VIENDO PASAR LA PROCESIÓN
Antonio Parra
Era Jueves Santo y en Segovia
nevaba. El capirote es un poco cegato y hay tela que tapa el globo ocular. El
penitente tiene que saber donde va. De ahí esa mirada de los capuchones de
Semana Santa que a mí me asustaban desde niño y podían ser tan amedrentadores,
como los zangarrones de Carnaval. ¡Uh.Uh¡
Que te asusto.¡ Uh. Uh! El coco.
Luego ese capirote ridículo que no era sino los viejos remilgos del alma
colectiva de un pueblo que temblaba a la Inquisición y tenía que hacer muestra
y profesión publica de fe en mi Segovia, y eso que allí hemos sido de siempre
cristianos viejos. También a los relajados al brazo secular del Santo Oficio lo
vestían con una túnica morada, les tapaban el rostro y les subían en un
jumento.
A la hoguera se iba siempre cara
atrás. Las procesiones son remembranza enigmática de aquel abigarrado mundo.
Había triunfado el catolicismo. Casi nadie explica cómo perviven tales
representaciones del fervor popular. Por unas horas aquellas masas férvidas
quitaban a Dios de las manos de los curas y lo sacaban a la calle bajo
estandartes. Era también un mundo gremial. Ciudades divididas en barrios. En el
horizonte las cofradías. Las hermandades competían como en un campeonato de mus
por exhibir el mejor cristo y la imagen de la Virgen más viva. Nosotros éramos
de los Dolores de Santa Eulalia, por otro nombre Nuestra Sra. De los Siete
Cuchillos. Antiguamente sector textil, mayormente tintoreros y peraíles.
Por las calles de mi pueblo
aquella noche que nevaba (era la acción de los vientos exhidras o favonios que
para los romanos anunciando lluvia traían primavera) porté mi cruz y camine
descalzo y con cadenas por el piso helado. Bajo el capuz sonaban en mis orejas
sonaban determinativas las profetas del santo Profeta “Di mi cuerpo a los que
me herían y mis mejillas a los que me mesaban el cabello: no aparté mi rostro
de los que me injuriaban y escupían. El Señor era mi auxilio” [Isaías 50,5,10].
A lo largo de mi vida he sabido lo que es la calumnia y el gargajo de las bocas
purulentas pero mis lomos estaban bien amarrados. Sint lumbi vestri precinti (hay que atarse los machos) otras
palabras que recordé al ceñirme el cíngulo o la soga de esparto de cofrade Ninguna asechanza a mi salud no obstante a
pesar de aquella burrada de caminar descalzo y con una cruz que pesaba ciento
veinte kilos a la costilla. Sólo agujetas un par de días pero luego como si tal
cosa. ¿Milagro? No lo sabría explicar
pero algo hay.
Uno se siente reo no sabe por quién y con
complejo de culpa. La culpa. Oh félix culpa. Luego lo comprendí, era gente
menos aficionada a los toros que a los autos de fe. Allí siempre gustaban las
procesiones y cabalgatas. Pasos. Carrozas. El Santísimo Sacramento. La tarasca
de Corpus. Las fiestas de la Catorcena. La Piedad de Aniceto Mariñas. El novenario de la
Fuencisla. El gallo de san Pedro. La espina de Santa Rita de Casia. Gigantes,
cabezudos y estafermos por San Juan de Junio y hasta el brazo incorrupto de San Antonio María Claret he
visto yo desfilar bajo los ojos solemnes y ensimismados del acueducto porque
todas las procesiones las de la Semana Grande y las otras confluían en la Plaza
del Azoguejo.
No había cine, pocos teatros y
muchas ganas de aprender y de ver cosa. Los rostros de aquellas grotescas
tallas y esos cristos moribundos, sanguinolentos, llagados y con la expresión
de la agonía, los pelos lacios, hirsutas barbas y esas vírgenes atormentadas de
expresiones compungidas blondas de seda, justillos de encaje, y moqueros de
puntilla, siendo así que las lágrimas eran de cristal, arrastrando mucho peplo
y mucha joya bajo el palio de brillantes se me metieron alma arriba. Fueron
sensaciones perdurables. Que llevo marcadas en lo más profundo de mi ser.
▬¿Por qué suelta usted tanto latinajos en sus
escritos, Ejusmodi?
▬ Toma por que va a ser porque parece que
retumban en mis oídos los ecos del canto de la passio que hacían a tres voces
los chantres de mi catedral –Dimas, Jerónimo y don Bernardino, el bajo Jesús,
el contralto, la sinagoga y el tenor, cronista)
Y aquellas voces, aquella melodía, suenan como
un grito inmortal en mi memoria. El ámbito de las procesiones era una plástica
de rigor. Sermones tallados en imágenes de cartón piedra o en madera de
Espirdo. Una teología que entra por los ojos y de la que a lo largo de tus días
no podrás deshacerte jamás. Lo mismo que el sonido lejano de clarines, timbales
y tambores. O el silencio vibrante del Cristo de los Gascones. Nos llevaban a
todas. Recuerdo un Domingo de Ramos que mi hermano Nano agarró un perra porque
quería que los subieran en la borroquilla de Jesús del paso en la que el Señor
hacía su entrada triunfal en Jerusalén.
▬Yo
quiero ir ahí.
▬Hijo
mío que esto no son los caballitos. Es Jesús que pasa camino de Jerusalén;
tírale un beso
▬
Yo quiero subir al burro. Pues sí, pues sí y sí.
Y el Naneras se revolcó en el
barro poniéndose perdido el traje de marinero recién estrenado. Le tuvieron que
calentar el canto, mas ni por esas. Él berreaba aún con más fuerza. Había cogido tal perra que se había puesto
muy burrito.
Estábamos en la acera de la calle de Muerte y
Vida viendo pasar la procesión y los berridos de mi hermano que estaba de
antojo creo que se escuchaban en la Escarelillas de San Roque a la otra punta.
El deán de la comitiva, don Fernando Revuelto, que bien me acuerdo de su nombre
y de su prócer figura casi dos metro medía, nos miraba de reojo y un canónigo
pertiguero estuve a punto de acceder a los deseos del enano y ponerle sobre los
lomos del borriquillo de cartón en lo alto del paso.
▬¿Y
ahora qué hacemos, Desiderio?
▬Auparle en lo alto del paso, don
Fernando
▬Y
si le seguimos dando el gusto nos pide la luna. ¡Condenado nene!
▬Déjenlo
ustedes, señores curas, déjenle que está burrísimo –terció mi pobre padre.
Aquel día Naneras se acordó de la tunda que le dieron por
ser Domingo de Palmas. Y se lo tuvo merecido.
Las procesiones duraban tres horas y era casi
media noche cuando regresábamos a casa, mis hermanos medio derrengados y
despeados de tanto estar de pie horas y horas, los pequeños dormidos en brazos
de mi madre. Mi padre nos llevaba a la
gigantilla o en cuello. Papá cógeme que
me canso.
En el cielo asomaba solemne y
compasiva la luna de Pascua. Sólo comíamos torrijas el jueves y el viernes y
los soldados que desfilaban y los que estaban cubriendo carrera con el ánima
del fusil mirando para abajo. Por la
radio sólo ponían saetas y canto gregoriano (ojalá volviesen aquellos días)
y las calles se llenaban de un
sorprendente mujerío. De las hermosas Manolas con el rosario de cuarzo y la
mantilla que iban a velar a Cristo muerto. Los hombres se metían en las tascas
a beber una limonada que hacía que se te doblaran las piernas y una cazalla que
llamaban los taberneros matajudios, especial de la casa para los días santos.
Las pítimas que se cogían eran procesionales.
En las iglesias el monago no tocaba la campanilla y los santos de los retablos
estaban tapados tras un lienzo nazareno.
▬¿Por
qué está triste la luna, papá?
▬Porque
se ha muerto Dios.
Y las campanas de las catorce
parroquias y de los treinta y tantos conventos y monasterios de Segovia estaban
toda la noche tocando a muerto. Y hasta el Río Clamores lamía las murallas y la
hoz del Pinarillo embebecido de silencio. Toda la ciudad estaba de duelo.
Ese mundo de mi infancia es el que quise
recuperar yo hace unos años cuando me vestí de nazareno. Detrás de la Dolorosa
de Santa Eulalia la de los artilleros con las insignias de las lombardas al
través sobre el montón de granadas en el peto de la carroza. Los cabos
gastadores cubrían armas. Nos habíamos puesto el hábito a la bajada de la
cuesta de Cantarranas, enristré las cadenas eslabonadas a un brete que servía
de cerco a los pies y yo debía de ser un espectáculo porque el metal al
contacto con los adoquines tintineaba que las llevaban los demonios o como si
acabasen de aterrizar toda una división acorazada en plena Calle Real. Los
grilletes y los golpes de rebenque era una escena antigua de los viejos
disciplinantes. Condenados a galeras por Jesucristo. Al fin y al cabo todos
somos cómitres y remeros de la vida. Túnicas moradas y hermanos mayores con
hábito de galas, muy distintos al de los vulgares nazarenos con aires
prepotentes subiendo para arriba y descendiendo para abajo, dándose mucha
importancia.
▬Siga
la fila, penitente, y ese capirote va de medio lado▬ ordenaba el Cofrade Mayor
como si fuese un mariscal de campo dándose
aires
Estos capuchones impertinentes
eran los capataces y comisarios de la procesión. Los que te metían en vereda y
hacían guardar la línea. Y te daban un poco de aguardiente de guinda si
desfallecías Mi cruz pesaba un huevo. La habíamos traído de Valsaín y las
cadenas eran especiales. No sé cómo
resistí en aquella tarde fría de nevasca los pies desnudos detrás de mi Virgen
de Santa Eulalia. Cada uno tome su cruz y sígame. Me hacía mucha ilusión seguir
al Señor. Le pedía por mi familia. Por mis hijos. Le agradecí haber salido con bien de una grave enfermedad (había estado
dos años con unos dolores tremendos de barriga
y pasaba las noches en un grito).
De vez en cuando mi vista se concentraba en las aceras.
Algunas mujeres me miraban con
compasión, los niños, aterrados, y algunos hombres descreídos como si aquello
fuera una broma. Inquiriendo con los ojos. Pero tú de que vas tío. Y yo con los
míos les respondía: por una promesa, sí
por una promesa. ¿Sabe usted?
Horas antes de que comenzara el desfile
penitencial unos graciosos habían esparcidos cristales y puntas por el firme de
la calzada por donde había de pasar Dios.
Ninguno de los nazarenos se lastimó, ¡qué cosas!
A la catedral llegamos
derrengados pero airosos y con una ganas trágicas de mear. No me aguanto. No me
aguanto. Ay que me lo hago. Preguntamos a un canónigo que nos miró de arriba
abajo, como si fuereamos la escoria de la sociedad. Con un gesto de
superioridad y como diciendo pero mira qué chiste (ya sé porque le llamaban el
chistoso aquel tonsurado) como si los hombres fuéramos ángeles y no
estuviéramos sujetos a las leyes imperativas de la fisiología.
Cuando haya WC en las iglesias,
ermitas y catedrales, la humanidad habrá dado un paso importante. En la
sacristía de la iglesia mayor de Segovia había un triste evacuatorio
rudimentario. Nos vedaron la entrada a los nazarenos pues estaba reservado a
clérigos, y personas consagradas y nosotros éramos vulgares penitentes.
Pecadores del montón así que buscamos el rincón más oportuno, salimos al
enlosado de los autos de fe y exoneramos nuestras vejigas bajo las dovelas de
los postigos. Meadas de caballo o mejor dicho de verdaderos padres de la
iglesia. Por debajo del halda de nuestras túnicas de nazarenos salía un chorrete
cálido y espeso. Orinamos junto a la pared de la fachada más impresionante, la
del Oeste, de todo el gótico flamígero. Es la puerta de Santa Bárbara una
especie de Sarmental en Segovia donde yo he visto lucir las más impresionantes
puestas del sol. Que cada uno cargue con su cruz. Que cada palo aguante su
vela. Creo que desde su camarín la atalajada Virgen de los Dolores miraba para
nosotros con compasión como diciendo: “pobres”.
Los canónigos empezaban ya a cantar el “Stabat Mater” y empezaban las
horas santas ante los monumentos. Se había muerto Dios.
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