VIENTO DE LEBECHE CUENTO ASTURIANO DE LA GUERRA CIVIL
1982 fue un año en el cual fio la vuelta al aire y algunos como Walt Disney se metieron congelados en la redoma para resucitar al siglo siguiente. Yo me entretenía leyendo un viejo diario de un veterano de la guerra del 36 en retaguardia que marchó y no volvió más. Día de san Antón cuaderno recuperado, carta en la mesa, presa, pero me aburro y no sigo el ritmo. Han regresado las banderas victoriosas y a mí me da por beber coñac que no paro. Son resabios que me han quedado de tres años en las trincheras.
Lo que no podía haber sido después de los misteriosos eventos la muerte de la hechicera y el descorche de botellas en la taberna en medio de noticias alarmantes sobre crisis se convirtió en el estallido de la guerra civil.
En Monteriana no se habían escuchado clangores de guerra desde que sonaron los tambores del Bruch. La guerra es guarra y es guerra peligrosa pero bella. Soplaban vientos de lebeche sobre la Rasa. Doña Gloria levantó la mirada del costurero y puso a funcionar la radio gramola donde sonaban aires de la tierra. No te empeñes. Esas canciones ya no deben sonar pero una gata en celo mayaba al otro lado de la habitación. Viene la guerra y yo con estos pelos, se dijo doña Gloria. Han detenido a un capitoste del toro de la Quinta Avenida por trincón y ahí estaba don sabelotodo para hacer el quite. Nos engañan como a felipón. Se asomó a la ventana y vio a un buey volar. Las nubes arrastraban una urraca en volandas que croaba como una rama y hacía evoluciones geométricas sobre el aire en forma de quiebros misteriosos y es que anunciaba el regreso de los mandiles. Viene la guerra y yo con estos pelos, aun no sabiendo si estos que vienen serán los nuestros. Eso es de cajón, no jodas.
Don Olegario ya era viejo para ir al frente. Estaba un poco chocho. Cuba en el corazón. Doña Gloria pertenecía a la raza mulata. Un bello cruce de asturiano con zulú le habían dado aquellos ojos tristes y el culo respingón, aquella cadencia de caderas, aquel meneo el habla melosa. Mac Gregor a los amores de su sobrino con aquel tarro de azúcar de dengue no podía dar el visto bueno, lo quería para él. Miraba los montes desde su cuarto donde se dibujaba el bello paisaje de la hondonada del valle aunque para su melancolía tanta belleza no dejaba de ser capciosa. Lo que más apreciaba de aquel retiro en la hora vespertina era la soledad en medio de vedijas de humo de su cachimba. Meditaba. ¿Habrían cazado ya al conde bribón que todo lo enseña y nada esconde?
Sentía pasos en la escalera y es que subía el fantasma de la guerra del Catorce a buscar nidos de golondrina en el sobrado. Una noche de julio de 1899 cuando el general había hecho que comprar la finca vio un eclipse de sol. El cielo de Pinariega oscureció y se oyeron estrepitosos truenos. Un rabino subió por la cuesta diciendo que en Jerusalén se había rasgado el velo del templo. Vellum templo scissum est et omnis terra tremuit. Tremuit… palabras del más allá.
Don Olegario era de derechas. Iba a misa los domingos aunque no se llevaba bien con el cura. Era calmudo y los de la parroquia decían que poseía el don divino de la transigencia, algo caído de hombros, el mirar un si es no es dulce y avieso, trajes de luto y la leontina de oro que le asomaba por el bolsillo del chaleco. Cuando regresaba del chigre algo traspuesto por la sidra empezaba a dar voces y se acordaba entre lágrimas de una novia que tuvo en la Habana y que se llamaba Quiteria. Pero la melancolía desaparecía con la resaca. Amaba sus recuerdos pero había sido algo especial para las mujeres. Decía que una buena dueña no valía lo que una botella de ron y unas cuantas caladas a su pipa de brezo. Todos los otoños eran iguales.
Había magostos y tonadas. Misas de difuntos pero la guerra estaba aun lejana. Los milicianos decían que no pasarían los gallegos de la raya del Nalón. Se hundía mientras tanto en la magia de sus meditaciones de humo.
Desde el valle trepaba la magia del canto de los torzales y el silbo del mirlo. La vida pese a la muerte y la destrucción no abatía su cerviz. En la casa se comía pan de borona y se tomaba mucha leche por lo cual las niñas se criaban sanas. Así estaban de lustrosos los guajes de la aldea que jugaban en la antojana pero todo iba a torcer el morro y cambiar de rumbo cuando llegasen las falanges gallegas. El hambre y la escasez no se dejarían esperar. En las romerías se escuchaban nocturnos dionisíacos y el cura que andaba solo y, como tenía poco que hacer, daba tres vivas al sacramento dentro de la iglesia, se metía en la sacristía, sacaba una revista guarra que guardaba bajo la escribanía de las actas de bautismo y defunción y se la meneaba mirando para los cajones.
El onanismo hizo estragos entre el clero rural a lo largo de los años. A Olegario lo mataron los hijos de la madroñera que eran de la CNT una mañana de agosto lo sacaron de casa y le llevaron al monte. Allí lo fusilaron al pie de un enorme eucalipto. Andando el tiempo talaron aquel noble prodigio de la naturaleza donde los prehistóricos erigieron un dolmen, para construir un puente muy largo que salvaría toda la vaguada. Mataron a un hombre, fusilaron un paisaje y abajo junto al rio Pumares donde estaba la ensenada construyeron una central nuclear que contaminó las aguas y el aire. El dolmen troglodita se acabó y se llevó por delante la buena vida. Empezaba otra era.
Muchos de aquella región morían de cáncer. Así que todo el mundo estaba hecho unos zorros y los diarios parlaban de pugnas por los dineros autonómicos, la transición fue todavía más cabrona que la guerra y la posguerra porque no había bandos ni ideales sino egoísmos y dineros, afán de acaparar de hacerse rico en medio año. Era el juego de todos contra todos. La fanfarronería se alzaba victoriosa contra la cazurrería. La casona se derrumbó. Ya iban quedando menos paraísos. Camiones blindados circulaban con milicianos a cuestas por la varga de la Farruca. Una bomba que cayó frente al paredón y derribó el hórreo del siglo dieciséis donde se guardó el pan de muchas cosechas. Aquella tierra de meigas estaba embrujada.
Las gentes mostraban una cara amable pero por dentro eran feroces, cagüen su alma. Olegario fue un mártir de la causa, victima del hechizo de las brujas pues habitaban en la pinariega y celebraban los viernes misas negras en pleno campo. Una de las brañeras que practicaba la cigüa y las artes mágicas, se llamaba Rosamunda, le hizo un conjuro y se quedó sin gas de por vida, y tampoco pudo el hombre oler el poste de la traición de su mujer. Aquella era tierra de sorguinas, de peores aires y malos farios lo cual sería muy largo de contar y no es materia digna de escribanos y relatores sino consejas y tradiciones de transmisión oral porque no nos darían la orla. Simplemente había que arriesgarse y correr al albur de las miradas torvas del mal de ojo