2021-09-02

FEMINISMO MACHORRO LA MERKEL ES SU ABEJA MAESA

 ALCAHUETERÍA

 

Las meretrices en Roma vestían una mantilla corta ( p a l l o l l i u m) que las permitía distinguirse de la hembras honestas. Eran denominadas “lenas” y de ahí viene la palabra lenocinio o casa llana. Iban por la Vía Apia lanzando un grito parecido al aullido del lobo. Oh Roma pecatriz, Roma meretrix.

En España estaban obligadas a caminar con una falda de picos pardos. Siempre me interesó el tema de estas pobres mujeres que venden su cuerpo en la mayor parte no por vicio sino a causa de su condición de esclavas. Las más famosas eran las que procedían de Hibernia pelirrojas y el cuerpo salpicado de efélides o pecas pero también recababan un precio alto en la catasta o pase de modelos las nubias de raza negra y muy esbeltas. San Agustín estuvo enamorado de una negra etíope que le dio un hijo al que llamó Adeodato. Tuvo que renunciar a ese amor por oposición de su madre santa Mónica. He aquí que el gran padre de la iglesia lloró toda su vida aquel pecado de amor que jamás olvidaría y en sus Confesiones se refiere al gran servicio que prestaban estas mujeres a la república.

 Esto es el oficio más antiguo del mundo carece de solución y de redención por muchos sermones que nos lancen los predicadores de vereda, las disposiciones de los gobiernos o las penas de cárcel y malos tratos a que eran sometidas y escarnecidas. Por desgracia la prostitución y el uranismo han subido enteros desde la irrupción del Feminismo Radical que vienen cantando el Sí de las Niñas que es un No. O sí o qué se yo. La sexualidad femenina es insaciable, el doctor Marañón decía.

En Israel no podían entrar en Jerusalén. Montaban sus lupanares de campaña en tenderetes a las puertas de la Ciudad Santa y por la pascua hacían gran negocio a riesgo de ser apedreadas por orden del sanedrín como nos cuentan los santos evangelios. Cristo magnánimo y tolerante las compadecía: “el que esté limpio de pecado que tire la primera piedra”. Aunque su misericordia no acabaría con la frome generada por el poder del instinto reproductor y no hay que olvidar que el hombre es un mamífero pues así Dios lo creó.

Durante la edad media europea se las emplumaba o se las rapaba el pelo al cero (decalvación).

En el Fuero Juzgo se hace pagar a los usuarios de las coaxcas o casas de tolerancia multa de diez maravedíes e impone el destierro de la villa a las rameras reincidentes. A los clérigos a pesar de que el Concilio de Elvira en el siglo VII se establece el celibato como norma dicho protocolo nunca se llevó a cabo hasta muchos años después del Concilio de Trento. En sus canónes existe una disposición que permite  a los párrocos de aldea permite una barragana pero no dos. Ítem más, y en resumidas cuentas la actitud de los españoles en materia sexual ha sido libérrima.

La palabra “puta”, “cojones” y “joder” no se nos cae de la boca. Leer al Arcipreste de Hita o Delicado Baeza que aborda el espinoso asunto de las diez mil meretrices que ejercían el oficio por las calles del Vaticano nos apunta una guía de como estaban las cosas a tal respecto. En materia dogmática la Inquisición era implacable pero muy laxa en lo referente a las relaciones carnales. Roma peccatriz.

 Yo lo expongo sobre mi libro en el que descubro quien fue el autor del Lazarillo de Tormes: un cura segoviano que ejercía de médico y lo fue de cabecera del papa y del emperador: Andrés Laguna.

Sólo en los primeros años de la Dictadura franquista los censores se mostraron muy tioquismiquis. No se pudo publicar la “Colmena” de Cela en España y a la “Fiel Infantería" de Rafael García Serrano; el primado de Toledo un catalán el obispo Pla y Daniel le puso el veto. Luego el Regimen abrió la mano El puterío en la actualidad campa a sus anchas por las redes sociales siendo el principal artículo de consumo en Internet.

 A mí me parece mucho más peligrosa la cretinización que se practica en política. El periodismo se ha convertido en los pepitos grillos del “telecinquismo” comidillas de quien se acuesta con quien y con quien se levanta quien se divorcia y el hedonismo como factotum. Las señoras putas que se ganan la vida dando un poco de amor y de sexo al que lo ha menester no me parece tan condenable aparte de ser un problema sin solución. Este alcahuetería pervierte a nuestros jóvenes. Se masca en el ambiente. Pongamos una vela a santa Nefrisa que practicaba la caridad en grado extremo y jodía de balde.

 

EL PAPA FRANCKSCO NUEVO SEÑOR DE LA GUERRA UN VULGAR Y NEFASTO POLITICO

 ALBINO LUCIANI: LA SONRISA DE CRISTO

 

por Antonio Parra Galindo

 

Había despachado ya la última crónica del día. Con eso de la diferencia horaria entre América y Europa -seis horas en tiempo de verano- los teletipos permanecían callados. Madrid dormía. Nueva York se agitaba en uno de sus clásicos “ rush hour” de la canícula, con taxistas con aires de “ cowboys” de medianoche, el lápiz en la oreja y una sonrisa tan destartalada e impertinente como sus vehículos amarillos, que ruedan con una suspensión lo más parecido a la de un carro de combate, aptos para avanzar por entre los socavones de la “ Gran Manzana”. El reloj de la Pan Am entre Madisson Avenue y la Quinta marcaba los cuarenta y cinco grados. No se movía una paja. Podía cortarse el aire con un hacha. Tal, el bochorno. Tenía miedo de que mi Seat-133 me diese un susto con uno de sus extemporáneos calentones en uno de los carriles del Verrazano, como me había sucedido varias veces. En Nueva York nadie se asusta ni se admira de nada, pero aquel utilitario de exiguas proporciones y pequeña cilindrada no dejaba de llamar la atención al pasar al lado de los haigas de la Chevrolet y de la Ford y de las lemosines de Manhattan.

Así que opté por embarcarme en el transbordador. Entre las sorpresas que brinda la vida neoyorquina es que cualquier ciudadano puede ir a la oficina usando todos los medios de transporte: en barco, en autobús, en metro o en helicóptero, en bicicleta o a patinazo limpio, y, por supuesto, en automóvil. Como yo había optado por residir en una de las islas o mejanas sobre las que se asienta el área metropolitana, la de Staten Island, donde los alquileres y la contaminación bajan, todos los días para plantarme en el edificio de Naciones Unidas en la calle cuarenta y dos, tenía que pasar el charco mediante cualquiera de las opciones señaladas. En bicicleta me planté ante el rascacielos de color azul de la Onu, que se alza como una nueva babel diseñada en la forma de una caja de cerillas entre el malecón del East River y el final de la calle 42, más de una día, aquella bicicleta de paseo que compré en Londres y me la robó un descuidero neoyorquino. Un periodista es un peregrino que va camino de la noticia ora “ per pedes apostolorum” o a golpe de pedal. Tortuosos y enmarañados son los camino que conducen a Cristo Jesús. Yo parezco empeñado por buscarle a mi manera eligiendo los rodeos y emboscadas. A lo largo de mi existencia me he llevado más de un susto, pero luego, al final de la estacada, una providencia especial me sacaba siemprede los atolladeros. Noté que Él y Ella estaban siempre ahí, hombre de poca fe, en mis dudas, vacilaciones y pecados.

Hablo de Nueva York en el contexto de ese papa misterioso y santo porque recuerdo perfectamente aquella noche y aquel presentimiento de una tarde del final del verano en Manhattan. Ahora resulta que las habladurías sobre su extraña muerte andan en vía de confirmar la acción de una mano negra. Ver el libro que acaba de publicar el sacerdote español Jesús López Saez, autor del libro “ Se pedirá cuenta “.

Poco antes de llegar a casa, la radio del coche siempre prendida empezó a agitarse con fumarolas de “ flashes” y de conexiones con Roma. El conclave, del que todos vivíamos pendientes, se había resuelto en “ fumata bianca”. El cardenal camarlengo empinaba su voz a través de los micrófonos en medio de un ruido ensordecedor de aplausos y de silbidos para anunciar urbi et orbi aquel “ habemus papam”. El nombre de Albino Luciani no figuraba en la lista de los “papabiles” cotizando más al alza en las apuestas. Sentí una de esas corazonadas (este es un oficio en el que manda tanto el olfato como la sabiduría) que suelen sobresaltar al corazón en los momentos cumbres. Ocasiones, como si dijésemos, en las cuales la historia se propone cambiar el compás. Aquel 25 de agosto del del setenta y ocho, cuando los informativos de todo el mundo empezaron a corear el nombre del patriarca de Venecia como sucesor de Pedro era uno de esos días álgidos. Las cosas ya no volverían a ser lo mismo.

Uno ya va entrando en años y, doblado el Cabo de las Tormentas, recuerda qué hacía y donde estaba cuando llueven sobre el mundo esos instantes trascendentes: el 20-N del 75, la caída del muro de Berlín un nueve de noviembre del ochenta y nueve, la llegada del hombre a la luna, allá por el verano del setenta y dos, etc. El orto del siglo futuro, como todo alumbramiento, se ha producido en medio de desgarros vaginales, ayes y gritos de dolor. Cualquier persona medianamente consciente del entorno que tiene alrededor habrá notado la presión del cambio sobre los lomos. Verdad es que fueron cinco lustros estremecedores. En poco menos de una generación se aceleró la historia hasta perfilarse en semblantes irreconocibles, casi impensables. Por suerte o desgracia, los que hemos pasado de la cincuentena, hemos sido testigos de cargo de la revolución tecnológica, la mudanza de las costumbres, la desaparición de imperios y de naciones; de bruces sobre el brocal del vórtice mismo del torbellino, habiendo pasado del arado romano a los microprocesadores, muchos no consiguieron aguantarlo. Se pegaron un tiro, andan en los viajes proclamados del “ Inserso” o, por el contrario, para no ser engullidos por la cresta de la ola, atrincheraron sus cuerpos detrás de una piel camaleónica, para conseguir salir a flote, sobrevivir.

Pero, sobre todo, conservo en la memoria una idea muy precisa de todas las ocasiones en las que salió humo blanco por la chimenea de la sala de conclaves, desde que tuve uso de razón. La tarde en que nombraron al cardenal Roncalli una oscura tarde de otoño del cincuenta y ocho, en el seminario de Segovia y desde el rector hasta el último latino empezamos a brincar por la huerta de alegría. Se derramaron sobre aquel querido semillero de vocaciones las efusiones del Espíritu. Yo tenía catorce años y creo que en mi vida he saltado con tanta fuerza. Recuerdo aquel brinco que pegamos el corro de retóricos al tañer la campanilla de la huerta anunciando el “ habemus papam” en el entrelubricán de otoño. La atardecida se perfilaba como la entrada en un tunel dominado por las sombras del miedo y la esperanza. Fue una especie de salto de Alvarado.

Con Montini se me había enfriado la fe, pero recuerdo que fui a misa a los capuchinos de Cuatro Caminos. Ahora, pasados los años, Pablo VI - muchos de los que entonces lo denostábamos porque se acusaban por todas partes los zarpazos de la crisis que atenazaba a la Iglesia con la que no estábamos a gusto y poco a poco nos ibamos separando- resulta una figura eminente y magnífica por lo que tiene de profética en el devenir histórico del pontificado. Su altura intelectual irá creciendo con el paso del tiempo.

La designación de Wojtyla tuvo algo de estremecimiento porque el mundo se hacía preguntas inquietantes. La cristiandad se disponía entre enormes tensiones para ese cambio a rajatabla. Se escuchaban los rugidos del león, pero el ambiente oscilaba entre el miedo y la esperanza.

Albino Luciani, bajo el nombre de Juan Pablo I, pontificó tan sólo treinta y tres días, uno por cada año que vivió Cristo en la tierra. Era un “ alter Christus”, de espiritualidad moderna, a caballo entre el salesiano Don Bosco y el candor puro de Francisco de Asís, todo ello envuelto en un humor muy de la campaña toscana a lo Giovanni Guareschi. Tenía maneras sencillas de cualquier arcipreste italiano de provincias. El humor es la característica más fiable del amor.

También por ese cabo despintaba. Su calado era enteramente mesiánico. De una profundidad en el estudio de los textos bíblicos y de una clarividencia que casi pasman. Para colmo, tenía una pluma magnífica. Desde Gregorio VII, con la excepción de Pío XI, que era archivero y poseía una cultura casi enciclopédica, no había ocupado la cátedra de Pedro otro hombre que se sintiera tan escritor y tan periodista. El Evangelio - no conviene pasar por alto este detalle que tanto maravillaba al propio Tolstoi - es la religión del libro por antonomasia. Porque escribir es soñar en el mundo futuro, portar el “lignum crucis”, aspirar a la libertad del Reino. Borremos la memoria, quememos todos los libros que la fe ha producido, unos dentro del pálpito de la ortodoxia, y otros extramuros, y nos habremos quedado sin libertad. Ya no habrá catolicidad.

Todo en este prelado hacía pensar- salvo en los kilos - hacía pensar en el llorado Juan XXIII. Poseía el mismo estilo de campesino bonachón, que no le da demasiada importancia a las cosas, que sabe reírse de sí mismo desde la simplicidad de vida. Su rostro transmitía juventud y alegría a través de aquélla su “ santa sonrisa”. Hasta la fecha habíamos estado acostumbrados a ver sobre el balcón del Vaticano a papas bastante estirados. Había llegado a la Puerta Angélica desde Lombardía siguiendo la senda de sus mismos pasos: el patriarcado de Venecia. Era un catequista troquelado a la medida del lema “Pastor et Nauta “ de su predecesor. Rompía totalmente con los moldes del papa Montini, un intelectual y un hombre de curia, o de Pio XII, aquel pontífice de gestos impresionantes y que parecía casi un serafín embutido en la sotana blanca. Sólo le faltaban las alas.

A Luciani le iba más el prototipo de cura de pueblo o de parroquia funcional.Que disimula su amor a sus feligreses bajo un barniz de cazurrería zumbona y de cachaza. Pero eso era la fachada, nada más. Porque sus escritos revelan un alma mucho más sofisticada. Con vista de aguila - junto con aquella sonrisa que desarmaba había en su rostro de sacerdote cordial aquella mirada a la vez festiva y atormentada - penetró en las angustias del hombre moderno y cargó con ellas a las espaldas.

Pero, que cada día traiga su afán; así todos los turnos, incluso los papales sean diferentes. Nadie será capaz de bañarse en el mismo río. Acertaba Demócrito. El reinado de Jan Pablo I, englobado en el acróstico “ de media aetate lunae” en los pronósticos de Malaquías, fue el tránsito de una estrella fugaz que cruzó la noche del atlas iluminando las tinieblas de agosto. Sus treinta y tres días al frente de la Barca de Pedro estuvieron cargados de intensidad, por más que no hayan quedado esclarecidos las circunstancias de su extraño óbito. Pronto subirá a los altares este heraldo del huracán que se nos echaba encima. Pero su mensaje fue diáfano”: no tengáis miedo, conservad la esperanza, que pronto pasará la tempestad”. Una esperanza que quedaría tronzada treinta y tres día más tarde, cuando los restos mortales fueron expuestos a la veneración del pueblo romano de cuerpo presente. Las fotografías del obispo de Roma yacente presentan un rostro desfigurado por la hinchazón. Una tumefacción que infunde sospecha de señales de envenenamiento

Y esperanza y santidad en el más genuino espíritu agustiniano de ambos es la atmósfera que respiran las páginas del libreto que nos legó”:Ilustrísimos Señores”. Es una recopilación de cartas dirigidas a una gama de personajes tan heteróclitas como Mark Twain, Dickens, Penélope, Bernardo de Claraval, Goethe, Santa Teresa de Lisieux, y Santa Teresa de Avila, Petrarca, o al gobernador español de Milán, Gonzalo Fernández de Córdoba, y otros muchos más, aunque en la lista abundan los literatos, aparecidas en una humilde publicación franciscana, “El Pan de los Pobres o Mensajero de San Antonio de Padua” por un obispo sin demasiadas pretensiones. El tono sencillo y cordial de las misivas no obsta para el gran calado evangélico y la sabiduría de alto bordo que despliega a lo largo de sus trescientas veintitrés páginas, sin hurtar el cuerpo a cuestiones de bulto como pudieran ser: la crisis de la Iglesia en los años psicodélicos consiguientes a la revolución del sesenta y ocho; el laicismo; la emancipación de la mujer; el antisemitismo; el tema de los domingueros o el alcoholismo, lo que el entonces patriarca de Venecia denominaba la “ cofradía de Santa Bibiana, que no cesa de empinar el codo”, lleno de comprensión y de humorismo hacia las flaquezas humanas.

En estilo fino y elegante las cartas, que constituyen un verdadero manual de Apologética, a los más ilustres personajes de la historia provocan en el lector de a pié la misma sonrisa que no se le caía nunca de los labios del autor. En tono conciliador por más que impecable en su dialéctica, invita a los descreídos a volver al redil, pero sin acrimonia, porque Luciani se había forjado en el más genuino estilo de Francisco de Sales, aquel otro obispo ginebrino que pensaba que “ más vale una gota de miel que cien cántaros de hiel”.

Aquí salen a relucir lo mismo Juana de Arco que Pepito Grillo -el futuro papa manifiesta sin rebozo que Pinocho, el inmortal personaje salido de la inspiración de Carlo Lorenzetti (1826-1890), fue el gran héroe literario de su infancia - que Fidel Castro, el Che Guevara o Juan Lanas

O los monjes longobardos. Sólo ve un camino de salida al laberinto de la mente del hombre del milenio aturdida por el desfase entre su capacidad de absorción y capacitación y el ritmo de las conquistas tecnológicas: el amor. Con paciencia y verdadera caridad cristiana, sin retóricas sibilinas, hay que acometer el reciclaje al que se enfrentan los hombres del mañana. No se puede emprender esa empresa desde la revancha unilateral. La piedad divina edificó el universo. Sólo la abominación y los egoísmos humanos nos lo pueden derruir.

El libro está trufado de sentencias y apotegmas de frase a cincel que son auténticas perlas y que revelan la presencia de un tremendo escritor:

Ojo a las circunstancias, a los estados de ánimo: si cambian, cambia también tú, no los principios, sino la aplicación de los principios a la realidad del momento... Dale un clavo al testarudo y acabará por meterlo en la pared a golpes de su cabeza... Los jóvenes son distintos de nosotros los adultos en el modo de juzgar, de comportarse, de amar y orar. Será preciso compartir con ellos la tarea de conducir a la sociedad por caminos de progreso. Con una advertencia: que ellos aprietan el acelerador; nosotros preferimos calcar el freno... El astuto habla y sus palabras no son vehículo sino velo del pensamiento, haciendo que parezca verdadero lo falso y falso lo verdadero. A veces obtiene resultados. Por lo general, la cosa no dura mucho. En las peleterías vemos más pieles de zorra que pieles de asno. Cuando los bribones van en procesión, es el diablo el que lleva la cruz alzada. Y perdona, querido Bernardo de Claraval, mi franqueza”.

Es esta carta, con destinatario al fundador del Cister , una de las más interesantes de toda la serie. En ella el patriarca de Venecia hace alarde de su discreción y altos conocimientos de las cosas de Dios y de la psicología terrena. San Bernardo luego le contesta con fecha de octubre de 1971 y tampoco se queda corto el egregio abad en sus admoniciones y advertencias al obispo, aunque en su correspondencia se tuviera que superar la barrera de ocho siglos de diferencia horaria y de mentalidades, entre el pensamiento del hombre medieval y el del último tercio del siglo XX. Monseñor Luciani sale airoso del compromiso. En el escrito al insigne monje francés lumbrera de la Iglesia, amén de expresar la corazonada de que su corresponsal, muy a pesar suyo, ceñiría el manto de armiño y la tiara papal pocos años más tarde sobre sus sienes, despliega su sabiduría. Luciani había leído a Maquiavelo y a los tratados de iniciación cabalística.

Al respecto, refiere una anécdota. En un conclave se le presentó al colegio cardenalicio tener que solventar una papeleta. Había empatados tres candidatos a la sucesión de S. Pedro. El uno era un santo, el otro, un pozo de ciencia y el tercero estaba dotado de un gran sentido práctico ¿A cuál de ellos votar? Bien, argumenta el entonces cardenal; el santo, si es tan santo, que rece por nosotros, oret pro nobis; si el sabio, si es tan sabio, que nos ilustre, doceat nos; mucho nos alegramos, que escriba cualquier libro de erudición ¿ Es prudente el tercero?, iste regat nos, que sea él nuestro papa. De esta forma salomónica, y con un poco de sorna, dilucida nuestro autor el trinomio.

Se hacía cargo que para entrar con buen pié en los pasillos Vaticanos más que santidad y buenos conocimientos vale la mucha mano izquierda. Conocía de antemano su destino y le repugnaban un poco las intrigas maquiavélicas, un mal necesario con el que han que contar quienes rigen el rumbo de la barca del Pescador.

Su familiaridad con la persona de Jesucristo, al que amaba y conocía al dedillo hasta el punto de darnos a conocer aspectos de la misma poco conspicuos, como por ejemplo cuando dice que entre los antepasados de Jesús hubo tres mujeres poco recomendables: Rhabab había ejercido la prostitución; Thamar había tenido un hijo de su suegro Judas, y Bethsabé había cometido adulterio con David, lo sitúa en la perspectiva histórica de su tiempo.

Cristo no participó en la actividad política de los “zelotas” o guerrilleros que se habían alzado en armas contra la dominación romana. A estos sublevados judíos las tropas de Augusto, una vez aprehendidos, se les condenaba a morir en el madero. Rechaza el sofisma de que era un caudillo violento y señala que, cuando tomó el látigo contra los mercaderes del templo, éste fue un acto perfectamente calculado. El Hijo del Hombre no se rebeló. Puso en evidencia a los escribas, fariseos y leguleyos de toda especie, y defendió a los pobres y oprimidos, pero predicó la no-violencia. Tampoco tomó partido de una manera clara por los que entonces mandaban. Su reino no era de este mundo.

Pero reconoce que dicha inhibición de Jesús a la hora de etiquetarse en lo político sería motivo después de su resurrección de banderías entre las dos facciones de la Iglesia primitiva. La de la gentilidad, propugnada por Pablo, ciudadano romano, y la restrictiva que se agrupaba en torno a los seguidores de Pedro o judaizantes, y que exigía una Iglesia sólo para circuncisos. Aunque ambas posturas quedaron resueltas en el primer concilio de Jerusalén, se dará una pugna, oculta o patente, hasta el final de los tiempos o Parusía. Son dos formas de contemplar el cristianismo más que excluyentes complementarias, pero de alguna forma irreconciliables. Nacen del combate entre la Vieja y la Nueva Ley. Forman parte del arcano de los misterios que persigue al pueblo judío.

Quizá el candor y franqueza que rezuman las cuarenta epístolas del texto - yo tengo para mí que sobre ellas aletea el soplo del Paráclito consolador, que no le fallará nunca a la Iglesia hasta la Segunda Venida - le valiesen al futuro papa algún que otro disgusto en los ambientes curiales donde nunca fuera del todo bienquisto. Sobre las extrañas circunstancias de su muerte prematura siguen alimentandose sospechas de envenenamiento.

Como quiera que fuere, el alma de un santo, de un verdadero santo, queda translúcida y deja su impronta de bondad, resignación, humor y ligero optimismo abierto a la esperanza y al dialogo en estas jugosas postales, en las que un obispo declara su amor a los hombres a través de Cristo.

Instalado con el apóstol Pablo en el corazón del Redentor, quiere asistir a los funerales de supropia soberbia, expresa el deseo de fundirse con el que ama, de dejar de ser él mismo para convertirse en “ alter Christus” (otro Cristo) y proclamar: “ somos el estupor de Dios “.

Aparecido a título póstumo Ilustrísimos Señores en 1978 poco después de su misteriosa muerte es un inspirado y maravilloso opúsculo en el que se condensa no sólo el código ético de un gran papa; también da a conocer un escritor con prosapia. Juan Pablo I admiraba a Chesterton, a Manzoni, a Marlowe, a Quintiliano, a Walter Scott, a Terencio, a Dickens. Pero su autor de cabecera era Francisco de Sales, aquel gran periodista, glosador y traductor del espíritu de Agustín para el hombre de nuestros días. Todo se reduce a una cosa: Amor.

Y Francisco de Sales, glosando y hasta enmendandole la plana al de Tagaste, solía expresar este alto concepto de la apoteosis de la caridad en el siguiente sorites: “ la perfección del universo, el hombre; la perfección del hombre, el amor. Dios es solamente la perfección del amor “.

Albino Luciani, que ocupó el lugar número ducentésimo sexagésimo cuarto en la lista de sucesores de Pedro, al igual que a Cristo - lo criticaron porque todo un señor cardenal escribiese cartas a Pinocho - le estomagaban los fariseos. Por este libro, escrito en clave menor y sin pretensiones, se ganó antipatías en los ambientes curiales. ¿Se la tenían jurada ? ¿ Qué fue de aquella fuerte discusión la noche de su muerte con Ottaviani ? Nunca se sabrá. Sin embargo, el papa breve era un hombre sensible, sencillo y bueno, un verdadero discípulo del Maestro. La sombra de su diáfana sonrisa pervivirá eternamente. Murió en la noche del 28 de septiembre de 1978. Su cadáver fue descubierto a la mañana siguiente por sor Vicenza Tafarel. Como causa del fallecimiento se diagnosticó un infarto de miocardio. Las circunstancias aparecen oscuras y hay contradicciones en el atestado pericial del óbito. Se dijo que tenía entre las manos un ejemplar del Kempis, cuando en realidad, eran unas notas tomadas a vuela pluma tras su conversación con el cardenal Villot, con el cual mantuvo una fuerte discusión. Pidió un calmante al médico de cabecera, Renatto Buzzonetti, y se le recetaron específicos contraindicados para un hipotenso como era él, siempre a tenor con el criterio del P. López Saez, cual encara un relato por menor de los acontecimientos - que todavía en el Vaticano siguen siendo asunto tabú - acaecidos durante la madugrada del 29 de septiembre.

Se proponía una reforma revolucionaria de los entresijos vaticanos dominados por la logia masónica y por banqueros como el obispo Marckinkus, un norteamericano de origen lituano que controlaba las finanzas de la Sede Apostólica. También se dijo que él conocía, después de un viaje a Fátima, que su reinado sería breve. Allí se entrevistaría con la vidente Lucía, la cual le comunicó el famoso tercer mensaje revelado por Nuestra Señora a los pastores en Cueva de Iría.

La desaparición de este gran pontífice para muchos continúa siendo un misterio. Algún día, no tardando mucho, puede que la verdad se sepa.


 

 

 

 

 

 

 

 69 PEARSON PARK AQUELLA NOCHEBUENA  EN HULL

 

Aquella nochebuena del 66

Conocí el amor en la misa de Gallo

Abismo de lo inefable

Cuando se descorrieron las cortinas

Del secreto arcano

Que pasa por la vida del hombre

Una sola vez

Fue una epifanía

No he vuelto a Hull aquella ciudad del norte

Los muros de Endsleigh College

No los salté

Conocí la felicidad y el destierro

Desde entonces soy

Un judío errante

Giran los días los meses y los años

Da vuelta la noria de los acontecimientos

Chirrían los cangilones

Y sin darme cuenta

Heme aquí un pobre viejo

Los dientes careados

Y copos de la nieve de febrero

Acariciando la piel de mi gorro

Y mi pelliza

Un nombre en mis labios

Rosa Heagerty

Nombre que suena como un beso

Ruso  c h e l o v a t b  tebiá

Troparios, kiries y canciones

Las fimbrias de la estola

Del diacono

Eras tan pura todo oro

Como la casulla del pope

Dentro del iconostasio

Fulgías oros y sonrisas

Ahora suena música de Mussorsky

Escucha amada a los coros

Que siguen la himnodia monocorde

Después de cincuenta y cinco años

Se abre la puerta de los dones

Un santo anacoreta nos larga bendiciones

Es el símbolo de nuestro dolor

Santiguadas trazadoras de la inocencia

Te descubrí

Y mirándote subí al cielo

Peldaño a peldaño

Por la escala de Jacob

Un acontecimiento insólito

Como Petrarca cuando vio a Laura

Él también conoció el sacramento

En una iglesia de Aviñón

Y Shakespeare vio al Cisne de Avon

Como yo en Hull

 ciudad inglesa

Batida por el viento

Y las galernas del mar del Norte

Aquel instante

Aquella misa

Es el secreto de mi vida

Que me acompañará a la tumba

Divino amor más allá de la muerte

Que nos hace dioses

 DiABLOS COJUELOS

 

Lucifer tiene ALMORRANAS el diablo cojuelo muermo Satanás ladillas. Almorranas y muermo liendre y ladillas su mujer se las quita con tenacillas. Regreso mis pasos perdidos lecturas encantadas — uno se rejuvenece y parece que vive más a través de sus libros — a esta obra simpar cuyo registro me dice que la compré en Nueva York el 21 de mayo de 1978. En mi texto titulado “El Doctor Laguna autor del Lazarillo” obvié tratar este primoroso arranque de la literatura picaresca al no hallar en Luis Velez de Guevara la furia del converso. El Cojuelo carece del pesimismo derrotista de gran parte del género picaresco y en sus trancos o capítulos crece la esperanza y el sentido del humor. El de Ecija debía de ser cristiano viejo conectado con la Casa de Osuna. La novela es un retablo crítico del Madrid de su tiempo. El Pateta coge en volandas a Zambullo el protagonista y lo lleva a la torre del Salvador que era el sitio más empinado y verdadera atalaya del Madrid de los altas. Sus dotes mágicas y sus artes brilibirloque alzando tejados y voladizos penetrando por los balcones y dando aires a las alcobas. Contempla lo que está pasando: una fulana pare un niño y el marido solicito la atiende en el parto y jalea recibiendo en el mundo a un hijo que no es suyo. Y a otro le fuerzan la mujer dos soldados mientras ronca. Mira ese lindo que duerme con bigotera para que no se le destiñesen los mostachos. Una hechicera  machaca hierbas en un almirez para dorar la píldora de remendar el virgo de una “doncella” que se casa mañana con un viejo. Hay junta de brujas que murmuran oraciones en un aposentillo. Dos hombres pelean más borrachos que la cuba de Sahagún contemplados por la tabernera de Guadalajara que agua el vino del mesón, es rica, ha fundado dos capellanías de veinte mil ducados para que se lo digan de misas y tenga cuando se muera funeral de primera. Piensa la buena señora ir al cielo. En el Madrid de los Austrias a la luz de las Siete Cabrillas hay alquimistas que buscan la piedra filosofal estudiando los libros de Raimundo Lulio y con quien vengo-vengo pasan los embajadores del Gran Turco escoltados por su guardia de jenízaros con sus alfanjes y luciendo el tocado de almalafa (turbante) en la testa. Pasan soldados, pasan estudiantes y licenciados de Alcalá un ir y venir constante en busca de prestameras y favores de la corte. Llegan venecianos con sus alforjas que son el talego del oro del mundo. El rey de Castilla Felipe IV es exorcista, echa demonios. Don Cleofás se guarda de visitar palacio donde multitud de gentes llegados de todas las provincias del imperio buscan aposento y una mayordomía siquiera sea en las caballerizas. El rey de Francia cura las almorranas por privilegio divino.

 Se canta y se baila a todas las horas. Por las calles de la Villa suenan los acordes de la zarabanda, el déligo, la chacona, el guirigay, el zambapalo, jácaras y pandorgas. Aquel Madrid olía mal por lo del agua va pero sonaba bien gracias a los maestros de capilla y la música coral de palacio. Sumirse en las páginas de esta novela, que rezuma mala sombra y optimismo, es darse un atracón de donaire y de españolía.

Vélez de Guevara maneja la pluma como un espadachín que hace maravillas con el florete del idioma y la gramática, penetrado muy penetrado del duende de la literatura, bien perdigado y dispuesto para transmitirnos en detalle la descripción de la vida cortesana las luchas por la poesía de los que quieren beber en las fuentes de la fama. Las del Buen Retiro corrían una vez al año en medio del jolgorio de toros y cañas.

 Narrando cada uno de los trancos con mucho despejo haciendo gala de ese donaire del que adolecen los escritores y novelistas de hoy incluso los más encumbrados y petulantes como el Pérez Reverte. Con este librito de la austral que compré en Nueva York por unos dólares he recorrido las siete partidas y sorbí los siete valles como aquel que dice. Los escritores somos hijos del Céfiro como los caballos andaluces. En las dehesas cordobesas las yeguas quedan preñadas por el viento. Ya es hora sin embargo de tender la raspa y cerrar este capítulo dedicado a uno de nuestros más donosos ingenios: Luis Vélez de Guevara ( Ecija 1579, Madrid 1644)

Mañana más

 

                                      VIVA CÓRDOBA

Antonio Parra

En Córdoba, lejana y sola, pero no tan sola pues siempre anduvo por mi corazón, picas medio metro y te sale un dios romano, con barbas y cabellera alborotada, un idolillo, la cabeza de un patricio, la toga de un tribuno de la plebe o una “santa” que no es otra que Palas Atenea o la Magna Máter. Neptuno que recuerda a Jesús andando sobre las olas o la cidaria de un arúspice que hace pensar en la mitra de un obispo con ínfulas y todo. Son las raíces de nuestro ser y nuestro estar. La patria de Séneca y de Lucano fue la cabeza de puente de una civilización que se sumó a la apoteosis del cristianismo bajo los visigodos. Siempre he creído que Córdoba, la Roma de Occidente, fue mucho más cristiana que mora. En sus  raíces milenarias los musulmanes conquistadores y como todos los beduinos copistas y calígrafos excelentes en escritura cuneiforme, asimilaron haciendo suyas la sabiduría grecolatina. Con tales bagajes asentaron el esplendor califal. No fueron lo que se dice una etnia creadora, pues hasta su religión es un amasijo de creencias mosaicas y cristianas. El maestro de Mahoma fueron un rabino y un sacerdote nestoriano que profesaba la iconoclasia. Luego se casó con la viuda de un rico camellero e hizo su primera hégira.

  Pero los llamados baños árabes no son sino las termas romanas, lo mismo que la bóveda, el arco de medio punto que lo convierten en el de herradura y la columna o el papel para escribir que trajeron de sus incursiones en Manchuria. No estoy haciendo otra cosa que desmitificar bulos con datos ciertos constatados por la historiografía. Sin embargo, y aunque nos vuelvan a llamar rumíes, los españoles tenemos que aprender árabe y un poco más de teología católica ante la que se nos viene encima. Un poco de paleografía tampoco nos vendría mal.

-Mira, hermana, pero quién es ese santo Cristo.

-Que no es Jesús, Juanita- terció mi tía- el de la melena alborotada. Es san Bartolomé.

-No hay tal, mamá. Es Neptuno que doma las aguas y los vientos - le explico a mi madrecita que la pobre no entiende de estas cosas y lleva el bolso atestado de estampas y de vírgenes de la consolación, lo mismo que mi tía Rosarito que se pasa la jubilación y su viudez rezando por todos y a todas horas en misa, después de una vida de dura brega, porque Franco no trató con demasiada condescendencia a los que fueron sus vasallos y le ayudaron a ganar la guerra que tanta sangre costó, en contra del cliché vindicatorio de estos tiempos cuando se trata de remover las discordias inciviles de nuestro pasado; sólo les dejó un buen pasar. Gente del campo con una vida de mucha estrechez y que apenas fueron a la escuela. Así engordaron las filas clases medias, caballo de batalla de la democracia y de la reconciliación y de este progreso económico y ese aura de riqueza que nos acoge.

En cierta manera eso se lo debemos al esfuerzo de todos estos que tanto trabajaron y hoy son clases pasivas. Si volviéramos a aquella España de pobres y ricos y de discriminaciones entre hombres y mujeres, agravios comparativos y todo aquel aire cainita que desparecieron con la llegada del Seiscientos, el desarrollo económico, la motorización, el pisito y el pluriempleo, volveríamos a las andadas. Mejor no meneallo. Dejemos que el mundo vaya adelante.

Soy hombre de muchas meditaciones y estas sugerencias me brotan al hilo de mi último viaje a la Ciudad de los Califas a la que no volvía desde el año 69 cuando anduve metido en faena de reporteros y de retrateros y el Cordobés nos invitó a Juan Santiso y a mí a su finca de Villalobillos. Quería mostrarnos los bidés que había puesto en los dormitorios de sus aparceros  que le recogían la aceituna. Para el diestro, que había sobrevivido a una infancia de pobreza y robaba gallinas para subsistir, semejante innovación representaba un hito en la mejora de las conquistas sociales. Cierto. El  contar con inodoros que sustituyan a la palangana y al orinal son inventos que alteraron la faz de la tierra. Toda una conquista social precisamente en el año que el hombre ponía por primera vez los pies en la luna.

-Ponga uzté ezo, amigo, con letras muy gordas, en el “reportae”. Mis quinteros ya pueden lavarse en un bidé- nos dijo Manuel Benítez.

El campo andaluz había dado un paso al frente cuando las jornaleras dejaron de oler a montuno y limpiarse el culo con una teja. Mucha manzanilla en aquel viaje y una visita impresionante al Cristo de los Faroles que a Juan que, como buen gallego y algo supersticioso se tentaba la ropa y estaba viéndolas venir las meigas, nos dejó el alma hecho un higo. En cada rincón de la ciudad donde las iglesias fernandinas ostentan en la torre la forma de un antiguo alminar es bastión de una fe vieja que hay que sacar a la calle y que Andalucía tiene a bien demostrar cada año vestida de nazarena. Eso está bien. A eso se llama dar testimonio aunque algún listo locutor de nuestro revolcadero televisivo se haya mofado de la fiesta de la Invención de la Cruz, que todavía se guarda en muchas ciudades andaluzas como la Cruz de Mayo con palabras tan necias como insolentes y descreídas.

Córdoba. Manolete. Y aquella frase del torero que fue el novio de la España de la posguerra, uno de nuestros primeros mitos: “más cornadas da el hambre. Ea”

 Visitamos su tumba y la efigie yacente arropada con su capote de brega muestra al maestro del arte del toreo tal cual era. No está muerto sino parece que se echa una siesta de mármol debajo de los arrayanes y a punto de levantarse para rematarle la faena al “Islero”, toro fatídico de aquella tarde en la plaza de Linares. No estuvo bien aquello. Fue una cogida tonta. Haría falta el desquite.

-Digo.

Estamos ante los maravillosos mosaicos que se exhiben en el Alcázar de los  Reyes. Ciertamente, ese rostro del dios Océano, agitado por un viento que sopla eternamente movido por la fuerza del espíritu se parece un poco a Jesús de Nazaret, tal y conforme nos lo representa nuestra iconografía. Hasta eligió para su representación el pez eucarístico y las olas sobre las que navega la Barca del Pescador. Roma, madre de pueblos, pero Córdoba se disputa con Granada el título de abuela de las Españas. Fue en ellos donde florecieron las primeras cristiandades y eso se nota.

El turbante del califa Abderramán III queda velado en mi memoria por la aureola de los mártires que, capitaneados por san Pelayo de Tuy, aquel galleguiño de ojos azules y rubios cabellos, sobrino del obispo de Oviedo que fue hecho prisionero tras una algara y, conducido a la medina, intentó violarlo la soldadesca del serrallo. Él prefirió la muerte a consentir y su cadáver fue arrojado al Guadalquivir.  La fiesta de san Pelagio, santico mozárabe, lo celebra la liturgia romana el 26 de junio. El PRÍNCIPE de las TINIEBLAS se las ha ingeniado para hacer coincidir el glorioso transito de este santo niño con la fiesta del Orgullo Homosexual. Saquen ustedes sus propias consecuencias al respecto.

Pelayo de Córdoba fue el primero de una gloriosa pléyade de bienaventurados que dieron testimonio con su sangre de la fe en el Cordero Manso. Fueron tantos como en la persecución de Nerón. Fueron innumerables. De tal manera que en el siglo X se puso de moda en todas las cristiandades del orbe, refiere el P. Flórez, Córdoba como final del camino y objetivo de peregrinación. Viajaban hasta ella desde Jerusalén, desde Alemania y Britania, para ganar la palma del martirio y, de paso, el ingreso ipso facto en el paraíso.

Murieron tantos que las aguas del Río Guadalquivir durante semanas enteras bajaron tintas en sangre, lo que dice poco en pro de la tan aireada tolerancia muslímica hacia otros credos. El círculo de monasterios que estrechaba su cerco de fervor en torno a la ciudad fueron todos arrasadas. Eran siete u ocho. Lo mismo que las iglesias visigóticas y todas las basílicas cristianas. Sólo quedaron algunas ermitas desperdigadas por la serranía aunque el culto cristiano siguió teniendo lugar, siquiera en casas particulares, hasta bien entrado el siglo XIII.

Gracias a ellos seguimos siendo mozárabes. La sangre de los mártires es semilla de cristianos y eso se detecta nada más llegar a la ciudad que cantó Góngora con versos inmortales y donde en varios barrios del centro y del extrarradio se yergue victoriosa la efigie del arcángel san Rafael patrono de sus cerca de medio millón de moradores.

Para explicarse todo ese milagro de las procesiones semanasanteras hay que retrotraerse a ese alma visigótica, injerta en el judaísmo y en el islam de los cristianos nuevos pero que entronca con las manifestaciones de la vieja solemnidad pagana. Andalucía, tierra de vándalos, tiene una estirpe africana que entiende perfectamente a Mahoma pero que se resiste a ser morisca aunque haya asimilado buena parte de los ancestrales atavismos: el cante jondo, el culto a la reja, el fatalismo, el porte señorial y hospitalario del desierto o la faca que es un reducto de la cimitarra, la guarda de la hembra.

Siento cierta tristeza cuando el guía con el que giramos visita a la Mezquita acusa a los regidores de la ciudad de dolo, poniendo en boca del emperador  palabras que éste nunca pudo pronunciar expresando su disgusto por la reconversión del templo islámico en iglesia catedral. Hay que decir que gracias a tales reformas el templo fue preservado sin atentar para nada contra su estructura. Fue respetado el mizrav de las abluciones y quedó esa maravilla de los intercolumnios de jaspe que hoy estupefacen al visitante. Justo en el centro se instaló el sitio del culto católico bajo una bóveda triunfal que da acogida a una de las sillerías corales más hermosas de toda la cristiandad toda ella de caoba.

Me emociona un poco el pensar que Góngora que fue un beneficiado tibio aunque decoroso (resulta que tuvo que pagar algunas multas por sus faltas de asistencia al cabildo) cantó vísperas detrás de esa reja y reclinó sus augustas posaderas de vate oficial sobre las misericordias historiadas del respaldo sitial. El vate fue sin duda el poeta mayor que hemos tenido en castellano.  El vano abierto en la techumbre hacia 1530 y que costó no pocas discusiones - en Castilla por aquel entonces la gente siempre andaba metida en pleitos que es una de las aficiones o malas inclinaciones de los cristianos viejos- da claridad al recinto que es bastante oscuro por lo que no pueden ser apreciados en su totalidad los arcos de herradura policromos.

Somos un país pendular y hemos pasado de la islamofobia a la islamofilia en menos que se persigna un cura loco. Hombre, ni tanto ni tan calvo.

Ahora resulta que los moros son los buenos y los cristianos los malos. No hay más que echar un vistazo a la prensa o contemplar cómo en la televisión cuentan la película tergiversando los hechos. Es una constante que hemos observado en nuestras excursiones a Extremadura, Galicia o al mismo Valladolid. Los cicerones se despachan a su gusto contra Santiago Matamoros y su cuadrilla, ponen verdes a los curas, danles caña a los obispos y ponen a caer de un burro a Isabel y Fernando el regio matrimonio que fraguó nuestra unidad nacional. Y nada se diga cuando viajamos a Cuenca donde estuvieron las mazmorras del Santo Oficio. Esto debe de obedecer a consignas desde arriba y a una verdadera campaña cristofóbica e hispanofóbica.

Las visitas guiadas debieran ser conducidas por gente con un poco más altura y con un bagaje de conocimientos mayor, no por estudiantes aficionados o por amas de casa en paro. No se puede jugar al chito con nuestra historia así como así. Ni clavarnos el aguijón con tanta vehemencia o auto inculparnos y de qué manera. Como sólo sabemos hacer los españoles de los que la mayor parte están en Babia y desconocen la grandeza y trascendencia de su propio país.

Yo escribiría una carta de protesta a la alcaldesa de verbo rotunda y de palabra fluida, doña Rosa Aguilar, una crisóstoma, un pico de oro cuando habla por la radio y a la que da gusto escuchar, aunque no diga nada. Y que, además, tiene cara de monja. Es una señora de ideas muy respetables como las de don Julio Anguita, una excelente persona y un hombre de mi generación, que respeto pero no comparto.

-Señora, esa catedral en medio de la mezquita, una de las más grandiosa del islam, no es un pegote arquitectónico, sino un exponente de nuestra capacidad universal y no hay por qué devolverselo a los musulmanes. No tenga usted miedo. No sé si es usted católica, igual no. Pero el nuevo papa no se cansa de repetirnoslo. No tengáis miedo. Ni España tiene por qué avergonzarse de su historia.

El pasado puente fue el tercer viaje que he hecho a Córdoba. El primero fue en el año 65 acompañando a mi padre que bajó a darle un abrazo a su hermano Manahén (nadie nos tache de antisemitas. Otro se llamaba Benjamín) que se moría a chorros en el cuartel de la Victoria después de una vida de servicio y de haber llevado con orgullo y con gran sentido del cumplimiento del deber el uniforme del Duque de Ahumada y de servicio a España. Mis dos primos hermanos son también de la Benemérita, muy queridos y honrados dentro del Cuerpo lo mismo que mi prima Charín que ayuda a traer españolitos al mundo en la sala de maternales de uno de los hospitales de la ciudad.

Si sabré bien lo que es el espíritu de servicio de la Guardia Civil. Por eso me duelen las campañas que se orquestan contra ellas a costa de que haya podido haber algún que otro garbanzo negro. Sin  su concurso, con su entrega, sus largas horas con el chopo a cuestas, sus largas vigilias para tan poco sueño y tan poca paga, no hubiera sido posible la democracia en este país. El instituto, al que admiran  los propios israelíes, que cuentan con el mejor sistema de seguridad y los mejores servicios secretos del planeta, sigue teniendo el paso corto, la vista larga y ojo al cristo que es de plata. Lean sino Cuerda de Presos de Tomás Salvador, el mejor canto al benemérito instituto que se haya podido escribir en castellano.

Córdoba hoy nada tiene que ver con aquella otra ciudad que conocí hace poco menos de medio siglo. Es una ciudad próspera, hecha un poco a la medida del hombre, y donde la gente vive bien. Sigue teniendo ese encanto de sus rúas del laberinto del barrio judío y el señorío de sus gentes, esa cordialidad  grave y exacta que brilla en los versos de Luis de Góngora y Agorte.

Regreso contento y lleno de esperanza. Empapado de mozarabía. He visitado a gente de mi sangre. Ay amigo. La comunión de los santos que nos impulsa. El carisma de los mártires que nos refresca el rostro como viento leve.


2021-09-01

rezando por lady di

 

Após 24 anos da morte de Diana, a princesa do povo continua a ser recordada como um ícone

Diana de Gales não sobreviveu a um trágico acidente de viação.
 
Diana de Gales e Carlos com os dois filhos, William e Harry
Carro em que seguia a princesa despistou-se em Paris
Estátua em homenagem à princesa do povo foi inaugurada do Palácio de Kenseington, no dia em que esta celebraria o 60º aniversário
Os filhos William e Harry e o Príncipe Carlos nas cerimónias fúnebres que emocionaram milhões de pessoas
Princesa Diana
01:30
CAROLINA CUNHA
O Mundo parou a 31 de agosto de 1997. A morte de Diana Spencer, a eterna ‘princesa do povo’, levantou uma onde de choque, ainda hoje, 24 anos depois, recordada.

Lady Di perdeu a vida na sequência de um aparatoso acidente de viação em Paris, França. Tudo aconteceu durante a madrugada, quando o carro em que Diana seguia, na altura com 36 anos, foi perseguido por paparazzi, o que culminou num despiste do Mercedes no túnel da Pont d’Alma. No mesmo veículo seguia Dodi Al-Fayed.

Figura da realeza britânica muito acarinhada, tornou-se num ícone de generosidade e a sua memória mantém-se viva entre o povo inglês. É que, apesar dos escândalos e do casamento falhado com o príncipe Carlos, Diana foi uma mulher de causas, solidária, que deixou marcas. Por isso, a sua morte foi tão chorada. Os filhos William e Harry, à época de férias com a avó, a Rainha Isabel II, fazem questão de, ano após ano, a recordar. Assumem que o luto foi um processo difícil e lembram “a melhor mãe do mundo”.

William e Harry inauguram estátua em memória da mãe
Este ano, em sua homenagem, os filhos William e Harry juntaram-se para inaugurar uma estátua da eterna ‘princesa do povo’ nos jardins do Palácio de Kensington, na cidade de Londres. Um momento especial que aconteceu no dia em que Diana completaria 60 anos, a 1 de julho. A estátua mostra a princesa acompanhada por duas crianças e espelha o seu principal desejo: a união dos filhos. Mas a verdade é que o reencontro entre os irmãos aconteceu envolto num ambiente de tensão. William e Harry estão desavindos desde a mudança de Harry, com Meghan Markle, para os Estados Unidos.