ALUCHE O EL VIEJO YUDO ASTUR
LEONÉS
por antonio parra
Muchos madrileños habrán tomado el suburbano hasta
Aluche, la estación pasado los Carabancheles en la linde con Campamento. Muy
pocos, empero, sabrán lo que significa ese término que designa a una de las
estaciones más populares de nuestras barriadas
allende la Casa Campo. Quiere decir en las provincias de Asturias y
Santander pelea. Quizá allí donde desde tiempo inmemorial estuvo instalada la fuerza de asiento que guarnecía
la Capital hubiese corrales - algo así
como nuestros modernos polideportivos pero mucho más rudimentarios e incómodos-
habilitados para la práctica de este deporte cuya ascendencia se remonta a
tradiciones y costumbres mozárabes.
Era una diversión popular que solía tener por marco
las parvas de las eras, pasado verano, junto a las trojes o en el mullido pasto
de una dehesa boyal o boal (en Asturias), al objeto de que la caída de uno de
los contrincantes, al que se debía trabar por el cinto de cuero y reducirle con
una de las muchas llaves de este juego, tan complicado como antañón, pues revierte a
la lucha grecorromana, amortiguase el golpe, al dar en blando, sobre la paja o
sobre la hierba.
El aluche es
el yudo leonés, lid competitiva en la cual medían sus fuerzas y probaban
músculo desde el tiempo de los visigodos los mozos del antiguo reino leonés,
antes de alistarse como mesnaderos. Alfonso III el Magno, el monarca que
trasladó la capital de Oviedo hasta León, era muy aficionado a él y grandes
torneos de esta viril pugna se celebraran bajo su mandato a lo largo y a lo
ancho de su jurisdicción: ciudades,
villas y pueblos de aquellos reinos, desde el valle del Buelna hasta las
rías del Sil y del Eo, en toda la cornisa cantábrica, particularmente, en la
fiesta de san Froilán, a primeros de octubre.
Ese día lo
celebraban por todo lo alto las merindades. Se distinguían por el interés que
despertaban las competiciones que se desarrollaban extramuros de las murallas
de Lugo y en el ejido del Boñar. Coincidían con las fiestas de la recolección,
según una vieja costumbre céltica (haerfest, harvest o herbst) simbolizada por
Hera, la esposa y hermana de Zeus,
Ceres romana o la gran Deméter griega, por otros nombres, símbolo del
matrimonio, de lo que nace y lo que muere. De la vida misma.
Los púgiles
vencedores eran coronados con ramo de laurel o gratificados en especie con
algún fruto de la tierra, el grano ya metido en la panera y la uva en los
lagares o a punto de ser vendimiada. Estos gladiadores incruentos utilizaban
por tatami un cuadrilátero enmarcado por hitos de los que ninguno de los
contrincantes podía ser desplazado ni desplazar al contrario en las eras a pie
enjuto. Los que se presentaban a la lid con abarcas o en alpargatas que se
llamaban crépidas quedaban descalificados. La antigua lucha leonesa, lo más
parecido al judo, pero con otras técnicas y no con tanta cortesía, proscribía
los golpes bajos, las zurras de castigo disimuladas, puñadas y patadas. Era
falta atentar contra el cuello y los genitales. Unas buenas caderas hacían
falta para practicar aluche, tobillos recios y agilidad felina para evitar que
el otro te agarrara por los cuadriles y te tumbara. En el mencionado ejercicio
se adiestraban los mozos que habrían de engrosar las levas contra el sarraceno.
Fue durante muchos siglos junto con la petanca, el chito y los bolos, deporte
nacional, entretenimiento favorito de nobles y plebeyos.
A los contendientes se les llamaba “moricos” pues
muchos no habían sido bautizados, o bien porque eran de corta edad, o porque
procedían de otras etnias, hubieren capitulado de su religión, o fuesen
mercenarios. Hay sitios como algunos lugares de Segovia, Valladolid y Palencia
donde se llama todavía moritos a los niños que no han recibido las aguas
crismales.
Muchos eran
imbeles o adolescentes y no habían entrado en quintas. Con edades oscilando
entre los catorce y los veintidós años. Su practica les afianzaba en las
técnicas del cuerpo a cuerpo. Y curtía sus espíritus para la brega de la
existencia. Estos luchadores nutrían las vanguardias de las tropas de asalto y
fueron base medular de la famosa infantería española que debió sus éxitos en
Flandes a estos soldados entrenados en las habilidades de la antigua lucha
greco romana. Una hija mía, Henar, buena judoka, refiere que a “las de León”
nadie las derriba, pues son duras de pelear. Deben de ser los genes. Un deporte
practicado durante generaciones sin parar crea una predisposición ingénita en
los que lo ejecutan, asegurándose de esa manera una buena cantera de duchos
gimnastas.
Desde la
colonización de Cesar era la competición favorita en la España Citerior y
Ulterior, en un arco de distancia que comprende desde el Señorío de Treviño y
Vizcaya (también los vascos conservan las costumbres célticas) a la Ría de
Arosa, y desde Tarragona hasta Coimbra. En la arena los púgiles leoneses
despuntaban por su superioridad técnica. Llaves que levantaban en vilo.
Placajes capaces de desriñonar al oponente. El aluche era atávico patrimonio de
la estirpe. Muchos de los que lo cultivaban acababan en Roma de gladiadores
divirtiendo a la plebe con su pericia circense en el foso del Coliseo.
De continuo,
tuvieron fama los “butuarii” que manejaban en los juegos públicos la espada con
los ojos vendados y repartían mandobles de ciego; los “andábatas” o suplentes
que opugnaban, -macabra costumbre recordatoria de soltar a los sobreros de
nuestros ruedos en sustitución del que había muerto o no habían dado juego-,
siendo sacrificados ipso facto y córam populo por los viruleros.
Los “sectores” de la Legio VII saltaban al albero
ensangrentado con una idea fija: segarle al rival el penacho de plumas que
lucían en el yelmo. De Emérita Augusta viniera toda una escuela gladiatoria que
se caracterizaba la habilidad y contundencia con que esgrimían el cestus(una
especie de puño de hierro forrado con arena o con piedras por dentro).
Esta región no solamente fue reserva de espadachines
y de jinetes o desultores que hacían las delicias del público asistente los
anfiteatros durante el imperio, sino que también nutrió los lábaros y
estandartes de las legiones cesaristas
con los famosos milites, vélites y équites que se distribuían a su vez en
escuadras, manípulos y cohortes bajo las banderas imperiales.
Contribuyó a
la gloria de Roma con algunos de sus más insignes emperadores que nacieron
aquí: Galba, Tiberio, Trajano. De hecho León debe su nombre a una de éstas.
España es apasionada. Al principio, impermeable a la romanización, y renuente a
aceptar la férula romana. Más tarde, entusiasmada con el proyecto latino, se
fundiría con el estilo de vida y la forma de pensar de sus invasores. ¿La
afición a los toros en estas tierras donde de largo se viene rindiendo culto a
Minotauro no será un atavismo del “panem et circenses” que pedía el populacho
tras el Tíber a sus gobernantes? ¿La devoción a las imágenes y las medallas no
nos vendrá dado del politeísmo del Lacio, tan variado como fetichista? ¿Ese
apego a la familia y al terruño, por último, no será un bagaje reminiscente de
todo aquel acerbo de creencias cristianizadas?
Para cada ocasión y para necesidad ellos tenían un
dios preciso. En torno a los gladiadores y púgiles de aluche surgían bandos.
Unos eran de Indibil. Otros, de Mandonio. Los de más allá de Ursus el
Hispanus. Surgieron las consabidas peñas
como las de Joselito y Belmonte. Tal
discrepancia de gustos forma parte de la enjundia del talante ibérico.
El vulgo
quiere olvidarse de la realidad, con frecuencia ingrata que le circunda,
mediante la asistencia a las carreras y espectáculos y cuando se ve en un apuro
se encomienda a alguna de las deidades asignadas.
Sin deporte no hay progreso. El aluche curtía no
sólo los miembros del cuerpo sino que a la vez templaba y curtía el espíritu.
Roma, madre de pueblos, que tenía en la inefable Hispania su granero y su
almazara de suministro frumentario. León fue un puesto significativo y un hito
importante en la ruta del itinerario de Antonino que conectaba las Galias con
la Lusitania y la Tarraconense.
La calzada se dividía en jornadas correspondientes a
otras tantas mansiones o centros de
avituallamiento distantes unas de otra a unos cuarenta kilómetros que era lo
que solía recorrer un cuerpo de ejército con su impedimenta a las costillas en
un día. A razón de un millar de pasos, o
lo que es lo mismo 6666 varas que suman, a su vez, diez leguas de posta.
Todavía puede admirarse esa pasión romana por la linea recta en los encachados
de algunas estradas como la que asciende serpeando por el Puerto del Pico,
Ávila.
Las lajas de
su pavimento que aun resisten los siglos se cansaron de oír rodar las ruedas de
los “plaustra”
o el ajetreo de los bueyes y jumentos uncido al yugo de las bigas y fueron
testigo del estruendo de los carromatos soporte de las helépolis de asalto y
otras máquinas de guerra, del crujido de
los cascos de los caballos o el paso firme de las botas de los soldados, los
vivanderos y los acemileros y escoltas de las tropas de refresco. En las
conducciones también venían elefantes y todo tipo de fieras que eran utilizadas
en el asedio a las ciudades.
Las mansiones
o apeaderos se llamaban Mirobriga (Ciudad Rodrigo), Clunia, (Coruña del Conde),
Lacobriga (Carrión de los Condes),
Septem Publica (Sepúlveda) Lancia, ciudad romana en Asturias cerca de la sierra
de los Ancares (¿Tineo?), de la calzada de Antonino o itinerario regio, cuyas
lajas vieron el paso de tantas legiones.
Este camino que desembocaba en la
Vía Apia era denominado en Roma el Trayecto de los Gladiadores de Hispania.
Las más
hermosas “parthenae” o muchachas que se paseaban por la catasta, luciendo jeme y medidas diez en aquellos primitivos
concursos de belleza o desfiles de modelos,
celebrados en la catasta
del Capitolio, según referencias de Plinio, eran las nubias egipcias, negras y
elegantes como la reina de Saba, y las
“puellae Hispaniae”. Todo un precedente del ignominioso tributo de las Cien
Doncellas reclamado por Almanzor.
Eran llevadas
a Roma como botín de guerra y vendidas
como preseas del deleite aunque pronto muchas de ellas alcanzaban la manumisión
y se casaban con los propios amos que las habían comprado en aquellas almonedas
de la carne a la cual eran demasiado aficionados los senadores.
La fama de la hermosura de estas adolescentes
causaba asombro. Asimismo, la habilidad y fuerza de los combatientes de Clunia
y los púgiles de Asturica Augusta (Astorga) se hicieron famosos en el hemiciclo
del Coliseo.
El aper o
jabalí del Bierzo con su carne exquisita que era llevada a Roma en salazón
fuera degustado como bocado suculento en los triclinios de Lúculo y nada se
diga de los vinos de las riberas del Órbigo. Flamines y quirites se
emborrachaban, pues lo tenían por costumbre con el “vinum hispánicum”,
transportado hasta Ostia a bordo de las naves onerarias, en los figones y
tabernas cerca del Foro allá por las fiestas sigilarias o las saturnales.
“Temulentos que adementan” llama Plinio a los caldos de Oronia (Urueña, cerca
de Rueda. Para un romano, de suyo muy aficionado a las libaciones en la crátera
sagrada, esto de por sí constituye un piropo.
El nombre de
Hispania que iba y venía en los labios de los centuriones y decuriones de la
Legio VII Gémina, Pía por otro nombre, suscitaba nostalgias y añoranzas en el
Senado y el Pueblo Romano. ¿No dijo Pablo de Tarso que la vida milicia es?
Ciertamente, pero hay que tomarla deportivamente como el aluche de los
campeones bercianos. A este deporte lo llamaban pugna grecorromana pero es de
León de pura cepa. Como el mismo san Froilán, patrono de todo su reino. Con una
excepción, Zamora, donde protege en exclusiva san Atilano obispo y confesor.
ANTONIO PARRA
2 de abril de 2002
NOTA PARA FRANCISCO VALCARCEL ROBLES:
EL DIRECTOR DEPORTIVO,
REAL FEDERACIÓN ESPAÑOLA DE JUDO,
CONSEJO SUPERIOR DE DEPORTES
CIUDAD UNIVERSITARIA,
MADRID
Estimado
amigo Y Compañero, soy el padre de dos judokas eximias, Henar Parra y Cristina
Parra Tuya. Como testimonio de agradecimiento de lo que está haciendo la
FEDERACIÓN DE JUDO por mis hijas, le envío este pequeño trabajo. Tal vez para
Vds, expertos en la materias, tenga
algún interés. Soy periodista, aficionado a la historia, algo latinista,
y algo de todo, y tengo mucha curiosidad por enterarme de este deporte el judo,
que ha curtido las voluntades de mis hijas y les ha encarrilado hacia el
futuro.
En cualquier caso, disculpen la osadía de enviarles
este trabajo cuya redacción ha sido solaz para mí. Quizás me podrían facilitar
alguna bibliografía sobre el viejo ALUCHE de nuestras tierras que tiene
curiosas concomitancias con Judo.
Atentamente y con mi agradecimiento por sus
desvelos.
Sr D. Fernando Ibáñez y Antonio Gibello
ACTUALIDAD MILITAR
26 de marzo de 2002
Muy respetables y entrañables colegas:
Me llega vuestra carta, tan puntual, y tan hermosa
como todo lo que es noble y bello en esta augusta España, y de lo cual por
desgracia va quedando poco. Pase lo que pase, no nos rendiremos.
La Guardia Civil, esa benemérita y sacrificada
agrupación integrada por españoles de bien, nació para la defensa de las
libertades. Ha tenido que servir a muchos amos y vertido la sangre de no pocos
de sus hijos en defensa del bien común, sin pedir nada a cambio. Ni reclamar
siquiera el oportuno agradecimiento, en su irrefragable voluntad de servicio,
pues como decía, siempre tan tribunicio él y contundente en sus frases de tenor
apodíctico, Emilio Castelar: “Amo la libertad por encima de todas las cosas
pero si no puedo salir a la calle por falta de seguridad, ¡de qué me sirve!”.
Un estudio de su hermosa historia y de su
sobresaliente y limpia ejecutoria nos
acercaría al epicentro de una de las claves del laberinto español. En una nación tan apasionadamente maravillosa
como es la nuestra y sujeta a tantos vuelcos y curvas de fricción, tanto sube y
baja en el tobogán del diábolo patrio el Benemérito Instituto ha sostenido el
tipo sin apenas merma de su aliento fundacional. Rectificaciones sí pero nunca
cambalaches. Siempre garante de la paz. Al servicio del orden público. Con
apenas medios viviendo en regímenes de comunidad en las casas cuartel, como una
gran familia. Derrochando abnegación en aras de la libertad y el bienestar
común. Polvo de los caminos en sus borceguíes, polvo de España en sus
correajes. Mucha carretera y manta. La manta terciada naturalmente y el fusil
al hombro cuando se va de patrulla y en suspensión - ¡cuanto pesara el chopo,
Dios santo!-, si la salida es de correría. La pareja pintando con el perfil de
sus tricornios el horizonte forma parte de
nuestro paisaje rural.
Siempre que paso por la Casa Cuartel de Soto de
Luiña
en el concejo de Cudillero, Asturias, y saludo a la bandera que yergue su
humilde mástil y la roja y gualda ondeando, un poco desmarrida e incluso
desleída por sus bordes, a compás de los tiempos que corren, ferozmente
regionalistas (las rachas huracanadas de furia independista se abaten sobre
ella amenazando desgarrarla, jamás lo conseguirán, tente firme, trapo mío),
pienso que el Duque de Ahumada era un verdadero
caballero andante. Y la Guardia
Civil es la última y mayor de las ordenes de caballería.
Tiene toda la sabiduría del Temple. La hospitalidad
y espíritu de ayuda a los demás de Malta. La españolidad, señorío y alcurnia de
la de Santiago o la de Calatrava. La disciplina y rigor en sus estatutos de la
Teutónica. Ese espíritu monacal y de dedicación al servicio, que hace que los
guardias civiles siendo los mejores hijos de nuestro pueblo y los vástagos de
la riñonera de la cepa hispánica, no parezcan casi españoles. Por lo
insobornables. Por lo cortés y lo sobrio. Y también por lo valiente.
Apolítica y
sin idearios estrictos, a no ser el reglamento y el Derecho Penal que algunos
números del Cuerpo se saben al dedillo, tanto como el mejor juez, ha tenido que
sacarles las castañas del fuego a los ricos, estando al servicio de gobiernos y
regímenes de varia índole y color, pero también defender al pobre en más de una
ocasión frente a los abusos y las prepotencias del poderoso, y siendo en todo
caso garante de la unidad nacional que nos legaron los Reyes Católicos. En
Casas Viejas tuvo que obedecer la orden de tiros a la barriga y en Labajos un
oficial de Línea de la Comandancia de Villacastín ejecutar en la misma cuneta
de la carretera a la salida del pueblo a uno de los mejores falangistas,
Onésimo Redondo. Siempre el brazo de la ley. A las duras y a las maduras. Ni
miñones, ni los forales de Valencia a los que llaman migueletes, ni los mozos
de escuadra, han tenido esa visión de conjunto y global de lo que es España.
Acaso la Guardia Civil la ama y la sirve como la conoce, aunque sin demasiadas
alharacas ni aspavientos. Con ideas claras y sujetando en todo momento las
emociones. Lo primero el rigor, el reglamento, a un lado el corazón, pero nadie
como ellos ha sabido tener misericordia de los pobrecitos e incluso apiadarse de
los delincuentes cuando tenía que hacer uno de sus servicios más ingratos, la
cuerda de presos, que rememoraban la estampa de los galeotes camino de los
puertos de la escuadra.
Su fundador
le dotó del espíritu de lucha contra el bandolerismo rampante y los abusos de
la nobleza corrupta y prepotente del medievo. Fueron nuestros guardias los
albaceas significados y gloriosos de los “manga verdes” de la Santa Hermandad,
los que pacificaron el país al cabo de ocho siglos de reconquista. Y eso sin
alharacas ni demasiados cuartos al pregonero. El cuerpo armado siempre estuvo
en el punto de mira del odio de forajidos, ladrones, arrebatacapas,
contrabandistas.
Sin embargo, la gente de bien al ver allá acercarse
al tramontar una loma del camino a la Pareja respiraba con satisfacción. Los
dos números fusil al hombro con sus tricornios charolados o forrados de lona,
guardia rural que velaba por la
seguridad de nuestras aldeas en la España profunda haciendo los servicios más
increíbles con la nieve llegandoles hasta los zaragüelles o el polvo impregnando su borceguíes: busca y captura de
parricidas y asesinos, guarda de fronteras, diversas misiones de salvamento y
descubierta, a veces también cuerda de presos y conducciones carcelarias, un
menester ingrato en que la compasión por el reo, con el que compartían las
pocas vituallas que llevaban en la escarcela, el frío y la sed de las sendas de
la hermosa España, no tendría que ser merma de las garantías de la misión
encomendada: velar por su seguridad en el traslado hasta el próximo
destacamento o presidio.
Esta estampa novelesca de la rueda en ruta bajo la
custodia de los miembros de la Benemérita apareciendo como almas en pena por
algún rincón del paisaje camino de Santoña, San Miguel de los Reyes de
Valencia, Ocaña o el famoso penal de Santa María, fue un tema atrayente y fuente de inspiración
narrativa en el pasado. Lo abordaron con éxito grandes plumas: Eduardo
Zamacois, Lera, Felipe Trigo, pero sobre todo y ante todo Tomás Salvador, el
gran fabulador y prosista de la gran generación de escritores de postguerra,
Tomás Salvador.
Como demuestra en su “Rueda de presos” y “Cabo de
Vara” el escritor palentino y afincado en Barcelona, tenía alma de guardia
civil, su padre era guardia civil, y él mismo en la juventud fue comisario de
la Policía Armada. Esa experiencia le permitió dar a sus relatos una impronta
de ternura y humanidad para con el delincuente del que suelen carecer los fríos
y asépticos cultivadores del género policíaco. Tomás Salvador era un “civilón”
que escribía con el corazón, y un español que amaba a su semejantes. Su obra
postergada y olvidada, intencionadamente, debería volver a nuestras vitrinas.
Tenía el carisma de la palabra y pertenecía a una generación de colosos. La de
aquellos reemplazos de 36 que hicieron la guerra para salvaguardar y devolver
la paz a España.
El predicamento, crédito y autoridad que han gozado
los hijos del Duque de Ahumada entre el pueblo es un hecho irrefutable. Aunque tampoco hay que obviar su
parte de leyenda negra a la que contribuyó como nadie un poeta de origen gitano
y que acaso robó gallinas en su juventud, Lorca. Su famoso estribillo “Guardia
Civil caminera lo llevó codo con codo” ha sido deletéreo y falso en muchos
aspectos. La mayor calumnia que ha recibido esta institución a lo largo de más
de siglo y medio de historia.
No son las manos atrailladas por las esposas, ni el
brete de los que arrastran cadenas, ni los tobillos maneados a la pihuela la
imagen que mejor cuadra a los tricornios sino respirar hondo y dejar de percibir
el miedo cuando estemos en un descampado o la vista de un peligro la imagen que
asocio a los tricornios. Cada vez que veo venir a la pareja me descubro y les
doy las buenas tardes, yo siento una sensación de seguridad. Y pienso en la
frase del ínclito Castelar en su reflexión sobre la libertad sin seguridad.
Aunar y compatibilizar ambos vocablos ha
sido un poco el lema de la Guardia Civil en su limpia y brillante hoja de
servicios. Ni los migueletes, ni los miñones, ni los escopeteros de antiguamente,
ni los “bobbies” londinenses ni los “cops” neoyorquinos o los “kippos” alemanes
cuentan en su haber con un historial tan envidiable. Si no fuese por ellos que velan a todas las
horas del día y de la noche, quizás los españoles nos destripásemos unos a
otros. La Guardia Civil conoce las
grandezas y servidumbres de nuestro pueblo y es consciente de que a
veces la convivencia entre nosotros no es muy armónica ni nuestra conllevancia
perfecta.
Mas, en fin, de menos nos hizo Dios. Ahora se le
está encomendando la vigilancia de las fronteras, precisamente cuando unos
cuantos negreros del poder oculto, amenazan con convertir el problema de la
inmigración legal en un asunto de invasión arrasadora y programada. En toda
Europa los timbres de alarma han empezado a sonar.
¡Guardia Civil baluarte de democracia que siempre
supo servir lo mismo en la paz y en la guerra, cuando pintan oros, lo mismo que
cuando vamos de nones; en los calores de Andalucía lo mismo que en los hielos
del Rabizo y la Robla; siempre de puesto, infatigable vocación altruista y
generosa de los que visten su uniforme y conociendo el percal, protegida bajo
el manto de la Virgen del Pilar, no nos dejes solos!
26 de marzo de 2002
EL MESONERO
Tenía buen pelo pero los pulmones ya no respondía.
Le había dado harto al fumeque. ¡Has visto algún burro calco? Pero qué cosas
dices Gaciño. Primero fue zapatero. Cambió el oficio y abrió un chigre. Comidas
caseras. Platos del país. Alubias con almejas era su especialidad. Los arrieros
y tratantes y los ruteros camino del Confín fueron los primeros en engrosar su
clientela
TOMÁS SALVADOR, RAPSODA EN PROSA
DE LA GUARDIA CIVIL
por antonio parra
Cuerda de Presos, fechada entre
los meses de marzo a junio de 1953, es una de las grandes obras de imaginación
que se editan en la postguerra. Un verdadero poema en prosa, análisis
psicológico que revela grandes conocimientos del alma humana por parte del
autor, y un homenaje a los abnegados hombres, escogidos entre los más selecto
del pueblo llano que integran la Benemérita. Además de un canto a España en el
paisaje de la solana de las montañas cantabro-astúricas.
El argumento se basa en la
conducción o cuerda de un preso que realizan pocos años después de ser fundado
el Instituto desde la localidad de Villablino en la raya del Bierzo hasta
Vitoria, donde es reclamado el interfecto por una serie de asesinatos ocurridos
en la región alavesa entre 1872 y el 76.
Los dos números del comando son
Serapio Pedroso Bujá, ya veterano y con muchos años de servicio, que
corresponden a bastantes leguas de andadura, y muchos soles y muchos hielos en
la hoja de servicio, peinando los caminos y Silvestre Abuín Corvino, bisoño y
recién ingresado en el cuerpo.
Ambos adscritos al puesto de
línea de Murias, en la primera compañía de la comandancia de Villablino, han de
realizar esta misión de conducir al preso Garayo a manos del juez. Se trataba
nada menos que del Sacamantecas, famoso asesino en serie.
Para los dos guardias civiles es
un servicio más en medio de las dificultades y aperreo de la andadura. Para el
penado un paseo hasta la horca. Su captura en tierras gallegas había
significado para el pobre Garayo, una mente morbosa y enferma, niño maltratado
por su madre y que tenía dificultades en su relación con las mujeres, un paseo
hasta la horca.
Durante el viaje duradero once
días justos el lector convive con las particularidades y manías de unos
guardias civiles retratados al natural y acaba por entender el por qué custodios y custodiados
llegan a comprenderse y hasta tenerse simpatía, aunque el conducido sea un
criminal que tuvo atemorizado en su día a todo el Condado de Treviño, sin
menoscabo de las obligaciones del servicio y de los planes que urde el convicto
para escapar.
Una noche en Cistierna
aprovechando el pervigilio y la fatiga de sus vigilantes lo intenta pero su
conato de fuga es abortado a culatazos. A partir de ahí, ya es un hombre
vencido que marcha con la cabeza hundida entre los hombros, los codos trabados
y el gesto sumiso. Ha de caminar siempre delante:
-No vayas tan deprisa, Garayo
que no vas a ningún baile.
-Sí, señor guardia.
Esta corriente de simpatía es
algo más que el síndrome de Estocolmo. Tomás Salvador que ha realizado un buen
trabajo de campo y que con pluma maravillosa describe las vicisitudes de estas
andanzas por el antiguo Reino de León bucea en la pisque profunda del criminal
donde hay un alma dulce y desdoblada por la violencia de unos instintos
asesinos que el Sacamantecas no puede controlar. Es como el dispositivo de un
resorte. Cuando ve una mujer, en
desquite de algún agravio inferido allá en la infancia o váyase a saber, se
acerca a ella con las peores intenciones.
Fue un caso parecido al del
famoso Destripador de Londres y de muchos otros violadores a los que su
personalidad depara la corbata de hierro. Aquí se demuestra que son víctimas
ellos mismos de una mala inclinación que no es otro cosa que una enfermedad
mental.
Las ideas fijas, las fobias, las
obsesiones que asedian su imaginación definen a Garayo como un psicópata. El
libro es un tratado de metodología carcelaria y, amen de eso, bueno para saber
geografía u ensanchar conocimientos.
Serapio Pedroso se nos muestra
como un arquetípico civilón del XIX: duro de pelar, que no ha de bajar nunca la
guardia. Con la disciplina, el uniforme, el libro de firmas, y los registros y
partes de novedad. Cuando se brinda la ocasión, trata de leerle la cartilla a
su compañero Silvestre al que aquel servicio arranca de los brazos de su novia
gallega. A la par se sirve darle algunos consejos:
-Las mujeres son como Dios
quiere que fuera. No hay por qué estrujarse los sesos.
La tercerola pesa lo suyo y el
uniforme te hace ser austero y concebir la vida de otra manera. No es tampoco
granjería el destino de la cónyuge de cualquier miembro de la Benemérita.
Siempre con los bártulos de un lado para otro y viviendo sin comodidad pero en
la camaradería de las casas cuartel.
Compartían con sus maridos un magro pasar y una existencia de penurias y
de sacrificios.
El servicio es el servicio. Y la
pareja lo realiza en jornadas de treinta kilómetros, a veces un poco más,
siempre y cuando no protesten demasiado los tobillos. Una conducción era de los
de más responsabilidad y compromiso campo a través. Arriesgado porque el agro
español era avispero de bandidos. La comitiva tenía que bordear los pueblos y
evitar las ciudades. La vista de los reclusos inspiraba en los lugareños piedad
mientras para los guardias que los llevaban esposados con las manos a la
espalda eran objeto de mofas e invectivas, cuando no eran recibidos a tiros.
No se trataba de un cometido
fácil. Los números habían de caminar con la tercerola al hombro. Hay un cuadro
de Fortuny que revela lo dramático de la escena de estas conducciones cuando
los presidiarios habían de ser arrancados materialmente de las manos de sus
mujeres e hijos.
Los haberes y gratificaciones
por este concepto eran de unos céntimos por lo que los celosos y beneméritos
funcionarios tenían que compartir el pan
duro, la cebolla y algún tarugo de queso con los conducidos. El mismo agua, el
mismo sol. Era igual el cansancio. Al
término de cada marcha que debía ser efectuada bajo luz cenital, nunca de
noche, los tricornios de capas negras y correajes amarillos deberían hacer
entrega del prisionero a la autoridad competente, que lo encaminaba al
calabozo. Ellos pernoctaban en la casa cuartel, si lo había. Si no, en la
posada.
Hay sociología, geografía y
lírica en estas páginas. En las que se
deslía una verdadera poesía a la sierra del Bierzo y al río Duero de aguas
claras y molineras que en la provincia de hace guerrero y prevenido en
frontera. Pero sobre todo, Tomás Salvador exhibe una caudal de conocimientos
sobre la historia de aquellas tierras a las que ama.
Era hijo de un hijo del Cuerpo.
Había nacido en Villada (Palencia) y a la legua se nota que llevaba a la
Guardia Civil en los tuétanos. Y esto determina que en su pluma impasible no
anide jamás el resentimiento. Los civiles conocen a España y España les conoce
a ellos. Este índole de conocimientos les permite fijar el fiel de la balanza
en un término medio. Ni el entusiasmo delirante. Ni el pesimismo a ultranza. Su
política es, siempre que se pueda, pasar de largo y dejar las cosas a su aire.
En aras del bien común conviene hacer la vista gorda.
Sin embargo resulta difícil no
dejarse llevar por la emoción cuando la pluma de Tomás se mete en el alma de
sus tres andariegos personajes: don Quijote y Sancho detrás de la sombra de un
hombre arrepentido y vencido, pero con el mosquetón al hombre. Por si acaso, a
sabiendas de que a la pareja en el descampado siempre puede aparecersele un
delincuente. ¡Cuántos de sus abnegados números impunemente perdieron la vida en
emboscada al ser sorprendidos por salteadores que acechaban con su naranjero o
los retacos metidos entre la faja, detrás de una peña o a la salida de una
cárcava!
Por eso mismo, conviene cabalgar
con tiento. Paso corto y vista larga. Y ojo al cristo que es de plata. Es
añadido de algunos para cuadrar la máxima. En Andalucía dado lo quebrado de su
geografía y para hacer frente al bandolerismo de Sierra Morena iba montada. Se
les llamaba “los de a caballo”. Nutrían sus escuadrones contingentes jinetes
bien apercibidos en la monta de caballos árabes.
Años adelante, la Guardia Civil
se haría de infantería. El atuendo típico: borceguíes o piales, rara vez
almadreñas, leguis o polainas, guerrera verde y pantalón de tela del mismo
color, una escárcela para los partes de ruta y hoja de servicio, que también
hacía las veces de morral para guardar el vino y una botija de agua (se les
prohibía el vino cuando salían de correría), cartucheras de cuero, camisa de
hilo, capote azul marino con forros y vueltas rojas sobre correaje amarillo,
tricornio forrado de tela, mosquetón y machete a la cintura. En traje de gala,
tan apuesto y donde los sastres se esmeraron por realzar la hombría de bien y
la belleza varonil, el calzón es blanco y el tricornio va adornado con
lengüetas gallonadas. Y una manta de Palencia para combatir los relentes que se
solían terciar como todos los
soldaditos. Era el uniforme acostumbrado de la infantería española que se
inspiraba en el ejército napoleónico.
“Es bueno andar.-escribe- el
alma parece que se libera y deja de sentir las pesadumbres del infortunio”.
Soldados de patrulla, peatones del bien común, fuerza armada que vela por la
paz, y que ha servido a muchos amos por poca paga y dedicación constante. Guardias que conocen la sed, el polvo y las
incomodidades de la inclemencia meteorológica, pero siempre en su puesto. Sin
despear. Sin derecho a la protesta. Su perfil se hace familiar apareciendo por
la cintura del horizonte allá a lo lejos o de sorpresa al revolver de una
garganta, surgiendo de una loma o alzando sus siluetas inconfundibles por el
fondo de un barranco.
Son la sombra misma de Juan
Español.
Carretera y manta. Paso corto y
vista larga. Los civiles han por nombra
no murmurar unos de otros ni hablar mal del compañero. El Duque de Ahumada
pensaba que la política era un mal necesario, menester al cual se dedicaban los
más serviles. Aunque era consciente de que tenía que rendirles vasallaje en
aras de la lealtad a la patria y su vocación de servicio.
Serapio y Silvestre hacían las
rutas de las viejas legiones romanas, dejando a un lado la Ruta de la Plata, se
desvían hacia Ciestierna por el Itinerario de Antonino. Es un viaje lleno de
aventuras novelescas y de vicisitudes varias que dan lugar a que el autor se
luzca al describir sobre el mapa las costumbres, tradiciones e idiosincrasias
de esta parte septentrional del Reino de León que él conocía bien. “La Cuerda”
es a la vez un libro de viajes al uso de aquellos años de comienzo de la década
que marca los comedios del siglo XX: “Judíos, Moros y Cristianos” y “Viaje a la
Alcarria” de Cela, “Pata de Palo”, de Bartolomé Soler, primorosas narraciones
de andar y ver, pero, como novela la del Sordo de Villada parece que aventaja a
las demás.
Por el camino el uno al otro
hablan de sus cosas o se cuentan historias como los viejos peregrinos. El libro
en cuestión tiene algo de novela de caballerías y de “morality”. Para
entretener la caminata el guardia Pedroso draga sus recuerdos. En estos
apólogos quien más sale a relucir es su abuelo, “un arriero muy listo cuando
estaba sereno, pero muy poco cuando había bebido más de la cuenta”. Anotan toda
la vida que les sale al encuentro. Por ejemplo, es memorable la entrada de un
convoy de ferrocarril que entra en el andén de La Robla un amanecer de octubre
o la descripción de la fiesta de san Froilán patrón del reino leonés en el
Boñar. Los juegos de bolos y el chito o las peleas de aluche.
Al llegar a Villadiego Tomás
salvador nos ilustra sobre una cuestión de filosofía histórica y nos refiere
cómo a los judíos nadie les quería por la usura y los continuos desmanes que su
presencia ocasionaba en las ciudades. Los bandos de Pedro I fueron los síntomas
de un primer alzamiento sionista contra los cristianos. El pueblo
pronto les escogió como culpables de sus males. La corona de Castilla hubo de intervenir poniendo a las
aljamas bajo jurisdicción real.
Fernando III otorga una
premática en virtud de la cual todos los judíos podrían acogerse a sagrado en
la iglesia de san Lorenzo de aquella villa. De ahí viene la famosa frase de
“tomar las de Villadiego”.
Uno corre el peligro de perderse
en soliloquios extasiado ante la insólita maestría de esta obra al seguir los
pasos de estos tres seres humanos. Un criminal camino del patíbulo y sus
vigilantes. Tres hombres que dan pasos por el sendero. Con ellos aprende a
resguardarse del frío y del calor, a aguantar la fatiga y el hambre. Fijandose
en la estrella Polar emprende el derrotero del norte. En Villalón se inicia en
los secretos de la fabricación quesera. Que por cierto el cuajo que se derrama
por las cinchas le vale al guardia Pedroso para alivio de su conjuntivitis.
“Cerca de Poza de la Sal - el pueblo de Rodríguez de la Fuente- la vista le
empezó a dar guerra. Parecía tener arena en los ojos”. Una buena mujer le saca
una tarriza llena de cuajada y con ella se unta los ojos enfermos. “Ya no
tendrá que pedir la baja”.
En lo alto de la torre de la
iglesia de Mora dos cigüeñas parecen estar jurándose amor eterno mientras que
con las dos tarreñas de su prolongado pico machacan el ajo. Es otoño pero por
las noches en el campo se escucha machacona la estridulación de los grillos.
Unos arrieros, ahítos de vino, discuten a la vera de un camino. Han
desenganchado y sus monturas descansan y rumian al pie de los brancales de un
carro. Pero al ver venir los guardias cesan al punto la riña y se quitan las
boinas con respeto.
-Buenas tardes y menos voces.
¿Adónde se camina?
-A tierra Gordaliza del Pino
para lo que quieran ustedes mandar.
-Con Dios.
-Vayan en su compañía, señores
civiles.
Poco más adelante, unas
lavanderas restriegan su colada a la sombra de un alisal ribera del Órbigo y
lanzan miradas subrepticias para Silvestre el guardia joven, pero su compañero
profiere un comentario jocoso y aguas que no has de beber dejala correr pero el
guardia Silvestre Abuin no puede por menos de sentir saudade de la novia que
dejó allá cerca de Ponferrada. El deseo siempre tira. Unos lavancos festejan
posar entre los carrizos de un cilanco y luego espantados emprenden un viaje
raudo y multitudinario como si fuesen de boda. El preso les mira con envidia y
sus acompañantes se hacen a un lado para dejar a las aves pasar.
Erasmo Soria, natural de
Salamanca, hablaba en verso y cuidaba de los encuartes o corrales de relevo de
la antigua diligencia en la mansión o descanso de la ruta que conectaba en poco
menos de 24 horas a Burgos con Bilbao. El trío hace un trayecto corto en este
medio de locomoción y se sienten volar. A Pedroso lo encajonan en la rotonda o
compartimento vigilando al conducido mientras su camarada trepa a lo alto del
pescante con el delantero y el postillón. Se escucha el golpear de la tralla y
el bramido de las ruedas, una revolución de flejes y muelles que se disparan
hacia adelante y hacia atrás. La diligencia era el último grito de la
velocidad. Tomas Salvador hace un nostálgico canto a este carruaje al que por
aquellas fechas le quedaba algo más de medio siglo de vida.
Las descripciones que realiza lo
mismo que las observación son las de un genio. Lo mismo hay que decir de la
acción y el interés que reclama la atención del lector. Todas estas virtudes le
confieren el título de novelista mayor de su generación. Dio a la estampa tres
obras maestras, tres clásicos, de una tacada: “División 250", una de las
mejores historias de la segunda guerra mundial, “Cabo de Vara”, y “Hotel
Tánger”. Sus producciones no se parecen ninguna entre sí. Cultivó no sólo el tema psicológico y la
literatura carcelaria sino también obras de ficción y hasta literatura para
niños. A Tomás Salvador, al que recuerdo embutido en su camisa azul poco antes
de morir, en un reportaje que le hizo Lalo Azcona, con su cara de comisario
pachón, no le perdonaron ciertos desvíos de lo que hoy se considera la
corrección política aunque no fuese de ningún bando. Él no devolvió la pedrada.
Era un guardia civil con un concepto de servicio de Estado. Decepcionado de la
política y por los vencedores, colgó la chapa y se dedicó íntegramente a la
literatura. No tuvo dificultades para publicar pero nunca ganó dinero. Se
ganaba la vida con un quiosco en las Ramblas.
Tenía un concepto humilde de su
oficio y en “Cuerda de Presos” llega a aparecer él como uno de los múltiples
personajes del retablo según una tradición de colarse de rondón en sus propios
libros. Ya lo hicieron Cervantes, Petrarca, Bocaccio y el Dante. Él se
convierte en zapatero. Escribir una novela lo comparaba a hacer un par de zapatos. Un novelista no viene a ser sino un maestro
de obra prima, pero, ojo, que él lo bordaba. Abordó, insistimos, todos los
géneros desde el infantil hasta el de evasión pasando por el histórico. Con
mucho “Cuerda de presos” nos parece su entrega mejor. Labra en él un monumento
a la sufrida Benemérita. Escrito con el corazón grande de un buen hijo del
cuerpo, el final es enternecedor. Cuando entrega Pedroso a los miñones a su
pupilo siente como un cosquilleo en los adentros al tiempo que le entrega todo
el tabaco y todas las vituallas que porta en el morral. Siente una pena
infinita y demuestra que el Sacamantecas no es más que un pobre diablo. Su
obsesión con las mujeres le venía de los malos tratos e inseguridad incoada en
las palizas recibidas de mano de su madre, pero el mundo es así. Está mal hecho
y hay cosas que no tienen solución. Hay gente que nace para ser carne de
presidio y de horca. Gargayo, verbigracia. ¿No habrá un Dios que se apiade? Y
si El no se apiada, porque está lejos o demasiado alto, ¿ no nos tendremos que
apiadar nosotros que también somos victimas y viruleros de grado o a contramano
porque la humanidad no cambia? Esa parece ser la tesis de esta pequeña gran
obra de arte escrita desde la resignación y majestad cervantina.
En el camino de vuelta y ya de
correría, no de conducción penal, Tomas Salvador sentado en la tajuela de su
chiscón de zapatero, los vio pasar. Les dijo adiós con la mano y volvió a su
lezna y a su bramante. Un buen libro se
confecciona igual que un par de zapatos a la medida. Con paciencia. Con tesón.
Metiendo el tirafondo con maestría. Que ensamblen todas las piezas y que el
conjunto ofrezca la impresión de un totum continúum a prueba de tropezones y
caladuras.
En estos días críticos de
sobresaltos, amenazas y revanchas, cuando suenan clangores de guerra en
lontananza, la obra del Sordo de Villada (consecuencia de los estampidos
artilleros de cuando estuvo en Rusia en el Voljov) es un referente de perdón y
de misericordia cristiana. Pocos han entendido igual que él lo que es un
guardia civil ni nos han demostrado a lo largo de toda una saga de historias
que nos elevan el animo y nos hacen sentir mejores la grandeza de ser
español. Hoy es un autor olvidado y
preterido. Algunos hasta lo llamaron loco. Ni sus propios camaradas lo
entendieron. Por impolítico. Sin adscripciones determinadas ni bandos y eso
aquí parece que no lo perdonan.
echar la trabilla con el fin de
revolcar o voltear.
El estupro incestuoso no cuenta,
a lo que se ve, para los viejos dioses.
Una especie de manopla en forma
de urna o cesta que acoplaban al dorso de la mano para golpear con mayor
contundencia. El puño de hierro americano en el cestus romano se inspira.
Plaustra, carros aljibes o
cisternas de aprovisionamiento
Estrado público donde se
exponían los esclavos y esclavas en venta.
Es una de las casas cuartel más
antiguas de España, inaugurada por el propio Duque en 1865, como reza el
epígrafe en el dintel de la entrada.