EL GRAN APAGÓN NEOYORQUINO DEL 77
Han pasado 48 años
pero lo recuerdo como si fuese ahora. Aquel tórrido verano en Nueva York. Aquel
13 de julio amaneció radiante y de mañanita tomé el subway.
En el andén solitario
me topé con un monje ruso vestido de negro con largas barbas bizantinas y una
cabellera merovingia que se derramaban sobre sus vestimentas talares. Me miraba
intensamente con tal fuerza que hube de agachar la cabeza.
De pronto desapareció
y yo tomé el tren ascendente hasta una de las estaciones de la primera Avenida
para acercarme a mi despacho en la ONU.
Yo había mandado a mi esposa a parir a España porque los gastos clínicos e América
me hubieran salido por un ojo de la cara. Me sentía algo solo y deprimido.
Hacía un mes que había
nacido en Oviedo mi hijo Toñín y yo estaba solo en aquel apartamento Manhattan una torre de cuarenta pisos en
Waterside Plaza, que me salía por un ojo de la cara pues se me llevaba casi la
mitad de mi jornal.
Nueva York era para
mí, un europeo con raíces medievales, una ciudad extraña, donde podían ocurrir
cosas muy raras.
Así que la visión de aquel
monje negro en el andén de una de las estaciones del Downtown podría ser una
lucubración de mi mente calenturienta.
Aquel verano yo leía a Chejov que escribió un
cuento con ese nombre El Monje Negro
y a Julio Camba el cual en la Ciudad Automática
nos acerca hasta las fronteras del caos y vaticina lo que podría ocurrir en la
Gran Manzana si se va la luz. Bueno aquel
13 de julio de 1977 se fue la luz.
Ya en mi despacho de
la ONU no pude transmitir mi crónica por el teleoperador.
Reinaba la confusión. No
funcionaban los ascensores ni las escaleras mecánicas. Uno de mis colegas creo
que era Valverde el del YA que llevaba un transistor de bolsillo nos hizo
formar un corrillo para escuchar las noticias que transmitía una emisora local.
“Salgan
inmediatamente. Esto puede ser un ataque nuclear”. Miré con desparpajo a José María Carrascal que había llegado
presuroso desde su casa de Queens que perdía el bofe a bordo de su wolkswagen
traído de Alemania.
─Caramba.
─No creo que sean los
rusos. Esto parece un simulacro de alerta máxima dijo Carrascal.
Había que tomar el tole
pero tardamos casi un cuarto de hora de salir del edificio azul (así llamaban a
la sede de Naciones Unidas). Los funcionarios, legaciones diplomáticas,
traductores y hasta las señoras de la limpieza se agolpaban frente a los parterres
de la verja de salida y había que salir de uno en uno. He de recordar que tales
simulacros de alerta nuclear eran frecuentes en el Nueva York de aquellos
tiempos cuando estaba aun en en vigor los tejemanejes de la guerra fría.
La ciudad contaba con
varios refugios atómicos, según conté yo en un reportaje (ver las colecciones antiguas
de los periódicos estatales). La First Avenue también era un caos. Habían bajado
las hordas del uppertown y se dedicaban al pillaje de los comercios.
Desvalijaban todo lo
que encontraban. Vi a negros altos y fuertes como hotentotes que cargaban con
televisores, lavadoras, aspiradoras y toda clase de electrodomésticos a la
espalda. Esto es lo que pasa cuando se va la luz, ya lo había profetizado Julio
Camba en la Ciudad Automática. Somos muy frágiles y si una mano negra corta el
hilo conductor del gran guiñol empieza la danza.
¿Perol era o no era un
ataque de los rusos? Transcurrido casi medio siglo no sabría qué responder ni a
qué carta quedarme.
Por lo pronto no
existía entonces el internet. Eso sí América se sentía amenazada por el temor
del que vienen los rusos y esa frase era algo más que el título de una
película.
Por fin en medio de la
gran pecorea pude abrirme paso hasta Waterside Plaza. Allí el portero (doorman)
que era un portorriqueño muy simpático al cual le hablabas en español y te
contestaba en inglés o viceversa me comunicó que los ascensores no funcionaban.
Hube de subir los 24 pisos
hasta mi apartamento a pata. Allí pude largar mi crónica por teléfono que sí
que funcionaba.
Pueden consultar en la
edición de ARRIBA del 14 de julio de 1977, una crónica de circunstancias ya
digo y sin paños al púlpito. Yo estaba deprimido. Un hijo me acababa de nacer. Mi
familia estaba lejos y yo me sentía desolado en medio de la inmensa ciudad con
vistas al Empire State Building y a las Torres Gemelas. No había luz en las ventanas de los rascacielos.
Nueva York parecía una
ciudad fantasma. Contemplé el skyline. La Gran Manzana ofrece unos ocasos
espectaculares. A la hora del atardecer (sunset) que suelen ser mucho más rápidos
y fulminantes, como en el trópico, que en Madrid o en Oviedo puesto que el meridiano
neoyorquino lo muestran los mapas casi una cuarta más abajo que el de Sicilia.
A oscuras me fui a la cama. A media noche soñó
el teléfono; recibí una grata llamada transoceánica desde Oviedo. Mi suegro
Gabriel Tuya, el hombre estaba preocupado por las noticias que llegaban acerca
dfel apagón. Estaba al aparato:
─Antonio ¿estás bien
después del apagón?
─Sobrevivo ¿El niño?
─Una preciosidad. Todo
un carballón
─Vale que esto corre.
Colgué y ya no me
acordaba del monje negro, ni de la gran pecorea, ni del saco de Roma, ni de las
alertas nucleares. La luz vendría al día siguiente
miércoles, 30 de abril
de 2025