JOSÉ MAYORAL: ASALTO A
LA DESTILERÍA
Pepe Mayoral la primera
vez que topé con él en los veladores del Café Gijón, que, ya, por desgracia, no
son lo que se dice un Helicón de las Nueve Musas sino varadero de eruditos de
aluvión, literatos de acarreo, y alguna que otra niña pija heredera de aquellas
chicas “topolino” que yo conocí (¡qué viejos nos hacemos, pardiez!) me
impresionó por su porte digno, esa honradez y modestia del intelectual nada
vociferante, que siente su compromiso con la verdad y lo asume, y una mirada
penetrante, casi de berbiquí, propias de los que catalogan la realidad. Los
ojos azules de este rubiales humanista son un parapeto de la inteligencia. Es
la mirada de todos los pintores. Como Picasso, como Gauguin, como Cezanne.
Mayoral, más que ojos, lo que despliega son dos taladros. De ahí que todos sus
libros sean tan “visuales”. En ellas la palabra adquiere un perfil
plástico de colores rompedores, que capta cuanto rodea al autor. Cincela y
pincela el entorno. Por eso, los mejores novelistas son aquellos que han
conseguido imprimir a sus creaciones un tempo cinematográfico. Este
extraño “Asalto a la Destilería” es un grito del genio en el que se contiene lo
“dejá vu” en narrativa:(Joyce,
Beckett, Kafka, Dostoievski, Faulkner) con algo que es completamente nuevo.
Mayoral aquí, al escribir este relato mayor, en el cual los paladeadores de la
buena literatura pueden advertir retumbos del eco de Baroja, Valle Inclán, al
que supera por lo esperpéntico de algunas imágenes, Gómez de la Serna, al que
deja atrás al ir devanando sobre la novela escalofriantes greguerías, sólo
puede ser igual a sí mismo.
Se trata de lo que llamaría Andrés Gide una sotie o farsa cómica con
arreglo al gusto de los hocipoci o malabaristas medievales, bayaderas y
prestidigitadores
medievales al estilo
Chaucer, y ,si se quiere, un danza de la muerte con ingredientes del género
urbano, o de la novela negra.
Ante los ojos perplejos
del lector se cruzan agentes del FBI con las vueltas del cuello de la gabardina
subidas, el naranjero oculto bajo la chaqueta, pero que, incapaces de matar una
lombriz, se nos muestran completamente
inocuos. El asalto a la factoría no se resuelve en resultado de muerte. Es un
desiderátum en la novela que nunca se consuma. Nunca tomaremos el objetivo.
Seguiremos bebiendo hasta reventar. No somos más que una inmensa cañería.
A lo puro, los disparos
de metralleta todo lo más que consiguen es hacerle un agujero a la duela de la
barrica de roble de la enigmática destilería o ser la causa de úlcera de
estomago de alguno de los personajes, de tanto empinar el codo. Nos encontramos
otra vez, como en los mejores textos de Felipe Roth, con la parábola del “santo
bebedor”. Mana, en lugar de sangre, alcohol, del alma y del cuerpo de los
hombres pero dicen que el vino es sangre de Cristo. Por eso, el libro tiene un
no sé qué de eucarístico, de reconciliación con la vida y con el perdón, que
puede constituir el mejor conjuro contra este tiempos de augurios
apocalípticos, de amenazas y de revanchismos en el que estamos inmersos.
Sorprende la agilidad
del dialogo, y el grado de interacción, merced al cual los planos de la
realidad espacio/tiempo quedan superados y sobreseídos. En un párrafo nos
encontramos en el Shepeherd Bush londinense y al siguiente corretea nuestra
imaginación por los desmontes de la Dehesa de la Villa. O sentimos añoranza de
Tembleque, donde se sitúa el punto de fuga o de huida.
El estilo está
salpimentado de codas en inglés, un idioma que posee el autor, y en otras
lenguas. Esta capacidad de adaptación a un castellano que se está transformando
a causa del avance imparable del monstruo lingüístico que nos acerca a la
realidad de Babel materializada en ese “spanglish” ovante en nuestra
conversación cotidiana de unos años a esta parte y que los de la generación del
68 fueron los primeros en captarla, es el sello de un habla viva que se acerca.
La novela está escrita
en tono de elegía. Es un treno por una lengua que desaparece y un país que se
deslíe en la propaganda consumista de “by
lines” como morralla fina que pasan a nuestro idioma y lo contaminan de un
virus de muerte.
Para sintonizar esa
lengua que nos invade ya tiene Mayoral oído fino, fuera de la común. En todo
gran escritor hay un buen profeta, un zahorí y un anestesista.
A veces, podríamos
llegar a creer que carga la suerte, y que el autor, rebosante de genio, parece
víctima de su propio éxito imaginativo. Pero el tempo no decae en medio del
marasmo caótico de imágenes como lava incandescente que se superponen y se
suceden vertiginosamente para desembocar en una especie de delta de piedad
cervantina donde afluye el gran río de los flujos de conciencia visionaria de este
hombre bueno y silencioso al que, cuando uno lo ve acodado en la “burladero” de
ese coso taurino, más que café, donde hay tantos que embisten ( Mayoral sólo
dialoga) nunca se pudiera llegar a pensar que estuviese penetrado por una
imaginación tan volcánica.
“Asalto a la destilería”, aparte de una composición que supera las
lindes de la novela, es un exorcismo, en el que su autor conjura a todos esos
madrigados miuras, que atropan por norma, y que primero disparan y luego hacen
preguntas, a que entren al trapo de la razón, y no vayan al bulto del argumento
ad hominem. Ya es lástima que hoy, disfrazados de demócratas, pululen y ululen
tantos Hijos de Adolfo. Las viragos, que
no vírgenes, de cuerpos gloriosos y de almas en pena (su presencia nos hace
pensar en aquel debate medieval sobre si en realidad existe un alma femenina de
la misma manera que puede existir un arma canina, caballuna, o felina) con
mucho sexo y poco seso, y a lo mejor ninguna de las dos cosas, porque hay
demasiado escaparate e impostura, mucho pose, están ahí, haciendo pasarela.
Rocíito se ha metido a puta. Todas quieren salir en la prensa rosa. Mira que os
lo advertí. ¿qué luego os las mata a golpes alguno de los extremeños celosos?
¿Y qué esperabais, ilusos? El que siembra viento recoge tempestades. Esto de la
violencia conyugal forma parte de vuestra demagogia, de vuestro proyecto de
dominación universal. Habéis acabado con la palabra. Ahora queréis suprimir el
amor.
Quizás sea esta la hora
de la bestia. La serpiente transformista que ya no quiere ser artista, ay mamá,
sino que se nos alobó en el feminismo
Mucho sexo en
apariencia y poco seso. Por eso, hoy los del 68, que nos considerábamos unos
tipos bastante inteligentes, no nos comemos una rosca, y es que la verdad ni
nos seduce ni nos apetece. Se ha perdido todo interés. Han echado bromuro en el
vaso de Cocacola. El cabrón de la muerte
ha intentado ante nuestras propias barbas asesinar nuestros sueños y matar la
vida. A las novias que amábamos las ligaron las trompas de Fellopio. Si nos
quitaseis de ahí en eso esas esculturales jacas a la hora de comer, si la
Campos, menos globos, no se plantase tanto en jarras guarras, y nos dieseis a
las modistillas y plantadoras o a las queridas pupilas de la vieja Echegaray o
de Ballesta, volvería a nosotros el ahínco del deseo. Quizás sea esta la causa
de nuestra baja cota de natalidad. La española cuando besa ya no besa de
verdad. Se ha vuelto machorra. Las parideras del redil patrio están vacías. No
queremos traer, hijos al mundo. ¿Por qué? Dar a luz nos resulta un tanto machista, ¿guapo? Ya sé adónde queréis ir a
parar, hijas de mi vida: al conde que todo lo enseña y nada esconde. Eso es.
Era necesario que haya voces disconformes con
el “España va bien” y oigan en berlina a los organizadores del pase de modelos;
les ha quedado un país como muy coquetón pero sin medula, y no es eso, no es
eso.
La vida literaria,
reflejo de nuestra anémica vida política, dominado por algunos cuantos
caudillos del Palacio de los Leones y de la Media Luna Cibernética -todos se
están haciendo a estas horas una gallarda y se masturban irremisiblemente como
se masturbaban los del 98, inane ejercicio el de la masturbación como es el de
la demagogia- recuerda a esa catasta donde los romanos exponían a sus esclavos. Viene la Noemí Campiello
moviendo el caderamen, rumbosa e imperturbable cariátide y nosotros nos
amagamos en un rincón ante el empuje de esas otras hijas mías de mi vida,
porque el tronío y la crija de esa inglesa de ébano no hay quien lo aguante,
pero no la podemos llamar tía buena sin ser calificados de machistas. Los
rumbosos taconazos de las modelos y la cara de acusica de las rubias
bustoparlantes que recitan en un tono de voz homologado de plañideras de la
información, asomadas a las lúgubres ventanas de los telediarios, que se
repiten más que el ajo, y son siempre iguales a sí mismos, son como golpes en
la pared que nos avisan de lo que se avecina. Su gesto imperturbable nos
recuerda al de los “gauleiter” y al de las valquirias nazis. El ocaso de
occidente sólo nos puede llevar y de qué manera a una nueve noche de Walpurgis.
Para evitar esa
sinrazón de tanta trampa y de tanto cartón piedra, de literatos de relumbrón, y
de periodistas de acarreo, ahí están con esa dignidad de entrega total a la
literatura escritores como José Mayoral. El dictamen o casillero en el que son
calificados hombres honrados- su rostro recuerda al del Justo de Israel - no
les exime de seguir en la brecha, siendo la sal de la tierra, y el antídoto
contra la ramplonería y mediocridad ambiente.
No es más que una
jugada del sistema, que los prefiere pastueños, mansos, acomodaticios, con poca
conciencia y, a ser posible, lerdos; en esta sociedad un inteligente nunca
medra. Aquí no hay que pasar de listillo. La cara asnal del amigo Vargas Llosa,
un Nobel con mucha trampa y adobo a diferencia de Cela que se lo ganó, es una
especie de radiografía de este tiempo de desvergüenza.
Sucede que escritores
de una sola pieza como Mayoral tienen dificultades para encontrar editor,
mientras que el burro de Balaán sigue viviendo de las rentas, de la paja que
arrebató en pesebre ajeno, y a un chisgarabís, con tal que se llame Terencio,
se adorne la calva con un bisoñé, se lo jalea y rubrica con contratos
millonarios.
Pero la verdad no
solamente os hará eternamente libres sino que la encontrareis en la luz que
acampa bajo el celemín.
Conozco ese deambular
peripatético, que se refleja en la novela del autor novel, y negativas de
guante blanco que llenan el alma de desespero y de conciencia de fracaso. Nos
consuela que los herederos de los que nos dan con la puerta en las narices ya
aserraron a Jeremías, sacaron los ojos a Amós, dilapidaron a Isaías y a Cristo
lo clavaron de un madero. La incomprensión forma parte de la lista de los gajes
del oficio en un escritor. Estamos ya
curados de espanto; supimos apencar con las consecuencias de la ordalía. El
fuego de los inquisidores ya no nos afecta, hemos conseguido cruzar la parva en
ascuas a pie enjuto. Nuestro compromiso con la literatura es una perpetua Noche
de San Juan, transitada de viejas canciones, porque la música es un manso ruido
escuchado a flor de agua. Nuestros pies desnudos huellan las brasas. Y no sólo
eso, sino que también somos capaces de cargar con un compañero a cuestas. Uno
que escribe siempre ha de sentir ese aldabonazo de conciencia mesiánica. Todos
tenemos un poco la vocación de San Cristobalón. Queremos salvar el mundo o
justificarlo, desentrañarlos, sin saber cómo.
Un milagro permite que
nos lavemos en un charco la cara y que veamos nuestro rostro reflejado en las
aguas puras de la Fuente Castalia.
Si Baroja dijo que ya
ha pasado el tiempo de los milagros, a mí me parece que al bueno de Don Pío se
le fue un poco la mano; los milagros existen. Uno de ellos pudiera ser que
Mayoral y otros escritores de raza no se hayan rendido. No han quemado las
naves, no rasgaron las filacterias ni se resignan a entregar la cuchara. Al fin
y a la postre, el Covenant bíblico
es un poco el compromiso de Dios con los desheredados de la fortuna, con los
que sufren y son víctimas de la injusticia.
Un día seremos todos
rehabilitados. Así lo anuncia señaladamente el canto del “Magníficat”, algunos
de cuyos ecos tiene resonancia en este texto, donde los personajes largan
parrafadas constreñidas a un rigor de imágenes ardientes como en Carros de
Fuego, como si ya Elías estuviese de vuelta entre nosotros. Otra vez se escucha
el verso de “et exaltavit húmiles”.
Ojo, que en este asalto
a la destilería, hay mucho mensajes en clave. Para descifrarlos, lo mejor es
leer este fabuloso caudal de vidas que se entrelazan. Hay veces que una
palabra, sobre todo si está transida de aliento profético, puede hacer más daño
que el fuego a discreción de la boca de cañón de una metralleta.
¿Qué más? Mayoral, como
su mansedumbre ensimismada lo dice, y su apariencia de inquilino recién
desembarcado del portal del falansterio de la renta antigua lo corrobora, no
haciendo de otro alarde que el de su inteligencia, no tiene esa nuez de Adán
tan estragada de esos nuevos D´Artagnan de nuestras letras, con espadachines y
mosqueteros saliéndose por los forros y las guardas de su libros, pero ha
demostrado que sabe llevar una novela de acción, acción interior, y conducirla
a lo largo del relato. No es tampoco maricón, que hoy es lo que más lleva, ni
era de los que le arrimaba las putas a Emilio Romero cuando era joven. No;
nunca se ha supeditado Pepe a los serviles oficios de mamporrero, ni se ha
colocado una” yamulka” en el occipucio el bueno de Mayoral, él que tan judío es
- y no hagamos juegos de palabras porque aquí hay algunos muy dados a confundir
la velocidad con el tocino, y a judíos con jodíos- carne de dolor, sangre de
Israel. Pepe es un tipo normal, con esa normalidad que suele ser albergue del genio,
y un genio bueno y civil debe descansar en las recamaras de su imaginación para
haberse sabido mantener limpio entre tanta podre. Se gana la vida haciendo
transportes con una furgoneta y, de noche, se pone a escribir.
Y es ese ángel bueno
que le anima a escribir a Mayoral es el que nos dice a todo que ya basta, que
lo que necesitamos es perdón, más alternancia y menos revancha, y, hartos de
crispación lo que menos necesitamos son menos insensatos que ahuecan o impostan
la voz cuando se dirigen, altisonantes, como esos poetas ripiosos a los que
colman de premios cervantes, hacia nosotros. Pero nos tendrán que cortar la
mano, si quieren que dejemos de escribir
Seguiremos bebiendo
vino - joder el chato se ha puesto a 250 pesetas- y “gijoneando” que viene a ser una forma del hay que joderse
madrileño, porque ser cliente de ese club requiere sus buenas dosis de
masoquismo, haciendo la vista gorda cuando el camarero creyendo que estamos ya
trompas nos sisa, mentira de monedas en
un plato con el vuelto de la cuenta, y escuchando los zeugmas, metaplasmos,
metátesis y otras figuras de dicción con que nos dispensa el Cerillero, quien
presta el dinero por otra parte sin comisión. Hay que aguantar mecha y padecer
los agiotajes de la usura y los sablazos, o las intemperancias del falso amigo
que nos pasa la mano por el lomo y luego el canalla nos insulta, pero no va a
ser cosa de que por un provocador cualquiera, Adolfo, Adolfo, vayamos a sacar
el Mágnum. Prefiero un baño de whisky a un baño de sangre. Pero estamos
acostumbrados a sufrir. Somos carne de escritura y carne de dolor y toda esa
carne dolorida se cura con vino y con sopilla.
Siempre será mucho más
incruento el asalto a una cervecería que a un convento. Al atacar una
destilería-ese es el verdadero mensaje de esta novela- lo que se trata de
evitar es que lo que en realidad pase, por esa transposición de términos entre
cuento y razón, que vuelvan los energúmenos a pegar fuego, pongamos por caso, a
una sinagoga. Es lo que verdaderamente puede suceder si no andamos listos. Un
escritor de talento como es Mayoral aquí lo que hace es un conjuro contra el “arson” inicuo de los que ya traen la tea
en la mano, los apóstoles del odio sistemáticos, los retoños de Adolfo, inútil
total y para colmo sifilítico, a los añafileros de Moloch, con puestos
relevantes en la Administración, que fichan en algún periódico sacamantecas o
salen todos los días a la palestra en la televisión.
Este “Asalto a la
destilería”, novela mayor de José Mayoral, que ha publicado ya otros tres
libros, porque una novela es como una abrigo de pieles que se compra a la
querida, es una purga contra la pedantería, al tiempo que avisa de forma clara
a todos los mareantes. ¡Oído al parche! El alcázar no se rinde. Si pensáis que
vamos a dejar de escribir, porque a vosotros se os antoje, lo lleváis claro.
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