las torturas, los baticores, las
infamias no son para contados y en esta vida todo se paga. Todos
estos casos de pederastia son a lo mejor el castigo que envía el
Señor para que la iglesia jerárquica se arrepienta y enmiende sus
formas. En Comillas muchos abandonaron o se metieron a movimientos
como la ETA. Sin embargo, uno de los que alcanzaron las gradas del
sacerdocio fue el periodista ilustre de Antena 3 Antonio Pelayo,
corresponsal en el Vaticano, y de Valladolid, que no sé si llegó a
secularizarse. Pérez Bedoya al que recuerdo con afecto es hoy uno
de los mejores críticos religiosos del diario El País. Los jesuitas
lo despreciaban porque su padre era socialista. Aquellos reverendos
padres sólo tenían ojos para los hijos de los capitalistas vascos.
El
asunto comillensis lo he dado de lado en mi novela “Nabos en
adviento. El seminario vacío. La puerta cerrada”. Ahora le doy
gracias a Dios por haber sobrevivido a la hecatombe. Mi fe sigue
incólume, tanto como mi rebeldía a la vista de que el Vaticano II
ha destruido la parte más noble de la Iglesia dejando incólumes
muchos de sus antiguos vicios. Aquellas torturas y escrúpulos
sexuales, aquellos sermones con la calavera en la mano, hoy me hacen
reír pero entonces hubo mucho a los que marcaron. Tambien los
eclesiásticos cometieron muchos pecados y no vale el arrepentimiento
ni la atrición, ni la contrición, ni justificaciones baratas como
eso de que las iglesia es eterno y que las fuerzas del infierno etc..
Su victimismo actual no les exonera de la culpa. Ahora pueden
sentirse víctimas pero entonces eran verdugos como aquel maldito
Padre Eguillor. Todavía se me aparece como un ángel exterminador en
mis pesadillas. Tú no vales para nada. Te has colao. Eres un inútil.
Dios y el tiempo acaban siempre haciendo justicia y poniendo a cada
uno en su lugar.
Sería
buena una restitución o una reparación del daño a los ofendidos.
Yo sobreviví a Eguillor. Bendito sea Dios. No hay mal que mil años
dure.
Miércoles,
21 de abril de 2010