MI PRIMO AGUSTÍN FALLECIÓ
Antonio Parra
Hoy estoy un poco cabreado con Dios. La naturaleza se cobró su estipendio y
avasalló, triunfal, la muerte los despojos de mi primo carnal verdadero hermano
Agustín. Hoy se me ha muerto algo de mi
propia alma y cuerpo que lo vi horrible
y macabro en ese rostro arropado en un sudario blanco cuando los del crematorio
destaparon el féretro y apareció pavoroso y desencajado incipiente aviso de
calavera - como me ves te verás; como tú eres yo fui- la orlada de los ojos profundos
como socavones exvoto de la cera todavía con manchones de la sangre que se
congestionó en una agonía que fue tormento y purgatorio. Demasiado.
¿Qué crimen
pudo cometer mi primo para haber tenido que aguantar dos años esta crucifixión
de un melanoma en un pie? No
entiendo. Pongo doble contra sencillo y
los ojos de la carne me llevan a la obscuridad de la nada al final macabro y
absurdo de la vida de un recio castellano de 63 años. Venciendo mi repugnancia estampé un beso
sobre la frente lívida y le hice sobre los labios la señal de la cruz deseando
vivamente que esta persignación fuera fiducia de salvoconducto del viaje a la
eternidad. Para los cristianos la cruz de dolores persecuciones desacatos
humillaciones insultos, contumelias, enfermedades y otras crueles realidades es
la moneda que todos llevamos prendida entre los dientes para pagar al barquero
y sacar pasaje en la misteriosa nave de Queronte. Conviene no escupirla jamás y
tenerle bien agarrada en el mandibular.
Es como si
dijésemos que así atenazáramos inmovilizándole por los mismísimos a un púgil
que siempre acecha, siempre hostiga y acabamos tirándola en la parva como en
aquellas luchas que nos echábamos en la era las tardes de trilla y brega cuando
éramos niños a ver quien era el más fuerte y tú Agustín aunque más bajo que yo
me tirabas contra las cuerdas. Al caer
de espaldas recuerdo que me aterrorizaba el vacío y esta mañana al cabo de
tantos años he vuelto a sentir aquel vértigo de caer de espaldas no a una
mullida parva de espigas tiernas sino a las aguas salobres y tenebrosas del
lago de la eternidad. Murmuré un réquiem por lo bajo que parecía un mutis y
luego en alta voz dije ante sus despojos una frase:
-Agustín, siempre fuiste un
valiente. Le supiste echar un par de cojones a la vida. El cáncer te ha vencido
pero estoy seguro de que tú buscarás revancha en la resurrección del Cristo. Hasta luego.
Todos estábamos aterrados en aquella cámara fría y
desnuda que en el tanatorio llaman la Sala de la Despedida. A ella nos llevó a los del triste cortejo
aunque para disimular ibamos hablando de nuestras cosas tratando de dar un aire
de familiaridad a ese momento tan trascendente una azafata de talle fino y
guantes blancos. Los ojos de la fe avezados
a calzar las antiparras de la teología el dogma y los viejos conceptos me
llevan a la seguridad de que él está cerca de Ti, Señor. A tu lado y que le preparaste a Agustín una
morada en tu reino, allá en lo alto, o donde sea.
Que habrán acudido a recibirle en la gloria los Ángeles
y ese serafín de los prefacios al que entonaba su melodía al armonio su padre
mi tío Pedro que era el sacristán de Fuentesoto en aquellas multitudinarias
misas de Angelis y que su madre, la
Juana, a la que él llamó a voces antes de expirar Madre...madre. Madre y santa María y san Pedro y san
Gregorio y todos los justos de mi pueblo y todos los pueblos habrán prestado
acogida en los prados amenos de la eternidad.
Según dijimos en la recomendación del alma que me cupo el honor de
leerte en tu lecho de muerte a la cabecera de aquella cama del 12 de octubre
tan impersonal y tan fría para ti que eras entusiasmo puro y carcajada viva que
no merecieras reclinases tu cabeza para exhalar el último.
Otro absurdo
que me llena de angustias y de dudas pero no te preocupes, Agus, lo
superaré. Mi fe es más vieja y recia que
todas esas cantinelas con los que nos sorprende el pateta siempre tan oportuno
y tan poderoso que lo llaman el señor que preside los designios pero lo
derrotamos y vencimos con aquellas oraciones tan inspiradas del misal latino y
luego yo te escuché que decías Jesús José y María valedme en mi ultima agonía y
llamabas a tu madre, la Juana a la que yo siempre tuve por santa y a la que tu
hermana Lidia acude al cementerio de Fuentesoto a llevar flores y a suplicar su
intercesión para pedir algún favor o cuando la aflige una necesidad. Estoy seguro de que ella también estaba
allí. Con Jesús María y todos nuestros
patronos tutelares. ¿Recuerdas cuando ibamos a coger botijos de agua a la
fuente grande? A trillar, beldar,
arrancar hieros o algarrobas a Las Suertes Viejas que estaban a casi cuatro
horas de camino, cerca de Valdezate y que para ir a labrarlas había que uncir
el carro a las cuatro de la mañana. O
las moras que cogíamos en un bote por la fiesta de Nuestra Señora.
Con azúcar o
algo de arrope sabían buenas. Estaban
superiores. Aquel mundo que dejamos
atrás no era ni mejor ni peor que el que vivimos ahora pero ya no es. Se apagó el fuego y quedan los rescoldos y
los rencores que aquel pueblo del que salimos
eran muy envidiosos y quejados de esa enfermedad tan norteamericana del
“keep up with the Jones”. De aquella
tierna etapa de la infancia datan las primeras crueldades. Pueblo de cristianos viejos o acaso nuevos
pero de catolicismo y de cristiandad poco, personajes que no te daban una
hogaza o te invitaban a comer asado el día de la fiesta si no estaban ciertos
de que iban a recibir diez. Muy mirados
y muy a lo suyo y, según tú decías, Agustín, muy zorros. Pero estas menudencias y trastornos tales
mezquindades no pertenecen al corpus dogmático, son materiales para la
casuística. Pero hay que hacer balance
sub especie Aeternitatis y llegan el momento de las verdades.
Castilla dio
de sí todo lo que tenía que dar y se ha venido abajo por el mal de siempre: el
morbo visigótico, la ignorancia de los fetiches, las suspicacias y desplantes
entre unos y otros. Siempre busqué el
viejo espíritu pero sólo encontré ruinas y mezquinos destripaterrones. Los hispanos de los que decía un papa Deus
aspicit benignus- ¡qué ironía!- nos vigilamos unos a otros en vez de
querernos y de perdonarnos que es lo que cumpliría. Ese y yo más porque nos hemos hecho
supremamente materialistas y en este tiempo y en aquel y siempre estaba el
tanto tienes tanto vales. Los había que
querían un sitio preeminente en la tribuna de la iglesia y aunque más malos que
Judas pérfidos y traidores colmaban la iglesia de bodigos para ser invitados a
las comilonas en la rectoral.
Reunión de
pastores oveja muerta y ya se sabe el mejor cuarto asado y el cobro de diezmas
en especie que los reverendos se comían en carne pellizcando el culo de la
mejor moza y siendo piedra de escándalo para el feligrés. Algunos no eran muy evangélicos. Querían mandar. Pecados de sexo, bueno pues por ese cabo
todos somos pecadores y no tenía importancia al cabo del tiempo y cuando tantas
aguas han llovido que lo que contaba tu padre el sacristán que en aquellos sanpedros
del ayer el cura de Valtiendas se bebía una cántara y luego no acertaba, arremangada
la sotana, a los pedales de su bicicleta para subir la Cuesta Los Carros o el
de Pecharromán que en cada fiesta le hacía un chico a una moza del
arciprestazgo. O el de Cuevas que se
masturbaba en las eras coram pópulo que tío mas guarro para que le viésemos
todos los chicos. El peor pecado eran la
soberbia, la envidia y la falta de caridad, el querer ser los mandamases y
caciques del pueblo y eso que a sí mismo se llamaban discípulos de Jesucristo. Todo pasó y de aquello quien se acuerda. La vida fue evolucionando. Éramos pobres y felices. Pero la vida tenía cierto sabor y yo ando la
querencia de aquellas horas, de aquellas rosas, de aquel tiempo de amistad en
que éramos como más libres y desinhibidos, de aquellas chanzas inocentes, de
aquel vino. En una fotografía en que comparecemos tú y yo retratados por un
fotógrafo de feria a lomos de un caballo de cartón se nos ven los vientres
abultados. Hambre. Hambre a secas. Gazuza de posguerra y es que no había,
hijo. Cuando tu madre mi tía Juana que
era una santa le daba sopillas para merendar a tu hermano el pequeño que no sé
si era Pedrito o Salva nos poníamos todos en corro o sentados sobre los bancos
de la cocina y éramos felices si nos daba a probar una cucharada y como
pajarinos abriendo el pico. Hambre y no
había. Por eso se nos inflaban las
panzas como a los niños de Biafra.
Vivencias
comunes del pobreza en compañía deba de dejar una huella indeleble como aquella
luz de nuestro pueblo, los olores del establo, el sudor fuerte y perfumado de
las caballerizas, el aroma de estoraque al pasar cerca de la fuente en la cerca
del médico, las esquilas de los asnos en reata del molinero de la Villa que
preparaban unos escándalos de aquí te espero cuando barruntaban una yegua con
hipómanes, o las del burro yeguato del
tío Aquilino grande de alzada y esquelético como su dueño que bajaba para las
pobedas la chaqueta al hombro a regar su cerca la azada al hombro tieso más que
un huso, la mala leche de la Tía Maricruz Nuestra Señora de los siete tobillos
la única en el pueblo que se echaba polvos en la cara y luego supimos que otros
polvos también echaba y a ti te preguntaba muy interesada:
- ¿Tú eres el chico del sacristán?
- Sí, señora, para lo que Vd quiera mandar.
- ¿Y donde anda tu padre?
- A las tierras. A labrar.
- Hogaño le veo poco, hijo.
- Tía Maricruz ni falta que hace
A ti te tenía buen concepto. Por algo será, asumí. Y recuerdo las impresiones que marcan para
toda la vida: las tardes de invierno en el callejón que para calentarnos
jugaban los mozos al chito y nosotros al zorro pico zaino que era un
divertimiento muy antiguo y español. Y los bailes de candil por san Pedro
cuando le mangábamos al Bigote las garrapiñadas y los perillos al hortelano del
Valle de Tabardillo cuando venía a vender y se quedaba en las bodegas, bebía
más de la cuenta y luego le pasaba lo que al cura de Calabazas que no
encontraba el camino y nosotros aprovechando que andaba el hombre un poco
chispa le hurtábamos algún perillo.
O cuando la
noche de Ánimas nos mandaba tu padre a tocar las campanas y allí estábamos
acurrucados en el campanario muertos de miedo los dos. Alguna paloma sorprendida en su nido al
vernos levantaba el vuelo y a nosotros se nos erizaban los cabellos pues
creíamos fuera un ánima. Las castañas y
nueces de Nochebuena. Y los filandones
de San Andrés. Correr el gallo por las
Candelas. Los cantes de ronda cuando se
iban los quintos y al Irineo le tocó a África.
O poner la enramada después de la Minerva y el Corpus. Felices éramos a
nuestro modo. Ayudábamos a misa al cura Saturnino que nos daba una perra chica
o una patada en el culo si nos equivocábamos en el confiteor. La escuela de doña Catalina la esposa de don
Tomás aquel maestro que según decían era de ideas y se libro de ir a la cárcel
alegando que estaba loco y lo internaron en el manicomio de Quitapesares. ¡Dios
mío, al cabo de los años comprendimos la
tremenda injusticia que supone el emparedar a un maestro tildándole de débil
mental por pensar por su cuenta! Aquella
puta guerra, la guerra, y lo peor las revanchas. Por lo general el personal se escudaba en la
religión y la política para dar rienda suelta a sus instintos inferiores, pero
a mí siempre me pareció que don Tomás sí entendía de política. Los demás no.
Era un buen maestro.
Volviendo la
vista atrás uno tiene que volverse cínico o un hipócrita. Todo aquello de entonces ahora sale por lo
visto. Pero a mí los malos ejemplos
clericales no estorbaron mi fe en la religión.
Ahora bien como yo no quería ser un cura de misa y olla como aquellos
que bajaban a nuestro pueblo en la bicicleta con la sotana arremangada que
enseñaban los pantalones negros remendados y a nosotros nos sorprendía que
llevasen pantalones como los demás pues me salí. No quise saber nada. Pero continúo en aquellos valores del
Evangelio y en la piedad y en el amor de Nuestro Señor Jesucristo.
Luego vino la
emigración o evasión del campo a la ciudad.
Recuerdo aquellas vísperas de San Silvestre que nos presentamos en la
plaza con tu motocarro una Trimak recién
comprada cómo nos miraba tu hermano Maudillo que quería venirse con nosotros
para Madrid pero no había plaza en aquel triciclo con el que empezaste a
trabajar, el primero de la saga de una flota de camiones. En el puerto de los leones se planta nevar y
no teníamos cadenas. Hubimos de poner
nuestros abrigos y nuestras chaquetas debajo de las ruedas para el agarre en la
nieve y no sé ni como coronamos la montaña.
A fuerza de tesón, que tú siempre le echaste a la vida muchos cojones.
Los dos tiramos para adelante enderezando nuestras propias rutas.
Algunos
domingos salíamos juntos a alternar o nos metíamos en un bailorro a asustar a
algunas chachas y yo un poco bisoño te pedía consejo sobre cómo había que hacer
para que las chavales te diesen baile y tú decías mira te has de comportar
normal decirle cosas agradables que no vean que te azaras. A las mujeres les gusta saber que tú
mandas. Buen consejo, mas ni por
esas. Hasta tomé complejo de que nunca
tendría novia de que nadie me querría.
Hay que ver, Agustín que cosas se le meten a uno en la cabeza. Y pensaba en aquellos recuerdos agradables
tratando de espantar la sensación horrible de mi beso de despedida, ese olor a
cadaverina, espeso y dulce de los muertos cuando empieza el heder y la descomposición
de la carne y de la sangre. Estaba como
zombie. Desde el tanatorio sur hasta la Almudena
donde iban a hacerte polvo y ceniza había un atasco infinito. Nos perdimos un par de veces en una de las
incorporaciones, casi me choco contra un taxi.
Estaba como alelado.
La noticia
de tu muerte me dejó frío y todavía no me lo creo que puedas estar muerto.
¿Adonde te has ido? ¿Cómo será el cielo? ¿Cómo habrá sido tu entrada en el
Paradiso? Cavilar sobre estos misterios
me saca de quicio, siento como una desazón un cosquilleo en el estomago y es
que la eternidad me da vértigo y quiero suponer -y este es mi único
razonamiento- que de la misma manera que en tantos azares y peligros sentimos
una especie de protección y misteriosamente nos vemos salvados de las
acechanzas y trampas de la existencia, en la hora de la muerte Él seguirá ahí a
pie de obra. Al menos es lo que ponía en
la oración diaconal de la recomendación del alma que te leía cuando estaba en
los estertores de la agonía. Mas una
cosa es predicar y otra dar trigo.
Yo también
tengo dudas y un miedo infinito. A ese
vacío de tus ojos cerrados que dejaban de ser ojos para volverse cuencos de
calavera... A esa sonrisa macabra que vi
en tu cadáver. Bien es cierto que no
eras tú sino tus despojos en la hora del hic jacet mas no por tales reparos
deja de activarse mi congoja. Por eso
iba recordando con tu hermano Pedrito los buenos momentos de cuando éramos
chavales. Bromeando haciendo nuestros
planes ilusionados con el vivir. Bien es cierto que era un subterfugio. Una
escapatoria. No entiendo nada. Tengo la mente en blanco esta mañana hermosa
de verano cuando la circulación en la M 30 es caótica y por la mañana la tele retransmitía
el encierro de san Fermín. Otro breve
responso y más lloros de los deudos de un curita joven capellán del cementerio
cuando llegamos después de perdernos otra vez por las aleas de la inmensa
necrópolis. A mi me hubiera gustado
entonar el Libérame me Domine de Morte Aeterna y musitar el a porte inferi o el
dies irae pero recité estas secuencias de los viejos funerales para mí mismo.
Había mucha
gente y allí estaban tus hermanas Rosario Lidia Salva y Pedrito mi escolta de
poca talla pero de corazón grande el que más se parece a ti. Me impresionó la dulzura de tu nuera
Esperanza que me dio a besar a tu nieta y yo la bendije. Esta niña es clavadita a ti. Y ese pensamiento me confortó un poco. Porque
en esos ojos almendrados se posaba tu luz por ese milagro de los genes y tu
cuadratura. Y el amor que vencerá a la
muerte, en esta megapolis superhabitada de fantasmas donde todo es difícil e
impersonal hasta morir los ojos un poco asustados me alejaron del cabreo que
siento esta mañana de sol con Dios - uno puede a veces estar enfadado a veces
con lo que más quiere ¿no?- me dio cierta tranquilidad e hicimos las
paces. Él está cerca de Ti, Señor. Lo sé.
Le habrás preparado esa morada que se merece tras su crucifixión
del cáncer de piel y la muerte que Tú
quisiste compartir con Agustín, conmigo, con todos, pero Te pido no me des tan
dura prueba como la suya que no sé si lo resistiré. Vermis
sum et non homo, miserere mei,
digo con el Santo Job.
Al regresar
de la Almudena a mí me pareció que entre los ruidos del tráfico de la calle
impersonal los cláxones de los automóviles entonaban un Miserere. Y luego el aleluya de la Resurrección en
Jesús. Aparqué en una de las zonas más bonitas de Madrid Alcalá con Goya y
entré a cortarme el pelo en una barbería.
La vida sigue. Muerte, ¿dónde
está tu victoria? Volví a inquirir sólo
para mi capote. La verdad es que no entiendo nada pero acepto la muerte como
una parte esencial de mi condición humana. Que hoy me embargan la melancolía y
acepto resignado el fin de esta persona tan querida como acepto el mío propio.
Más que nunca hoy recuerdo la frase del Prefacio de Difuntos: Vita mutatur
non tollitur. (La vida se
transforma, no se nos arrebata)
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