CHARLES DE
FOUCAULD, LA FURIA DEL SIMÚN.
*SERÁ SU
VOZ UN CÁNTICO NUEVO.
Exaltación triunfal
de un perdedor.
Hizo bandera de la máxima evangélica non turbetur cor vestrum neque formidet(no se turbe ni tenga miedo
vuestro corazón) y huyó al desierto. La importancia y reversibilidad de los
merecimientos del vizconde Foucauld, ese gran perdedor con Cristo, en el cual
ha tenido su triunfo y exaltación (el Bien no es un capítulo cerrado que pueda
acabarse en sí mismo y siempre permanece abierto a opciones de vida; la semilla
germina en silencio) adquieren gran medida y un
relieve gigantesco. Su marcha a un rincón perdido del Atlas fue un gesto
cargado de futuro.
Puesta en perspectiva y al trasluz del devenir reciente, la figura de
este ex trapense, ex soldado, ex escritor y ex aventurero, se agiganta. Los
dedos de la Gracia saben tejer una maravillosa pleita de tela profética sobre el cañamazo de todo
aquello que el mundo rechaza. Su voz mesiánica resuena en estos tiempos
contundentemente. Foucauld no es un santo de hornacina y casalicio, al que
pongan velas las beatas, sino un santo de este tiempo, del milenio. Se trata de
una bienaventuranza de gran talla, faro egregio para cuantos navegan por la mar
arbolada de estos albores del milenio, cuando hay algunos que se empecinan en
propalar la especie de que se ha acabado el tiempo de la Cruz. De un plumazo
quieren tachar toda la grandeza del Nuevo Testamento. Sin embargo, se está
acercando la hora de los pobres.
La
religiosidad de este hidalgo francés se fragua en la renuncia del yo y sobre el
afán de unir bajo el signo de Jesús, que es el amor, la tolerancia y el respeto
mutuo, a los creyentes de las tres variantes de la fe monoteísta. Una de las
oraciones preferidas por este morabito cristiano y que pronunciaba sin cesar en
medio de la soledad de una ermita perdida en las estribaciones del Rif [“Invito a los habitantes de este planeta, cualesquiera
que fueren, cristianos, judíos, protestantes, agnósticos o idólatras, a que me
consideren su hermano universal”] adquiere espectacular magnitud al día de
hoy, cuando los descendientes de aquellos hombres del Magreb, con los que
convivió y tanto amó el solitario de la hamada de Bení Abbès, llegan a Europa
en oleadas en busca de mejoras de futuro en la calidad de vida de sus hijos,
siendo a veces objeto de la incomprensión y la discriminación, sin tener en
cuenta de que ellos forman una raza de grandes valores sobre todo espirituales
y humanos y acaso sepan salvar a Europa, que es víctima de su propio éxito, del
marasmo materialista que da opción al egoísmo y la falta de caridad y de amor,
Foucauld había fundado en un vivaque sahariano una institución que puso por
nombre la Jauna (Casa del amor).
A ellos parecen dirigidas, sobre todo, estas
palabras imbuidas de clarividencia profética. Las sellaría con su sangre.
Caería víctima casual de la cimitarra
fundamentalista. Pero su martirio, cargado de simbolismo anunciador de algo
nuevo, y de una Iglesia que retorna a los principios que informaron su ser,
representa un primer paso para un tímido acercamiento que enlace entre el Corán
y el Evangelio.
Charles
de Foucauld, el segundo vizconde del mismo nombre (1854-1916) nació en
Estrasburgo en el seno de una de las
familias nobiliarias con más alcurnia de Francia. Los Foucauld fueron ayudas de
cámaras, ministros o generales en la Corte de San Luis. Se entronca con los
Doce Pares, aquellos que fueron testigos del juramento del Delfín cabe la
Encina de Vincennes. Quedó huérfano de padre y madre a los siete años. Él y su
hermana Louise fueron recogidos y educados por el abuelo materno, un coronel
retirado. Siguiendo con la tradición familiar, a los dieciocho años optó por la
carrera de las armas, entró como cadete en la famosa academia general militar
que el ejército galo tiene en Saint Cyr. Eligió la rama de Caballería y al cabo
de un lustro saldría de teniente, con
mando y plaza en el Cuarto Regimiento de Húsares. Bordadas las flamantes dos
estrellas en su bocamanga, hizo vida de salones. Novias, saraos, bailes,
romances y fiestas. Conoció el gran mundo de aquel París “fin de siglo”de la exposición
Universal, el París de Zola. Una época que se caracteriza por la euforia de los
nuevos inventos que serían el germen de un desarrollo tecnológico sin
precedentes, marchando a la par con el desarraigo social, la miseria precursora
a la lucha de clases, junto con las guerras coloniales y la falta de estabilidad política del Bajo Imperio.
Era el canto del cisne de Europa. Al otro lado del Atlántico nacía un nuevo
poder. Sin embargo, los tiempos de decadencia suelen ser fructíferos en lo que
se refiere al campo de las ideas y brindan terrenos fecundos para el desarrollo
del genio humano.
Era Charles de Foucauld un hombre de su
tiempo: un romántico. Su vida legendaria parece arrancada de las páginas de la
novela “Beau Geste“, y asemeja por su
contexto a la de la película “ Las cuatro plumas “. Fue un Lawrence de Arabia a
lo divino y en versión francesa. En los primeros tiempos de guarnición, el oficial
de los húsares, heredero de Cruzados y por cuyas venas corría una de las más
linajudas estirpes, no se revela como un hombre de guerra, sino como un oficial
decorativo. Podría haber pasado como el protagonista de una novela de
Maupassant: galante, perdis, algo borracho y muy sibarita. Las fiestas con los
amigos acaban en opíparas cenas pantagruélicas. Se aburría. Engordó... La afición a la perdiz escabechada, al vino
de Burdeos y a las setas le depararon algunos problemas con la báscula. Este
Foucauld de la primera época fondón “
bon vivant “ y abúlico- el fastidio es el castigo del buen burgués- nada tiene
con ver con aquel otro morabito atezado por los soles del Sahara, desmarrido
por una pitanza a base tan sólo de dátiles y leche de camella, con aquel
penitente enteco de ojos encendidos por el amor de Dios y la alegre melancolía
de quién presiente ya el martirio, la opción de muerte que él mismo había
elegido.
Por otra parte su comercio con “ cocotes” parisienses y el trato con las
mujeres de vida ligera parece ser que le depararon algún disgusto ¿ Padeció
gonorrea o alguna venérea de carácter más grave?
Nada se sabe de cierto. Mais, il s´ ennuit...
Se
aburría a morir en la caserna.
El
advenimiento de la segunda república en Francia implica algunos cambios en el
callejero, no menos que la sustitución de todos los distintivos dinásticos. El
cuarto de Húsares empezó a llamarse el Cuarto de Cazadores. Fueron movilizados
y enviados a una avanzadilla de la frontera en Argelia. Participa en algunas escaramuzas contra las
cabilas. Recibe su bautismo de fuego. Aquel cambio de régimen de vida su
organismo poco avezado a los agobios de la vida en campaña pronto lo deja
sentir. Su salud se resiente. La primera impresión que deja el desierto africano
en su retina no puede ser menos favorable. Estaba por llegar su hora. Se
acentúa su crisis religiosa. Dios estaba llamando a su puerta con sutiles
dedos. Años más tarde, el simún, ese ventalle que alza sus pliegues de arena
sobre las dunas a la que proyecta con rapidez sobre la llanura inhóspita, como
si fuesen espectros, lo cambiaría por completo. Allí experimentaría la fuerza
del siroco, el mismo torrente de energía que derribó a Pablo camino de Damasco.
África
lo cambiaría del todo. Sería para él su gran
metanoia. Quedaría hechizado
por el misterio de sus noches mágicas. Ese silencio duro del desierto, el
verdor de los oasis y la belleza de ese mundo moaré de los nómadas que
discurren por el mar de arena a la búsqueda de pozos para sus camellos y pastos,
al murmullo de las oraciones ensimismadas, y el grito constante de “ Allah
alkabar” (Alá es el mayor), según lo recitan las cunas del Corán. Le caló muy
hondo esa fascinación africana, cuna de las religiones mistéricas y cuna
también del cristianismo. En los primeros seis siglos, sólo en el norte del
Continente Antiguo había tres patriarcados, ochenta sedes metropolitanas, amén
de cuatrocientos obispos desparramados
desde Alejandría hasta Tagaste. Hipona, en lo que es hoy Túnez fue la sede de
Agustín. Las arenas de la región sub sahariana están regadas con la sangre de
innumerables mártires, e incluso el rostro de Cristo, según lo retrata la
iconografía bizantina, de cabellos negros y moreno semblante, pudiera pasar por
el de un árabe. Los patriarcados de Antioquía, de Alejandría y de
Constantinopla son los más antiguos del orbe cristiano. En los desiertos de
Anatolia nacieron la liturgia, el monacato y una forma de vida peculiar. De
Oriente nos vinieron la luz y la cruz.
Hoy
ya no queda apenas rastros de aquellas florecientes iglesias. En todo el
inmenso Marruecos, un territorio dos veces España, no quedaba en tiempos de
Foucauld ni un altar, ni una simple ermita en cuyas espadañas campease el
símbolo de la cruz. Estos son los predios inescrutables de la Media Luna. ¿ Por
qué? Algunos Padres argumentaron que Mahoma era el anticristo. Otros adveran la
tesis- mucho más verosímil - de que la pérdida de aquellas iglesias de más
abolengo en la historia de la fe (traigamos a colación el nombre de los
patriarcados de Antioquía y de Alejandría y a los coptos y maronitas) tuvo algo
de castigo por el clima de disidencias entre arrianos, monotelitas,
monofisitas, reinante durante los primeros siglos, a los creyentes. Habían malversado los depósitos de la fe con
querellas intestinas, guerras de religión, herejías y desacatos. En particular, no se había cumplido el testamento de la
Ultima Cena: “ que os améis los unos a los otros como yo os he amado”.
Sin
embargo, cabe la sospecha de que el
Islam, que en el fondo es un sistema de valores legatarios del Evangelio,
nacido al calor de los Apócrifos, sobre las arenas regadas por la sangre de los
primeros mártires en la antigua Numidia, Mauritania, Libia, Cilicia, Antioquía,
Persia, conserve filiaciones e influencias del monofisismo caldeo y del
arrianismo egipcio, que pensaba que Cristo era meramente un hombre enviado por
la deidad en su lucha contra el Demiurgo. ¿Podrá Mahoma volver al redil de la
fe? El camino de retorno es difícil, pero para Dios o Alá, que ellos dicen,
nada hay imposible. Hace falta mucha tolerancia, mucha fe y mucho amor. Los
seguidores del Profeta creen en el Salvador a su manera, por lo que la
reconciliación podría saldarse. No puede decirse lo mismo del judaísmo
sionista, que niega a Cristo, y se opone a Él con toda su protervia,
recalcitrante en el error.
En cualquier caso, aquí subyace uno de los
grandes enigmas de la Historia de la Iglesia: la fuerza con que irrumpió el
Islam en su propio seno. No faltan profecías que señalan que la reconciliación
con la Media Luna será uno de los signos de la llegada de la Parusía. A juzgar
por las apariencias de la actualidad (conflictos entre palestinos y hebreos en
Jerusalén y el estado de “ Jehad” o “djijad” y en castellano antiguo “chijad”,
guerra permanente) no parece muy próxima esa convergencia entre las tres
religiones mistéricas. Pero es la idea por la cual vivió y murió este noble
francés transformado en morabito. Sintió esa llamada del desierto porque en la
soledad del yermo aguarda la fórmula ideal
de los que quieren ser perfectos.
Detrás
de ella están los eremitas que siguieron las huellas de Juan el Bautista y se
vistieron de marlota y de piel de camello en el más estricto sentido esenio.
Ayunaron e hicieron penitencia conforme al dictamen de la mandaá de los primitivos cristianos de San Juan. Toda la mística
del Temple abunda sobre el concepto de“ mandaá”(transformación). Cristo, por su
aspecto, era un judío esenio, un hombre del desierto. Y su madre, María de
Nazaret, debía de tener la apariencia de una tapada como una de esas buenas
mujeres árabes, el chador o flameo de las desposadas, a la cabeza, y tiros
largos, que encontramos cada vez con más frecuencia por las calles de nuestras
ciudades, porque la avalancha viene y se acerca, para recordarnos que vivimos
en un mundo unipolar, que acaba de cambiar de amo. Ellas se resisten a aceptar
las modas occidentales y van muy derechas y orgullosas de su fe y de sus
costumbres islámicas. Su presencia viene a recordar a muchas de nuestras
cristianas sólo de nombre que existe una virtud que se llama el recato y el
pudor, que la desnudez no dignifica a la hembra, antes bien la rebaja a su
condición animalista - visión pagana- y la convierte en mujer objeto y juguete
de deseos. Pero este contraste o protesta
por la indumentaria no es nuevo; ocurrió ya en tiempos de los romanos.
María
no debió de andar por el mundo como una deslumbrante Madona de Rafael o una
moza guapa de la Sevilla de Murillo, mal que nos pese, sino como una de estas
humildes doncellas de cabeza inclinada
de los frescos griegos. Ella es la Theotokos Panmakaristos (madre de
Dios y de los hombres) y también la “ Panagia Paramythia” (madre del Aviso).
Esta es la imagen de la Virgen que he contemplado yo sobre el cielo encendido
de Prado Nuevo el 13 de mayo de 1995. Nada que se parezca a la bonitura
inalcanzable con que nos la presentan los pinceles y gubias de imagineros y
pintores de la escuela sevillana, sino un ser de carne y hueso, que, en
siéndolo, resulta estampa muy humana y a la vez divina. Su silueta salio
dibujada en la corteza del fresno de las Apariciones en instantáneas tomadas
con mi cámara de fotos en las primeras fechas de registrados los fenómenos a
comienzos de los años ochenta. Eran aquellos días presagos las avanzadas de un
cambio que ya se está operando mientras alborece un milenio. La Virgen, tocada
del flameo de la castidad, paradójicamente elevaba un grito de protesta contra
nuestro necio descoco. Su misión en las tareas de gobierno de la Iglesia ha
sido esa presencia opaca de Esclava del Señor, porque, al proferir su “fiat”, asumió con su Hijo un papel
mesiánico y soteriológico. Esta voluntad
del “ hágase en mí según tu palabra” se cumple todos los días en la vida de esa
Iglesia del Silencio mariano. No sé si habrá hablado más de un par de veces en
los Evangelios. Una, para ensalzar al Dios de Israel en el canto del Magníficat; otra para
increpar al Niño que se había quedado rezagado en el Templo disputando con los
Sabios de la Ley, y una tercera, para murmurar en las Bodas de Caná una amorosa
y humana advertencia de mujer que se da cuenta de todo”: No tienen vino”. Por
lo demás, no hizo otra cosa a lo largo de su vida que “ callar y guardar
aquellas cosas en su corazón”. (Et mater
ejus conservabat omnia verba haec in corde suo. Luc, II, 51,52). Esta
Virgen pudorosa vela, desde su recato de madre del género humano, por todos y
cada uno de nosotros.
Según
una antigua leyenda en un viejo monasterio de Vatopedi del monte Athos, los
frailes llevaban una vida disipada. Dios permitió castigarles enviándoles una
banda de piratas. Cuando éstos estaban a punto de irrumpir en el convento para
saquearlo, y dar muerte segura por decapitación - era la regla entre los
berberiscos -, la Panagia Paramythia se aparece al idumeo o superior
avisandoles que se pusieran en fuga. Los monjes escaparon y los proyectos
vengativos de Dios quedaron sin efecto. Pasada la horda, los cenobitas
regresaron a sus celdas y vivieron en la observancia.
Una imagen de esta Madre del Aviso y Virgen
del Consuelo, con todo ese hieratismo bizantino, cargado de simbolismo y
descarnado de toda sensualidad, era el único retrato que presidía la austeridad
de aquel zaquizamí perdido en el Sahara al que el aventurero francés fue a
parar. No es ya meramente la Madre del aviso sino la Escala de la
Contemplación. “ Más de dieciséis horas
llevo aquí plantado - escribía el 22 de
marzo de 1897 Charles de Foucauld- y no he hecho otra cosa que mirarte. ¿ Qué
me quieres decir, Dios mío? Yo soy poco lo que tengo que deciros porque mi vida
se ha convertido en una completa contemplación del Amado “. He aquí una de
la primera muertas de “kenosis” o
anonadamiento, sensación quietud, “poustina”,
exinanición, muerte del yo, nada
divina, alumbramiento, “ Gelassenheit”,
santa indiferencia, karma, etc.; todas esas acepciones ha recibido ese estadio
en el cual el alma del hombre vierte como un río sobre la mar y se encuentra
cara a cara con Dios. Estos términos saltarán con frecuencia a lo largo del
libro, que tienes entre tus manos, amable lector, y en el que nos proponemos acometer un estudio
de la iniciación a la santidad a través de algunas figuras señeras de la
Mística.
Esas
moritas que pasan a nuestro lado ¿ no serán un poco las embajadoras del
concepto de salvación que transmite a las católicas de la Vieja Europa, caduca
y entelerida, que expira asfixiada por su propio éxito, pero ególatra y
envejecida, la Madre del Aviso? El Islam es una fuerza. También una bomba
demográfica. La Panagia Paremythia, de la misma forma que intercedió ante su
Hijo para evitar el castigo a los relajados monjes del monte Athos puede
desviar la mano del azote que se acerca a los muros de la ciudad alegre y
confiada, haciendola recapacitar. Dios nos libre también de las luchas del
pasado. De cualquier guerra santa y de las que los europeos, tanto católicos
como protestantes u ortodoxos, somos culpables. Porque aquello fue una forma o
un aviso que envió La Sabiduría Inmutable para confundir nuestra soberbia
acrisolada en los vicios.
Ellos
aportarán el vigor de la juventud, otros valores éticos. Traen en sus rostros
quemados por el sol africano esa fuerza irresistible del simún. Foucauld lo
percibió muy en sus adentros - esa descarga del mundo que se acerca y se
transforma - cuando sintió la llamada de África y concretamente le atraía
Marruecos, a cuya lengua tradujo los Evangelios y compiló un diccionario árabe
dialectal- francés, que es hoy una herramienta de trabajo de la Filología
Semítica. Pero no fue nunca un renegado ni un muladí este gran amigo de los árabes.
En Tindouf se decía: “ Es una pena que un
musulmán tan bueno como es ese fraile no vaya al Paraíso, por no profesar la fe
del Profeta”.
Su
vocación fue como un ventalle de gracia divina, una tromba de siroco que
transformó de arriba abajo la existencia de aquel elegante y epicúreo teniente
de Húsares. El proceso fue lento. En Setif protagonizó un motín con unos
cuantos de sus legionarios. Protestaban por el rancho y las degradantes
condiciones infrahumanas con que se vivía en aquel fortín enclavado en las
mismas entrañas del Sahara. Sobre sus espaldas sintió el peso del saco terrero.
Se le formó consejo de guerra y a punto estuvo de ser fusilado. En ultimo término, le fue conmutada la pena capital por la de la degradación.
Con toda la tropa formada ante el adarve, un
sargento procedió solemnemente a arrancarle las estrellas de la bocamanga. ¡
Demasiado para un brillante militar de carrera formado en las aulas de Saint
Cyr: un “chusquero“ lo expulsaba del Ejército!
Regresó
a Francia desanimado, pero todavía más rebelde. Otra vez, la buena vida. Una tarde, estando acodado sobre el velador
de un café de Evián y hojeando un diario sin mucho interés le asaltan unos
titulares”: Insurrección en Orán. El Cuarto regimiento de cazadores entra en
combate”. Inmediatamente, solicita su reincorporación a su unidad, abandona a
su amante de turno, una condesa por nombre Mimí, y vuelve a militar baja las
banderas de la Caballería Francesa. Su escuadrón operaba en Tindouf. La
rebelión es sofocada. Pero esta vez África atrapa al joven para siempre. En su
espíritu se opera la decantada metamorfosis. El desierto con sus calinas
ardientes, el silencio impresionante, con sus beduinos de ojos de fuego,
hechiza a Foucauld. El mundo árabe es como un conjuro, un sortilegio. Pero de
nuevo siente escrúpulos ante la posibilidad de estar siendo víctima de un
espejismo. La zona de operaciones de su unidad tenía por centro el “ bled”, un
blocao de avanzadilla, arenas adentro de Tolbruk, allí donde la bazofia, el
calor intenso de los días y el frío de las madrugadas o la falta de agua
potable sean todavía menos soportables que el aburrimiento.
Quienes
hayan servido en alguna trinchera del desierto saben que el enemigo a batir por
el soldado desplazado a estos destacamentos no son las cabilas, ni el sol
abrasador que se cuela por el cogote y calienta como una estufa las barbilleras
de lona de la galea. Ni siquiera los torbellinos de arena o las moscas
insoportables o los insectos. Es el tedio. Muchos no lo soportan. Se vuelven
locos o se suicidan. Lo llaman los franceses “ mal du bled”. Es como una resaca
de tamo que se te va metiendo por los poros y sube alma adentro. La tierra
llama a los hombres a su seno. Se siente entonces la fascinación del espejismo.
Entran ganas de huir. El suboficial
Foucauld - había sido degradado en el escalafón - desde su garita de centinela
en una de las barbacanas del fortín debió sentir la llamada del desierto y le
entraron ganas de huir. Otra vez pide la absoluta, ahora ya para siempre, en el
Arma de Húsares. Quiere conocer Marruecos. Como estaba vedada la entrada a los
cristianos en aquel territorio, se hace pasar por hebreo. Desde la expulsión de
los heroicos misioneros franciscanos y de los frailes de la Merced aquel
inmenso territorio allende el Atlas quedó huérfano de la Cruz. Era verdadera
tierra de moros. Uniéndose a una caravana de judíos que, mandada por el rabino
Joseph Alemán, un sefardí, y, empeñado en entrar en la mítica Berbería in
pártibus infidélium, se dirige a visitar la alfama de Chauen y otras aljamas
del interior.
A
tal efecto, aprende algo de hebreo y se deja crecer aladares, según la
costumbre de los antiguos israelitas españoles. Aquel viaje le fascina y deja
en su espíritu una huella indeleble. Como resulta de esta gira nace un libro en
el cual narra sus experiencias por las inmediaciones del reino alauita,
prohibido a los no mahometanos. Es el momento de su conversión. Decide hacerse
trapense y entra en el convento de Santa María de las Nieves. Sus superiores
acceden a enviarlo a una trapa recién abierta en Siria. La severa disciplina
cartujana le parece poco rigurosa para la vida de penitencia y de sacrificio
que él tiene en mente.
Recorre
mendigando toda la región de Palestina y se instala en Nazaret donde lo acogen
como hortelano las clarisas. En la huerta construye una cabaña y allí reza y
estudia una vez terminada las tareas agrícolas. Se dirige a Jerusalén donde en
otro convento de la orden franciscana realiza los humildes menesteres de
portero y otros servicios ancilares. Se ordena
por fin sacerdote y se une a una expedición que se dirige al desierto,
al país de los Tuareg. Quiere fundar una orden contemplativa dedicada
exclusivamente a rogar por la conversión - y, si no por la catequización,
problema harto difícil tratándose de mahometanos, al menos la reconciliación -
del mundo islámico. A lo largo de su más que corrido cuarto de siglo que pasa
en los oasis, el hermano Alberic (ese fue el nombre que adoptó al ordenarse) no
consiguió bautizar más que a un solo neófito. Sin embargo, él pensaba que Dios
opera bajo otros parámetros. Sus caminos no son nuestros caminos. El Señor echa
otras cuentas.
Humanamente
parece imposible entender cómo pudo aquel aventurero de Jesús de Nazaret, el
corazón mordido de desierto, embarcarse en tamaña empresa. Solo. Sin apenas
medios materiales, sin más respaldo que el de algunos de sus antiguos
compañeros de armas, adscritos a las patrullas de la policía nómada que velaban
por la seguridad del protectorado y que cada quince días llegaban al austero
“bordj”, especie de capilla mahometana, con víveres y el correo para el
anacoreta de Tamanrasset. No hizo prosélitos. La hermandad que se propuso
fundar o Jauna que tendría por lema la palabra árabe “ amon” (paz y perdón),
aunque Foucauld consiguiera ultimar sus estatutos, tardó bastante tiempo en ser
aprobada por Roma. La Santa Sede, consciente de los dificultoso de la empresa
que se proponía acometer el hermano Alberic, se tomó lo tomó con calma. En
círculos eclesiales lo daban por loco. Entre los militares, por una
aventurero. En todo caso, el antiguo conde no era sino un marginal, un
inadaptado, pero hasta en eso, y en su pasión por el trabajo manual, quiso
parecerse a Jesús Obrero.
Preveía
que el cristianismo sólo puede triunfar abrazado a la cruz del silencio, de los
que padecen y laboran. Es una religión de perdedores que predican en la tierra
con el ejemplo y que son exaltados a la apoteosis final en el Cielo. La vida
cenobítica, que tiende a la perfección evangélica, mediante la renuncia al mundo
y el desprecio de las sabidurías terrestres a favor de las eternas, constituye
algo privativo a la Iglesia Católica. Desde los primeros tiempos atrajo el
yermo. Hay tres clases de contemplación, según la disciplina de cada uno de los
monasterios. El anacoretismo o congregaciones idio rítmicas es la más vieja,
pues era ya practicada en la Tebaida egipcia y antioquena. Los adheridos no
llevan un sistema de comunidad. Viven apartados en cuevas o grutas, siguiendo
las huellas de María Magdalena, de San Antonio o de San Jerónimo, pero celebran
en común algunos oficios de la Sagrada Liturgia. Luego está el sistema
cenobítico basado en la salmodia y vida
en común. Esta manera de santificación se generalizó en Occidente, con san
Benito y los monasterios gaélicos. Por último, está la fórmula hesicasta o
eremítica. Vida de unión silenciosa con el Criador. El hesicasmo consiste en la
recitación constante y reparadora del nombre de Jesús, con la ayuda de los
ritmos del aliento respiratorio y los latidos del corazón. Consiste en un
constante estar tranquilo en sintonía con la Creación. Es la fórmula que impone
la “pystina” o tradición quietista rusa, apoyandose en parte en los santones de
la Mandra hindú. Es la que eligió el venerable charles de Foucauld. Se dice que
la hesicasta - del gr.hεσikασθωσ, estar tranquilo, guardar silencio- es la más perfecta.
El
tres de diciembre de 1916, bandidos fundamentalistas avisados por el hombre que
hacía las funciones de sacristán en la jaima de Beni Abbés y que sería el
traidor, que les abrió la puerta de la misión, asaltaron el recinto donde vivía
recluido el morabito francés. Murió de un culatazo que le propinó uno de sus
asesinos al pié del sagrario. Acababa de hacer la reserva del Santísimo. Lo había profetizado y lo había querido:
morir mártir en la tierra que amaba. Trazó con los dedos temblorosos una cruz
con la sangre derramada. Su última mirada fue para las cumbres del Atlas. Y
murió como mueren los santos: perdonando a los que le mataban, fiel a su
compromiso con el Evangelio.
La hora undécima
Hemos
elegido la figura del Fundador de los Hermanitos de Jesús como umbral de estos
ensayos sobre la actuación del Espíritu Santo en el Tercer Milenio por
parecernos un santo típico de la modernidad, apóstol misionero del Tercer
Mundo. En su figura se dan cita los dos aspectos: el contemplativo y el de
operario de la Hora Undécima. Era consciente, por prognosis profética, de las
dificultades de su misión ante el Islam y que no habría, ni en vida ni en
muerte, resultados aparentes, pero él fue el primero en esparcir la semilla; en
roturar aquel barbecho.
Cuando
el numen del Paráclito suscita una fundación en el seno de la Iglesia, es que
ésta responde a un situación de necesidad real. La catolicidad tenía una
cuestión pendiente, después de tantos descalabros históricos, así con el
Judaísmo como con el Islam, pero, sobre todo, con los hermanos separados de
Bizancio, depositarios de valores sagrados de la Tradición. Dichas
cristiandades del Este puede decirse que sufrieron más que nosotros y supieron
a adaptarse a una convivencia positiva - sin que por ello faltasen amargas
excepciones, claro es- con hebreos y musulmanes. La peculiaridad de Carlos de Foucauld, obedeciendo a la
llamada divina para dejarlo todo e irse a convivir al Sahara con los nómadas
Tuareg, es que trató de convertirse en bisagra de fraternidad con todos
aquellos prosélitos del patriarca Abrahán por la fe en un Dios único.
Este
encuentro con el rostro oculto de Cristo le sobrevino, por iluminación
celestial, cuando, recién llegado a Jerusalén, entra a orar en el Santo
Sepulcro, en el momento en que los monjes de la comunidad rusa en Tierra Santa
celebraban una misa cantada. Entre vaharadas de incienso, escucha el Canto del
Querubín y las letanías trinitarias. Las invocaciones al Padre, al Hijo y al
Espíritu, con sus tres atributos mayores: deidad omnipotente, fortaleza, e
inspiración, constituyen la base de la comunión eucarística, según el rito
grande de San Basilio. En ese dúo maravilloso entre el diácono y los coros se
alzan al cielo los cantos de piedad y misericordia para una humanidad cansada y
llena de miserias, habituada a convivir con el dolor y con la muerte. También
se apela constantemente a la intercesión de los Ángeles y de Santa María para
ser capaces de soldar esos dos planos: el de Dios y sus criaturas, los infinito
y lo finito, la vida eterna y la muerte, la gracia y el pecado.
A
la sazón, el humilde peregrino trapense se siente traspasado por el rayo de la
iluminación. Esta fuerte conmoción quedaría plasmada en su mente toda la vida,
y es seguramente por eso por lo que los miembros del instituto de los
Hermanitos de Jesús tienen la obligación, entre sus prácticas diarias, la de
recitar la invocación del Veni Creator junto con una oración a los
Ángeles directamente tomada del rito de entrada a la misa que entonan los
melquitas que reza así:
“Oh Señor,
Dios nuestro, Tú que llenaste los cielos de legiones de ángeles y arcángeles
para el servicio de tu gloria, haz que nuestro ingreso en tu templo venga precedido
por el canto de tus coros, virtudes, dominaciones, potestades, tronos,
serafines de seis alas, y que entonemos el Himno del Serafín. Por los siglos de
los siglos. Amén.”
Aquí
está basada la espiritualidad del original siervo de Dios: la disponibilidad de
entrega a partir de la noción de que la gracia presume la naturaleza. No hay
que romper con el hombre, sino aceptarle tal cual es, en sus valores, en sus
tradiciones culturales que conforman una actitud existencial. Luego el neuma
divino será capaz de moldear a su manera el barro en que fuimos fraguados.
Decía Charles De Foucauld que “Dios nos llama a la plenitud del amor a cada uno
según sus capacidades. Puesto que Él nos creó, sabe cómo somos. Ahí está
nuestra perfección. Es una tentación querer ser grande en el Reino Venidero,
debemos inclinarnos a ocupar los sitios de abajo, porque el deseo de grandeza
personal interfiere con la gloria de Dios”. Semejante contemplación jovial y
plenamente optimista de la actitud del hombre frente al Inefable está henchida
de Evangelio. De paso, constituye una afirmación de modernidad.
El grano
de mostaza
Se
hace aquí evidente el parangón que existe entre Foucauld y Teresa de Lisieux.
Ella también preconiza el empequeñecimiento y la opción de los pobres, de los
ignorantes, los marginados y pecadores, desde un único punto detonante: el
amor. El antiguo trapense es, en conclusión de lo expuesto, una santo
“pequeñito”, pero que arraigó y se engrandeció. El grano de mostaza,
transformado en árbol mayor, hoy da sombra, cobijo y frescura a todo el vergel
de María. Siguiendo los pasos de la carmelitana normanda, casi paisana suya,
prefiere los diminutivos a la hipérbole.”Si no os hacéis como niños, no
entraréis en el reino de los cielos”... Il etait tout petit.
De
propio intento, quiso que el instituto nacido en un oasis donde paraban las
caravanas tuareg cerca de Orán se llamase la “Fraternidad de los Hermanitos y
Hermanitas de Jesús y del Evangelio. Es un rotulo misionero, en apariencia
inocente, pero cargado de intencionalidad soteriológica, buscando el
acercamiento entre los pueblos separados por discrepancias religiosas así como
desigualdades sociales. Nunca rechazaría la tecnología y todas aquellas
consecuciones de la ciencia mecánica y de la inventiva que hacen más llevadera
la existencia del hombre en la tierra. Sus casas, siguiendo el paradigma de la
jaima de Beni Abbés, que toma por modelo la casa de Nazaret, serán a la vez
talleres y oratorios, donde se predica con el ejemplo a partir del compromiso
con los pobres, huyendo de cualquier proselitismo.
Él
entró en la historia eclesiástica como una brisilla de viento solano, que pedía
perdón por vestir a la morisca con la chilaba y las babuchas, pero en el pecho
un corazón grabado en tela, símbolo de esa alcancía llameante que contemplaron
en sus éxtasis María de Alacoque y otros místicos medievales. Era consciente de
lo improbo de su ingrata tarea. No suelen pedir las aguas del bautismo los que
han nacido en el seno de la Religión del Profeta, pero Foucauld no había huido
al desierto para convencer de grado o a la fuerza a los musulmanes de la
supremacía de la Biblia sobre el Corán, quería sólo roturar el yermo para que
los que llegasen más tarde pudieran recoger el fruto de su labor
escarificadora. Ese sueño que tuvo al pie del Atlas nunca llegó a colmo cuando
él murió a principios de siglo ni tiene visos de ser realidad ahora, cuando
concluye. Más bien, sucede al contrario: el cristianismo en África, lejos de
arraigar y de afianzarse, se encuentra en trance de recesión. Como ha
demostrado la reciente guerra de Kosovo, también en una Europa descristianizada
la Media Luna avanza y la Cruz retrocede. Pero puede que se trate de una mera
apariencia con la que Dios castiga nuestra presunción, a veces insufrible por
lo populista y triunfalista. La Iglesia no se propone recabar una meta
política, ni es de uno solo, sino de muchos, porque diversas son las moradas en
la casa del Padre y muy variados y diferentes los inquilinos que la habitan.
Sin
embargo, el viento de fronda se ha trocado poco a poco en huracán. El morabito
de Tanrasset inició una suerte de Pentecostés. Con su presencia callada y
humilde recordó que sigue soplando sobre nuestras cabezas el aire del Cenáculo.
Este aire tiene la particularidad de que no se le ve ni le siente. Opera de una
forma callada desde los goznes mismos sobre los que gira la rueda de la
Historia. No lo notan los sentidos, porque se esparce sobre ámbitos que
pertenecen a la contemplación infusa.
Las
caldeadas arenas de Numidia sirvieron de base al que, siguiendo la huella de
las vetérrimas cristiandades de las riberas del Nilo y de las costas africanas,
quería empaparse de soledad y de desierto mesiánico, a un instituto religioso
que creció presto, abriendo casas en lugares del Tercer Mundo, como Dakar,
Hanoi, Kuala Lampur, el Matto Grosso, la Patagonia, Ciudad del Cabo, Trípoli o
Delhi. El Padre Foucauld recomienda en las constituciones redactadas en 1899
que amasen el desierto físico pero, sobre todo el espiritual, que conduce a
Dios mediante el desprendimiento de los vínculos que atan al alma con la
materiales. Esta es una idea que se repite sin cesar en los faquires
orientales, retomadas por los “staretz” de los monasterios rusos de Vaalam y de
Optina Pystina, a los que aludiremos en la frecuencia de este libro. Hasta en
eso quería parecerse a los santones orientales incorporando a la mística
católica metodologías diferentes para la ascésis.
Pero
los Hermanitos de Jesús combinan, al propio tiempo, la acción pastoral y
misionera con la contemplativa. Formaron a los primeros
sacerdotes obreros, una clase eclesial muy discutida en Francia en décadas
pasadas. Pero su fundador no tenía en mente parámetros de lucha de clases,
porque sentía aversión a las conquistas políticas que durante toda la Edad Media
y parte de la Moderna tuvieron apartado al papado de la imagen callada y oculta
de la Carpintería de Nazaret. Jesús nació en el seno de una familia obrera. No
quiso pertenecer a la clase sacerdotal ni hizo reserva de privilegio. Así y
todo, nunca predicó la rebelión ni se enfrascó en las luchas políticas de su
tiempo contra Roma. Eso sí; fustigó la hipocresía del Pontífice y la perfidia
de los fariseos, que fueron en verdad quienes lo condenaron, y no Poncio
Pilatos, un dato real que ahora por desgracia en estos tiempos de grandes
compromisos políticos, consensos y pactos, de populismo triunfal y de culto a
la personalidad, acérrimos intereses creados y sonrisas y bendiciones de medio
lado, ha quedado obviado.
Quizá
estemos perdiendo la perspectiva: Cristo nunca quiso ser más que un perdedor y
puso en guardia a sus discípulos contra los aplausos y alabanzas del mundo.
Desconfía de los ambiciosos de poder. Por eso, su verdadero espíritu, casi
siempre oculto, hay que irlo a descubrir
incluso hoy a las catacumbas. Se encuentra entre los escombros de un
bombardeo, la sangre de los mártires, y prefiere a los que sufren y a los
desheredados de la fortuna.
La
Madre Teresa de Calcuta copia algunas cosas -no todas- de los rasgos propuestos
para la santificación de sus seguidores por el eremita de Tanrasset. Tal es la
versátil facultad para predicar el Evangelio en los lugares más remotos e
impensables de Pakistán, India, Turquía, el Strand londinense, el Bowry
neoyorquino o los bajos fondos de París y de Marsella. Pero con una diferencia
de matiz al resto de las ordenes mendicantes que han existido en el mundo
católico, Foucauld resalta que la justicia debe tener prelación sobre la
caridad. No basta con dar albergue o recoger los desechos humanos. Hay que
reconstruir su dignidad de hombres y darles una perspectiva de rehabilitación
para lo venidero. Se ha acusado a las monjas del sari, hijas de la famosa
religiosa albanesa, de ser el tren escoba del Capitalismo, que, a cambio de
recoger sus desperfectos, sus seres humanos hechos añicos, luego pasa la
bandeja. Los epulones de hoy en día tratan así de acallar su mala conciencia
poniendo un puñado de dólares sobre el cepillo.
El
carisma del intrépido legionario francés, convertido a la milicia de Cristo, se
basa no ya meramente en el aforismo agustiniano sobre el amor como causa
primera de la libertad dichosa, sino que trata de ir más allá que el propio san
Agustín y Platón. Foucauld precisa a que para llegar a alcanzar el rostro de
Cristo hay dos caminos. Uno externo, litúrgico y deductivo, mediante lo que
aparece en nuestro entorno, lo que nos acontece, nos preocupa, nos aburre o nos
indigna. Al asomarnos a balcón y contemplar las maravillas de la naturaleza, y
comprobaremos que desde allí Dios nos hace señales. Y otro, interior e
intuitivo. Éste es un Dios personal e intransferible. En lo más hondo de
nuestro ser lo vivimos, lo sentimos. Es sólo amor. Un amor del cual todos
hablan, pero difícil de encontrar en medio de las truculencias capciosas, el
culto al dinero y al poder, autoridades deíficas de esta sociedad en cambio.
Vemos cómo no vence la fuerza de la razón sino la razón. Pero todo eso forma
parte del misterio cristiano. Es la religión de volver la otra mejilla y elevar
los ojos al cielo en espera de que Aquél que no admite mudanza ni accidente se
apiade de los que sufren los atropellos del tirano o los antojos del
enalmagrado y el ruin que cambia con facilidad de bando, en loor a una moral de
circunstancias. Dejemos a los Zoilos y Aristarcos que se entreguen a sus
fantasías despóticas para dar al pueblo la falsa moneda o la menguada medida.
Ya les llegará la hora.
Al
fin y a la postre, aserraron a Isaías, acantearon a Jeremías, y taladraron las
sienes del profeta Amós con un hierro candente, clavaron al Hijo del Hombre en
una cruz, dilapidaron a Esteban, decapitaron a Juan, a Lorenzo lo torraron
sobre unas trébedes, asparon al dulce Andrés, y crucificaron patas arriba a
Cefas. Preponderan los descendientes de Agar y Anteo sigue encontrando no pocos
adeptos. Por lo que toca a Nerón sigue siendo como una antorcha. Siempre fue
así, pero Dios, que es lento a la ira y proclive a la misericordia, es también
el Maestro de Justicia. Hay que acudir
al profeta David para adivinar el porvenir de los réprobos. Ninguno llegará a
la tercera edad ”Viri sanguinum et dolosi
non dimidabunt dies suos“ y en otro versículo “Virum iniustum mala sua capient
in interitu”, que se podría verter al romance como”: el mal se vuelve
contra aquellos que lo practican y será una fuente de congojas para el malvado
a la hora de abandonar este mundo”.
La
sombra de Anteo, insisto, acaba de pasearse por los cielos de Yugoslavia. Era
un gigante prácticamente invencible en la batalla del aire. Se ha ejercido el
chantaje y la fuerza bruta a todas las bandas. Viejos monasterios de Metopia
han sido profanados, sus monjas violadas por la chusma enardecida que esgrimía
“Kalaschnikoks” y cimitarras. Fueron profanadas aras sagradas y rasgados al
filo de la espada los lienzos de los iconos. La sangre de los mártires salpica
a los Nerones de turno que regentan los altos estrados, y las Semiramis en edad
avanzada han utilizado toda la perfidia y la sed de vindicta de la que son
capaces para posar sobre las horcas a toda una nación soberana. Incluso
impregna los vuelos de la sotana blanca de un senil personaje obsesionado con
giras apoteósicas. Semejantes periplos
triunfales, esas misas multitudinarias, oficiadas por un anciano de voz bronca
y mano que rila, y no se rinde, pues parece que no se muere nunca, hacen pensar
en las sentencia apodíctica de Marcusse de que el mensaje es el medio, o en lo
que advertía Marción hace dos mil años sobre la Pontifical Jerarquía”: Roma
todo lo asume, todo lo cohonesta, y en todo transige uniendose
al poder, para quedarse con todo; ella no es más que la viva expresión
del deseo del halago y reverencia ”. Lutero la llamaba combleza del Emperador,
y Camilo Torres, un guerrillero, colombiano y sacerdote, la gran odalisca. Pero
el fin de Roma no supone el término del mundo católico. Habrá, después del
cataclismo que se cierne sobre nosotros, una Tercera Roma. No es a esa Iglesia taraceada de oro y de
piedras preciosas, o empapelada de rescriptos a la que nos vamos a referir
aquí, sino al íntimo Círculo de los
Verdaderos Discípulos, que cargan sobre sus espaldas con la cruz, y se ofrecen
día a día de rehenes de la culpa. Es la Iglesia real, de la triunfante
verdad, la de los confesores y mártires
de la fe. La otra no es más que hojarasca. Nada más. Es nuestro proposito
hablar de la Iglesia Escondida, que sufre en el silencio. La de los santos. La
que no brilla porque está integrada por Humillados y Ofendidos, y cuya lista no
tiene fin. A ella pertenece Charles De Foucauld.
En las cancillerías cunden los lavatorios de
manos mientras los enemigos de la Cruz progresan contra una Europa materialista
y descristianizada. No sólo se ha matado y se ha bombardeado, sino que se ha
mentido con todas las ganas.
El
sueño del Padre Foucauld sobre un acercamiento de los sarracenos al Evangelio
no sólo se aleja sino que la misma fe de Cristo corre peligro. Sin embargo,
¿qué importa? Él roturó aquellos campos del desierto en agraz. La semilla está
echada. Un día germinará. Por lo que se refiera a los gigantes resurrectos y
las cohortes bajo las banderas de Satanás cualquier día de estos puede aparecer
el serafín de seis alas y arrojar al sanguinario Anteo de sobre las nubes. El
trono de los liberticidas y genocidas es poco consistente. Llega cualquier viento y lo derroca. No puede
perdurar la maldad. Es conveniente en esta hora de tinieblas no perder el rumbo
ni la perspectiva.
Figuras
como las de este monje humilde escondido hacen la Humanidad seguir mirando a lo
alto sin caer en la desesperación y sin desmelenarse. Liberal, tolerante,
demócrata, y de un profundo respeto a los incardinados en otras culturas, lleno
de amor a sus semejantes, aconsejada bajo la lectura de otro glorioso africano,
Agustín de Tagaste, la fórmula de oro para la santificación: “ama y haz lo que
quieras”. Esta divina inconsciencia nos lleva siempre al portal de la Luz.
Foucauld rompe los moldes.
Era
muy devoto del Santísimo Sacramento, que tenía expuesto día y noche en el altar
de su pequeña ermita. Un día que acaba de hacer la reserva lee un pasaje de
Marcos”: El Reino de Dios es como un hombre que arroja la semilla en tierra y
ya duerma ya vele ésta crece sin que él lo sepa (Mc.IV, 27,28). Esta sentencia,
verdadero crédito teologal a la fe viva, se va a convertir en piedra de toque
de su espiritualidad; constata de un parte la necesidad de anonadación y de
desasimiento o muerte del yo, pero Dios no pide imposibles. Nos conoce y nos
ama, y no escatimará pruebas para los que elige pero este triunfo sobre las
pasiones no representa un desquiciamiento, ni tampoco una visión de la santidad
acaramelada y hecha de estereotipos egoístas. El santo no es un vidente ni un
santero. Foucauld rechaza el fervor paniaguado, individualista, pasivo que
dimana de una interioridad sospechosa. Su amor a Dios es algo coral,
comunitario. El yo que tanto obsesiona a Occidente para los orientales resulta
algo contingente.
A
cambio propone una vía de participación con Cristo en su Cenáculo más activa,
aparcionera y coral, donde tenga prelación el ser sobre la existencia. Hay que
sustituir al yo por el nosotros. Al fin y al cabo, el hombre no es más que una
partícula del cosmos ordenado por la sabiduría divina en el espacio, el número
y la proporción. Es el ángulo exacto sobre el que todo converge desde las
estrellas rodantes hasta la más endeble brizna de hierba. Todo gravita en torno
a la deidad suprema.
Por
otra parte, aspira al conocimiento divino mediante el misterio de la
Encarnación en la Eucaristía mediante el cual el hombre puede llegar a ser
partícipe de la vida divina. Hay una relación de causa a efecto entre acción
contemplativa y liturgia, como esencia de la catolicidad viadora y peregrina
hacia la cumbre del Monte Santo, esto es: Jerusalén. Los ángeles santos y María
actúan como espoliques de esa andadura. El creyente no puede, sin embargo, deshacerse
el cuerpo y necesita símbolos y hasta signos que hablen de la existencia de una
vida de gracia mas allá de los sentidos. Por eso en los ritos sagrados se
utilizan de adminículos como el canto, el olor a aceite, el bálsamo sagrado,
los colores de los ornamentos, el arte arquitectónico insuperable de los
templos. Mediante sensaciones exteriores accede a la contemplación interior.
Jerusalén,
la Ciudad de la Paz, monte santo de la Liturgia cristiana
Además,
ese viaje a la Ciudad de la Paz, esa escalada del Monte Sacro, es de ida y
vuelta, porque de Jerusalén mana la fuente de toda virtud. Carlos De Foucauld
funda un establecimiento monástico que tiene en cuenta la apetencia de Dios del
hombre actual.
Había
redactado sus constituciones en vísperas de un nuevo siglo, precisamente por la
Nochebuena de 1899. Toda su metodología espiritual estriba en la búsqueda de un
dialogo con el Deus absconditus,
presente en la Historia, de una forma u otra antes de la Primera Venida,
corazón reinante y alcancía que despide llamas de amor a lo largo de dos
milenio, y actualmente vivo y presente
entre aquellos que lo desconocen o ignoran. Es la noche de la fe. Es el gran
trauma de la soledad del justo. Es la travesía del enorme Sahara del alma.
Dios
oculta su rostro inefable, pero es próvido, circunstante y testigo de nuestra
lucha, absoluta, ente contemporáneo y actual, y se manifiesta en los hermanos.
¿Pero por qué se esconde? Valdría preguntar. La semilla germina y encaña sin
que nosotros lo sepamos. Hay que recurrir al texto de Marcos, donde Cristo, que
amaba la ecología y las cosas del campo, narra en este símili cómo es el
proceso espiritual. Pablo, de su lado, argumenta”: gloriae suae Deus nos fecit compotes” a través de la encarnación de
su Hijo en el vientre de la doncella el Padre nos hizo partícipes de la vida
divina ¿Quien será capaz de penetrar estos arcanos insondables? Sin embargo, de
ese cometido o compromiso de dios con el hombre radica la grandeza y el
misterio de la religión de Jesús. Somos contuberniales,
concolegas. El salmista utiliza un adjetivo muy hermoso para definir dicho
concento: sodales, que suena mucho
más bonito que solidario, pongamos por caso, aunque los dos posean la misma
raíz.
En
definitiva, somos sus hermanos, los compañeros de viaje en esta larga
singladura del Cristo Resucitado. Nadie podrá ganarnos. Estos pensamientos
sueldan la base del optimismo cristiano que aguarda el siglo futuro,
aferrandose a la antorcha de las tres virtudes teologales y que mira más allá
de la realidad que nos circunda: calamidades, guerras, apostasías,
prevaricaciones, injusticias. Es el mejor antídoto para que perseveren en la fe
aquellos que se sienten como expatriados en este revolcadero de infamias, donde
los justos sienten enfado y asco, donde
la verdad es perseguida y queda a merced de la mentira, porque aquí se hace lo
que ellos (siempre unos pocos) quieran hacer o tengan a bien mandar, donde sólo
triunfa el malvado y se tacha de necia a la bondad. Ellos siguen con sus
cubileteos celestinescos. Las combleza o barragana del tirano u homicida se
pasea por el mundo con aires de santa. La “massmedia” acuña sus propios iconos
y valores que habrá de imitar la juventud, si no quiere quedarse atrás. La
locura de Cristo sigue pareciendo un elemento discordante para un sistema de
valores enmarcados en la deificación del
dinero, la potencia sexual, la belleza física. De hecho, el monaquismo es una
suerte de protesta muda contra los dislates y desafueros de la Iglesia externa
o exotérica, que ha de transigir y convivir con los humanos y echarse a las
espaldas sus brutalidades, la necia ceguera, y sus tendencias constantes a la
superstición. Los anacoretas y ermitaños que junto con los mártires forman la
savia interna de esa Iglesia esotérica o interna por oposición a lo que se
muestra a los ojos como hojarasca y boato supieron escalar la cumbre de la
perfección cristiana, de la verdad y la justicia con proyección.
Hemos
querido dar inicio a este libro con la presentación de un solitario moderno,
como demostración de que más allá del aparecimiento está la aparición,
verdadera epifanía o muestra de la acción del Paráclito a través de los siglos.
Estos héroes escondidos resguardan la grey. Soy un testimonio tácito de que la
Iglesia es hechura de Dios, porque, a pesar de los escándalos e indignidades y
el poco decoro de algunos de sus pastores, el rebaño continúa su marcha. Las
ovejas de Cristo seguirán balando. Por eso, nos parece de importancia capital
conocer el monaquismo en sus tres manifestaciones(anacoretas, cenobitas y
monjes) a la hora de hacer un justo balanza. Foucauld es una figura mayor
porque trata de conectar con la tradición perdida de la Tebaida de Asia Menor,
imitando la orden basílica - el primer
monasterio que se conoce fue el de San Pacomio que llegó a contar con hasta
siete mil monjes - y la regla de san Benito al mundo de hoy.
Sin
embargo, lo que el mundo brinda es apariencia. La combleza del príncipe será
despedida del harén. A la gran diva de la pantalla no la renovarán el contrato
o se morirá, porque, por lo general, el impío no suele gozar de vida larga. La
culpa atrae a la muerte. El encintado de
la Ciudad de Dios se dilata más allá del mundo visible, pues su poder actúa de
forma inefable y clandestina. Al justo no le faltará, pese a sus sufrimientos,
un gorgojo del pan de Cristo.
Cabe
preguntarse, al filo de la esperanza de los que creen en la Resurrección, por
qué el cristianismo, originado en África y en Asia Menor, y que germinó como la
flor de loto junto a las riberas del Nilo, ha perdido fuerza en aquellas
regiones del Oriente, donde ya para siempre quedaría desahuciado, primero, por
el arrianismo, y, más tarde, por el islam. Foucauld parece querernos dar la
respuesta mediante su testimonio martirial. La genialidad del antiguo oficial
del Ejército Francés, así como su profética perspicacia, consiste en haber ido
a beber del manantial de la fe en sus fuentes. Aspira, mediante su amor al
desierto y a los hombres azules del Tuareg a la reconciliación de Cristo con
sus antiguos enemigos sarracenos. Propulsa una renovación de la Iglesia en
todos los sentidos (litúrgica, dogmática, carismática) y adopta para sus rezos
algunos textos del oficio divino de Crisóstomo y de Basilio, Gerasimo el
Sirio o de San Pacomio, traducidos al
árabe, y saca partido de las grandezas del rito maronita con sus constantes
invocaciones a la Trinidad, la continua
impetración a los Ángeles, o la recitación del Akathistos de la Virgen
María, cuyas estrofas empedradas de riqueza idiomática y de colorido casi
sensual suenan en un oasis del desierto mejor que en ninguna otra parte.
Para
él la misa no es sólo la conmemoración de la Cena y de la transubstanciación
del Cuerpo de Cristo en vino y en paz sino un acto de comunión con la belleza
del Cosmos, el canto eterno a la divina armonía en su apoteosis universal.
Cristo ha bajado y se encuentra entre nosotros hasta el fin de los siglos. Allí
se establece un puente de conexión entre los adoradores del Padre, con los
ángeles, con María y con los santos haciendo de particioneros de este
sacrificio incruento que conjunta a todos los participantes del credo
trinitario por el bautismo. Todos contemplan su imagen en el hoy en el ayer y
siempre. En ella, simbolizada por el Pantocrátor convergen las tres Iglesias:
triunfante, militante y purgante. La eucaristía, cargada de simbolismo
purificador, acontece esa catarais. El milagro es posible. El hombre puede
subir y subir y acercarse cada día al rostro de Dios y cantar con los ángeles.
La invocación angélica era casi consubstancial sal santo sacrificio. Hasta
siete veces se aludía a ellos en el canto de entrada, el introito, el prefacio
o el canon. Y la misa antigua se cerraba con la oración a San Miguel de las
abluciones finales. ¿Por qué an sido suprimidas en la rúbrica del post concilio
y, sin embargo, los ortodoxos la conservan? El culto angélico es complementario
al de dulía, una parte importante de la tradición piadosa de la Santa Iglesia.
Lucifer no debía de estar muy conforme con sendas devociones, porque se ve que
está haciendo todo lo posible con acabar con la intercesión de la Santísima
Virgen y de los coros de las nueve jerarquías. Está claro que trata de
suprimirlas, presentandonosla como fórmulas de piedad arcaica, no
suficientemente contrastadas. Nunca se saldrá con la suya.
Recién
convertido el Hermanito Carlos debió de sentir en su corazón una revelación
descubridora del sentido que tenía su existencia, cuando al poco de llegar a
Jerusalén entra a orar a la iglesia del Santo Sepulcro en el instante en que se
desarrollaba una ceremonia religiosa oficiada por los monjes del monasterio
ruso. Se alzaban al cielo las letanías. El diácono abordaba el himno del
Querubín (Querubinskaya). Se grabaron en su alma para siempre los ecos de este
canto sagrado en el que el hombre devana el misterio de la procesión trinitaria
pidiendo misericordia a un Dios Santo, a un Dios Fuerte, a un Santo Inmortal,
como si aspirara a comulgar con su grandeza, interpolando el plano de la carne
con el del espíritu. En sus escritos, recomendaciones y forma de vida, Foucauld
se siente legatario de esa rica tradición del Oriente, recogida por los padres
del yermo. Es un quietista a la manera de Pacomio, Epifanio, Irineo, Antón,
María Egipciaca, pero quiso instalar esta regla orante de la vivificante
Tebaida en los grandes barrios obreros y marginales de las ciudades del mundo,
plantando una flor de loto allí donde impera la fealdad del albañal humana,
haciendo subir el humo del incienso al pie de las chimeneas fabriles,
estableciendo oasis de paz y de recato en medio del desierto de la agresividad,
la complicación, el discreteo lujuriosos del hombre anónimo y deprimido de la
post modernidad. Parte del principio de que es posible tener vida contemplativa
en medio del tráfago del siglo.
Pero
también incorpora a la Iglesia latina la oración de sustitución (badalaya) que predica con tanto denuedo
el Corán y está basada en los principios evangélicos, resucitando una costumbre
muy antigua. Nadie es más grande ni da mayor prueba de más que aquél que da su
vida por el que ama. San Paulino de Nola(373-441), el amigo de San Agustín, y
aquel que pondera tanto en sus escritos Jerónimo, tuvo uno de esos heroicos
arranques y ofreció su persona y su libertad a cambio del hijo de una viuda de
su diócesis, amiga de Terasia que era a su vez la esposa del señor obispo (a la
sazón, no había obstáculo entre el sacramento del matrimonio y las sagradas
órdenes), que había sido conducido por los vándalos tras una incursión en la
Campania al norte de África, donde el propio obispo sustituyó al liberto y
trabajó como esclavo encargado de las tareas del jardín en casa de un rico. Es
el caso, el de Paulino de Nola, al que los fieles han invocado desde tiempo
inmemorial contra los demonios, el más viejo del que guardan memoria los anales
menologios de oración de sustitución o badalaya.
Esta fórmula de heroísmo se practicaba
asiduamente en el mundo árabe y fue puesta en práctica por algunas ordenes
hospitalarias como el Temple los Frailes de la Merced, dedicada a la redención
de cautivos. Con tal de manumitir a un reo, el ofertante consentía echarse al
cuello las cadenas de la persona que quería liberar. Es lo que hizo con
frecuencia San Raimundo de Peñafort. En la historia de la Literatura porque sin
la entrega de un monje casi anónimo, oriundo de Arévalo y que fue a los baños
de Argel para sacar de allí a Cervantes, poniéndose él mismo en el lugar de su
cautiverio, nunca se hubiese escrito El Quijote. La caridad vence todos los
obstáculos. El Amor todo lo allana.
Es
locura de Cristo. Es, por otra parte, la soledad del místico, siempre lidiando
con el vacío del dolor, la inseguridad de la tierra y la sucesión de los
rostros y de los cosas, pero con los ojos fijos en esa Sombra que carece de
mudanza. Es una relación de monologo, más que de dialogo, porque Dios rara vez
habla, o se expresa con actos. Solamente la fe es capaz de pegar el gran salto
para salvar esta distancia.
Rehén
por sus hermanos.
Otros
santos grandes del tiempo presente, como la nunca suficientemente ponderada
Teresa de Lisieux se ofrecieron, asimismo, como víctimas propiciatorios del
holocausto vivificante. Pasaron a ser rehenes del amor por los sus hermanos. Se
desentendieron de sí mismos para dejar que el Almo obrara, conscientes de que
nadie puede ganar al Espíritu Santo la partida. “ Pasaré mi cielo en la tierra
obrando portentos en todo aquel que me invoque”. Así explicaba la Pequeña Flor
Normanda su inefable Lluvia de Rosas, en el paroxismo de su donación completa
al Misterio del Amor. Era su “ badalaya” votiva. El Señor a ella como a otros
muchos les cogió por la palabra. Teresita moriría poco antes de cumplir el
cuarto de siglo de su edad. Vivió poco pero en la escala de valores supremos
pocas mujeres puede decirse fueran capaces de amar tanto.
Por
lo que respecta al Solitario de Beni Abbés, su ofrenda también fue escuchada y
Dios permitió que sellara aquel pacto de caridad hacia los árabes con su propia
sangre derramada. Desde entonces sobre las arenas del desierto se oculta la
esperanza de la vuelta a Cristo de todo un continente, que en los primeros años
le fue muy afecto. A ojos vistas, no se ha producido este acercamiento de
tolerancia ecuménica, antes bien, el fanatismo fundamentalista cunero y fanático ha vuelto a mostrar su
rostro menos amigable, por estas calendas en las que estamos, pero la semilla
está lanzada. Algún día germinará. Después de todo, dicen que la fortuna ayuda
a los audaces y que este mundo que gobiernan o desgobiernas los políticos,
programan y diseñan los matemáticos, sólo lo mueven los soñadores y los poetas.
Foucauld
era un idealista, un hijo de la imaginación de Chataubriand. Llevaba muy
adentro las brumas del Rin y el tañido de las campanas de Notre Dame. Era
demasiado francés para transformase en un vulgar enciclopédico volteriano.
Muerte
de las palabras, muerte del Amor.
Hablamos
tanto del Amor que se ha gastado el sentido de un término tan preciso como
precioso. Anduvo siempre en labios de los poetas de todas las naciones y es
casi una herramienta de trabajo de los místicos. He aquí que unos y otros parlan
a destajo de sus enamoramientos y tanto abusaron de él que ya no queda otro
remedio que escribirlo con minúsculas, porque el odio avanza, el escarnio y el
egoísmo se apodera de todo el recinto. Si Cristo volviera, seguramente
volverían a crucificarlo. Si enviase a sus ángeles para predicar en Sodoma y
Gomorra la penitencia, que detendría el castigo, seguramente que los
invertidos, tan abundantes por nuestros lados, intentarían sodomizarlos, porque
los Principados aquellos eran hermosos a morir, y quizás por eso se los
presenta la plástica piadosa no en vano cargados de pluma... ¡Somos hombres te
tan poca fe! Hemos de ver para creer ¡Y
así tantas y tantas cosas en este tiempo en el cual parece que el Destino juega
al juego del trocado, que al revés te lo digo para que me entiendas!
Debe
de ser por que todos parecen empeñados en oficiar una ceremonia de confusión o
misa babélica, en la cual se retuerce el pescuezo a la semántica en propio
beneficio. Se rinde por todas partes culto al diablo. De ahí que, al escuchar
mentar la palabra amor, nos llevemos la mano a la cartera, y no falta quien
desenfunde la pistola, muy a sabiendas de que no existe y de que con esa
palabra se pretende darle el timo de la estampita. Quiere decir concupiscencia,
de la misma forma que ahora paz ha usurpado el sentido de guerra, y régimen de
libertades comporta el de sometimiento a la ley, y el que se mueva no sale en
la foto. La filosofía de los Derechos Humanos ha degenerado en “limpieza
étnica”, refugiados, emigraciones masivas y exterminio de tribus enteras en
África o en el Kurdistán, pero estas son movidas a donde las cadenas de la
televisión global no envían a sus paniaguados en guisa de Herodotos o de Tito
Livios de nueva filiación, para contar en sus oyentes en vivo y micrófono en
ristre cómo se desarrollan estas
ocupaciones, invasiones y matanzas, o se alzan las tiendas de los campamentos
de refugiados. No hay cosa que dé más asco que todas esas tumbas abiertas a la
hora del postre. La verdad ni renta ni
interesa. No es más que una fantasía de unos cuantos iluminados que suspiran la
llegada del Maestro de Justicia. Nadie ha alzado una voz en pro de los serbios, cristianos ortodoxos, profesores de
la fe, que están siendo eliminados sistemáticamente y expulsados de sus casas
por los kosovares islamitas. Un obispo de cuyo nombre no quiero acordarme ha
facilitado a los sarracenos las dependencias vacías del seminario de Sigüenza,
antiguo bastión cisterciense, de cuyas paredes ha desclavado previamente los
crucifijos que colgaban, para no herir susceptibilidades de sus pupilos
mahometanos tratados en la Villa del doncel a cuerpo de rey. Demasiado, ¿no?
Mientras el papa acude a Washington a bendecir
al emperador Clinton ¿Para qué queremos un episcopado y un cardenalato católico
tan arreado de púrpura y tan cargado de plumas? ¿De qué nos sirve rendir el
culto a la personalidad y adorar casi como si fuese un semidiós, si el delegado
de Jesús en la tierra no ha dicho ni esta boca es mía a la hora de condenar los
apocalípticos bombardeos sobre Metopia, la primera Tebaida en Europa, la tierra
de san Jerónimo el Dálmata? El obispo de Roma por intereses creados ha transigido con la justicia. Poco ha
cundido el ejemplo del enérgico San Ambrosio, quien siendo arzobispo de Milán
hacia el año 389 se enfrentó a Teodosio por haberse excedido en sus
expediciones de castigo contra Tesalónica, lo que es hoy Serbia y Macedonia, la
de las cartas apostólicas paulinas, hoy sujeta a los horrores de la debelación
de la parafernalia de la liga atlántica. Los embudos y cráteres que han dejado
las bombas sobre aquel territorio sagrado claman al cielo. Roma, con tal de
sobrevivir, transige con todo. Clinton, Blay, Schröder, Solana y ese secretario
del FO que tiene la pinta de carnicero del Yorkshire, que se llama Robín
Book, se han salido con lo suya, y aquí
nadie ha dicho esta boca es mía. Se ha cohonestado la mentira y el asesinato,
pero los responsables de este atropello tendrán algún día que dar cuenta a
Dios.
Ha
venido el Enemigo de las almas y ha empedrado de chinitas el camino de la
Verdad, de la Justicia y el Bien. Sembró el campo de cizaña. Crece entonces la
espiga de la falacia. Y, desde luego, por de sobre todas las cosas, Satán
manipula al dulce bisílabo. Al amor que es fuerza regeneradora de vida el
Piloso lo ha convertido en revolcadero de la muerte y de la insidia. ¿ Qué es
esto, pues? ¿La cena de Baltasar? ¿Ha comenzado el dedo invisible a escribir en
la pared? ¿Siempre fue así? ¡Ay Amor, no sé por donde andas ni que fue de ti!
No sabría qué responder.
Sin
embargo, esta manipulación de los hechos objetivos, así como la profanación del
Templo del Amor y de la Vida es una marca indeleble de la llegada de la Bestia.
Según el Apocalipsis, las generaciones perecerán cuando muera la palabra y falte
en el mundo ese amor, que es para el
hombre tan necesario como el oxígeno que respira.
“Entonces
buscarán los hombres la muerte y no la habrán. Desearán acabar, pero la muerte
huirá de ellos”.
Ya
los griegos especulaban con el origen y la semántica de este vocablo. Amor es
querer transformarse en el otro, según Platón, y esa noción caló profundamente
en el Cristianismo, siendo la idea básica sobre la que lucubra San Agustín, y
el motivo de inspiración de la Místicas. Los versos de Juan de la Cruz abundan
en ese deseo de transformación en el cuerpo y en la sangre del Amado. Plutarco
ve en él solamente un movimiento de la sangre pasajero. Para Tulio es sólo
benevolencia y Teofastro lo confunde con el ardor del apetito carnal [su tesis
no puede ser más apropiada para el tiempo presente], y entre los estoicos cunde
la opinión de que el amor es una afección por causa del Bien y la Belleza, la
Inmortalidad, la Armonía y el Deleite.
Esta afección se haya injerta en todo el tinglado de nuestros mecanismos
volitivos, porque el ser está hecho para la vida, no para la muerte.
Antítesis
de la muerte, al amor se le compara con el sol, astro patente de energía del
cual toda luz irradia. Es el punto al que todo revierte. Se le representa en forma circular por ser eje
meridiano. Los antiguos colocaban en la rueda solar los principios del
movimiento armónico. Cualquier criatura se vuelve hacia el astro rey y como el
ámbar atrae las pajas y el imán al hierro, así el hombre gravita alrededor de
sus rayos, en búsqueda perpetua del centro, para transformar y desaparecer en
un hondón de deseos, pero en esa búsqueda de la utopía soñada y que nunca llega
a catalogar con los ojos del cuerpo, siente perderse en un mar sin fondo. No
hacemos pies al escudriñar con el tercer ojo místico las simas inefables. La
marcha hacia esa punto configura una peregrinación por le dédalo. Anteo, al fin
y al cabo ató su cuerpo a una cuerda atrapada en una aldaba de los
guardacantones del Laberinto de Creta. A nosotros, que tratamos de iniciarnos en
la vía purgativa a pecho descubierto no nos sirve esa añagaza. Hay que perderse
en Dios, en el infinito océano a sabiendas de navegar en una mar aborrascado de
tinieblas absolutas, como única antorcha, el candil de la fe. Estamos debelados
por la oscuridad. En verdad, nosotros somos la noche, náufragos del amor, en
continuo movimiento hacia el Edén.
Abstracción
Este
sentimiento de ausencia divina que de describe como una tensión o tendencia
hacia la armonía como evasión de un mundo inhóspito y sicalíptico, pues el
deseo animal suplanta casi siempre a ese noble sentimiento de inspiración
deísta. Somos pecadores. Jugamos con cartas marcadas. Anhelamos el bien, la
verdad y la belleza, pero el mal nos retine. El pecado se apodera como maleza
inextricable. Por la abstracción de cuanto nos rodea podríamos alcanzar ese
nivel de serenidad absoluta. Platón nos ha venido soplando este concepto que
nos vuelve utópicos y desacomodados entre la potencia y el acto. Ese es uno de
los principios de locura. Nuestras vidas adolecen de ese desequilibrio
peligroso o desfase entre lo que queremos ser y lo que en realidad hemos venido
a ser. Cristo torna a remachar en este principio platónico. Hasta los cabellos
de vuestra cabeza están contados.
Se
vuelve a repetir como motivo central en el Libro de los Libros. San Juan
plantea la respuesta a esa dualidad inextricable en la cual los planos del bien
y el mal se confunden, la castidad y la lujuria, dolor y deleite, enfermedad y
salud. Es una respuesta metafórica. Parece que el evangelista se va por la
tangente, pero da su hemina de candeal profético em pócimas selectas. En sus
párrafos se contienen como grandes símbolos de gemas de un Lapidario los
avatares del pasado, el presente y el porvenir. De ahí que sea vital de todo
punto estudiar el anuncio juaneo de las claves, las moradas, los estadios, la
pugna en la que se enmarca el provenir del universo. Nadie ha penetrado en el
sentido esotérico mesiánico de esta obra cumbre de lo que está revelado como
los que huyeron al desierto. Cubre las necesidades escatológicas inherentes a
todo ser humano al tiempo se hace una apología de los que en defensa de la
Palabra del Cordero sufren escarnecimientos, cárceles del alma y el cuerpo,
enfermedades, deformidades físicas, y son apartados de entre los hijos de los
hombres como la escrófula o son tachados de locos. Su estilo es un templo que
va siguiendo una línea escalonada de purificación, unión, contemplación.
Es
la palabra escrita y hablada, que era para los griegos una suerte de talismán,
la que brota a partir de la
contemplación del rostro del Amado para justificación del vencido acá
abajo. El Verbo os hará libres por medio
de los libros, y en él encontraremos lo que define a los dioses: paz amistad,
concordia. Su contexto, por eso ha sembrado la intranquilidad e incluso el
furor y la rabia de los racionalistas que se oponen al Reino. Con sus símiles
de pergeño inalcanzable resumen el Apocalipsis ese afán divino por la
justificación del vencido, acá abajo, y que, arriba, en la Jerusalén Eterna,
será coronado con el lauro de los triunfadores. Aquí los elegidos son los
pobres de la Ciudad de Dios y este mensaje recoge un código estético y moral
que trasciende al mundo pagano y al judío del que es originario.
Por boca
del profeta
El
deterioro de la Palabra implica la destrucción de la libertad. Es otro de los
signos del fin del mundo. Recordemos a los Beatos o códigos miniados. Todos
contienen el texto del Apocalipsis, cifra y compendio no sólo del mundo futuro
sino del que fue y del que es. La imagen del Redentor engasta todas las joyas
de la almendra mística o esa hendidura oval del Pantocrátor: diamantes, rubíes,
la calcedonia, el zafiro, los jaspes y el topacio, la esmeralda y el crisólito.
Hablemos de piedras, pero también tendremos que hablar de signos, y la voz de
la verdad, hablando por boca del profeta, clamando.
“Vi bajo el altar de la sangre de los mártires,
que habían sido muertos por la confesión de la palabra del cordero, a los que
daban voces diciendo: ¿ Hasta cuándo, Señor santo y verdadero, no vengarás
nuestra sangre?”
Este
libro es el que ha poblado regiones enteras con las almas de los aspirantes a
un hueco en ese rincón de alabanzas perpetuas, ese prado nuevo, solar de toda
ventura, Campos Elíseos prometidos por Cristo a los que creen en Él. Constituye
la piedra angular de la especulación lapidaria, que ha llevado al estudio de
los astros y de las propiedades físicas de la flora y fauna y fenómenos
naturales del planeta, pues en su saber se encierran las siete disciplinas de la
gaya ciencia. Es cuna del arte cristiano
en todas sus ramas, desde la cronología de los Beluarios y Beatos iluminados
hasta las últimas catedrales. Todo lo que el hombre es, ha sido y será está
implícito en sus paginas. El ser humano empezó a progresar y a ser algo más que
una bestia de carga a partir del Evangelio. Este puede ser el secreto clave
para comprender el pasmoso desarrollo que han tenido los pueblos de Occidente a
lo largo de dos milenio. Uno no puede estar más en desacuerdo con aquellos panolis
que invocan la vuelta al Kamasutra y a Confucio, habiendo nacido en la
provincia de Soria, aunque comprendo que somos todos hijos de muchas madres y
de haber mamado leches diferentes. Ya decía el Gran Isidoro que no es lícito
imponer a los cristianos a la fuerza. Ahí puede que estribe uno de los grandes
errores de la Iglesia Jerarquía, causa de tantos males, pero tampoco ésta puede
inhibirse de proclamar la verdad que está en sus manos por legación divina,
aunque este acto implique descalificaciones, oprobios, descomuniones con el
poder establecido e incluso el martirio. No tengáis miedo a los que quitan la
vida del cuerpo. Los enemigos del alma son mucho más temibles y formidables.
Cristo preside la esfera. Es el dueño que
reina en la ojiva, el alma del Pantocrátor, la columna de apeo de todos los
arcos. Su aroma impregna toda el arte desde la música de los trotarios o tractos de la misa
griega hasta las sinfonías de Beethoven
y nada se diga de Rimsky Korsakov, Tchaikovsky o los compositores rusos. Pero
también el Libro del apocalipsis es un alegato contra la tiranía. El que es
malo tendrá que hacer recudimiento de sus culpas y expiar su pena algún día.
Por el contrario, sus páginas constituyen un manantial de consuelo para el que
sufre por la verdad y la justicia y decide huir al desierto en busca del amor
encarnado en el Verbo y la palabra viva. ¿ Qué es esto? Me diréis, y yo os
contestaré”: Lo inefable”. Porque, si se ciegan las fuentes de la Palabra, se
ocluyen los manantiales del amor. Es lo que el mundo no entiende.
Sin
embargo, esta idea resulta obvia para la estirpe escogida a la que pertenecen
los santos. Charles De Foucauld fundó el instituto de los Hermanitos del
Evangelio. Es la orden que más santos ha dado a la Iglesia en las últimas
décadas. En 1963 cuando fueron martirizados cuatro de sus frailes, la opción
del martirio en la forma de badalaya se asume en los votos de los profesos. Las
fraternidades foucauldianas en buena medida han inspirado el espíritu y la
letra de las asociaciones de ayuda a los desamparados del Tercer Mundo, las
célebres ONG, las cuales participan de ese espíritu laico y casi
aconfesional porque lo suyo era la
semilla oculta, del carácter reservado, anónimo y modesto de su fundador.
El
testimonio y la sangre de los mártires es inamovible. Ahí queda. Ellos
entendieron el rumbo a los que se dirige la Nave de la Iglesia en la andadura
de los tiempos. Quedó su testimonio y el recuerdo de su rostro, estampado en
esa mirada triste y como trascendida de piedad hacia la humanidad que nos
quedan del Hermanito tomadas en Beni Abbés cuando presentía ya próximo su
holocausto. Para rúbrica de testimonio y signo de los signos. No quieran más
los blasfemos hostigar a los ejércitos del Cordero. Han empezado a llover rosas
pero ahí está también, para variar, el símbolo de la humanidad mal conducida y
desgobernada por los falsos pastores. Ahí están esas denominadas limpiezas
étnicas que son el pretexto para sembrar la disensión y el rencor entre
comunidades de credo diferente, reavivando viejos odios. Hoy se lucha en todas
partes porque vivimos insertos en una suerte de antinomia del amor. La amistas
se transformó en enemistad, la concordia en discordia y la libertad en oprobio.
Se mueve el cielo y la tierra. Hay como un movimiento cósmico que conduce a la
“pressura gentium”. Vemos ante nosotros emigraciones en masa. Sin ningún rebozo
se hacen los más audaces experimentos con la vida humana mediante la
manipulación genética.
Luzbel
otra vez ha clavado el grito en las estrellas. Otra vez quiere ser como Dios.
Mientras,
el abanderado de las milicias arcangélicas, vuelve a tocar a rebato al socaire
del lema “Quis sicut Deus? Es una lucha
que dura ya largo tiempo. El alzamiento de Miguel es un reto de salvación. Los
solitarios de la viña del Señor, los operarios de la hora undécima, recogieron
el guante marchandose a vivir al desierto, y dijeron lo que Pedro en el Tabor:
“Qué bien se está aquí, Señor, hagamos tres tiendas, una ara Moisés, otra para
Elías y otra para Ti con todos nosotros”. Subieron participar de la alegría de
Dios mediante la renuncia. El yermo les volvió en soldados de Cristo,
encuadrados en los escuadrones del Terrible para la satánica hueste y Glorioso
Miguel.
La
vida es lidia perenne y el paso del hombre por este mundo, tan corto, una
incesante apocalipsis.
22
de junio de 1999
ººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººº
MONASTERIO CISTERCIENSE DE SACRAMENIA(Segovia), PRIMER JARDÍN DE MARÍA
EN CASTILLA LA VIEJA
La piedra presenta un aspecto intacto en los engaces y junturas de la
sillería. Una decoración floreada de acantos, helechos y arabescos esculpe las
ménsulas que invitan a la oración y al recogimiento. No son flores que se dan
por aquí. Una de dos: o el clima ha cambiado, o los hombres que esculpieron
estos muros con sus ensueños y fantasmagorías tenían la mirada del alma puesta
en otra parte. Impresionan las arquivoltas y el alzado de los vitrales y de las
puertas, en el que todo es armonía. Causa perplejidad el estado de conservación
de esta ermita de San Vicente, que durante siglos estuvo cerrada. Fue
abandonada por los primeros monjes y está tal cual. Es una de las piezas románicas
más originales, al tiempo que sencilla entre los monumentos de la
Península. Su estructura habla del
recogimiento y sencillez del Cister. Las figuras antropomórficas y zoomórficas
se combinan con las de la exótica flora.
Todo es aquí plegaria y culto a María. Uno de
los capiteles representa a un pastor, medio derrengado que trata de coger una
oveja descarriada. El rabadán ofrece un aspecto pobre y toso, pero la decisión
de su ademán y el deseo de salvar a la oveja que falta del aprisco sobrecogen.
Por entre las patas del animal y debajo del
morro asoma un rostro misterioso, cuyos los ojos son tan vivos que casi se clavan en el que los
contemplan con la fijeza de un berbiquí. En otro hay un obispo sonriente que
bendice armado de báculo con los dos dedos de la mano derecho bajo las ramas de
una palmera real, símbolo de la eternidad y del martirio, que hacen flanqueo.
Los
sillares son cuadrados perfectos, asignados y asentados con una devoción que
llena todo el lugar y los plementos de la bóveda de cuarto de esfera u horno
parecen recién salidos del cincel.
Todavía hay en las impostas
marcas de cantero, y debieron de ser moros los que hicieron esto, porque
en todo instante el monumento ofrece como aversión a las representaciones
antropomórficas. Sólo las necesarias. Es el ábside lo único que queda de un
templo derruido o que no se llegó a terminar nunca, lo más probable a causa de
alguna razia o invasión tan frecuente por estos pagos durante los siglos del
Alto Medievo.
Esta
capilla es el remanente de un tiempo misterioso del que sabemos muy poco, a no
ser en estereotipos, pero que demuestra que
las piedras doradas saben rezar y cantan antífonas coreadas por la brisa
que a su vez alza plegaria entre los chopos. Se sitúa en un valle que se
encajona desde la fuente que llaman grande al entrar en el pueblo de Fuentesoto
injerto en el fondo de lo que fue un antiguo mar. En las rocas de los bordes se
aprecian los listados del lugar que colmaron las aguas. Dentro de esta fosa
miocena se aprecian las margas calizas. El suelo está alfombrado de fósiles.
Abundan las valvas del período triásico: arcestes y árcidos, curiosas caracolas
y estrellas de mar petrificadas. El
valle es poco profundo en general pero los tesos y pequeñas mamblas lo ponen a
recaudo de los vientos, sobretodo del cierzo que por invierno suele ser aquí
crudísimo. Por trecho de una legua entre sotos y tesos, el río anónimo va a
desembocar al Duratón.
El cantar de las aguas de este arroyo era la
única música que rompía la soledad de estos parajes, ideales para el
contemplativo. Los cistercienses fundaban en lugares abrigados sus retiros, que
llevan todos nombres de hondura celestial: Valdediós, valles de Dios, Collado
Hermoso, Montsalud, Valparaíso, Armenteira (Pontevedra) de armentum, una prerrogativa de los templarios que siguen las
costumbres romanos en la búsqueda de habitáculos que tengan buen tempero, aguas
salutíferas, y el abrigo del prado ameno. También son cistercienses, aparte de
Poblet y de Port Royal, cerca de París que, andando el tiempo sería importante
foco del movimiento jansenista, la Meira (Lugo) por ser un lugar donde
crece miera perfumada de los pinos entre
la toja, Moreruela (Zamora), Bellofonte, Cardeña, Scala Dei en Cobreces(Santander),
Puerta del Cielo, y otros muchos centros de acogida del sólido fervor de Claraval, de los que nos
gustaría hablar uno a uno, pero, como son multitud y jalonan toda la geografía
del medievo europeo, en gracia a la brevedad tendremos que constreñirnos a los
más importantes, como el de Sacramenia, tan desconocido y de una personalidad
singular. El cister lo inundó todo de la noche a la mañana y su crecimiento,
que sólo encuentra parangón con lo sucedido con los jesuitas en la España de
los Habsburgo, tiene algo de milagroso.
Quiso imprimir a sus casas el Doctor Melifluo
una marca recia y solemne en las que resonará a lo largo del día y la noche el
eco de la himnodia gregoriana. Encontramos sus monasterios como una grata
sorpresa al caminante, donde uno menos se lo espera: siempre en terrenos
despoblados y en contacto con la naturaleza. Oiréis que siempre se dijo: “Et in
Arcadia, ego”. Por supuesto la búsqueda de Dios puede resultar un idilio, si no
fuera que a veces los seres humanos no sabemos estar a la altura de ese ideal
de vida angélica. Las macizas paredes cistercienses serían también batidas por
los vientos de la tribulación y la discordia.
Mediante su amor al trabajo paciente y tenaz,
ordenado bajo el regimiento de las horas canónicas estos valles umbríos se
convierten en Jardín de María. En Helicón que piensa en el Cielo. Es por esa noción de búsqueda platónica de la
divinidad. La marcha hacia las estrellas en pos de la utopía agustiniana de la
ciudad de Dios, y su construcción. El establecimiento de un gobierno universal,
donde el evangelio sirva de pauta y código de armonía y de bienandanza entre
todos los pueblos y todas las razas. Claraval, en buena medida, coloca las
primeras basales de Europa, una Europa que no se puede entender sin el culto a
la Señora, sin los pozos místicos. Es lo que evoca Prado Nuevo, que recoge las
repercusiones ancestrales de esa huella mística española anterior a la
Contrarreforma. El Escorial pone cima
dorado a casi cuatro siglos de cultura cisterciense. Por eso sobre sus colinas
color malva en los atardeceres ricos en combinaciones cromáticas haciendo
juegos de luces y resaltos sobre los lomos de la cordillera, y en armonías del
campo, algunos hemos escuchado el batir de las seis alas del querube.
Pero henos ya de nuevo en Fuentesoto.
En
la otra ribera y pasando un pequeño puente se avistan unas cavernas horadadas
por la erosión o por industria humana, que vete tú a saber, y sitas al somonte. Son unas espeluncas
formidables en las que se dice moró un
penitente local que llamaban Juan de Paniagua. El Beato Juan de Paniagua fue un
santo mozárabe compañero de San Frutos, san Valentín y santa Escolástica, que
tenían su cenobio a legua y media de este lugar sobre los riscos del Duratón.
Cada veinticinco de octubre se celebra allí una romería. Había otra más
importante por la Pascua de la Trinidad. El culto del Beato Paniagua perduró y
le fue tributado en Fuentesoto hasta hace dos centurias, el primero de mayo,
coincidiendo su fecha de celebración, con la de
la Cruz de Mayo. Esto prueba que la forma de vida anacorética estuvo muy
afianzada en estos desolados añojales. Pero también había procesión en el
predio que se denomina Los Huertos, el 20 de enero, día en que el Misal de
Toledo prorrumpía en su exaltada liturgia al Mártir San Vicente, del que era muy
devoto el donador de estos terrenos, Alfonso VII El Emperador. ¿Era este
Vicente, diácono, oriundo de Huesca y martirizado en Jaca el santo de devoción
del monarca, o era, por el contrario, el otro Vicente, obispo, muerto a golpes
del vergajo festoneado con bolas de acero, en un lugar de Ávila, al lado de
Sabina y Cristeta, a cuya memoria está dedicada la basílica románica más
esplendorosa de la cristiandad, San Vicente de Ávila, maravilla también del
arte cisterciense? ¿No han sido aun al respecto conciliados los pareceres? El
Martirologio gusta de intrigar a los fieles cristianos, por su confusa
nemotecnia. Todo hace suponer que este Vicente predecesor en la sede abulense
de Prisciliano y el valenciano no tienen nada que ver. La plebe devota los
confunde.
Allí se elevan las ruinas de otro convento
bernardo. Los cistercienses recogieron la tradición eremítica de los cristianos
visigodos que se regían por la regla de san Basilio, seguida por aquéllos que a
través de la senda angosta, domando las pasiones y sujetando las pasiones con
la brida de la mortificación y engolfados, en definitiva, en los sacrificios de
la vida penitente, aspiran a coronar la cima del monte de la perfección. Buscan
los feraces valles recónditos con abundantes acuíferos, pero no les intimidan
tampoco las fragosas angosturas de los desfiladeros o las sierras despobladas.
El
beaterio y asceterio oriental de monjes que vivían en agregación de colonias,
según se comprueba al visitar la Tebaida de Anatolia o la Nitria egipcia, primitivas formas de
pureza de vida evangélica, son convertidos por el divino Bernardo de Claraval
en conventos fortaleza. Luego veremos por qué. Él sería el primero en invocar
los predicados de la guerra justa, siempre que se atenga a una serie de
requisitos. Esgrimiría ante el orbe católico la Teología de las Dos
Espadas. Los profesos no podían vivir
inermes y les asistía el derecho a salir en defensa de su vida y de su honra.
Esta idea la asimilaron los templarios, quienes a su vez, en su modo de operar,
incorporan a sus estatutos bastante de la concepción mística sufí de los
Caballeros del Desierto. Los dichos eran a su vez legatarios de la norma esenia
de Juan el Bautista, practicantes de la “mandáa” o mandala, o mandra, que en
hindú quiere decir transformación. Vivían lugares apartados de Siria y
Mesopotamia en presidios denominados
“ribbats”. El famoso cenobio de Santa Catalina en las estribaciones del Sinaí
no es más que un antiguo ribbat de los Caballeros del Desierto. Esta noción de
austeridad, palpable en la solidez ciclópea de los baluartes de oración
erguidos en lugares apartados de frontera,
y de lucha permanente con los enemigos exteriores e interiores flota en la obra del Abad de
Claraval, y puede contemplarse en nuestros días en cualquier convento cisterciense
o trapense al que vayamos.
Espiritualmente, mantiene la máxima evangélica
de volver la otra mejilla y no responder a la violencia con la violencia. Sin
embargo, esto es una tesis impolítica, imposible de implementarse en la
práctica teniendo en cuenta los deberes de los príncipes a salir en defensa de
sus vasallos.
Es
criterio que empezó a arraigar durante los años carolingios, que Bernardo de
Claraval retoma precisamente para llevar el agua a su molino: el poder del papa
sobrepuja al de todos y los reyes cristianos no pueden tomar armas sin la
correspondiente aprobación del pontífice. Dicho esto, cabría conjeturar que
sería lícito implantar el catolicismo entre los infieles a culatazos. Nada
menos cierto. San Bernardo nos sorprende porque ya en pleno siglo XII se alza
como campeón de las Tres Culturas. Eso sí; la cruz ha de tener prelación sobre
las demás sectas.”Reducid a los no creyentes con vuestra conducta inocente y
con argumentos, nunca a viva fuerza” proclamaba en 1146, cuando estalló una terrible
persecución contra los judíos a orillas del Rin. El monje clarividente e
iluminado recorrió media Alemania convirtiendose en valedor de aquellos pobres
israelitas. Como siempre, eran los de abajo quienes fomentaban los desmanes
hebetados y supurando prejuicios antisemitas. A los que combatía desde el
púlpito y luego salvaba la vida acudían a abrazarle. Esta dualidad ambivalente
no admite el argumento “ad hóminem” al que somos tan proclives muchos de los
que nos decimos católicos.
Gustaba
mucho de pronunciar una frase: “ Si la misericordia fuese pecado, yo la
cometería”. Hasta el punto de
convertirse en una muletilla que dejaba caer una y otra vez en sus sermones.
Estos
son los hechos irrefragables. Alemania era ya en aquellos tiempos la tierra de
la vergüenza (“shamland”) y únicamente las predicaciones de los cistercienses
contuvieron lo que llevaba camino de
convertirse en el primer gran “Shoah”. Muy pocos sionistas se lo agradecerán,
pero los datos ciertos no piden pan. Están ahí.
La
ternura de su temperamento contrasta un poco con la dureza berroqueña que
demuestra cuando sale en defensa de la ortodoxia y de la supremacía que compite
a la Religión del Crucificado sobre el Antiguo Testamento y los incondicionales
de Mahoma. No otra cosa cabía esperarse de quien peroró por los púlpitos de
Sajonia, Polonia, Italia y Francia la necesidad de conquistar Jerusalén en la
Segunda Cruzada. Pero su filosofía era del todo esotérica. Por eso quería en la
linea de frontera monjes armados. Tenía que ser así. Porque la Iglesia es una
organización externa. Habida cuenta del clima de inseguridad y de bandidaje, la
vida religiosa tenía que refugiarse detrás de muros inexpugnables
coronados de almenas en punta de
diamante. Era su visión de una ciudad de
Dios fortificada.
Sus
frailes tendrían que saber defenderse, porque, de lo contrario, se los comerían
las alimañas, si no andaban listos, o acababan con su cabeza rodando por el
suelo del tajo certero de la cimitarra almohade. Fueron los cruzados los que dijeron: basta.
Las Ordenes Militares secundaron esa filosofía con las armas en la manos.
Querían ganar almas para Cristo al filo de la espada. Así nació Europa.
Pero,
no seamos ingenuos; recapitulemos ya.
Habían sido casi tres siglos de terror islámico en el sur de Europa. Fue un holocausto aquél nutrido con una lista
de héroes innumerables. No hay que perder de vista que la djihad era una guerra
de exterminio. Abi Ahmer El Moafari, alias Almánzor, un bereber, con esa
cortedad de luces, dureza y agresividad de la que suelen adolecer los
iluminados de todas las razas y de todos los credos que se creen en posesión de
la verdad absoluta, no se andaba con chiquitas. Lo mismo que mandó quemar los
tesoros de la biblioteca de Córdoba, acabando con una parte del patrimonio intelectual
de la raza humana, porque sus fondos contenían textos de los alejandrinos y
tratados de medicina natural en la que eran expertos los romanos, pues nadie
les dio alcance en punto a yerbas, y otros monumentos literarios
irremisiblemente perdidos, degolló en León de una tacada a treinta mil
cristianos. Mandó que el almuédano convocase a los fieles y sobre aquel
dantesco escenario de degollina se hizo la adoración de la tarde. Corría el año
971.
Años antes, habiendo cruzado la Sierra de
Gredos, devastó la ciudad de Ávila. Gran parte de la población huyó hacia el
norte llevando consigo las reliquias de los santos mártires Vicente, Sabina y
Cristeta. Se dice que los cuerpos sagrados fueron escondidos en la Bureba, pero
también sometió a pillaje la campiña
burgalesa, incendió cosechas, taló vegas y no respetó las aras de las iglesias
y de los templos, porque en San Pedro de Cardeña mandó empalar a toda la
comunidad de casi dos centenares y medio de monjes. Del acueducto de Segovia no
quedó piedra sobre piedra. Esto ya lo veremos.
Era la furia incontenible del Averno. Nadie
era capaz de parar a sus jarcas. La bandera verde del Profetas ondeó en todos
los mástiles. De las cincuenta y dos expediciones de castigo contra el Norte en
ninguna marró, aunque iría a morir, mira por donde, en tierras sorianas, a
pocos kilómetros de distancia de estos valles un poco a trasmano y que
servirían de campo de operaciones a una nueva forma de vida contemplativa, cuya
singular y azarosa emergencia estamos narrando. Si años después el todopoderoso
Corso, demoniaco y poseído avenate, tuvo su Waterloo, el Moro Almánzor encontró
la horma de su zapato en Calatañazor. A este respecto, contamos con el lacónico
texto, casi como un conciso parte de guerra que nos legó el Silense:
“Murió Almánzor el año 1002. Su cuerpo rindió a la
tierra y el alma quedó sepultada en los infiernos”
España
que era frondosa y llena de bosques, encinares y robles, sobre todo en la
meseta castellana, con las invasiones sarracenas se transformó poco a poco en
un desierto. Ya no podría la famosa ardilla andar todo el trecho de
Fuenterrabía a Tarifa sin tocar suelo, porque la selva era tan tupida que este
animal podía avanzar saltando de rama en rama. La bipenna del invasor acabó con
la prodigiosa fronda nuestra.
Desgraciadamente,
y, como las crónicas sec repiten, porque el mundo parece condenado a seguir
dando vueltas de peonza y donde menos uno se lo piensa hemos vuelto a volver
brillar el filo funestísimo de los alfanjes sobre Yugoslavia. El espíritu
moruno de venganza se reencarnaba en Clinton, Albright, y comparsa. Eran los
lunáticos de la yihad a favor de la democracia. No se puede empuñar la espada
en nombre de nada. Ni siquiera en nombre de Cristo, cuanto menos en el de la
democracia.
Lo
malo es que la idea que más vende es la de la guerra. Siempre fue así y tal vez
lo sea siempre. De forma fija, acabamos tropezando contra el mismo canto.
La
irrupción de El Moafari y sus hombres del desierto acaba el esquema de la
cierta tolerancia de los árabes hacia la presencia de los cristianos adaptados
o mozárabes en su zona dominada.
No todo fueron proezas. Puesta la mira en
salvar el pellejo, una gran parte renegaron de sus creencias dando pábulo así a
un ambiente de delación y de sospechas, concomitante a cualquier guerra civil.
Estas secuelas de la cobardía o de la venganza, como sabemos por experiencia
los españoles, tan proclives a subirse al carro de los vencedores - ocurrió con
las germanías comuneras, con la sublevación morisca, con la francesada, con la inglesada y
ocurrió con Hitler, y está pasando con los americanos- crean una
psicosis de miedo que es a veces peor que la propia liquidación física. Este
pueblo, tan acérrimo y tenaz en la pelea, acaba siempre por congraciarse con el
que gana. Ya lo advertía el poeta: no
somos más que un pueblo de arrieros, lechuzos, tahures, de logreros y de
supersticiosos agoreros.
Antes
de la llegada de los benedictinos a España hacia finales del siglo X estaba
implantada en toda la catolicidad hispana una fuerte tradición monástica
calcando los modelos de San Pacomio y de los sirios. Todos ellos fueron
arrasados con las incursiones musulmanes a partir del siglo VIII, que
dispersaron a los religiosos y religiosas e hicieron crecer la lista de los
mártires en lugares tan significativos como el monasterio cordobés de
Tabara; y en el XII, con la llegada de
Alfonso VII el Emperador, a raíz de la toma de Jaén vuelven a renacer, pero
cambia el rito que antes era griego y se romaniza bajo la presión y el
caudillaje de los monjes blancos llegados con san Raimundo y sus caballeros de
la orden de Calatrava, la Kalat-Ribbat de los árabes, desde Borgoña, el
Languedoc, donde precisamente en Montsegur se localizaría el foco albigense,
Gascuña y otras regiones transpirenaicas. El “ Emperador” sería un revulsivo
contra la hegemonía muslímica. A partir de su reinado, empiezan a cambiar las
tornas y la balanza se inclina del bando cristiano. Se dice que fue un gran
rey. El único fallo que tuvo, a decir de
los cronistas, sería la división de su hijuela castellana entre sus hijos, lo
que daría rienda suelta a una descorazonadora tradición de guerras de sucesión
y de luchas dinásticas.
El
cenobio donde los monjes no hacían vida común más que en muy contadas ocasiones
y no salían apenas de sus celdas se
convierte en monasterio con un régimen conventual muy estricto. En su organigrama de observancia, el de Claraval quiere que los monjes blancos
trabajen, rezan, coman y hasta duerman, los lechos separados por un biombo o
camarilla, siempre el uno cerca del
otro, en parte, para darse ánimos, y, en parte para que el superior los tuviese
más controlado, porque el Cister está íntimamente relacionado con el Temple y
ofrece una estructura militar, y, en último termino, porque así se prevenían las discordias. Toda
la autoridad, en manos del abad. No se dependía de Roma más que a efectos
dogmáticos. Los monarcas de Castilla y los obispos declinan su patria potestad,
hacen donaciones territoriales y de inmuebles,
y es así como el margen de la umbría de la cordillera central desde
Somosierra hasta los Picos de Urbión y la margen izquierda del Duero se
convierte en abadengos.
Recogen los cistercienses de los benedictinos
su amor al trabajo, la paciencia, pero rechazan el boato y la solemnidad. La disciplina
es en san Bernardo más férrea que en San Benito, en correlación con la
idiosincrasia de uno y otro: la del primero más aguerrida, y la del segundo,
como buen italiano, más partidaria de
que la miel pueda resultar más eficaz que el vinagre, como paliativo. Por otra
parte, los cistercienses serán los grandes adelantados de la devoción marial,
impulsan con ardor esta singular forma de piedad, algo que los templarios
habían incorporado a su vida de desde sus correrías por oriente. Misteriosamente, al pairo de esa devoción se
esparce rápidamente el afán de construir
catedrales góticas. Son menos intelectuales y más prácticos que sus hermanos
por estar más avezados a convivir con soldados y campesinos que sus hermanos “
los monjes negros”. Pero el “ora et labora” lo imprimen como sello primordial
de conducta. Allí donde aparece un cisterciense, se construye una capilla, se
copia un códice, se planta un majuelo, y surgen aradas por los campos. La impronta rural, casi de paz
geórgica, es un rasgo fisonómico de la cultura cisterciense.
En
todas las casas de bernardos la estructura es muy simple y austera. Cada
individuo tenía asignado un papel que desempeñar. Y ha de someterse durante el
culto a un reglamento de meticulosas ceremonias, donde los pasos que se han de
dar y las genuflexiones con prosternación incluida, están minuciosamente
estipuladas por rúbrica abacial. Así, si algún fraile, por negligencia o
descuido, omitía alguno de estos ritos exteriores, luego tendría que ir a
confesarse durante el Capítulo ante el abad y el resto de sus hermanos.
Hay un campanero, un cillero, un capiscol
para el canto de los salmos, un hebdomadario de semana para vigilar el sueño de
sus hermanos, un enfermero, un carretero, y un apotecario o cirujano, y un
racionero. Las abadías más ricas se permiten el lujo de un anatista, que era el
encargado de asentar las cuentas del dietario y llevar cómputo de las anatas.
Los historiadores debemos a esta escrupulosidad ordenancista del fundador
borgoñón por precisar incluso cuántos pasos debería haber desde el claustro
hasta el coro, o el grosor que había de tener el cerquillo de la tonsura, así
como las pulsiones de la vida diaria que se recogen en las tazmías o libros de
cuentas del convento con evaluación de cosechas, diezmos y primicias, la
posibilidad de recomponer hogaño la cotidianidad de un convento medieval: la
dieta, las devociones, los premios, los castigos, las costumbres funerarias,
etc.
Había otro que administraba el armariolum
que guardaba los códices de devoción, evangeliarios y libros de
horas para el culto divino. Debía avidez por la lectura, pero ésta se
administraba en cápsulas. Los religiosos no debían manejar más que el “ pensum”
asignado. Los libros prohibidos se guardaban bajo llave en un sector de la biblioteca
denominado el “infierno”.
Parte importante era la bodega. No tenían prohibido el vino los
discípulos de Bernardo, aunque por una gracia especial de la Santísima Virgen
iban a él con moderación, pues al vino como rey y al agua como buey. En una
dieta vegetariana como la de los trapenses, que no catan las carne, el vino les
infundía energías, y era un buen reconstituyente para los duros inviernos de
conventos sin calefacción, ubicados por lo general en lugares tan fríos. La
mayor parte de los profesos solían morir de muy viejos.
Se les tasaba por norma dos cuartillos a cada
refacción, pero no lo probaban durante las cinco cuaresmas. Sin embargo, dos
veces al año por Pascua de Resurrección y en la fiesta de la Virgen de agosto,
jarro libre en las bodegas.
Con
todo, resultaba infrecuente el espectáculo de ningún padre o hermano oblato que
hablase con las columnas. Algo alegres, sí. Pero los cistercienses siempre
tuvieron un carisma o tiento especial para paladear sus sabrosos caldos. Por un
regalo de la Virgen a la que rezaban siete veces diarias, estos solitarios
encontraban en el zumo de la vid la fuerza necesaria del espíritu, y no la
embriaguez del cerdo. Luego con hierbas seleccionadas y después de un paciente
trabajo de depuración en la retorta eran capaces de manufacturar bebidas
espiritosas de fuerte contenido alcohólico. Como el “cointreau” y el
“benedictine”. Las recetas de fabricación eran secretas y, al morir, el
bodeguero se lo pasaba a su sucesor. Es así como en los claustros es descubierta
una de las aplicaciones prácticas de la alquimia.
Eran
eximios viticultores y a su sabiduría debe Castilla sobre todo la ribera del
Duero los excelentes caldos que ellos sabían cultivar con mano maestras,
plantando viñas y majuelos en declives y laderas, sitios muy abrigados, y
siguiendo un proceso de elaboración en cubetas de roble muy estricto y
fundamental.
Para
fijar el tiempo en que se produce el cambio de guardia cultural, la revirada
del orden estético y social el siglo duodécimo es la pauta. Significa uno de
los espacios históricos y desconocidos de la proyección europea, un avance en
línea recta. Nace de las Cruzadas que no representan sino una huida hacia
delante. El arte románico, su
contraseña, constituye un estilo de transición desde la tierra de nadie de los
siglos oscuros hacia el esplendor del arco ojival. Funde los sueños anteriores,
porque la bóveda de cañón y el arco de medio punto nacen del legado
arquitectónico árabe, merovingio y paleocristiano. El Pórtico de la Gloria
compostelano viene a ser un crisol de la
quibla y del arrabá morisco, junto con la impasibilidad bizantina, las
fantasmagorías sobre el juicio final y la presencia del mal en el universo, que
obsesiona a los imagineros mozárabes.
No
aflora por generación espontánea sino de resultas de una evolución permeable,
con intercadencias y altibajos y el desconcierto que habían deparado a la
mentalidad del cristiano las incursiones sarracenas. Pasado el terror del
milenario, con sus fijaciones sobre el Libro del Apocalipsis, una idea obsesiva
de que el mundo se acercaba al final de los tiempos, lo que desencadena dos
reacciones contrapuestas, en unos el gozar de los placeres que da la vida, y en
otros, el retiro de las pompas banales del mundo, en búsqueda del camino de
perfección en el desierto, se produce un resurgimiento. El hombre europeo
parece haberse encontrado a sí mismo. Tuvieron que pasar cien millones de años
antes de que el simio de Atapuerca alzase su columna vertebral hacia lo alto y
hablase. Y cien mil para la llegada de Cristo, pero sólo mil para que pintase
los monstruos de los bestiarios y beatos. Menos de mil, más y nos plantamos en
la calculadora. ¿Serán estas máquinas pensantes que tantos avances han deparado
a la Humanidad la antesala del milenario de deleites que anuncia la Biblia o el
comienzo del fin? Cuando nos detenemos ante el tímpano de Chartres esa es la
preguntan que muchos se formulan.
Había
sido demasiado duro el Siglo de Hierro. Se registró por entonces una de las
crisis mayores del pontificado, debido a las conjuras internas y al clima de la
inestabilidad. Roma, que ya en el había conocido en 410 el saqueo de Alarico,
vuelve a ser invadida por tropas sarracenas en 844. El papa Sergio III es
obligado a contribuir al sultán onerosas pechas y cargas fiscales. Las intrigas
y el escaso decoro bañan el ambiente del palacio de San Juan de Letrán. Ciertos
autores suponen que las llaves del pescador quedaron en mano durante un período
de treinta meses de la Papisa Juana muerta de sobreparto el año 857, y aunque
estos datos no han podido ser contrastados, es bien cierto que este clima de
escandalos alentó el primer cisma con Bizancio. El papa Nicolás y el patriarca
Focio se cruzaron los primeros anatemas. La separación se haría definitiva tres
siglos más tarde con Miguel Cerulario. Juan VIII murió a martillazos. Las
hordas sarracenas arrasaron Monte Casino cerca de Nápoles, pontificando
Formoso, el cual abre una de las páginas más tristes de la historia de la
catolicidad.
De
los veintiún papas que subieron al solio primado a lo largo del siglo X se cree
que un tercio de ellos falleció a mano airada, víctimas del veneno, apuñalados
o ahogados en el Tíber por sus contrincantes, si hay que creer a un cronista
tan ecuánime como es Vicente Silió en su magistral texto “Un hombre ante la
historia”. Muchos de ellos eran hechura del crimen y de la intriga. El mentado
Formoso fue desenterrado y su cadáver execrado. Secuaces de la facción
contrario le cortaron los dedos de la mano derecha, con la que bendecía.
Únicamente se salva de la quema San Silvestre II(999-1003), quien fue investido
durante el terror del milenario. Era, según parece, un nigromante y cabalista
que llegó a inventar una máquina capaz de responder sí o no a una pregunta
dada, conceptuándose a Silvestre como el precursor del ordenador y de toda la
cibernética. Rescató a Roma de la dominación musulmana mediante con una alianza
con el germánico Otón III. Fue el
remedio tal vez peor que la enfermedad porque este concordato va a suponer el
inicio de un estigma que haría mucho daño: el enfrentamiento entre Trono y
Altar, la lucha por las investiduras, el ambiente de pugnas del reinado del
emperador Enrique IV, la marcha a Canosa y todos los escándalos que rematarían
en la rebelión luterana.
Dice
Morruet que esta desdichada centuria se llamó el Siglo de Plomo por la
grosería, el hervir de pasiones y la abominación que corrompe los estrados de
la curia. Es un tiempo de tinieblas por la falta de escritores, ya que, como
muchos pensaban que el 31 de diciembre del 999 se iba a acabar el mundo, nadie
labraba, ni escribía y proliferaban aberraciones corruptelas de toda índole en
el alto clero.
A
este respecto la llegada al pontificado del monje Hildebrando en 1073 fue
providencial. El austero monje siciliano que reinó bajo el nombre de Gregorio
VII inició una de las reformas más traumáticas, instituyó el celibato
eclesiástico. Este había quedado fijado en el Concilio toledano de Elvira del siglo IV. Se recomendaba la
abstinencia del comercio carnal con mujer a los ordenados sobre todo por
cuaresma y las grandes fiestas. Decía que un obispo no podía estar casado y que
todos aquellos presbíteros aspirantes a recibir la plenitud del sacerdocio
deberían despedir a su mujer legítima o a la concubina, cosa que hicieron algunos
egregios padres de la Iglesias como San Paulino de Nola, casado con Terasia, y
San Agustín con una esclava nubia. Pero ya nadie se acordaba de aquellas normas
implementadas por el concilio toledano, que casi nadie respetaba. En realidad
las recomendaciones de San Gregorio tardaron en tomar cuerpo de realidad varios
siglos, porque no es hasta el siglo XIV cuando arraiga esta costumbre de la
soltería para todos los clérigos, incluso los minoristas.
Gregorio
VII pagó caro su osadía al propugnar una reforma de las costumbres, pero, sobre
todo, en su enfrentamiento contra el poder temporal. Fue depuesto por el
candidato del emperador, Clemente III, y murió desterrado en Salerno en 1085.
Triste final para el monje Hildebrando quien toda su vida luchó por unas cuantas
ideas absolutas, pocas, pero exactas: a), que le poder de los papas viene
directamente de Dios; b), que todos los príncipes de la tierra han de besarle
el pie en señal de pleitesía; c), que el papa no se equivoca jamás, hable ex
cáthedra o en charla confidencial, porque en su triple corona recae el viento
trinitario y almo; d) que asume la facultad de hacer la guerra por delegación a
los reyes bajo la órbita de su mandato. Esta es la Teoría de las Dos Espadas
sobre la cual hace una exégesis brillante años más tarde San Bernardo. Algunos
creen que de ese modo vino Dios a confundir su altanería. Imprimió un estilo y
un carácter aquel oscuro monje toscano de cuyas rentas viven, engordan, y
creen, todavía a pie juntillas, muchos purpurados de hoy.
Esta
insigne figura del pontificado va a convertirse en el gran campeón de la
Iglesia romana como jerarquía y poder, independiente de los príncipes
cristianos. Lo que quería Hildebrando, al hacer pasar por las horcas caudinas
de su predominio y acaso de su insolencia al titular del Trono Sacro Germánico, era el establecimiento de la utopía
agustiniana: un solo cetro y una sola corona de dominio universal. La tiara por
encima de la corona y el trono. Un gobierno mundial encarnado en
la persona del papa elegido por el Espíritu Santo. La idea está bien y muchos
han sucumbido a esa tentación de la prepotencia, pero no es desde luego un
precepto evangélico. El reino de Cristo pertenece al mundo de las almas, no de
los cuerpos. Es interior, esotérico. Se
arrogan atribuciones, se interpolan conceptos. Espíritu y carne batallan sin
cesar.
Es el santo y seña de la mano del hombre que
deja por doquier estampada la marca de su naturaleza viciada. Dicho esto, hay
que decir que Gregorio VII ha sido uno de los papas mayores de todos los
tiempos. Después de mí el diluvio. Quien venga atrás que arree. Al morir en 1085, la debacle. La cristiandad
intenta la fuga hacia delante lanzandose a las Cruzadas. Legatario y heredero de Gregorio VII, que hubo de gobernar el
timón de la nave de Pedro en medio de la borrasca de las Investiduras, es Urbano II. Él fue el que mandó predicarla,
pero en su pontificado se produce la reforma de los benedictinos por el Cister
y la orden que más santos y más gloria ha dado a la Iglesia, la de los
cartujos, aunque muchos de ellos no se hallen registrados en el santoral.
Después de las tinieblas de la enorme noche, los rayos fecundos y providentes
de la aurora.
La presencia de los hijos de San Bruno en la
historia, que aun siguen con las costumbres y hábitos del siglo XI, en sus
celdas calladas es un testimonio de que la Iglesia, a pesar de los papas, es
patrimonio de la herencia eterna de la Verdad de Cristo. El Cister y la Cartuja
aparecieron en 1099, el año en que las mesnadas de Godofredo de Bouillon
llegaban a las puertas de Jerusalén. Una de cal y otra de arena.
Si
alguna virtud tuvieron las ahora tan denostadas Cruzadas fue que, merced a
ellas, todo el mundo cristiano se pone en movimiento. Fueron una huida adelante
para salir del marasmo. La cruz cruza el rubicón y se hace amiga de la espada.
Nada volvería a ser igual que antes. Se cierra el ambiente de postración en que
había vivido la Iglesia para cobrar un papel señero. Quedan atrás las tinieblas
del Siglo de Hierro en el bajo imperio carolingio. La gracia presupone a la
naturaleza y Dios nunca se atreve a tocar los moldes del lenguaje de un tiempo.
Este determinismo le hace escribir del derecho con renglones del revés,
aparentemente, todo se torció. Todo fue un fracaso porque el fanatismo, aunque
sea en nombre de la verdad, suele envenenar los ánimos. Proliferaron los
excesos y rapiñas, desafueros y
genocidios. Los burgos de Europa quedaron semi vacíos cuando un emisario
de Urbano II iba de puerta en puerta predicando el “Dios lo quiere”. Hablaba de
una tierra prometida, santificada por la presencia del Salvador, donde las
fuentes manaban leche y miel y de un reino donde no habría esclavitud.
Ellos
suspiraban por la libertad pues el siervo de la gleba estaba fundido con la
tierra, tanto como los muros del recinto del castillo, las plantas y los
árboles. Formaba parte de los bienes raíces de los señores de horca y cuchillo.
Mil años de fe no habían sido suficientes para conseguir la emancipación de la
servidumbre. Ahora bastaba con reconquistar Jerusalén, apoderarse las reliquias
de Cristo y de los Apóstoles. Era por el otoño de 1095. Una bula del concilio
de Clermont Ferrant garantizaba la vida eterna a todos aquellos que murieran
peleando por la cruz en los Santos Lugares. Se pone en camino una turba de
desharrapados. La mayor parte de los expedicionarios sucumbe a los peligros,
enfermedades, hambres o a la intemperie de la ruta. Mujeres y niños fueron
hechos prisioneros por los soldados turcos yendo a parar a los burdeles e
himeneos de Estambul o de Damasco. Los propios griegos, a los que supuestamente
marchaban a liberar, se muestran horrorizados por aquella hueste de Godofredo
de Bouillon y de Balbino que se entregaban a la rapiña y a toda suerte de
desmanes. A pesar de todo, Dios se sirvió de tales mimbres, tan precarios, para
manifestar su voluntad de encarecimiento y de progreso. Del lodo y la miseria
de las Cruzadas surgieron las catedrales y la polifonía del Pórtico de la
Gloria, donde la materia se diviniza por el soplo del Espíritu. En ninguna otra
época estuvo el hombre tan cercano al lenguaje de la redención como en el siglo
XII. Asistimos a la hora máxima de la genialidad europea.
El
cristianismo no es una religión enteramente judía, ni pagana. Es una simbiosis
del antes y del después que se transforma en mariposa - efecto “Schmetterling”
- y agita sus alas hacia el futuro. Al humanarse la segunda persona de la
Trinidad acepta al hombre, tal y conforme es, moldeado en el barro, toma su
debilidad y trata de convertirla en fortaleza. Esto nunca podrán comprenderlo
los fariseos, los que se consideran puros, los sepulcros blanqueados. Dios bajó
para estar un poco más cerca del dolor del hombre. En cierta manera, acepta el
patrimonio recibido como consecuencia del pecado.
La
guerra, las invasiones sólo traen eso: pecorea, agravios, enconos y suspicacias
que duran no ya generaciones sino siglos. Por fin, los ejércitos papales
avistaron los muros de la Ciudad Santa el 15 de julio de 1099. Se cumple un
milenio de todo aquello. Seguimos bajo el signo de Aries. ¿No será el Agnus Dei
que pintaron en los arcosolios de las catacumbas los primeros cristianos el
Carnero que rige a las doce virtudes? El Cordero de Dios campeó sobre las
oriflamas y pendones bélicos de la entrada de Godofredo en la Ciudad de la Paz.
¡Qué ironía! No fue sino la plaza de todos los conflictos. Pero aquellos rudos
aventureros iban en busca del Santo Grial. Querían obtener un testimonio físico
de la presencia de aquél por el que combatían y peregrinaban en el mundo.
Resulta imposible entender el cristianismo sin esa avidez de reliquias. Tenían
que ver para creer. Meter el dedo en la llaga, como Tomás. Es la humana
fragilidad.
Dice
San Máximo, obispo de Turín, en una de sus numerosas homilías que han pasado a
todos los breviarios:
“Todos
los mártires deben ser honrados, pero en
especial hay que venerar a aquellos que nos dejaron sus reliquias
corporales como testimonio de su holocausto. Las reliquias nos asisten y dan
fuerza en la oración. Son fuente de salud corporal y de milagros para superar
enfermedades y nos sirven de viático en el momento en que iniciamos el camino
del más allá”
Este
texto del 451 sirve de punto de partida, al hacerse eco de una tesis muy
divulgada desde el siglo II de que los despojos de los santos tienen
propiedades curativas. Es el culto a las reliquias, como veremos adelante, con
sus pros y sus contras, uno de los grandes caballos de batalla de la
religiosidad católica. Después de todo, aquellos pobres desharrapados que se
embarcaron en las tres primeras cruzadas iban a Jerusalén en busca de los
huesos santos no sabían adonde iban, sólo querían huir, liberarse. Estas tibias
y canillas, molares y calaveras de los que sucumbieron al tajo del tirano pero
ganaron la victoria de la vida eterna, así como otras reminiscencias del paso por el mundo de estos varones y
hembras que siguieron al Cordero hasta la muerte, constituyen la panacea, pues,
de las peregrinaciones.
El
Libro de los Salmos viene a ser el texto en que se basan: “Y el Señor guardará todos los huesos de los justos después de la
tribulación (Ps. 33.20-21).
A
su vez el Eclesiastés recapitula a favor de los que mueren en Él”: Estos son los varones de misericordia, cuyas
obras de piedad no han caído en el olvido. En su descendencia permanecerán sus
bienes. Sus nietos serán una sucesión santa y su posteridad se mantendrá
constantemente en la alianza. Sepultados en paz sus cuerpos, vivirá, sin
embargo, su nombre por los siglos de los siglos. Celebren los pueblos la
sabiduría de los varones de misericordia y repitánse sus alabanzas en las
asambleas sagradas”(Libro de la Sabiduría 44, 10-15)
Quienes
salieron vivos y regresaron a sus casas, llegaron de Judea cargados de
reliquias. Unos y otros arramplaron con lo que encontraron a mano. Creerán en
el Santo Grial y la virtud curativa emanada de los objetos que salvan. Se
exhibieron como trofeos en las vitrinas de todas las catedrales de Occidente
que entonces empiezan a erigirse, precisamente como aras de guarda de aquellos
tesoros de origen dudoso, y algunos hasta del
peor gusto, Alfonso I de Portugal entra en Coimbra de vuelta de Tierra
Santa nada menos que con la punta de la lanza con que abrió Longinos el costado
del Señor, una zapatilla de la virgen María, la toca que puso sobre las
sienes Magdalena, la hermosa pecadora
que ungió con sus cabellos los pies sagrados de Jesús. Ya veremos capítulos
abajo en que para todo este negocio de los tahalíes cristianos. Los huesos venerandos colmaron las tecas y
los joyeles de las iglesias y los palacios. Se exhibían como talismán y
salvoconducto de la buenaventura. ¡Inaudito! ¡Los gansos quieren transformarse
en cisnes! Pero, nunca los recriminéis: el fetichismo lo llevamos los humanos
en la masa de nuestra sangre.
Esto
es la bella teoría. La praxis, tratandose de la condición humana, va por otros
rumbos. Hubo abusos pero se salva la Fe común de los que ansían el reinado del
bien sobre la tierra. Gracias a las tan besuqueados y traídos y llevados
vestigios, las naciones europeas salen de su letargo y se ponen en marcha en
busca de algo. Todo tenía un sentido trascendente e iniciático. No conviene
descalificar tan importante fenómeno tachándolo de mera aberración por los
fetiches, los sortilegios, los presagios. Puesto que el ser humano es por
naturaleza supersticioso, la Iglesia trata de morigerar la condición innata
encauzandola hacia lo Alto.
El
mundo conocido abandona la gleba y se aburguesa. Cobran incremento los
intercambios y el comercio, merced a las peregrinaciones que pusieron en las
mentes un incentivo promotor desde el afán
de nuevos descubrimientos y sensaciones. Se elevan puentes, se
construyen caminos.
Unos
van a Cantorbery. Otros, a Reims a visitar la tumba de San Remigio y otros a
Colonia, donde estaba el sepulcro de los Reyes Magos. Otros, a visitar la Santa
Sepultura. Cuando la ruta de Tierra Santa quedó interceptada por Aladino, viran
a Occidente y Santiago de Galicia se beneficia de este cambio de tendencia,
ocupando Finisterre el lugar de la Ciudad de la Paz. Compostela representa el
final de esa hégira de purificación emblemática y contradictoria, porque Dios
elige al que elige, en la que se centra y consiste el paso del alma cristiana
por la Tierra. No es la Jerusalén física la que buscan sino la del alma,
ubicada en las alturas celestes. Lo importante
no es la meta final sino el propio sendero de una ruta empedrada de símbolos y
de creencias. Los ensalmos resultan a
veces indispensables. Otra vez entran en juego aquí las dualidades de
esoterismo del mundo mágico e imperceptible y lo exotérico del ámbito vulgar y
común, controlado por las pulsiones exteriores. Son dos lineas de fuerza, la de
las apariciones y los aparecimientos o apariencias que nunca se encontrarán.
Porque metafísicamente se repugnan.
En este mundo perecedero y ruin todo se encuentra
mixturado y envuelto. La fealdad lleva de la mano a la belleza, y el oro y la
plata subyacen en la misma mena que el barro.
Fue
precisamente el vehemente y apasionado Bernardo el fundador de la Orden
contemplativa más importante de la Edad Media el que se esfuerza por armonizar
la contradicción inherente. Al ritmo de las estrofas de la plegaria mariana por
él compuesta, el “Acordaos”, predica la Segunda Cruzada. Otro fracaso
estrepitoso. Los turcos se apoderan de Edesa en 1.l44 y de San Juan de Acre,
las turbas indisciplinadas y descompuestas de Balduino de Gante se dan al
pillaje y perpetran sacrilegios; arrasan
el templo más antiguo de la cristiandad, Santa Sofía, dedicado a la Virgen
María. Se trata del primer encontronazo de la teología marial entre latinos y
bizantinos. Para aquéllos la Virgen era una mujer de carne y hueso, al socaire
de las creencias paganas sobre ritos de la fecundidad, de los que va ser
difícil desembarazarse, como se comprueba en las diferentes iconografías. Para
éstos es una versión más estilizada, descarnada de cualquier suponer físico,
con arreglo a la lección esotérica del Eclesiastés, cuyo texto describe de esta
forma a María:
“Yo
broté, como la vid, pimpollos de suave olor, y mis flores dan fruto de gloria y
de riqueza. Yo soy la madre del puro amor, y de la sabiduría y de la ciencia de
la esperanza. En mí está toda la gracia del camino y de la verdad: en mí toda
la esperanza de la vida y la virtud. Venid a mí cuantos me deseáis, saciáos de
mis frutos, porque mi espíritu es más suave que la miel y más dulce que el
panal es mi herencia. Se hará memoria de mí en la serie de los siglos. Los que
de mí comen tienen más hambre todavía, y tienen sed los que de mí beben. El que
me escucha nunca será confundido y los
que se guían por mí no pecarán. Los que me esclarecen obtendrán la vida eterna”
Se
trata de uno de los himnos más sublimes que han salido de la iluminación
profética de Israel sobre el conocimiento. Es la búsqueda de la ciencia, la
Sofía, el símbolo de los que buscan a Dios a través del raciocinio, el estudio
piadoso y la contemplación, utilizando los dotes más nobles de la naturaleza
humana. En Oriente la Theotokos se identificó con esta sed del conocimiento de
Dios que nunca se sacia. Su vientre parió al Redentor y es la fuente que
alumbra la salvación. La Mujer aplastará la cabeza del dragón. No cabe mensaje
más iluminado de profecía. La Virgen es el primer peldaño de la escala del
cielo que jalona el comienzo de la vida futura.
Bernardo
acuña el estereotipo de la disciplina, la castidad, la abnegación. Se rebela
contra la relajación existente en los cuatros mil monasterios benedictinos
abiertos por todo el Oeste cristiano desde Polonia a País de Gales y desde
Northumbria hasta Silos. Desautoriza a Cluny por su apego a las riquezas, su
connivencia con el sistema establecido,
su transigencia con la esclavitud que era permitida en los sagrados
recintos monacales. Es un estallido de fervor idealista y de violencia contra
los enemigos de la religión. El ambicioso apóstol de Claraval anhelaba el
triunfo, no el martirio. Sanciona la guerra santa y dice que es justo matar en
nombre de la Trinidad, una idea nueva que no estaba en los textos patrísticos
al uso, pero que se explica en el clima de incertidumbre en que se vivió
durante muchos siglos. Si los mártires se alzaron contra los dioses falsos de
Roma ¿ por qué a los francos no les iba a estar permitido amotinarse contra la
tiranía muslímica?
Los secuaces del Islam llevaban muchos siglos
cortando cabezas. Venga, pues, norabuena
la guerra santa. ¡ Guerra. Guerra al Anticristo! Al fin y al cabo los
que tanto critican a los cristianos su incongruencia con las prédicas de la paz
y el amor, ahora y siempre se entregan
ellos mismos a excesos sanguinarios. Parece ser que la agresividad forma parte
inherente la condición humana. Se exige a los yugoslavos, por ejemplo, que
pongan su cerviz ante la toza del verdugo inglés o norteamericano, pero, si se
defienden, ya son malos, enemigos de la raza humana, fementidos y crueles “chestniks”.
El gobierno hebreo de Jerusalén anda metido en otra cruzada para expulsar a los
palestinos de Cisjordania y la mayor parte de los judíos del planeta aplauden
esta conducta mientras se acuerdan todos de la madre de San Bernardo y los
caballeros de la Tabla Redonda, porque en Palestina cometieron algunos excesos.
Esto es un acto de hipocresía. Vivimos en un mundo de falacias, silogismos
cornutos y entimemas. La ley del embudo, el doble rasero, se imponen o nos la
imponen, de grado, o a la fuerza.
Va
a ser en España donde los bernardos, propulsores de las Órdenes castrenses de
Calatrava, Santiago y Alcántara, van a establecer un glacis defensivo, una
especie de cordón sanitario de la cristiandad con el objeto de impedir el paso
de las sangrientas hordas árabes en las razias
de primavera desde la cuenca del Duero a la del Tajo.
El Cister, aunque San Bernardo lo recondujo y
lo adaptó a la mentalidad continental, había sido fundado por un inglés, San
Roberto de Citaeux, en el valle del Loira el 1098. Lo insular y el áureo aislamiento viene a ser una de las prerrogativas de los
ingleses, que, en cierto modo, acata el Cister, porque, al fin y al cabo, los
británicos siempre han querido ir a su bola y a su aire, haciendo las cosas
como les plugo o Dios les da a entender, tanto en política como en
religión. San Bernardo en más de una
ocasión se atreve a leer la cartilla al papa. Quiso crear un movimiento de
renovación, un primer intento de reforma de las costumbres depravadas de las
eminencias directivas por las corruptelas y las intrigas y el clima de
encarnizada batalla a causa de las Investiduras. Responde al carácter británico marcado por
una tolerancia en combinación con la solidez de la razón practica. La sencillez, acrisolada en las buenas
maneras del respeto y la etiqueta, se refuerza con el pragmatismo. En las Islas
siempre ha quedado un regusto por lo romano, puesto que son aficionados los ingleses de la arquitectura de Roma, de
su pasión por el Derecho. Esta adherencia a las costumbres romanas va a ser el
nema del cister. Había aflorado en el valle de Clairvaux, cerca de York, pero es San Bernardo el que lo impulsa.
Tres
son las características más señaladas de esta orden activa y contemplativa a la
vez en su ascendencia primigenia hasta que fue reformada con la instalación de
la Trapa:
1.
- Rigor litúrgico. Los monasterios cistercienses se distinguen por tener en sus
iglesias un rosetón a Poniente. Es una
piedad circular y heliocéntrica. Rezan
mirando al Sol y componen esas plegarias maravillosas que orquestan la vida
cotidiana de un monje que empieza al alba con el canto de “Iam lucis ortus
sidere” y termina con el “Te lucis ante terminum”. El marchamo del día se
corresponde con el de las horas canónicas. Son reminiscencias del culto de la Redolada
céltica. El círculo proyecta sus brazos iluminados sobre el universo dando vida
y alma a los mortales. Mueve todo cuanto gira en su órbita, y él queda fijo.
Siempre la búsqueda del centro eucarístico en armonía con el girar de las
estaciones, las alternancias y evoluciones de la aguja del reloj. El monje
cisterciense, desde el supuesto de que clepsidra y observancia son compatibles,
se siente locatario de un suelo lleno de miserias, pero está llamado a ser
colono del cielo. Ordena su existencia mirando al orto y al ocaso. Ama la
redola. Se siente seguro en el círculo de Cristo, recordando un poco a la
heliolatría de sus antepasados. Porque el atavismo recuerda la comunión celta
con los rayos solares. Aquí no es Apolo el que envía su energía, el Sol es
Cristo.
2.
- Vida en común las veinticuatros horas del día. Los cistercienses duermen en
crujías generales, cada lecho separado con una camarilla encortinada. No tienen
nada propio. No valen nada como individuos pero sí como grupo. Renuncian a la
libertad y viven en un régimen de severo trabajo y como los benedictinos
practican el “ora et labora” y difunden por toda Europa el amor al trabajo. Su
especialidad, la agricultura. Se levantan a maitines a las dos de la madrugada
y cantan en coro laudes, prima y tercia. Se vuelven a recoger para volver a la
Iglesia a las seis de la mañana. A las siete de la mañana, ya estaban en el
campo o en el taller. Es un sistema de disciplina más rígido incluso que el de
los cartujos, porque habían de pasar en comunidad quienes abrazaban su regla
las veinticuatro horas y llevar una existencia bajo la regencia de la campana,
conduciéndose como autómatas y a golpe de badajos, con el oído atento al sonido
del bronce que llama y convoca. ¡Y ya
son unas pocas veces a lo largo del día en la Trapa! Sobre eso, en un
principio, regía el gran silencio. Los monjes no podían quebrantarlo y tenían
que comunicarse por señas. Cada cenobio tenía su propio lenguaje mímico para
ejecutar las órdenes del superior. La guarda de la lengua era una de las
primeras cosas que aprendía el neófito en su proceso de aclimatación al gran
silencio. No era lícito hablar de asuntos personales. San Efrén había dicho: “Una palabra es plata. El silencio es oro
puro”. Hablar poco - lo imprescindible- parece ser uno de los secretos de
la felicidad íntima y de la vida larga. Está demostrado que la charlatanería es
uno de los picaportes del mal por los que se cuela el viento del diablo. Pero
es duro abrazarse a este sigilo, porque el ser humano es, por naturaleza, comunicativo;
esta dureza topó con algunas dificultades y los monjes, al bajar la guardia, se
relajaron. Como el espíritu y la letra de las constituciones bernardas no pudo
ser guardado a rajatabla, luego se vendría la reforma trapense, ateniéndose a
los mandatos de su fundador.
3.
- Son austeros y se rebelan contra el boato de los benitos. En los monasterios
cistercienses el profeso no goza de tanta libertad y están más amarrado y
vigilado. Claraval y el Valle de Citeaux suponen una adaptación de la Regla de Montecasino, promulgada por San Benito seis siglos antes.
La
autoridad recaía totalmente en el abad, nunca dependían del obispo ordinario y
muchas veces se observa un talante independiente incluso de Roma. Fue la suya
una labor constructiva y civilizadora aunque en muchos casos tuvieran que
entrar a saco con un mundo viejo y en decadencia. En todos los monasterios se observa, como en
el de Sacramenia, la existencia de un cordón defensivo, o glacis de bastiones o
atalayas sitos en los cerros empinados, para la vigilancia de los valles. El
bastión central se encuentra rodeado de un perímetro de cenobios adyacentes,
como una “anillo de oro”.
En estas avanzadillas hacían guardia día y
noche frailes entrenados en el empleo de las armas. El de Cardaba llegó a contar
con otros cinco establecimientos subsidiarios, el de la Torre de San Gregorio
de Fuentesoto, otro cenobio llamado de Santa Cruz camino de la Villa de
Fuentidueña, el bastión de San Miguel en el cerro de Sacramenia y otros dos en
Cuevas de Provanco y en Valtiendas. Respondiendo al clisé de mitad monjes mitad
soldados los bernardos no sólo sabían Teología sino que eran expertos en
Poliorcética.
Cuando llegan los primeros frailes franceses a
este valle, la vida poco a poco empezó a cambiar. Se trataba de la repoblación de una tierra de nadie, que
estaba arrasada a causa de muchos siglos de guerra. Claraval manda a su gente a
defender la cruz de Cristo en la frontera. Esta es la tierra de Fernán
González, los páramos que cruzaba el Cid camino de Valencia. Según referencias
locales al Campeador le gustaban los asados y el cordero de Sacramenia, la bien
guardada por recios adarves sagrados, como su propio nombre indica, y que desde
el año 943 se había adherido al abadengo de San Pedro de Cardeña, donde el buen
Cid se lamía las heridas de las ingratitudes y despechos regios, cuando Alfonso
VI mandó arrasar su casa, al haber hecho un voto el conde castellano después de
una batalla contra los moros, gracias al concurso del Arcángel San Miguel.
Ahí
permanecen como testimonio memorial de aquel avatar los lienzos de los muros
del primitivo templo al Príncipe de los Escuadrones Angélicos.
Hasta
las piedras aquí transpiran un halo mágico y batallador. Es la huella cisterciense que se alza señera,
media legua, vega arriba, en la antigua iglesia de Fuentesoto. La torre y la
ojiva del cementerio permanecen intactas. La nave derruida ha sido habilitada
para cementerio. Pero el farallón empinado sobre la cárcava parece un centinela
encaramado en la loma, de ojos escrutadores mirando desde sus cuencas vacías,
que observa la yerma contornada en el
discurrir de los siglos. Un ángel de piedra se sienta en su cátedra como
guardando los campos todo lo que abarca el horizonte. Estuvo consagrada a la advocación de San Gregorio, pero no quedan
actas. Puede que fuese una antiguo templo mozárabe puesto que su estructura
cuadrada guarda un cierto parangón con San Juan de Lillo, Santa Cristina de
Lena o San Julián de los Prados, de Oviedo. Allí no llegaron las lanzas de
Almánzor, aquí dejaron las huellas. Pero, en medio de su desolación, estos
farallones se tienen todavía erguidos. En la unción del silencio que las
circunda, las piedras todavía parecen lanzar un grito de desafío a la historia
y lanzan la contraseña de la ordenación de diáconos, al toque de llamada del
obispo:
-
Adsum. ¡ Presente! Aquí estamos, para lo
que haga falta.
En uno y otro monumento el detergente del
tiempo ha sido incapaz de borrar algunas inscripciones al pastel de color negro
o mazarrón estampadas sobre las paredes en letra gótica. En la de san Miguel
sólo aparece una cruz griega sobre el montante de la arquivolta. Fuentesoto
junto con Pecharromán y Santa Cruz, hoy desaparecido, eran arrabales de
Sacramenia. Desde estas atalayas místico estratégicas se otea la descubierta
del páramo circundante de arenas coloradas y piedras calizas en un radio que
abarca hasta los tesos de Tejares y el sorprendente mamelón que tiene la forma
de hocico de jabalí sobre el mogote en que se asienta Torreadrada, la vieja
Aderata romana, cabeza de los castros donde posaron las legiones de Augusto.
Por el sur, la vega, adentrandose de sobre
derroteros más suaves, confluye en Peñafiel a través de Aldeasonia, que
haciendo honor a su nombre, tiene algo
de oasis en medio de la desolación de rastrojeras y añojales, y es un lugar de
ensueño. Más allá del derrotero se alzan
las colaciones de Rábano, Calabazas y El Vivar. El paisaje y la
toponimia no pueden ser más cidianos. Estamos en el riñón de las Castillas.
El
Cister rompe los esquemas de la actitud sumisa hacia el Islam, consuetudinaria
entre los griegos y los mozárabes, los cuales aceptaban con facilidad el yugo y
hasta besaban el látigo del cadí, acertando a convivir, mal que bien con los
invasores, y a cambio de no poca sangre, múltiples profanaciones de aras
sagradas, como ocurrió con frecuencia en la Córdoba califal. Presumiblemente el
nombre de Cardaba dado a la fundación tenga que ver con el de la capital
andaluza, porque se cree que esta zona de la raya del Duero fue refugio de los
hispano visigóticos en fuga de la persecución mahometana que arreció de los
siglos VIII al X, como prueba la
cantidad de eremitorios y refugios cenobitas existentes en toda la región y la
influencia mudéjar, que se observa en la arquitectura y decoración vegetal de
los cimacios y capiteles de este arte primitivo en la provincia meridional
castellana. Puertas y ventanas capialzadas del románico segoviano, exenta de
cualquier insinuación a la iconolatría, que veda el Corán, evocan la mano del alarife versado en las
enseñanzas del Profeta.
El santo de mi pueblo, Beato Juan de Paniagua,
que se santificó ayunando y viviendo apartado en las espeluncas del término que
los sotohontaneros llamamos Peña Colgada provenía de Al Andalusí, al igual que
San Frutos, Santa Casilda y tantos y tantos otros. Cardaba es, por tanto, un
remedo de la Córdoba de Marcial y remite
resonancias al peregrino o al curioso espectador del “cordubensis conventus” de
Plinio, que los mozárabes trasladaron al norte, en la denominada zona del
“convento asturicense”. Páginas adelante, comprobaremos la estrecha relación
que tuvieron en un pasado las sedes episcopales de Córdoba con la de Oviedo; de
Toledo, con León; de Avila con Astorga, focos que fueron del movimiento
gnóstico priscilianista. En el idioma
alauita se llama de esa manera: Kar-da-bah, pero no era un topónimo arábigo.
Allí, en aquella ciudad la más populosa de
Occidente que en el siglo IX llegó a tener millón y medio de habitantes, al
filo de la espada pereció San Sancho, y fue empalado, tormento indecible, San
Isaac, diácono del monasterio de Tabara, del que San Eulogio cuenta que habló
en el vientre de la madre, lo que suele ser un síntoma de profecía y
descabezados; perecieron descuartizados San Walamboso, San Sabiniano, San
Witremundo y San Abencio, todos ellos monjes mozárabes. Al cupo se agregó Santa
Columba cuyo cadáver incorrupto, después de haber sido aquella monja del mismo
adoratorio violada y despedazada por sus verdugos, apareció a los tres días
colocado en una barca que los angeles guardaban rumbo a Sevilla.
Las aguas del Guadalquivir se mancharon con
esta sangre o con la ceniza de los cadáveres incinerados y aventados. El monasterio
Tabense se hizo famoso por el
abundante número de mártires que dio a la Iglesia en aquella aciaga coyuntura.
Se guardan actas que recuerdan la fecha del primero de junio de 851 como
excepcionalmente trágica.
Igual
suerte que sus compañeros dos años más tarde siguió la abadesa de San Salvador
de Peñamelaria -los monasterios mozárabes
eran mixtos y admitían en su seno hombres y mujeres casadas- Santa Fandila, que
estaba velada con otro monje de aquel lugar, Peña de Miel, por nombre Pedro, y
otros cincuenta valientes más que fueron pasados a cuchillos por un eunuco del
harén de Abderramán apodado “ Alzaraquí”(el
Tuerto).
Esclarecido
también con el don del martirio fue el santo niño San Pelayo cuyas reliquias se
veneran todavía en la catedral de Oviedo. Su biografía fue historiada por una
religiosa del ciclo gaélico, Santa Roswita, que vivió en Whitby en el lejano
corazón del Yorhshire británico. Resulta portentoso descubrir cómo cundió la
noticia por todo el septentrión cristiano del heroísmo de aquellos hispanos
valientes del sur profundo que prefirieron morir antes que trocar la cruz por
enseña del falce lunar, renunciando a ser pupilos de Mahoma. Este dato que el
monaquismo estaba muy consolidado ya en occidente antes de la llegada de San
Benito.
Nació
Pelayo o Payo en Tuy donde pontificaba como arzobispo un hermano de su padre por
nombre Hermigio. En una incursión sarracena de primavera ambos fueron tomados
cautivos y llevados con otros muchos de aquel país a tierra de infieles,
después de una batalla que tuvo lugar en Nájera. En el cautiverio cordobés
todos los ojos se fijaron en él. El propio Abderramán III quedó prendado de la
singular hermosura del rapaz. Los relatores del acta martirial, tanto Roswita
como el presbítero Frugel, prefecto del monasterio de Cateclara, quien también
escribe su panegírico, son de la persuasión de que Payo o Pelayo fue asesinado
por negarse a acceder a los apetitos infames de sus verdugos, que habían
quedado defraudados en sus expectativas. La belleza del prisionero había
salvado la vida de su tío Hermigio, que pudo regresar a su diócesis dejando a su
sobrino en prendas. Parece ser que el obispo no fue tan firme en la fe como su
joven paje, y “sobrino”. Sencillamente, claudicó. El sacerdote no dio
testimonio. Lo tuvo que dar el monaguillo. Este acto de sustitución nos
llevaría a muy densas conclusiones sobre la esencia del cristianismo, que
pertenece a los débiles. Cuando los rabadanes abandonan al aprisco, es un zagal
el que, mediante el lavacro de purificación del martirio, auténtico bautismo de
sangre, rescata a las ovejas de las garras del lobo, no importa la extracción
social y hasta la condición sexual, porque bien puede ser que el niño Pelayo
fuese un eunuco en la corte prelaticia de Tuy antes de ser llevado como rehén a
Córdoba, del que saca la cara por Cristo. La sangre restriega toda mancha de
culpa.
Pelayo
fue descuartizado un día de junio de 925 por orden del califa, que no era otro
que el tan ponderado Abderramán III, hijo de una cristiana, el constructor de
la mezquita de Córdoba y que hizo de aquella urbe un emporio de molicie y de
lujo. Tenía un palacio con catorce mil esclavos. La sodomía era una de sus
debilidades y el amor efébico era corriente en este ambiente de sensualidad.
Mahoma no la condena en el Corán y por esto los moros nunca la desdeñan. Este
niño galaico tuvo el arrojo de negarse a ser juguete carnal del encumbrado
mandamás omeya. Por eso lo mandó descuartizar. Cabe suponer que Pelayo, tras
permanecer encerrado varios veces en el serrallo, fuera objeto de repetidas
violaciones sodomitas a viva fuerza.
Pero
la fiera profesión de castidad de este infante de Tuy va a convertirse en
bandera de la Reconquista. Desde entonces el abismo entre moros y cristianos,
por mor de la práctica del vicio nefando es un abismo poco menos que
insalvable. El peor baldón que puede caer sobre un individuo entre nosotros es
el de llamarle maricón. Eso es así. Inamovible, inapelable, y, por lo mismo
infumable, por mucha carne en el asador que echen los charlatanes sobre la tres culturas, la
tolerancia del otro, la solidaridad, etc. El Evangelio predica la tolerancia y
el perdón del pecador pero condena su pecado. Es bueno estar todos juntos pero
no revueltos como propugnan los abanderados del Nuevo Orden. Que sigan las
insulsas maripavas alcahuetas del fornicio con sus cantilenas y monsergas
fláccidas, empecatados en la exhortación al escandalo, haciendo el caldo gordo
a mentes farisaicas y estrechas, cargando el éter de chocarrerías sin médula ni
substancia, desviandose de todo aquello que de verdad importa, y cargando la
maquina sobre las chorradas. Son de esa manera, porque son la voz de su amo, y
así honran el contrato del Gran Cofrade que les paga. A mí eso de la ley de
Mahoma que dice que donde las dan las toman no me peta. La inversión de la
naturaleza no puede entrar en el capítulo de “mis” derechos humanos. No puedo
cohonestar ni transigir con la abominación.
Los
restos del santo niño mártir fueron llevados por Ordoño “El Craso” de León,
tristemente famosos en los anales por haber sido el responsable del tributo de
las Cien Doncellas - los asturleoneses, feudatarios del moro, habían de pagar a
éste diezmos y primicias; tenían que ofrecer todos los años a los musulmanes
una ofrenda de cien muchachas casaderas - y que acudía a Córdoba todos los años
para su visita liminar, y de paso, ir a los médicos que trataban su gordura.
Allí se lo pidió a Abderramán. El monarca abasí transigió. Fueron trasladados
con gran solemnidad a la capital del reino del norte.
Con motivo de la caída de León arrasada por
Almánzor el año 1000 las reliquias del mártir se vieron otra vez en danza, y,
sacadas a toda prisa de la cripta isidoriana por manos fieles, cruzando Pajares
- un hueso quedó en Arbás del Puerto- se hizo depósito de ellas en la Cámara
Santa. Durante muchos siglos la misa de San Pelayo en rito mozárabe tuvo motu
propio, con la particularidad de que en
el canon se pronunciaban plegarias en lengua arábiga, rogando por la conversión
y el perdón de aquellos que ocasionaron el suplicio del santo. Entonces cada
diócesis, por facultad de su obispo, tenía capacidad para organizar su propio
culto y llevar un registro de sus mártires y de sus santos, y mantenían una
independencia y autonomía con respecto al Vaticano que hizo posible que la
luminaria de la fe no fuera apagada en medio de los grandes vendavales y que hoy
se echa mucho de menos en estos días que corren cuando tanto se habla de
democracia, y la autocracia y el despotismo cunden en todos los planos, tanto
el político, el social, o el religioso.
Roma se ha hecho más piramidal y monolítica
que nunca.
Digresiones
a un lado, ello fue que los cordobeses celebran su tránsito el 21 de junio y
los asturianos cinco días más tarde. Es un misterio este baile de fechas, pero
demuestra que la conmemoración del tránsito glorioso estuvo muy extendida por
toda España.
En
recapitulación de lo dicho cabe temer - la historia habla como un libro
abierto- que el Islam no es una religión tolerante, ni tampoco lo es el
Judaísmo en su afán de desquite. Alá y Iahvé dos deidades vindicativas y
sanguinarias poco se acercan al rostro amable y manso de Nuestro Señor
Jesucristo. El uno porque es responsable de casi todas las guerras que ha
habido en suelo español y el otro por haber sido el dueño de los cuartos con
que las guerras se llevan a efecto. En una mano, la cimitarra, y, en otra, la
bolsa. A moros y a judíos siempre les encantó hacer la guerra. El uno, como
jarca y el otro, como asentista o proveedor de las mesnadas. Unos pusieron la
espada y otros el cofre. Asimismo, como azuzadores de las rehalas satánicas no
hay quien ponga a los israelitas un pie delante. Son el pueblo que ama la
sangre. Su oficio en la historia parece ser el de caminar errantes sembrando
allá por donde la semilla del rencor y la cizaña.
Y he aquí que de nuevo el odio nos envuelve.
Es un odio demoníaco que escupe sobre la cruz. Pero la Media Luna ni el Menorah
se distinguen precisamente por su condescendencia ni con su escrupulosa guarda
de las nuevas tablas sinaíticas que han bajado del monte los norteamericanos.
Clinton es judío. También lo es Magdalena Albright y el general Clark, y el
propio Javier Solana, que si no es judío practicante, se ha mostrado siempre
como un trilateral redomado.
El
gobierno mundial abomina de las enseñanzas de Cristo y se está entendiendo con
los islamitas para proceder a un segundo arrasamiento de Europa. Sobre
Pristina, la Pristina de los latinos, en cuya lengua quería decir la Primera, y
la antigua residencia de los zares serbios,
se abate un bosque de cimitarras amenazantes. Brillan los alfanjes y se
escuchan las ráfagas de los Kalashnikovs. La historia del santo niño astur
galaico se repite en la persona de Milsosevic acusado de criminal de guerra por
no haber querido ceder al Turco la sagrada tierra de Kosovo y Metopia. La
supositicia de los verdugos británicos imperialistas, siempre jugando al
tresillo de sus intereses desempeña una
importante baza en todo este negocio. Es para echarse a temblar que un país que
se dice cristiano, pero donde mandan los judíos desde Disraeli y Lord Templewood,
se ensañe contra los serbios. Tenemos a la vista una verdadera guerra de
religión, mientras el papa polaco ha enmudecido extrañamente ante los
atropellos aliados. Quizá es porque no tiene la conciencia tranquila. A este
calamitoso estado de cosas ha desembocado la manida Teología del Holocausto.
Holocausto, desde luego. Pero ¿ a cuál de ellos se refiere Su Santidad?
Vemos
el mismo latrocinio, la cara de odio. Los morancos vuelven a hacer de las
suyas. De nuevo está a las puertas de Viena, de cuya llave son dueños los
súbditos de Su Majestad Graciosa, mientras los alemanes tragan, la horda
tártara, se ven por las pantallas a todas horas- debe de ser una consigna del
Gran cofrade - las agujas de los minaretes sarracenos taladrando el cielo con
su dardo amenazante. Esto tiene todos
los visos de cruzada al revés. Clinton, con sus pretorianos al lado, es el que
lanza el grito de “Alá es el mayor. No hay otro dios que Alá”, y envía sus
escuadras de portaviones contra un país diminuto pero lleno de dignidad como es
Yugoslavia. Ochenta colosos formidables contra uno. Ya podrán. La pasada
conflagración contra los serbios, tan sórdidamente comenzada y tan extrañamente
concluida, puede que sea el principio del fin. El enemigo del género humano no
ha cambiado de táctica. Se hace pasar por santo y, a veces por papa, al que
todo el mundo está en la obligación de rendirse a sus plantas. Es un villano y
un matasiete. Lo llaman el cálido, el piloso, el homicida; y, no en vano, a lo
que se ve. Por algo será.
Un furor antiguo pega aldabonazos. Aquellos que
les quede un poco de dignidad y de decoro y cierto sentido de dignidad no tendrán otro remedio que menear la cabeza
con tristeza. De nuevo los Opas y Ulfilas de
turno están abriendo los postigos del recinto a los piratas berberiscos,
echan abajo los quiciales para que entre toda esa algazara. Son puestas en
juego las muletillas de antaño y se escuchan todos los tópicos y las tonterías
que se dicen durante la chicad. No es lícito enrolarse en la cruzada. Pero los amos del mundo han dado el visto
bueno, conculcando el derecho de gentes, a la chicad contra Yugoslavia. El
ambiente está muy cancerado y la herida del mundo, por causa de la gangrena que
lleva en el alma el pueblo que mandó crucificar a Cristo, emana un tufo
inaguantable.
Hablan de limpieza étnica, como si los árabes
no la hubieran practicado en Europa, a conciencia y sin contemplaciones durante
muchos siglos, como prueban los ejemplos de los mártires de Córdoba arriba
señalados.
El
oriente cristiano está acostumbrado a hundir la cabeza bajo el ala y volver la
otra mejilla cuando viene el turco. San
Isidoro exhorta a la mansedumbre y a la aceptación del otro. Tenía más razón
que lo que era: un santo. Pero esa visión utópica de las cosas de tierra
poniendolas en la misma ringlera que las celestiales no es una razón practica.
San Agustín, que sabía más que Cardona, también es un abanderado de la
tolerancia étnica y la libertad religiosa, pero al propio tiempo pregonaba la
conquista de la utopía, un poder mundial o ciudad divina que sancionase la convivencia
entre los humanos a partir de la doctrina del NT Con lo que su influjo en la mentalidad
medieval y en la forja del papado jerárquico fue enorme. La consecución de la
utopía abarcaría a los hombres de todas las razas, latitudes, y épocas. Pero
esta tolerancia, anexa al cristianismo interior, basado en el Amor Divino no llegaría nunca a ser
puesta en práctica por el cristianismo exterior, la burocracia, el papeleo
inherente a toda estructura social. La casuistica y la estadística vencen casi
siempre por abrumadora mayoría. La maldad y el pecado ganan siempre varias
cabezas de ventaja. Por otro lado, las otras dos grandes religiones
monoteístas, no ya tan sólo se mofaron de la credulidad que presupone que el
ser humano vive en un estado de inocencia, sino que combatieron al Amor y le
hicieron la guerra. No puede decirse que moros y judíos hayan sido precisamente
tolerantes con la religión verdadera, aunque apeen su argumentación sobre los
supuestos excesos cometidos por uno cuantos cruzados o la avilantez de ciertos
personajes que han subido las gradas del altar de San Pedro. La acción del
Islam supuso la aniquilación y el exterminio de las florecientes comunidades
cristianas del Norte de África y del sur de España. Caería la cultura visigótica. Los supervivientes de
aquel holocausto tuvieron que ir a buscar refugio a las fragosas sierras
cántabras.
En
1099 Raimundo de Peñafort funda las Hermanos Hospitalarios de San Juan de
Jerusalén para socorrer a los cristianos de la primera cruzada, víctimas de la
degollina o de la desbandada. Se comprobó que para llevar a cabo su labor
humanitaria se necesitaba no sólo la fe sino el poder de la espada. Este primer
núcleo de hospitalarios es el germen de las Ordenes Militarizadas. La actitud
sumisa de los católicos ante la avalancha árabe que había llegado más allá del
Loira (incluso entraron en Roma), haciendo del romano pontífice pechero del
sultán es a partir del siglo XII que cambia. Se trata de una mecanismo defensa
con cifra de agresividad moderada.
Los
historiadores al uso -un espíritu que nació a humos de la Revolución Francesa-
en su ceguedad volteriana se ensañan contra la Iglesia y fundan su
argumentación anticatólica en las tropelías y excesos cometidos por las turbas
de descamisados que aparecen tras las
predicaciones de aquel Pierre L`Eremite, aquel santón francés con trazas de
iluminado, que, estando un día en
oración ante la tumba de San Pedro, escucha una voz extraña que le habla de la
necesidad de rescatar los Santos Lugares. Una autosugestión personal la
convierte en oráculo. Se entrevista con
el papa Urbano II, quien le delega para que vaya por los caminos del mundo
anunciando el contenido de su revelación a las pobres gentes poco duchas en
Teología. La revelación era una rebelión en toda la regla, con que la Iglesia
se disponía a salir del marasmo causado por las disensiones entre el papado y
el imperio germánico. Esta vez la divinidad se sirvió de un loco para
encarrilar los proyectos de salvación transformadora. Ocurre con harta
frecuencia.
Cesar
Cantú afirma que fue el movimiento más importante desde la natividad de Jesús,
que cala a todas las capas sociales, pero esta opinión del historiador italiano
no la comparte la mayor parte de los que escriben iluminados por el candil de
la Ilustración. Su obcecación les torna miopes y parciales. Aplican el rasero
crítico de los tiempos modernos al Medievo. Ahí subyace una petición de
principio, porque no se puede utilizar términos unicolores. Las palabras
evolucionan y cambian de sitio. El cristianismo no es el resultado de una
teoría estanca sino que se mueve al compás del avance de la misma vida. Tampoco
se puede decir que es una institución judaica. Nacida del AT incorpora, sin
embargo, creencias ancestrales de los mitos paganos. Entre los visigodos esta
presencia romana es ineludible. El Cister se propone resucitar esas vivencias
del mundo romano en abierta confrontación con los Hijos de Sem y de Jafet, que
subyugaron al cristianismo. Anteriormente, los mozárabes tratan de adaptarse a
los dominadores islámicos. Por desgracia, esta conato de adaptación no daría
fruto y, en definitiva, aquellos que
eran perseguido en Córdoba o en Toledo se refugian en las montañas, buscando la custodia de los
primeros condes castellanos y de los reyes astures.
Ello
fue que por estos pagos del desierto de
la Pedriza desde la marca de Sepúlveda, la septem
publica, porque tenía siete puertas en tiempo de los vacceos y los romanos,
según rezan alguno textos del
nuncupativo
fundacional, siguiendo las hoces del Duratón hasta Fuentidueña y más allá, se
organiza la primera gran Tebaida española. Otro lugar sería el Valle del
Silencio en el Bierzo. Guardando la
normativa tradicional cenobítica relacionada con el yermo del Nilo
hombres y mujeres se visten de marlota, a imitación de Juan el Bautista,
se alimentan de hierbas y de cardos y
organizan su vida conforme a los estrictos cánones de renuncia evangélica,
rezan por el mundo, incluso por sus perseguidores y viven en comunión con la
naturaleza, y ademas, luengos años. Porque como anunció Jesús, “ el que busca
su vida la perderá y el que la pierde la ganará”. El primer monaquismo
encuentra ascendencia en los patriarcas bíblicos. Es un deseo de abstraerse
para conocer la voluntad de Dios a cada instante.
Los patriarcas del AT gozaron de días
dilatados. Adán se quedó a las puertas de ser milenario. Por unos meses no
llegó a cumplir el milenio y Noé, el patriarca Abrahán y Noé alcanzaron los
seiscientos años de vida. San Antonio Abad rindió su espíritu a los 120 y así
otros muchos, porque los cartujos ninguno suele bajar de los 80. ¿ Cuál es el
secreto de que estos preclaros hombres y mujeres de la austeridad, la
simplicidad y la inocencia gocen del don más precioso y solicitado del ser
humano en los albores del 2000? Todos hacían poco ejercicio, ayunaban harto y
se cuidaban poco de sí mismos, a redropelo de lo que se estila hoy. Quien busca
su vida la perderá... ¡Lo llevamos claro!
Las
espeluncas monacales de este apartado sector de la provincia segoviana y las
Médulas, esos mojones de sangre roja, en el corazón del Bierzo, que tantas
similitudes guardan por su orografía escabrosa y apartada, serán andando el
tiempo dos bastiones templarios.
Ninguna
otra región española va a contar con un número tan vasto de iglesias y monasterios
como estas dos parameras. Sin embargo, la segoviana se distinguirá y aventajará
a todas por la gran cantidad, si no la calidad de monumentos románicos que aquí
se edifican aprovechando aras celtas o romanas. Prácticamente, un monasterio en
cada valle, y una iglesia o un propileo en cada alcor. A una sociedad
declinante corresponde una religión montante, pero la religión que surge no era
del todo nueva. Se ha decantado y acrisolado, pero los ritos son los
mismos. Los dioses paganos, bautizados
por el tesón de aquella fe vieja y ancestral, se quedan en sus puestos aunque
con otro nombre. Se aprovecharon las piedras y los mojones. Sólo cambiaron de
apellido las deidades. Una religión que nació del judaísmo y del apóstoles en
parte tiene poco que ver con sus
orígenes. Pero tampoco conviene ser puristas ni alarmarse. Cristo, el alfa
omega, medida de todas las cosas, así cambia el mundo.
Esta
es la zona elegida por los cistercienses llegados de Francia como base de
operaciones en su afán de difundir el culto mariano, roturar campos, plantar
viñas (gran parte de los majuelos que se desceparon en Fuentidueña cuando se
implantaron las cooperativas y España empezó a beber whisky y cerveza a todo
trapo, habían sido colocados en las laderas, al abrigo de los cierzos por una
mano firme y sarmentosa de viejo monje templario que creía en las propiedades
eucarísticas del vino) invocar a la Trinidad durante siete veces en el
transcurso del día y velar por la seguridad de la población batante nutrida y
numerosa e integrada por individuos procedentes de todas las etnias, hispano
visigóticos, los antiguos celtas, judíos y
musulmanes.
La
orden cisterciense, que es la primera de la Iglesia en abolir la esclavitud, va
a ser una especie de crisol de culturas.
Como
es fácil de comprobar en la iconografía del humilde románico rural de esta
comarca, los alarifes árabes dejan estampar su influencia en los tímpanos
solemnes y en las ventanas abocinadas o geminadas de los ábsides de tambor,
donde la decoración de los capiteles prefiere la decoración vegetal al rostro
humano. Dijo Papini: Cada capitel
románico aboceta un ideograma del apocalipsis. El Fuero de Sepúlveda y las
cartas pueblas de Alfonso VII el Emperador - se coronó en León en 1135 -
demuestran este afán integrador de todos sus vasallos, judíos, moros y
cristianos, en la religión verdadera.
Cierto
que se combatía al moro, pero, una vez ganado, se le dejaba vivir en paz,
sin hostigamiento permanente. Iscar,
Cuéllar, Peñafiel, Fuentidueña. Coca, Ayllón, Aguilafuente eran villas donde el
impulso cisterciense se deja percibir y albergaron dentro del encintado
amurallado, o en el alfoz, un gran componente étnico.
En las villas castellanas más importantes había siempre una judería, una alhama
o “rabad”, de la que parece proceder arrabal que era el sitio destinado a la
población muslímica en una especie de casa fuerte a las afueras.. O un “call”
en Cataluña. El reinado de este monarca castellano que había heredado de su tío
Alfonso VI la tolerancia para con las otras tres religiones y de su padre,
Raimundo de Borgoña, los aires europeos y de reforma religiosa, va a resultar
un equilibrio de fuerzas y el equilibrio hubiera resultado hacedero, de no
haber mediado la intolerancia y la crueldad de los almohades. Pero no nos
engañemos; las tres religiones se soportaban, pero en realidad de verdad, el
clima de recelo y de sospecha no llegó nunca a alcanzarse.
El
halo aguerrido cisterciense, según la vehemencia y apasionamiento de su
fundador, no era un argumento ad hóminem. Por desgracia este sello no fue
respetado siempre. Hubo lamentables excepciones como en la cruzada de los
albigenses, confiada por Inocencio III a los cistercienses de Osma. Santo
Domingo de Guzmán era canónigo cisterciense en Osma antes de fundar su propia
orden de los dominicos. En esta campañas que contó con los excesos y tropelías
de simón de Montfort, cuando se crea la Inquisición, que, contra lo que algunos
sostienen no es una institución española, sino francesa, se advierte que el
hombre con harta frecuencia tuerce los senderos del Señor. Pero ahí intervienen
factores exógenos y hasta patológicos, como la lucha política, la codicia y
otras miserias humanas.
Hay
un románico de sillares y otro mudéjar que se extiende desde Cuéllar, la
antigua Collenda romana, hasta la capital vaccea y una de las más ricas por lo
que guarda de síntesis de España que
es Arévalo. En todo este radio de acción vemos la influencia templaria y la de
los monjes bernardos o bernardos.
Cabe
pues hablar de un verdadero anillo de oro integrado por este grupo de
monasterios segovianos. Un segundo aro de defensa de la cruz frente a la media
luna sería erigida entre León y Pontevedra. El Cister se convierte, pues, en
matriz del Temple, pero esta nueva visión no nace por osmosis ni por generación
espontanea. Hemos visto a San Frutos y a sus hermanos rehabilitar las antiguas
tebaidas. Caminando por la cuenca del Duratón encontramos las famosas grutas de
los siete altares, una serie de aras empotradas en la roca viva con un arco de
herradura y decoración jeroglífica. En estas catacumbas ancestrales se comulga
con el espíritu de Cristo, asimilada a la cultura de otras deidades
sincretistas. Hay necrópolis visigóticas en Sebulcro, La Molinilla, el Monte de
la Hoz. Es un paisaje cósmico, como lunar, más cerca del cielo que de la
tierra. Se alzan las rasas sobre los tajamares, espolones y peñascos
acuchillados o piedras grajeras en los que hacen nido ahora el buitre y las
aguilas de Burgomillodo. Los ergastularios
divinos, ávidos de un género de vida semi salvaje y penitente, se
escondían aprovechando los clavijeros o cavidades de roca de lo que en otros
periodos geológicos fue ribera del ancho mar. Recientes hallazgos osteológicos de fósiles, de
animales marinos muy abundantes en la región, así lo corroboran.
Al
monasterio benito de San Frutos se llega desde Villaseca. Está emplazado sobre
un península y los muros del antiguo recinto se miran en el espejo glauco y
sombrío del Duratón empinándose sobre el abismo mismo. Dicen y con razón que el que, por promesa se atreve a
circunvalar de rodillas la ermita del santo, como se hacía antaño y parece que
algunos audaces lo consiguieron, no le volverían a doler las muelas. Un paso en
falso y te despeñas. La religión hostigada y perseguida vino a acogerse a estos
ríspidos e inaccesibles breñares. Allí no podían llegar los moros porque se
alzaba contra sus aljubas desde los cuchillares de la altura el cayado
fantasmal de San Frutos. Y, santo y todo, era al parecer un hombre con toda la
barba, aunque prefiriera utilizar un procedimiento que entre los celtíberos
viene a dar resultados, porque aquí no hay una estirpe propiamente dicha, cada
uno es hijo de su padre y de su madre, y andan los tiempos muy revueltos y el
personal muy mezclado y entrometido el uno con el otro: la fuga penitenciada.
Hubiera podido sentar la mano contra el infiel, pero Dios permitió que al
golpear la tierra con su garrote se abriese una zanja entre el santo y sus perseguidores. San Frutos es como un nuevo
Moisés segoviano. Esta tierra recia, algo resquebrajada y dolorida, muestra
desde muy antiguo una fuerte prosapia contemplativa. A romper con todo, callar,
largarse al desierto. Somos demasiado roqueños para estar juntos. En soledad,
nos volvemos tiernos y, si trasplantados, somos cosecha del ciento por uno.
Quizás para nosotros el misticismo haya sido lo más fácil. De los hombres
fiamos poco y a Dios se lo damos todo, pero ¿no será ese Dios un apéndice del
yo que nos martiriza, una excrecencia fantasmagórica de nuestro propio egoísmo?
Es
el eremitorio lo que se dice un verdadero nido de aguila. El priorato, según su
acta fundacional, fue levantado, años adelante por una donación efectuada por
Alfonso VI, como dependiente o anejo del
Monasterio Silense el 1073. Pero, como
digo se asienta sobre otro mucho más antiguo en el que habitó san
Frutos(642-715) que vivió en esta soledad entregado a la oración y a la
penitencia, con una manojo escogido de discípulos, después de haber ocupado la
silla episcopal de Segovia. Todavía entre las ruinas campea el blasón señorial
de Silos (una espada inversa tronzada en báculo, con los gavilanes en forma de
alguaza con una corona en el vértice y otra por cada cuartel con borde de
enarma o empuñadora del broquel, pero también pueden ser sendas aldabas) sobre
el dintel. Son las ruinas de una montaña sagrada. Con esa tendencia a
esquematizar y a comprimir se cometen atentados a la verdad, pues parece ser
que la interacción entre los benedictinos y los cistercienses es más fuerte de
lo que se supone. Los monjes blancos que
no son más que el envés de la moneda mejoran y reforman la Regla de San Benito;
y tanto es así que sin ningún problema
se permitió el asentamiento de los cistercienses sobre lo que era fundo de los
benitos.
El
conde Fernán González había otorgado al abad de Cardeña en 932 una “monasterio
en santa María de Cárdaba pro pastura, allí donde se había aparecido la Virgen
al Beato Juan de Paniagua”.
Doce años más tarde, se donó a su vez por el conde Ansúrez y su mujer, doña
Gontroda, estos armentos, y en la escritura se habla de la tierra de Montelium
(Mondejo) y de Aderata (Torre Adrada), así como Sannoval(Sandoval).
En
los “Anales del Cister” el P. Manrique certifica que en las Cuevas de Peña
Colgada habitaron siempre ermitaños y que en una de ellas vivía un anciano
anacoreta llamado Juan de Paniagua. Su sepultura, objeto de devoción en los
sexmos de aquella redolada, hizo muchos milagros. El primer convento
cisterciense de Castilla se coloca bajo la protección de Santa María y de Juan,
esclarecido no sólo con el don de milagros sino con el de fervor de la Virgen
Bendita, que solamente en esta provincia del riñón de las Españas recibe hasta
casi cuatrocientas advocaciones, correspondientes hasta otros tantos
humilladeros, ermitas y santuarios de mayor o menor rango. Hornuez, el Henar,
la Soterraña, El Rehoyo de Membibre, que tanto veneraba mi padre, y la
Fuencisla, se llevan el lauro, pero hay muchas más casi tan desconocidas como
sorprendentes, porque la devoción romana al culto de fecundidad, Cibeles para
unos y para otros Afrodita, debió de arraigar de firme entre los vacceos.
El
cristianismo no hizo más que, amen de dulcificar las costumbres aguerridas de
aquellos barbaros, proyectar esta
veneración filial por la madre tierra, que aparece en su carro tirado por dos
leones rendidos, empuñando un cetro y una corona, símbolo de soberanía y de
reposición, cambio, en el ir y venir de las estaciones y de los ciclos, que
velaba por las cosechas y por los hombres, hacia la Madre de Cristo, que ya
aparece radiante en la vulva mística de los impresionantes frescos de
Maderuelo.
En
Fuentesoto hay una fuente que llamamos la “Fuentona” con forma de vagina. De
niño me pasaba horas extasiado cara al raudal estallante. El agua parecía igual, pero nunca era lo mismo.
Líquenes verdes y guijarros de varios
colores tamizaban el fondo cristalino. La tierra rompía aguas. Los arabescos de
la reflexión de la luz del sol contra la concavidad del peñasco juguetones
hacían cabriolas y a mi me parecían ángeles cantando a la parida, mientras
llenaba el botijo. ¡Salve, linfa que
manas este casto regocijo!
Sobre
ellos se comprime esa impronta que es a la vez tierna y tosca, reflejo de esa
pureza campesina. Arte primario y agricultor, pero un fervor rudimentario
accionado por la chispa de una inspiración sublime. El castellano se hace
albacea de ese sentido místico religioso hacia la tierra y hacia la diosa que
depara las cosechas de los latinos. Olvidando sus verracos celtas que todavía
siguen mugiendo desde sus casi soeces formas de Guisando y sus símbolos
concupiscentes de la coyunda que no cesa, empezó a amar a la Diosa con todas
sus fuerzas. Estábamos como cansados del mundo y avergonzados de nosotros
mismos. Había que huir, marcharse a otra parte, hacer las Américas. La tierra
era dura e ingrata. Luego, la gente no se llevaba bien. Había envidias, peleas,
enfrentamientos por la herencia. No hay nada que hacer para los segundones. Me
marcho a Alemania, madre. Hijo, no cojas frío. Aquí va este escapulario de
Nuestra Señora que te sirva. Y la efigie querida de la Madre Hermosa despedía
como un calor en nuestro pecho que contrahacía toda la falta de ternura y el
cariño que no nos supieron dar las madres terrenales. Aquella imagen era un
rostro dulce para lidiar en tiempos muy
duros. Fue nuestro gran amor, el único que conocimos. El que no falla. Creemos
en ella porque estamos seguro de que la rueda de la vida no se detendrá cuando
nosotros faltemos.
Resulta un sinsentido de la naturaleza que un pueblo
tan austero en expresiones hacia fuera,
y tan parco en palabras, reserve lo mejor de sí para Nuestra Señora. Aparece
esa constante en Berceo y en las Cantigas. Castilla empezó a hacerse cristiana
a través de la Madre del Verbo. Lo lleva en la masa de la sangre y le entra por los ojos. Era algo que ya tenía
de antemano. Desde este presupuesto iniciático podemos meternos en el dédalo
románico. Dejemos una cuerda atada a la manija de la aldaba, como Anteo, quien se fiaba poco de su torpeza, a la
entrada del Laberinto. Creta no sólo instituyó el culto al Minotauro sino que
fue donde estaba el hilo de Ariadna, el principio de la Gnosis que tuvo rostro
de mujer: Mitra, Afrodita, Venus y otras alusiones a la fecundidad y al triunfo
de la vida sobre Tanatos. Está pegando a Efeso donde se cantó por primera vez
el “Agatonik”(Alegráte, Madree de Dios) o el Akathistos que los cristianos
orientales cantan de pie recitando las 24 estrofas de este hermoso ditirambo
mariano, y así se viene cantando desde el año 626 en que fue compuesto para
conmemorar la victoria del emperador Honorio sobre los escitas gracias a la
intercesión de la Virgen María. Pero no nos vayamos por la tangente. No
queremos perdernos y divagar: para entender el significado del Cister hay que
tener delante todos estos contextos de Deípara, Deigenitrix, Potens, Fidelis,
Sedes Sapiaentiae, etc.
La
historia, al contrario de lo que quieren algunos alacranes (¡ pica tanto y
escuece y con frecuencia es mortal su aguijonazo ¡), partidarios del raspado de
memoria y de los lavados de cerebro, no es una raya continua. Sigue las
evoluciones alifares. Es en conjunto un arabesco con rectificaciones de linea,
tachaduras, cambios. La trayectoria no se pierde ni claudica porque el maestro
que diseña los alboaires de la bóveda de cañón tenga un mal día, se le hayan
cruzado los cables o lo haya echado a rodar, dandose al vino de la ira, la
guerra, o la venusta molicie.
Un
buen día despierta el alfarero de su borrachera y se pone manos a la obra
tirando por otro camino. No se pueden aplicar baremos sólidos a las cosas,
porque la vida es solo consecuente consigo misma: su variedad y mudanza
pavorosa.
Mas,
por lo que se ve, hay algunos audaces a los que gusta conducir temerariamente
por las autopistas de la sinrazón. Invaden el carril contrario y pisan la raya
amarilla. Son los nuevos kamikazes del arcén. Así luego aparecen tantos
cadáveres de muerto en carretera fin de semana. Los muertos hablan, ríen, se tiran pedos y sueltan coces
últimamente, o se las dan de novelistas. Los hijos de Julián Marías preponderan
en esta charca de ranas en que se ha convertido la cultura de últimas. Uno de
esos batracios vino a croar hace poco lo
siguiente:
-
San Bernardo era un fascista.
-
Hombre, Don Álvaro, ¿cómo me salta con ésas? Yo le diría, fijate, que más bien
no, y según y como. Y al revés se lo digo para que la vista del ciego se aclare
y los oídos del necio se hagan con entendederas.
-
Pues le digo yo a usted que era la violencia personificada.
-
Caramba, míster Pombo cómo la lleva hoy vuesa merced. No sabe porque
no lo ha leído o lo ha leído mal seguramente que el padre de los monjes blancos
fue el primer defensor de los judíos que nació en la Galia? Si es un fascista
el que defiende a los judíos desde el púlpito, la cátedra y el libro, pase el
adjetivo calificativo, que hoy se ha convertido en un terrible anatema. Pero,
si no, me parece que con su libro donde ensarta una serie de venablos
jupiterinos contra la institución del monacato, ha metido el cuezo hasta el
corvejón. Y ahora así se lo pagáis. No tenéis perdón de Dios porque desconocéis
lo que significa la gratitud. Está visto que con los de esa especie, que es la
de quien me habla, por su mala índole y por su protervia, hay que utilizar la
tranca, pues tanto les va la marcha.
-
Un fascista a secas. No hay más que hablar.
Y
el escritor en ciernes, de ojos gatunos, se mesó la media barba y giró sobre
sus talones con gesto imperativo. Y yo no fui capaz de contenerme. Había que
decirle a semejante plumífero algunas cosas bien dichas. Porque al Cid nadie le
mesa la barba y un judío que se la mesó a Cristo, de puro miedo, se convirtió.
-
Menos mal que no le ha llamado lo que es usted. Por lo menos, no se dedicaba a
rondar efebos por el Parque del Oeste, como hace Su Reverencia alguna veces. Es
un axioma indeclinable en estos tiempos que vivimos. Si no eres marica,
lesbiana revanchista, o de la cuerda del Ansón o de Polanco, olvídate de
publicar. Si aparte de invertido, defiendes la aljamía, como le pasa a “la”
Gala, eso sube la nota. Si, a falta de pluma, te regaló Naturaleza una nuez de
Adán que sube y baja como el azud de una noria, y te parece algo a D´Artagnan,
tus libros figurarán en la lista de super ventas.
Así
está el panorama. Los cristianos se hacen moros, los cisnes se convierten en
gorriones. Y Dios te coja confesado si no judaízas o apostatas en esta corte
que no es la del cuarto de los Felipes sino la del primero de los Borbones
Rehabilitados que reina a la sombra de la herencia del dictador. El Cister es
una de las pocas cosas dignas que nos quedan. Hay quien la emprende a golpes
contra sus ruinas, y es que debe de ser porque sigue pegando fuerte a juzgar por los contumeliosos
ataques de los que es objeto. La horda sectaria siguen zurrandole la badana a
los monjes blancos. Ha sonado la hora ciega de las tinieblas y de la perfidia.
Quieren tronzar el árbol de la cruz. Se ven impotentes. De ahí su rabia. Pero
tampoco habrá que tomarselo a pecho. Ya caerán.
Quizás
esta orden, coetánea del Cid, esté
ganando batallas después de su muerte, tal cual. Allí donde aparecen estos
hijos de San Bernardo no se aproxima el Infiel ni se entregan los reyes de
taifa con la alacridad acostumbrada a sus expolios estacionales. Eran buenos
agricultores, mas no por eso, se llaman a parte cuando se sienten conminados por
algún intruso. Allá cruces se convierten en lanzas. Gente prevenida en
frontera, el fundador de Claraval les quería unidos y recios. Eran
especialistas en el cuerpo a cuerpo con los árabes. Las rutas de acceso con el
Paular por Navafría eran guardadas por ballesteros de la comunidad del
monasterio de Santa María de la Sierra. Al estudiar este anillo de oro o
cíngulo estratégico, especie de avanzadilla de
Castilla en impulso hacia Toledo, el ojo se detiene ante los gruesos
muros y profundas arpilleras de estas moles castrenses de las fortificaciones
que se desamarraran por la cornisa nororiental segoviana.
La arandela cenobítica sujeta los arribes del
Duero poniendo contrafuertes de defensa a lo largo del Duratón y del Cega, se
expande hasta las vegas de Peñafiel desde la roca tajada de San Frutos. Así
llamada para conmemorar un milagro que hizo Dios. Todavía se ofrece a la vista del que quiera
ver la famosa cuchillada por donde se despeñaron las tropas del califa. El siervo de Dios, cuando una jarca de bandidos
iba pisandole los talones, se encomendó a la Virgen. Al punto, debajo de su
cachava, nota cómo el suelo cede y se abre una enorme sima donde sucumbieron
los que iban tras él. Sin embargo, tanto él como sus “hermanos”, Valentín y
Engracia (aun está por evaluar el parentesco, puesto que un estudio de las
costumbres eclesiásticas desde el punto de vista del celibato, tasado y
recomendado por el concilio de Elvira, pero que no adoptaría como norma hasta
Gregorio VII en el siglo XI, nos alerta como hacedero el que ambos discípulos
no fuesen sino la mujer y el hijo del santo obispo) salieron ilesos. San Frutos
pudo alcanzar aquel paraje sublime, lugar de contemplación.
Los
primitivos monjes del denominado Priorato de San Frutos estaban en estrecha
relación con los de Santa María de la Sierra y los de Sotos Salvos, aunque unos
dependían del abad de Silos y otros del de Cardeña. Bernardos y benedictinos,
en un principio, colaboran, no se hostigan, a lo que se ve en esta empresa de
armas tomar. Por desgracia, los condes de Castilla, siempre a la greña con el
reino de Navarra, Aragón y León, no imitaron esta conducta de fraternidad de
los frailes, los cuales no se entrometen ni se llevan a matar, como con harta
frecuencia suele suceder en una pueblo tan individualista y suspicaz como es el
castellano, dejando que el espíritu de cada Orden cuaje, sin interferencias
ningunas.
Años
adelante habría- como no - cisiones, fricciones y roces, hasta el punto de que
con la muerte de Benedicto a finales del siglo XIII la relajación fue pavorosa
y Martín de Vargas tendría que reconstruir la institución de arriba abajo
porque se había traicionado al espíritu y la letra de su fundador. No hay que
dejar de reconocer que el horario de los bernardos no dejaba hueco alguno para
la intimidad. Regimentaban a toque de
campana sus actividades. Trabajaban, rezaban y comían juntos. Sus horas de
sueño transcurrían en dormitorios corridos y, por otra parte, la norma de
silencio no era tan estricta, como al principio, por lo que postulantes y
profesos se entregaban con frecuencia a conversaciones excusadas, surgían
rencillas y desavenencias, como en cualquier grupo humano. Terrible cosa es en
los conventos la murmuración.
San
Bruno tuvo la caución previsora, para evitarse líos, imponer en sus casas
el gran silencio a rajatabla. Un hechos
vale por mil palabras y el silencio es
oro. Era un gran psicólogo, conocedor de las flaquezas de la raza humana. Sin
embargo, cartujos y cistercienses empiezan a rodar su andadura monástica
guiados por un mismo espíritu de búsqueda de la excelencia en las cosas del
alma. No embargante esta altura de miras, a veces resulta penoso acercarse a la
consumación de ese ideal. Quienes piensen que los monasterios son ínsulas de
paz a veces tienen ideas equivocadas. Ya no hay paraísos. En el claustro la
vida es muy dura, máxime cuando el aislamiento y la rutina dificultan y
transforman la convivencia. Estos cenobios, al principio en precario, luego se
enriquecen y se hacen poderosos. La disciplina se cuartea. Al final de la Edad
Media se hace de notar las dificultades que encuentra la vida monástica en
Alemania, en Francia o en Inglaterra, y nada se diga en Italia, que en punto a
corrupción eclesial siempre se ha llevado la palma. Muchos rompían el voto,
asesinaban al abad, como pasó más de una vez, y se tiraban al monte,
convirtiéndose en disolutos y facinerosos exclaustrados, los giróvagos,
andariegos, amigos de lo ajeno, borrachos y violadores, que no se sujetaban a
ninguna norma y sembraban el terror por las aldeas.
Con
todo, los cistercienses no parecen ser los peores. Destacan sobre todo los de
las ordenes mendicantes. Casi todas las sectas de iluminados, según se
comprueba al cotejar algunos procesos de la Inquisición, se ceñían los lomos
con el cordón de San Francisco. Y hasta entre los cartujos se comprueba ese
desencanto con la forma de vida abrazada. Muchos pronunciaron un voto que luego
son incapaces de cumplir. El Lazarillo, que es una sátira implacable
contra las corruptelas del clero, ofrece el caso de aquel cartujo que, llevaba
un doble y vida, y acudía, so color de ir a pedir limosna para el convento, a
entrevistarse con una entretenida. El padre Anselmo, que así se llamaba el tal,
murió, al parecer de muerte natural, entre los brazos del pícaro redomado que
era Lázaro de Tormes y que le había entrado a servir en su ermita como criado.
Su albacea marcha en hábito penitente a dar la noticia del buen ermitaño al que
ya no le dolía nada “pues hará siete días que lo dimos tierra” y le reciben
anhelosos y expectantes, al fondo de una escalera oscura, la mujer, la “
suegra” y tres niños, supuestos hijos naturales del cartujo incontinente y a
los que con sus limosnas sustentaba. Al ver a Lázaro de Tormes los niños
dicen”: Éste no es papá” y la buscona se destapa con el siguiente parlamento:
“Estando en la
villa de Dueñas, seis leguas de aquí habiendome quedado estas tres hijas de
tres diferentes padres, que, según la más cierta conjetura, fueron un monje, un
abad y un cura, porque siempre he sido aficionada a la iglesia, me vine a vivir
a esta ciudad para huir y evitar las murmuraciones. Todos me llamaban la viuda
eclesiástica, porque por mis pecados todos eran muertos; y, aunque luego otros
que entraron en su lugar, eran gente de poco provecho, de menos autoridad, y,
no queriendose contentar con la oveja, acometían a las tiernas corderillas.
Viendo, pues, el peligro evidente, y que la ganancia no nos podía pelechar,
hice alto, y asenté aquí mi real, donde a la fama de las tres mozuelas
acudieron como mosquitos al tarugo; y de todos, a ninguno me incliné tanto como
a los eclesiásticos, por ser gente secreta, rica, casera y paciente. Entre
otros llegó a pedir limosna el padre
Anselmo, que viendo a esta niña le hinchó el ojo, y con su santidad y sencillez
me la pidió por mujer; dísela con las condiciones y capítulos siguientes:
Primera, que se obligaba a sustentar nuestra casa, y que lo que pudiésemos
ganar sería para sustentarnos y para ahorras. Segunda: que, si mi hija tomase
algún coadjutor, por ser algo decrépito, callaría como en misa. Tercera: que
todos los hijos que ella pariese, los había de tener por propios, y que la
hacía su legítima heredera. Cuarta: que no había de entrar en nuestra casa
cuando viese a la ventana jarro, olla o vasija, que era señal que no habría
lugar para él. Quinta: que, cuando él estuviese en casa y viniese otro, se
había de esconder donde le dijésemos, hasta que el tal se fuese. Sexta y
última: que nos había de traer dos veces a la semana algún amiguito o conocido
que hiciese la costa, dándonos un buen gaudeamus. Estos son los artículos,
prosiguió ella, conque aquel desdichado dio palabra a mi hija, y ella a él. El
casamiento quedó hecho y acabado sin tener necesidad de ir al cura, porque él
nos dio no era menester, pues lo esencial dél consistía en la conformidad de
voluntades y en la intención mutua”
Es
la otra cara de la moneda, pero la verdad es mucho más infausta de lo que
quisiéramos. Este agrio y humorístico pasaje del anónimo autor de una de los
libros más celebrados y debeladores de las costumbres eclesiales y que debía de
conocer a fondo, puesto que, al parecer, debió de ser un fraile que colgó los
hábitos y se convirtió en giróvago, descubre una cruda realidad. En algunas
cosas Erasmo, cuyas ideas recoge nuestro primer novelista picaresco,
llevaba bastante razón: el padre de la mentira había ingresado en los
conventos, convirtiéndolos en patios de Monipodio y aposentos del libertinaje.
Sin
embargo, estas excepciones no hacen sino demostrar la rectitud de la regla. El
hombre tiene el alma cancerada por las malas inclinaciones. Sólo dios es santo,
y justo. Únicamente, Él salva. En la organización monástica, aparte del aspecto
humano, hay un componente de interés político y económico. La grandeza de estas
instituciones hay que analizarlas a la luz del sentido de lo que va dentro. No
lo que queda fuera, que nos lleva, naturalmente, a la corrupción y la licencia
que ha desmoralizado al pueblo. La Iglesia mueve unas fichas de carne y hueso.
Sus miembros no son serafines. El cuerpo pesa. Y con todo y eso, ello no tiene
porque despojarnos de la fe.
Conviene
tener presente que San Bruno, muerto en 1111, y que es coetáneo de la
consagración de todos estos templos cuyo asunto nos ocupa, quiso dar a su
instituto un talante de sigilo y huida. Un años más tarde y en escoltado por un
cortejo de veinte nueve de sus arqueros, todos los cuales pidieron el hábito
blanco, llamaban a las puertas de Clairvaux. El abad era un inglés. Se llamaba
Tomas Harding.
Cuando el papa llama a Roma al famoso canónigo
de Reims para hacerle obispo, él huye a Calabria, donde establece su segunda
cartuja. Ni condena ni aprueba los procederes eclesiásticos, inhibiendose de
cuestiones mundanas y recomendando a sus hijos que mueran a las cosas del
siglo. Por el contrario, Bernardo, más decidido y vehemente, se compromete con
el entorno y tiene la audacia de lanzar contra Honorio II, el cual frente a
Alemania se había pronunciado a favor de Luis el Craso de Francia, un
reprimenda”: El honor de la Santa Sede ha sido gravemente comprometido bajo
vuestro pontificado”.
Como
buen cartujo, y aun siendo consciente de estos males causados por la malicia y
la ignorancia o el despotismo humanos, calla. El cister pone enmiendas a las
constituciones benedictinas. Los cartujos también se proclaman los monjes
blancos pero su Regla, que es hoy la misma que en el siglo XI, y profesan el
misterioso apego a la Reina de la Sabiduría en sus costumbres que los hijos del
doctor Melifluo, nunca reformaron su observancia. Por eso se dice: Cartussia nunquam reformata, quia nunquam
deformata.
Por
una lado, el entusiasmo bernardino y por otro el mutismo cartujo son los dos
pilares sobre los cuales se apea la grandeza de la Iglesia Latina medieval.
Cister y cartuja caminan al unísono y ambas lograron dar un impulso al
catolicismo que sigue infundiendo energías aun en el tercer milenio. En ello se
ve sin duda el dedo de los designios divinos.
Sin
embargo, dentro de la vida secular, lejos del claustro, el clima de rencillas
entre las distintas monarquías o los
escándalos de la política de los estados pontificios han enturbiado el
panorama. Las discordias y recelos a cargo de los reinos de León y de Castilla,
y con Navarra haciendo de peón de brega, alargó la empresa de la Reconquista.
El clima enrarecido se proyectaría después a las guerras de credo en la edad
moderna, que no son más que una secuela de las reyertas de Trono y Altar y
alcanza casi a nuestros días.
Bien
claro y sentado lo dejó dicho el Señor cuando anunciara que su reino no era de
este mundo. De ahí que la fuerza y el carisma del pacto con Dios no haya que ir
a buscarlo en la hojarasca de las apariencias internas o jerárquicas. Lo que
vale es el Cuerpo Místico del Salvador Mesiánico, del Eleuterio. Cuanto más
miro estas ruinas de los collados de mi pueblo más convencido estoy de ello.
Sus sillares desmontados y por los suelos siguen emitiendo ese mensaje de
esperanza.
Ya
sé que la adaptación al siglo de las cosas de Dios siempre será difícil. Todo
lo demás no es más que encaje de bolillos. Ese ir y venir de las ambiciones
humanas que llaman acarrear.
Hay
que ceñirse a la mentalidad cabal de
siglo de las Cruzadas para entender este deseo de paz del yermo como un hastío
provocado por las cosas de la tierra. Alfonso VII, a cuya donación y voluntad
expresa, se debe la fundación de Sacramenia,
ha de pechar no sólo con los almohades, sino, por encima de todo, con
las veleidades de su augusta, madre, doña Urraca, quien revolvió Roma con
Santiago a fin de anular los esponsales con el padre del rey, puesto que, a
decir de las malas lenguas, siendo moza se había enamorado del arzobispo
Gelmírez, titular de la silla de Compostela. Razones de Estado determinaron
casarla con Alfonso de Aragón. Esta díscola y entrometida hembra, paradigmática de las miserias y grandezas de la mujer
carpetovetónica, que no se significa precisamente por la dulcedumbre, sino por
lo extremoso de su carácter, empaña un poco este augusto reinado.
Pues,
Don Alfonso, pesar de que tuvo en ella a
su genitora y a su verdugo, incluso sus enemigos lo llamaban “ el magnánimo “,
y fue de talante conciliador. Otro, en su caso, hubiera derivado hacia una de
esas peligrosas patologías en que suelen
degenerar los temibles complejos de Edipo, surtidor de psicópatas, homicidas y
de tarados.
Claro
es que en el siglo XII la psicología no estaba inventada. A mí siempre me
pareció emblemática la presencia en nuestra historia de estas mujeres de rompe
y rasga desde Doña Tota, aquella que subía al caballo para ir a guerrear contra
la morisma, hasta Agustina de Aragón. Pero una nación marcada por el signo de
Marte, y que, además, es un matriarcado, nada de particular tiene que
acostumbre a criar estas furias. Las españolas, con frecuencia, son ásperas.
Parece un mecanismo de defensa para
abrirse camino entre tanta crueldad. Este país es duro como su nombre y su
maravilloso paisaje lo personalizan. Jano devora a sus hijos, y doña Urraca era
una de aquéllas de rompe y rasga.
Los
líos de familia proliferan por estos pagos ya mucho antes de que apareciese el
“Hola”, único sustento intelectual de los pobres y de los ricos, un atavismo en
sí que habla de la degeneración del gusto y la doblez ñoña y chabacana. Nos privan las alcurnias monaguescas. Pero
esto ya era así desde los tiempos. El misticismo, al que tan proclives somos,
por otro lado, puede que sea una reacción hasta ese estado de cosas. Refleja un
cansancio de los hombres sublimando ese sentimiento de fracaso hacia la
búsqueda de Dios.
A
Alfonso VII le tocó en suerte una de esas madres crueles y sin contemplaciones
que tanto abundan y sólo cuando murió Doña Urraca conseguiría respirar
tranquilo empezando a desarrollar el papel con el que le conoce la Historia. El
de Pacificador, que corresponde al cliché de líder ecuménico puesto que trató
de fundir en Toledo las Tres Culturas. Eso es como la utopía, pero, al menos,
él la intentaría inaugurando una tradición que culminaría en su biznieto,
Alfonso X el Sabio, quien estableció la Escuela de Traductores de Toledo.
Castilla,
y más concretamente esta zona de las vertientes
del Duratón y del Cega sería repoblada bajo sus auspicios con antiguos
moradores de la Penibética. Suscribo
este detalle de contraste para realzar la personalidad fuerte y magnánima de
este reinado durante el cual se colocan las primeras traviesas de la unidad
española. Don Alfonso respondió a su cognomen de “imperator” por su
magnanimidad, la tolerancia, el perdón y el vivo interés por ayudar a moros y
judíos después de la batalla de Jaén. A los vencidos envía hacia el norte para colonizar
los arribes del Duero hasta Despeñaperros. Un siglo después de Calatañazor,
el fiel de la balanza se inclinaba en poderío económico y en importancia estratégica del bando de los castellanos.
Comulga
con el espíritu abierto que muestra el Abad de Claraval que despliega a lo
largo de su libro “ De Consideratione”,
una serie de cartas al papa Pascual II que resultan un verdadero código de
valores, amén de una suma teológica. Aboga por la igualdad de trato hacia los
islamitas y hacia los judíos. Estos adquieren una singular preponderancia en
Roma y en todas las cortes castellanas.
El
que cesase la hebreo fobia se debió en parte a las prédicas de San Bernardo.
Varios historiadores coinciden en señalar que, como consecuencia del tumulto y
furor mesiánico que despertaron los sermones de Pedro El Ermitaño, toda esa
raza podía haber sido exterminada de un golpe.
Eran el pueblo deicida, desde luego. Pero advierte que Jesús nació de la
Casa de David y es un sacrilegio atentar contra cualquier individuo de esa
estirpe, amén de que Él vino a salvar y a perdonar.
Cierto
que éstos no le estuvieron reconocidos, porque, con arreglo a sus costumbres el
orgullo precede a la misericordia. Pero siempre fue así. El antisemitismo
nefasto no es más que una muestra de repulsa
hacia la impiedad que resiste a la gracia y no cree sino en lo que tiene
delante de los ojos. El pueblo judío no es más que un pueblo laboratorio en el
que se condensan los rasgos de la estirpe de los descendientes de Adán. Lo que
mantiene lozano y vivo al cristianismo ha sido esta voluntad de cruz de
perdedor y es por lo que es atacado y vapuleado, unas veces desde dentro por
sus adeptos más tibios, y otras porque su defensa de la libertad y del perdón
ha ido de por vida contra los intereses tiránicos. Cierto que un cristiano no
está facultado para entregarse a escarceos antisemitas, pero judíos y
musulmanes han tenido de por vida carta blanca para marchar contra los
seguidores de Cristo. He aquí un enigma
que no ha podido despejar nadie. Las grandes persecuciones contra la cruz,
vilipendios y escarnios han sido sufragados por el pueblo que se revuelve
contra el estigma del Gólgota. Ellos han sido los primeros el Evangelio y han
estado metidos en todos los contubernios y conspiraciones que se han producido.
Se tiene que perdonar y soportar a esa estirpe que siguen rodando en las
tinieblas del error, pero sería cometer perjurio convertir a la Iglesia en
sufragánea de la Sinagoga. Como su propio nombre griego indica “εkλεσεiv” es
convocar a los hombres de todas las razas y credos.
A
ese afán ecuménico y de tolerancia responde la erección del primer monasterio
del Cister en Castilla: ser amalgama de las Tres Culturas. El abad Raimundo y
sus doce frailes iniciaron las obras en 1143. La construcción fue lenta y con
muchos altibajos como demuestran las adarajas cubiertas del moho de los siglos
que quedaron el las iglesias filiales. Las obras no acabaron hasta treinta años
después. El obispo de Segovia cede al abad el sitio con todas las pechas que le
correspondían en el lugar. Sería sub dependiente o anejo de Cardaba la granja
de Cabaniel junto al Henares junto con el ya mentado pequeño cenobio de Santa
María de la Sierra, el cual funge como vanguardia de una avanzadilla de casas
de oración en dirección hacia la sierra que luego tramontan por la parte de
Ayllón.
Toda
la documentación al respecto yace en los fondos del Archivo Nacional, aunque de
ella habla con frecuencia Ángel Manrique, todavía está aguardando la llegada
del historiador o del erudito. La donación del fundo no la realiza directamente
Alfonso VII al abad borgoñón recién
llegado de allende los Pirineos sino a un tal Don Cerebruno, que debía ser
religioso, o persona de consideración, pero no se dice más. Previamente, el
propio rey había enviado una legación a Roma. Allí se encontraba San Bernardo
en el primer monasterio de cistercienses de la Ciudad Eterna. Dada la devoción
que sentían tanto el monarca castellano como el Doctor Melifluo hacia uno de
los mártires más populares de los siglos antiguos, la ermita de san Vicente en
el soto pueda que fuese puesta bajo esa advocación por doble motivo.
Resulta
misterioso explicar como la Regla cundió tan rápidamente a no ser por la
personalidad y el carisma del fundador. El cister ponía y destituía a papas. La
ascendencia que tenía San Bernardo en San Juan de Letrán era muy considerable,
a juzgar por sus reconvenciones al papa reinante entonces, y a quien él había
dado previamente la cogulla blanca y el escapulario negro, hacía unos años. A
Su Santidad Eugenio III, lo trata prácticamente como un monaguillo en su libro
“De Consideratione”.
Inflamado
de amor a Dios, San Bernardo en esta larga carta que ocupa cinco volúmenes,
brilla a la altura de las grandes luminarias de la Iglesia. Esta admonición a
los papas tiene hoy en día una actualidad sorprendente, cuando dice que estos
han de ejercer su vicaría de Cristo, no desde la prepotencia y el privilegio,
sino desde el servicio a la grey, en comunión mancomunada con el sínodo de obispos. La primacía en lo temporal
y espiritual que se recibe con la
entrega de las llaves, con la tiara, el anillo, la silla gestatoria y el flabelo, no es marca de privilegio sino
voluntad de servicio. El papa, recién ascendido, recibe las llaves de Pedro
cruzadas, como si fueran dos espadas. Ambas abren y cierran, atan y desatan en
la tierra y en el cielo, en el cielo. Pero también defiende el monje de
Claraval la libertad de conciencia y el sínodo.
Cuando
se coloca la primera de este cenobio segoviano en los predios que hoy denominamos
Peña Colgada, que yo tengo bien pateados de ir de niño a coger moras, o a uvas
al majuelo de mi abuelo Benjamín, por la fiesta de Pentecostés del año 1143,
está claro que se utilizan para la fundación los residuos de una antiquísima
laura eremítica. Sobre aquel despoblado, en lo más áspero y a trasmano de la
provincia y que debió de tener una singular importancia estratégica para los
romanos. Estaban en el itinerario de las legiones del emperador Antonino. De
niño recuerdo que jugábamos a vélites, équites y mílites, y arrimábamos la
oreja contra el césped de la dehesa del Colorao porque alguien nos dijo que se
escuchan cánticos extraños. Algunas veces las ondas magnéticas enviaban rezos y
cantos de monjes en la penumbra. Otras eran los golpes del taconeo de un
caballo. ¿El del Apocalipsis?
Desde
entonces el enclave me ha parecido siempre estar penetrado de un halo mágico y
espectral que conecta al hombre de los tiempos presentes y venideros con sus
ancestros. Teodosio era de Coca y
Trajano pudo haber nacido en Pedraza. Luego llegaron los varones de
misericordia huyendo de las persecuciones de los hombres del sur o de los líos
y querellas, pleitos y guerras continuas de los que se decían profesos de la
misma fe, y, desengañados del mundo, se vinieron a enriscar por las oquedades
de este páramo, en el corazón mismo de la soledad. Muchos de ellos consiguieron
ser felices.
Las
incursiones almohades y almorávides expulsaron de sus grutas a los penitentes.
A muchos de ellos la horda les pilló desprevenidos con la paleta y la llana en
la mano y tuvieron que salir arreando. Ahí están para demostrarlo esas muescas
de andamio y esas adarajas de pared sin terminar. Las de san Gregorio nos
parecen más significativas que las de San Vicente. Ambos templos nunca acabaron de hacerse, pero
estuvieron muchos siglos abiertos al culto. Los peldaños del husillo de la
escalera de caracol de la torre están gastadas y alabeadas por el medio. Cierro
los ojos y veo subir y bajar por ella a una multitud de sacristanes atareados para
hacer sonar la voz del bronce. ¡ Cuánto ir y venir! Eterna será siempre la canción del bronce.
Voleos de gloria, toques a clamor, toques a rebato y las señales de misa:
primeras, segundas, terceras. Cada una con un son diferente, y, según era el
impulso que se daba a la manija que tira del badajo quería decir una cosa
diferente. Era el más perfecto sistema
de señales de comunicación.
Cada una recibía un nombre adecuado y su fe de
bautismo. ¿Cómo se llamarían las campanas ausentes de la Torre de San Gregario,
coronando la cima del somo, con su majestad de abad sentado en su faldistorio,
y sus ojos cóncavos de arco de medio punto? Es de un angular impresionante
enriscado en la eminencia del cerro que al visitante le hace recordar el
versículo de aquel salmo”: Dominus custodiet ossa eorum: unum ex his non
conteretur”.
Aquí Iahvé, como si dijésemos, ha querido
cumplir la palabra empeñada al salmista. Los franceses desmelenaron las
campanas, derribaron la bóveda de cañón de la nave, utilizada hoy para enterramientos,
pero las cruces del Temple y las piedras siguen ahí en pie desafiando a los
cierzos y ventalles del escarpe. Continua sentado en su trono el obispo
impartiendo bendiciones. Por uno de esos milagros de la imaginación, oigo su
repique. Ahora me parece que están sonando a vísperas las campanas de San
Gregorio convocando a los montes y esparciendo su sonido solemne sobre los
rastrojos. Los fantasmas de mi cerebro volean a gloria ya. Es el grito eterno
de la Resurrección, porque los que mueren en Cristo vivirán para siempre. La
vida no se les arrebata sino que se
transforma y muda hacia una dimensión superior.
Momento
de auge fueron los primeros años. Ximenez de Rada, el arzobispo primado y gran
protector de los cistercienses, se empapa de ese talante francés cuya
consecuencia más relevante es la construcción de monumentos tan importantes
como la catedral de Toledo, los enclaves templarios de Fitero, Brihuega y la
misma Osma.
El
tránsito de románico al gótico fue muy rápida. En 1194 la catedral de Chartres
es levantada.
Cala
la moda francesa en el gusto y las inclinaciones arquitectónica, produciendose
no pocas deserciones de lo autóctono. El Vaticano no miró con buenos ojos esta
aproximación de los herederos de Alfonso VI, cuya madre era una mora y con otra
mora se casó (este casamiento daría lugar a la leyenda del Ceñidor de Zenaida,
tema del que hablaremos más adelante si nos queda tiempo) esta tolerancia de
los castellanos para con los miembros de las otros religiones mistéricas,
cuando, precisamente, los bretones, alemanes y galos estaban empeñados en una
dura campaña contra el sarraceno en Tierra Santa.
España,
que siempre ha ido a su aire, seguía conservando como un tesoro la liturgia en
rito mozárabe. Los cistercienses desde un primer momento tratan de imponer el
rito romano. Los castellanos se muestran remisos a ese cambio. Inocencio III,
que no se caracteriza por ser un pontífice conciliador (instituyó la
Inquisición con la mira opuesta en luchar contra los cátaros a los que
masacrara) se quejaba de que el rey Alfonso VIII parecía amar a la sinagoga y a
la mezquita que al templo católico.
El
año 1219 por el IV Concilio de Letrán queda proscrito el rito hispano
visigótico. Los frailes de San Bernardo se habían salido con la suya. El panorama religioso y político, cambió porque las disposiciones conciliares
determinan la abolición de ese clima de entendimiento, que, mal que bien, había
sido la pauta en la convivencia de la España antes de los Reyes Católicos.
Incomprensiblemente,
son obligados los miembros de la comunidad hebrea, por disposición del referido
concilio lateranense a portar sobre el hombro izquierdo un traje distintivo.
Los musulmanes no lo necesitaban porque siempre fueron ataviados a la morisca y
muchos cristianos llevaban al pecho una cruz bordada sobre el pecho. Alfonso
VIII acata la norma del pontífice, pero la considera arbitraria y añora en los
actos religiosos aquellas misas cantadas del rito oriental, con sus constantes
invocaciones a los ángeles, las letanías tan repetitivas, pero que eran un
remedo de la oración hesicasta de los orientales los cuales gustaban de corear
una palabra o una oración cientos de veces. Triunfó Roma con su forma de ver la
vida austera. Cotejando los antiguos breviarios y cartularios se aprecia que el
rito hispano visigótico estaba más lleno de exuberancia, y de poesía
imaginativa que el implantado por los borgoñones.
Dentro
de las capas sencillas del pueblo, la implantación de la arbitraria medida del
papa que estableció la Inquisición, cupieron también resistencias a tener que
rezar según modos extranjeros. Mas, como dice el refrán, “allá van leyes do
quieren reyes” y, en hablando Roma, se acabó la cuestión. La cristiandad pasaba
por momentos rebosantes. Poco después, Fernando III el Santo conquista Sevilla
y Córdoba y, apoderandose de las campanas que habían sido confiscadas por
Almánzor y que durante dos siglos habían sido utilizadas como lámparas de la
Mezquita, las traslada hasta la Ciudad del Apóstol. Estas, empero, no son más que vicisitudes
extrínsecas; en lugar de echar por tierra el argumento del quid divinum que imbuye a la Iglesia, lo realzan. Son parte de su
misterio y lo traemos a colación en el afán de buscar los caminos de Cristo por
sendas escondidas, lejos de los convencionalismos que siempre tornan algunos
aspectos eclesiales repulsivos para el no creyente, y sirven de yesca al fuego
para alimentar los almiares incandescentes de la impiedad. Las grandes almas
que han acompañado este devenir en medio de tanto avatar incierto han calado
siempre hondo en esta idea del anonadamiento y del fracaso en la tierra, porque
el verdadero triunfo, la apoteosis, vendrá sólo en los Cielos. Aquí, mientras
tanto, lo que procede es sufrir y perdonar. “Todo llega para el que sabe
esperar”, escribe en una de sus veinticuatro cartas místicas Rafael Arnaiz
Barón, el oblato cisterciense muerto en la trapa de la localidad palentina de
Dueñas en 1938, en olor de santidad.
Este
humilde donado, del que hablaremos en otro lugar, fue una de las últimas flores
que han florecido en el Jardín de María instituido por San Bernardo. Demostró
con su vida que la clave está en perdonar. “Si la misericordia fuera un pecado,
yo la cometería”. La santidad verdadera consiste en la crucifixión del yo, al
tiempo que desdeña un desdén hacia la vida terrestre y a las cosas de los
hombres.
Los
reyes de Castilla no exigieron el bautismo en masa de los no cristianos.
Alfonso VII se constituyó en mentor de los judíos. Es una pena que el Sanedrín
Sionista no haya sabido entender esa munificencia con que se ha tratado en
España a los hijos de David. Pero también quisieron que la cruz fuese por
delante de sus vidas. Concretamente, la basílica de San Vicente de Avila, joya
del arte románico, fue construida gracias a los caudales de un rico mercader,
que se había convertido a Jesús, y estaba bajo el patrocinio directo del
monarca. No se puede escribir la historia del revés, como pretenden algunos
buscando la revancha. Cuando yo muera, atraeré a todo lo creado hacia el Árbol
de la Cruz. Estas palabras presagas del Redentor parece ser que siguen
molestando a sus enemigos. Lo malo es que no habrá vuelta de hoja, por mucho
que se empeñen. La grandeza del arte gótico que perfecciona se basa sobre este
planteamiento de síntesis y de amalgama de pueblos. Algo bueno tendrían que tener las Cruzadas.
Godofredo Bouillon, dejandolo todo para seguir a Cristo, descubrió que Éste es
múltiple en sus miradas. No cabe una sola perspectiva, porque la divinidad es
amalgama de muchas cosas y está más allá de nuestros prejuicios y concepciones
a priori, que pertenecen más que a la religión a la lucha política. Pero antes
era preciso que todos los pueblos conociesen y honrasen la memoria de Jesús. El
marqués se equivocó de proceder, porque sus hombres cometieron mil barbaridades
a las puertas de Jerusalén y de Constantinopla.
Dios
permitió aquel mal para que se subsiguiera un bien. ¿ Por qué no pensar,
entonces, que del turbulento clima social que han degenerado en las guerras más
sangrientas, y teorías filosóficas, como el marxismo o el feminismo radical,
que niegan cualquier soteriología, o por medio de las nuevas tecnologías se
puede acceder al descubrimiento de un rostro del Señor que antes no teníamos?
Esto
es a grandes rasgos la índole del cambio que se operaría en la mentalidad
humana a través de la revolución mística del siglo XI.
En
el románico de ladrillo, amasado y colocado por manos de operarios que creían
en Mahoma, pero que respetaban la religión de Cristo, aunque no dejasen de
sentir cierta aversión a la forma con que la vivían algunos cristianos, ha
quedado para siempre esa huella ecuménica, que se plasma sobre los lienzos de
pared, esas ménsulas e impostas recargadas de tracería vegetal y todos esos
alifafes misteriosos del capitel románico, donde se quería esculpir un mensaje
críptico y esotérico. Podemos interpretar el recado sólo a ojo de buen cubero,
porque las claves están perdidas. Las figuras, recargadas de símbolos, y
cinceladas de alegoría, nos hablan de que es preciso una metamorfosis para ir
al encuentro de una vida plena. Ese intelectualismo en piedra tallada sigue
inspirando en quien lo contempla el deseo de concordia. Es la armonía del
universo reflejada en las archivoltas y las escocias.
Por
primera vez, este rey abulense consigue que sus súbditos puedan vivir en medio
de una paz octaviana que no se conocía por aquí desde hacía muchos lustros.
Este auge e importancia de los castellano va en menoscabo de los reinos taifas
del sur peninsular. Acaban los ignominiosos gravámenes, como el ya antes
reseñado Tributo de las Cien Doncellas y se dejan de pagar las onerosas pechas
al Califa, quedando sólo en recuerdo el nombre de algunas pesas y medidas de
talante morisco. Los árabes habían inventado la aritmética y enseñan a los
pueblos a contar. Huella de su presencia son algunas palabras que han quedado
en el diccionario: arroba, área, arancel,
azumbre. almoneda, alpargata, ajedrez, algodón, andamio, alfombra, alfamar y
alhamar, auge, almirez, arrope, azar, azúcar, adobe, alcanda, alcántara y alcantarilla,
alcanfor, almacén, azogue, almohada, albañil, albérchigo, azafrán, algarroba,
azucena, acerola, arroz, cifra, guarismo, elixir, cero, quintal, fanega,
quilate, tahona, tambor, cenefa y alcabala, por sólo citar algunas a manera
de florilegio. Muchas de las cuales siguen moteando nuestra conversación
corriente. Con esa habilidad para las cosas concretas y la vida práctica y
siempre a ras de tierra incluso en religión, porque al árabe no le gustan las
especulaciones, tiende al esquematismo del suma y resta y deja secuela en esta
forma de ver las cosas llamandolas por su nombre o hablando en cifra en el
idioma castellano, que se enriquece no sólo con el acerbo lexicográfico sino
también semántico del morisco, con su actitud diferente frente a la ida, porque
siempre fue un pueblo realista que prefiere los deleites materiales a las
promesas de las otra vida. Pero también sus creencias pueden volverlo fanático.
Y
para aquéllos que aun sigan creyendo en los Reyes Magos unas palabras
proféticas al respecto del máximo
historiador español, Claudio Sánchez Albornoz, tan grande como ninguneado e
incomprendido, porque aquí los que mandan son los discípulos de Américo Castro,
y cortan el bacalao en literatura los Hijos de Julián Marías, judíos conversos,
a los que la cabra les tira al monte.
Don Claudio, que era un abulense integérrimo, y recio como los pinos de
Ríofrío, y que, transplantado a Asturias, la tierra de sus cariños, creció
hasta concertarse en mayestático cedro de la verdad. Por ella sufrió, fue desterrado
y perseguido. Sus palabras, escritas en 1969
cobran un treno profético en este verano del 99, con una nueva marea
islámica a las puertas de Belgrado:
“¿Se me
perdonará también que, a veces, al contemplar la crisis social y espiritual de
nuestros días, a la inversa, haya pensado en la pérdida de España? Porque temo que otra gran tronada histórica
pueda poner en peligro a la civilización occidental, que lo estuvo por obra
del Islam en los siglos VII y VIII. Ésta
fue salvada, según creo firmemente, por Pelayo en Covadonga, resistiendo al
Islam en las peñas de Asturias. ¿Quién puede imaginar dónde tendrá lugar mañana
una nueva batalla de Covadonga? ¿Dónde se iniciará una nueva reconquista que
salve al cabo la civilización nieta de aquélla, por la que, con el nombre de
Dios en los labios, peleó el primer vencedor del Islam en Europa?”
Al oír las inspiradas amonestaciones de Don
Claudio, al que Dios tenga en su Trono, se nos vuelve a poner la carne de
gallina. No es extraño que los memorialistas de la hora presente intenten por
todos los medios enjalbegar la memoria con muchos alifafes y enredos. Ningún
padre de la Iglesia sanciona la violencia, pero sin la ayuda divina, que a
veces permitió las guerras de defensa, el cristianismo o lo que es lo mismo la
civilización de Poniente habría perecido. Todo pueblo tiene derecho a repeler
al invasor que pretende sojuzgarlo. El Duero fue poblado y repoblado una y otra
vez. Las banderas de los castillos cambiaron de mano ininterrumpida entonces ¿Y
ahora quién parará al Islam?
Muchos
parecen querer olvidar que hubo acoplamiento, avenencias, y algunas veces,
palos, pero conviene tener presente que España y no los musulmanes ganaron las
Reconquista. Por todas las trazas barrunto que los americanos se proponen un
nuevo relevo del pabellón, pero si vuelven aquellos aciagos tiempos, no será
por culpa de los españoles que aman a su patria y a su fe.
Por aquellos días fuimos mucho más tolerantes
de lo que algunos cacarean. Se conciertan casamientos de conveniencia o por
amor entre musulmanes y aborígenes. Hay bautizos en masa y los monarcas otorgan
privilegios de asentamiento: las Cartas Pueblas. El modo de ser de aquellos
pueblos del norte africano caló. Mal que nos pese, lo árabe sigue circulando
por la masa de nuestra sangre, con su tendencia a la ostentación, el orgullo de
las gentes del desierto, su austeridad y también el fuerte sentido de la honra
y la pronta inclinación a la venganza. Ese “ me las pagarás” es un remoquete
del odio africano que a veces se apodera de nosotros. Sin embargo, esto, por
ser tan frecuente, no creo que revista la menor importancia.
Dos
cruces de piedra que había, una situada a unos pasos del cocedero de la Tía
Grilla, y la otra en el Redondillo, según se baja hacia las pobedas camino de
San Vicente, era dos hitos que recuerdan al visitante este hecho de que la
convivencia no ha sido del todo pacífica y cristiana. Ambos símbolos fueron
erigidos para precaver a la posterioridad de dos acontecimientos sangrientos,
provocados por reyertas entre mozos o altercados con navaja con mozos
forasteros. El día de San Pedro del año 1748 dos cuadrillas de Sacramenia y de
Fuentesoto tiraron de navaja. Iban cargados de vino y por un quitame alla esas
pajas, que si has bailado con mi novia, el resultado fue una riña con resultado
de varios muertos. La del Redondillo se levantó un siglo más tarde casi por lo
mismo. La víctima fue esta vez un fraile exclaustrado de Cardaba con motivo de
la desamortización de Mendizábal de 1838.
Es
posible lo que escuché decir antiguamente en los filandones por el invierno
cuando salían a relucir historias de ánimas y de aparecidos que el alma en pena
de este pobre monje, que no se había distinguido lo que se dice por su
inocencia de vida, pero a quien la pérdida de su cordón de cuero y la cogulla
blanca desquició, vaga por los desmontes de Peña Colgada, alma en pena y que
hace conjuros y maleficios contra aquellos que osen profanar el recinto.
Mentira o verdad, lo cierto es que, como se sabe, el claustro y el ábside fueron
comprados y los sillares desmontados y marcados trasladados en barco a Nueva
York por W. Hearst, el todopoderoso magnate de la prensa estadounidense, el
mayor enemigo que tuvo España en la guerra de Cuba porque se le hace
responsable de la impostura de la voladura del bien y de la muerte de tantos
soldaditos que pelearon en la manigua antillana contra los mambises, las
fiebres palúdicas y las mentiras y amarillismo de los rotativos de la Cadena
Hearst. Pues bien, este creso rey Midas, que tenía en sus manos los grandes
consorcios de la comunicación escrita y radial
se arruinó al poco de hacer la operación de compra. Una de sus
descendientes Patricia Hearts anduvo metida en el escandalo de los asesinatos
rituales de un tal Mason, que en los años sesenta conmovieron a California y a
medio mundo. El plutócrata debió de pagar cara su audacia. El espectro de
Cardaba lo hizo blanco de su cólera. Con los españoles y menos con los de
Sacramenia, Mr. Hearst, no conviene hacer el tonto. Su imperio se vino abajo a raíz
del hundimiento de Wall street muriendo al poco por un paro cardíaco. O por el
conjuro del alma en pena del fraile del convento de San Bernardo...
En
el siglo pasado los recintos sagrados de la laura se encontraban en estado de
abandono, pero todavía seguía funcionando, a trancas y barrancas. En 1866,
cuando gira visita el polígrafo mallorquín José María Quadrado, fue escoltado
por un fraile ya en la ancianidad. Su presencia casi espectral al igual que los
muros derrumbados le hacen glosar una versículo de Job”:Voy a dormirme en el
polvo y, si mañana me buscases, ya no seré”. Quadrado es un verdadero viajero
romántico que sigue una tradición empezada por los hermanos Bécquer. Ellos
compraron otro monasterio cisterciense, el de Veruela. Allí Gustavo Adolfo iba
a curarse de su tisis.
Con
todo y eso, todo hay que decirlo: el hecho de que España no haya tenido una
revolución como las tuvieron Inglaterra con Enrique VIII y Cromwell y Francia
con el furor sanguinario de Voltaire, preservó algunas de nuestras reliquias
inveteradas. Era mucho lo que había, el expolio, sobre todo con las invasiones
napoleónicas, fue largo y tenaz. Al pasar a la burguesía los bienes en manos
muertas, el patrimonio religioso enriqueció a una legión de anticuarios y
trapisondistas. Si a esto se añade, la dejadez, la ignorancia y el escaso apego
a lo propio, lo extraño que al cabo de siglos de rapiña se alcen todavía
señeros en los alcores y cerros castellanos esas señeras ruinas. El odio a la
cruz de Cristo, llamese desamortización, llamése secularización, las persigue,
pero su barrena no lo ha zapado todo. Muy posiblemente esa labor de
aniquilación se consume en un plazo de cien años. En los años ochenta
desparecieron varias cruces y humilladeros que hay en Fuentesoto y para más inri
en la fachada lateral de la iglesia de San Pedro de la noche a la mañana
alguien pintó la del diablo, esto es, la que se traza al revés. He pregunté a
varias personas que por qué esa “descrucificación” tan aparatosa y nadie me
supo dar razón. Uno me dijo por toda respuesta y como dando a entender que en
estas cosas la mejor norma es el no meneallo:
-
Ahora vivese mucho bien. Cien veces mejor que antaño. Vamos pero que muy a
gusto.
-
Bueno, pues, bendito sea Dios. Pero yo no veo la relación que pueda existir
entre tirar las cruces al río, dejar que se arruinen monumentos y marchar bien,
-
Sí que la tiene - dijo el Clodomiro con acento de quien frena una discusión en
seco.
Su
gesto me dejó parado. Vi que los ojillos birlones del Teodomiro gritaban para
su capote: basta ya de historias y de cuentos. Aquí la única estética es la de
la andorga. Lo importante es marchar bien, ganar dinero, tener un buen coche.
Queremos renunciar a nuestro pasado. Todo aquello fue el símbolo del oprobio.
-
Pero eso es confundir el culo con las Témporas, Clodomiro, majo.
¿Y
a qué no sabéis lo que me dijo? Que me fuera a tomar por él. Me entraron deseos
de agarrarle por el escuezo y lanzarlo chimorretes abajo, pero buena de gana de
discutir. Y sin decir adiós tomé el
montante y me senté a la puerta de la bodega, la que tiene una antojana con dos
almendros, con mi tocayo Tomás Parrilla, que el año pasada cogió treinta
cántaras de un par de majuelos. Como nos llevamos pocos años, poco más o menos
somos coetáneos, ya nos conocemos. A los dos nos gusta la sangre de Cristo, que
no somos moros ni judíos, ni tampoco lo negamos, ni hemos cambiado de chaqueta,
ni afusilamos. De vez en cuando es no sólo conveniente, también saludable, para
aventar las telarañas del alma que tanto escuecen, con unos tientos al jarro.
-Y
de hoy en un año.
-Eso
es lo que hace falta. Y que lo veamos.
El
vino de por aquí debiera de traer el gollete de los Vega Sicilia. Fueron los
del cister los que plantaron las viñas, una tradición que aun sigue brindando.
Aunque muchos desceparon los majuelos cuando el ingreso en Mercado Común, mi
amigo Parrilla los dejó intactos. Hay que ver que mi tocayo siempre fue un
sotohontanero listo, aunque, a diferencia de otros, nunca le dio por zorrerías.
Y eso que se va a llevar por delante. Y
si no fuese por el fruto de la vid, que es fuente de salud y de vida (los
antiguos lo acreditaban como el árbol del Edén; Eva, tras su pecado cubrió las
vergüenzas con hoja de parra) ¿qué sería de nosotros, Julián? Nos demuelen las cruces, se llevaron las
piedras nos tiraron la olma, nos lo han
cambiado todo de sitio. El escudo del Yugo de la Labor y de las Flechas del Poderío fue lo primerito
que quitaron en este impresionante de ocultación del testimonio y del legrado
de memoria al que hemos asistido en todos estos años. Era el símbolo que tú y
yo más hemos amado. Con pertinacia tesonera, poco a poco, sin dar cuartos al
pregonero y como quien no quiere la cosa están desmontando lo que quedaba. Y en
la iglesia de San Pedro las mujeres rezan la epístola y en ella por las fiestas
dan conciertos y se arrancan por fandanguillos. ¡Si don Frutos, que paz
descanse, con lo mirado que era para estas cosas, alzase la cabeza! Se me ha
clavado en la memoria el recuerdo doloroso de aquel día, un primero de junio
del infausto año 92, el del Quinto Centenario, ya sabes, lo estaban aguardando
los traidores de este país para hacer de las suyas, esto es: todas las judiadas
habidas y por haber, cuando, terminado el funeral, me fui a la sacristía a
pagar al cura y vi cómo libros y códices valiosísimos yacían por el suelo o
andaban amontonados sobre las cajoneras.
-¿Qué
es esto? - pregunté airado.
Una
mujer trayendo las vinajeras, la que canta la epístola y la que pronto dirá la
misa a los del pueblo, al paso que vamos, me lo explicó:
-
Morralla. Han desmontado la casa del curato y los libros se los ha quedado un
tratante de ganado, que los ha comprado por dos mil duros. Es amigo del señor vicario.
Si
no hubiese sido porque tenía que presidir la conducción de respeto en el
funeral, te prometo, Julián Parra, que hubiese montado un número. Estaba de
tanto enojo que la bilis se me subía por los gañotes y alcanzaba casi los
terceletes de los lunetos, allí donde antaño, se escuchaba piar a los gurriatos
cuando el cura don Amancio predicaba alguna de sus desangeladas arengas, pero
teníamos allí al pobre Silvino el ataúd envuelto en la bandera de España, con
el sable de oficial y la gorra con dos estrellas, las cosas que más amaba, y no
tuve más remedio que transigir y callar. De no haber sido por el duelo en aquel
momento de dar sepultura a mi pobre difunto, hasta le hubiera dicho cuatro
verdades al señor vicario, al obispo o a quien hiciese falta. Nos lo quitan
todo, Julián, pero el vino que se guarda en
cubetas de roble no se lo chiscará esta horda de borrachuzos que se ha
apoderado de España. Paciencia y barajar. La biblioteca de la rectoral fue
adquirida por cuatro cuartos por un chamarilero de Galicia que se la ha vendido
toda a los ingleses. Te participo que tu clarete, al que me invitaste aquel
día, es de los que ayudan a vivir y hacen más llevadero el morir. Ya sé que tú lo recoges sólo para el gasto,
pero aun así no por eso deja de ser un quitapesares. Que san bernardo te
bendiga por no haberte sometido a los tragalas imperantes. Tú no descuajaste el
majuelo, tío. Y, gracias a ti, no se rompe la tradición.
Tales
desafueros no me pillan de susto, la verdad sea dicha. Estoy curado de espanto;
ya sé que me llamáis el “ tonto de las ruinas”. Pues falta un epíteto”: el de los
libros”. Mira que os di tabarra con lo de la ermita de San Vicente, que si el
tejado se os iba a desplomar, que no hay derecho a convertir la casa de Dios en
un muladar. Y efectivamente la techumbre se vino abajo y se perdió toda la
fachada de Poniente. Me llené de
indignación cuando el año 80 descubrí el derrumbe. Todo eran cascotes y hasta
habías pegado fuego a una imagen de Santo Tomás, talla del siglo XVII de madera
de pino. Pude salvar una mano del santo que ahora tengo yo en el sitio donde
escribo como una cara reliquia, que me inspira y me exhorta a promulgar la
verdad, pero tampoco conviene remover el agua sucia, que todos nos vamos a
perder perdidos en el charco.
Como
os dije, la cosa viene de largo porque ya en el 68 le dediqué uno de los primeros
reportajes a este lugar. Apareció en el Diario SP a doble página. Aquel otoño
anduvimos por aquí Santiso y yo tomando placas del ábside de cuarto tambor.
Tiramos fotos a todo lo que se movía. A los trojes de las eras, a la yunta de
machos, a las torres, a las viejas enlutadas en la iglesia acurrucadas cabe los
hacheros funerarios y sentadas a la morisca, con sus manteletas que recordaban
al flameo de las mujeres romanas. Sacamos al cura con el alba y la estola
responseando. Cada padre nuestro, una perra chica. También tomamos instantáneas
de las palas, las horcas y los garios, los aperos y los carros de telera, que
hoy son bocados escogidos de los anticuarios. Esta urgencia por dejar
constancia gráfica de todo aquello era porque nos cercaba el presagio de que
estábamos ante las ultimas reminiscencia de un mundo medieval, y un sistema de
vida pronto a sumirse en la laguna del olvido. Por eso, aquel reportaje tuvo
mucho de denuncia y de aviso testimonial.
Nos
fue difícil ganar acceso a la ermita de San Vicente. La llave oxidada, no corría bien el pestillo.
Cuando por fin, a golpes y meneos, conseguimos hacer trabajar a la cerradura,
nos pareció aterrizar en el mundo de ultratumba, que guardaba dentro de densas
tinieblas las riquezas y fruiciones de un lóbrego paraíso. Olía a moho.
Todavía penetraba algún resquicio de luz por
las aspilleras y nos pareció escuchar el eco de cantos gregorianos, porque la
ortofonía era perfecta, que en aquellas iglesias no hacían falta micrófonos, y
la voz humana resonaba impostandose a
través de los resquicios de la plementería. El suelo, según la tradición
primitiva en las antiguas iglesias, de tierra apisonada mostraba los túmulos de
algunas tumbas recién excavadas. Había esparcidos algunos huesos y el fotógrafo
como buen gallego torció un poco el gesto, porque no le gustaban aquellas
cosas. Aunque era comunista, Santiso creía en la Santa Compaña. Al que esto
escribe tampoco le llevaba la camisa al cuerpo. Pero llevábamos con nosotros al
cura, don Laurentino que se reía un poco de nosotros. “Quietos, que os vais
haceroslo en los pantalones, pero si los muertos no hacen nada, hombre”. “Ta. Pero, e por si muove, carallo, nun lu
toques“, dijo mi colega en buen coruñés a la vista de un par de calaveras y
algunas tibias que blanqueaban casi fosforescentes en la oscuridad.
Las
ballesteras empotradas como una ojo vertical sobre el muro advertía que el
recinto tuvo una función militar que cumplir.
Desde estas saeteras se disparaban flechas contra un supuesto invasor,
pero las lauras de decoración de la archivolta poseen una frescura casi
virginal, observandose en la piedra marcas de gubia. Además fue extraída de
canteras por aquí, porque dentro de su configuración calcárea se advierte la
filigrana de raíces o de pequeñas valvas fósiles. La luz del día penetra por el
ventanero iluminando los perfiles mágicos del decorado. Las figuras del capitel
empiezan a mirarnos. En uno, hay un
obispo que aparece exultante entre dos ramas de palmera. Carilleno y
orondo, impartiendo su bendición al concurso
desde su cátedra desde la que oficia una hermosa liturgia interminable. El
prelado luce sus insignias pontificales: la mitra, el báculo y bendice con el
indice y anular de la diestra que sujeta un anillo bisulco o de doble dedo. La
mano se enfunda en una quiroteca litúrgica cuyos pliegues hacen muescas en la
piedra. Es una expresividad llena de quietud sobre toda ponderación.
Estamos
ante uno de los capiteles más impresionantes y solemnes de toda el arte
románico. Debajo, al lado del bando de piedra bajo la arcada, donde se sentaba
el diácono y la orquesta coral, se abre la oquedad de una piscina, abriendo
como la ranura de una llave. Dentro de la austeridad y desnudez del altar
cisterciense este aditamento servía para guardar los vasos sagrados y abluciones,
porque en aquellas iglesias, sagrario no había. La comunión tenía más sentido
de participación que de sacramento y en todas las celebraciones el sacerdotes y
los fieles consumían el corpus y el sanguis sin dejar ni miga ni gota. Era para
eludir profanaciones pero también porque aun no habían llegado las aberraciones
de los siglos subsiguientes, donde el Cuerpo de Cristo, que es salud y vida de
fe, se convierte en arma arrojadiza y caso de guerra entre papistas y
protestantes. Como siempre, la testarudez y necedad humana consiguen que el
medio se convierta en fin y no en objeto. Siguiendo los cánones del ceremonial
hispano visigótico, tan importante como la eucaristía era la eulogía o
recepción del pan bendito. La devoción a
la eucaristía empieza a afianzarse a partir del siglo XIV. Esta piscina, en su
verdadera semántica litúrgica, que he visto yo en muchas iglesias rurales de
Inglaterra y en el iconostasio de los griegos, luego empezó a llamarse
credencia y a continuación tabernáculo. Pero dejemos de meternos en esos
andurriales de la fe que nos llevarían muy lejos.
Justo
por cima un torso humano y una faz contrita que trata de hundirse en el lomo de
la oveja rescatada se agacha ante un cordero de diseño tosco y lo abarca con la
panza. Es el Buen Pastor. A la vera aparece una cara como de una máscara. Su
expresión no sé si expresa pasmo o hilaridad. Es el momo que contrahace a la
sombra del buen pastor. Lo que el uno hace el otro desmorona. El buen pastor se
dedica a ir buscando las ovejas perdidas que el diablo devora. Sin esta
dualidad o lucha de fuerzas contrarias que perdura por los siglos de los siglos
no podríamos comprender la simbología románico plagada de mensajes crípticos y
de una exultación soteriológica que el hombre moderno a duras penas acierta a
compenetrarse. En el otro capitel se plasma a unas aves muy prietas - pueden
ser palomas, perdices o urogallos - que parece que se retuercen y se desgañitan
haciendo trenzas con sus pescuezos en arco. El resto de los cimacios exhiben
tan sólo una decoración de helechos o de canastillo.
A
Santiso y a mí nos parecía que habíamos llegado al hipogeo del gran laberinto
de la existencia. No nos olvidamos de dejar la puerta bien abierta no fuese a
escaparse el gato o de acordarnos de aquel Anteo mítico que, para no perderse,
se amarró con una cuerda a la cancela del Dédalo Cretense. Sólo conseguimos
salir de nuestros sueños cuando el cura, don Laurentino, sacó la petaca y todos
juntos, con el alcalde, Constantino de Frutos,
y quien esto relata, en paz y armonía de viejos camaradas, echamos un
caldo. Nos parecía que aquel era un momento trascedente. Verdaderamente
habíamos llegado al límite. Luego, para
que se nos pasara el susto, fuimos a merendar a las bodegas.
-
Tantas ruinas- comentó mi fotógrafo- afligen, rapaz, pero el vino no es malo.
Y, tanto; que aquella tarde de octubre bien
que soplamos. Entre los cuatro, metimos al coleto casi una cántara. No sé ni
cómo conseguimos salvar las vargas y cuestas de todos los Castros, que son
tres: el de Fuentidueña, el de Sarracín, y el de Gimeno, según se va a
Sepúlveda y que fueron todos ellos acampamientos del ejercito romano. Pero,
conduciendo y dandole a la petaca, entramos en Madrid sanos y salvos. Se conoce
que, como fuimos buenos chicos, el fantasma del fraile de San Bernardo, vino
acompañando y velando por nosotros por toda la carretera de Francia. Al fin y
al cabo, lo que pretendíamos era dar a conocer al gran público el abandono en
que se encontraban aquellas riquezas ocultas.
El
artículo tuvo pegada y hasta me felicitó personalmente el bendito Marqués de
Lozoya, que fue un verdadero ángel de la guarda protector del patrimonio
artístico español, aunque siga habiendo modorros que guarden hacia él ciertas
reticencias. Pero bendita sea su memoria.
Después
del 77, otra vez volví a insistir en el tema desde las páginas del “Arriba”,
como si Sacramenia, lugar mágico, hubiese encontrado en mí un pregonero. ¿Será
porque anunciar la necesidad de una vuelta a la espiritualidad es la razón por
la cual la Providencia me ha puesto en el mundo? No lo sé, pero aquella tierra
tiene una fuerza telúrica, que me atrae o me rechaza, según convenga, pero
siempre acabo regresando a ella, o con el alma o con el cuerpo. Sacó siempre lo
mejor de mí.
A
la sazón trabajaba yo como corresponsal en la Onu de la desaparecida agencia
Pyresa. Uno en la ciudad de los rascacielos acaba harto de política. No he sido
testigo de tanta corrupción ni de tanto bizantinismo como cuando asistía a
aquellos debates que duraban horas y horas. Acabé no apareciendo por la planta
quinta donde compartía el despacho con un periodista indio, que debía de ser un
personaje muy significado en su país porque era pariente de Indira Ghandi. Como
no acudía al recinto, este hombre se sentía a sus anchas, pero, como renunciara
yo al despacho, y le colocasen a un coreano que trabajaba allí de servicio
permanente, allá fueron ellas; un día se acercó a mí el Ghandi aquel y me
zarandeó por la solapa, y me abofeteó: “Por qué has renunciado a tu sitio de
privilegio mirando al East River, loco”. Porque no me gusta ver constantemente
gabarras. Fluyen llenas de mierda”, le dije. “Pues me has hecho la pascua.
Vivía como una maharajá y me han puesto de compañero a un indeseable”. “Ese es
su problema”. Echaba espuma por la boca y dardos jupiterinos por los ojos.
Algunas
veces me acuerdo con cierta melancolía de aquel barahá de Carpurtala.
Entonces comprobé que el tal pacifismo de los
indios, el karma y la no-violencia no es más que un cuento chino. Las gentes
para vivir tienen que seguir siendo alimentados por sus propios prejuicios.
Cárter empezó a ser para mí un nombre mil
veces repetidos y Zbignew Bzrecesinsky le entendía. Su acento era polaco. Nunca
puede llegar un hombre a sentirse tan utilizado y manipulado por los intereses
de la economía cósmica que un corresponsal en Nueva York. Todos los días hay
que contar batallitas y repetirlas infinidad de veces. El lector acaba
creyéndolas. Si no hubiera sido porque la situación en España, recién iniciada
la Transición, era como un monstruo de muchas cabezas que se devoraba a sí
misma, y que tenía el jefe despachando a ocho mil kilómetros. Por el télex me
había llegado un réspice desde Madrid, porque el día que había muerto Elvis
Presley yo había enviado una crónica de pitorreo que empezaba así”: Silencio,
que se ha muerto el Rey del ritmo...”
A
algunos incondicionales del ídolo de Menfis (Tennessee) les pareció aquello una
salida de tono, cuando no un auténtico sacrilegio. Del contexto se desprende
que a mí me priva menos el rock que el canto gregoriano. De la noche a la
mañana, aquel cantante que había fallecido hecho un monstruito a causa de su
adicción a los barbitúricos se había convertido en una mito. La santificación
de Elvis era un hecho que yo no comprendía. Lo mismo que fue Alcapone, Carusso,
Eduardo VII, Gardel y lo ha sido en el 97 Lady Di.
La
sociedad moderna tiene necesidad de crear su propio martirologio llenando el
casillero del día con nombres que alguna vez causaron impacto en la cultura de
masas. A mí me pareció eso una alienación y así lo escribí. Dije que desde
Hollywood los cofrades del gran Hermano eran los demiurgos más listos, pues
saben convertir la basura en oro.
Se
había muerto el Caudillo. Algunos, como Fernandino Jáuregui, se rasgaron las
vestiduras. Yo ya no tenía valedores. Criticar a los americanos en tiempos de
Franco podía ser rentable, pero ahora podía convertirse en algo muy peligroso.
Manolo Blanco Tobío, siempre un caballero, a pesar de no compartir mis ideas,
me echó un capote. Pero también salvé la
cabeza gracias a un milagro de la Virgen, porque los sabuesos de la CIA habían
puesto precio a mi cabeza. Iban a por mí. En la comunidad paraláctica(todos
teníamos algo de astros por más que nos dijésemos periodistas) española en
Nueva York el ambiente estaba bastante enrarecido a causa de la pelea casi
continua que sostenían Jesús Hermida y el llorado Cirilo Rodríguez. Mi paisano
era mejor periodista, tenía más valía, pero el onubense con aquellos abrigos de
piel con vueltas de piel de zorro que se mercaba en Macy´s parecía un autentico
príncipe ruso y gustaba mucho a las señoras. No decía nada, pero resultaba más
interesante, aunque reconozco que Jesús es un comunicador nato. Parece haber
nacido en un plató.
Me
había hecho yo por aquellos días de aquel tórrido agosto neoyorquino en que
quedó solo en Manhattan, porque mi mujer se había ido a España para parir a
Antonio Gabriel, nuestro segundo hijo, y bastante deprimido, amigo del
meritorio de Cirilo, que era un chico de Sahagún de Campos, que había conseguido
una beca Fullbright y vivía en la universidad de Columbia, con su compañera,
Mari Carmen, en una habitación de
exiguas dimensiones -nunca vi tantas cucarachas, pues Nueva York estaba
atestado de ácaros. Ellos vivían en el West Side cerca de The Cloisters. Una tarde subimos a
ver aquel recinto monástico a la vera del Hudson y hecho de retales a
base de portentosas piezas arquitectónicas fletadas desde Europa.
Había
castillos y monasterios enteros y entre ellos con dolor y sorpresa contemplé
cómo las ruinas de las piedras doradas de mi pueblo, aquellas que había visto
yo tantas en la vega de abajo cerca de la fuente colorada de niño cuando mi
abuelo me mandaba a abrevar a la yegua torda y a su muleto, estaban allí
haciendo dinero, y no en manos muertas. Pues en la fuente Colorada habré yo
quebrado más de una botija de agua, y más de una vez me habré bañado con los de
mi cuadrilla tirando desde el trampolín de unas piedras pasaderas.
Pagué
cinco dolares pero pasé un buen rato y el tema me sirvió de punto de arranque
para contar una bonita historia para mis lectores, de los mejorcito que escribí
yo en Estados Unidos. O la Virgen se me apareció o fue el duende de San
Bernardo el que me inspiró aquella elegía, partiendo de la base de que aquellas
piedras arrancadas de un mundo viejo habían venido a conquistar mediante el
gran silencio trapense al mundo nuevo. La crónica pego fuerte, aunque las fotos
no fueron tan buenas. No estaba allí, claro está, Santiso con su retranca y
ferrete a lo santiagués para sacarme de apuros.
Lo
que más me dolían era que el refectorio, parte de la iglesia y del claustro que
lo había sido Santa María de Cárdaba se
mostrasen a los turistas como si fuesen trofeos arrebatados al enemigo en una
guerra de reconquista. A veces los norteamericanos adolecen del mal gusto de
los nuevos ricos. Capiteles, arquivoltas, aras y cornisas habían sido vaciados
de contenido esotérico.
Así
se lo hice saber a mi colega Felipe Maraña y a Mari Carmen, pero ellos no
compartían mi opinión:
-Están
mejor aquí que allá, con todo lo que tú digas.
Pero
el fantasma del Coto de Cardaba me respaldaba. Creo que estaba llorando de
rabia:
-Esto
es una afrenta para todos los cistercienses- gritaba desde el fondo del abismo
de la serenidad inmarcesible aquel fantasmagórico oblato.
Dicen que todos los monasterios bernardos
cuentan con la protección especial de la Virgen a la cual están dedicados y
luego al morir siempre se queda un monje de guardia que vigila por la
observancia y pone dificultades a los que tratan de buscar a Dios por la vía
del conocimiento místico, y debió de ser este espíritu que se me ha aparecido
varias veces el que evitó profanaciones y allanamientos de morada. Debido a su
acción, el magnate Hearst se fue al garete, y, aunque luego su imperio volvió a
resurgir, nunca sobrepasará los límites de un emporio de papel cualesquiera. Me
ilustró con una serie de profecías a las que, por recato, no haré mención.
Baste decir que las cosas de Dios son así.
-
Con los americanos no hay quien pueda, padre - le dije
-
A ellos también les llegará su sanmartín - replicó.
Y
yo le pedía entonces que me asistiese con su inspiración para escribir una
crónica limpia y pungente contra aquella afrente al patrimonio sacrameniense.
Me miró con ojos enfierecidos y como diciendo”:
Lo más seguro es que sea así, pero ten en cuenta, hijo mío que ni el tiempo de
Dios ni sus caminos son los mismos que los humanos.
-
Ah, ya. Es otra clepsidra, otra arena, otra forma de contar.
Luego
me dijo que su nombre era Emilianus, pero que le llamaban Millán. Enfundando
las manos en las enromes mangas que le salían de la túnica y calandose la
cogulla despareció. Le he vuelto a ver mi querido Fray Millán múltiples veces y
en los lugares más inverosímiles. Su continente denota la paciencia benedictina,
y la parsimonia de un trapense, pero también sabe ser un buen dialéctico y
utilizar todos los recursos de la retórica. Había fallecido el año 1838 cuando
toda la comunidad se dispersó. Aunque
traspuso los umbrales de uno de los atrios, estoy seguro de que fray
Millán no debe de andar muy lejos. Le
conté mis aflicciones, pues me parecía que un señor nacido en Sahagún de
Campos, que junto con Arévalo y con
Cuéllar forman el triángulo de ese primoroso “románico de ladrillo”
tuviese tan poco apego a las cosas nuestras. Se estaba ya gestando el cambio de
la guardia y asomaba su deletéreo hocico el ciudadano González. Toda la
operación “gonzalista” se gestó al pié de los rascacielos. Fue precisamente el
inefable Felipe Maraña el que pidió a su tocayo el secretario general del PSOE
el que pidió a voz en grito que fuese desmontada la Prensa del Movimiento.
Perdoné, aunque no he olvidado tal incidente.
A pesar de todo, acudí en su compañía y la de su mujer a visitar los
Claustros y me dieron ganas de soltarle ante sus mismas barbas su desfachatez e
indecencia. “Pero, caray, Felipe, siendo tú de Sahagún de Campos y yo de cerca de Cuéllar no entiendo
tu postura iconoclasia”. Sin embargo, callé. Empezaba un tiempo de silencio y
de incomprensión. Era la hora de los arribistas. Su único ideario: “quítate tú
que quiero ponerme yo “.
Alguien
observaba mi postura noble y patriótica. El espectro de aquel cisterciense se
convirtió en mi ángel de la guarda y estuvo al quite en todas las tarascadas y
mordeduras de víboras españolas en que se había convertido el gallinero de la
multimedia. En realidad, un fondo de reptiles.
Quedé
algo reconfortado con su visita en aquel instante porque me parecía que todas
aquellas piedras estaban fuera de su lugar y que ni aquel calor bochornoso ni
la borrina que se alzaba de los humedales del Hudson poblado de quintas en sus
riberas y algunas embarcaciones de cabotaje era el que le correspondía. A un de
los ábsides le había atacado el mal de piedra.
Aquel
contacto con la realidad y a la vez con los espectros me marcó un poco para
toda la vida. Empecé a tener las ideas bastante claras acerca de lo que, no
tardando mucho, acabaría sucediendo, y parece que ser que todos aquellos
presentimientos negros que tuve aquella tarde a la vera del Hudson ante mis
propias “Ruinas de la Italia” se han ido cumpliendo una por una. Mari Carmen
había traído merienda y honré la hospitalidad de aquellos dos buenos amigos,
que, aunque no compartiéramos las mismas ideas, siempre seremos amigos. Hoy
Maraña, que entonces andaba un poco lampando y tenía todo ese fuego
inconformista de la juventud, es un importante cargo en el periodismo hispano,
de lo cual me huelgo, pero no cambiaría yo ninguno de sus avisados comentarios
sobre la guerra del Golfo, o la situación en los Balkanes, por la tortilla que
había preparado su mujer y que nos merendamos en un prado contiguo a la salida
de aquel recinto medieval.
Se
nos acercó una judía que se quedó con mi nariz de romano, pero yo aquella tarde
no estaba de buen humor y me despaché con unos cuantos alegatos en favor del
viejo mundo. Les dejé arreglando el mundo y me vine en el metro para mi oficina
donde escribí de un tirón aquel reportaje que tanto gustó. Lo mandé por
cablegrama y a las tres de la mañana, como estaba de Rodríguez en la Ciudad de
los Rascacielos, encaminé hacia un bar que había en la Tercera Avenida, que se
llamaba de “ Irish Rover” y traté de moderar la satisfacción que me embargaba
por aquel “scoop” con unos cuantos vasos de cerveza negra. Brindé a mi acompañante
sempiterno, Fray Millán:
-
A su salud, padre.
Y
yo que éste aprobaba con una sonrisa de pícara y haciendo un gesto con las
mangas de su hopalanda cisterciense aquella actitud de celebrar no sabemos el
qué. Chascó la lengua y luego sonó un
gaudeamus. No estaba tan abandonado ni
tan “ in partes infidélium” como yo llegue a suponer.
-
Te lo mereces. Lo has clavado. Ahora lo
que hace falta es que aquellos bodoques dejen de hacer el tonto vendiendoles
sus tesoros a precio de ganga a los norteamericanos. Tú sigue chascando la
tralla para meter en vereda al mulo.
Fray
Millán llevaba más razón que un santo, pero temo que, como tampoco a mí, le
hayan hecho demasiado caso. Mi fantasma particular y yo mismo pertenecemos a
una especie a extinguir, al igual que algunos funcionarios. Pero no seremos
nunca ni los primeros ni los últimos que se sienten consternado ante esa
dejadez atávica del papanatismo de nuestros días. Ya Quadrado prorrumpe en un
lamento profético al girar visita a Sacramenia, y tuvo la sensación de
desolación de la que fui yo partícipe al salir del museo neoyorquino. Dice el
escritor mallorquín. “Creí que, al salir de allí, escuché el lamento del Santo
Job recitando palabras melancólicas sobre la condición humana la cual no es más
que polvo. Si mañana me buscáis, ya no seré nada “.
Leopoldo
Torres Balbás, un historiador ilustre de la Historia del Arte, que estuvo en
Pecharromán hacia 1920, antes de que el monumento fuera vendido y dispersado,
hace una detallada descripción de la iglesia, con una longitud de 56 metros por
37. Las tres naves estaban separadas por pilares cruciformes, y las bóvedas
eran de plementería francesa. Se fija en los capiteles de las columnas, lisos,
con ábacos formados por un filete y una nacela. Los capiteles eran grandes y en
ellos se repetían motivos de decoración vegetal: piñas, tallos, algún helecho,
bolas y mallas. Separaba el muro de la nave central una fina imposta, con dos
gorjas invertidas entrefiletes. Se apreciaba la ornamentación de rosas. Todo el
recinto debió de someterse a una reforma en 1733, fecha que aparecía en una
talla de madera de San Bernardo que era de aquel año.
Aporta
Leopoldo Torres Balbás otro dato que corrobora lo tantas veces declarado aquí
del ascendiente musulmán que se aprecia en la mayor parte de todos estos
monumentos, lo que demuestra la propuesta de que el cister fue un elemento
aglutinante de pacificación y de fusión de las Tres Culturas, siempre a la
sombra de la Cruz como estímulo y nunca al revés, porque la religión de Jesús
ha sido la del perdón y la misericordia, cosa que no puede ser dicha de las
otras creencias mistéricas. Hoy muchos
investigadores obvian que bajo el estandarte verde del Profeta fueron cometidas
sarracinas -nunca mejor cuadra la palabra- y la Ley del Talión convierte al
judío en el pueblo de la buena memoria. El Dios del AT resulta contumazmente
vindicativo.
En
tiempos de los tres grandes reyes que tuvieron por nombre Alfonso(el Emperador,
el de las Navas de Tolosa, y el Sabio) se alcanzó una armonía inter racial
entre los tres pueblos que habitaban Castilla que resulta paradigmática y un
ejemplo de tolerancia a seguir en el futuro. Por desgracia, las Tres Culturas
que hoy intentan meternos por los ojos y de la que hacen apostolado los que han
sembrado de bombas el territorio de Kosovo fomentan la venganza, el
fundamentalismo y la regresión al cuadrado cero de los tiempos medievales. En
el fondo, lo que se está predicando de forma subliminal es la reconquista de
Europa al revés. Este planteamiento que enardece a los judíos de Norteamérica
no puede conducirnos a nada bueno. Supondrá un nuevo a volver a empezar de
cero.
Es,
poco más o menos, la pretensión esotérica de los cistercienses. Bajo su amparo
se cincelaron tantas catedrales, se buscó la quintaesencia y la piedra
filosofal no sólo a través del conocimiento místico sino también por medio de
los valores alquímicos. En ella todo está medido y tasada hasta las dimensiones
que debía tener una bodega. El vino no faltaba en ninguna casa de los monjes
frailes. Ellos enseñaron a la posteridad a cantar a la Virgen y a plantar
majuelos. El monasterio de Sacramenia se significó por su buenos caldos. Porque
la vid es vida, fuerza y lleva al conocimiento de la trascendencia. No se puede
dar de lado a este dato tan importancia porque los antiguos cristianos, quizás
debido al origen dionisiaco de la religión heredada de Roma que la “sangre de
Cristo” puede conducir al que pota a la divinidad inmanente y es fuente de
salud. Por eso mismo el vino no estuvo nunca prohibido en ningún monasterio.
Incluso, las observancias más severas, como la de los cartujos, y la de los
cistercienses reformados o trapenses permiten un vaso o dos a las comidas, para
hacer frente a los rigores del frío y a una dieta estrictamente vegetariana.
En
Sacramenia ha desparecido casi todo, pero quedan el rosetón de poniente con la
fachada de la iglesia y parte de la bodega horadada en una roca de la ladera.
Se
encuentran concomitancias con el Monasterio de Piedra, en Teruel, otra joya
cisterciense, y con la colegiata de Tudela en la labor de alfajor propiamente
morisca. Hay aspilleras y bóvedas en arista rematando un suelo levantado donde
se parecían los hoyos que otrora ocuparon las sepulturas visigóticas de piedra
labrada.
El
claustro, que también emigró con sus columnas gemelas y sus capiteles románicos
tan agradables a los sentidos, pero tan difíciles de interpretar ante los seres
monstruosos que despliegan y que eran
simbolismo habitual para el hombre de aquellos tiempos pero que para la mentalidad actual resultan
un intrincado galimatías de pesadilla, era el núcleo monástico por excelencia,
según revela la “Carta de Caridad para los Usos y costumbres de los
monasterios” redactado por el abad de Claraval.
Se
hallaba orientado hacia mediodía para que hubiese gran disponibilidad de luz.
Son fríos los inviernos por estas llanadas. La pieza claustral fue edificada en
tiempo posterior o sufrió alteraciones o reformas de la época plateresca. Así
lo revela el alfiz del arco ciego donde estaba situada la armariolum o
biblioteca de los códices.
El
cillero o granero, una especie de horreo de piedra, debió de ser la parte más
antigua, pero de sus dependencias no quedan trazas. Durante la guerra de la independencia
sirvieron de caballerizas para los jinetes de Juan Martín el empecinado.
La
sala capitular se conserva en Miami habilitada como museo. En uno de sus
ángulos había una ara de data muy antigua. Era un altar visigótico dentro del
iconostasio casi idéntica a la que yo alcancé a ver de niño en el cementerio
sotohontanero de San Gregorio y que ha desparecido misteriosamente. Sobre ella,
aparte e oficiarse la misa se depositaban los santos evangelios, que en los
monasterios mozárabes estaban expuestos la mayor parte del día después de la
misa del alba hasta el ultimo rayo del ocas y el abad o idumeo bendecía a la
congregación agarrando las tapas del texto sacro forrado en oro con un humeral.
Hay que hacer hincapié en que la costumbre de la bendición con el Santísimo
tenía su origen en esa practica. Asimismo, sobre el ara se tomaba juramento.
Cabe la sospecha de que Santa maría de Cardaba fuese una iglesia juradera, como
lo fueron San Pedro de Cardeña y Santa Gadea.
Solían
allí solemnemente los condes castellanos jurar los fueros y se llevaban a cabo
las solmenes vigilias de armas y la investidura de los caballeros andantes.
Pero también se leían sobre el ara las colaciones u homilías después del oficio
divino.
El
refectorio medía quince metros de largo por cinco de anchos. No era tan
aparatoso como el de Poblet, pero contaba con una cabida para poder allí
alrededor de quinientas personas. Durante la infesta del prandium o pitanza monacal se tenía por costumbre que un lector
leyese algo edificante desde una tribuna del lado que da a poniente cabe un
ventanal geminado.
Muy
austero debió de ser el régimen de vida cisterciense, según se desprende de la
lectura de “Apología a Guillermo” escrita por el santo fundador en 1225. Es una
critica demoledora de la suntuosidad y lujo benedictinos. Al propio tiempo, San
Bernardo estaba empeñado en hacer de Claraval una especie de segunda Roma.
Todas las casas cistercienses estaban fuertemente controladas por la casa
matriz, no se sometían al poder de los obispos ordinarios. Los abades eran
auténticos monarcas de sus demonios, aunque para todo tenían que pedir a
Claraval. No podían comprar ni vender, ni menos edificar a su libre albedrío.
Hasta las medidas de los cimientos debían de venir aprobadas por el Capítulo
General. Querían los cistercienses una unificación de todo el monacato, siguiendo
las pautas de los cristianos orientales. En la ortodoxia, por el contrario al
rito latino, donde son miríadas los hábitos y tocas de frailes y monjas, por
ese nefasto afán fundacional de los muchos santos que pueblan nuestras
hornacinas, no hay ordenes ni institutos religiosos. Sólo, monjes, que, al
profesar, se comprometen a la castidad, la pobreza, y obediencia; y popes o
curas seculares, pero en la Iglesia latina cada palo aguanta su vela, y cada
uno ha ido haciendo la guerra por su cuenta. Hemos querido rizar el rizo.
El drama personal de San Bernardo fue que no
pudo ver ningún fruto a la cruzada que él predicó, ni recabaría la meta por él
tan deseada de la unificación monástica. Ni camaldulenses, ni valdenses, ni
benedictinos, ni cartujos quisieron aceptar su disciplina. La solidez y
austeridad de sus principios es algo que se deja sentir también al contemplar
los muros, muchos casi derruídos, pero que aguantan el paso de los años, de sus
abadías. Al establecer el Cister, lo que quiso fue diseñar para siempre y de
una forma definitiva una Orden de Cristo, que es lo que significa en realidad.
Cisterciense viene a ser lo mismo que cristianense, aunque hay quien lo
relación con el sustantivo romano castra(campamento),
pero a nosotros el primero de los significados nos parece más distintivo,
precioso y preciso. A la muerte de del
maestre templario, Jacques de Molay, en 1314, los cistercienses portugueses de
Tomar empezarán a llamarse Hermanos de Jesucristo.
La
intima trabazón de los monjes blancos no ha sido bien delimitada y es un reto
que aguarda a los historiadores del mañana, porque es un parcela apasionante
que no cubre solamente el devenir de la Iglesia, sino la génesis misma de las
ideas estéticas de Occidente. El modelo que ellos encontraron y siguieron en
sus iglesias, que son verdaderos ribbats de sólidos fundamentos y con esa
obsesión tan suya por el seguimiento de la rueda solar y el culto al sol,
presente en los cantos del oficio divino a lo largo de las siete horas
canónicas, no ha caducado. Siguen siendo en realidad la prez de la Iglesia.
Ellos consiguieron el máximo esplendor del rito latino, pero, si bien se fija
uno, conserva algunos aspectos llegados de oriente.
Por
ejemplo, los templos bizantinos tenían todos cinco cúpulas y un campanario
exento. Los templarios conservan este aspecto en el que se alberga una
intención iniciática (en honor tal vez de las Cinco Llagas) y adoptan las
campanas, pero dentro del recinto. Así la originalidad de la iglesia del
monasterio de Cárdaba es haber seguido el patrón bizantino de las cinco
cúpulas, pero no vertical, sino en horizontal. En cinco testeros planos. El
número cinco vuelve a repetirse en otros enclaves cistercienses: el templo de
La Cabrera (Madrid), en Santa María de Azoque (Zamora), así como en las abadías
de Furness y The Fountains, en el norte de Inglaterra.
¿
Será casual esta curiosa homogeneidad? No lo sabemos. Lo que sí se puede decir
es que la cifra quíntuple se repite en el diseño de las plantas de Santa María
de Teverga(Asturias), en Leyre, en Almazán, y en Arbás del Puerto y en San Juan
de Lillo. Todos estos monumentos eran de factura mozárabe.
Según
mi leal saber y entender, los cistercienses no se propusieron sino la síntesis
de los francés y de lo español. El ábside liso y sin contrafuertes es una
aportación netamente visigótica. La bóveda de cañón y el arco de herradura que
pasa a ser luego de punto a medida que se van resolviendo problemas técnicos
sobre la marcha, ya estaba aquí. La leva de religiosos extranjeros traídos por Alfonso
VII de allende el pirineo se establece en valles escondidos donde previamente
había habido monjes de la laura mozárabe y es así como se lleva a cabo la
fusión. Sacramenia se caracteriza por
haber marcado ese punto de inflexión de adaptación a un tiempo nuevo.
Tal
constante donde mejor se observa es precisamente en la ruinas del cementerio de
Fuentesoto, que por fuera ofrece los rollizos muros visigóticos y por dentro
aparece un arco ojival en cuyos paramentos quedan restos de grafías góticas. Su
traza cuadrada por una parte recuerda el arte asturiano, pero el interior es
paladinamente cisterciense. He aquí un
enigma que no ha conseguido ser resuelto por los eruditos, pues aquí se empezó
a construir con bóveda de medio horno, pero luego se volteó en ojiva y lo que
quedó fue una bóveda en arista que ha resistido misteriosamente a la intemperie
de casi diez siglos sin una mala gotera.
El
camposanto a quien lo visita siempre parecerá un lugar mágico. Una mágica
telúrica arrastra a la vista hacia el cerro al que quieres llegar dejando a la
colación a tus pies pues Fuentesoto siempre me ha parecido un pueblo fantasmas,
hecho casi para creer en las Ánimas casi sin querer. La torre de San Gregorio
que lo vigila casi de arriba tiene una forma antropomorfita. Los ojos del
campanario y el aire de catedral o faldistorio de la configuración de la piedra
llegan a mostrarse a la imaginación como las de un gigante que se ha sentado
allá a descansar. Recuerda en parte las ruinas del castillo de Tomar, donde
está Cova de Iría, donde dice que se apareció la Virgen, paradero insólito, y
otra ubicación templaria. Aquellos castellanos que vivieron durante la gran
eclosión primaveral del siglo XII, cuando se nota un cambio de rumbo, habían
heredado de los romanos una tendencia ingénita a edificar siguiendo el viejo
instinto sincretista. Para conmemorar la victoria sobre e islam el rey Alfonso
Enríquez ofreció aquellos terrenos al patriarca de la orden cisterciense. El
mismo fue el que diseñó el encintando del cenobio del Castillo de Tomar como tampoco me cabe la menos duda de
que San Bernardo anduvo por estos terrenos. San Bernardo era un genio que se
adelantó a Leonardo, porque tenía profundos conocimientos no sólo de astronomía
y de matemáticas, de pintura y de geometría, como revelan algunos pasajes de su
obra tan apasionada y apasionante que han llegado hasta nosotros. Sabía de
Leyes y de Teología.
Pero
era tolerante y complaciente con sus profesos. En su “Carta de Caridad” lo
demuestra. Su pluma destila misericordia y comprensión hacia las flaquezas
humanas. Durante muchos siglos, en los monasterios cistercienses se vivía
bastante bien. Lo que demuestra que los jardines de María no son una utopía
inalcanzable, sino que pueden llegar a ser levantados y cultivados en medio de
este valle de lágrimas. Todo estribaba en la parsimonia de una vida sin
sobresaltos regida a golpes de campana, que discurría en parajes solitarios y
umbríos con mucha vegetación, y, sobre todo, se permitía hacer uso moderado del vino.
A los enfermos se les proporcionaba dietas
denominadas de alivio, basadas en lacticinios y a los enfermos se les solía
curar con vino. Esta bromatología, tan peculiar de la región cuyo estudio nos
ocupa en esta parte de la provincia de Segovia, estaba aun vigente hasta hace
pocos años. Lo sé por propia experiencia. Mi abuelo Benjamín curaba los
catarros y hasta las afecciones de la vista con un vino caliente que llamaba
sopillas. La tuberculosis y el reumatismo así como una afección medular o
mielosis (esta es la tierra de los
quebraos de espalda y las faenas del campo propician la aparición de las
hernias tan frecuentes y que derivan en lesiones oseas), a falta de otras
boticas más contundente pedían el vino de ribera como purga de benito. Fuera de eso, los frailes bernardos, pues
está constatado, eran grandes apotecarios e iniciados en la alquimia y conocían
la mayor parte de los secretos curativos de las hierbas medicinales, pues, como
decía Raimundo Lulio, no hay yerba que no tenga a sus propias estrellas que la empujen y la estén
diciendo a todas horas: crece. Gran parte de esta ciencia que yo he visto
guardada misteriosamente en los ojos de boticario y tarros de la farmacia de la
villa de Fuentidueña la sabían los monjes medievales al dedillo. Hoy está
perdida, pero, a no dudarlo, volverá a florecer, a no ser que la mano del
hombre siga empeñado mediante la acción deletérea de sus agresiones al medio
ambiente siga empeñado en hacer desaparecer a tantísimas especies de nuestra
flora autóctona.
A
pesar de sus críticas a la molicie de sus mentores benitos, nunca San Bernardo
privó del vino a sus hijos. Debía de saber bien lo que hacía, porque la sangre
de Cristo, hoy tan adulterada y que en España absurdamente se tiene en
menoscabo porque tanto abunda y la gente prefiere el infame botellín cervecero,
pura química, al traguillo de clarete.
Defroque se
llamaba en los antiguos a la herencia, constituida por las escasas
pertenencias, que lega un profeso al abandonar este mundo. Era costumbre
repartir entre los pobres algún tarro con medicamentos, los eucologios y
devocionarios, en ocasiones, algún cuaderno, los zapatos y la ropa interior. Es
la regla general: desnudos venimos y desnudos nos vamos al más allá. Tampoco de
ella se libran los monjes, aunque su constante contacto con la muerte y su
preparación a la vida futura, se las haga más llevadera, pues esta familiaridad
con la Huesuda es prerrogativa de cartujos y trapense. Esta esperanza en el más
allá hace que el tiempo se mida con arreglo a otros parámetros diferentes a los
que utilizamos en el siglo. Asimismo, es la razón por la cual muchos semblantes
sean alegres.
No
queda ni rastro. Polvo serás. Al visitar, año tras año, los escombros de lo que
fue uno de los jardines de la Virgen más esclarecidos en la tierra española, me
asalta esta palabra. Defroque es una razón de despojo que nos acerca a la
realidad inexorable y fatídica: el hombre es el único animal que sabe que ha de
morir. Todo es un defroque lento y
paulatino, que muda las cosas. Las ruinas de San Gregorio marcan un hito de
éxtasis ininterrumpido con sus sillares purificados por las lloviznas y los
vientos de un milenio. Alzadas sobre el somo parecen cantar el salmo de la
santa indiferencia y proclaman que han alcanzado la vía unitiva.
Son
el resultado de un despojo lento pero irreversible, el corolario del desasimiento de cuitas terrenales. A
Quadrado le dieron ganas de prorrumpir en el canto del “Dies Irae” y Torres
Balbás que hace la descubierta de estos escondidos parajes se pregunta
proféticamente, poco después de la primera guerra mundial, cuánto tiempo
tardarían en caer los muros de la iglesia sacrameniense pertinentemente
inventariada desde el punto de vista de su descripción arquitectónica en su
libro ya citado, en la que se incluyen valiosas fotografías del recinto
iniciático que hoy ya no se pueden obtener. A mí, en mi modestia de periodista
y de aficionado a estas cosas, también me pervade esa sensación elegíaca.
Esa
sensación de pigricia y abandono me dice
que nada es duradero ni permanente. No somos más que flor de un día, verdura de
las eras. El primer tuvo en la colina del Calvario lugar un viernes santo,
cuando los soldados romanos se jugaron a la taba la túnica inconsútil del
Salvador, verdadero origen del culto a las reliquias. Lo demás es una historia
repetida. Ha cundido el ejemplo, porque el odio o la desprevención hacia todo
lo relacionado con Cristo es en nuestros días de reforma positivista casi un
imperativo categórico. Ninguno nos quedamos aquí, afortunadamente, para
simiente. Puede que de esta forma el
Señor esté castigando nuestra soberbia, sin embargo, la desolación ante estos
pingajos que otrora fueron muro solemne y compacto, valladar de contención
contra las arremetidas del infiel y pebetero iluminado por la plegaria de
tantas almas consagradas a Dios se vuelve rabia ante la incuria de un pueblo
que ha querido volver la espalda a su pasado, dejando que otros lo manipulen y
tergiversen a su antojo. Alma arriba se me sube la tristeza que pronto se
transforma en bilis. Me parte las carnes y arponea mi conciencia en este verano
último del segundo milenio.
Del
noveno centenario del Cid, que amó esta tierra, que era fundo de su querido
monasterio de Cardeña, nadie quiere saber nada. Si Larra dijo que habría que
candar su sepulcro con siete cerrojos, tal objetivo fue conseguido con creces.
Los historiadores ingleses escriben barbaridades sobre su persona, señalando
que fue una invención del franquismo, y por propalar tales injurias se menciona
a los ínclitos para los premios Príncipe de Asturias. Clausurada la tumba del
Campeador, pondrás las crónicas del revés. Recuerdo con horror cómo, hace dos
años, fui a visitarla. Me tocó con un grupo de turistas vascos. Uno de ellos,
ni corto ni perezoso, a la vista de la despampanante escultura del apóstol
Santiago que corona la entrada del cenobio cardenense, no se le ocurrió otra
cosa que escupir a la efigie del matamoros y ante la lauda sepulcral todo
fueron risas y apostrofes acerca de la Tizona, de Doña Jimena, etc. Estuve a pique de enfrentarme a aquellos
várdulos con pinta de energúmenos, pero preferí entonar un responso mudo por
los huesos de los doscientos religiosos que perecieron allí un seis de agosto a
manos de los amigos de aquellos bilbaínos que tantas pestes echaron durante lo
que duró la visita contra Don Rodrigo. Oficiando de cicerone un frailecillo
desgreñado y con cara de sueño, al que le asomaban unos pantalones de franela
por debajo de la túnica blanca, tampoco tuvo arrestos para llamarles la
atención. ¡ Dios, ¡qué buen vasallo, si “oviese” buen señor!
Pero
ese viene a ser el destino crucificado de los que han sentido en sus venas la
pasión de España y la han querido amar inteligentemente. Siempre tienen que venir los Cien Mil Hijos
de San Luis a arruinar la parva. Agora no son los infames afrancesados, son los
hijos de Julián Marías los que vigilan el cotarro. Del Campeador sólo se
acuerdan de él para echarnos tierra a los ojos o para manchar de ignominia su
memoria. Y en este caso no sol los cien mil hijos de San Luis ni los de Julián
Marías, sino los de Raquel y Vidas, aquellos dos hebreos a los que engañó
llenado dos cofres de arena para saldar una cuenta. Debe de ser que todavía le
duele la triquiñuela. ¿Y qué pasa? Por una vez que el castellano engañara a los
judíos, éstos lo engañaron siempre, porque en aquellos años del reinado de
Alfonso VI los judíos bailaban a dos aguas, financiando las campañas unas veces
de moros y otras de judíos y el Cid era
un mozárabe, no un mercenario, como quiere demostrar ese tal José Luis Martín,
que por decir una tontería lo han nombrado catedrático de Salamanca. Pero esto
no es más que la conciencia herida de Raquel y Vida que demanda. Al Campeador
no lo perdona y ahora lo queman en efigie por haber ido por libre. Conque
todavía estaremos pagando la deuda de la pesada broma de los dos baúles
cargados de arena. Va a seguir durante mucho tiempo el expolio.
En
1996, con motivo de las fiestas patronales de Fuentesoto, para honrar la
memoria de San Vicente patrono de la ermita de su nombre y uno de los restos
románicos que, debidamente reparados, han quedado para guardar la memoria de lo
que fue el famoso monasterio de Sacramenia, en cuyos predios estaban inscrito
todo el valle, desde el hontanar, donde nace la fuente, hasta los muros
sagrados sacramenienses, pronuncié el siguiente
pregón:
“Sr.
Presidente de la Asociación e vecinos y amigos de San Vicente, Sr. Alcalde, y
concejales, entre los que tengo un amigo, Constantino de Frutos, amigo del alma
- falta otro, Gregorio, pero éste se nos ha ido a fumarse su caldo de gallina
al Cielo, desde allí nos estaría viendo, pues a él dirijo este emocionado
memento. Gente de este pueblo, locales y forasteros. Esta tarde todos nos
sentimos sotohontaneros. Porque notamos que en verdad pertenecemos a este pueblo,
Fuentesoto, donde parece que hasta las piedras rezan.
Os
llamo sotohontaneros aunque es posible que el gentilicio no lo encontréis en
los diccionarios. Es de raíz latina. Soto viene de subter, lo que está debajo,
por oposición a somo, o summus, la cima que corona. Y de fons que da por
evolución de la f en h, como hontana y fontana, fontanar y hontanar. Es para mí
un orgullo dirigirme a vosotros por medio de este pregón en día tan señalado,
en esta hermosa tarde de agosto, cuando honramos la memoria del Dr. Melifluo,
esto es: San Bernardo, el gran cantor de la Virgen, el impulsor de su culto el
fundador de los monjes blancos del cister. También predicó la segunda cruzada y
fue un entusiasta del culto de las reliquias o de la devoción a los mártires.
Exponente máximo de esa devoción era San Vicente, el primer convento que funda
él en Roma se llama con ese nombre, igual que la de vuestra ermita que se alza
en los huertos de abajo.
Cuentan
las crónicas que el famoso abad borgoñón, el cual a lo largo de sus 63 años de
vida(1.090- 1.153) erigió más de un centenar de lauras cenobíticas diseminadas
por la geografía de Europa, estaba en Roma cuando llegó la delegación del rey
de Castilla, Alfonso VII, presidida por el monarca en persona. Ambos se
entrevistan en el monasterio de San Vicente el primero que fundara Bernardo de
Claraval en la Ciudad Eterna. Corría el año 1.141. Era un 3o de enero.
El
rey de Castilla, el hijo de doña Urraca y casado con doña Berenguela que reinó
de 1.123 hasta 1.157 quería perpetuar la memoria de su victoria sobre las
huestes de la Media Luna en Jaén, un triunfo que la tropa cristiana atribuyó a
un milagro de San Vicente obispo y mártir, uno de los sucesores de San Segundo,
cuyo nombre figuraba a su vez entre los Siete Varones Apostólicos enviado por
San Pablo a evangelizar la Península Ibérica. Con tal fin ofreció el monarca a
ll papa unos terrenos sitos en el señorío de Sacramenia y, dependientes de san
Pedro de Cardeña y en cuyas cuevas desde tiempo inmemorial había habido monjes.
Este
santo muere decapitado después de ser
sometido a la tortura del potro el año de gracia de 304 por mandato del
prefecto Daciano de la ciudad de Ávila durante las persecuciones de
Diocleciano, la más sangrienta de las nueve persecuciones romanas que registra
la historia entre las padecidas por los seguidores del galileo. Recibió la
palma del triunfo por defender la fe de Jesús en compañía de sus hermanas
Sabina y Cristeta, dicen los martirologios, aunque, según las averiguaciones de
mi propia cosecha, ambas bien pudieran ser la esposa y la hija del mismo
mártir. En el siglo IV no privaban aun las disposiciones sobre celibato para
los ordenados” in sacris”.
Los
que hayáis estado en Avila, la de los cantos y la de los santos, habréis podido
admirar esa joya del arte románico que se llama Basílica de los Santos
Mártires, construida por un judío converso en el lugar donde fueron decapitados
Vicente, Sabina y Cristeta.
Durante
la Edad Media. Y en el rito hispano-visigótico o mozárabe, así se colige de lo
que ponen diversos cartularios, misales y libros de horas por mí consultados,
se les tributaba culto propio en las diócesis de la Tarraconense el 27 de
octubre. Su nombre figuraba en el canon de la misa gregoriana hasta el siglo
XII, cuando se impone coercitivamente el módulo de liturgia romana, quedando
como excepción a este rescripto papal que proclamaba la universalidad de la
modalidad lateranense para todo el occidente ((elrito ambrosiano y el hibernés
fueron apartados al igual que el mozárabe) quedando como excepción algunos juraderos o basílicas de fuero erigidas para
sepulcro de la realeza, como, por ejemplo, la catedral de Toledo, la iglesia de
Sta Gadea de Brugos, allí donde el Cid, aquel castellano leal, comete la osadía
de tomar juramento a su propio rey - Alfonso no se lo llegó a perdonar jamás- o
San Vicente de Bueno, cerca de Briviesca, verdadero antemural de la fe
ortodoxa, que guarda una tradición de hermosa leyenda fronteriza: la de Santa
Casilda, hija de Almamún de Toledo, a quien los panes que llevaba para
alimentar a los prisioneros cristianos en las mazmorras de su padre se le
convirtieron en rosas, caso prodigioso del cual no me es lícito extenderme en
este momento, en gracia a la brevedad.
Luego
Cisneros remataría este anhelo por suprimir las diferencias regionales que
siempre ha tenido Roma en su trayectoria globalizadora. Hogaño, la misa
mozárabe sólo se celebra en la catedral de Toledo y durante las grandes fechas
en San Isidoro de León.
Aquí
es donde la historia se confunde, entrevera, y nos deja colgados sobre el
precipicio de las lucubraciones y del supuesto. Estamos ante un galimatías,
queridos sotohontaneros. ¿A qué santo nos encomendamos o qué santo ponemos? ¿A
San Vicente obispo de ÁVila de los Caballeros, al que el poeta Prudencia canta en
versos inolvidables, por la constancia en la fe, por su impasibilidad ante el
tormento, pues después de sufrir el garfio, el potro y el fuego, fue
descuartizado vivo y su cuerpo arrojado a los perros por orden de Daciano,
pretor del Emperador Diocleciano, quien a su vez preconizó la ultima de las
persecuciones, la más sanguinaria de todas? ¿O fue San Vicente diacono y
coadjutor de San Valero de Zaragoza y que recibió el lauro del martirio en la
ciudad de Valencia durante la misma persecución y en las misma fechas que el
obispo abulense el año 304 de la Era de Gracia?
La
hermosa tradición católica está a veces salpimentada de ucronías y de
nebulosas. Guara silencio ante lo que más importa desde el punto de vista de la
curiosidad anecdótica, aunque el depósito de la fe, la fe del pueblo, no por
los pormenores padezca merma, ya que permanecerás incólume y firme en sus
esenios en el devenir del tiempo. Así nos lo garantizan los Evangelios. Cristo
no podrá fallar a sus promesas.
Veamos.
Como
no quiero aburriros ni llenaros la cabeza de cifras y de datos de vetustos
cronicones, os voy a contar un caso que ocurrió por estos pagos durante una de
las guerras carlistas.
El
personal andaba algo revuelto y segado en bandos, cosa que, por lo demás nada
tiene de particular porque de suyo los sotohontaneros le tienen ley a las
banderías y facciones. Siempre fue así en Castilla la Vieja. Y unos eran
partidarios de don Juan. Otros, de Don Manuel.
Llegaban las elecciones, había palos, pero los comicios no despejaban la
incógnita. No salía alcalde. No había forma. Cuando hete aquí que teníamos en
Fuentesoto un sacristán, por nombre Felines, que era un vivales. Se las sabía
todas. Ayudaba a un cura, llamado Sisenando, quien tampoco le iba a la zaga. Un
día concertarán ambos una artimaña para deshacer aquel empate de las votaciones
y los pucherazos.
-
Mire, Don Sisenando, aquí vamos a hacer una cosa. Ya va siendo hora de que haya
alguien que mande.
-
Tú me dirás, Felines.
-
Es muy sencillo. Se trata de lo siguiente: pedir parecer al Santo Cristo, ése
que sacamos en la procesión del Encuentro la mañana de Sábado Santo. Le
decimos: “Divino redentor nuestro. No tenemos alcalde y este pueblo se pierde.
Muestranos tu voluntad. Tú nos dirás a quien designas.
-
Eso es pecado de vana presunción, una ordalía. No tenemos que tentar a Dios.
Jesucristo no quiso nunca meterse en política.
-
Aguarde, Sr. Cura, que los tiros van por ahí, pero no es así la cosa. Nosotros
hacemos como que pedimos parecer y consultamos el oráculo divino. Sin embargo,
como Él también nos enseñó a ser cándidos como palomas y astutos como
serpientes, y, como ya decía San Ignacio que el fin justifica los medios,
hacemos un simulacro, pero en realidad serán nuestras inteligencias lo que
maquinan todo mediante una pantomima. Se van a quedar muchos que nos les llegue
la camisa al cuerpo.
-
Sé por donde vas, pero no se puede hacer. Es un sacrilegio. No y no, y no.
Era
testarudo el sacristán, y tanto le dio guerra al buen párroco que al fin “Don
Sise” consintió en someterse a la ardid urdida por Felines. Se trataba de
colocar sendas cuerdas a cada mano del cristo venerable para que, en un momento
y ante la interpelación del sacerdote, alzase la mano cuando se le nombrase el
candidato designado de los dos. Así quedaría deshecho el empate electoral. Así
podríamos tener alcalde.
-
Mire, don Sisenando. Vamos a hacer lo que cumple. Usted se reviste con alba y
estola, se pone a la cintura el cíngulo de oro de las cajoneras, se echa la
capa la pluvial a los hombros. Mientras tanto, yo toco las campanas y convoco
al pueblo para que vengan a presenciar el “milagro”. Atamos una cuerda a cada
mano de la imagen, una para Don Juan y otra para Don Manuel. Usted canta lo que
sepa o responsea, que eso se le da bien. Yo me escondo detrás del retablo y me
acurruco en una tronera y cuando usted pregunte al cristo por el nombre del
candidato, que ha de ser Don Juan, que para eso es un tío muy de derechas y de
confianza, más que Don Manuel, que es un vaina y ha abierto en diez años siete
tabernas, yo, zas, tiro de la cuerda.
-
Bueno, Felines. Haremos como te parezca, pero vaya por delante que a mí no me
gusta esta treta. No quieras meterme en líos.
-¿
Y qué? ¿ No eligen papa los cardenales con una estufa que fuma humo blanco y
queman allí todas las papeletas? Pues nosotros vamos a elegir alcalde tirando
de una cuerda. Aquello es política y esto es política. Todo en la vida no es
más que política.
Conque
un domingo por la mañana tocan a misa. Acude el pueblo en peso. Pasados los
kiries, el celebrante regresa a la sacristía para cambiar la casulla por la
capa pluvial como en las rogativas. Cunde la voz de que Don Sisenando va a
hacer un exorcismo.
Entona
el” Veni Creator”, invoca al spiritu Santo, hace una pausa. La expectación
crece y hasta se oye el volar de las moscas. El Felines estaba oculto en su
escondite detrás de la hornacina de San Pedro. Era menguado de carnes y cabía.
Casi estaba muerto de risa cuando el cura acometió la interpelación solemne con
su enorme vozarrón de rabadán de las breñas.
-
Santo Cristo del Milagro, - clamó - coadyúvanos en este aprieto, concierta las
paces en este pueblo. ¿A quién elegimos alcalde? Hemos colocado una vara en
cada uno de tus divinos gracias. Respóndenos, Cristo Muerto.
Pero
el Nazareno, quieto.
Volvió
a exorar el preste con voz todavía más campanuda:
-
Dínos, Señor, ¿a quién? ¿A Don Juan o a Don Manuel?
La
imagen no se movía. En los bancos crecía la expectación y la inquietud. Y otra
vez imprecó el bueno de Sisenando el favor de la iluminación celeste, y nada.
Cuando de allá a un poco salta la voz angustiada del Felines, que se había
hecho un lío con las riendas colgadas a las extremidades superiores de la
estatua yacente.
-
Pues ni a Don Juan ni a Don Manuel, que se me quebró el cordel.
Este
pregonero esta tarde, sin ánimo de entrar en polémica, ni de ofender a nadie, y
después de sopesar los pros y los contras de la cuestión, sobre la que escribí
yo hace muchos años un reportaje cuando hacía mis primeros pinitos en
periodismo, y luego me emocioné cuando en Nueva York y Miami pasé por los
claustros que miran al Hudson y al parque nacional de Everglades con el mismo
señorío despampanante con que miran para
nosotros esos muros de la torre del cementerio, antiguo templo miguelino,
augusto gremial de paz y de silencio en el páramo de ese somo al cual los
sotohontaneros nunca hemos de perder de vista porque es hito de advertencia
acerca de la vanidad de las cosas humanas y de la brevedad de la vida, se
inclina por el parecer de que el San Vicente de ahí en eso, el de nuestra
ermita, que está entronizado con su báculo y su anillo de obispo y sendos dedos
alzados para el “benedícite” guarda relación con el mártir castellano. No con
el aragonés. Con el Vicente obispo, no con el diacono de San Valero.
Y,
como no me gusta dejar las cosas en el aire, y soy de formación algo
escolástica, voy a tratar de demostrarlo.
Si
os fijáis en uno de los capiteles de nuestra ermita cisterciense que
resplandecen por las hermosura y virginidad de la piedra toba que parecen haber
salido de las manos del cantero ayer cuando han pasado ya más de ocho siglos,
os fijaréis en una de cabeza de obispo, ataviado de pontifical (capa con
broches, mitra, mocasines, anillo y báculo estevado, y los dos dedos de la mano
diestra que bendicen al concurso enguantados en su quiroteca. Es casi el único
motivo religioso dentro de esta surtida representación de flores y animales
mitológicos de origen pagano. La figura de San Vicente emerge en el seno de una
decoración ficoidea exuberante, dentro de un casalicio formado por ramas de
palma. Se trata, pues, de un obispo y de un mártir. el artista quiso dejar
estampada en la piedra la personalidad del homenajeado en este ara diciendonos
que había alcanzado la plenitud del sacerdote por los atributos con que lo representa.
Esa fue a mi criterio la intención del artista que esculpió las tallas de los
cimacios del arco del ábside. Debajo de la tosquedad e ingenuidad de su cincel
late un espíritu cargado de simbología.
Alfonso
VII, el mentor que auspicia esta fundación en la “domus monástica “
sacrameniense nació y se crió en Ávila. A sus expensas se acometió la obra de
la catedral así como esa capilla del arte románico que es la basílica de San
Vicente y también fue este rey el que hizo la donación de Sacramenia al cister.
Alfonso VII el emperador era devoto de los Santos mártires. Sin embargo, el
primer convento que funda san Bernardo en Roma lo pone bajo la advocación del
otro San Vicente, el oscense. Hay una interpolación de nomenclaturas.
Por
otro lado, conviene meterse en la mentalidad del hombre que habitaba estos
tesos por aquellos tiempos del Terror Milenarista, cuando todos creían que el
mundo se iba a acabar el último día de diciembre del año 999, un guarismo que
representa la inversión de la cifra conocida por los hermeneutas como de la
terminación del mundo. El número innombrable e irrepetible. Estaban en un
equívoco, porque la Misericordia de Dios prevalece sobre la incertidumbre y las
trapacerías agoreras y otras iniquidades de los hombres y el sol siguió luciendo.
No
se puede entender la fe del hombre medieval sin el culto a las reliquias. La
vida era corta y azarosa, plagada de enfermedades, abandonos, despotismos,
arbitrariedades e injusticias. Los cristianos se aferraban a las reliquias de
los santos como talismán de protección, como salvoconducto y baluarte contra
las embestidas del infortunio. La seguridad estaba poco garantizada debido no
sólo a la razzias o campañas militares agarenas de primavera, sino a las pugnas
internecinas entre los propios cristianos. Porque Castilla era entonces(y aquí
radique tal vez su principal defecto) un reino de taifas. La gente iba de acá
para allá con la casa a cuestas con los huesos de sus santos al hombro, como en
la famosa novela del griego Nikos Kazantakis. Es una costumbre oriental que los
griegos habían copiado de la iglesia de las Catacumbas. Es una parte ahora
indispensable del dogma de la comunión de los santos. Dios accede a las
suplicas de la Iglesia militante en atención a los méritos de la Sangre del
Salvador y de los bienaventurados que le honran en la Iglesia triunfante.
Tanto
es así que únicamente se permitía celebrar la misa en aquellas aras que
contasen con los despojos benditos de
algún confesor de la fe. Esta es la parte principal del Santo Sacrificio de la
Misa después de la anáfora o canon. Se denominaba antímnesis o recordación.
Estos altares purificados con el testimonio de los que dieron la vida por la fe
abonan la famosa tesis de Tertuliano:”La sangre de los mártires será semilla de
cristianos”
El
“Cronicón Bruguense” señala que un seis de agosto del año 1002 moría en
Medinaceli “siendo sepultado en los infiernos el caudillo Almánzor”, al
cumplirse un año justo de haber llevado la ultima de sus más de un centenar de
incursiones devastadoras contra el Norte.
Porque hasta cincuenta y dos de ellas le computan los cronistas. En una
arrasa la catedral de León, en otra siembra la desolación y tala las vegas de
Aranda, en otra derruye el acueducto de Segovia y entra a saco en el monasterio
de Cardeña donde 206 monjes fueron pasados a cuchillos. Cada año en la fiesta
de la Transfiguración, mana sangre roja de la fuente claustral. Cuando se
abatieron las hordas sarracenas sobre Avila, sus moradores huyeron despavoridos
en todas las direcciones, llevando consigo y como única defensa las reliquias
de los mártires, Vicente, Sabina y Cristeta pero el flujo fundamental corrió
hacia tierras burgalesas. En el páramo o al abrigo de las montañas encuentran
refugio. Buscan los riscos y los yermos como el de Buezo o las parameras como
éstas y en uno de cuyos valles nos encontramos nosotros esta tarde.
El
poema de “Fernán González “ refiriendose a aquellos días de afrenta y
desolación bajo el yugo fundamentalista del Islam intercala la siguiente
estrofa:
“... Tomaron
las reliquias, todas las que hubieron,
alçaronse en Castiella, assy la
defendieron “
Que
la torre de esta iglesia de San Gregorio del cerro a nuestra izquierda pudiera
haber sido objeto de una de las 52 incursiones muslímicas del sarraceno el año
1000 es una historia más que probable. Tienen esos muros santos de nuestra
colación todos los visos de ser un “ribbat”o castillo. La torre en realidad es
una atalaya. Se trata sin duda de un templo prerrománico del tiempo visigótico,
coetáneo de San Miguel de Lillo, San Julián de los Prados, de Santa María del
Naranco o de Santa Cristina de Lena. La bóveda se trae un aire con la de la
cripta de San Isidoro de León. Todas ellas son iglesias de traza cuadrada,
lisas y sin vanos. Antes del cristianismo quizás hubiese en ese somo un templo
a alguna deidad romana, incluso vaccea, ya que el aspecto es el de un castro
celtíbero. En cualquier caso, ahí está la espadaña señera, su veleta enmohecida
que tanto sabe de los vientos que han soplado sobre nosotros. Pudiera ser el
cálamo que trazase la historia nuestra y de nuestros antepasados en todas las
direcciones. Sobre su aguja quedan todos los colores del espectro y permanece
vigilante velando por la memoria y la paz eterna de los ancestros, testigo mudo
y perenne de la vida en el valle que discurre con la alegría e inconsciencia de
ese arroyo de aguas bravas que mana de nuestra fuente.
Si
es importante la figura señera de Alfonso el Emperador es porque su reinado
representa un oasis de paz y de bonanza en medio de la confusión dentro de los
crudérrimos albores del castellano solar. Es el monarca de la Tres Culturas con
pleno derecho y en el sentido estricto, no en el laxo que se quiere dar ahora a
esta palabra, ya que la Cruz en la cual creía y por la que murieron tantos debe
ser el faro y la guía de la ley del amor, que tolere, pero nunca se compare de
igual a igual con la Media Luna o el Candelabro Mosaico. Porque es el rey de
las Tres Culturas bajo la Cruz de la Victoria se hace coronar en Toledo donde
funda la Escuela de Traductores que luego sería ampliada por su biznieto,
Alfonso X. Fomenta la tolerancia para con moros y con judíos. Perdona y
repuebla las tierras arrasadas por las invasiones del sur, rotura los campos y
los limpia de malhechores y de bandidos. Es sobre todo el primer gran impulsor
de las peregrinaciones jacobeas.
En
defensa de los peregrinos instituye las ordenes militares que abren casas y
castillos a lo largo de todo el camino francés. Son los Hermanos Hospitalarios
de Calatrava, fundados por un cisterciense, el abad Veremundo de Fitero.
Protege a los judíos y, pasado el furor fundamentalista sarraceno, instituye y
dona, por todos los confines, monasterios. Su presencia irrumpe cual vaharada
de aire fresco en un ambiente cargado y tenebroso como es el del siglo XI.
Pero, sobre todo, es el Rey del Románico. Europa se llena de una serie de
construcciones religiosas de apariencia
ciclópea, como si los muros de estas iglesias intentaran hundir sus raíces en
la tierra a la búsqueda de la profundidad de los misterios divinos, pero de una
armonía de líneas y de un candor que sugiere u enerva, y que no ha sido todavía
en arte mejorado por ninguna otra escuela o tendencia. Se trata de un mundo
iniciático, mágico, didáctico y terapéutico, labrado por rudos canteros
analfabetos pero que parecían hallarse en posesión de la piedra filosofal
alquímica muchas de cuyas claves de interpretación se han perdido. Como, por
ejemplo, los seres tetra mórficos y las arpías, esfinges, aguilas colosales,
helechos que adornan los arcos abocinados y se incrustan con mirada profunda y
un si es nos burlona sobre las ventanas telescópicas. Las bóvedas de cañón
ofrecen maravillosa contra acústica, y mediante una disposición de
ortofonía en las rendijas o huras de las
paredes se realzaba la voz de los cantores y los predicadores no habían
necesidad de micrófonos porque tenían a su alcance la mejor disposición sonora.
Por el oído entre la fe y ciertamente en este tipo de templos románicos es el
sentido que más vale. Los interiores en
penumbra permitían en cambio la contemplación de los frescos que adornaban las
paredes.
El
monasterio es el paso siguiente a la antigua “domus áurea” y la mansión de los
fundos latinos, emplazados sobre lugares estratégicos, oreados, y con una querencia
de salvaguarda de los malos espíritus o demonios familiares. Era importante que
el lugar elegido para cada fundo gozase de aguas salutíferas y de aires
benéficos. Cumplía el papel que hoy se asigna a las ciudades, que son centro de
poderes y de saberes. El cister, por eso mismo, es más que una orden
eclesiástica; se trata de una auténtico proyecto de futuro, una nueva forma de
conocimiento y de acercamiento a Dios, a través de los libros, de la razón, y
de la observación de los fenómenos naturales. Aquellos monjes practicaban la
alquimia y sabían mucho de plantas medicinales.
¡Increíble,
pero cierto! La cruz ochavada de los claveros de Calatrava, Santiago, Alcántara
, Avis, constituye el símbolo de un mundo nuevo, que galvaniza a la catolicidad
en un salto adelante, un programa de vida que rompa con esquemas antiguos. Se
dilatan los campos del conocimiento. Cambia la escritura. Cambia el culto.
Mudan las costumbres. Salamanca, Palencia, la Sorbona, son emporios de la
ciencia empírica y de la escolástica y constituyen el signo catalizador, o
revolución innovadora, que supone el románico.
Y
ello acontece gracias al cister y a las órdenes militares, establecidas bajo un
mismo régimen, la “Carta de Caridad” promulgada por San Bernardo en 1.118.
Habían fracasado la primera y la segunda cruzada, predicada por él, pero
triunfa su mística traída desde oriente por los Monjes de la Cruz, en sus dos
ramas: la activa de San Veremenundo de Fitero, y la contemplativa de
cistercienses y trapenses.
Precisamente
fue ese gran emperador de Castilla, al que tanto debemos nosotros porque
resultó el fundador de nuestro pueblo, quien establece los Fueros de Calatrava
los frailes soldados que llevaban al pecho una cruz ochavada. ¿Por qué ocho
puntas? Porque el ocho era el número áureo, el número de la beatitud. En todas
las fundaciones se esculpe en alguna ménsula o en aquel otro modillón el citado
guarismo. Es la insignia que cierra el círculo. Ocho puntas tiene la estrella
de David, y el ocho es múltiplo de doce, el ritmo de la creación, cuaternario,
como el de los logaritmos. Hay doce apóstoles, doce planetas, doce meses del
año, doce lunaciones, doce profetas. Si se multiplica doce por dos, nos salen
los Caballeros Veinticuatro de las leyendas artúricas. Con ocho más nos da el
número de gremiales que había de tener un coro catedralicio.
Europa
entera, como si inundada de entusiasmo, se pusiera en movimiento con el
proyecto de un objetivo común, se lanza al camino de la estrella. Quiere saber
y ser sanado. Es como , por así decirlo, y salvando las distancias, saltar de
la rueda celta y del arado de Cantalejo al Internet sin solución de
continuidad, sin pasar por Venta de Baños y haber necesidad de peaje. Ese
invento de Bill Gates, que ha revolucionado nuestras vidas en poco menos dos
lustros a esta parte se basa en los conjuntos binario de los misteriosos monjes
de origen cisterciense. Había habido un papa, Silvestre II que en los albores
del año mil había descubierto una cabeza parlante capaz de contestar sí o no a
cualquier pregunta, pero parece ser que la maquina de los templarios se
aproximaba a lo que hoy llamamos ordenador, basada por de sobre en la dualidad matemática; sólo
que sus movimientos los cifra en octavos, en lugar de dos.
Pese
a todo, la más valiosa aportación de tales religiosos a la civilización no son
los descubrimientos técnicos y científicos que aportan desde el claustro
sedentario sino un movimiento de espiritualidad basado en el triunfo y
exaltación de la cruz de Cristo. El hallazgo del arco rebajado y la bóveda de
cañón es nada comparado con el resurgir del espíritu cristiano, basado en la
tolerancia, la paciencia, el amor al trabajo, la alegría de vivir y el perdón.
Las otras dos religiones monoteístas, que nunca predicaron la renuncia a los
apetitos y bajos instintos, nunca podrán jactarse de todas esas consecuciones
tecnológicas. Por eso, hoy muchos países islámicos siguen en la Edad de Piedra.
Esa
es un poco la clave del impulso civilizador que e opera a mediados del siglo
duodécimo. Y es ese mismo espíritu solidario, tolerante, alegre, con esa
elegancia a la vez llaneza con que saben hacer las cosas los de Fuentesoto que
renacen las fiestas de San Vicente, perdidas hace tiempo y recuperadas
felizmente, como la ermita que recatasteis de las garras de la muerte, porque
se había convertido en un muladar, merced a vuestro tesón. Yo me emocioné hace
un par de años cuando bajé en las compañía de Constantino de Frutos y la vimos
adecentada, encalada, enlucidas las paredes de color salmón, y con ese aspecto rojizo
que tienen las tierras del páramo, y reformada primorosamente. casi lloré. Le
dije a mi amigo Constantino de muchos años, que tanto ha trabajado por el
progreso de Fuentesoto estas palabras:
-
Constantino, haces honor al nombre que te precede. Tienes, en verdad, maneras
de emperador “et in hoc signo vences”.
Los
dos adoramos la cruz recién restituida ante el altar. Nos pareció que sobre el
valle se perfilaba la que apareció en Puente Milvio el año 312.
En
un tiempo en el que, nadando en la abundancia de bienes materiales y de cierta
prosperidad como la hubo pocas veces, aunque pendan sobre nuestras cabezas los
problemas del paro obrero, la eventual desintegración de la España de las
autonomías en taifas, y que este país se ha convertido en una especie de asilo
de mayores, donde las gentes se pasan el santo día en la tasca jugando al tute,
a la brisca y al dominó, o apoltronadas ante el televisor, cuando parece que la
nación ha perdido el fuelle y se ha convertido en una catasta, un mentidero y
una tribuna de reivindicaciones pasivas, y mira para las cosas que
verdaderamente para las cosas que tienen trascendencia y son nuestras como
quien oye llover, porque nos hemos vuelto cicateros de ahí nos las den todas, y
estamos en una actitud de acecho y de reserva de agachar la cabeza y a cobrar,
existe una gran soledad e incomunicación. Los demonios familiares hacen acto de
presencia por el somo. Todos vivimos físicamente encima unos de otros, pero
alejados en espíritu. Formamos una especie de “islas flotantes”, témpanos de
hielo arrastrado hacia la marisma cada uno encastillado en su propio iceberg y
atento a su trayectoria. Si alguien cruza en nuestro camino, arremetemos.
Cuando se predica la solidaridad por todas partes nunca hemos sido tan
inconsiderados para los que están cerca, aunque nos desbordemos en ayuda
humanitaria para con los que están lejos. De tejas abajo runde la envidia y la
maledicencia. Para los forasteros manda la regla del quijotismo y las
donaciones generosas para Bosnia, Kosovo o los terremotos de Turquía. Mandamos
ayuda al turco y apaleamos al pobre que llama a nuestra puerta.
Pues
bien, instituciones y agrupaciones vecinales como la que hoy nos convoca posan
la llama del fuego sagrado de la tradición leal a la igualdad cristiana y
comunera, de amor y caridad - fijaos que hablo de caridad que es lo que
importa, no de solidaridad etérea y filantrópica, y que nosotros hemos mamado
desde niños, junto con las sopillas mojadas en vino que nos daban nuestras
abuelas. Porque el vino de por aquí en esto, zona de la ribera durense, no es
vino. Es más que vino. Era- hasta que desceparon los majuelos- canto
gregoriano. También arribó en las alforjas de aquellos benditos frailes
borgoñones del monasterio francés del Aula Dei que trajeron cargados sus carros
esquejes y mostelas de las mejores cepas del valle del Loira, cuando se
establecieron en Sacramenia y su contornada, a las órdenes del abad Beltrán,
que unos años más tarde recibiría la mitra primada de Toledo.
No
puedo por menos de evocar ese talante hospitalario de beneficencia y caridad
que trajo el Temple a España, porque fue religión que se dedicó a defender al
pobre y al desvalido y sacar la cara por los enfermos que se embarcaban en el
Camino Francés desde los rincones de toda Europa para ganar la salud. Estaban
de parte de los menesterosos y del pobre contra las arbitrariedades dela
nobleza y de los señores de la guerra. Para acoger a los que que no tenían
donde caerse muertos abrieron lazaretos y casas del peregrino. Fundan
hermandades y cofradías como aquellas que había en nuestro pueblo y que yo
conocía que se dedicaban a visitar a los enfermos y decían misas por los que
fallecían. Cuando alguien caía malo, iban a verlo. Si fallecían, se cuidaban de
su sepelio. Había una norma de vida que presidía el correr de la vida a la
sombra de esa torre cuya cruz en lo alto cuyos ojos siguen mirándonos como
cuévanos orondos de eternidad y acogidas a esa cruz que nos abraza con sus
dedos inmensos y ésta era la honradez en medio de la paciencia y la pobreza que
gracias a la cruz se transformó en riqueza espiritual, los dones que
transformaron Castilla en un pueblo fuerte.
En
tiempo necesidad se distribuían tarjas para marcar la entrega del pan a las
familias menesterosas. Las campanas, esas campanas que se fundieron para
fabricar balas cuando la invasión francesa, tocaban a rebato si acechaba algún
ataque, se había declarado un fuego, o sonaban a clamor por los difuntos.
¡Mucha y gran devoción hubo por las Ánimas en Fuentesoto!
La
democracia nació en Europa en los concejos que deliberaban a la sombra de esas
olmas centenarias como la que había muy cerca de aquí junto a la cloaca romana,
talada cuando hubo que ensanchar la carretera. Era tan frondosa y corpulenta
que los músicos el Día de San Pedro podían tocar el baile subidos a lo alto de
ella. En el atrio de la iglesia los domingos se reunían los hombres para tratar
de los asuntos atañederos a la vida del común. Si alguno tenía un problema, un
litigio o una que queja formular, lo anunciaba en la junta. De esa forma
directa y de vis a vis se resolvían los pleitos y se allanaban las diferencias.
Allí a ninguno se le negaba el uso de la
palabra. Tampoco había tanta envidia porque no existía esa desmedida ambición
que ahora tanto nos aflige. Todos nos conocíamos. Sabíamos de qué pie
cojeábamos y en qué lugar nos apretaba el zapato, pues como decía mi abuela
Leonides., que Dios guarde en su gloria:” Hijo, hay que saber perdonar, que
todos tenemos un ventanuco al cierzo”.
El
humor nos estaba reñido con el respeto, pero, si alguno cometía extravagancia o
decía algo que llamase la atención, que se fuese preparando: los sotohontaneros
conservan una memoria de elefante. Así
todos nos acordábamos del burro del tío Aquilino o los garañones del molinero
de la Villa, que se acarraban, llegado el verano contra las tapias de la
iglesia o en la rinconada de ahí en eso, con su costal al lomo, entre patadas,
bostezos y el retiñir de las es esquilas en el calor y las moscas de aquellos
estíos inmensos. Subían al pueblo inexorablemente a la hora de nona, a las tres
de la tarde, cuando expiró Jesús en el Monte Calvario y medio pueblo se
encontraba durmiendo la breve siesta antes de volver al trajín de segar,
trillar, dar haces, beldar, arrancar hieros. Los que velábamos les veíamos portar
cabeceando por el recodo de los Chimorretes avanzando pesadamente entre nubes
de polvo blanco. Al cabecear, hacían mover las esquilas enrolladas al pescuezo.
Era
una estampa arrancada de la Edad Media que impresionó mi retina de niño. En
época de celo, cuando olisqueaban alguna burra torionda de lejos, soltaban la
carga, los costales el cencerro y se lanzaban a los cuatro pies buscando al
asna que les deparase un poco de amor y despertaban a los rezagados con sus
rebuznos. Daban un concierto que no era precisamente el de la escolanía de
pueri cantores. Por menos de un pimiento eramos testigos de esa llamada de la
sangre en la fórmula de aquí te pillo aquí te mato; presenciábamos a lo vivo y
sin tener que abonarnos a Canal Plus una exhibición contundente de los poderes
superdotado con que invistió Naturaleza al onagro, o de la vehemencia fálica
que otorgó Dios al jumento del tío Aquilino, quien ni a trallazos, ni aun a
fuer de horrísonos juramentos era capaz de deshacer la coyunda o de evitar lo
irremediable.
-
Moño-decía el buen señor -, ya está éste re contra jodido queriéndoseme ir de
picos pardos, tan a deshora.
-
Usted déle, tío Aquilino. Déle y que se j.
-
No hago otra cosa. Pero la cabra siempre tira al monte.
Burdégano
era aquel hermoso animal que nació a su padre, el garañón de Moradillo, en lo
de madrigado y a su madre, la burra del tío Isidoro, en lo de caliente.
Todos
recordaremos al tío Farruco con su cuartillo de vino camino de la bodega.
-¿Qué
hay? Bien y tú. ¿La familia, bien?
-
Todos, superior, gracias a Dios, y que no falte.
-¿
Hace un traguillo?
-Venga,
señor Francisco, ya que insiste.
-Si
no insisto, hijo.
-
De hoy en un año, pues.
Y
sin encomendarse a Dios ni a su Madre, Emérito de la tía Melánea, jaquetón y
faceto, se metía entre pecho y espalda de un trago todas las existencias de
vino del bueno de Farruco que traía para almorzar. Éste miraba desconsolado para el jarrillo.
-
Me has bebido hasta las escurriduras, hijo. Pues que te aproveche. Hay que
volver a por más. ¡Qué se le va a hacer!
-
De hoy en un año, señor Francisco. Este vino de usted me sabe a glorias. Me
tiene que decir dónde la coge.
-
¿Dónde lo voy a coger? Pues, de las viñas,¡ leche! No creía, Emérito, que te
hubieses vuelto como el Gitano Señorito.
Tornó
grupas, pero, como dicen que el alacrán picado se asusta de su propia sombra,
desde entonces tío farruco anduvo listo, se gastaba unos jarrillos tan pequeños
que parecían de tienda de souvenirs, dejó de hacerse el encontradizo evitando
los corrillos al pasar por la plaza. Subía hacia las bodegas como a la
agachadiza tapando la “sangre de Cristo” con su manaza de labrador curtido,
como si en lugar de un recipiente llevase un guijarro o un arma arrojadiza
capaz de estamparselo en las narices del pedigüeño ocasional.
-Tío
Farruco ¿qué porta usted en esa mano péndula?
-Llevo
una trampa para cazar gamusinos y el que quiera saber más que se vaya a
Salamanca, ¿hace?
-
Pues,¡ ahora sí que estamos buenos!
Asimismo,
todos nos recordábamos de frases geniales llenas de estoicismo y de humor
negro, porque , cuando no había, no había, y santas pascuas, como aquel “esta
noche ni tú ni yo , Teodoro, pues madre nos echa de casa” y la carta en la mesa
presa del tío Enrique, otro personaje singular, al que todos conocisteis, y que
velan el sueño eterno allá arriba entre los lienzos de pared del antiguo templo
de San Gregorio aguardando la trompeta del Último Día que los despierte.
Memorable
fue la despedida de aquel novicio (luego, no cuajó la cosa)que se iba a los
frailes del Henar, por nombre Crescencio. Vino a despedirse de una vecina.
-
Tía Piquilaya.
-¿Qué?
-
Pues que me meto a cura.
-Pero,¿tú?
¿Tú?. Si eres un vaina. Andidiay.
-Dejo
el siglo, señora Angustias (era su nombre de pilas, sin embargo todos la
conocíamos por el cognomen de su marido el Piquilayo) Hice unos ejercicios
espirituales, y me ha dado fuerte, y que me voy a los frailes, como lo oye...
ya no nos volveremos a ver hasta el Valle de Josafat.
-Largo
me lo fías , Cresce, pero, si ese es tu gusto, yo te lo apruebo y te doy mi
bendición. Adiós, hijo, que tengas mucha suerte y que seas bueno.
Como
recompensa regaló al neófito un duro de plata y dos docenas de soplillos, como
viático para el camino. Ninguna de ambos presentes llegó al convento carmelita.
Dio cuenta de los hojaldres y e los había gastado las cinco pesetas antes de
llegar a Cuéllar.
A
los quince días, ya estaba de regreso en el pueblo. Se encuentra otra vez con
su vecina, quien se sorprende y se asusta, no estuviera viendo algún trasgo o
visión celeste.
-
¿Cómo por aquí, tunante? Yo que contaba con ser tu madrina en el cante misa y
tener un sacerdote a pupilo.
-
Pues ya ve, tía Piquilaya. Sencillamente, no me probaba.
-¿Y
de lo que te dí?
-Con
putas y rufianes me lo comí.
-Anda,
anda, con el santito...
Vegas
abajo, tenéis el monasterio más antiguo de España y uno de los más venerables
de la cristiandad. Muchos de vosotros estáis al tanto de sus vicisitudes y
peripecias( fue trasladado piedra a piedra a los EE.UU.), de los que os hago
gracia en honor a la brevedad. Mas, quiero recalcar que esas piedras del ara
venerable son un tesoro que nos vincula con el pasado y nos ayuda a acometer el
porvenir con esperanza y optimismo. Son nuestros manes, nuestros dioses lémures
y penates, tan importantes en ñas colonizaciones romanas. A ellos regresáis
cada año y ellos os acogen. Es como volver a los cuarteles de invierno para
respirar el aire que atando a la tierra regenera. Aquí tendréis el descanso del
guerreo, el lugar al que retornáis para lamerlos las heridas , `para coger
fuerzas, cargar las baterías y regresar como nuevo a la ciudad grande a la cual
emigrasteis a haceros cargo de vuestras ocupaciones como estudiantes obreros,
ejecutivos, grandes jefes o, simplemente, frailes. Estos días de hermandad y de
solidaridad tonifican el espíritu y lo curten para las luchas de la vida. Yo os
deseo vacaciones tranquilas sin libertinajes, veleidades, arrogancias, desidias
o el mal perenne de la envidia, y mucha salud al socaire de los altos chopos de
este valle enjuto entre las dos grises laderas de piedra toba , de zarzalejos y
tomillares que nos circundan. Que no haya discordias entre nosotros, que reine
la paz de Cristo. Que los hontanosoteros de arriba cabe la fuente y los
sotohontaneros de abajo junto al recodo de los chimorretes sean una misma cosa:
hermanos espirituales legatarios del mensaje de Bernardo y de Vicente.
Hecho
estos incisos, porque aquí no venimos sólo hablar de piedras, de arcos y de
cúpulas sino de la gente que ha rezado en las gradas del altar de nuestras iglesias
antiquísimas, y tanto que se pierden en la noche de los siglos, porque el
Cister no hizo más que recuperar un cristianismo establecido ya antes de las
primeras invasiones muslímicas, de la era de los godos, y, antes de los
romanos. En ese mogote de San Gregorio debió de haber un templo de urdimbre
vaccea, pues tiene todo el aspecto de monte sagrado que convoca a las fuerzas
telúricas ocultas en la naturaleza. El cristianismo no hizo más que consagrar
un culto a la divinidad desconocida que existía aquí desde hace muchos siglos.
Lo grande de estos añojales y barbechos es que no se puede trazar una raya
exacta que divida al culto sincretista del trinitario.
El
primer contingente de siete monjes bajo la estola del abate Raimundo que sucede
a Dom Bertrand al ser promovido a la Silla Primada se establece en tierras de
Sacramenia y su alfoz (Pecharromán, Santa Cruz, Fuentesoto, Valtiendas y Cuevas
de Provanco) al correr de 1.142. Araron los capos, plantaron vides,
construyeron cilleros, lagares y bodegas. Se cree que en la ermita de San
Vicente trabajaron alarifes bereberes que habían sido tomados en cautividad por
Alfonso El Emperador en Andalucía. Merced a la redención de penas por el
trabajo aquellos buenos musulmanes consiguieron su manumisión y accedieron a la
propiedad de la tierra. A ellos se debe todo el románico de ladrillo que se
extiende a lo largo de un arco de herradura geográfico de los que sus dos
salmeres de arranque serían Cuéllar y Arévalo, y Sahagún de Campos, la clave
del dovelaje. Nos dejaron algunas de sus costumbres, ciertos rasgos faciales y
algunas palabras. Todavía en nuestra iglesia de San Pedro no había bancos, como
en las mezquitas, y las mujeres se sentaban en el suelo delante del hachero
túmulo, para rogar por sus difuntos, a la morisca y llamaban a la manta del
macho alfamar.
No
quiero dejar de pasar por alto en esta bella atardecida de agosto pasar por
alto que algunos aspectos de nuestra cultura se retrotraen al ascendiente
semita, tanto árabe como judío. Cuando las persecuciones contra los hebreos de
1348 en Burgos, muchos de éstos salieron de aquella ciudad y se esparcieron por
diversos lugares de Castilla, prefiriendo como refugio aquellas tierra de
abadengo, colocadas bajo la autoridad directa del rey. Sacramenia era una de
ellas por pertenecer directamente al fuero de Cardeña.
El
Temple se crea no desde un afán belicoso contra las sectas, sino desde una
óptica de paz y, a lo puro, guerra defensiva, condenando al pecado pero amando
al pecador. En sus estatutos se mandaba rezar al cabo de la misa una oración en
árabe y otra en la lengua rabínica. Los cistercienses quisieron ser la síntesis
de la cruz como vértice de todo, no de la cruz al revés, y de volver otra vez a
las andadas, cuando la lucha costó sangre de tantos siglos, como quieren los
abanderados de las Tres Culturas.¡Ilusos! Nunca en España pudo haber eso sin
admitir la prelación del Evangelio como norma de vida.
La
integración llegó a conseguirse mal que les pese a muchos con sus altibajos y
movimientos sistólicos y diastólicos propios de la historia de España, donde
fue endémico el problema de los alumbrados, los judaizantes y aljamiados, que
siempre tuvieron preeminencia y un mando oculto entre nosotros y para
demostrarlo no hay más que echar un vistazo a nuestras letras del Siglo de Oro.
En ella llevan casi siempre la voz cantante los conversos. Incluso, son de
origen “marrano” la mayor parte de los tratadistas místicos: Teresa de Cepeda,
Juan de la Cruz, Malón de Chaide, Fray Juan de los Ángeles, Sor María de Ágreda...
Aquí
perduró hasta no hace muchos la tradición de las “tapadas”. Por las calles de
nuestros villorrios uno se creía en Marruecos o en Irán al ver avanzar a las
mujeres de rigoroso luto, cubierta la faz con el alfareme o velo de castidad,
que no era sino el residuo del flámeo romano. Se cubrían entonces de los pies a
la cabeza incluso para ir a trillar con manguitos y todo, y alguna hasta con el
chal. Ahora se desnudan...
En
las eras en más de una ocasión escuché yo cantar a una moza aquel estribillo del
romancero trovado directamente del Cantar de los Cantar
“Morena
me llaman, yo blanca nasçí.
El sol del
enverano me puso ansí.
Morena me
llama el hijo del rey;
por la color
de mi cara su amor perdí ”
la
impronta cuneiforme vuelve a aparecer e las ménsulas, escocias y cimacios
decorados a la morisca en la mayor parte del románico. Late esa superstición de
las suras del corán iconoclasta a representar la figura humana por evitar la
idolatría. Dichas cla´sulas de la Ley que recita la azalá del alfaquí cinco
veces al día en la fórmula del “khotbah” vedaban a los creyentes cualquier
imagen antropomórfica por no haber otro Dios que Alá [la ilah ilá Allá], un
dios celoso que no admite rivalidad. Este resabio iconoclasta es absolutamente
morisco y la antítesis de lo romano. Los latinos eran fetichistas. Sus templos
cnsistían en un camarín sellado donde ardían lámparas y ofrendas. El profeta
quiso dar a sus creencias un márchamo de
abstracción al amor de la taxativa ley de que Alá está en todas las partes y no
tiene porqué representado. Es un ser espiritual lejos de toda materias y esta
suposición va a ser retomada por los docetas y los priscilianistas , remisos a
aceptar la presencia de Jesús en la eucaristía y mucho más a manducar su carne,
siendo todos ellos de costumbres vegetarianas. Por eso la decoración que lucen
las archivoltas y capiteles se esgrafía en lóbulos, grecas, trenzas ficoideas y
arabescos. Alguno de estos menestrales que buril en ristre esculpieron las
columnas que decoran la ermita de San Vicente y las helgaduras del ábside
debían de estar soñando mientras trabajaban en el Jardín de Alá, un Paraíso de
gozos diferentes y hasta sensuales (los guerreros que hubieran perdido un brazo
combatiendo en la guerra les volvería a nacer allá y las piernas cercenadas en
la lucha por el Islam crecerían otra vez, y les servirían a la mesa una corte
de bacantes y de huríes que para distraerles cuando estuvieran aburridos
danzarían para ellos la danza de los siete velos) al que prometió el Salvador,
que sólo atiende a los goces y recompensas del espíritu. Para nada a los
deleites carnales.
Sin
embargo, en medio de este bosque de coníferas de piedra y de tallos de ramas
salvaje, podremos distinguir en las ménsulas a alguna dueña medieval tocada de
su caramallo que ciñe su faz en un barboquejo, moda de aquella época, de origen
francés, y que servía de coronación al brial, como también, ya en el lado de la
epístola, admirar el busto del glorioso Vicente obispo que proclama su triunfo
martirial entre dos palmeras por cada uno de sus flancos y que aparece con
mitra y báculo bendiciendo con el dedo indice y corazón de su diestra. Para
estar vivo sólo le haría falta recitar el salmo XXVI que empieza: “Justus ut
palma florebit”. El justo florecerá como la palmera, etc.
La
vida en ese convento bernardos, como en todos, transcurrió sin novedad desde su
establecimiento en 1147 hasta la desbandada general de la desamortización de
Mendizábal, un albalá de 1835 que disolvía las órdenes religiosas. Los frailes
vivían cara al sol observando las intercadencias de la veleta de la torre
claustral y bajo la férula de la campana que regía la vida monástica distribuyendo
las actividades cotidianas: las siete horas canónicas, con Maitines a media
noche y las Vísperas con el entrelubricán o luz del Oeste. Alzaban con la aurora y se acostaban al
último rayo del crepúsculo. Las horas de trabajo manuales se alternaban con el
estudio, la copia de textos en el armolianum y las visitas en el refectorio. No
quedan en Santa María de Cárdaba rastros de esta dependencia pero en el
Monasterio de Piedra, en Teruel, otro enclave cisterciense, el viajero puede contemplar las bóvedas del comedor satinadas
por el humo de siglos. Las cocinas estaban en el mismo lugar donde se hacía la
colación. Solía ser la parte más caldeada del convento y justo al lado estaba
el dormitorio. Queda el de Poblet, que era enorme y con una capacidad como para
quinientos lechos, para atestiguar esta vida en común, que caracteriza a los
cistercienses.
Había
un superior, el abad que en algunos casos sólo dependería a efectos de
jurisdicción del clavero o maestre, pero pro norma general los abades eran mitrados
y su predominio era omnímodo. No dependían de Roma a efectos disciplinarios más
que para cuestiones dogmáticas. En Sacramenia llegaron a juntarse hasta tres
centenares de monjes entre profesos y oblatos o donados, sometidos a la
disciplina de un prefecto. El capiscol o maestro de ca`pilla se encargaba de
los cantos del coro, el racionero, de atender a los pobres; el cillero, del
menaje del grano; el ecónomo , del del hogar. Había un hebdomadario encargado
de leer para los padres mientras se sentaban en el refectorio. Destacado lugar
ocupaban los pendolistas o expertos calígrafos que transcribían los códices. El
paso del tiempo transcurría sin notarse
entre la sencillez , la rutina de los actos repetidos día a día, pero de forma
muy ordenada y meticulosa. Se desconocían las prisas y los sobresaltos. Todo
era parsimonia.
San
Bernardo escribe su regla con mucha minucia y es una respuesta a la suntuosidad
de Cluny, el amor al lujo y al boato, tratando de enmendarle un poco la plana a
San Benito. Taxativamente se prohíbe en los estatutos de la “Carta de Caridad”
tener celda propia. Los frailes dormían en una crujía separada cada cama por
una mampara o una cortina. Manducaban a la misma hora, marchaban al trabajo
juntos y rezaban bajo el mismo techo y sus voces se esparcían, en ese fabordón
incesante de letanías y de antífonas rebotaban contra las paredes y pilastras
de sus templos bien artizados y dotados de una excelente cataacústica para la
reflexión de los movimientos vibratorios sobre las superficies cóncavas. La
mística bernarda es coral y del todo comunitaria. Permitía pocas concesiones al
individualismo. Todo era liturgia. No se había descubierto todavía la oración
mental. Los que toman el escapulario blanco, color de la Virgen Madre, ofrendan
sus vidas en conjunto.
1835.
El albalá del ministro de Isabel II secularizando los monasterios. Un día
triste para la catolicidad fue aquél. abandona estos lares el último hijo de
San Bernardo. Sin embargo, durante la Guerra de la Independencia, quiero
recordar, nuestro monasterio tuvo una importancia capital como vivac de
guerrilleros. Fue incendiado por las fuerzas de Murat, a cuyas ordenes los
fementidos y temibles morriones polacos sembraron el pavor, el pillaje, la
violación de mujeres y el espolio general. Porque fue cerca de este lugar,
entre Honrubia de la Cuesta y Carabias que las hordas napoleónicas pasaron por
las armas a varios miles de patriotas.
Corría
el año 1809 cuando Juan Martín el Empecinado, que venía huyendo de Castrillo de
Duero, se refugió en Fuentesoto en una de esas bodegas con puerta de madera y
un montante tenebroso excavadas en la roca viva que contemplamos todos desde
aquí, y luego un hermano lego se lo llevó al convento de Santa María de Cárdaba
vestido de arriero. Cuenta D. Hardman, historiador inglés, en la “crónica de un
guerrillero” cómo había acampado con una partida de sus leales en el ejido de
Pecharromán. Los monjes lo recibieron con los brazos abiertos. En el refectorio
durante el almuerzo contó el cabecilla cómo había sido traicionado por sus
paisanos en Castrillo de Duero. Hubo de salir de naja valiendose de una
estratagema para evadirse de la cárcel municipal y , fiado de su valor y de sus
descomunales fuerzas(era capaz de derrengar a un mulo de un puñetazo) y de su
agilidad para esquivar las celadas que lo tendieron, consiguió contactar con
los suyos viniendo desde Aranda campo través. Tuvo que estar metido tres días
en un cubete hasta que los frailes estuvieron seguros de que los que estaban en
la dehesa de Pecharromán eran de su partida.
“Oyendoles
el prior - declara Hardman- que era un hombre de talento, muy piadoso y buen
patriota, aconsejó a Juan Martínez Díez abandonar la provincia y pasar con su
facción a Castilla la Nueva, donde no encontraría la hostilidad de los que
habiendolo conocido pobre e insignificante, envidiaban su encumbramiento, así
como las fuerzas físicas que le dio Dios, que verdaderamente eran legendarias.
Le ofreció cartas dimisorias y salvoconducto para todos los abades
cistercienses de Andalucía y Portugal que lo protegieran. Le dijo:”Nadie es
profeta en su aldea. Vete en paz, Juan Martín. A Mahoma le ocurrió lo mismo en
Medina. Deja, pues, tu comarca y huye a otras donde te ha precedido la fama,
para que puedas seguir defendiendo la causa de España y de la fe.”
Con esta alusión a una de las figuras más
conspicuas de nuestros anales, Juan Martín El Empecinado - también pudiera
llamarsele el incomprendido- y uno de los de la leva del Cid, un hombre de la
ribera, epítome de las virtudes y defectos de nuestro pueblo, quien tuvo la
desdicha de morir en el rollo de Roa, él que se alzó contra el oprobio
extranjero en defensa de las libertades por las órdenes de un monarca
calamitoso como fue Fernando VII y al que él había defendido con las armas en
la mano, pero que luego hizo renuncio y se revolvió contra los castellanos de
pro que habían arrojado al francés de la península, quiero poner punto final a
esta disertación. Roa no lo supo comprender y le dio garrote un aciago día de
mayo de 1825. Era un prócer, un vástago directo de las ideas cistercienses, un
hombre empapado del espíritu altanero y magnánimo de los hijos de la tierra.
Cuentan
los que presenciaron su ejecución que, cuando era llevado entre doce mamelucos
al cadalso, consiguió doblar el brete que inmovilizaban sus pies y las cadenas
que lo maniataban. Dio muerte a golpes a seis de la escolta y pelotón de
cincuenta lanceros se las vio y deseó para sujetarlo a golpe de bayoneta.
Todavía se llevó a algunos por delante; moriría peleando. Roa, el pueblo al
cual, años atrás, había conseguido libertar del yugo gabacho, pagó con moneda
de ingratitud su gesta. A nosotros sotohonateneros nos cabe el honor de haberle
dado acogida aunque sólo fuera escondido entre las duelas de un tonel que
precintamos en una bodega como si fuera vino añejo, y vino añejo de alta
gradación era el alma del Empecinado como nuestros mejores de esos que sólo
merece escanciar una vez al año. Así derramó su sangre como vino superior. Pero
ya se sabe: si la piedra da en el cántaro, pobre cántaro.¡Pobre empecinado!
Remaba contra corriente. se adelantó a su tiempo. Pudo con los franceses y con
los traidores de su facción, no pudo con
los Cien Mil hijos de San Luis. La historia siempre está a punto de repetirse.
He dicho “
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Capítulo
III
JOYA CISTERCIENSE EN LA CÚSPIDE DE PAJARES: SANTA
MARÍA DE ARBÁS
UN HITO
DE LA ASTURIAS MÁGICA
Emplazada en un lugar que irradia fuerza
lumínica y silencio, al pie de una ladera donde comienzan las escarpadas del
Monte Ervasos, recatada y modesta pero luminosa en la noche de las estrellas y
de los surcos, ara de soledad y de silencio vivificante, a un lado del camino y
como contemplando el paso de los hombres, sus carruajes y sus reinos, orante y
como en éxtasis por todos ellos, soportales y aleros, archivoltas de la iglesia
de Arbás a la solana de la cordillera cántabra, poco antes de que comiencen los
pendios, precipicios y vargas de la ladera de Pajares, marca el primer jalón de
un rosario de monasterios que daban escolta a los peregrinos(Acebos, las Monas,
Campomanes, Mieres del Camino, Monsacro, Valdediós, en la ruta guardada por los
cistercienses) ya en la bajada. Es como una hermana mayor, arcipreste de
devociones mariales, que está en el secreto de muchos tránsitos, de marchas y
de contramarchas, portal de Asturias, y casa matriz de todos ellos. Sus
sillares hablan de la importancia que tuvo antaño la vida cenobítica en el
ámbito visigótico. Esos revoques platerescos y barrocos de la fachada ocultan
la pureza de líneas por de dentro, como si la pureza de las nieves y el aire
incontaminado de las cumbres se hubiesen obstinado en guardar intacta casi a la
fábrica medieval.
Al visitarla, se participa de ese misterio, de
la pujanza del catolicismo en su mejor hora. Aletea bajo sus bóvedas como una
premonición de eternidades. Es un baluarte, un revellín de plegarias en los antemurales
del Valle del silencio. Por el oeste, se va de risco en risco hasta Covadonga y
por el Este nos dirigiríamos hacia Astorga. En Arbás parece estar el ingreso a
esa laberinto mágico que se llama Hispania, la patria del dios Pan, o, si se
quiere, el lugar exacto donde comenzaba el Jardín de las Hespérides.
Como
digo, no es lo que a primera vista parece, una iglesia de montaña encajonada en
los congostos del camino real.
Siempre
que pasé por este sitio - y son veces ya desde aquella noche en que aparqué mi
“600" recién estrenado al amor de sus muros, cansado como venía de las
revueltas del Rabizo y algo mareado por
la sidra en mi primera excursión rodada en 1969- sentí como un latido de los
antiguos dioses. Era la llamada del Monte tabor. El hombre aspira a la verdad,
la bondad y la belleza. Siente nostalgia del edén perdido. No llevan razón los
que quieren volvernos a la condición heredada, según Darwin, del simio. Nunca
seáis remisos a esa llamada. Sentid la caricia de las alas protectoras del ángel
en vuestros rostros.
Escuché
una voz que me dijo:
-¡Qué
bien se está aquí, Señor! Montemos una tienda, una para ti, otra, para Moisés y
otra para Elías.
Hay
lugares muy determinados de España que desparraman un magnetismo
incomprensible. Arbás del Puerto pertenece a la lista. La voz de la gracia que
incomprensiblemente y por tortuosas sendas me ha llevado a unir mi vida a
Asturias sonó para mí en estas cumbres una noche de julio. La bóveda celeste
era un palio tachonado de perlas vivas. Todo framontano tiende al lugar de sus
ancestros y la querencia de una existencia pasada, si es cierto que el alma del
hombre transmigra y se reencarna, irradiaba desde aquel punto. Treinta años más
tarde de aquella cita con mis manes, en un hermoso crepúsculo de agosto, he
llegado a ahondar en la causa del poderoso influjo. Allí se escondía una imán.
¿Por qué?
Es
una razón esotérica y personal, como esotérico y personal es el Cister. Allí
sentía la mirada de Fray Millán, el que se me apareció en Manhattan, monitor de
mis desconsuelos. La ruta me llevaba a otra vida que viví al socaire de la
túnica blanca y el escapulario negro. Noté sobre mis lomos el calor del cíngulo
con el que te ata el abad el talle en el momento e la profesión cuando todo el
Capítulo entona las estrofas del “Veni Creator” y tú el cuerpo prosternado en
tierra y con los brazos sientes el impulso del vuelo de la paloma que quiere
remontar vuelo hacia el Paraíso. El cíngulo es el cordón umbilical que te ata a
los brazos de Santa María. Ven, acercate.
No soy digno. Nada sabes de lo que os tengo preparado. ¡Sufrimos tanto,
Virgen bendita! Sois los escogidos. Alegraos en el dolor que expía la culpa.
Pero, Madre, no me dejes. Es tan oscura la noche y tan prolongada la crujía...
Todo
tiene una explicación larga. La Magna Mater tal y conforme la entiende el Dr.
Melifluo es la bisagra que abrocha las dos mitades. Representa la fusión de lo
creciente y lo menguante. Pregonera de la Encarnación y sombra intercesora de
lo eterno, ella será nuestro refugio, porque a través de su personalidad doble,
el Dios de Israel se humaniza, baja de lo alto, y el hombre pecador e
imperfecto se diviniza. Acoge en su
regazo las dos edades: el tiempo de gracia y el tiempo oscuro. Reina en Arbás sobre
la cima de las dos vertientes. Los que honraban a la diosa Cibeles con sus
cantos peanes y los ritos isíacos estaban reconociendo a Cristo a través de
María. En la polémica que amargó las relaciones entre los dos apóstoles,
llevaba razón Pablo al preconizar que la circuncisión no es imperativo sine
qua. Cristo, aunque nacido en el seno del Judaísmo, no pertenece ya a la Ley de
Moisés sino a los hombres de buena voluntad de todas las razas y de todos los
tiempos. Pertenece a todos nosotros. Aquellos que siguen el mandato de la
caridad son “naturaliter animae
christianae” aunque no hayan sido adscritos a la Iglesia mediante el
bautismo.
Bien
que el apóstol de los gentiles, un exaltado y un extremista, al emprenderla a
golpes contra los flamines de Afrodita
y los adoradores de Diana, estaba exagerando. Como buen judío, algo le
constriñía a la letra muerta de las prescripciones rabínicas. Sin embargo, ya
no sería nunca posible la marcha atrás.
El
Temple supo penetrar más allá en el conocimiento gnóstico que era emanación de
la tradición helenística. Entendió mejor el mundo romano que aquel vehemente
Pablo, el cual, por mucho que proclamara su ciudadanía en aquel “cives romanus
sum” que exhibía como salvoconducto a los que lo perseguían, sigue amarrado a
las filacterias que lo enganchaban al mundo de Moisés. Y la humanidad
necesitaba un cántico nuevo, un corazón más limpio. En realidad, el
cristianismo, aunque nacido en el seno de la sinagoga, es una forma de
religarse a Dios diferente e incluso opuesta diametralmente al judaísmo. Se
debe a todos los nacidos. A los hombres de antes y después. Cristo hoy, ayer y
eternamente. alfa y omega, broche del círculo. Al reencarnarse en el seno de
María había querido mostrar un símbolo pontificio que conectala orilla umbría y
la solana.
Al
estallar el segundo milenio, se vuelven a recuperar los viejos cantos de la
“Virgo turreata” que había domado a la muerte con la fuerza de su fecundidad.
Una virgen en Nazaret había parido un niño. Cibeles, Mitra, Diana, Afrodita
eran el símbolo de la vida ovante en su germinar vencedor. Se comportan como un
anticipo de la Deigenitrix. Se exhuman de lo hondo de los surcos las tallas de
las vírgenes negras, y todas las catedrales tienen por nombre votivo el de
Notre Dame. San Bernardo en sus delicadas extravagancias pasionales, llevado
del fervor hacia Santa María, parece que desbarra. Sus composiciones presentan
una ascendencia de paganismo. Pero, al resucitar esas reminiscencias estaba
siendo inspirado por el Espíritu Santo que se sirvió del esoterismo de aquel
noble borgoñón para llevar adelante los planes de la economía de la salvación.
En la Madre Redentor se cumple la parábola del grano de mostaza y las
preconizaciones del “Magníficat”:”Y me llamarán bendita todas las
generaciones”.
La
psicología cisterciense propende a ser síntesis de lo viejo y nuevo, y,
superando la retórica de los primeros siglos de cristianismo, vuelve a conectar
con los conocimientos perdidos. Es romano y occidental por antonomasia. Si se
quiere, reconduce y purifica algunas supersticiones de antes de la caída del
imperio, y presenta toda esa solidez profunda que en arquitectura caracteriza
al románico.
El
Circo Máximo, el Capitolio, los acueductos
en toda su grandeza y soberbia factura en sus paramentos, fachadas,
galerías y exedras ofrecen demasiada obra muerta. Muchos vanos sin aprovechar
que vuelven los recintos deslumbrantes por fuera y tenebrosos por dentro. El
románico, en honor a su nombre, timbra tales constantes. Sin embargo, supo
edificar, como por arte de encantamiento, y por auténtica inspiración del
Paráclito que secundaba a los hombres, una floración de maravillosas
construcciones que tenían algo de las casas de campo de Toscana y ofrecían una
ornamentación ingenua y tosca al estilo de las esculturas en relieve sobre los
arcosolios y columbarios de las catacumbas de Santa Práxedes o de Santa
Cecilia. Los temas de los sarcófagos, donde resplandece el candoroso júbilo de
los creyentes en la Resurrección entreverado con el realismo de los ciclos
estaciones, que proyectan esa santidad de la naturaleza o préstamos de la
cosmogonía sincretista reconducida a la mitología religiosa, inspiran a los
maestros que labraban los tímpanos románicos: el Buen Pastor, que no es más que
una refundición de Endimio Crióforo y de Mercurio, el atlante que carga a
cuestas con un globo. En el tránsito paulatino de una creencias a otras, el
Cofre de Danao se muda en Arca de Noé. Elías sube al séptimo cielo en el carro
de Plutón. La vid báquica, emblema del placer y de todo lo bueno y rotundo que,
en su fecundidad y mudanza depara la vida, es ascendida a símbolo de la
Eucaristía, entre frondas de flores, haces de trigo y gavilla que tanto gustan
de formatear los buriles románicos para rendir tributo a los ciclos
estacionales. El crismón mesiánico, el pez eucarístico, las guirnaldas, el ave
Fénix y el pelícano. Los rostros son toscos y las figuras humanas
desproporcionadas, picudas, rechonchas o cabezonas, pero aparece linda y bien
lograda la ejecución de los paños.
San
Bernardo insiste:”Réspice stellam. Voca Maríam”. Ella es la estrella y la
estila dulce en el mar amargo, denso en procelas, de la lucha por la vida”. Su
majestad hace pensar en las ricos y exaltados dípticos y espondeos de aquellos
argones encargados de custodiar el altar de los sacrificios a Júpiter. Nada
tiene que ver este candor del santo con las complicaciones y retorcimientos del
mundo levítico. El Covenant, demasiado pegado a la letra, descuida el espíritu.
Nunca podrá entender esta ternura hacia una simple mujer el hombre judío. El
culto de hiperdulía supérstite preluce al crudo realismo mosaico. Deben darnos
pena los pueblos que no acatan el valimiento de Santa María. Siempre estarán
huérfanos. Son dignos de lástima. No son capaces de mirar para la estrella, ni
de invocar a la dulce estila. Serán precipítados de repente en el océano de las
tinieblas.
No
se puede abarcar tanta grandeza. La penumbra de las iglesias cistercienses se
convierten así en el Helicón de los que sueñan en Cristo. Ha sido siempre el
más sagrado e insuperable de todos los estilos. Nadie ha sabido imprimir a la
piedra tanta sobrecarga de espiritualidad. El gótico suprime luego las
penumbras aligerando el dispositivo que desemboca en la apoteosis ojival donde
las bóvedas se encaraman como queriendo saltar hacia las estrellas y las viras
de la tracería suben y suben a la búsqueda de un infinito. Las catedrales son
un alarde casi exhibicionista de la materia que en pugna con las leyes de la
gravedad llega a divinizarse. Todo es vitalidad, belleza, artizada polifonía.
Dicen que Reims y Chartres fueron diseñadas siguiendo una escala de valores que
imita la gradación del arpegio y las oscilaciones del Péndulo de Foucauld.
Reflejan el guarismo de la nota de un libreto con infinidad de negras, blancas,
corcheas, fusas y semifusas. Por eso, presentan un aspecto tan musical que
invitan a entonar un “Te Deum” a chorro libre. Son dechados de perfección
acústica u ortofonía. Fueron edificadas para el sonido, porque éste es, de los
cinco sentidos, el primero que capta la fe. Ya sabemos que el diablo nunca fue
un buen músico y apostillen los alemanes que los “malos no saben cantar”
Esta
maestría fue producto de la sabiduría gnóstica. Los Templarios indagaron entre
los hebreos, los judíos y los árabes y debieron de quedar absortos cuando
descubrieron que la altura de la pirámide de Keops, el cono más perfecto,
evoluciona a una altura de 149 metros, que representa la vertical de la altura
entre la Tierra y el Sol multiplicado por 1.000.000.000. Las leyes de la
belleza se combinan con las verdades matemáticas de la Física. De esa forma el
arte gótico aparece impregnado de la armonía de las esferas celestes.
Entrar
en la esta iglesia solariega de Arbás por la puerta lateral de arcadas
embebidas apeadas sobre capiteles de traza fabulosa y en el que se repite el
tema ursino del oso rapante de la escatología druídica que hace acto de presencia más que regular en los
blasones de la heráldica del norte ( el oso que mató a Favila, el oso
encaramado, prendido de las garras de un árbol) pero que aquí entronca con la
leyenda de la fundación del oso domado y uncido al carro por un cantero,
formando yunta con el asno y el mulo; la peligrosa fiera transformada por un
milagro en caballo de tiro, es un anticipo del asombro que sentirá el peregrino
de Compostela ante el Pórtico de la Gloria, dentro del contexto de la continúa
obsesión exegética por el Bestiario mitológico que caracteriza al románico.
Cada representación encierra en su arcano una semiótica algo más allá de su
tosca composición. Se trata de un salvoconducto, un talismán para entrar en el
huerto de las Hespérides. Era un lenguaje que entendían los iniciados.
Pasamos
a un zaguán enmorillado extasiados en los arcanos de la arquería,
prieta de figuras y de símbolos que aluden a la resurrección de Lázaro ( por
tres veces esculpida en tres edículos del tímpano), la serpiente que se vuelve
cerdo, y el cerdo, que, a su vez, se transforma en oso. El oso que rampa, la
culebra que repta y el cerdo que hoza
practican una interesante ambivalencia escultórica dentro de la
iconografía del medievo. Todos los pórticos románicos animan a la reflexión
escatológica. Como si de ellos descendiera la iluminación solemne.
Contemplarlos transmite paz y gozo, a pesar de la muerte, que es conculcada y
del diablo que se aparece a las almas, en guisa de mono, de sierpe, o de un asno demoledor y obstinado
(“Assinus ad lyram”)
la mayor parte de las veces. El burro toca la flauta. Al final siempre Jorge
termina venciendo al dragón, colofón triunfal de la gloria expectante, que impregna
de lógica tanta fantasmagoría onírica. Ha salido del estro arrollador de una
raza de iniciados, gigantes visionarios. Hay un trasfondo de Cristo que asegura
y bendice, como una querencia sublime de revelación. El conjunto constituye una
investidura de eternidad.
Nunca
el hombre estuvo tan cerca de los misterios del legado evangélico ni alcanzó la
cristiandad un grado de clarividencia espiritual como en este frondoso estilo
de muro sólido y de verdad consistente.
El gótico es sólo un apéndice, la conclusión ovante de este gran delirio
didáctico del Maestro Mateo al que da cima el bosque sagrado, que sirve de
pauta a los artistas normandos para la erección de sus catedrales. El óculo
vertical de la aspillera del ábside desemboca en el rosetón policromado, ese
caleidoscopio de colores policromados de la rueda que gira sobre un centro
inmóvil que a su vez activa todo cuanto se halla dentro del círculo de
influencia. El motor no padece mudanzas ninguna. Dios es eterno e inmutable.
Dentro
ya del templo, nos sentimos como en un laberinto de paz sacerdotal y agrícola.
La nave central remeda un arbolado de piedra toba o caliza, sus poros
iluminados por los resplandores de soles milenarios que la han bañado colándose
por el rosetón, un elemento indispensable, pues así lo determinan taxativamente
las constituciones de la Carta de Caridad, en el arte cisterciense. Es una luz
de canto de vísperas. Se percibe aquí a las fuerzas cósmicas librando un
combate invisible. ¡Alta tensión! El alma se dispara hacia lo alto levitando en
la búsqueda de lo imperecedero. Los ojos se quedan fijos en ese centro de la
rueda que no experimenta mudanza en medio de los vaivenes de la luz que da
vueltas. Ha empezado el tiovivo de los rayos secantes y toda esa fascinación
que esparcen las combinaciones de la hora mágica del entrelubricán.
Las
nervaduras de las bóvedas de arista convergen en el almizate o harneruelo que
abrocha la cimbra. Parecen brancas celestiales de la palmera mística extendidos
sus brazos hacia arriba en gesto frondoso de eternidad. No muere nunca la
ceiba. La éntasis de su robusto talle la mantienen a cobro de las ventoleras,
pone en fuga a la furia del huracán Se busca la hebilla que engarza lo
invisible con lo invisible. La ceiba, roca del bosque sagrado, es Cristo. El
almizate ojival remeda al ónfalo de“omphalus”(
el ombligo, la mitad), el punto donde se produce la comunicación entre el mundo
de los vivos, de los dioses y de los muertos. A través de este cabillo
iniciático se accede al verdadero conocimiento. Los nervios se aovan en
ensamble octogonal.
Otra
vez, el ocho templario, como en Ponferrada, la Vera Cruz de Segovia o el atrio
circular de Eulate. Ocho lados posee la cruz de las ocho órdenes militares
(Calatrava, Montesa, Avis, Thule, Malta, Hospitalarios de Jerusalén,
Santiago).Son los ocho lados de la rosa de los vientos y los ocho grados de la
gama de colores del espectro. Es el número áureo de los alquimistas.
Arbás
trata de armonizar por primera vez en las historia de la Arquitectura la
solidez normanda con la esbeltez de la ojiva. Las bóvedas se apean, como en
Sacramenia, sobre pilastras, responsiones y columnas. El ábside lo corona una
cúpula gallonada. Sus ocho franjas, como lenguas del Cenáculo, convergen en el almizate del vértice. El
artista trató de captar a la vez la consistencia del hipogeo etrusco con la
llama enardecida de la lengua de fuego de Pentecostés. De la combinación de
esas fuerzas contrarias nace una misteriosa tensión espiritual. Vida y muerte
se vuelven complementarias.
Una
talla románica de la Virgen preside el presbiterio, justo detrás del altar.
Aparece sentada en un trono de majestad y bendice con dos dedos. Su augusto y
melancólico mirar cuadra con el color plomizo de este mediodía de orvallo montañés. Resulta impresionante el ambiente
de brumas. De plata se vuelve la luz gris y en medio del silencio místico creo
atender a las voces de coros lejanos que devanan letanías. Solos monódicos que
nos revierten al mandra y a las preces hesicasticas, los ritos de purificación,
y al eterno combate entre la vida y la muerte, el pecado y la gracia. Cuanto
más sencilla es una música, más inefable. Estas piedras han sido colocadas para
recoger las vibraciones del canto llano.
Los gemidos de misericordia rebotan sobre las cavidades con un timbre de
voz antiquísimo, ecos de la dulce melopea de los monjes que acá rezaron otrora.
Las codas celestiales aun perduran, estableciendo entre el cielo y la tierra
una escala de Jacob con peldaños de ida y vuelta, irradiadora de protección.
“Mater admirabils”, “potens”, “clemens”, “fidelis” , “prudentissima”... Trono
de la sabiduría... Avanzamos hacia la catarsis. Un angel se ha convertido en
maestro de ceremonias de una misa cantada interminable. Se empapan de añoranza
todos los poros del alma impregnada de la sonoridad del aire. El Tercer Ojo
escucha melodías de un diapasón que nunca sabrán captar los oídos de la carne.
“Ex auditu ad fidem”, sentencian los escoliastas. Es el más sutil y intelectual
de los cinco con que contamos ya que nos lleva a Dios. De la misma forma que el
olfato potencia la memoria,la vista, la contemplación, el tacto, la
sensualidad, el gusto, la aquiescencia a los placeres, por el oído comprendemos
la realidades de la revelación.
En
los templos románicos es este sentido el que más manda. Todos los demás se
encuentran sometidos a esa grandeza acústica, a la sonoridad que lo impregna.
Los frescos que pintaban sus paredes apenas se atisban y las figuras de los
ábsides historiados casi ni se distinguen en la penumbra, pero la voz se haya diáfana
y cristalina, como en sintonía con las grandes vibraciones del universo. In
principio erat verbum
María,
emperatriz, madre de la ciencia administra el conocimiento a los elegidos desde
el curul hierático. ¡Cuánta sabiduría insospechada encerrada bajo ese nombre!
Comanda las estaciones, rige los vientos, avanza hacia el futuro triunfante
sobre el carro del que tira una yunta de leones mansos. Este es el principal
mensaje del oso domado de Arbás. La bestia será subyugada. La carroza en la
cual marcha enjaezada y atalajada de los dones de la espiga, la flor y el
pámpano, significa el paso del tiempo, la vida que se renueva.¡ Loor a la Magna
Mater, a la Virgen en cuyo vientre late el infante que será presea de nuestra
salvación, el Mesías al cual asesinaron los malvados de Israel ! Desde
entonces, Dios mira para los gentiles que quisieron reconocerlo. A través de la
Mujer, Dios abrazó a la gentilidad. Esa es una de las claves secretas de la
mariología, lo que la tanto la retórica concepcionista a ultranza del barroco
como el materialismo ateo no ha sido capaz de entrever: la fecundidad que
perpetúa la raza de los llamados.
Su
templo, que como todas las fundaciones cistercienses, goza de la advocación de
Santa María, reclinado sobre un cueto en el arranca de un “arva”(campo alto),
era el punto de recalada de los peregrinos que hacían la ruta de Compostela por
Oviedo(camino francés). Parece ser que la veneración a la Cámara Santa de San
Salvador en la ciudad de Júpiter, esto es
Oviedo, cuya toponimia arranca del genitivo de este sustantivo,”Ovis”.
Se
construye por una donación de Fruela, hermano carnal de Doña Jimena, e hijo del
Conde de Oviedo, a los frailes blancos, recién trasladada la corte asturiana a
León. El carácter hospitalario y militar del edificio ha dejado por entero su
impronta en el edificio, a pesar de sus múltiples reformas y revoques, todas
esas manos de cal y de arena que han dado los siglos.
La
Virgen en su gremial dorado parece que me sonríe. Entonces, me prosterno. De lo
hondo de mí sale el canto de completas al uso cisterciense. Se entonaban en el
crítico instante en que caía el telón de la noche sobre el horizonte y se
encendían los primeros cirios de la vigilia. Mi voz modula sus vibraciones a lo
largo, lo ancho y lo alto de la casa de Dios vacía, donde Cristo sigue
esperando a los hombres:
Ecce iam noctis tenuantur
umbrae. Lux et aurorae rutilans coruscat: supplices canora voce praecemur, ut
reos culpae miseratus ,omnes pellat angorem, tribuat salutem, donet et nobis
bona sempiterna munera pacis. Amen
Es
una llamada a la luz del alba desde lo más profundo de las tinieblas de la
noche. Lleva la marca de la liturgia cisterciense de una estructura efébica.
Cristo es Helios, el sol sobre el que gravita el universo. Sus tres símbolos
son el huevo, la almendra mística, por eso en el pantocrátor se le representa
saliendo de una especie de vulva, rasgando el himen de las tinieblas, el orto
del amor que vence siempre al entrelubricán de la maldad y que cada noche se
renueva, y la vid, que cura y embriaga.
La
iglesia de Arbás, primorosamente reconstruida al final de la guerra por un hijo
del polígrafo Menéndez y Pidal, cuya familia era oriunda precisamente de estos
términos, fue un “ribbat” o fortaleza contra las incursiones sarracenas y
hospital de peregrinos. Nunca hay que perder de vista estas dos variantes de la
rama activa cisterciense: la defensa del cristiano hostigado por las algaradas
desde el sur, y la curación de los enfermos.
La
letra arrasaba en los siglos medios. Capítulos adelante, veremos el pavor que
inspiraba esta palabra y la segregación y cuarentena de la que eran objeto
aquellos que la padecían. Muchos al enfermar se lanzaban a los caminos en
búsqueda de curación o contraían la enfermedad en plena ruta. Se encomendaba a
San Roque. Llevaban consigo una carraca o tablillas de San Lázaro que al ser
agitadas su sonido anunciaba a los demás viandantes que se apartasen; allí
llegaba un leproso. Otro mal era la sífilis que a veces se confundía con las
letras por sus llagas purulentas. Camino Francés y Mal Francés son casi homónimos. Las hospederías, asilos y lazaretos
que se desparraman a lo largo del camino son en realidad leproserías y hospital
de apestados. Arbás era uno de esos sitios. Llegó a contar con siete crujías
con una capacidad de trescientas camas para cuidar al malato. Muchos no
avistarían los cuetos del Monte del Gozo, ni regresarían a su lugar de origen
en Francia, Alemania, Escandinavia, o Constantinopla. El Apóstol les enviaba a
aquellos monjes providenciales para cuidarles en la hora suprema. Los pobres
caminantes enfermos encontraban refugio en las casas de Santa María.
Debido
a lo áspero y escarpado de esta ladera de Eivaso, que permanecía aislada a
causa de la nieve en los crudo inviernos del páramo leonés, y batida por los
vientos polares que soplan desde Peña
Urbina el sostenimiento de una comunidad se hizo problemático. A ello debió de
contribuir la relajación de las costumbres monacales a medida que se acerca el
Renacimiento. El cister sufre un eclipse a partir de la supresión del Temple a
comienzos del s. XIV. También las peregrinaciones jacobeas aflojan en ese siglo
y se inician una serie de movimientos místicos en Alemania capitaneados por el
Maestro Eckhart que dudan del valor de los actos externos, como pueda ser la
peregrinación. En el Kempis tampoco se recomienda esta piedad que suele ser
puerta abierta a la disipación:”Los que muchos van de acá para allá visitando
Santos Lugares o acaparando reliquias poco se santifican”. Esto lo había podido
haber dicho perfectamente Lutero. Erasmo, jaquetón y lenguaraz, dos centurias más tarde, le da la razón al autor
de la “Imitación de Cristo”.
El
onceno siglo abre la puerta al apogeo de la religión. Cristo se hace presente
en la vida de las gentes. Fueron nada más que cuatro o cinco siglos. Después
parece que se aleja y ni el Humanismo, la Enciclopedia y menos el Modernismo
han querido aceptar su rostro de misericordia, pero en todos los católicos del
mundo queda como un poso de añoranza de aquel reencuentro con el Señor. Ello
explica sin duda el auge que han vuelto a tener las peregrinaciones jacobeas en
el verano de este año finisecular, cuando esto escribo.
San
Bernardo representó para el mundo católico como un estallido luminoso de
estrellas que regó los campos de agosto. De su figura y obra emanan un ímpetu
tan súbito e inexplicable con los elementos de juicio a nuestro alcance. El
doctor Melifluo lleno del fuego del Espíritu Santo debió de ser uno de esos
varones incandescentes que iluminan toda una época. Desde que llama a la puerta
de la abadía de Citaeux y allí es recibido por San Roberto hasta su muerte
sobre el mapa de Europa se multiplican. En tan sólo una generación se produce
esta floración milagrosa de cistercienses cuyo predominio abarca desde Rievaux
en el Yorkshire hasta Tomar en Portugal y desde Pontevedra hasta la Polonia
profunda, ya casi en la estepa rusa, que era dominio de los escitas. Es una
verdadera eclosión de frailes blancos, que marca el apogeo de la vida
monástica.
Por
desgracia, y por esa regla inexorable de los movimientos de oscilación y de
gravitación, como todo lo que sube baja, el cister también cayó.
La personalidad del fundador de esta orden es
una de las más enigmáticas y sorprendentes. Hay incontables facetas en este
monje borgoñón: el doctor Melifluo de simpatía arrolladora y desconcertante
hermosura viril, como nos lo retratan los bolandistas del P. Croisset, guarda
escaso parangón con el polemista infatigable en las aulas de la Sorbona donde
sostiene una cerrada con Abelardo y Arnaldo de Brescia, o con el agitador de
masas de la Segunda Cruzada que electrizaba con sus sermones al auditorio.
Luego, está el político taimado, el escritorista, que se atreve incluso a
amonestar al propio papa. Medió en las reyertas entre Inocencio II y Anacleto,
lanzando un anatema contra éste último y considerandolo antipapa. Fue el
consejero y valedor exclusivo del pontífice a continuación del cisma: Eugenio
III.
Hay
otro bernardo inspirado, clarividente y profético, al difundir por el Occidente
cristiano los presagios de San Malaquías, que hablan del fin de la Iglesia
jerarquía, y el inicio del milenio igualitario, o “quiliasmos”. Estas
ideas se contienen en “De vita Sancti
Malaquías et de rebus gestis”.
San
Malaquías era un monje inglés que profesó en la orden bernarda y, consagrado
obispo de Armagh, hubo de abandonar su sedea causa de las persecuciones de los
monjes de St. Dunstan. Murió en los brazos del abad Bernardo. Sus pronósticos
sobre los papas reinantes del siglo XI se han cumplido a carta cabal, tanto en
lo que se refiere a los papas entronados como a su divisa. Así por ejemplo el
que hace el número 69, Paulo IV, tasado con el blasón de “fide Petri” respondió
a esta evaluación anticipada enfrentandose a los judíos de Roma los cuales
execraron su memoria, según podremos comprobar más adelante en este libro. Caso
parecido fue el de Benedicto XIV, “Animal rurale” que padeció con constancia
las persecuciones y trabajos, con la paciencia de un buey, como se deduce de la
historia de su pontificado.
La
lista da comienzo con Celestino II “ Ex castro Tiberis” y acaba con “De gloria olivae”,número 111 del
catálogo. Según los cálculos malaquianos estaríamos, al abrir página el tercer
milenio, en el penúltimo de los sucesores de San Pedro, el 110. A J.P.II le
corresponde el distintivo “De labore solis” (los trabajos del sol) porque
verdaderamente ha sido el sol de los pontifices, y su luz e proyecta en medio
de grandes trabajos y la amenaza de las tinieblas y de un mundo en guerra. El
ciclo se cerrará con el triunfo de la paz; ese es el sentido de la rama de
olivo. Desandará los caminos andados por su predecesor, estableciendo la
concordia entre los creyentes desorientados. Morirá mártir.
Uno
de los afanes primordiales de san Bernardo fue poner coto a los abusos e
intrigas palaciegas que pesan sobre San Juan de Letrán. Así se deduce de sus
advertencias a Eugenio III. Fray Justo Pérez de Urbel llega a escribir en su
“Año Cristiano”:” A la sazón Bernardo fue el verdadero papa de su tiempo.
Claraval tenía más importancia que Roma”.
A
lo largo de todos sus escritos insiste en la importancia que tiene la devoción
a la Virgen María como salvaguarda de la fe, y al poner a la humanidad a los
pies de la Madre de Dios, estaba viendo desde su atalaya iluminada por la luz
del Espíritu Santo la necesidad de humanizar el rostro de Dios haciendolo más
femenino. Asigna a la Virgen el papel de corredentora, pero se muestra remiso a
su concepción inmaculada. A ella va dirigida las dos plegarias más grandes en
Occidente del culto a la Virgen: el “Salve Regina” y el “Acodaos”. Su
discípulo, Malaquías, con esa ferviente pasión por Nuestra señora que es común
a los monjes blancos (cartujos, trapenses,y cister) anunció que será “Ella la
que rescate a la Iglesia de las fauces de la sierpe”.
Sin
embargo, no todo fueron aciertos y panegíricos. El santo postulador de la causa
de María fue un fracaso político. Los reinos cristianos se desentendieron de su
llamada a la unidad. Comprobó que la cruzada segunda por él predicada fue un
desastre. Parece mentira que tantos aspectos pudieran cobijarse a la sombra de
un hombre solo. Bajo su iniciativa
quedaron abiertos 150 cenobios en el espacio europeo, casi todos ellos
se fundaron aprovechando otros monasterios arruinados, o antiguas aras votivas
a los dioses celtas o romanos. Bernardo no derriba los viejos ídolos; antes
bien, los rebautiza y los incorpora al acervo espiritual del cristianismo.
Reconduce el tributo a Júpiter y no le importa bendecir antiguas aras de
Minerva o de Cibeles. Esta es la cara oculta de lo románico, pero siempre
partiendo del principio de Cristo como fuente de toda gracia y propulsor del
conocimiento. Las gentes viven y progresan gracias a la Redención. “Extra
crucem nulla salus”. Pa él la Iglesia no es más que un medio, nunca un fin.
Solamente la cruz salva. El hombre para vivir en armonía con Cristo ha de
apartarse y vivir en el retiro de la naturaleza, sus ojos fijos en el sol que
torna. Para volver al mundo para defender la cruz cuando ésta estuviera en
peligro. Sus monasterios y las órdenes por él inspirados constituyeron un
baluarte de protección. El Islam se estrelló contra este antemural de
plegarias. Si no hubiese sido por San Bernardo, toda Europa hubiese caído en
las garras del Islam.
El
cister empieza a perder su predicamento una vez terminada la reconquista en
1492. Su labor había sido dada por concluida. Expiraba una misión para dar paso
a otra. Terminaba la época de los buceadores. El triunfo de la Iglesia
tridentina significó tenerse que adocenarse. Obediencia de cadáver, taxonomía
de Ignacio a sus pupilos, era un pasaporte a la solidez piramidal del ordeno y
mando, del anatema. Doctores tenga la Iglesia, pero el aire se cuajó de
poltrones de la sopa boba, practicantes de una doble moral, que se arrodillaban
ante crucifijos. Demasiados santos deshumanizados y hornacinas pobladas de
nimbos de cartón piedra. No discutas. A callar. Todos como en misa. Se había
interpretado con alguna indolencia a Jerónimo, el hirsuto y ardiente dálmata
que muestra una obsesión erótica sublimada a lo largo de sus escritos,
sentencia: “No busques más la ve. Te basta con saber lo que pone la Vulgata”.
Y
el Kempis no para de apelar al “vanidad de vanidades “ del Crisóstomo como
vacuna contra el excesivo afán de conocer:”No escudriñes, hijo, si quieres
acceder al bien “. Los santos de cartón piedra acaban en memez oscurantista.
Hazte un eunuco, si quieres conseguir la vida eterna. Castrate. Ardua norma. Como llevaron a cabo una
hermenéutica poco imaginativa y al pie de la letra la palabra del Señor, que
estaba hablando de otras renuncias y entregas y sólo utilizaba una metonimia,
obraron con poca consecuencia. La herida del concilio de Elvira tardó siglos en
curar. No se puede dilapidar la tremenda hijuela del Galileo y sus máximas para
alcanzar la vida eterna en una obsesión por el control del instinto erótico que
remata en demencia. Dios no quiere monstruos, ni hipócritas, ni impostores.
Sigan siendo crueles y castos. Cometan con su mente retorcida torpezas de toda
índole. Sólo los limpios de corazón verán a Dios.
San
Bernardo parece que escruta a través del óculo de su celda y mira el campo,
contempla las flores, oye el canto de los pájaros, observa la rueda del disco
solar en su girar impenetrable. Quiere saber, porque la indagación no puede ser
un freno a la magia del misterio. Es un pesquisidor entregado y tenaz de la
Magna Scientia. Con su postura de estudio y de súplica santifica la gnosis que
había sido condenada en los primeros siglos, pero él quiere trepar por la
enredadera que tapa la pared y la escala. Ser cristiano viene a ser como
perderse en el corazón de los designios divinos, el dédalo impenetrable.
Ese
es el mensaje esotérico que trasciende los muros sagrados de este enclave a
horcajadas sobre las cimas de la cordillera cantábrica. Es el primer hito del
llamado convento asturicense y umbral de ingreso a la ruta jacobea. En cierta
manera, portón del Paraíso. Allí se inician toda una serie escalonada de
monasterios que llevan hasta San salvador de Oviedo. Fragancia tan sobrenatural
no es extraño que suscite la ira del Cálido que no entiende de tales razones.
Nos quiere ahora analfabetos, pegados a la ubre del televisor, y todos, contra
todos, y, si no en guerra, por lo menos, recelando unos de otros. Crea
disensiones y dominarás el mundo. Así es mejor
Estos
días de agosto del verano del finmilenio un columnista de la “Nueva España”
órgano del Sionismo internacional que ha abierto casa en los chiscones del
Fontán - el alcalde Gabino invita a espichas y a inauguraciones, pero esta
“Nueva España” ya no es la mía sino una
España insolente, buscona, reivindicativa, corta de vista y muy en plan de
aldea global -, uno de esos plumíferos que me parece se sientan al ordenador
tocados de una montera picona y con un talante de genios superdotados para la
hipérbole que hincha el perro para poder sacar cada día el periódico a la
calle, un periódico en el que toda noticia o todo personaje ha de pasar por las
horcas caudinas del ramalazo local [se piden ejecutorias de asturianía y , si no
muestras patente de ovetense, no sales en la foto ni te bautizas], pedía la
demolición de todas las catedrales góticas. Se quedó muy a gusto después de
soltar tan infame osadía. Parieron los montes. ¿ Cómo podremos sustituirlas ?
¿Con horreos? Ya quedan pocos. Se los ha llevado el airón.
Habrá
que echarse a temblar porque vuelven los mineros de la marcha sobre Yarrow con
un hacho y un candil y la dinamita fresca. Hay ganas de revancha. Los buitres
circunvuelan en rasante barruntando la cadaverina de los cristianos lanzados a
la arena. El aire sopla muy cargado de presagios. El pato no se conforma con su
suerte y quiere transformarse en urogallo.
Sin
embargo, no mareemos la perdiz. Peticiones como la del columnero abajo firmante
certifican la muerte de España. Asturias, mágica e iniciática, era su cuna y
mostraba desde los montes este magnifico cancel del Arbás , cumbre del cister,
a espaldas de Covadonga y los valles del silencio bercianos, por el otro cabo.
No cabe entrada más sublime al edén que desde la perspectiva del alto de
Pajares. ¡Magnifica puerta de ingreso a los valles que dominan el escenario de
Peña Urbina!
Bajo
la dirección de un hijo de Menéndez Pidal (don Ramón , aunque nacido en Coruña,
se mostraba muy orgulloso de su ascendencia citomontana y solariega de Pajares)
en 1969 se procedió a la reconstrucción que fue llevada a cabo con el gusto del
eminente arquitecto, muy familiarizado con las peculiaridades del arte
cisterciense. Respondía de esa forma al espíritu de su padre, uno de esos sabios,
rara avis, que alegran de tarde en tarde la existencia de los que se dedican al
estudio de de la verdad y de los que aman la belleza. España, como demostró el
polígrafo y astur ilustre, era la patria del Dios Pan, el jardín de las
Hespérides, donde estuvo ubicado el Paraíso terrenal, en algún lugar al otro
lado de la cordillera que contemplan los muros de Arbás.
Alfonso
X nos la presenta, también como un lugar de abundancia, por la fertilidad de su
sueño y la clemencia de sus aires. Todo lo contrario, pues, del criterio que
han venido sosteniendo los escritores del 98, a mi modo de ver demasiado
encumbrados. Dicha hipotesis de locación edénica la han refrendado algunos
estudios cosmográficos recientes. Es una obsesión constante de la nueva
paleografía. El Hombre de Atapuerca ¿ era el ser humano que vio y vivió ese
paraíso?
Los
trabajos llevados a efecto por Luis Menéndez y Pidal rescataron de las ruimas a
este importante templo que permanecía en estado de abandono desde el Barroco.
Ahora pertenece al obispado de León y se halla adscrita como parroquia
dependiente del Priorato de San Isidoro. La obra de reforma fue sapiente y
decorosa.
Estudiando
su primorosa iconografía nos encontramos a un pensamiento medieval de rasgos
heliocéntricos. El Cister representa la apoteosis heliocéntrica de la
recitación hesicasta de las horas canónicas en alabanza de la Trinidad. Luego
vendría la ruptura antropocéntrica del Renacimiento. Los retablos y basas
angulares, donde curiosamente el tema religioso no es el más frecuente irradian
quietud y belleza, todo conforme a un misticismo ancestral que encuentra su
precedente en las pintadas de las Catacumbas.
Hay asimismo una constante preocupación por la transmigración y las
almas y la reencarnación. De otra forma no se explican los grifos, arpías y
esfinges de los Bestiarios. Es una poesía didáctica que se agolpa contra los
muros con una carga apodíctica y de demostración poderosísima. Lo que nos dice
un tímpano románico vale por una cascada de silogismos. La Teología inicia el vuelo.
El ángel, rotos los sellos, despliega ante la mirada atónita del creyente los
papiros de la revelación. Es la magia del “libri muti”(el libro que calla)
investida de elocuencia. Se demuestra la proposición de que “ en principio era
el Verbo”. Aquel menestral maneja una horca y éste sabio de barbas patriarcales
se inclina sobre un atanor. Un ser alado en el vértice de una de las ménsulas
se lleva el indice a los labios. Callad, hombres insensatos. Guardad silencio.
Es otro símbolo alquímico para significar la grandeza de aquel que es llamado a
un estado de contemplación viviente.
Estadios zoomórficos, antropomórficos y
vegetativos, se superponen; las tallas de arenisca del zócalo sobre el portal
confirman la leyenda augural del oso devorador de hombres y del buey clemente y
manso - Apis era adorado por los egipcios y se convierte en el toro de San
Lucas- que bajo las riendas de un auriga divino se pusieron a trabajar y
aceptaron el yugo , juntas zarpas y testuces. El oso esculpido es motivo
central del tímpano de Santa María de Arbás. El ángel y la bestia pueden
trabajar juntos, combinación de contrarios y emblema del poderío divino para
domar a las fieras y amainar tempestades.
Se cuenta al respecto que una noche de
cellisca un capataz, varón piadoso, favorecido por dotes de clarividencia y que
gozaba de una fuerza física descomunal, escuchó golpes y mugidos en el muladar.
Se levantó de la cama y con un blandón en la mano para alumbrarse y en la otra
una estaca bajó a la cuadra: un oso
había penetrado en el redil, había dado
cuenta con sus zarpazos de varias mulas y estaba acabando con la vida de los
bueyes. El buen cantero luchó con la fiera toda la noche a brazo partido. De
amanecida, cuando ya lo tenía dominado, el oso salvaje se tumbó a sus pies y habló
con voz humana de esta manera:
-
En loor de Santa María, de hoy en adelante dejaré de ser oso y me transformaré
en buey.¡Gloria a la Trinidad Augusta, amen!
Acto
seguido le lamió las manos. El animal,
ya del todo domesticado, consintió la armella y , uncido al yugo de la carreta
de los yangüeses, empezó a laborar en el acarreo desde la mañana siguiente.
Participaba en las labores del campo y entraba en la cuadriga de tiro para el
arrastre de las piedras. Esta historia tiene un sabor profético a los textos de
Isaías donde se anuncia claramente que el león se apareará con el cordero y las
lanzas serán convertidas en rejas. En ella, asimismo, se encuentran resonancias
de la leyenda del Lobo de Gubio, amansado por San Francisco. Es la mejor
metáfora del cristianismo, con su poder de transformación mediante el amor y la
palabra.
Como
consecuencia de este hecho maravilloso, el cantero se hizo monje y contaba
hasta el final de sus días que aquella noche la Virgen María le había evitado
una muerte segura librandole de las fauces del plantígrado y que este acto de
misericordia sería un presagio de lo acontecería al final de los tiempos. Las
gleras y cantiles de la base de estre monte misterioso, el Ervaso, donde las
noche de luna llena la mole de la cumbre irradia destellos sagrados, están en
el secreto de una promesa de salvación a un mundo convulso y en crisis. Justo
aquí se cerró el paso a las hordas del infiel y el avance musulmán sobre Europa
frenó frente a estos riscos imponente que son avanzada de Covadonga. En Santa
María de Arbás un misterio de viejas promesas nos cerca y nos vence como le
ocurrió al oso devorador. La fuerza bruta tendrá que rendirse ante la fuerza
espiritual. Hay que volver a resaltar esa cualidad de los cisterciense para
penetrar en la realidad ultra telúrica, esa energía invisible que irradia del
cosmos, que tienen todos los sitios donde ellos edifican templos. En
parapsicología se denomina psiquismo a este fenómeno
La
historia nos embelesa: que una bestia curupia se transforme en paciente bóvido,
se someta a la tralla y la rienda del auriga y entre en razón es una parábola
de la sempiterna lucha contra el dragón. El mito del eterno retorno. Será el
mal domado y acabará tomando el yugo de la virtud. Tendrá que unirse al
proyecto de santificación y transformación de un mundo nuevo. Algunos
apostillarán que el mal no existe, pero esta proposición no es más que una
entimema gratuita.
El
Cister recoge el testigo de esa inclinación romana por construir puentes, alzar
estatuas en lugares muy concretos dominados por lo telúrico. Siente la
ergasiomanía del mundo romano, la “cupiditas aedificandi” o fiebre
constructora. Precisamente por de dicho atavismo ergasiomaníaco, o pasión
vehemente por la arquitectura, surgieron las catedrales. La devoción a la
Virgen, como floración o resurgimiento de otras formas de adoración antigua a
Isis, Mitra, Palas Atenea, Cibeles o Afrodita del culto a la fertilidad, movió
el gran impulso, siendo el vértice de apeo entre lo antiguo y lo nuevo . De tal
modo que no haya oposición lógica entre la Mujer que aparece en el Apocalipsis
con la Mujer de esas creencias sincretistas. Después de todo, el papa acaba de
decir que Dios es también femenino.
Aquí,
en las alturas cantábricas, se clavó el primer cipo con el cartel de “No
pasarán”. Sus calcaños sujetarán el morro de la bicha. Todos los pueblos del
orbe entonarán cantos de alabanza a la Trinidad. Jesús, hijo de Dios, a través
de María, cancelará la culpa. El triangulo trinitario se convierte en
cuadrilátero. Faltaba un lado. Para
avanzar en el camino de lo perfecto lo par es necesario. Dos, cuatro, ocho,
doce... veinticuatro. Ese número áureo les introdujo a los cistercienses en la
clave del laberinto. María, nombre mágico, se repite a lo largo de los valles,
corona las cimas, elige su trono en los desiertos, colma de dicha y de armonía
los bosques impenetrables. Es sed de belleza y de infinito. Por eso, decía
Papini que todo lo que es bello tiene un entronque netamente cristiano. De esa
belleza sin una aplicación utilitaria no participa el mundo judío, que es un
mundo convulso, terrible, cultor de un dios vindicativo. Al contrario, en el NT
Dios se manifiesta a través del Amor, y éste no es otra cosa que Verdad y
Belleza, los tres ángulos del Ojo que todo lo
ve. El pecado de estos tiempos ha sido la vana observancia de acabar con
el Tabor y volver todos al Sinaí. Se trata de dos compartimentos estancos.
Aquello quedó sobreseído y es por esa incapacidad para el compromiso con cosas
que atañen al legado evangélico por lo que la verdadera Iglesia, que ha
desplazado su epicentro hacia Moscú, donde se han hecho más sanguinarios los
zarpazos indiscriminados de la serpiente, y ya no viene dirigida desde Roma,
sede de la impostura, está siendo perseguida. La primera consecuencia del
Vaticano II ha sido dejar en manos sionistas la Barca del Pescador.
Pero
esto no es más que un un accidente.
En santuarios románicos como el de Arbás
parece que el tiempo se para. La muerte es derrotada. Más cerca del cielo que
de la tierra este monasterio en un congosto de la cordillera, parece que lleva
a las estrellas en sus zancajos.
Canteras
y torrentes, gleras y algún matorral. El aire se afina. A horcajadas sobre el
lomo de la sierra las filas de roca que bajan en pendiente forman una
protuberancia radial que recuerda a la silla de montar. Un ciclope invisible ha
dejado allá su albarda de rocas por donde desciende la nieve y el corzo campa.
Aquí todo es querencia de techumbres olímpicas. Oteo la figura de una suerte de
sufra geológica que sostiene las varas de una correa de tiro invisible. Los
valles en el regazo de la pendiente seca y pelada forman una especie de alfamar
verde en lo hondo de la roca viva que sirve de cauce al río Bernésga.
Es
un escenario que conviene contemplar en noches de luna llena, con esas lunas
fuertes del septentrión que en el Bierzo parece que nos acercan con su luz
bañada de misterio al tiempo en el que reinaban los gigantes. El arte románico
con su simbología inocente parece capsular el lenguaje telúrico de estos “arva”
en un afán de superación por la senda del camino iniciático. Aquí las fuerzas
de proyección, ascensión y freno parecen haber encontrado techo. Arbás es una
especie de non plus ultra, un no va más de la ruta jacobea. “ Per arva ad
astra” (Por los campos altos se sube a las estrellas) que diría Virgilio. Todo
nos habla de esa tensión hacia lo alto, de ese deseo de superación. Desde aquí
casi palpamos la cúspide y nos sentimos reconfortados los que venimos huyendo
de la persecución.
Utilizando
medios tan humildes e incluso simbología pagana el mensaje bíblico y el anuncio
de la resurrección parecen entrar por los ojos. Por la puerta de Baco se entra
en la luz de Cristo. El ambiente es de pesadilla, como una pesadilla. No ha
conseguido el cantero un dominio de la perspectiva por lo que hay una
desproporción y una mal trabada
melanthesia que tornan
monstruosas las representaciones dionisíacas de hidras, grifos, sierpes,
huríes, arpías, cerastes, víboras cornúpetas, monjes con cabeza de perro,
ardientes llamas que son como convulsiones de las Euménides, y el Mono de Serapis, del que se dice que era
hijo de Cronos, porque establecía el padrón de división entre los días y las
noches. Justo a cada hora orinaba. Este plano escatológico de parábola
iniciática y de jeroglífico se combina con la cotidianidad más tosca y absoluta
- es un arte para entrar por los ojos con pocos resabios intelectuales- de
cosechas y vendimias, frailes que escuchan un sermón o andan a capítulo como en
los cimacios del convento de Santa María de Nieva. Aquí, en Arbás, todavía no
se ha llegado a ese candor. Habrían de pasar dos siglos. En el mudéjar aragonés
a estos elementos figurativos se agrega la escritura cúfica.
El
matiz dionisíaco de los monstruos sagrados que configuran la iconografía del
románico es inalienable. El artista no renuncia a la materia, expone en toda su
crudeza la realidad de la vida, la presencia del mal, la acción del diablo,
pero con ahínco trascendente trata de divinizar esa materia que se nos ha
legado el Salvador. Las alusiones a sus
poderes taumatúrgicos son indeclinables: el pecado se convierte en gracia
santificante. En la piedra está Platón,
Aristóteles y se va al encuentro de las enseñanzas de la cultura del Nilo de la
mano de Hermes Trimegisto, junto con las enseñanzas del Genésis, el Libro de
Ruth y los aforismos de los Doce Profetas. Los círculos se entreveran formando
una pirámide helicoidal. Todo en un revolutum por el que se llega a la verdad
inalienable de la sindéresis cosmogónica. Todo se contradice en apariencia, per
recuperamos el hilo de los razonamientos y vemos que todo cuadra debajo de una intención devastadora.
Nos empapamos de semiótica. Del panteísmo y del Logos griego arribamos a la
exaltación del Cristo en majestad, juez supremo de todas las cosas, centro
inmóvil del movimiento que circula por doquier y estalla en la música de las
esferas. Palpamos, en definitiva, lo inefable.
La
Carta de Caridad aspira a la fusión del ámbito de los sensible, y de lo
ultrasensible, del alma y el cuerpo, del todo y la parte en Cristo Jesús. En
ella se rechazan los postulados de la ley vieja y los errores de Mahoma, mas en
ningún momento se condenaba a los hermanos extraviados del judaísmo o los
adeptos de otras sectas. En casi todos los asentamientos cistercienses aparecen
alarifes moros y banqueros israelitas. Los templarios fueron mucho más allá.
Tras la misa - es una pena que los rituales fueran quemados con Jacques de
Morlay y que ardieran con él en la pira de la Bastilla en 1315- rezaban en
comunidad junto con la oración a San Miguel, protector de iglesia y sinagoga,
el “Escucha Israel” de los rabinos y la” alfadía” que repiten cinco veces al
día los cadíes . No se practicaba la intolerancia per se étnica o racista, pues
todos los hombres somos iguales, redimidos por la sangre del Salvador. Ese fue el primer gran hallazgo de los
cruzados, pero, con arreglo al espíritu de la época, en caso de ataque
defendían la fe con la espada. A lo largo de la ruta de las peregrinaciones
sobre todo en el camino de Santiago fue erigido un glacis de protección a los
caminantes . Las ordenes militares se encargaron durante siglos de esa
protección permanente, y, cuando asomaba en lontananza el almoflate o trinquete
de la Media Luna, subiendo por el sur, y la linea del horizonte se convertía en
un bosque de lanzas , de rodelas y aljubas, sonaba el toque de llamada al grito
de Santiago cierra a España, y monjes y soldados convocaban a la hueste para
aprestarse a la defensa. El sant y seña santiaguista se contraponía al que
proferían los almuedenes desde lo alto de las mezquitas “yilla ilah alá”. Se
pensaba a pie juntillas - creencia seguramente esotérica- que el Hijo del
Trueno defendería a los que llevaban la cruz encarnada a manera de peto sobre
su brial. Ciertamente, el grito olímpico de “Santiago cierra España” fue el
muro contra el que se estrellaron las pretensiones de conquista del Islam que
sonó desde poternas y barbacanas de los
monasterios almenados.
Aquellos
frailes hacían la guerra defensiva pero nunca practicaban el derrotismo
psicológico que pavorosamente agarrota a la cristiandad al día de hoy. Moros y
judíos preferían vivir aparte segregados en sus aljamas con arreglo a sus
costumbres y sus propios códigos legales. No eran molestados para nada. De no
haber sido por ese espíritu tolerante, no hubiese cabido esa interacción tan
fructífera que ha dejado poso a lo largo de los siglos en nuestra forma de ser:
cientos de palabras de origen semita, multitud de costumbres, supersticiones,
creencias. No. La barbarie no es cristiana. Y ahí están, para probarlo, la
Mezquita de Córdoba y la alhambra de Granada. Son ilusos los que consideran que
Mahoma es tolerante, cuando desde Despeñaperros para abajo apenas quedan
vestigios arquitectónicos de la importante cultura bizantina antes y después de
la fecha fatídica del 711, mientra que, desde la sierra de Guadarrama hacia el
Duero son muchos más importantes los vestigios que se conservan. La jarca,
cuando llegaba, arrasaba, talaba e imponía la cuna coránica que empieza a
mostrar su talante exclusivista desde la primera sura:” No hay otro dios que
Alá, y Mahoma es su profeta”, una ley que allí donde llega tratará de
imponerse, o por las buenas o por las malas.
Por
eso, encuentro una verdadera gracia divina mi acercamiento en peregrinación al
Paso de Arbás . Su presencia es un símbolo que alza su espadaña de advertencia
a la apostasía y a las maulas en que nos hacen vivir los herederos de don Opas.
La mentira y la credulidad fueron la llave de la traición que abrió la puerta
de España a los sarracenos. Me parece que en forma de nube la sombra de Don
Rodrigo se pasea por las cumbres vírgenes de Peña Urbina cantandole estrofas
plañideras a su Cava. Por una hurí
casquivana y un rey atolondrado vino a
perderse España. Sin embargo, en este verano último del siglo, de eclipses y de
impasses, se alza la sombra de protección de este adoratorio, que abre la
puerta al helicón astur, como un bastión eterno. Quizás las campanas
desmelenadas tengan que volver a expandir por la campiña su mensaje de bronce,
tocando al arrebato al son de “ Santiago cierra, España”. No se trata de un
grito agorero. Es casi una premonición. ¡Y que
Santa María nos valga!
*********
******
***
*
CAPÍTULO
IV
CATALINA DE SIENA Y LA DOCTRINA SOBRE EL PURGATORIO
*
una
vida llena de raptos, clarividencias y otros prodigios.
*
Santa Catalina es una demostración de cómo Dios se revela a los humildes y se
oculta a los soberbios, poderosos y sabios de este mundo.
*
Salvó a la SRI en un tiempo tan difícil como fue el Cisma de Occidente. Sus
oraciones sirvieron para que el papa Gregorio XI se restituyera de nuevo a
Roma.
***
En mi
corazón no hay diferencia de sexos. Yo fui el que hizo al ser humano varón y
hembra y para mí no hay distingos ni
condiciones - le decía un día el Señor a Catalina de Siena en aparición
particular -. Y yo hago lo que quiero.
Por eso, deseo que sepas que en estos tiempos el orgullo de los hombres se ha
hecho tan grande, especialmente el de aquellos que se creen sabios y discretos,
que mi justicia ya no puede resistirlos y está a punto de confundirles mediante
un justo juicio. Pero, como la
misericordia está en mí siempre al lado de la justicia, quiero antes darles un
aviso para que se reconozcan y se humillen, como hicieron los judíos y gentiles
cuando les envié personas ignorantes, pero a quienes había yo llenado de
sabiduría. Sí; yo les enviaré mujeres débiles e ignorantes por naturaleza pero
prudentes y poderosas con el auxilio de mi gracia para confundir su ignorancia.
Si reconocen el estado de locura en que se encuentran, si se humillan,
aprovechandose de las instrucciones que les enviaré a través de mis mensajeros
débiles, tendré misericordia de ellos “
Este
párrafo encierra la clave para comprender el proceso misterioso de las
apariciones en la Iglesia Católica y el controvertido tema de las Mariofanías, desde la de la Salette a la de
Lourdes, pasando por Fátima, El Escorial, Medjiogore y otros muchos lugares
donde se registran episodios preternaturales. Aunque es una capucha muy amplia,
en el que puede esconderse de todo; desde la fraudulencia al misticismo.
Está claro que Dios no puede utilizar el mismo lenguaje que el de los hombres.
Que nos movemos en un plano convencional. No hay visiones oculares apenas, sino
intelectuales. La gracia del contacto físico con la deidad muy pocos la han
tenido verdaderamente.
Hecha
esta observación, hay que decir que no
se puede entender la Redención ni incluso el Covenant sin esta predilección que
muestra la Sabiduría Increada por los pobres, por la más abyecto y despreciado.
Es una convocatoria a las nupcias espirituales del divino novio con las almas
de su dilección. Él al que escoge, lo escoge.
Con las escurriduras y detritos vuestros, y las piedras que vosotros
rechazabais, yo formé mi templo. Seleccioné con los sillares que vosotros
mandabais al estercolero mis columnas foreras. Fueron los pobres los arcos
basales del edificio de la redención. Dios nos lo advierte. El Dios de los
milagros y de la intervención de su potestad para abrogar momentáneamente las
reglas por su augusto designio arbitradas es y está, mal que les pese a muchos
positivistas fanáticos y blasfemos, ebrios de racionalismo y de cordura. Nunca
sabrán entender las locuras del Espíritu Santo.
El
caso de esta sencilla burguesa, hija de un tintorero de origen mahometano y
convertido al cristianismo viene a corroborar lo afirmado. Hay que tener en
cuenta que la SRI (iglesia Romana) atravesaba por una de las crisis más
profundas que se habían conocido. La humilde virgen toscana recibió el designio
del Señor para hacer las veces de embajadora y plenipotenciaria de sus deseos
ante los grandes de la tierra, papas, cardenales, reyes. Su cometido fue acabar
con el denominado cisma de Occidente. Estaba secuestrado el Romano Pontífice en
el destierro de Aviñón. Las reformas de dominicos y de franciscanos no habían
sido óbice para que Roma fuera un ahechadero de corrupciones, simonías,
salacidades, incluso crímenes. Tanto fue así que esta “ignorante”, cuando fue a
entrevistarse con el pontífice a la sazón reinante en Aviñón, Gregorio XI, un
francés que no sabía italiano, saludó al vicario con estas palabras:
-
Debo de declarar que Roma está infectada de vicios, Santidad.
El
papa guardó silencio.
Dos siglos antes, otro monje de gran inocencia
de vida, reprendía al todopoderoso Eugenio III con un réspice que debería dar
que pensar y recapacitar a los que, en un deseo, quizás loable de defender al
vicario de Jesús para ponerle a cobro de sus enemigos, quieren mermar la
santidad de la doctrina de aquel que lo ha escogido para el gobierno de su grey
y le dijo:
-
¿No os dais cuenta, Padre Santo, que no sois más que polvo vilísimo y que
dentro de seis meses estaréis siendo pasto de gusanos?
Era
Bernardo de Claraval
Catalina
de Siena una pobre mujercita fue la escogida para enderezar los caminos
torcidos tras el llamado Cisma de Occidente.
Por encima de hagiógrafos y detractores, resulta un hecho incontrastable
y un claro ejemplo de lo mucho que puede Dios. La entereza de esta hija de Sto.
Domingo que iba por Italia predicando la
penitencia, dejando una estela de santidad y de conversiones (sus seguidores
eran los famosos “ caterinati” incondicionales, gente aventurera o de aluvión,
el equivalente a los “ yurodivi” rusos,
practicantes de la negación total, incluso la de la propia honra y practicantes
de la “ kenosis” o autoaniquilamiento. Eran los
locos de Cristo, el cual tantas veces en la historia toma por la senda
menos convencional y se une al grupo de los pobres, de los desposeídos, de los
borrachos) demuestra que el sometimiento
a la voluntad divina por parte de aquellos que siguen al Salvador y tratan de
imitarle en la inocencia de vida ha de tener prelación sobre la autoridad
humana. Dicho de otra manera- una vez más - Dios escribe con renglones torcidos
al derecho y confunde a los soberbios, hace ludibrio de los poderosos y se
muestra como el verdadero Señor de Israel de la forma más inesperada. Como
cantó María de Nazaret en el “ Magníficat”.
Taumaturgia.
Un
rosario de prodigios y de predilecciones celestiales encauza la vida de esta sierva de Dios. Su biografía
parece increíble vista desde la perspectiva de 1999 cuando las mujeres se
engríen, se fomenta el adulterio y es de buen tono incluso la fornicación.
Empiezo a escribir este estudio el primero de diciembre en que celebramos el
Día Mundial del Sida, cuando todo el mundo es solidario, pero nadie se
arrepiente. Ayúdame, Catalina, virgen de
Cristo, a hacer una canto a la castidad tan necesaria en estos tiempos y
enseñame la humildad de no tener que callarme, acomodaticio, ante los
improperios, transgresiones y pecados de omisión. Rodeado por ellos vivo.
Nació
en Siena, ciudad toscana, en 1347. Su madre se llamaba Lapa y su padre Jacobo
Benincasim. Vino al mundo en un parto doble, que hacía el número veinticuatro
de una vasta prole habida de la unión del tintorero y Lapa, una mujer de
singular belleza. La madre era una gran vividora y tenía mucho miedo a la
muerte. Pero un milagro de su hija haría que Lapa pudiera alcanzar edad
provecta. Sin embargo, esta prolongación
de la existencia no fue un don sino una especie de castigo, porque vio morir a
muchos de los suyos, cosa que lleno de tristeza los últimos días de la anciana,
como más adelante se verá.
Su hermana mielga se llamaba Juana. De niña era tan rica y graciosa que sus
padres la llamaban Eufrosine, que en
griego significa alegría, encanto, porque ya en aquella edad tierna era el encanto y la alegría de los que
la miraban. A los tres años se sabía el Ave María. Sus juegos no eran con
muñecas sino con cromos de santos ,y a los ocho años quiso huir, como Teresa de
Avila, al desierto; poco después, formula el voto de castidad ante un icono de
la Madona con la siguiente fórmula: “ Prometo ser siempre tu esposa, Jesús
Salvador y conservarme sin mancha “. Desde los ocho años en que profesa este
voto de virginidad hasta la hora de la muerte, a los treinta y tres, nunca
faltó a su promesa, ni cometió pecado de impureza. Lo proclamó en su agitada
agonía, cuando los diablos, que habían sido contumaces adversarios toda la
vida, no quisieron dejarla en paz ni en su lecho de muerte. El tránsito no fue
dulce, ni mucho menos. Rara vez los escogidos gozan de una muerte beatífica.
Han de pelear hasta el fin. Eso le ocurrió a Teresa de Lisieux, al cura de Ars
y a la ilustre y tantas veces rememorada mentada Teresa de Avila. Es un rasgo
de los grandes taumaturgos. Francisco de
Asís, muerto de tracoma a los treinta y tres años, permaneció delirando siete
día consecutivos hasta rendir el último suspiro. Mucho tuvo que sufrir en
embestidas del diablo, pero, con la ayuda del Señor pasó la prueba. A Teresita
los demonios en su lecho final le tentaban
con la obsesión de que no había otra vida. Sentía una angustia terrible, pero, cuando exhaló el
postrer aliento, una paloma se posó en el alfeizar de la celda, derramándose
por toda la estancia una fragancia de aromas exquisitos. Los mayores santos son
hostigados con dudas y con vacilaciones hasta el final.
Pronto
empezaron las grandes penitencias. Permanecía todas la semana sin comer. Dormía
en el suelo con una piedra por almohada y una cadena de hierro la llevaba
arrollada a la cintura a modo de cilicio. Su madre que quería casarla con un
rico mercader de Siena no desperdiciaba la ocasión de humillarla en público. En
cierta ocasión, la arrastró por el suelo, cuando, después de mandarle quitar la
toca, vio que Catalina, en señal de penitencia se había tonsurado los cabellos.
Esta
oposición materna, con ser empecinada, también la consiguió vencer, aunque su
madre era partidaria de que contrajese matrimonio con uno de sus muchos
pretendientes. Se dice de ella que no era hermosa, pero que tenía un algo
especial. Su voluntad era de hierro. Hubo de huir de casa. Solamente un
puñetazo en la mesa dado por su padre, el buen tintorero de Siena, al cual
amaría tanto nuestra Catalina, conseguiría vencer la oposición materna al
monacato.
-
Catalina es libre. Podrá hacer lo que quiera..
Dejadla ir a su aire.
Profesó en la Orden Tercera de Sto. Domingo de
Guzmán. Las dominicas estaban siendo un revulsivo contra la depravación de
costumbres. Sus conventos eran viveros de misticismo donde se contemplaba los
grandes movimientos de la reforma, cuando la cristiandad se encontraba sumida
en las tinieblas del cisma, provocado por Clemente V..
Dieron comienzo otras pruebas. El Divino
Esposo le regala con todo género de gracias especiales y de visiones, pero la
santa duda de si todo esa clase de prodigios no pudiera ser artificio del
enemigo de los hombres y Jesús le pone a prueba. Le dijo que para saber
distinguir los milagros de Dios de los del Maligno hay que empezar por
aborrecer toda vanidad, por mortificarse y por morir a sí mismo (kenosis, que viene kεvωσ, y significa vacío, exinanición contigo). Si alguien
siente algo así como halagos y le gusta tener fama de santo, ello no es buen
signo. Los favores celestiales empiezan
siendo pruebas, amarguras, crucifixiones, oprobios y más tarde se
transforman en bendiciones. Antes, ha de morir el yo. Hay que despojarse de uno
mismo. La ruta angosta por la cual lleva Jesús a los que elige es así de
sorprendente, y casi siempre siguiendo los mismos pasos. Dios puede llegar a
parecer desconcertante. Nadie puede poner puertas al campo. Su actuación sobre
las almas a las que aparta para las nupcias espirituales resulta inquietante y
alborotadora desde el punto de vista de la prudencia de la carne y de los
respetos humanos. Es en virtud de este misterio carismático que vuelve
inexpugnable e indomeñable al cristianismo, fuerza de redención y nunca de
condenación. No queráis clasificarlo, ni ponerle etiquetas, porque el
Omnipotente se sale del fichero. Él es el Amor invencible.
En
la ciudad de Siena pronto empieza a cundir su fama de taumaturga. Para unos se
convierte en piedra de escándalo, para otros en paradigma prodigioso del
Espíritu de Dios. A cierta mujer que tenía lepra acude todos los días a cuidarla. Besaba sus
heridas y para vencer el asco y el horror que le inspiraba la enferma Catalina
llega sorberse los humores que manan de las pústulas. Al cabo de tres semanas,
ella misma se contagia de la enfermedad
de su paciente, pero, cuando ésta, que había pagado con ingratitud sus desvelos,
entra en coma, de repente, la lepra de Catalina desaparece. En otra ocasión es
una cancerosa, Teca, una beguina, del convento de las Hermanas de la Pobreza de
San Francisco. Sus llagas despedían un hedor que tiraba para atrás. En su
cámara olía a perros muertos; nadie era capaz de subir a cuidarla. La cancerosa
aparte de estar enferma, era una infame.
Injuriaba a su enfermera diciendo cosas terribles, incluso llegando a atacarla
- era una añagaza del artero y malvado Padre de la Mentira que urde los más burdas acrimonias con tal
de confundir a las almas - por el flanco
que más le dolía, y que era la virtud de la continencia. Un día que subió un
poco tarde a cambiarle los apósitos, le dijo sin ningún remilgo Lapa:
-
Mucho tardaste, Catalina en venir. Por lo que veo, te gusto yo menos que tus
frailes. ¿ No es el padre prior uno de los que te sofaldan y tú te dejas hacer? ¡Porque te gusta eh! ¡
Así prolongas tanto la acción de gracias después de la misa!
-
Hermana. ¡ Por Dios! ¡ No diga eso!
Sin
embargo, la enferma no dejó que increparle todos los días con sus embustes y
falsos testimonios, acusandole de haber faltado a su voto de pureza formulado
ante el altar de la Virgen, cuando Catalina tenía ocho años. Ella no era una de
aquellas beguinas celestinescas que en aquellos años acababan liándose con
algún fraile. El pecado de impureza encubierto y la hipocresía sigue siendo una
cuestión pendiente, y sin solución, dentro de los muchos males que afligen a la
Iglesia latina y hoy, con la impostura picando a las puertas de Occidente,
arrecian.
Venciendo el asco que le inspiraban aquella
boca y aquel cuerpo hediondo, no dejó por eso de acercarse a asistirla. Recibía
los improperios de la paciente con una serenidad augusta de cariátide griega.
Un día le dijo:
-
Yo te perdono y Cristo te perdona, hermana mía, porque no eres tú la que dice
esas barbaridades; es Satanás quien las inspira y quiere entrar en ti. Como
prueba de inocencia y de vida inmaculada,
yo te ordeno que dejes el cuerpo de esta mujer.
Catalina
hizo un milagro. La pobre encancerada, libre ya del zaratán que la tuvo a las
puertas de la muerte, se arrojó a sus pies y pidió perdón a la santa y fue por
toda Italia peregrinando como penitente y cantando las alabanzas de la Rosa
mística de Siena, a través de cuya intercesión estaba obrando el Señor tantos
prodigios. Se unió al grupo de Lisia y de Alessia, de Pietro y de Tomasso, los
otros “ caterinati”.
Su
caridad y amor al prójimo, a toda prueba, fueron demostrados en otras
ocasiones, cuando siguiendo el ejemplo de otros grandes santos caritativos,
como Martín de Tours y Nicolás de Mira, se quedó en cueros literalmente para
vestir al desnudo. Para ella tenía prelación la caridad sobre la modestia. Sólo
santos taumaturgos como ella fueron capaces de tanto heroísmo. No conocía
cortapisas, porque ella capaz de decirle al jefe de los sacerdotes lo que los apóstoles: “ Es mejor obedecer a
Dios que a los hombres y éste
fue un poco el misterio en el cual se sustenta toda la grandeza de su
personalidad. Era Catalina una italiana de rompe y rasga, partidaria del todo o
nada, nunca las medias tintas. Una rebelde a lo divino. Tenía un fuerte
carácter, aunque también, llegada la ocasión, sabía ser diplomática.
Éxtasis
Ni
médicos ni psiquiatras se han puesto de acuerdo a la hora de esclarecer y estudiar
debidamente estos fenómenos misteriosos de catalepsia. El arrobo místico,
cuando es verdadero y no fingido, se escapa a cualquier lucubración científica.
Es la cumbre del rapto, la quinta morada de la comunión espiritual con el
Amado, como demuestra el estudio de la vida de los místicos. Francisco de Asís
experimentó la vulneración. Esto es: experimentó sobre su propia carne la
herida en el costado infligida a Jesús en el Calvario. Como Pablo de Tarso. Teresa de Jesús padeció
la transverberación. Su corazón fue traspasado por una ángel. El caso de
Catalina de Siena es más singular, pero no menos sorprendente. Un día le fue
arrebatado el corazón por el Esposo. De resultas de aquel acto de entrega, le
quedó en el pecho una enorme cicatriz que vieron algunas monjas de su orden, y
atestiguarían más tarde en el proceso de canonización (subió a los altares en
1411) su confesor fray Tomás y sus biógrafos. En este hecho se cimienta la
devoción cordimariana y la devoción al Sagrado Corazón de Jesús populares en
Francia durante el siglo XVIII. Al ir a comulgar Catalina - el fenómeno se
repite con Margarita María de Alacoque - veía como un brasero u horno encendido
que le entregaba el sacerdote celebrante.
La
devoción eucarística tiene un fuerte implante en la Edad Media. Es el acicate
contra la herejía de los cátaros o albigenses,
inspirados en las doctrinas del herético Berengario. Es una forma de manifestarse Dios a través de
una grandeza que muy pocos comprenden. La palabra eucaristía proviene del griego ; significa
acción de gracias y agrado, satisfacción
consigo mismo y con los demás. Es el principal sacramento de la Iglesia basado
en las palabras de Cristo en la última cena, aunque el misterio de la
transubstanciación choque con los que en teología han defendido el concepto de
memorial o remembranza, y todavía algunas incógnitas no hayan quedado
despejadas . El triunfo de la eucaristía se produce precisamente cuando el
Islam y el Imperio otomano estaban arrasando media Europa. El Islam considera
un sacrilegio, algo inconcebible, que alguien pueda mascar y comer al propio
Dios. ¿ Pero no forma parte este fenómeno de uno de los grandes arcanos del
Mandamiento Nuevo, y de la Religión del Amor? Que sea la hija de un italiano de
origen morisco, Giacomo Benincasim, quien defienda la transubstanciación en un
tiempo en el cual los sacerdotes no celebraban ni consagraban todos los días y
que ella durante cuaresmas enteras no probase otro alimento que la hostia
consagrada resulta un hecho significativo y singular.
Sin
embargo, el dogma de la eucaristía no forma parte del cuerpo de doctrinas de la
Iglesia hasta Santo Tomás de Aquino, su gran impulsor en Europa. A este otro
santo italiano se debe la maravillosa teología de la transubstanciación. En
Oriente había formado parte del corpus de la fe, pero no de forma tan radical.
Para ellos eulogía y eucaristía son
partes del mismo todo. Quizás algunos , más papistas que el papa, debieran de
mirar para los hermanos separados, que siempre han mantenido una práctica más
comedida, menos dogmática, y por tanto más cristiana, al respecto. No se puede
matar por esta cuestión y precisamente una de las cuestiones que alimentan la
maquinaria trepidante de las guerras religiosas de la edad moderna, fue la
disputa real entre católicos y luteranos sobre la presencia real o rememorada
de Cristo en el pan y en el vino consagrados. Los bizantinos, siempre
recalcitrantes a todo anatema, defienden esta creencia por la Tradición, pero ,
nacida de un compromiso de fe voluntaria. Más bien como practica piadosa. Sin
embargo, desde los primeros siglos, los sacerdotes han repetido la formula
maravillosa de “ Este es mi cuerpo y esta es mi sangre”.
Durante los primeros siglos de la Iglesia,
los cristianos se reunían para las comidas en común que eran ágapes y que
tenían carácter funerario. Las misas en
la Alta Edad Media se celebran al calor convival y no es tanto el hecho físico
de la degustación del cuerpo de Cristo como la celebración del memorial de su
pasión. En los primeros siglos la palabra “eucaristía” y “eulogía” (pan bendito que hace hablar bien) se entreveran. En la
actualidad, al socaire de influencias
protestantes, se habla en la Iglesia de conmemoración de la Cena y los teólogos
incomprensiblemente parecen haber aparcado la cuestión de la transubstanciación
bajo las dos especies. Esté o no esté de una forma real o simbólica, el hecho
es que Cristo vive en el mundo. Su espíritu es indestructible.
Para
la tranquilidad de algunos que nos puedan considerar sospechosos de herejía,
adveramos que únicamente en la Santa Iglesia Ortodoxa, donde se siguen
comulgando bajo las dos especies, la consagración se lleva a cabo, conforme a
las rúbricas exactas y antiguas de las Cartas Apostólicas, no de espaldas a la
cruz, sino en el interior del iconostasio, que es el “ sancta sanctórum” donde
se consuma este milagro diario, pero nada rutinario, de la redención. Las
rúbricas litúrgicas incoadas con motivo de las disposiciones del Vaticano II,
por desgracia, acercaron la postura católica a la protestante. Lutero, que en tantas y tantas cosas llevaba
razón, cometió un error mayúsculo en este tema glorioso de la conversión
absoluta del pan y del vino en la sangre de J.C. El agustino alemán mentía por toda la barba.
Marró de punto a punto. Pero seguramente Dios le ha perdonado. No protestaba
contra Dios sino contra los abusos cometidos por aquellos que se dicen sus
vicarios y ministros.
Contemplados
los hechos al trasluz de los siglos, se observan que las devociones, como cosa
humana, vienen y van con arreglo a las apetencias, modas y gustos. También los
hombres vienen y van. Sólo Cristo permanece. ¿ Cómo dar cumplida interpretación
a lo que parece una demasía inefable de los santos? Estos desaforados casos
pertenecen a la cumbre mística, algo impenetrable. Con ojos humano, discutible,
pero nunca a la luz de las cosas de los espíritus. Muchos santos estaban locos. Eran unos orates de
Jesús y así se explica esta devoción cordimariana o mesiánica que ahora podrá encontrarse en crisis, no en
sí misma, sino por causas extrínsecas. El corazón de Jesús es un baluarte de
amor contra el odio, un refugio en la
promesa. Esta categoría es ineluctable y permanece inalterable, pero siempre
merece la pena estudiar estos fenómenos en el contexto del que irradian.
Para
entender el amor de Cristo uno de los personajes más maravillosos del Evangelio
es María Magdalena, la mujer pública, que unge sus pies y le llama rabonni “ maestro mío”, la que pecó pero
que permanecería luego treinta y tres años en el desierto sin probar bocado,
alimentandose sólo de la eucaristía que le llevaban los sacerdotes. Eucaristía,
Tebaida, el cuervo de San Antonio, las disciplinas de San Arsenio y San
Pacomio, las barbas de Macario y de Hilario entran en juego para explicar este
rapto de amor. La Huida al desierto. El cuerpo de Cristo que nutre a los
penitentes y les infunde fuerzas para vivir, sin necesitar de tener necesidad
de otro alimento humano. La alemana
Teresa Neumann, que es relativamente moderna, se tiraría treinta y tres años sin probar otro alimento
que la hostia consagrada. Pero, metidos en interrogantes, ¿ donde acaba el
fervor, la verdadera santidad, y dónde se da pábulo al exceso? He ahí la gran
interrogante de una cuestión maravillosa. Estos excesos pondrían en pie de
guerra, en parte justificadamente, a los hijos de Lutero, pero, en contra de lo
que consideran algunos descreídos, el verdadero misticismo arroja como
característica la posibilidad de que se den todos esos imposibles, tales
atropellos y descarríos del amor (el que ama nunca se equivoca) que demuestran
la índole esotérica y sobrenatural, irreducible, de la religión del Galileo, la
cual marcha por la historia entre las
luces y las sombras de la exaltación, la contraofensiva, a contrapelo de la
soberbia humana y a veces del fanatismo. Porque el pecado forma parte de la
índole del hombre. No tomemos al hombre
demasiado en serio. Sólo nuestro pantocrátor es Cristo y es en su nombre que se
producen estas locuras, estos milagros del amor. En esos pobres locos se
manifiesta el espíritu divino. Las apostillas, las acusaciones, los anatemas
pertenecen al cosmocrator, esto es:
al Malo. Y Cristo lo derrotó, porque impugnaba el reino de Dios.
A nuestra religión los acaramelados e insípidos
hagiógrafos con buena o mala intención,
pero poco objetivos, la hacen un flaco
favor. Sin embargo, estos casos de exaltación demuestran que somos algo más que
un conjunto de huesos, tejidos y arterias. Mediante la virtud y la renuncia a
sí mismos, el hombre y la mujer pueden
llegar a semejarse a los propios angeles. ¿ Por qué no lo intentamos? Los
frescos bizantinos y las maravillosas composiciones de Fr Angélico invalidan la
tesis del evolucionismo de Darwin.
Mediante el poder de la voluntad y la gracia divina el ser humano sería capaz
de zafarse de las constricciones alienantes que sujetan su instinto a la
materia. La dulce Eufrosine es un señuelo que convoca hacia esa excelsitud que
trae al pairo al hombre del fin milenio, que ha perdido el sabor y el saber por
las cosas de Dios y se animaliza sin remedio, porque el materialismo le dice
que no tiene por qué creer en aquello que se tiende más allá del alcance de la
vista. Ella representa el perfume imperecedero de las almas escogidas, del
justo de Israel que se mantiene inmaculado en el fango que lo rodea.
Su
nombre va asociado al del lirio, como el color siena que expresa una estética
de delicadezas tersuras donde la neta exactitud y la beatitud se dan la mano
debajo de las arcadas pintadas por Fr
Angélico para enmarcar sus cuadros, que no son otras cosas que seráficas representaciones de la vida celeste,
entrevistas por un agujero. Todo tiene la fragancia de la calta y la azucena de
los huertos amados, de los pensiles no hollados donde aparecen ángeles de alas
tersas y expresión serena y Vírgenes que desde su regazo entregan al mundo la
belleza de sus desposorios con el Verbo Encarnado. ¿ Cómo podremos vivir y
respirar sin esas exageradas demasías de la devoción apoteósica del espíritu
europeo, de su cultura, de su arte, de su recogimiento y de su silencio?
Catalina,
estigmatizada por la lanza de Longinos, es un dechado de las perfecciones
femeninas, en las cuales parece haber dejado de creer la mujer de hoy. No
importa. Ella sigue representando en su magnitud el heroísmo de Ester, la
belleza de Judith, el amor y la simpatía de Rut y de Rebeca. Hay en todas estas
cosas muchos del yo místico que desconocen aquellos que no han tenido el gusto
de ser partícipes de tales experiencias. La perfección, tal y conforme la
venimos entendiendo la santidad, no es una perfección de nimbo y de hornacina a
la medida. Dios conoce el modo de romper todos los moldes. En todo santo habrá
siempre algo de iconoclasta. Ellos - para eso están ahí - siempre tuvieron a gala poner las cosas del revés.
Esta rebeldía de la santidad tiene mucho que ver con el duelo de muerte que libra Cristo contra el
diablo, las fuerzas oscuras y la soberbia del mundo.
Sólo
vivió treinta y tres años, la edad de Jesús y los que María Egipciaca, su
prototipo, pasó en la Tebaida. La familiaridad con los ángeles y con los santos
era en ella un hecho habitual. Una de las cosas que explica la angustia
imperante es la ausencia o el silencio de Dios; un problema que no existe para
el hombre o la mujer de fe. Hoy se aceptan los trucos de la televisión o las
bizarrías del mago David Copperfield, se piensa que es dogma de fe todo lo que
alienta detrás de las candilejas midriáticas. A muchos se les dilata la pupila
y los dedos se vuelven huéspedes a la vista del boato y de la pompa terrenal.
Algunos periodistas y personalidades televisivas son aceptados como oráculos.
Su algarabía no deja que hablen los santos. Expresamente, se opta por la
algarabía de los charlatanes. Por lo general son gente vacía. Vivimos en un
mundo virtual en el cual el dinero, que es algo místico y cabalístico, es el
único dogma. Sin embargo, no se admite que el Creador pueda dirigirse a sus
criaturas, que pueda Dios hablar y aparecerse a una pobre sirvienta cuyos mensajes no son de recibo porque quebrantan
los esquemas preconcebidos. Una santa como Catalina de Siena demostró que Él es
el que Es y Está. Siempre Estará. Representa un hecho de la cotidianidad por
encima de supersticiones, brujerías y ensalmos, aunque por supuesto tenemos que
aceptar la existencia de una divinidad subjetiva, a la que se puede acceder
razonablemente por los caminos de la ciencia contrastada y la objetividad. Lo
que Dios no tolera es a los tibios, a los que no toman partido. A ellos los
empezará a arrojar de su boca.
El
que el Apóstol de los Gentiles la echase un rapapolvos para mirar para otra
parte y distraerse durante un éxtasis, no deja de revestir un hecho ingenuo del
cual Catalina saca partido cuando explica en una de sus cartas que” si la cólera de Pablo fue para mí un hecho
terrible, ¿ qué no sería el rechazo de Jesús con los condenados el Día del
Juicio Final?”.
Pablo hace honor a su fama de vehemente e
impulsivo en este retrato que de su persona realiza la monja dominica italiana.
Gregorio
Marañón, al que apasionaron de siempre los fenómenos paranormales, dice que la raya de separación entre el
fervor y la superchería es casi imperceptible. De ahí que en el siglo XVII
español proliferaran tantos alumbrados o místicos de pacotilla. Un místico y un
iluminado se parecen mucho, pero el primero refleja un convencimiento mientras
en el otro los fenómenos preternaturales
responden a una enajenación de las potencias, a intervención diabólica. Sin
embargo, todo iluminado nunca dejará de ser un místico, aunque de segunda
categoría. En la realidad él ve cosas que otros no ven. Para el hombre de hoy
estos ringorrangos pueden sonar a denuestos del agua y del vino, pero el
medieval, que vivía y moría empapado de teología, se encontraba incurso en la
problemática. Nada tiene de particular, pues, que a una santa otro de la corte
celestial la reconviniere y a una
iluminada - pasó con la Beata de Piedrahita - se le ocurriese apostrofar a la
Virgen llena de celos místicos por haber concebido del Espíritu Santo. “ Tú fuiste su madre, pero yo soy su mujer “
le dice la exaltada nuera a la Madre que calla.
Paradójicas situaciones como ésta se han venido dando con frecuencia en
los conventos femeninos y Teresa, que era una gran experta en estos negocios de
raptos y arrobos, visiones, premoniciones y avisos, pero que, conociendo a las
mujeres, despreciaba la beatería y el
iluminismo, pone en guardia contra tales desvaríos. Las visiones y raptos de
Catalina de Siena, por estrambóticos o exagerados que parezcan, responden a un
hecho real e incontrovertible: su amor a Cristo y su amor a la Iglesia.
Teóloga.
Mas dejemos todos estos
episodios.
En mística la frondosidad no permite ver el
bosque. Son cuestiones casuísticas que no llevan a ninguna parte. Pocos sabrán
que la gran doctora de la Iglesia - después lo han sido Teresa de Avila y
Teresa de Lisieux -, era semi analfabeta. Son curiosas las grafías que la
Doctora Abulense nos lega en sus escritos en sus extrañas citas incorrectas en
latín, lengua con la que tenía no pocas dificultades, pero que en su desacuerdo
con las normas gramaticales son un tesoro para estudiar la evolución prosódica
durante la Edad Media de la lengua de
Virgilio. Así cuando dice, parafraseando el Libro de Salmos:” laetatus sum in is qui dixerunt mihiqui in
domun Domine ibimus..(sic). También, tenemos el caso de Sor María de Ágreda
quien en sus escritos sobre la Mística Ciudad de Dios y la Vida de la Virgen
despliega una serie de conocimientos teológicos, tan profundos, que no pueden
ser patrimonio de la propia industria y el estudio personal y concienzudo sino
de la ciencia infusa. Catalina, por su
parte, que aprendió a leer a los
veintiún años, también parece ser que recibió sus conocimientos bebiendo
directamente en las fuentes del torrente divino. Por lo que, siguiendo la línea
de otras “ iluminadas carismáticas”, sus escritos despliegan un conocimiento de
los intrincados problemas teológicos, como el de la Trinidad, que pasman. Esta
pobre muchacha toscana tuvo el don de la ciencia infusa, la penetración de
conciencias y el carisma que se derivó del Cenáculo: la xenoglosia, lo que
turbaba tanto al papa Gregorio IX, que llegó a “ temerla “ y a los príncipes y
reyes de su tiempo. “ Dios me dio el don de lenguas para confundir la
arrogancia de los poderosos”.
A Catalina de Siena le debe la Iglesia
Católica el Dogma del Purgatorio. Dante con su “ Divina Comedia “ contribuyó a
esparcirlo de una forma indeleble por la mentalidad del hombre occidental, pero
esta monja, por así decirlo, fue la gran descubridora de los novísimos. Ocurrió
a raíz de una ocasión en que a causa de sus numerosas enfermedades estuvo de
cuerpo presente y a punto de ser enterrada. Su espíritu, rotas las mortales
ligaduras, se había elevado a la región excelsa, de la que no se vuelve y en la
cual no existe noción de tiempo. Hasta aquí nadie había hablado del Purgatorio
con tanta precisión y conocimiento de causa. Cuando estuvo tres días en el
vientre de la ballena, fue arrebatada por el ángel. Mientras, deudos y amistades la lloraban y
preparaban las exequias. Su madre, Teca, recibía a las notables de la ciudad de
Siena, que se agolpaba a las puertas del domicilio de los Benincasim para
testimoniar su pésame. Es así como
describe la visión que tuvo cuando estuvo “ tres días en el vientre de la
ballena “el confesor y biógrafo de Catalina de Siena, San Francisco Capúa:
Mi
alma penetró en un mundo desconocido y vio el premio de los justos y el castigo
de los pecadores. Pero aquí me falla la memoria y la pobreza del lenguaje me
impide hacer una descripción adecuada de las cosas. Sin embargo, tengo la
seguridad de que contemplé la esencia divina y por eso sufro ahora tanto al
verme de nuevo encadenada al cuerpo. Si no me lo impidiese mi amor a Dios y al
prójimo moriría de dolor. Mi gran consuelo está en sufrir porque tengo la seguridad
de que mis sufrimientos me permitirán una visión más perfecta de Dios. De
aquí que las tribulaciones en lugar de
resultarme penosas sean para mí una delicia. Fui testigo de los tormentos del
infierno y de los del purgatorio; no existen palabras con que describirlos. Si
los pobres mortales tuvieran la más ligera idea de ellos sufrirían mil muertes,
antes que exponerse a experimentar uno de esos tormentos por espacio de un solo
día. Vi en particular los tormentos que sufren aquellos que pecan en estado de
matrimonio no observando las normas que él impone y buscando en él únicamente
los placeres sensuales”
Cuando
ya estaban a punto de inhumarla, la joven, con cera de los hacheros y blandones
mortuorios sobre los cabellos y la mortaja, resucita. Parece ser que fue un
caso de catalepsia similar a la que percató Teresa de Avila, la cual,
desahuciada de los médicos y no habiendo podido ser curada de sus inexplicables
sofocos de que vino de un pueblo que llaman Becedas, la creyeron por muerta. Estuvo amortajada. La visión del infierno que
nos describe la santa abulense coincide en todo con la de la santa toscana.
Ambas religiosas tuvieron una contemplación del castigo con dos siglos de
diferencia y van a estar sujetas a un proceso ascético muy parecido y como
calcado uno de otro, como más adelante se verá. La ruta por la que acometen la
escalada del monte de la santidad se proyecta sobre el mismo trazado (precaria
salud, una gran influencia de la figura del padre, y talante inquieto y
andariego, que refleja un carácter depresivo, poco estable y lábil). El
desierto exige bloques psicológicos de una sola pieza. Mientras que a los que
quieran abrazar la vida cenobítica sin tener todas las aptitudes para ello se
les recomienda la peregrinación. El cuarto voto, el de la estabilidad,
introducido por San Benito en su Regla, fue el origen de tanto monje giróvago
desarraigado. Era el más duro de la observancia.
Catalina,
como buena hija de su tiempo, era muy andariega. El medievo empieza a despertar
de modorra en que el mundo había caído tras los siglos oscuros, con las
peregrinaciones. Este ir y venir sería a la larga benéfica para la cultura y
para el arte. Se diseminan las ideas, que viajan en el zurrón y las veneras del
peregrino compostelano. Ella no paró. Caminó desde Roma hasta Florencia. De
Florencia hasta París.
Otra constante es, amén del complejo de
Edipo, el gran ascendiente que ejercen
sobre ambas sus confesores y directores espirituales.
También sus referencias son reiterativas en
ambos casos a los pecados de la carne, sobre todo a los que tocan el tema del
adulterio, que tanto entristecen al señor. Muchos se condenan por darle tan
escasa importancia, pero, paralelismos aparte, aquí tenemos la idea de un
Cristo justiciero, y también un cristianismo en que el cual el sexto
mandamiento será prelativo. En cierta forma, Santa Catalina y Santa Teresa de
Avila serán un poco las responsables de
esas obsesiones subliminales. Entre los ortodoxos, jamás se habla del purgatorio
ni existe esa obsesión sexual que a veces emponzoña y martiriza nuestras
conciencias. O la martirizó y obsesionó en años cruciales de nuestra formación.
En parte, también tuvo la culpa Dante, un místico, un exaltado cantor de la
pureza de la mujer. Y, un misógino,
cuyas son las grandezas y miserias de Occidente, que sueña con Beatriz y
Dulcinea y luego se acuesta con Maritornes, sin solución de continuidad y sin
haber encontrado el comedio. ¿ Cuándo el mundo cambie de página en los albores
del Tercer Milenio tendremos un catolicismo de obsesos sexuales o, en el otro
cabo del péndulo, nos haremos disolutos? ¡Pobre humanidad, tan lejos de Dios y
tan cerca de sus obsesiones! Pecando unas veces por exceso y otra por defecto.
¡ Ten piedad de nosotros, Señor, que nos creaste y nos formaste del barro!
Perdona nuestros pecados.
En
muchos ámbitos teológicos se ha dejado de hablar del Purgatorio entrevisto por
Catalina de Siena y Dante. No pocos lo
pasan aquí en vida, lo que, en alguna medida, no deja de ser cierto. Estas
visiones tienen algo mucho de truculento, pero no reflejan más que el
pensamiento y el sentir de una determinada mentalidad. Luego vinieron los hagiógrafos, los poetas y
los artistas del cuatrocientos y del quinientos con sus pinceles, hicieron encajes
de bolillos con los que no existía, pero con las mentiras y lucubraciones se
ciñen al contexto de maravillosas obras
de arte. Los predicadores evangelistas yanquis son más tremebundos y
truculentos que los Savonarolas italianos en la explotación del caos
apocalíptico en su propio beneficio y vanagloria porque el más allá es un morbo
que vende.
Deforman el rostro de Dios. Siempre lo hemos
querido dibujar a nuestra propia conveniencia y a nuestra forma de ver en el
mundo y él no se queja. Sin embargo, cuando alguien empieza a hablar en su nombre
y decir: “ Hija mía...” estamos perdidos. Es un hombre el que habla pero quiere
apropiarse la parcela del Salvador. A pesar de todo, Dios está dentro. ¿ A qué
tanto alboroto?
En
cualquier caso, siempre resultan convenientes tales reflexiones a la hora de
expurgar conceptos. Por muy santos que digamos que somos, no somos todavía
buena gente. Sin embargo, a partir de
Catalina de Siena va a encontrar una forma de coloquio con la divinidad, una
manera de entenderse, que en algunos de sus émulos deviene teología de alto
bordo y en otras ensoñaciones contemplativas infumables y en la mayor parte -
en los iluminados- filaterías retóricas. Es donde falla Occidente. En Oriente,
a través de la “ pystina” rusa supieron interpretar al Dios Perdonador mucho
mejor que nosotros. Sin embargo, la meta a la cual llegan los grandes, sea de
un lado o de otro, siempre es la misma, aunque por sendas mas o menos
estragadas. En los impostores, nunca. Ellos resultan el fruto máncer de la añagaza diabólica.
Este
acceso directo y sin intermediarios, de tú a tú, con la sabiduría infinita hará
que se confundan los planos. Dios baja. Pierde su trono y se adapta a la
mentalidad de la criatura. En Oriente el hombre se diviniza. En Occidente
humanizamos al Señor. Nos le fabricamos a nuestra medida y llegan los
particularismos del carácter emprendedor y exclusivista. Pronto empezamos a
encasillarlo y ponerlo caudas y etiquetas. Resultado: se fabrican dioses
repulsivos, egoístas, comineros, vengativos, fatuos, obsesos sexuales, chantajistas. A la vista
está que son ídolos fabricados y mediatizados
por la por humana flaqueza. Por
eso, el cristianismo ortodoxo nunca pierde esa grandeza cósmica de la salvación
general. Aquí lo que importa es el “ ¿ qué hay de lo mío?”. Su propia filautía
en combinado con la materialista voracidad hace que nuestros “ salvadores “ por
estar tan en ras de tierra, manejando un lenguaje poco asequible, de raptos,
corazones ardientes, eucologios dudosos, nos resultan antipáticos. Alguien está
haciendo trampa. Como Cristo no puede engañarnos ¿ dónde está el fraude? Un
Dios tan personal, que habla con nuestras mismas coletillas y anda metido en
nuestras preocupaciones seculares parece que nos descorazona.
San Odilón de Cluny
A
partir de la preocupación sobre los últimos trances nace una cosmogonía que se
centra sobre la preocupación que ata la vida humana al más allá. Vivimos en
perpetua y tenaz tensión trascendente.
De otro modo, la religión - lo que “religa” en sentido etimológico -
carecería de sentido. ¿ Cuál es él proposito de todo esto? ¿ Es absurdo todo
cuanto rodea a la condición humana? Santa Catalina al descubrir el Purgatorio
halla una tercera vía, pero también tiende un puente hacia lo dantesco. Era una
imaginación genuinamente italiana. Después de su viaje de tres días por las
regiones de ultratumba vuelve para describirnos un mundo envueltos en llamas,
donde se escucha el gemir y los ayes de los amarrados en blanca para toda la
eternidad. También parece ser que vio al Padre Eterno, a Cristo con sus atributos
de gloria, embutido en la toga de justo juez. Hasta Santa Catalina, se tenía
una noción un tanto más vaga de lo que ocurre después de la muerte. San Odilón,
abad de Cluny, promovió la fiesta de Todos los Santos para orar por los que
fallecían y a los que, en virtud de los rescates presentados por la sangre,
pasión y muerte del Salvador, se creía en el Paraíso. Gozando de la luz de
Dios. Empero, el argumento de la monja dominica de Siena aquilata un poco más y
advierte que entre los corderos de Jesucristo y los cabritos de Satanás hay una
categoría intermedia de clasificados, que no han lavado todavía sus culpas lo
suficiente para presentarse ante el trono del Padre. La filosofía del
Purgatorio, de la que nadie se había atrevido a hablar hasta entonces, es una
caja de resonancia de los dictados de las religiones hindúes sobre la
reencarnación. El alma, para llegar a Dios, ha de experimentar diferentes vidas
y mutaciones. La existencia de ese lugar equidistante entre la luz y la sombra
de los benditos y los malditos, lo que se llamaba limbo o seno de Abraham
antes, confirma la sospecha de que lo que hay detrás de la muerte pertenece al
terreno de la alegoría. La Biblia no se expresa de una forma contundente
respecto a los novísimos y, sí, utiliza un leguaje metafórico: gehena,
estercolero, el lugar del llanto y del crujir de dientes, etc. No todo es tan
simple como a primera vista parece. Hay también que estudiar el contenido de
los mensajes y visiones de Catalina a la luz de la época en que fueron formuladas.
Su
filosofía refleja el ambiente de luchas entre güelfos y gibelinos y la
agonística de trono y altar en que vive la península transalpina del siglo doce
al quince. Italia y toda la cristiandad vivían en ese ambiente de tensiones, un
auténtico purgatorio. Esa proyección escatológica será una constante fija en el
“ Weltanschaung”
medieval. A su socaire nacen los grandes himnos de la liturgia de Difuntos el Dies Irae y el Liberame, Domine.
Bien
se conoce que el ser humano arrastra cadenas. A la sazón, la vida era dura,
breve a causa de las múltiples plagas y enfermedades y sujeta siempre a los
arbitrarios designios de un déspota, que pudiera portar tiara (güelfos) sobre
sus sienes, o corona regia (gibelinos). Fuera el emperador, el papa, el rey, el
dux o el conde o el señor del castillo al cual estaba sujeta la behetría, el
pueblo vivía en régimen de vasallaje. Los hermeneutas y tratadistas medievales
se impregnan de esta cosmogonía o visión falsa de Dios, en la cual la Trinidad
aparece como un señor justiciero, de horca y cuchillo, con derecho de pernada
incluso. ¡ Qué lejos está de la visión que proyecta sobre nosotros la Biblia de
que Dios es amor! Por eso, los santos de
aquel tiempo que, a través de la iluminación y de las gracias particulares, frecuentan
el trato con el Ser supremo, a duras penas conseguirán zafarse de estos
prejuicios del tiempo en que viven. Ni tampoco de la complicada y retorcida
psicología italiana con sus filias y sus fobias. El Padre Eterno luce su
majestad en lo alto sosteniendo un globo terráqueo en la mano diestra. Aparece
sentado con tiara y vestido de capa pluvial. Cristo bendice. Es un hombre
maduro con la barba partida en contraposición a su Padre siempre representado
como un anciano. El Espíritu vuela en forma de paloma de la que se irradia un
flujo de rayos concéntricos del sol que arrasa. Por antonomasia, es el
vivificador. Por el contrario, al diablo
se le representa hirsuto y tiznado de hollín como un negro[¿prejuicios racistas?]
, que agita el rabo entre carbones encendidos y a la agachadiza se acerca o
huye al infierno. San Miguel entra en escena en su atuendo de guerrero (galea,
yelmo, espada y una loriga de cuero) trayendo el ponderal o balanza con el que
pesa las almas. Santa Águeda muestra sus pechos tostados. Santa Catalina mártir
apoya sus dedos en la rueda. Un cochinillo yace a los pies de San Antón. El
distintivo de Santa Inés es una guirnalda. A cada santo de la lista le
corresponde una cosa inanimada como instrumento de santificación.
No
hay que perder de vista tampoco in hecho irrecusable: la descubierta del
Purgatorio corre paralela a un tiempo de mortandades y epidemias; 1348 es el
año fatídico de la Muerte Negra. La guadaña de la peste bubónica esquilmó las
tres cuartas de la población europea. Aquel flagelo se creyó obra de un castigo
venido desde lo alto. La doctrina del tercer lugar, en el cual expían la culpa
los pecadores, pero del que el alma sale al cabo de un tiempo - antes era el
limbo de los justos o el seno de Abraham, o la Laguna Estigia donde aguarda
Aqueronte, según las religiones mitológicas
- en definitiva venía como anillo al dedo a los predicadores que desde
el púlpito no se cansaban de fustigar la depravación de costumbres de los
prelados de la curia. Este es un tiempo en el cual triunfa la Retórica. Otro
dominico, Vicente Ferrer, iba recorriendo las iglesias de la cristiandad
exhortando al arrepentimiento y defendiendo al que él creía el papa legal, el
de Aviñón, su paisano el valenciano, Benedicto
XIII, mientras que Catalina de Siena enarbolaba la causa del papa
romano, Gregorio XI. Muchos vieron en la gran mortandad que sobrevino el año
1348 una seña del enojo divino con los cristianos a causa del Cisma de
Occidente.
La palabra purgatorio se las trae. He aquí que
encuentra fácil arraigo. Se empieza hablar de que dentro de la comunión de los
santos hay tres cabezas: militante, triunfante y purgante. Los condenados al estercolero de Jerusalén o
gehena no cuentan.
En
tiempos de cambios como fue el final del XIV los adivinos y agoreros
incrementan su prestigio. De la curación o de la predicción de dolores
inminentes, reales o imaginarios, pero temibles siempre, viven los videntes
charlatanes en sus vaticinios propicios o infaustos para una humanidad que ni
se corrige ni enmienda. Siempre fue igual. A veces el sacerdote viene a ocupar
el puesto del hechicero tribual. La teología de la comunión santificante,
siempre maravillosa, vino a dar el espaldarazo a un negocio que andaba en baja.
Las animas benditas se lo pagarán y ellas nos perdonen, pero todo hay que
decirlo; el purgatorio incrementa las ofrendas del cepillo a barrisco. Los
sufragios se combinan con enjuagues. Hallaron una verdadera mina. Cristo jamás
habló del purgatorio. Él es el perdón. Cuando se refiere a la “gehena” o estercolero
de la Ciudad Santa lo hacía en sentido traslaticio. No cabrán lugares inmundos
en la Iglesia de los pobres. El infierno y el purgatorio pertenecen al lenguaje
altisonante de los ricos. Su ambición, su soberbia, su cólera, su afán de poder
ya ha hecho de este mundo una caldera constante de Pedro Botero. Alligheri ya
avisaba cuando puso al papa Bonifacio VIII en el orco a cuyas puertas hay
escrito un epígrafe: “ Quienes entréis acá, abandonad toda esperanza “. Le
estuvo bien empleado. Porque, a pesar de ser papa, era un hombre maligno. Era francés...
Todo
esto se comprende a la luz de la lucha de la Investiduras, del cisma de
Occidente, en el cual los italianos siempre barrían para casa, y del escándalo
de las Indulgencias. No eran pecados de Cristo sino de su Iglesia. Para
perdonar a estos papas y obispos indignos quizá fuera inventados la doctrina
del tercer lugar con sus repulgos maravillosos. Siempre será mejor que la nada
o que el horno crematorio.
Dios elige para el dolor.
Pocos
sabrán entender estas razones y apostillas. A la Iglesia no se la hace de menos
porque se expongan puntos de vista, que son el resultado de a investigación y
de la hermenéutica apologética, porque el amor de Dios y la revelación no son
estáticos sino evolutivos. Es como el descorrimiento del velo de un gran
escenario. El lenguaje divino se articula de manera contradictoria. Se mueve
por otras coordenadas. Mide con diferentes patrones. Nuestros imperativos
categóricos de conciencia son incapaces de percibir ese timbre misterioso en
que vibra el aliento del Señor. Dios escoge al que quiere, pero lo elige para
el dolor. Su elección se transforma en gracia paciente. La paciencia ante las
adversidades reviste una de las señales incontrovertibles de la santidad. Es su
gran santo y seña.
A
la bendita de Siena los propios frailes y hermanas de la Orden Tercera, cuando
entraba en éxtasis, la echaban de la iglesia de la Misericordia a puntapiés.
Catalina permanecía impávida ante las calumnias. Igual que una columna dórica.
No alzaba la voz incluso cuando estuvo en juego su propia virginidad y
reputación, como cuando iba a asistir a aquella enferma de cáncer la cual la
acusaba de ser mujer mundana, pagando con moneda de ingratitud todos sus
desvelos. Los recursos y ardites del gran embustero carecen de límites. Se
disfraza para arremeter en las ocasiones más impensadas e increíbles.
Otra
vez, la llamaron puta y borracha. Solía tomar vino a las comidas y lo
recomendaba a los enfermos como medicina. A un tinajero de Florencia, proveedor
de algunos conventos, cuando se le acabó la mercancía, la propia Catalina hizo
un milagro semejante al de las Bodas de Caná. Hizo que de la canilla de una
cuba afluyese vino, igual que de una fuente irrestañable. Durante tres años no
hubo vendimia, pero las existencias del milagroso tonel no se acababan nunca. A
tan acerada invectiva, tan corriente en aquellos días, como ahora, respondió
con una frase épica:
-
Benditos los prostíbulos y las tabernas de mi Dios.
Sentía
Catalina una gran admiración por María Magdalena, pero, defensora a ultranza de
la continencia que nunca se desgranó la flor de su pureza, le daban mucha pena
las mujeres de la calle, tanto como los beodos, porque todo el mundo se metía
con ellos, porque eran la irrisión. A todos recordaba que Jesús comía y bebía y
se trataba con publicanos y pecadores. He aquí un ser puro que de nuevo
desenmascara a los fariseos, los que se precian de incontaminados. Ahí está una
de las pruebas fehacientes del amor por el Esposo. Benditos los prostíbulos y las
tabernas del Señor.
Asida
a la roca de la oración, Dios permitía que su sierva fuese mal tratada por los
demonios. Tales vejaciones cobraban apariencias diversas, porque los recursos
del Embustero son inagotables. Unas veces eran tormentos físicos. Cuando
avistaban la ciudad de Florencia una tarde, en que regresaban cansadas al
convento ella, Alessia y la hermana Lisa, el diablo entró en el cuerpo del asno
en que cabalgaba la santa y dio con sus huesos en tierra. Quedó maltrecha y
tuvieron que llevarla malherida. Otras, el maligno actuaba por conducto de
personas de su entrono, casi todos de vida consagrada, que criticaban sus
ayunos y calificaban sus arrobos de burdos montajes, para cebar el monstruo de
su vana gloria.
Tuvo
detractores y enemigos numerosos entre el clero y los miembros de la Orden de
Predicadores, en la que era profesa, que no perdían ocasión de menoscabarla y
dejarla en ridículo. Italia era por aquellas fechas un semillero de intrigas y
de odios. Florencia se había levantado contra Pisa. Venecia le había declarado
la guerra a Roma y Génova no quería saber nada de Milán. Por causa de las
pasiones políticas, la cristiandad era una casa dividida. Los caminos estaban
trufados de forajidos y de asaltantes. La confusión reinante entre güelfos y gibelinos,
ya consignada, - aparte de una tensión religiosa entre la Santa Sede y los
burgos libres existía la codicia por las rentas de la Iglesia - hizo que los
papas huyeran a Aviñón.
En
Florencia, adonde iba con las bulas papales, como embajadora de la Silla
Apostólica, un día, quisieron matar a
Catalina. Salió ilesa milagrosamente de aquel percance ocurrido en 1373. Siguió
postulando por el regreso de los papas a la Ciudad Eterna, pero las repúblicas
de Venecia y Florencia eran refractarias a aceptar la soberanía pontificia
sobre un elevado número de bastiones que pagaban pechas al dux y a los
condotieros. Eran los últimos coletazos del duelo trono altar que tuvo en pie
de guerra a los cristianos de occidente durante el Sacro Imperio. Decían que la
diaconisa del papa era una mala mujer, una loca histérica que fingía
comunicaciones con Jesucristo y que tenía tratos, al igual que Gregorio XI, con
el diablo.
Estas
voces señalaban que su padre era un borracho y que había nacido en el seno de
una familia en la cual vinieron al mundo nada menos que un cuarto de centenar
de vástagos. Eso era cierto. Catalina hacía el número vigésimo cuarto. Su
padre, Jacobo, murió relativamente joven y tuberculoso, quien sabe si como
resultado de esos excesos nupciales. Por lo que toca a su madre Teca, ésta era una sencilla y pobre mujer que tenía
mucho miedo a la muerte. Lo veremos
adelante.
-
A nosotros no nos engañas. Sabemos quién era tu padre, un cornudo, que le daba
al cristal y tu madre, una odalisca que no hizo en su vida más que parir- así
le habló a la santa el diablo durante una de las frecuentes comparecencias ante
Catalina, a la que intentaba perder, a sabiendas de que la obra que ésta
intentaba acometer mediante una reforma eclesial por arriba y por abajo, por dentro
y por fuera, le iba a suponer la pérdida de muchos adeptos.
En
Florencia su persona se convirtió en blanco de las invectivas del alto clero.
La persecución contra ella en aquella ciudad fue terrible.
Otra
en su lugar, ante tan graves insultos, hubiera tomado las de Villadiego, o
quizás intentado arrancarle la lengua al bellaco que los profería. Catalina de
Siena, una verdadera amazona en la lucha contra los malos espíritus, ni
descompuso el gesto. Este silencio, tanta paciencia, era signo evidente de que ella había bebido del
cáliz del dolor, ese vaso de elección que al principio sabe acido y repugna
como un vomitivo, pero que acaba siendo paladeado como delicioso néctar. Aguardó a que pasase la tormenta y regresó a
Roma cuando en el Conclave de 1378 Urbano VI sucedía a Gregorio XI.
El
lenguaje de Dios - conviene repetirlo - llega de forma insólita, y por
conductos inexplicables. Sólo lo escuchan los que sufren, porque Él amó a Job y
encuentra en la paciencia de los crucificados su mejor baluarte: “ patientia opus perfectum”.
Habla por boca de los pequeños y despreciados, por ser la humildad agradable a
sus ojos. Esto es un aserto incomprensible para los ojos de la carne. Por lo
pronto, suscita sonrisas de autosuficiencia y mofas aviesas que mortifican y
santifican a sus siervos. Pero la verdad será alguna vez descubierta y
atestiguada. La longanimidad de Catalina de Siena es la longanimidad de Job.
Con ella a flor de labios todos los justos de la historia desafiaron al diablo.
Ella
vivió en una coyuntura histórica en el cual el poder temporal había establecido
pactos y asensos con el Vicario de Cristo, que permanecía aherrojado por
cuestiones de estado, y prisionero en las querellas del siglo. Su incómoda
actitud no conformista con las manipulaciones de las que era objeto por el rey
de Francia el romano pontífice se transforma en grito de rebelión para reformar
la Iglesia, morigera las costumbres disolutas de las personas consagradas.
Aquella coyuntura se parece a la de ahora, con una diferencia, la catolicidad
bajo el mando de Juan Pablo II atraviesa por una situación más grave que cuando
estaba al frente de ella Gregorio XI, porque aquélla era una querella interna
de obispos libeláticos y de una curia que se resistía a perder su poder frente
a la hegemonía del emperador germano. En la actualidad, la crisis, más
profunda, estriba en que, por conducto de la máxima autoridad, ésta se ha
lanzado con armas y bagajes al campo de los responsables de la muerte del
Salvador. Con su teología del Holocausto el que rige los designios de más de
setecientos millones de creyentes parece haber
dado de lado al fundamento de todo el edificio: la crucifixión del
Señor. El papa no está ya en Aviñón, sino que es un títere de la sinagoga. Los
enemigos de Cristo lo tienen secuestrado y se escudan detrás del vuelo de su
sotana para hacer daño.
Pese
a lo cual, las Catalinas de Siena de hoy por hoy (no se las ve, pero están en
alguna parte) siguen siendo el hilo conductor de la voz del Señor. Los
eclesiásticos, lejos de mostrar unos deseos fervientes de reformas, inculcadas
desde el mandato del Vaticano II, y convertirse a Cristo, se devanan por el
poder. El asenso de un mal pastor con las fuerzas del siglo ha llevado a la
grey al caos, pero el Espíritu continua hablando a través de mujercillas de
pueblos, las videntes, verdaderas o falsas, y los apóstoles de los últimos
tiempos. De ellos dependerá la reforma que está pidiendo la Iglesia de Cristo.
Esa magna tarea de renovación no saldrá ni de las plataformas, ni de los foros,
de los congresos mundiales, ni de las multinacionales del espíritu que aspiran
a convertirse en sucursal de la Coca Cola a la Silla de San Pedro, ni de las
conferencias episcopales, ni de los consensos - el triunfo de la masonería, y
con ella las fuerzas del Averno ha sido total - sino de esos pequeñuelos del
Evangelio. En ellos está el verdadero amor a la Iglesia y por eso la critican,
porque Catalina de Siena, con sus milagros, sus penitencias, y sus
escritos no tuvo reparo en llamar la
atención del mismo Romano Pontífice. Nadie pudo ahogar su voz de la misma forma
que los medios más poderosos de comunicación se verán inermes para hacer callar
a aquellos que piden un cambio de rumbo. Ellos sufren. Son tachados de locos y
de visionarios, pero ellos denuncian los pactos con el diablo. La situación
actual de la SRI, tributaria del poder económico norteamericano y
constantemente amenazada por la espada de Damocles del “ lobby” sionista, que
ha puesto las calderas del mundo a toda presión [todo te lo daré si postrándote ante mí me adoras], porque Jesús, a
lo que parece, no fue tentado en vano, hace pensar en aquellos papas
prisioneros de Aviñón.
Con
palabras de Ajab al profeta Miqueas “ tus profecías no anuncian sino el mal y
calamidades “ acusaron a la bendita toscana de ser el
aguafiestas de su siglo. Sin embargo, ella con su espíritu de clarividencia
predijo que se acercaba un tiempo nuevo, de grandes carismas. Lo cual así fue,
porque los papas retornaron a la Ciudad Eterna desde el Sur de Francia y la
cristiandad conoció una era de esplendor y de influencia como no ha conocido
jamás. Tres siglos de gloria ininterrumpida. Lo mismo puede decirse en la
tesitura actual. María no nos abandona. Pasarán los tiempos de tinieblas. Serán
glorificados todos aquellos que en nuestros países mal llamados demócratas, de
los que viven a la sombra del gran consenso, y se enfrentan solos y desamparos
como los primeros cristianos en el circo, a las garras y colmillos de la
Bestia.
Comuniones místicas.
Singular
prestancia cobra así esta monja fundadora
y reformadora, a la luz de los acontecimientos de 1999. Esta doctora de la
Iglesia no fue sólo un epítome de las cristianas virtudes que practicó hasta el
paroxismo sino un aviso a los navegantes. No pasarán. No se saldrán con la suya,
porque la Iglesia no es un papa, ni un obispo, ni una cuadrilla de seglares o
de algún que otro alumbrado, sino que pertenece a la inspiración verdadera del
Espíritu Santo. La sangre de los mártires que se vierte en el más absoluto
anonimato y oscuridad les grita a los impostores el consuetudinario golpe de
atención, el clarín de llamada:
-
Y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella.
Sus
secretarios ponían por escrito el contenido de sus revelaciones o el tenor de
lo que conversaba durante sus encuentros con el Amado. Se refería sin cesar a
la necesidad de una transformación. Quería una Iglesia moza y moderna, no
aletargada en las disputas feudales. Hablaba de la iniquidad de algunos de sus
ministros. Es un lenguaje a veces incomprensible. Es el lenguaje del Audi, filia.
Exhorta a que corra por el camino de la verdad olvidándose de sí misma. En sus
alocuciones con los que ama El Esposo predica a favor de la muerte del yo.
Mediante la renuncia, se accede a las altas cumbres ascéticas, que se constriñen
a la vía purgativa, unitiva y contemplativa.
De
esta forma un muchacha semi analfabeta ganó los estadios de la ciencia infusa.
Vio a la Trinidad que consiste en el sumo bien, y la fuerza viva, la luz
eterna, el abismo infinito y el mar insondable. Fue la santa de la Eucaristía.
En un tiempo en que los sacerdotes no oficiaban
misa todos los días, ella reclamó la frecuencia del sacramento y durante
muchos años se alimentaba las cuaresmas de la hostia que depositaba en sus
labios el consagrante. No tenía que hacer éste grandes esfuerzos, puesto que en
numerosas ocasiones, según se desprende del testimonio de sus confesores, la
sagrada forma se precipitaba desde el altar hasta su boca. Es un fenómeno raro,
pero que se da con frecuencia en aquellos que han alcanzado un alto grado de
perfección: la comunión mística.
Con
estos prodigios y carismas a sus almas preferidas respondía el Señor a los
herejes y ateos. Una comunión mística famosa fue la ocurrida en la iglesia
segoviana de San Facundo. El sacristán confabulado con unos judíos que querían
ridiculizar el misterio de la Santa Cena del Señor compró por treinta maravedís
una Hostia consagrada. Se la llevaron y prepararon una queimada en la sinagoga.
En un caldero junto con grandes cantidades de anís, orujo y aguardiente,
sumieron el trozo de pan sin levadura, pero el aquelarre terminó pronto.
Aquellos hebreos, confundidos y espantados,
contemplaron cómo el Pan de los Ángeles empezó a elevarse hasta la
alfajía o artesonado, y, rompiendo las techumbres del edificio, ascendió por
todo el cielo de la ciudad, remontó el pináculo de la torre de San Esteban, y,
poco a poco, fue a dar al convento de los dominicos (aun pueden apreciarse
sobre el portal plateresco el orificio que abrió la Sagrada Forma al rasgar el
recinto). La hostia se posó sobre los labios de un novicio moribundo que
acababa de recibir la unción de los enfermos y se disponía a recibir el
viático. El religioso recuperó la salud
después de comulgar y aún pueden contemplarse los dos boquetes que abrió en las paredes de la antigua
sinagoga, actualmente convento de Claras, y en el pórtico del convento de la
Orden de Santo Domingo, del que fuera prior Torquemada y que funcionó como hospicio durante muchos años. Los hechos son
coetáneos a Santa Catalina de Siena, el siglo catorce. Para conmemorar tan
insólito fasto se viene todavía celebrando en Segovia la fiesta eucarística de
la catorcena.
El
divino poder obró en este caso, como en tantos otros muchos, contra las leyes
de la naturaleza. Pero esto es algo que nunca sabrá entender la prudencia de la
carne. Los impíos se constituyen en
herederos de aquel grito de rebelión atea “ comamos y bebamos que mañana
moriremos “. Tienen los ojos demasiado embotados por la gula, la vanagloria, la
lujuria y la ira, para adentrarse en las maravillosas de la ciencia infusa. La
guinda será siempre esa maravilla que honra la teología cristiana: la Trinidad.
En la procesión trinitaria radica la clave del conocimiento de fuerzas que
dinamizan este mundo nuestro de hoy, tan confuso. Es la piedra de toque de
nuestra fe y la fe no se alcanza sino por la misericordia del Señor que la da
gratis y prefiere a la hora de repartir tan grandes dádivas a los pequeños.
Las dos
hermanas gemelas de Catalina
La
virgen toscana vino a este mundo atada al mismo cordón umbilical de una hermana
melliza suya por nombre Juana que murió al poco del alumbramiento. Eso según la
carne. Conforme al espíritu tuvo en el espacio y en el tiempo a otras dos
hermanas gemelas. La una fue española: Teresa de Cepeda y Ahumada. La otra,
francesa y muy posterior en el tiempo. Teresa de Lisieux murió en 1897. Entre
las tres místicas doctoras de la Iglesia universal existe una comunión de ideas
y de avatares francamente sorprendentes que delatan la veleidad de la gracia
divina a la hora de labrarse sus gemas escogidas que salvando la distancia del
tiempo y del espacio brillan con una potente luz cenital asombrosamente pareja.
El paralelismo dentro de la terna es insigne. Estas tres religiosas parecen
hablar un mismo lenguaje y su escalada de la ruta de la santidad se adentra por
vericuetos que parecen copiados unos de otros. Verbigracia, en Catalina, en
Teresa y en Teresita se observa: 1) una fuerte influencia de la figura paterna
en su psique; 2) muy precaria salud en las tres a causa de las mortificaciones - cilicios, ayunos, falta de
sueño, disciplinas y desprecio total a su cuerpo - que llevaron; 3)
persecuciones e incomprensiones sin cuento por parte de las personas que
rodearon a las tres santas, sirviéndose para esta labor de zapa y
acrisolamiento de su virtud el diablo de personas consagradas; 4) ofrecerse
como víctimas de expiación por los pecados del mundo y la conversión de los
pecadores.
En
Teresita de Lisieux, una de las mujeres más excelsas que ha pasado por la
tierra después de la Virgen María, con haber vivido tan sólo veinticuatro años,
esta circunstancia de la expiación continua y de los sufragios perpetuos de
reparación, se transforma en algo tan bello
y misterioso como la lluvia de
rosas, un operativo de emergencia, un servicio de guardia con ventanilla
perennemente abierta para enjugar lágrimas, liberar presos, curar males,
remediar a los necesitados. La lluvia de rosas es un negociado que no se cierra
día y noche, porque su institutriz le formuló al Señor una confidencia: “
Quiero pasar mi cielo en la tierra haciendo el bien a los hombres después de
muerta “. Es el paroxismo de la heroicidad y del amor.
Sin
embargo, Thèrése Martín Guerin no pudo curar a su pobre padre de la enfermedad
nerviosa que padecía. Se sentía fuertemente atraída por la
personalidad del padre, al que amaba tiernamente y al que vio morir al poco de
profesar ella en el Carmelo. Catalina de Siena tanto amaba a su progenitor,
Giacomo o Jacobo Benincasim, el tintorero, quien no había llevado una vida del todo virtuosa,
que sintiendo la proximidad de su muerte, le comunicó a J.C. en una de sus
revelaciones particulares:
-
Llevame a mí. Prefiero ocupar su puesto en el paraíso.
-
Tu padre, hija mía, ha vivido en pecado mortal - manifestó el Señor.
-
Haz que yo me vaya por él. Estoy dispuesto a pasar cualquier prueba, hacerme
acreedora de cualquier calumnia o soportar cualquier enfermedad, con tal que mi
padrecito se salve.
-
Convenido - contestó el Amado - Giacomo se salvará pero antes tendrá que pasar
algún tiempo en el Purgatorio purificando sus pecados. Y tú, hija y esposa mía,
Catalina, a cambio de esta gracia que te concedo, llevarás toda tu vida una
enfermedad hasta tu tránsito. Harás las veces de Cirineo del hombre que te
engendró. Le ayudarás a portar su cruz, compartiendo la culpa.
Efectivamente,
la penitente, a partir de la muerte y salvación de su padre, se sintió siempre
afligida por un dolor de costado, mal de ijada que llamaban los médicos
antiguamente, una enfermedad de carácter hepático renal. El malestar era tan
fuerte que no le dejó ni de día ni de noche. Fue la enfermedad que la llevó a
la tumba.
Santa
Teresa también padeció lo suyo desde su juventud a causa de este misterioso
dolor de ijada, que la tuvo postrada y en estado de rigidez tetánica durante
tres días. La dieron por muerta. Afortunadamente, cuando iba a ser inhumada dio
señales de vida y se evitó el sepelio. En la Edad Media el dolor de costado que
producía espasmos y contracciones musculares, acompañados de lividez mortal (la
nariz se afila, los miembros se vuelven rígidos, síntomas parecidos a los de la
muerte), fue el responsable de que muchos fueran enterrados vivos. Es probable
que de esta enfermedad de la ijada murieran el padre Granada y el venerable
Tomás de Kempis. Ninguno de los dos subió a los altares porque, incoada la
causa, y al exhumar los restos, en ellos se vio la mueca horrible de la
desesperación del último instante, cuando al despertar, se vieron encerrados en
la caja y trataron de buscar auxilio inútilmente. Habían sido inhumados con
vida. La muerte más angustiosa y terrible se cree que es la que se produce por
asfixia.
Este
amor filial hasta el heroísmo la ejerció Catalina con su madre, Lapa, una mujer
buena, pero simple y vanidosa (fue muy bella en su mocedad) y que le tenía
pavor a la muerte. Cuando la peste en 1373 regresó a Italia, Lapa de
Benincasim, sintiendose enferma, llamaba a su hija aterrada porque iba a
comparecer ante el Altísimo.
-
Dile que no me permita morir. He parido
veinticinco hijos, algunos de ellos se dedican a su servicio y se han hecho
curas y monjas, pero todavía soy joven.
Y
aquí tenemos nuevamente a Catalina, que había librado a su padre de los
castigos del infierno, con embajadas ante su querido Jesús. El Señor, mirando
para la Hermana de la Penitencia con gesto
compasivo, le dijo:
-
Verdaderamente, la humanidad no tiene remedio. Pero te concedo lo que me pides,
aunque tu madre se lamentará algún día de recibir este don que se le otorga.
Ella morirá cansada de vivir.
Así
fue. La buena mujer pasó a mejor vida a los ochenta y nueve años y llegó a
sobrevivir a Catalina y a la mayor parte de sus hijos, pero al final estaba
harta de vivir. De las guerras, las enfermedades, los sufrimientos y agobios.
No puede haber mayor dolor para una madre que ver partir a sus hijos antes que
ella. El Señor llevaba razón. Porque como reza la Imitación de Cristo: “ Vanidad es desear larga vida y cuidarse poco
de que sea buena “
Persecuciones
e incomprensión
Son
el crisol donde Dios prueba las almas. Si se analiza la biografía de la
Reformadora del Carmelo hallaremos un constante nudo de pruebas, zancadillas,
envidias, trabas, prejuicios, provenientes de sus propios hermanos y hermanas
de escapulario. El diablo ataca a través de aquellos que tiene más cerca. Puede
ser la madre o los parientes, o la esposa, incluso los confesores y los
clérigos. El cura de Becedas la hizo a la santa abulense proposiciones
deshonestas, pero, ésta, que, aparte de ser una castellana muy lista, leía las
conciencias, un día que se fue a confesar con él, le arguyó de concubinato.
Efectivamente, aquel sacerdote vivía amancebado con una mujer que había
cautivado su voluntad con agüeros y supercherías. Su barragana le había reglado
en prenda de amor eterno un amuleto Parece ser que era una cornalina, la
llamada piedra preciosa del amor. El pobre clérigo, llorando, después de
escuchar lo que le había adivinado durante su confesión auricular, tiró el
amuleto nefasto al río Adaja, despidió al ama con la que vivía en concubinato y
se puso a bien con Dios. Murió al año de
todo aquello sucediese tal y conforme como le había anunciado la santa.
Catalina
padeció persecuciones de parte de las personas a las que más amaba. Una fue su
madre, Lapa, que era algo alcahueta y la tentaba para que saliese con chicos,
cuando ella había hecho voto de castidad, a la edad de los ocho años. Luego,
aquella monja de conducta poco edificante, Teca, a la que cuidaba cuando cayó
enferma de un seno, y la insultaba llamandola mujer mundana, en pago a sus
desvelos por encancerada.
Algunos
frailes, cuando la veían entrar en éxtasis, se liaban a pegarla patadas para
que despertase y la arrojaban del templo de la Misericordia, sitio que
acostumbraba a frecuentar cuando iba a Roma. Salvaje conducta que demuestra que
la convivencia no resulta tan idílica dentro de los muros de un monasterio como
algunos consideran. Luego, cuando fue a Florencia con embajadas del papa, para
que acatasen su autoridad, el deán de la catedral y el arzobispo quisieron
matarla. Dios la libró. Sobre la bella ciudad, cuna del arte, planeaba ya la
sombra cainita y feroz, que se disfraza de la piel del
catolicismo católico apostólico y romano, pero que nada tiene que ver con
Cristo y que mandó al pobre Savonarola, un elocuente dominico, reformador de
las costumbres a la hoguera. El propio papa Juan Pablo II ha rehabilitado
últimamente su figura. ¿ Pero cambiaremos alguna vez? ¿ Nos convertiremos? ¿
Cuándo vamos a pedir perdón de una vez dejando de lado al fanatismo, los prejuicios
de casta, las ansias de poder, la camándula?
Esa paciencia practicada por algunas personas
en grado heroico es el argumento más convincente en favor de su santidad e
inocencia de vida. Más que los milagros, raptos y alocuciones extrañas, lo importante
es tener fe y amar. Lo demás os será dado por añadidura.
Catalina
de Siena, santa taumaturga donde las haya, es admirable por sus visiones
(enseñó a la Humanidad a dirigirse a Jesús de tú a tú, y descubre no sólo el Purgatorio sino la plática con Dios) pero más admirable
resulta aun por su paciencia. Su
desprecio a los respetos humanos, ese desdén por el qué dirán es muestra
suficiente de que las cimas de la exaltación contemplativa, la “ kenosis”, el “
abandono” iluminado, la santa indiferencia o “ dejamiento” de que su virtud no
es succedánea sino una autentica manifestación de la divinidad en el ser
humano. Su imagen nos quiere exhortar a que el cristiano se ponga en camino en
un progreso del Peregrino que va más allá de la muerte. Hemos tratado de explicar esa llamada
siguiendo derroteros poco convencionales y no descubiertos, porque la santidad,
con arreglo a la imagen que de ella nos
han dado hasta ahora los tratados de ascética y los bolandistas, tiene
bastante de repulsivo. Los hombres y las mujeres nunca podrán ser ángeles.
Muchos olvidan que tenían un cuerpo y unas necesidades fisiológicas que
alimentar y que superar, pero al que vencieron y domaron mediante el libre
examen, la fuerza de voluntad. Esta doma no excluye, como en toda guerra, donde
se pierden batallas, caídas, descarríos, altibajos, desilusiones.
Con
ello se tira por su peso la tesis del condicionamiento determinista y los
vaporosos y turbios predicados con los
cuales los charlatanes del Psicoanálisis quisieron explicar la práctica del
misticismo como una sublimación sexual, o un desvío del instinto genésico hacia
los derroteros exaltados de la comunicación sobrenatural. Querer mezclar a
Jesús con Eros no deja de ser una blasfemia, que puede brotar de un alma
demoniaca como era la del médico vienés.
Hay
fuerzas tanto exógenas como endógenas incapaces de aceptar que la Iglesia está
viva. Sufre. Padece. Ama. Cae. Yerra. Rectifica. Se levanta porque opera en un
mundo que, amen de valle de lágrimas, es campo de Agramante. No osen manipular
al Espíritu Santo desde la fraseología hueca de los demagogos de turno. Ni
desde Freud, ni desde Marx, dos verdaderos anticristos, fuerzas del Demiurgo.
Ni desde el capital. Ni desde el monetarismo o de cualquier otro credo político
de uno y otro signo del espectro. Es incontrolable precisamente porque
participa de la fuerza liberadora de Cristo. Por eso, se dice que el espíritu
sopla donde quiere, por más que algunos se obstinen en ponerle puertas al
campo.
Para
comprender un poco del misterio de esta fuerza avasalladora que renueva a la
humanidad desde dentro, hace falta haber estado en el desierto, haberse bañado
del sol de la incomprensión, y vestido la marlota y la piel de camello de la
pobreza y la penitencia, predicar el sublime anonadamiento del que, perdiendo
su vida, la encontrará, y muriendose a sí mismo, a sus pasiones y apetencias,
la encontrará. No somos más que beduinos en tránsito, miembros de la caravana
de la fe que acampa junto a los pozos de un oasis. De tarde en cuando, el simún
huracanado ateza nuestros rostros. Las noches son frías y misteriosas. Su
silencio impenetrable se rompe por el gemido de alguna hiena que avienta la
presa. No se trata nada más que de una travesía de prueba.
La hora
de tinieblas
“
Qualis vita, mors ita”, decían los latinos. El estilo es el hombre. También, la
muerte. Se conoce a las personas en el juego y en la mesa. Y, en su momento
final. Nadie espere tener un tránsito a la eternidad diferente a la forma como
ha vivido. Sin embargo, hay santos en los cuales la travesía por el desierto dura hasta el
borde de la tumba. Catalina de Siena conoció una hora de tinieblas en su misma
agonía. Había arrebatado mediante su vida penitente a muchas almas de las
garras de Satanás. Éste, que es rencoroso y astuto, que no perdona, en el
instante supremo se las tuvo tiesas. Quiso resarcirse de viejas afrentas. Es un
hecho frecuente, que ofrece increíbles paralelismos con las otras dos místicas
doctoras antes reseñadas. Tampoco la muerte de Teresa de Jesús fue dulce. A
Teresita de Lisieux la visitaba el tentador
todos los días en su celda y le hablaba de esta manera:
-
No hay nada al otro lado. La muerte es el final. Has vivido preparandote para
este instante y ahora te encuentras con las manos vacías. Has sido imbécil.
Podrías haber vivido mucho mejor. Haber conocido el amor y el lujo y los
regalos del mundo. Ese cielo en el que sueñas está deshabitado.
Esas
mismas consideraciones venenosas sonaron en los oídos de Catalina cinco siglos
antes. Teresa de Cepeda y Ahumada para superar la tentación compuso en artículo
mortis el famoso soneto “ No me mueve mi Dios para quererte “.
Ocurrió
que en la fiesta de la Epifanía, después de tercia, estando en la iglesia de la
Misericordia, Catalina se desmayó. No era la causa de aquel desvanecimiento uno
de sus frecuentes, ni el mal de alferecía o epilepsia, no menos infrecuentes,
sino un acceso del lancinante dolor de ijada que arrastraba después de la
muerte del tintorero. La alimentación escasa, la vida a la intemperie de los mendicantes así
como los sacrificios sin tasa habían minado sus robustas salud.
Fue
transportada a la casa de misericordia o “ refugio” donde con sus compañeras la
comunidad solía pasar la noche. La enfermedad duró cuarenta días en medio de
dolores atroces y el ininterrumpido hostigamiento de Satanás que durante las
ultimas semanas de estancia en la tierra la acometió con denuedo. Los diablos
no sólo la tentaban con el pensamiento de que no había nada después. Llegaron a
maltratarla físicamente, arrojandola de la cama. Todavía tuvo fuerzas para
levantarse al alba y caminar varias leguas al lado de las hermanas girando
visita a las diferentes iglesias de Roma (maitines en san Juan de Letrán;
prima, en Santa María la Mayor; vísperas en San Pedro Advíncula, etc.), pero en
Viernes Santo no pudo abandonar el
lecho. Al día siguiente, sábado
de Gloria, durmió en el Señor. Los rasgos de su rostro recobraron la
expresión dulce que le caracterizaba a Catalina, después del esfuerzo de aquel
combate omnímodo con los emisarios de Lucifer. Antes de expirar, mandó a su
confesor, fray Tomás, que al leerle la
recomendación del alma rociase su cuerpo de ceniza. Con mano trémula se
persignaba sin cesar y no cesaba de mover los labios murmurando secretas
jaculatorias imperceptibles. De madrugada exclamó con voz magna:
-
Gracias, Señor, que te acercas. Gracias infinitas por tu amor. Te amo “
rabonni”, maestro mío, dulce novio que me mandas a buscar.
Y
rindió la cabeza sobre la almohada. La estancia quedó penetrada de una gran luz
y bañada de un olor enervante de nardos,
jazmines. La aurora apuntaba la amanecida de un día primaveral romano. Era el
29 de abril de 1380. Catalina había conseguido la palma de la victoria en
contra las fuerzas del mal. No sólo es patrona de Italia sino que se la invoca
asimismo como intercesora en los casos sospechosos de posesión diabólica. Toda
una multitud de cojos, mancos, lisiados, leprosos, ciegos o aquejados por algún
mal desfiló ante su catafalco que estuvo expuesto durante tres días a la veneración
pública. Muchos se curaron. Era sin duda un paradigma de feminidad. Fue la
mujer fuerte a la cual el Todopoderoso confió sus secretos. Su actuación en pro
de una Iglesia en crisis fue providencial.
Fue, en puridad, una elegida. Quizá algunas de sus proezas milagreras
adolezcan de ese ambiente de exageración que envuelve como una aureola
inextricable a no pocos santos medievales. El milagro lo era ella misma si
contemplamos a esta pobre monja giróvaga o peregrina italiana, a través de su portentoso idilio con el
Salvador. Inaugura un nuevo lenguaje. Ensancha unos horizontes de libertad en
los que han ido penetrando otras grandes figuras de la Mística de la
Cristiandad. La virtud sigue ejerciendo fascinante magnetismo en las masas.
Está claro que, de la misma manera que Jesús tuvo discípulos, cada uno de los
santos encontrará siempre émulos e
imitadores. Ellas serán la manifestación de Dios como fuerza viva en el
devenir eclesial.
* * *
Capítulo
V
ISABEL
DE HUNGRÍA, MADRE DE LOS
POBRES DE EUROPA.
El país que
hoy llamamos Hungría fue una de las más importantes provincias del imperio, la
clave del arco de los territorios por Roma dominados, y sitio de paso entre las
provincias orientales y occidentales bajo el cetro de los césares. Se llamaba la Dacia Oriental y
la Panonia, cuna de nacimiento de grandes santos y mártires como San Martín,
que era húngaro y un vélite de las legiones del Norte. A orillas del Danubio tuvo lugar el famoso
milagro de San Mauricio y la Legión Tebana. Todos los soldados y oficiales
abrazaron la fe de Cristo y, renunciando a tributar culto a los ídolos, fueron
en masa pasados a cuchillo. Esta hecatombe quizá fuera un anticipo de las
convulsiones y matanzas masivas que habían de tener por campo de Agramante este
lugar de centro Europa al correr de los años.
A
partir del 316, cuando una serie de pueblos procedentes del norte descendieron
hacia el sur desde las hiperbóreas regiones de Carelia y del Circulo Polar
Ártico, lo que era llamado por los historiadores Salustio y Tito Livio “oficina
gentium”, arrasando cuanto encontraban a su paso, en Hungría se establecieron
los hunos. Por eso la lengua magiar no tiene ningún parecido con las de los
pueblos vecinos. Ni es eslava, ni latina. Se parece al finés.
Su
incorporación al cristianismo fue lenta y tardía. El año 997 San Esteban recibe
las aguas del bautismo y hace bautizarse en tropel a todos los súbditos de su
marca. El papa Silvestre II en la Navidad del año 1000 lo corona rey. Aquellas
rudas tribus dejaron de adorar a la rueda del sol o esvástica y pospusieron su
culto a Wottan, a Thor y a Odín para abrazar las enseñanzas del Evangelio. La
estirpe germánica infundirá savia nueva a la decadencia del bajo imperio,
incorporando un sentido de la solidaridad y de respeto a la mujer frente al
individualista y corrompido mundo romano.
Diecinueve
reinados después del de San Esteban y de las predicaciones de Cirilo y Metodio,
que redundaron en pro de la conversación de los pueblos bárbaros aparece Andrés
II, al que llamaban El Hierosolimitano, puesto que en la Cruzada de 1217
conquistó Jerusalén de las manos del Turco. Estaba casado con Gertrudis de
Merania, la cual descendía por línea directa de Carlomagno. Fruto de estos
amores regios nacería en 1207 una princesa que recibiría el nombre de Isabel.
El hábito no hace al monje - se viene a decir-, sin embargo, a veces los
nombres predeterminan el carácter y el modo de ser de quien lo lleva. La
etimología hebraica quiere significar por Isabel “ la llena de Dios, la cuajada
en el Señor”. Isabel de Hungría, es junto a san Martín de Tours el epítome de
la piedad y de la caridad cristianas. Estuvo colmada del espíritu de Dios, que
no es otra cosa que amor.
En
Tubinga, al norte de Alemania, había un rey que se llamaba Hermann. Sus
mensajeros le advierten del nacimiento de una princesa cuya venida al mundo
había sido marcada por milagros y por prodigios. Pronto sus heraldos cruzan el
Elba y llegan a Budapest. El objeto de la embajada no era otro que el pedir la
mano de la niña Isabel, que tan sólo contaba cuatro años de edad para el
heredero de la corona del landgrave, el príncipe Luis. La fiesta de esponsales
duró tres días. Al cabo los “ prometidos” partieron hacia Eisenach, donde
fueron educados y estuvieron a la espera de poder consumar su matrimonio. Eran
vestigios de las viejas costumbres bárbaras de los germanos, donde, junto a un
profundo concepto de la dignidad femenina y la fuerza del clan o de la Sippeen sus
vínculos indisolubles (lo que cristalizaría más tarde entre nosotros con
sentimientos tan atávicos como la honra, la ejecutoria de hidalguía, el
espíritu de cuerpo, el sentido de clase, y esa vana noción de la alcurnia, que
se hereda al recibir unos genes determinados y no por el amor al esfuerzo y al
trabajo) podían ser cometidas estas torpezas de los matrimonios morganáticos.
Va a ser una de las lacras de la Monarquía europea en sus diferentes ramas: la
visión de los casamientos hasta el abuso como razón de Estado. Esta endogamia
daría paso a no pocas infelicidades e infidelidades conyugales, enfermedades
degenerativas como la hemofilia y la sífilis, a las que uno se hace fácilmente
a la idea con solo bajar a la cripta escurialense donde está el Pabellón de
Infantes, poblado con los restos de seres humanos muertos en la flor de la
edad.
En
la corte de Eisenach hubo quien no miró con buenos ojos esta alianza con
Budapest. Nadie se atrevió a murmurar durante el tiempo que viviera el
landgrave Hermann, que era su valedor, y que consideraba a la princesa húngara
como una verdadera hija, pero a la muerte de éste, su viuda, Sofía trató por
todos los medios de anular los convenios sacramentales y buscar para el
heredero, Luis, otro partido. Esta mujer no podía soportar la idea de que una
niña extranjera, que pasaba la mayor parte del día en las iglesias, en vez de
jugar con las otras niñas, fuese un día a ceñir sobre sus sienes la corona de
Tubinga. Sus aptitudes eran más las de una fregona que los de una reina. Inés,
la que habría de ser su cuñada, incomprensiblemente, compartía esa hostilidad
hacia la princesita y no desperdiciaba ocasión para mostrarle su desafecto. A
las afrentas y desconsideraciones respondía la interesada con la mansedumbre y
el silencio. Con la muerte del señor de Tubinga, el buen marqués Hermann, la
vida de Isabel de Hungría fue semejante a la de una “Cenicienta”, victima de
los celos y de la envidia de la madrastra y de las hijas malvadas.
Era
todavía demasiado joven para entender todas esas cuestiones que tanto significan para el mundo (honores, dinero, fama,
belleza) pero, que, para Dios, no son más que
escoria. Sin embargo, precoz en la virtud, aprendió temprano a dar de
lado eso que reciben los hombres de tan buen grado, para abandonarse toda a
Dios, gozando así de los placeres inefables de la muerte mística. Aceptaba los
reproches e injurias como una prueba más para ganar la confianza del Señor. En su altar se rindió como una flor
cansada, una rosa tronzada a los pies del Salvador. Había entendido bien cuales
serían los designios de la Providencia para su corta vida de únicamente
veinticuatro años: ser víctima impetratoria, petitoria, expiatoria y
eucarística por los demás.
En
esta semblanza de bienaventurados, que tratamos de pergeñar, huyendo en lo
posible de los tópicos preconcebidos, que, a instancias de los bolandistas,
aquellos jesuitas que expurgaron tanto los viejos textos que han contribuido a
forjarnos una idea sandia y epicena de la santidad, observamos cómo se repite
sin tregua esa muerte mística, el aniquilamiento de la voluntad, la “
kenosis” a lo largo de la historia de la
Iglesia, en las almas escogidas. Teresa de Lisieux quería ser un juguete, una
pelota de trapo, que todos lanzaran contra la pared. Catalina de Siena quiere
ser una rosa de pasión. Isabel, una flor tronzada.
Pese
al sarcasmo y las pérfidas insinuaciones de su madre y su hermana contra la que
había de ser su mujer, el heredero de la corona, Luis, seguía profesandola
verdadero cariño. Los esponsales no fueron derogados y en la primavera de 1220
la lleva al altar. El esposo, que había sido armado caballero sólo
recientemente y jurado la lealtad a la cruz y a la defensa de los valores
cristianos (socorro de las viudas, caridad con el pobre, enemistad a la
injusticia) contaba veinte años de edad. Isabel acababa de cumplir los trece.
Las
fastuosas bodas tuvieron por marco el castillo de Wartburgo. El abad mitrado
del monasterio de Reinharstbrunn bendijo las nupcias. Hubo torneos y luchas
sobre el palenque. Juglares venidos de Polonia, Bohemia y de la Provenza
entonaron epitalamios. Los “ Minnesinger” atacaban a la vihuela los viejos
romances de las cruzadas y las canciones de gesta. Hubo mimos y partidas de
ajedrez. Banderas y oriflamas ondeaban sobre el pabellón del bastión. La torre
del homenaje empavesada lucía las mejores galas. Desde los altos ventanales los
añafileros del rey hacían sonar las tradicionales murgas. A todas horas sonaban
clarines y atabales pregonando la unión
en matrimonio del landgrave Don Luis IV de Thuringen con la reina de Hungría.
En los banquetes, que duraron tres días, se sacrificó una novilla y tres
terneros. Corrieron ríos de cerveza y de hidromiel. Los coperos de Palacio
sirvieron el mejor vino del Rin en honor
de los invitados. Fue una boda por todo lo alto, un acontecimiento que
merecería todos los honores épicos en la pluma de Victor Hugo, de Fernández y
González, o de Sir Walter Scott.
Los
memoriales harían pensar en la primera sentencia con que empieza el Fausto: “
Había una vez un rey en Tule...”. Estamos
en los tiempos gloriosos de la caballería andante y el duque Luis era un espejo
de caballeros feudales. La Orden de la Caballería no tenía otro proposito que
fundir la fe cristiana con el valor guerrero. Se recibía la acolada o el toque
de varas después de una preparación o catarsis. Los aspirantes a la investidura
tenían que velar las armas una noche entera, haber hecho penitencia y confesado
y comulgado. En el acto iniciático los neófitos se comprometían no sólo a
proteger loas intereses de la religión con la propia vida incluso sino también
a dar la cara por el pobre y el desvalido, y partirsela a todo aquel que
maltratase a una dama de obra o de palabra. Un caballero andante tenía que ser
socorro de viudas y doncellas desvalidas, paciente y afable con el débil,
altanero, con el encumbrado y engreído. Tenía en una palabra que administrar
justicia en el nombre de Jesucristo.
Este
concepto de justicia, hoy tan pordioseado y manoseado, fue la cuna donde dio su
primer vagido la unidad europea, a la sombra de la Cruz. No fue el dinero ni el
comercio el germen de esta visión de futuro. Fue la búsqueda y de un ideal
conjunto de índole altruista y caballeresca. No otra cosa puede ser Europa, que
no se concibe sin esa aspiración que brota de las páginas del Evangelio como
ideal de tolerancia, perdón y una vida mejor. Por eso sería un sacrilegio
paganizarla enteramente o hacer que abjure de su religión, convirtiendola en
mora o en judía, en atea o en hereje,
como pretenden algunos. La Cruz ciertamente en un tiempo tuvo que estar al lado
de la espada. No cabía otra alternativa.
Tuvo que ser defendida contra la Media Luna a punta de lanza y con sangre. En
la mentalidad germánica se pensaba en los términos de “ Blut und Boden”, que
sirvió de diorama al mundo feudal. Así se explican las conversiones en masa o
los bautismos multitudinarios de pueblos enteros de los francos con Clodoveo,
de los eslavos tras las predicaciones de San Cirilo y San Metodio. El siervo de
la gleba tenía que imitar al amo en todo, inclusive las creencias religiosas.
Al grito de “ Dios lo quiere “, fueron proclamadas las cruzadas. No había otro remedio que aceptar la voluntad
de Dios, manifestada a través del jefe. Este componente jerárquico es
imprescindible cuando se aborda la cuestión de la rápida propagación del
cristianismo entre los bárbaros.
Por desgracia, si la religión es la poesía de
todos los pueblos, la política nos enseña su cara más prosaica y detestable.
Cuando fracasa la política, según decía Metternich, se recurre a la guerra. Es
lo más probable.
Amala
como Cristo amó a su iglesia
No hay sociedad más íntima y sagrada, ni cosa
más perfecta que el matrimonio cristiano. El de Santa Isabel de Hungría y el
landgrave fue un dechado de virtudes caballerescas y de perfección. Así como cada
día trae su afán, cada etapa de la historia posee sus santos. Ellos vienen a
ser depositarios de la voluntad de Dios en sus designios para el hombre en un
tiempo concreto. Ellos representan la cumbre de estos valores de la familia,
que no ha de ser un mero acuerdo contractual, a tenor con los paganos, ni una
simple ceremonia ritual, de acuerdo con el sentir de los judíos, quienes no se
distinguieron precisamente por su trato de consideración a la mujer. Ella está
lacrada por el sello de un sacramento que confiere la gracia de Cristo para la
santificación de dos almas, del hombre y la mujer. Es un símbolo de la
encarnación del Verbo y del consorcio de Cristo con su Iglesia, con la que
forma una sola carne. Si Cristo se hace cabeza de su Iglesia, el hombre que
voluntariamente se une a la mujer se constituye en cabeza de familia (un
apelativo hoy harto degradado por voluntad de la Bestia y el Gran Embustero,
muñidor de apostasías y de fantasías, que está confundiendo a las pobres gentes
con la subversión de valores) o dirigente de una asamblea. Merece una autoridad
y un respeto, tal cual. A la recíproca, y, como reza el oficio de velaciones “esposa te doy y no una esclava, guardala y
amala como Cristo amó a su Iglesia”, contrae el esposo los deberes de respetar
siempre a su mujer, no maltratarla, serla fiel y amable, de un amor
condescendiente, valeroso y cristiano.
Se
trata de una sociedad dual en la que ha de haber una cabeza, alguien que dirija
y mande. Si es la mujer la que asume tal papel, se habrán contravenido las
leyes divinas. Nos encontraremos ante una inversión de los valores no sólo
cristianos sino éticos. Desintegrada la familia, si cada uno se permite en el
seno del hogar lo que quiera, porque le apetezca, porque lo tengo asumido,
porque es mi derecho, porque me da la real gana, entonces he aquí que nos
encontraremos muy cerca de los días de la Bestia. La serpiente del paraíso
empezó tentando a Eva. Todos estos desafueros que nos meten por los ojos las
secciones de la crónica negra de los periódicos, las lágrimas, los insultos,
las amenazas, los asesinatos, arrancan de un punto común: la altanería de Eva, la inversión de roles,
el quebranto de lo establecido por la naturaleza. La serpiente engañó a Eva:
-
Si comes de esa fruta, serás una diosa.
La
primera mujer pecó. Los habituales de la crónica negra omiten la segunda parte
de esas historias de amores derrumbados y de vidas rotas. Porque toda historia
tiene por lo común un prólogo y un epílogo. La generación espontanea es un
anacronismo. Luego, el diablo se frota las manos ante esa falta de veracidad o
la indolencia de ciertos comunicadores mediúmnicos sin entrañas que narran
historias de lo más crudo con una sonrisa sardónica entre los labios, con morbo
y hasta refitoleo. Es la acerada sonrisa de la Bestia. Todos y todas, maripavas
y mariguerras, tienen más cara que el ex falangista Onega, gallego en
ejercicio, que manda mucho en el consorcio del triángulo. Quiero decir Antena 3, la voz de Hermida, y de su
amo, ellos han conseguido que a esta España de prevaricadores no la conozca la
madre que la dio el ser. Rostro amplío
del cemento armado. Francmasonería legítima, enemigos de Cristo, amigos del
papa - es lo que ellos se creen - y negociantes del Jacobeo 99. Muy peligrosa
gentuza. No por ramplones y felones, mediocres, sino porque se han
autoproclamado comisarios de cuanto ocurre. ¿ Gallegos o judíos? ¿Galgos o
podencos? ¿Gigantes o molinos de viento? ¿ En qué quedamos?
Ellos
hablan de pareja. Dios habla de matrimonio. Aluden ellos al sexo como una
especie de purga de Benito y de la cosificación de la mujer como fuente de
deseos y de apetitos. Dios habla de amor y de generación, de la guarda de la
continencia de los esposos frente al instinto, que ha de ser siempre un medio
nunca un fin en sí mismo. Ellos, creyendo exclusivamente en la “ mujer objeto”,
la hacen desfilar por esas lujosas pasarelas, que recuerdan a la catasta donde
los romanos exhibían a la venta a sus esclavos. El incesante desfile,
retransmitido por los medios ópticos y que encuentra una buena acogida en la
prensa de bulevar, recuerda a un mercado de carne selecta. ¿ Qué fue de la
hermosa y noble virtud de la modestia? ¿ No vende?
Ellos
han sustituido la caridad por la filantropía. Ya no se sabe quién es el
prójimo. Hay que irlo a buscar a países lejanos. Y la alegría, por la tristeza
y el aburrimiento. Y la bondad, por la iniquidad. La justicia, por el enjuague de unos cuantos
rábulas implacables con ansias e popularidad y de cabeceras de primeras
paginas. Y la fe, por la desesperación. La dulzura, por el gesto bronco y la
desconfianza. Se preocupan en exceso de las enfermedades pero han dejado de
rogar a Dios, autor de la vida y de la salud, y de mirarle.
Santa
Isabel de Hungría y su esposo se quisieron tanto que no sólo llegaron a parecerse
físicamente sino que quienes trataban a la pareja sacaban la impresión de que,
viviendo el uno para el otro, respiraban
al unísono haciendo válida aquella suposición de que el sacramento más grato a
los ojos de Dios es el del matrimonio, porque comporta un mayor de entrega, de
sacrificio, de comprensión y de tolerancia. Mediante él se accede a la santidad
por partida doble. Al fin y al cabo, San José y María, al establecerse en
sagrada familia, fueron un caso único.
Limosna.
Penitencia.
Muchas
noches las pasaba en oración Isabel. De
madrugada, una de sus azafatas de compañía, por nombre Ysentrudis, tenía la
obligación de ir a despertarla. Junto con el duque bajaban a la capilla a
cantar maitines con los frailes. A esta gran capacidad para la oración y la
penitencia - la joven reina se azotaba todos los viernes con unas disciplinas
engastadas de piedras punzantes y bolas de acero - se unía su amor a la
caridad. Fue santa limosnera donde las haya. Se quitaba ella de la boca para
darselo a los mendigos, que formaban grandes colas ante las puertas del
palacio. Cuando se desplazaban de Wartburgo
a Eisenach, o Budapest, los dos
esposos, les seguía, como una mesnada,
un ejercito de pordioseros. Aquélla, más que una corte medieval, parecía
una peregrinación de mendicantes. Era la locura de la cruz, algo que nunca
entenderá la sabiduría del siglo. Los “ expertos” y disertos en ambiciones
terrenas se harán la pregunta eterna:
-
¿ A que vienen esas austeridades? ¿ Cuál es el objeto de esa caridad que se entrega
al pobre que va de camino si se gastará la ofrenda en la primera tasca de la
ruta?
La
única respuesta está en las palabras del Redentor: “ Porque el que busque su
vida la perderá”. Ser cristiano quiere decir permanecer crucificado con Jesús.
Sólo los trabajos, las tribulaciones llevan al cielo. A él se accede por la
ruta de la abnegación y del menosprecio, las incomodidades. La reina sentaba
todos los días a su mesa a un buen golpe de vagabundos. No les entregaba las
viandas por el torno. Literalmente, comía en su compañía que para la virtuosa
señora resultaba más grata que la de los grandes príncipes y duquesas. El
castillo de Wartburgo en la Baja Sajonia - allí donde se refugiaría Lutero en
1521 huyendo de sus perseguidores - es un bastión emplazado sobre una
eminencia, de donde se domina el tránsito hacia Weimar. En tiempo de guerra
resulta un lugar inexpugnable por hallarse en un sitio muy escarpado, rodeado
de una mota o foso y de pasos de ronda. Para ganar su acceso, hay que salvar
una considerable pendiente.
Al
pie del castillo de Wartburgo pronto acampó una multitud de desposeídos que
habían llegado al sitio atraídos por la fama de las grandes caridades que hacía
la mujer de landgrave. Isabel bajaba todos los días a socorrer a sus pobres.
Aquí hay que traer a colación un milagro, adscrito a la famosa Leyenda Áurea
(puesto que lo comparte con otras santas compasivas como Santa Casilda de
Toledo), y que uno de sus biógrafos M.de Montalambert asegura que se basa sobre
hechos contrastados. Isabel, tan generosa había sido con los necesitados, que
había puesto la hacienda familiar a merced de los acreedores. Las arcas ducales
quedaron en bancarrota. Lo daba todo: la ropa, el ajuar, el menaje, las
alhajas. Esto, a través de su suegra Sofía y de su cuñada Inés, llegó a los
oídos del marido, el cual estaba acompañando al emperador que residía a la
sazón en Cremona. Rápidamente, Don Luis emprende viaje de regreso a sus lares.
Casi a las puertas del castillo se encuentra a su mujer que bajaba a toda
prisa. Iba furtiva y como a la agachadiza. A la vista del esposo, sintió una
cierta inquietud y turbación. Parecía esconder bajo el halda un bulto.
-
¿ Dónde vais, Catalina, tan azogada? ¿ Qué escondéis ahí bajo la ropa?
Portaba
varios objetos y útiles que había añascado de alguna de las dependencias del
castillo, alimentos y viandas, mantas, cerveza para matar el hambre o cubrir la
desnudez de aquellos desvalidos, que la aguardaban abajo. Turbada, pero, llena
de recursos, con esa facilidad que tienen las mujeres para el disimulo, se
apresuró a decir:
-
Nada, marido mío. Llevo rosas.
Efectivamente,
abrió el regazo y cayeron al suelo una ramillete de rosas perfumadas. Era pleno
mes de enero y en Alemania, donde el
invierno es tan frío. Había nevado, pero ello no fue óbice para que las rosas
germinasen en el regazo de quien tanto amaba a sus semejantes. Maravillado y sorprendido ante un hecho tan
insólito, el duque, cayendo de rodillas, dio gracias a Dios por aquel milagro.
Conservó una de aquellas fragantes rosas como reliquia. Al
alzar los ojos, vio como un crucifijo resplandeciente se posaba sobre la cabeza de la dulce Isabel. Es uno de los más bellos fragmentos de la
Leyenda Áurea, o mitología cristiano medieval, que se repite con frecuencia,
como por ejemplo en la persona de Santa Casilda.
En
el caso de Santa Casilda, una santa mozárabe,
hija del rey moro Miramamolín y convertida secretamente al cristianismo,
también fueron flores las que se derramaron al suelo cuando fue sorprendida por
su padre camino de la prisión con varias hogazas de pan para los cristianos que
estaban amarrados en las mazmorras de su padre, quien, sospechoso de su fe
cristiana, mandó degollarla, pero un día antes del ajusticiamiento, un ángel
vino a rescatarla y, prendida por los cabellos, la trasladó a un lugar de la
Bureba, donde Casilda llevaría vida de anacoreta.
Murió cumplidos los ciento cinco años.
Ambas
historias parecen entrelazadas. En cualquier caso, son dos hermosos cuentos con
moraleja: Dios intercede por el que ama. Sin la Leyenda Dorada no tendríamos
este fabuloso cupo de santos míticos que pueblan los retablos de nuestros
altares y constituyen la espina dorsal del catolicismo, adornos siempre señeros
de la esperanza y de la fe. Para vivir hay que creer y para creer hay que
volverse un poco niños. Si no os hacéis como niños, no entrareis en el Reino de
los Cielos. Cristo bendito nos predispone con la mejor actitud para embarcarse
en la lectura de los libros de santos. Sin Leyenda Áurea tampoco tendríamos
caballería andante. Sin fe no llegaremos
a ninguna parte. Sólo allí donde quieran
llevarnos los Comisarios Informativos, los Heraldos mesiánicos. La Constitución no es carta magna. Es carta
chica. No podemos convertirla en un factótum, ni en las tablas de la Ley, pero
esta sociedad sufre a causa de muchos que van por la vida creyendose que son el
profeta Moisés. Debemos de volver a empezar a soñar. Tenemos todavía mucho que
aprender.
Se
acostó con un leproso.
A
los catorce años alumbra la dulce Isabel su primer vástago. Es el príncipe
Hermann, el heredero del ducado de Tubinga. En años subsiguientes parió a otras
dos criaturas, un niño y una niña. Sus tareas de esposa y madre las alterna con
las de la caridad. Siempre fue solícita con los menesterosos y todos los días bajaba
la empinada cuesta del castillo hasta el valle donde había mandado construir un
asilo para peregrinos y un lazareto para los enfermos. Objeto especial de su
predilección eran los leprosos, a los que curaba y atendía sin el menor asco.
Esta enfermedad bíblica se había hecho endémica en Europa durante la Edad
Media. El hacinamiento, la falta de higiene, la promiscuidad sexual, trajeron
los flagelos de la lepra y la sífilis. Se trata de dos enfermedades cutáneas
cuyos síntomas se confunden. Entonces no había dermatólogos, ni vacunas.
Contraer la treponema sifilítico o el agente patógeno que desencadenaba la
lepra era la cosa más corriente del
mundo.
Se
llegaron a contar cerca de treinta mil leproserías en todo el continente. Aquél que contraía la enfermedad, apenas
aparecida la urticaria con manchas rojas, la picazón y las escoriaciones, tenía
la obligación de presentarse a los sacerdotes. Se recluía al enfermo durante
cuarenta y ocho horas en la capilla de una iglesia, se le vestía de una hábito
negro. Un confesor acudía a leerle la recomendación del alma. El desdichado
gafo [la lepra seguía considerándose igual que en los tiempos de Cristo como un
castigo del Cielo] era obligado entonces a asistir a su propio funeral. En su
presencia se cantaba una misa de réquiem. Al ofertorio el diácono le hacía
entrega de una carraca o tablillas de San Lázaro para que cuando caminase por
la calle al agitarlas todos se apartasen.
El sonido del tartavelo advertía
a los viandantes de la presencia de un apestado y todos se hiciesen a un lado,
que llegaba el leproso. Lo incensaban,
se le leía el evangelio de la Resurrección de Lázaro. Los clérigos entonaban un
ritual de largas letanías. Luego, en
andas, y porteado por cuatro palafreneros, lo llevaban a una cabaña apartada de
la ciudad. Detrás venía una procesión de flagelante que salmodiaban el lúgubre
responso del Miserere. Allí quedaba
recluido. El municipio le otorgaba una vaca, una punta de ovejas o cabras y
algunos costales de trigo o de maíz para que durante su confinamiento no
pereciera de hambre. Antes de dejarlo allí abandonado a su suerte, el sacerdote
pronunciaba un exorcismo rogando a Dios por la curación del gafo que quedaba “
interdicto” de todo trato o comercio con gentes. Era la “ manda” o ritual de
apestados que decía así:
Yo te absuelvo de tus
pecados y te prohíbo que salgas de casa sin tu hábito de leproso. Que vayas
descalzo. No habrás de pasar por callejones estrechos. Yo te prohíbo que hables
con ninguno sin tapabocas o con el viento dando de cara. Yo te prohíbo,
hermano, que vayas a ninguna iglesia, que entres en cualquier monasterio donde
acogerte a sagrado. No pisarás ni feria ni mercado. Ni lugar donde se junten
hombres cualesquiera. Así te mando que te abstengas de ayuntamiento carnal con mujer que no esté leprosa. De ahora en
adelante absténte de lavarte las manos o los pies en fontana pública o en
arroyo o laguna. No habrás de tocar a
niño alguno, ni de besarlos. Hasta que quedes limpio. Amen.
Pronunciadas
estas palabras del “ Enquidrion” de enfermos, se cerraba la puerta de la
cabaña. Y todos se apartaban. El miedo a la enfermedad era tan pavoroso que las
ovejas y la vaca del rebaño que la villa entregaba al apestado para su
mantenimiento no corrían peligro alguno por los ladrones. Nadie osaba poner los
dedos sobre el ganado de un hombre excomulgado de la iglesia por impuro. Eran los enfermos de lepra los parias de los
parias en aquella sociedad jerarquizada y fuertemente dividida en castas y
rangos.
Santa
Isabel de Hungría no sólo no se apartaba de ellos, sino que les lavaba, les
vestía y les cuidaba y hasta les metía en su lecho. Una tarde de Jueves Santo
tuvo a bien lavarle los pies a doce leprosos. Uno de ellos, por nombre Elías,
en cuyo organismo la lepra manifiestamente descubría sus zarpazos - le faltaba
la mitad de la cara y sus piernas era tan sólo unos muñones- después de los
oficios lo retuvo para atenderlo, porque estaba en un estado horripilante y
lamentable. Se lo llevó a su casa y lo metió en el propio lecho.
Ese
mismo día al caer la tarde, el duque de Tubinga, sin previo aviso regresó de
Cremona, donde a la sazón estaba la corte del emperador. Volvía para celebrar
la pascua con los suyos. Con la noticia de la llegada del amo hubo un gran
revuelo entre los castellanos. La duquesa Luisa fue la primera que bajó a
recibir a su hijo, al cual en tono sarcástico le dio el parte de las nuevas
acaecidas en la corte durante su ausencia. Aún
pensaba que su nuera era poco partido para el landgrave. La consideraba
indigna de ceñir sobre sus sienes la corona del ducado de Tubinga.
-
Sabrás, hijo, que tu mujer es zafia y abandonada. Descuida de la tarea del
hogar y de la educación de los niños. Está todo el día zascandileando por las
iglesias de Eisenach y hasta se acuesta con un pobre diablo al que llaman
Elías. Es un judío piojoso y está enfermo. Quiere pegarte la lepra.
Al
escuchar tan graves nuevas, que comprometían su honra, el caballero se echó
mano a la espada. Acto seguido subió corriendo a los aposentos donde Isabel le
aguardaba cuidando a su enfermo. El duque, rojo de cólera, fue para la cama y
de un manotazo deshizo el embozo y tiró de las sábanas. Consternado, comprobó
que quien yacía en su lecho era Jesús Crucificado. Luis se abrazó a su esposa
y, cayendo de hinojos, exclamó:
-
Señor mío y Dios mío. Ten piedad de mí, pobre pecador. No soy digno de ver
tales maravillas que haces en mi casa. Di una sola palabra y mi alma quedará
sana.
Aquel
guerrero medieval, curtido en mil batallas, lloraba como un niño, mientras
recitaba la oración del Centurión. Fue así, según los panegiristas, como la
calumnia quedaría desarbolada, y, el odio vencido, la virtud de aquella esposa abnegada salió
triunfante de la satánica embestida. El diablo suele con frecuencia de vecinos,
parientes y allegados de las almas a las que prueba para inocular su veneno de
áspid. Desde aquel día el duque Luis de Tubinga nunca volvió a dudar de la
fidelidad de su mujer. A Isabel la llamaban la “ madre de los pobres “ por todo
Alemania.
Muerte
de un cruzado
El
día de la Navidad de 1226 el papa Inocencio III, aquel gran papa que protegió a
San Francisco de Asís y que pasó la mayor parte de su vida embarcado en
cruzadas, o contra el Turco o contra los albigenses, (le llamaban el “ estupor
de las gentes “), llamó a capítulo a los
príncipes cristianos otorgando una bula para la conquista de Jerusalén. El
primero en acudir fue Federico II, emperador de Alemania. El duque de Tubinga
decide unirse a la bandera del emperador. Tras las levas correspondientes, se
hacen proclamas en todos los templos del sacro Imperio de la cruzada. Todo
aquel que muera peleando por la cruz irá directamente al paraíso. A los
soldados se les impone una cruz griega sobre el pecho y se les arma caballeros
según el rito de San Juan de Jerusalén. Luis trata de ocultar el hecho de su
alistamiento, escondiendo la cruz de los caballeros debajo del albornoz. Sin
embargo, Isabel, que estaba a la sazón encinta de su cuarto hijo, adivina sus
pensamientos. El día de la Natividad de San Juan Bautista, 24 de junio, cuando
las mesnadas del duque emprenden la cabalgada hacia Roma tras la cruz alzada,
que acaba de bendecir el abad de Rheinshartdunn, fray Conrado, tiene una
revelación de Cristo que le dice: “ No lo volverás a ver más en esta vida, pero
en el cielo estaréis siempre juntos”. La comitiva pasa los Alpes y en Milán se
une a los cruzados franceses e ingleses. Embarcaría en el puerto de Brindisi,
pero en alta mar se declara una epidemia que diezma a toda la escuadra. El
duque de Tubinga es desembarcado en Lepanto donde fallece sin poder avistar los
muros de Jerusalén. Sus últimas palabras fueron para su esposa y sus hijos. Al
último de ellos no los llegó a conocer.
La
muerte del duque hizo renacer el ambiente de intrigas en su corte manejadas por
su madre y por su hermana contra el legítimo heredero del trono, que era su
hijo Hermann. Sin embargo, la corona le fue usurpada por felonía. Dos hermanos,
el uno segundogénito y el otro bastardo del difunto despojaron a Isabel de
todos sus bienes, la desalojaron del castillo de Wartburgo. Una noche de
invierno se la vio salir por una poterna y con sus cuatro hijos, el más
pequeñito en brazos, descendió por la empinada cuesta que iba rodeando al
roquedal. Tuvo que pedir limosna y vivir de la caridad. A tal respecto se cuenta
una historia muy elocuente sobre estas mudanzas de la fortuna y de los afectos
de los seres humanos. Estaba pasando un río la caritativa mujer por una vado en
el que habían colocado unas piedras para servir de peana a los que intentaran
cruzar sin mojarse. Cuando colocó su pie sobre una de las piedras llegó otra
mendiga, a la que había socorrido la reina tiempo atrás con sus caridades y
removiendo la piedra la lanzó a la corriente:
-
Por zorra y por mala - gritó la energúmena.
Fue
el único pretexto que dio la pordiosera por acción tan deleznable. Sin embargo,
muy digna y sin perder la sonrisa, con una majestad augusta dibujada en el
rostro, se levantó, plisó sus ropas, que ya eran harapos y sin murmurar una
sola queja siguió su camino. La mejor arma para combatir las asechanzas del
enemigo del género humano es la mansedumbre, verdadero crisol de la caridad. Algo debe de haber en el
rostro y en el continente de los santos que de esa forma atrae la rabia
satánica de la carne, y que a los ojos del mundo les hace comparecer como
perdedores. Se les llama locos, borrachos, infames. Ellos, ante la ignominia y
la calumnia, asistidos por una fuerte ráfaga del viento del Espíritu, ni
descomponen los gestos.
Y
en esto sucedió que los cruzados, compañeros del duque Luis, volvieron desde
Siria con sus restos. Habían enterrado el cadáver en Lepanto y al regreso los
exhumaron para darles sepultura en el monasterio de Rheinhartsbrunn. Cuando
supieron la noticia de la indigna conducta que habían tenido sus dos
hermanastros, el landgrave Enrique y Conrado, para con Isabel de Hungría, se
indignaron. Uno de ellos desafió a los nobles y les echó en cara su noticia,
pero Isabel se interpuso y pidió clemencia para sus verdugos. Al fin y ante los
despojos mortales del infortunado Luis, que fueron velados durante tres días en
la iglesia del famoso convento, y con una misa de exequias que duró toda la
noche, al destapar el féretro comprobaron los presentes que el cadáver
incorrupto, que parecía tal que un hombre dormido, oyeron una voz que clamaba
desde adentro del cenotafio:
-
Por Isabel yo también perdono a mis hermanos,
Era
la voz del propio duque que daba aquella albacea testamentaria de
reconciliación. Confundidos por aquel extraordinario acontecimiento, el
landgrave aleve y su hermanastro cayeron de rodillas y prometieron devolver lo
que habían tomado por la fuerza. Isabel, de esta manera milagrosa reinstalada
en sus derechos y prerrogativas, volvió a ser el ama de Wartburgo, aunque por
poco tiempo. Cedió la corona ducal a sus cuñados e hizo dejación de sus bienes.
Quería abrazar una vida de penitencia. Habiendo llegado la fama de su santidad a oídos del papa Inocencio III, éste le manda una bula dandole dispensa para
ingresar en la orden tercera franciscana. El landgrave Enrique la había
prometido una suma de quinientos marcos. Con ese dinero se compra una casita a
las afueras de Marburgo. El resto lo distribuye entre los pobres. Este lugar,
uno de los primeros conventos terciarios, en que se vivía con todo rigor bajo
la regla y el cordón de San Francisco, se convertiría en casa de pobres, donde
se practicaba la caridad cristiana en su más alto grado. Allí la dueña atendía
con especial solicitud a sus queridos leprosos.
Para
unos el caso de esta ilustre dama es un caso patológico. Otros la consideran
simplemente una santa. El obispo de Bamberg piensa que lo que está haciendo es
una locura y encauza una serie de trámites para que Isabel vuelva a contraer
matrimonio. Querían casarla con el propio emperador, Federico II. Ella declina la proposición. Siente que su
camino de santificación es el de la viudedad. Está fuertemente unida al Esposo
que nunca muere ni defrauda. Ha escogido el cordón de la orden terciaria. Se da
la casualidad de que ella había nacido el
mismo año en el cual el Pobre de Asís se durmió en el Señor. Entre las dos almas se crea un vínculo de
espiritualidad que nos hace preguntarnos si Isabel de Hungría no fue en verdad
un alma gemela de las de Clara y Francisco.
Sus
hijos iban ya siendo mayores. Al heredero Hermann lo envía al castillo de
Kreuzberg. Sofía, la segunda, estaba prometida al duque de Brabante que estaba
emparentado con otra santa famosa del Medievo, Genoveva de Brabante, la santa
que liberó París. María entró monja benedictina en Witzigen. En cuanto a
Gertrudis, la pequeñita, la que nació al poco de la muerte de su padre camino
de la Cruzada, la donó de oblata al convento de premonstratenses de Aldenberg.
Su
confesor, fray Conrado de Marburgo ¿ abogado del diablo?
Abrazada
a la vida de mortificación, habiendo entregado todos sus bienes a los pobres, y
habiendose desprendido de lo que más amaba, que eran sus cuatro hijos, fruto
del matrimonio con el hombre que había amado con locura en este mundo, y a cuya
memoria deseó permanecer fiel hasta el sepulcro, no le quedaba sino hacer
ofrenda de sí misma: morir enteramente al egoísmo. No le faltaron pruebas a
este respecto. Su confesor, una tal fray Conrado, la sometió a toda clase de
pruebas, poniendo de manifiesto una sevicia y una crueldad fría fuera de todo
orden. Este religioso prohibió a Isabel que hiciera más limosnas, y llegó a
golpearla con una estaca porque en cierta ocasión había penetrado en la
clausura de un convento de benedictinas de la localidad. So pretexto de que
estaba muy pagada del cariño que la profesaban sus dos camareras, Yseltrudis y
Guta, que habían seguido a su dueña a lo largo de persecuciones y exilios, hizo
que éstas fueran despedidas. En sustitución vinieron dos mujeres de aspecto
monstruoso, gruñonas y poco fiables. Isabel acató las órdenes de Conrado de
Marburgo, que andando el tiempo moriría asesinado. La virtud de la obediencia
la practicó en grado extremo. Era la obediencia de cadáver que decía Ignacio de
Loyola. Sin embargo, no cabe la menor duda de que, vista al trasluz de la
historia, los caprichos y arbitrariedades del clérigo suscitan verdadera
repulsión. Pero, como el que obedece nunca se equivoca, Santa Isabel, puesta a
recaudo por el divino Hacedor, se libró de las aviesas intenciones de su
director espiritual. Tales instancias vuelven a repetirse en otras grandes
santas, como Teresa de Avila o Teresita de Lisieux. Almas selectas hubieron de
pechar con la falta de tacto de confesores de conducta moral dudosa,
impertinentes, tontos, o, simplemente sádicos. De ellos se sirve el Señor para
acrisolar la virtud de quienes escoge.
La
fama de santidad de la hija del rey Andrés de Hungría pasó los Alpes. El papa
Gregorio IX la envió un regalo: el manto que había pertenecido a Francisco de
Asís, al cual acababa de canonizar en Peruggia. Esta prenda fue para ella un
verdadero don llovido del cielo. Los peregrinos que llegaban del Oriente de
Europa a Aquisgrán y otros santuarios emplazados a la vera del Rin propalaban
por todos los rincones las maravillas y milagros que hace la Madre de los
Pobres, a la que empezaron a llamar
Isabel la Dichosa. Resulta un hecho por más misterioso, pues pertenece a
los designios inescrutables de la Trinidad, el ver cómo en tan cortos años de
vida pudo obrarse tanto. La reina, la esposa del landgrave Luis IV, tenía tan
sólo veinticuatro años el día que su alma voló al cielo en la noche del 19 de
noviembre de 1231. Cuentan que momentos antes de expirar vieron posarse algunos
de los circunstantes sobre el alero de la cama a una paloma blanca, que empezó a
cantar con voz humana y dulcísima unos himnos nunca escuchados en este mundo.
La celda de su convento choza de Marburgo se inundó de claridad y un aroma
embriagador colmó el lugar. Todos querían tocar el cuerpo de la santa viuda que
se fue al paraíso pero cuyo halo sagrado quedaba en la tierra para socorrer al
desvalido, para curar al enfermo y arrojar los demonios. Es el carisma, la
lluvia de rosas, de la cual hemos hablado y vendremos hablando a lo largo de
los diferentes trancos de este libro. La lluvia de rosas no pertenece en sí a
un hermoso capítulo de la leyenda áurea. Es algo verdadero y real.
Durante
cinco días los restos mortales de Isabel de Hungría quedaron expuestos a la
veneración popular. Gentes llegadas del corazón de Alemania, del Tirol y de los
Cárpatos llegaron a ofrecerle sus últimos respetos. Su tumba se convirtió en
centro de peregrinaciones. Cuatro años después, el día de Pentecostés de 1235
subía a los altares y su nombre inscrito por Gregorio IX en el catálogo de los
santos, al cabo de un proceso de canonización rápida, haciendose caso omiso de
que uno de los postulantes de la causa, el propio Conrado de Marburgo, que
fungió como confesor, cayera asesinado en el verano de 1233. Un hecho
inexplicable y hasta la fecha no esclarecido. Tuvo, sin embargo, una incoación
inapelable. Fue la deposición que el propio landgrave, Enrique, el usurpador de
los derechos de su cuñada sobre el territorio de Tubinga, que hizo en Roma ante
el Santo Padre. El duque, cubierto de ceniza, peregrinó a la Ciudad Eterna y
confesó ante el papa todos sus pecados. El testimonio del duque fue suficiente
para demostrar que la virtud de Isabel de Hungría había alcanzado alturas
heroicas.
La
sepultura de la santa se conservó intacta en una cripta de la catedral de Marburgo
hasta 1531, cuando el elector de Sajonia, Felipe de Hesse y Contramaestre de la
Orden Teutónica, se a sí mismo se proclamase protector de Lutero. Las guerras
de religión y la furia antipapista hicieron que las iglesias fueran saqueadas y
que ardiesen abadías y conventos por los cuatro costados. Es entonces cuando se
pierde el rastro de los huesos de la santa, aunque se dice que para evitar su
profanación por los impíos el cuerpo fue serrado y esparcidas las reliquias por
toda la cristiandad. El cráneo lo conservan las carmelitas de Bruselas; una
tibia está Colonia y en Wroclaw, antigua capital de Prusia, a orillas del Oder,
se conserva el bastón de caminante con el que salió la viuda el día que sus
cuñados la mandaron al exilio en compañía de sus cuatro hijos de corta edad.
Es
sin duda la gran santa de Europa. La
Madre de los pobres. La víctima suprema de la caridad. Ejemplos como el suyo
nos consuelan y son un seguro de referencia para caminar en el ámbito de las
tinieblas y el ambiente de odios y de guerras que nos subyugan. Bendita seas,
Isabel, llena de Dios, traspasada por la locura inefable del Cristo. Ruega por
nosotros. Amén.
12
de diciembre de 1998
* * * * * * *
* * * * *
***
*
Capítulo VI: RADEGUNDA
DE POITIERS
-
Esta santa es un vivo testimonio del respeto que siempre tuvo la SRI por los
derechos de la mujer.
-
En tiempos de Carlomagno se permitió el acceso de mujeres al estamento
sacerdotal. Pero no podían pasar del
diaconato.
-
Los bellos ritos de la liturgia visigótica.
**
Ave cruz santa, esperanza única; tus brazos abiertos en lazo amoroso dominan a
la Humanidad en marcha. Estos versículos de uno de los más hermosos cantos a la
cruz, el Vexilla Regis, que figura
en los viejos evangeliarios hispano visigóticos definen la silueta y el hondo
de la personalidad de Radegunda de Poitiers (521-587), una flor alemana
transplantada a Francia, que a lo largo del tiempo no ha dejado de producir
frutos de virtud, milagros y conversiones. Su fiesta el 13 de agosto fue
celebrada durante más de trece siglos en el Mediodía francés con gran devoción. Son incontables
los santuarios y estatuas a ella dedicadas en Oxford, en Francfort, en Viena,
en Milán y en España. Fue una personalidad muy querida y celebrada como
milagrera en los siglos medios. Santa Radegunda fue santa y fue reina y una
mujer muy entera que hace honor a su nombre que en el viejo lenguaje de los
Varegos quiere decir “ alegre “. Radegunda fue sede de la sabiduría, almena del
coraje, jardín de la belleza, protectora y mecenas de poetas y trovadores
medievales, enemiga de la tiranía y amante de la libertad de Cristo. Ella marca
el punto de inflexión del espíritu femenino a la búsqueda de un ideal.
Manumitida
la antigua esclavitud del gineceo pagano, Radegunda y sus compañeras buscaron
su libertad en el convento medieval. Fue una pionera de la vida monástica.
Tanto le apasionaba el silencio como la ciencia, porque en sus cartas - se
conservan algunas a Venancio Fortunato - refleja un gusto fuera de lo común por
la literatura latina. Era muy elegante en latín. Esta santa representa el punto
de convergencia de la iniciativa de la emancipación femenina en Cristo, como
amor que no defrauda. Es un amor que no está reñido con la cortesía del mundo
provenzal. Buscó el ideal monástico no como ofrenda de vida sino como vehículo
de comunicación con sus semejantes.
Dejemos
a los escépticos y a los seguidores de ese gran reprimido que se llamó
Segismundo Freud que se explayen en sus contumelias y diatribas contra la
modestia y la castidad y digan que éstas no son virtudes sino tabúes aberrantes.
Permitamos que se desahoguen haciendo chanza y chacota de lo más sagrado y
hablan de histerias, hiperestesias, alucinaciones y delirios, que tanto se
dieron en el Viejo Testamento pero que han dejado de producirse en el mundo
judío, aunque sospechamos que la negación de lo preternatural excluye la
posibilidad de la revelación. Como ellos son librepensadores a ultranza (libres
para lo suyo que para los otros muestran una gran cerrazón; les hablan de
milagros y saltan como un resorte, llevandose la mano al cinto en busca de la
pistola) nunca consentirán que haya santos a su alcance. Faltara más. ¡Qué palo
a su soberbia circunspecta y democrática atrincherada en los derechos humanos!
El culto de hiperdulía le parece demasiado y se retuercen igual que rabos de
lagartijas cuando escuchan hablar de una aparición sin que esto sea óbice para
que luego se gasten un dinero llamando al Mago Rappel o a cualquier otro
cretino para que les haga la guija. Estos librepensadores de probidad
democrática más que probada llevan en su sangre gotas de Torquemada. Durante
mucho tiempo fueron los que mandaron a la hoguera y los que fusilan. Muchos de
los males hoy de la Iglesia española dimanan de
que, desentendiéndose muchos de su pasado, quisieron forjar una religión
a su medida. Si alguien les lleva la contraria, colocarán su nombre en la lista
negra y ellos buscarán subterfugios y de huidas hacia delante. He ahí un pueblo
en marcha hacia el año 2000. Caminando. Pues caminemos. Y permitásenos esta
larga digresión de la tristeza que nos produce el panorama a nuestro alrededor.
Todos quieren estar en misa y repicando, pero la Cruz no la desea nadie. Todos
la rechazan. Ellos quieren descubrir el cristianismo dandole la vuelta a
algunos santos del martirologio.
Lo
tienen arduo. Esta es una religión muy vieja. Su monograma se contiene en ese
lábaro del espíritu cristiano que es el “Vexilla
Regis”, la loa más gloriosa, una verdadera saeta dirigida a la Vera Cruz
compuesto al alimón por Radegunda y su amado discípulo Venancio Fortunato. La
historia empezó cuando la emperatriz Irene de Constantinopla regaló al rey
Sigberto de Estricia un trozo del madero donde fue clavado el Redentor. Éste a
su vez lo transportó en triunfo por toda la Galia al monasterio que presidía
ella como abadesa en Poitiers, una comunidad integrada por tres centenares de
pupilas. Era un convento de origen sajón - aun la reforma benedictina no se
había extendido por muchos puntos del Continente - con un régimen de comunidad
abierto, de rito bizantino (iglesias con iconostasio y cripta y una piscina
para los ritos de la purificación y del bautismo) en el que se cantaban los
salmos y se recitaba el oficio divino, se transcribían manuscritos y se hilaba
en la rueca. La cultura se refugia en los monasterios en estos tiempos llamados
de la Edad de Hierro, un tiempo que va desde la irrupción en Roma de los
caballos del hérulo Alarico, a sangre y fuego el año 415 hasta el año 1000, más
conocido por el Terror del Milenario. La cristiandad vivía consternada por la
creencia de que el mundo terminaría en el 999.
La
corte merovingia, llamada la de los Reyes
Holgazanes, también vivía bajo ese temor. La destrucción de Roma por los
bárbaros del Norte trajo aparejada la creencia de que la caída del imperio
había sido el resultado de un juicio de Dios, de una ordalía. San Gregorio de
Tours, contemporáneo de Radegunda, y que escribió una historia del mundo desde
sus orígenes hasta Clodoveo, dejó de redactar ese trabajo ante la suposición de
que el año 666 sería el año de la llegada de la Bestia. Formuló esta conclusión
después de verter al latín desde el griego esa enigmática alegoría, donde las
profecías se superponen con las imágenes del más brillante fuego, que se llama
el Libro del Apocalipsis. Era el
texto sagrado que más se estudiaba en los monasterios. A partir del mismo se
elaboraría toda una mitología. El arte románico encontraría en la clarividente
composición de Juan Evangelista una fuente insoslayable de inspiración. Los
capiteles románicos son explicaciones en piedra de ese mensaje profético
formulado por el Discípulo Amado del Señor.
En
el
Nuncupatio: Los latinos antes de poner el nombre a una ciudad consultaban el vuelo de
las aves, e invocaban a los dioses lémures, manes y penates. De esta consulta
muy contrastada y meticulosa, analizando los aires y las aguas del sitio
elegido, buscando casi siempre un alcor o la eminencia de un cerro, los
sacerdotes de Júpiter se pronunciaban acerca del resultado. Si el lugar era
fausto se hundían las estacas en el enclave, pero si por el contrario los
arúspices daban un veredicto impropicio, el proyecto de fundación era
abandonado, como se puede leer en “Ab Urbe condita” de Tito Livio.
Étnico: sólo quiere decir extranjero
Una talla de la Señora, virgen
sedente, de madera policromada, que según la tradición oral era una figuración
hecha por el imaginero tosco y piadoso del s. XII la alcancé yo a ver en casa
de uno de Fuentesoto, que se llamaba Tomás Parra. Era algo pariente mío. Era la
virgen de Cardaba, la que se apareció al único santo que tenemos los
sotohontaneros en el registro, el Beato Juan de Paniagua. Fue vendida a un
anticuario. La primera mitad del siglo XX fue tan deletérea o más que la de la
francesada. Si el diabólico corso encarnado en la hueste napoleónica pasó una
vez como un devastador huracán del arte patrio a comienzo de la pasada
centuria, los años del desarrollo industrial, a partir del 56 hasta el 79
dejaron nuestros pueblos limpios de sus joyas ancestrales y vacíos de gente. el
expolio ha durado demasiado tiempo. Lo verdaderamente milagroso es que, a pesar
del esquilmo sistemático y la agraz rapiña, todavía quede algo.
“La
vida del Lazarillo de Tormes y de
sus fortunas y adversidades” Edición de Gil Benumeya, Madrid. Editorial
Iberoamericana. Pag. 187
Continua siendo una adivinanza fijar la identidad de esta gran obra.
Se ha hablado de Hurtado de Mendoza, pero no pudo ser demostrad. Pero sin duda
se trata de un judío converso, familiarizado con el movimiento erasmista, y que
conocía muy a conciencia la vida de las personas con sagradas puesto que
seguramente, antes que escritor había sido fraile
Calatañazor, la antigua Voluce romana, importante
nudo de comunicaciones donde se dio la decisiva batalla puesta en duda por
algunos cronistas
Orígenes
de la Nación Española. El Reino de Asturias, por Claudio Sñanchez Albornoz.
SARPE, 1985, pag. 33
Lo de pronunciar no es más que un eufemismo, porque lo tuve que
iprovisar io acortar ya que al cura del pueblo le pareció excesivamente largo.
Me cabreé lo mío, pero nadie es profeta en su tierra, que se le va hacer. Sin
embargo, lo traigo a colación porque evidencia mi pasión por estas ruinas que
han sido uno de los puntos claves de mi vivir.-
EL EMPECINADO VISTO POR UN
INGLÉS,
Hardman, D.- prólogo de Gregorio Marañón. -
ESPASA CALPE.- Madrid, 1958, pag. 139
“Böse Menschen haben keine Liëder” Niezssche, Federíco.
El asno tratando de tocar
la flauta. Se representa con frecuencia en los
capiteles de Chartres y de Burgos
Ojalá que se detengan las sombras de la noche. Que la luz rutilante de
la aurora vuelva a fulgir sobre nosotros. Se lo pedimos al Señor súplices con
voz canora para que tenga de nosotros piedad el autor de toda misericordia, y
echando fuera de nuestras vidas todo síntoma de angustia nos mantenga en su salud.
Que Él nos retribuya con el bien eterno de la paz que nunca se acaba.
Vida de Santa Catalina de
Siena por San Francisco Capua. Edit. Austral,
1947. pp.55
VIDA DE SANTA CATALINA DE SIENA
pot R. De Capúa. pp. 107
Weltanschauung: visión del mundo
(alemán), ideario, sistema de valores filosóficos
IV Libro de los Reyes. XII. 8
Creó las Hermanas de la
Penitencia, de la Orden Tercera de Santo Domingo
Audi, filia. Escucha, hija. Es
la forma tierna con que el Esposo Místico se dirige a las almas escogidas.
Ver LLUVIA DE ROSAS. UNA
BIOGRAFÍA DE TERESA DE LISIEUX por Millán Sacramenia Artedo. Madrid, 1997
IMITACIÓN DE CRISTO, cap. I.
4.5
Los Terciarios de la
Hermandad de la Penitencia Dominica,
como no estaban sometidos al régimen monacal, aunque tenían la obligación de
rezar el Oficio Divino en la iglesia que les pillase más cerca, eran mirados de
través por los claustrales, que los consideraban religiosos de segunda fila. Se
conducían atropelladamente. Vagaban por pueblos y ciudades pidiendo por las
calles. Los menos virtuosos caían en los excesos de la bohemia. Sin embargo, el
Maestro siempre les rescataba inopinadamente de todos los peligros. Su
presencia en aquella Roma disoluta y estragada por el ambiente de guerra civil
movía a la piedad cristiana, porque se comportaban como auténticos herederos de
los apóstoles, fundamentalista, en el ambiente corrupto de la curia, pero
también era objeto de la burla y del desprecio.
Entre los “ caterinati”los había de todo pelaje y condición: veteranos de la guerra de
Alemania y lansquenetes, viudas aburridas o simplemente desconsoladas y antigua
gente del bronce que, tocadas del rayo de la gracia, se proponían vivir como el
Nazareno, por el que dejaron todo: familias, hogar, mujeres, maridos o hijos. A
los frailes menores no se les pedían ejecutorias de hidalguía ni probanzas de
linaje. Tampoco les hacían demasiadas preguntas acerca de su pasado, igual que
en los banderines de enganche de la vieja Legión. Es por esto por lo que
franciscanos en un principio y luego los dominicos fueron muy populares con el
pueblo. Estaban en contacto con la calle. Provenían del arroyo. Muchos eran
bautizados recientes de origen moro o judío.
Sippe: parentela, estirpe,
alcurnia, raza
Blut und Boden: sangre y patria. Era una idea sagrada en el mundo
de Sigfredo y del Canto de los nibelungos. Son dos entes inseparables que unen
al hombre a la patria y a la estirpe. Sobrepuja al concepto de “ gens” latino.
Es algo más visceral e íntimo.
SANTA CASILDA por Nicolás López
Martínez. Aldecoa. Burgos. 1960
V. Mandil, Histoire des Français des divers etats