ALBINO
LUCIANI: LA SONRISA DE CRISTO
por
Antonio Parra Galindo
Había
despachado ya la última crónica del día. Con eso de la diferencia
horaria entre América y Europa -seis horas en tiempo de verano- los
teletipos permanecían callados. Madrid dormía. Nueva York se
agitaba en uno de sus clásicos “ rush hour” de la canícula, con
taxistas con aires de “ cowboys” de medianoche, el lápiz en la
oreja y una sonrisa tan destartalada e impertinente como sus
vehículos amarillos, que ruedan con una suspensión lo más parecido
a la de un carro de combate, aptos para avanzar por entre los
socavones de la “ Gran Manzana”. El reloj de la Pan Am entre
Madisson Avenue y la Quinta marcaba los cuarenta y cinco grados. No
se movía una paja. Podía cortarse el aire con un hacha. Tal, el
bochorno. Tenía miedo de que mi Seat-133 me diese un susto con uno
de sus extemporáneos calentones en uno de los carriles del
Verrazano, como me había sucedido varias veces. En Nueva York nadie
se asusta ni se admira de nada, pero aquel utilitario de exiguas
proporciones y pequeña cilindrada no dejaba de llamar la atención
al pasar al lado de los haigas de la Chevrolet y de la Ford y de las
lemosines de Manhattan.
Así
que opté por embarcarme en el transbordador. Entre las sorpresas que
brinda la vida neoyorquina es que cualquier ciudadano puede ir a la
oficina usando todos los medios de transporte: en barco, en autobús,
en metro o en helicóptero, en bicicleta o a patinazo limpio, y, por
supuesto, en automóvil. Como yo había optado por residir en una de
las islas o mejanas sobre las que se asienta el área metropolitana,
la de Staten Island, donde los alquileres y la contaminación bajan,
todos los días para plantarme en el edificio de Naciones Unidas en
la calle cuarenta y dos, tenía que pasar el charco mediante
cualquiera de las opciones señaladas. En bicicleta me planté ante
el rascacielos de color azul de la Onu, que se alza como una nueva
babel diseñada en la forma de una caja de cerillas entre el malecón
del East River y el final de la calle 42, más de una día, aquella
bicicleta de paseo que compré en Londres y me la robó un descuidero
neoyorquino. Un periodista es un peregrino que va camino de la
noticia ora “ per pedes apostolorum” o a golpe de pedal.
Tortuosos y enmarañados son los camino que conducen a Cristo Jesús.
Yo parezco empeñado por buscarle a mi manera eligiendo los rodeos y
emboscadas. A lo largo de mi existencia me he llevado más de un
susto, pero luego, al final de la estacada, una providencia especial
me sacaba siemprede los atolladeros. Noté que Él y Ella estaban
siempre ahí, hombre de poca fe, en mis dudas, vacilaciones y
pecados.
Hablo
de Nueva York en el contexto de ese papa misterioso y santo porque
recuerdo perfectamente aquella noche y aquel presentimiento de una
tarde del final del verano en Manhattan. Ahora resulta que las
habladurías sobre su extraña muerte andan en vía de confirmar la
acción de una mano negra. Ver el libro que acaba de publicar el
sacerdote español Jesús López Saez, autor del libro “ Se pedirá
cuenta “.
Poco
antes de llegar a casa, la radio del coche siempre prendida empezó a
agitarse con fumarolas de “ flashes” y de conexiones con Roma. El
conclave, del que todos vivíamos pendientes, se había resuelto en “
fumata bianca”. El cardenal camarlengo empinaba su voz a través de
los micrófonos en medio de un ruido ensordecedor de aplausos y de
silbidos para anunciar urbi et orbi aquel “ habemus papam”. El
nombre de Albino Luciani no figuraba en la lista de los “papabiles”
cotizando más al alza en las apuestas. Sentí una de esas
corazonadas (este es un oficio en el que manda tanto el olfato como
la sabiduría) que suelen sobresaltar al corazón en los momentos
cumbres. Ocasiones, como si dijésemos, en las cuales la historia se
propone cambiar el compás. Aquel 25 de agosto del del setenta y
ocho, cuando los informativos de todo el mundo empezaron a corear el
nombre del patriarca de Venecia como sucesor de Pedro era uno de esos
días álgidos. Las cosas ya no volverían a ser lo mismo.
Uno
ya va entrando en años y, doblado el Cabo de las Tormentas, recuerda
qué hacía y donde estaba cuando llueven sobre el mundo esos
instantes trascendentes: el 20-N del 75, la caída del muro de Berlín
un nueve de noviembre del ochenta y nueve, la llegada del hombre a la
luna, allá por el verano del setenta y dos, etc. El orto del siglo
futuro, como todo alumbramiento, se ha producido en medio de
desgarros vaginales, ayes y gritos de dolor. Cualquier persona
medianamente consciente del entorno que tiene alrededor habrá notado
la presión del cambio sobre los lomos. Verdad es que fueron cinco
lustros estremecedores. En poco menos de una generación se aceleró
la historia hasta perfilarse en semblantes irreconocibles, casi
impensables. Por suerte o desgracia, los que hemos pasado de la
cincuentena, hemos sido testigos de cargo de la revolución
tecnológica, la mudanza de las costumbres, la desaparición de
imperios y de naciones; de bruces sobre el brocal del vórtice mismo
del torbellino, habiendo pasado del arado romano a los
microprocesadores, muchos no consiguieron aguantarlo. Se pegaron un
tiro, andan en los viajes proclamados del “ Inserso” o, por el
contrario, para no ser engullidos por la cresta de la ola,
atrincheraron sus cuerpos detrás de una piel camaleónica, para
conseguir salir a flote, sobrevivir.
Pero,
sobre todo, conservo en la memoria una idea muy precisa de todas las
ocasiones en las que salió humo blanco por la chimenea de la sala de
conclaves, desde que tuve uso de razón. La tarde en que nombraron al
cardenal Roncalli una oscura tarde de otoño del cincuenta y ocho, en
el seminario de Segovia y desde el rector hasta el último latino
empezamos a brincar por la huerta de alegría. Se derramaron sobre
aquel querido semillero de vocaciones las efusiones del Espíritu. Yo
tenía catorce años y creo que en mi vida he saltado con tanta
fuerza. Recuerdo aquel brinco que pegamos el corro de retóricos al
tañer la campanilla de la huerta anunciando el “ habemus papam”
en el entrelubricán de otoño. La atardecida se perfilaba como la
entrada en un tunel dominado por las sombras del miedo y la
esperanza. Fue una especie de salto de Alvarado.
Con
Montini se me había enfriado la fe, pero recuerdo que fui a misa a
los capuchinos de Cuatro Caminos. Ahora, pasados los años, Pablo VI
- muchos de los que entonces lo denostábamos porque se acusaban por
todas partes los zarpazos de la crisis que atenazaba a la Iglesia con
la que no estábamos a gusto y poco a poco nos ibamos separando-
resulta una figura eminente y magnífica por lo que tiene de
profética en el devenir histórico del pontificado. Su altura
intelectual irá creciendo con el paso del tiempo.
La
designación de Wojtyla tuvo algo de estremecimiento porque el mundo
se hacía preguntas inquietantes. La cristiandad se disponía entre
enormes tensiones para ese cambio a rajatabla. Se escuchaban los
rugidos del león, pero el ambiente oscilaba entre el miedo y la
esperanza.
Albino
Luciani, bajo el nombre de Juan Pablo I, pontificó tan sólo treinta
y tres días, uno por cada año que vivió Cristo en la tierra. Era
un “ alter Christus”, de espiritualidad moderna, a caballo entre
el salesiano Don Bosco y el candor puro de Francisco de Asís, todo
ello envuelto en un humor muy de la campaña toscana a lo Giovanni
Guareschi. Tenía maneras sencillas de cualquier arcipreste italiano
de provincias. El humor es la característica más fiable del amor.
También
por ese cabo despintaba. Su calado era enteramente mesiánico. De una
profundidad en el estudio de los textos bíblicos y de una
clarividencia que casi pasman. Para colmo, tenía una pluma
magnífica. Desde Gregorio VII, con la excepción de Pío XI, que era
archivero y poseía una cultura casi enciclopédica, no había
ocupado la cátedra de Pedro otro hombre que se sintiera tan escritor
y tan periodista. El Evangelio - no conviene pasar por alto este
detalle que tanto maravillaba al propio Tolstoi - es la religión del
libro por antonomasia. Porque escribir es soñar en el mundo futuro,
portar el “lignum crucis”, aspirar a la libertad del Reino.
Borremos la memoria, quememos todos los libros que la fe ha
producido, unos dentro del pálpito de la ortodoxia, y otros
extramuros, y nos habremos quedado sin libertad. Ya no habrá
catolicidad.
Todo
en este prelado hacía pensar- salvo en los kilos - hacía pensar en
el llorado Juan XXIII. Poseía el mismo estilo de campesino bonachón,
que no le da demasiada importancia a las cosas, que sabe reírse de
sí mismo desde la simplicidad de vida. Su rostro transmitía
juventud y alegría a través de aquélla su “ santa sonrisa”.
Hasta la fecha habíamos estado acostumbrados a ver sobre el balcón
del Vaticano a papas bastante estirados. Había llegado a la Puerta
Angélica desde Lombardía siguiendo la senda de sus mismos pasos: el
patriarcado de Venecia. Era un catequista troquelado a la medida del
lema “Pastor et Nauta “ de su predecesor. Rompía totalmente con
los moldes del papa Montini, un intelectual y un hombre de curia, o
de Pio XII, aquel pontífice de gestos impresionantes y que parecía
casi un serafín embutido en la sotana blanca. Sólo le faltaban las
alas.
A
Luciani le iba más el prototipo de cura de pueblo o de parroquia
funcional.Que disimula su amor a sus feligreses bajo un barniz de
cazurrería zumbona y de cachaza. Pero eso era la fachada, nada más.
Porque sus escritos revelan un alma mucho más sofisticada. Con vista
de aguila - junto con aquella sonrisa que desarmaba había en su
rostro de sacerdote cordial aquella mirada a la vez festiva y
atormentada - penetró en las angustias del hombre moderno y cargó
con ellas a las espaldas.
Pero,
que cada día traiga su afán; así todos los turnos, incluso los
papales sean diferentes. Nadie será capaz de bañarse en el mismo
río. Acertaba Demócrito. El reinado de Jan Pablo I, englobado en el
acróstico “ de media aetate lunae” en los pronósticos de
Malaquías, fue el tránsito de una estrella fugaz que cruzó la
noche del atlas iluminando las tinieblas de agosto. Sus treinta y
tres días al frente de la Barca de Pedro estuvieron cargados de
intensidad, por más que no hayan quedado esclarecidos las
circunstancias de su extraño óbito. Pronto subirá a los altares
este heraldo del huracán que se nos echaba encima. Pero su mensaje
fue diáfano”: no tengáis miedo, conservad la esperanza, que
pronto pasará la tempestad”. Una esperanza que quedaría tronzada
treinta y tres día más tarde, cuando los restos mortales fueron
expuestos a la veneración del pueblo romano de cuerpo presente. Las
fotografías del obispo de Roma yacente presentan un rostro
desfigurado por la hinchazón. Una tumefacción que infunde sospecha
de señales de envenenamiento
Y
esperanza y santidad en el más genuino espíritu agustiniano de
ambos es la atmósfera que respiran las páginas del libreto que nos
legó”:Ilustrísimos
Señores”.
Es una recopilación de cartas dirigidas a una gama de personajes tan
heteróclitas como Mark Twain, Dickens, Penélope, Bernardo de
Claraval, Goethe, Santa Teresa de Lisieux, y Santa Teresa de Avila,
Petrarca, o al gobernador español de Milán, Gonzalo Fernández de
Córdoba, y otros muchos más, aunque en la lista abundan los
literatos, aparecidas en una humilde publicación franciscana, “El
Pan de los Pobres o Mensajero de San Antonio de Padua”
por un obispo sin demasiadas pretensiones. El tono sencillo y cordial
de las misivas no obsta para el gran calado evangélico y la
sabiduría de alto bordo que despliega a lo largo de sus trescientas
veintitrés páginas, sin hurtar el cuerpo a cuestiones de bulto como
pudieran ser: la crisis de la Iglesia en los años psicodélicos
consiguientes a la revolución del sesenta y ocho; el laicismo; la
emancipación de la mujer; el antisemitismo; el tema de los
domingueros o el alcoholismo, lo que el entonces patriarca de Venecia
denominaba la “ cofradía de Santa Bibiana, que no cesa de empinar
el codo”, lleno de comprensión y de humorismo hacia las flaquezas
humanas.
En
estilo fino y elegante las cartas, que constituyen un verdadero
manual de Apologética, a los más ilustres personajes de la historia
provocan en el lector de a pié la misma sonrisa que no se le caía
nunca de los labios del autor. En tono conciliador por más que
impecable en su dialéctica, invita a los descreídos a volver al
redil, pero sin acrimonia, porque Luciani se había forjado en el más
genuino estilo de Francisco de Sales, aquel otro obispo ginebrino que
pensaba que “ más vale una gota de miel que cien cántaros de
hiel”.
Aquí
salen a relucir lo mismo Juana de Arco que Pepito Grillo -el futuro
papa manifiesta sin rebozo que Pinocho,
el inmortal personaje salido de la inspiración de Carlo Lorenzetti
(1826-1890), fue el gran héroe literario de su infancia - que Fidel
Castro, el Che Guevara o Juan Lanas
O
los monjes longobardos. Sólo ve un camino de salida al laberinto de
la mente del hombre del milenio aturdida por el desfase entre su
capacidad de absorción y capacitación y el ritmo de las conquistas
tecnológicas: el amor. Con paciencia y verdadera caridad cristiana,
sin retóricas sibilinas, hay que acometer el reciclaje al que se
enfrentan los hombres del mañana. No se puede emprender esa empresa
desde la revancha unilateral. La piedad divina edificó el universo.
Sólo la abominación y los egoísmos humanos nos lo pueden derruir.
El
libro está trufado de sentencias y apotegmas de frase a cincel que
son auténticas perlas y que revelan la presencia de un tremendo
escritor:
“Ojo
a las circunstancias, a los estados de ánimo: si cambian, cambia
también tú, no los principios, sino la aplicación de los
principios a la realidad del momento... Dale un clavo al testarudo y
acabará por meterlo en la pared a golpes de su cabeza... Los jóvenes
son distintos de nosotros los adultos en el modo de juzgar, de
comportarse, de amar y orar. Será preciso compartir con ellos la
tarea de conducir a la sociedad por caminos de progreso. Con una
advertencia: que ellos aprietan el acelerador; nosotros preferimos
calcar el freno... El astuto habla y sus palabras no son vehículo
sino velo del pensamiento, haciendo que parezca verdadero lo falso y
falso lo verdadero. A veces obtiene resultados. Por lo general, la
cosa no dura mucho. En las peleterías vemos más pieles de zorra que
pieles de asno. Cuando los bribones van en procesión, es el diablo
el que lleva la cruz alzada. Y perdona, querido Bernardo de Claraval,
mi franqueza”.
Es
esta carta, con destinatario al fundador del Cister , una de las más
interesantes de toda la serie. En ella el patriarca de Venecia hace
alarde de su discreción y altos conocimientos de las cosas de Dios y
de la psicología terrena. San Bernardo luego le contesta con fecha
de octubre de 1971 y tampoco se queda corto el egregio abad en sus
admoniciones y advertencias al obispo, aunque en su correspondencia
se tuviera que superar la barrera de ocho siglos de diferencia
horaria y de mentalidades, entre el pensamiento del hombre medieval y
el del último tercio del siglo XX. Monseñor Luciani sale airoso del
compromiso. En el escrito al insigne monje francés lumbrera de la
Iglesia, amén de expresar la corazonada de que su corresponsal, muy
a pesar suyo, ceñiría el manto de armiño y la tiara papal pocos
años más tarde sobre sus sienes, despliega su sabiduría. Luciani
había leído a Maquiavelo y a los tratados de iniciación
cabalística.
Al
respecto, refiere una anécdota. En un conclave se le presentó al
colegio cardenalicio tener que solventar una papeleta. Había
empatados tres candidatos a la sucesión de S. Pedro. El uno era un
santo, el otro, un pozo de ciencia y el tercero estaba dotado de un
gran sentido práctico ¿A cuál de ellos votar? Bien, argumenta el
entonces cardenal; el santo, si es tan santo, que rece por nosotros,
oret
pro nobis;
si el sabio, si es tan sabio, que nos ilustre,
doceat nos;
mucho nos alegramos, que escriba cualquier libro de erudición ¿ Es
prudente el tercero?,
iste regat nos,
que sea él nuestro papa. De esta forma salomónica, y con un poco de
sorna, dilucida nuestro autor el trinomio.
Se
hacía cargo que para entrar con buen pié en los pasillos Vaticanos
más que santidad y buenos conocimientos vale la mucha mano
izquierda. Conocía de antemano su destino y le repugnaban un poco
las intrigas maquiavélicas, un mal necesario con el que han que
contar quienes rigen el rumbo de la barca del Pescador.
Su
familiaridad con la persona de Jesucristo, al que amaba y conocía al
dedillo hasta el punto de darnos a conocer aspectos de la misma poco
conspicuos, como por ejemplo cuando dice que entre los antepasados de
Jesús hubo tres mujeres poco recomendables: Rhabab había ejercido
la prostitución; Thamar había tenido un hijo de su suegro Judas, y
Bethsabé había cometido adulterio con David, lo sitúa en la
perspectiva histórica de su tiempo.
Cristo
no participó en la actividad política de los “zelotas” o
guerrilleros que se habían alzado en armas contra la dominación
romana. A estos sublevados judíos las tropas de Augusto, una vez
aprehendidos, se les condenaba a morir en el madero. Rechaza el
sofisma de que era un caudillo violento y señala que, cuando tomó
el látigo contra los mercaderes del templo, éste fue un acto
perfectamente calculado. El Hijo del Hombre no se rebeló. Puso en
evidencia a los escribas, fariseos y leguleyos de toda especie, y
defendió a los pobres y oprimidos, pero predicó la no-violencia.
Tampoco tomó partido de una manera clara por los que entonces
mandaban. Su reino no era de este mundo.
Pero
reconoce que dicha inhibición de Jesús a la hora de etiquetarse en
lo político sería motivo después de su resurrección de banderías
entre las dos facciones de la Iglesia primitiva. La de la gentilidad,
propugnada por Pablo, ciudadano romano, y la restrictiva que se
agrupaba en torno a los seguidores de Pedro o judaizantes, y que
exigía una Iglesia sólo para circuncisos. Aunque ambas posturas
quedaron resueltas en el primer concilio de Jerusalén, se dará una
pugna, oculta o patente, hasta el final de los tiempos o Parusía.
Son dos formas de contemplar el cristianismo más que excluyentes
complementarias, pero de alguna forma irreconciliables. Nacen del
combate entre la Vieja y la Nueva Ley. Forman parte del arcano de los
misterios que persigue al pueblo judío.
Quizá
el candor y franqueza que rezuman las cuarenta epístolas del texto -
yo tengo para mí que sobre ellas aletea el soplo del Paráclito
consolador, que no le fallará nunca a la Iglesia hasta la Segunda
Venida - le valiesen al futuro papa algún que otro disgusto en los
ambientes curiales donde nunca fuera del todo bienquisto. Sobre las
extrañas circunstancias de su muerte prematura siguen alimentandose
sospechas de envenenamiento.
Como
quiera que fuere, el alma de un santo, de un verdadero santo, queda
translúcida y deja su impronta de bondad, resignación, humor y
ligero optimismo abierto a la esperanza y al dialogo en estas jugosas
postales, en las que un obispo declara su amor a los hombres a través
de Cristo.
Instalado
con el apóstol Pablo en el corazón del Redentor, quiere asistir a
los funerales de supropia soberbia, expresa el deseo de fundirse con
el que ama, de dejar de ser él mismo para convertirse en “ alter
Christus” (otro Cristo) y proclamar: “ somos el estupor de Dios
“.
Aparecido
a título póstumo Ilustrísimos
Señores
en 1978 poco después de su misteriosa muerte es un inspirado y
maravilloso opúsculo en el que se condensa no sólo el código ético
de un gran papa; también da a conocer un escritor con prosapia. Juan
Pablo I admiraba a Chesterton, a Manzoni, a Marlowe, a Quintiliano, a
Walter Scott, a Terencio, a Dickens. Pero su autor de cabecera era
Francisco de Sales, aquel gran periodista, glosador y traductor del
espíritu de Agustín para el hombre de nuestros días. Todo se
reduce a una cosa: Amor.
Y
Francisco de Sales, glosando y hasta enmendandole la plana al de
Tagaste, solía expresar este alto concepto de la apoteosis de la
caridad en el siguiente sorites: “ la perfección del universo, el
hombre; la perfección del hombre, el amor. Dios es solamente la
perfección del amor “.
Albino
Luciani, que ocupó el lugar número ducentésimo sexagésimo cuarto
en la lista de sucesores de Pedro, al igual que a Cristo - lo
criticaron porque todo un señor cardenal escribiese cartas a Pinocho
- le estomagaban los fariseos. Por este libro, escrito en clave menor
y sin pretensiones, se ganó antipatías en los ambientes curiales.
¿Se la tenían jurada ? ¿ Qué fue de aquella fuerte discusión la
noche de su muerte con Ottaviani ? Nunca se sabrá. Sin embargo, el
papa breve era un hombre sensible, sencillo y bueno, un verdadero
discípulo del Maestro. La sombra de su diáfana sonrisa pervivirá
eternamente. Murió en la noche del 28 de septiembre de 1978. Su
cadáver fue descubierto a la mañana siguiente por sor Vicenza
Tafarel. Como causa del fallecimiento se diagnosticó un infarto de
miocardio. Las circunstancias aparecen oscuras y hay contradicciones
en el atestado pericial del óbito. Se dijo que tenía entre las
manos un ejemplar del Kempis, cuando en realidad, eran unas notas
tomadas a vuela pluma tras su conversación con el cardenal Villot,
con el cual mantuvo una fuerte discusión. Pidió un calmante al
médico de cabecera, Renatto Buzzonetti, y se le recetaron
específicos contraindicados para un hipotenso como era él, siempre
a tenor con el criterio del P. López Saez, cual encara un relato por
menor de los acontecimientos - que todavía en el Vaticano siguen
siendo asunto tabú - acaecidos durante la madugrada del 29 de
septiembre.
Se
proponía una reforma revolucionaria de los entresijos vaticanos
dominados por la logia masónica y por banqueros como el obispo
Marckinkus, un norteamericano de origen lituano que controlaba las
finanzas de la Sede Apostólica. También se dijo que él conocía,
después de un viaje a Fátima, que su reinado sería breve. Allí se
entrevistaría con la vidente Lucía, la cual le comunicó el famoso
tercer mensaje revelado por Nuestra Señora a los pastores en Cueva
de Iría.
La
desaparición de este gran pontífice para muchos continúa siendo un
misterio. Algún día, no tardando mucho, puede que la verdad se
sepa.
Antonio
Parra Galindo
28
de septiembre de 1998