VENIVOLANS ERA UN ESPIRITU PURO
El cuervo del jardín abandonado frente a mi ventana del gran hospital se movía para adelante y para atrás, volaba alto hasta donde vuela el cóndor o rastrea las interioridades infernales con pasmosa agilidad pues ya se sabe que cando el cuervo vuela bajo hace un frío del carajo, pero Venivolans era mucho más: un espíritu puro. Capacidad tenía para traspasar paredes sin hacerse daño y atravesar el cristal sin romperlo ni mancharlo o sumergirse en el agua de los ríos como la gallinita ciega y quedarse parado en el aire imitando a la oropéndola. Durante los cuarenta días y cuarenta noches que duró mi convalecencia tras la operación me crascitaba mensajes. Lo sabía todo de mí. Con sus dotes de bilocación podía volar al centro de Madrid y una mañana, pocos días antes de que la doctora Zapata me diera de alta, cuando yo estaba en el sopor de la duermevela de la matinada oigo que pican a la ventana. Y oigo una voz que me dice:
─ Despierta gandul que hoy vamos de excursión.
Y me cogió por los cabellos como a Tobías ─-no por los cabellos, la que volaba era mi alma─
Yo en ese momento creí que había llegado mi hora pero Venivolans me consoló diciendo que aún me quedaba tiempo, que a la tarde me darían de alta. Y con la velocidad del rayo me llevó al centro de Madrid al paseo de Recoletos. Nos quedamos parados ante el ventanal del Café Gijón. Habían echado el cierre. El establecimiento había sido vendido a los americanos. Donde era nuestro abrevadero, nuestro bebercio espiritual en las noches de vino y rosas, ya no habría más resacas. Allí pondrían un banco.
Una persiana metálica me impedía ver el velador donde yo me sentaba. Contemplé el lugar con nostalgia.
Retrocedí por el paso
de cebra y di unos pasos por el bulevar. Allí vi a un vagabundo, tirado en el suelo el pelo, desgreñado, atado los pantalones con una cuerda, amarrado a la botella, como todos los náufragos del sistema y esa mirada perdida ese
continente en desilusión que tienen los alcohólicos. Era Matías. Saludé.
─Buenos días, señor Sigüenza
─Buenos días, don
Verumtamen.
─Coño. Me reconoces. ¿Que pasó. Matías?
─ Como no le voy a conocer. Fuimos los dos seminaristas, había fraternidad de armas. Entonces dolor de atrición eran dos cosas diferentes.Hoy son lo mismo. Ha muerto la teología y duermen en el Averno los filósofos el sueño de los justos. Se acabaron las mujeres y sólo nos queda el vino. Usted no sólo fue el mejor escritor que se sentó en esos bandos, también fue el
más espléndido, el que dejaba propinas y nos trataba con largueza señorial a
los camareros. Me despidieron. Cerraron el establecimiento. Un día pillé a mi
mujer en la cama con otro, les pegué tres tiros. Siete años de cárcel. Perdí la
casa, los hijos y estoy en la puta calle. Es donde quieren que estemos esos
putos judíos.
Sus palabras dieron
pábulo a mi indignación y empecé a recordar aquellos tiempos cuando el Gijón era
mi refugio espiritual, cuando Matías vestía la chaquetilla blanca con galones
rojos y era todo un profesional modélico. Un pincerna exquisito, que jugaba a
la no presencia a la hora de servir. que lo veía todo,pero daba la sensación
que no se enteraba y aguardaba con discreción a aquellos ministros que se
reunían con sus queridas en el reservado de los sótanos del establecimiento, un túnel
que llegaba hasta el palacio de Buenavista donde algunos se fumaron buenos
vegueros y se tiraron a las tías más buenas de todo Madrid: solteras y casadas.
El que escuchó proclamas revolucionarias y el que enjugó tantas lágrimas de
literatos fracasados. Para ser un maître hay que tener buenas piernas, ojos de
lince, paso de lobo y hacerse el bobo. Es una gran profesión del poder servir. Matías
llevaba dentro de sí a un seminarista y a un guardia civil. Por eso no se
anduvo con chiquitas. Mató a la parienta y a su amante. El honor sólo se limpia
con sangre.
─Bueno, Matías, ahora soy yo que vengo del hospital
el que te dice que no bebas. Deja el traguillo. ¿Te acuerdas?
─Sí. Tú eras un buen
amigo
Cogí el cartón de
tetrabrik y lo arrojé a una papelera. Me quedé sin palabras ante el viejo
camarada. Di un grito:
─Arriba España
Y me fui
