A CUDILLERO, A COMER CURADILLO
por Antonio parra galindo
-Dale caña, Santi.
En la “Atalaya”, mesón que regenta Santiago Mariño, prohombre de la nueva cocina asturiana y restaurador especialista del “Curadillo “- un pescado de la familia del tiburón, que los pescadores de Cudillero curaban al sol y comían en salazón de la misma manera que los conquistadores españoles hacían acopio del tasajo para los días de escasez - en el balcón natural sobre la mar de Artedo, auténtico recreo de los ojos y del paladar hay un hermoso timón de bambú, que perteneció a un bergantín en tiempos pretéritos. Es lo primero que encuentra el viajero al llegar a este bello rincón de encantamientos. Las ondinas del río Uncín nos miran desde abajo. Y en las arenas color leonado de la playa consiguiente las sirenas misteriosas deben de cantar mientras se peinan sentadas encima de algún arrecife. Nosotros no las divisamos aunque nos ronda el presentimiento de que están ahí en eso. Tampoco vemos demasiados bañistas, aunque es agosto. Por el norte esto de los baños de mar se toma con filosofía. Debe de ser porque también por estos pagos ponen en práctica el consejo que había escrito en una taberna de Magullo frente al Eresma: mejor aquí mojarse que enfrente ahogarse. Uno de niño, cuando no había visto el mar, pensaba que éste debía de parecerse al humilde afluente segoviano del Duero, donde ibamos en aquellos tiempos a pasar la tarde y a merendar y la verdad es que no andábamos del todo descarriado. El balcón de Artedo sobre la mar cantábrica recuerda un poco al que se observa desde los oteros del alcázar de mi pueblo. Sólo que aquí las olas grises sustituyen a las mieses gualdas. Castilla alguna vez tuvo que ser puerto de mar.
Primer día de agosto, primer día de invierno, y a ciertas edades, los baños por de dentro.
Santiago, que tiene el gesto serio y a la vez jovial de un capitán de navío, aunque también pudiera pasar por ejecutivo de un banco con sus cuarenta y pocos años, es todo un timonel de la gastronomía del Norte. Pertenece a la gama de nuevos empresarios, esos hombres de corazón joven que piensan que el futuro de la región subyace en el fermento de un nuevo turismo de calidad, capaz de ser ofertado por Asturias a las generaciones del siglo futuro. Esto puede convertirse en el Blackpool y el Cornualles español. No hace falta demasiado sol. Lo que se precisa es infraestructura. El asturiano puede ser muy tenaz y sagaz para los negocios, si lo sacamos de sus esquemas mentales de regionalismo llorón o de montera picona, y sabe extender la mirada más allá de Pajares o de Cabo Vidío, o cuando se le saca del bizantinismo político y de sus peloteras intestinas de montera picona, algo paletas y casi incomprensibles para el forastero, o se olvida de las romerías con garrote en mano, como ya plasmó Palacio Valdés en su profética novela El cuarto poder. Esa hermosa tierra que parece un paraíso tampoco adolece de problemas y defectos. Ahora con el paro y la reconversión tecnológica hay mar de fondo.
- Con un buen rumbo podemos llegar a cualquier parte -, responde Santi con esa sabiduría y despejo que les son propios a los buenos navegantes.
Tras la mampara que inunda el salón comedor de luz y de querencia de mar todo recuerda a un transatlántico. A los pies queda una ensenada de ensueño flanqueada de sebes y rodales de setos, abedules y de castaños. Da la sensación unas veces que los montes gigantescos se desploman sobre las arenas de la playa donde va a morir el río Uncín; otras, que la tierra juega con la mar al parchís cayendo con suavidad sobre la ribera entre pomaradas, “ caleyas “ y casas colgantes y praderías de un césped solemne y bien cuidado. Los rompientes en pugna con la erosión da la sensación como si quisieran diseñar sobre los manglares del delta un renvalso, rebajando e invadiendo el territorio del afluente. Es una lucha que dura millones de años.
Asturias lo tiene todo: mar y cordillera, a más de un clima perfecto por su suavidad. Casi dan ganas de echarse a rodar por el sel de mullida hierba donde pasta aun la vaca “ Cordera “ que inmortalizó en su cuento el escritor Alas Clarín. Mimosa y providente, la madre naturaleza se ha querido despachar con registros sublimes; aunque conviene recordar aquí que el paisaje, grandioso por su belleza, atrapa y no aterra.
En este Tabor ecológico entran deseos de plantar la tienda, sentar los reales y quedarse a vivir. A uno no le apetece marchar.
El monte Santa Ana, a las espaldas, y el Pascual, que se yerguen entre gargantas y desfiladeros, auténtico Olimpo vaqueiro, traen a la memoria el recuerdo de una Suiza aldeana y familiar. Los pinos del país que crecen en su falda parecen cedros y abetos. Todo aquí es cuesta, fragosidad y escarpa. Un continuado bajar y subir que fortalece las piernas y repara el sistema locomotor oxigenando los pulmones. La playa de Artedo es una de las más abrigadas de la península. Apenas cuenta en su historia con estadística de ahogados. Carpinteros de ribera cerca de sus dunas hace ya cuatro siglos previnieron la escuadra que habría de ser la primera expedición a la Florida. De aquí zarpó Menéndez de Avilés rumbo a Poniente. En estas aguas fondearon submarinos alemanes durante la guerra. A pocas brazas quedaban los más ubérrimos caladeros del Cantábrico. Como ahora andan los bancos de pesca algo menguados con esto de las nuevas artes de faenar y los modernos aparejos, hay que navegar algunas millas mar adentro. De todos ellos, los más importantes eran los de la sardina. Aunque todavía se ve llegar las lanchas pixuetas cabeceando sobre la boca de la bahía muchas tardes al oscurecer.
El Arca Perdida
Llaman la Concha de Artedo, que también recuerda por su fisonomía una tacita de plata, la “ Huella de Dios “. En verdad, el Todopoderoso dejó por estos pagos bien estampada su firma. Su morfología es ungulada. El abra penetra casi en el bosque y el agua besa la tierra con sus rompientes de espuma y de olas en cresta. Ofrece la forma de la uña de un dedo. Dedo divino, por lo demás. Aduce una leyenda que el primer día de la creación Iahvé paso por acá sin prisas, con ganas de trabajar y recreándose en su obra. Estampó sobre el delta donde va a morir el Uncín, río modesto donde los haya, la silueta de un paraíso. No van descaminados los antropólogos que ubican el Edén sobre la cornisa cantábrica. No se trata de ninguna tontería. Es una hipótesis que aquí se palpa. Asturias, que tiene algo de paraíso natural, como suscribe el lema turístico, brinda en este punto concreto uno de sus más acreditados escenarios. Este sería el cogollo de esa Arcadia que todos llevamos dentro como sitio ideal que buscamos como varadero de nuestro tránsito por la tierra. Definitivo: Dios echó el resto, rizó el rizo por aquestos tesos, y el que quiera comprobarlo que venga.
Como el desnivel es tan impresionante, la nueva carretera de la costa Avilés- riba deo tuvo que tenderse a lo largo de un puente de muchos ojos para salvar la pendiente. Los pilares que sostienen el viaducto miden cerca de 120 metros. Los bloques de hormigón armado no ponen ninguna nota discordante en el escenario. En cualquier época del año, con tal de que haga sol, los ocasos son un espectáculo; la triunfante policromía afiligrana de forma eximia la gama de colores del espectro. Puesto que el Dios del Universo vino a trabajar aquí con bríos edénicos y se empleó a fondo y de a hecho, este lugar brinda los atardeceres más impresionantes, una auténtica fiesta de los sentidos.
La pradería de fresca y cencida hierba se tornasola de topacios y granas, ópalos, y los verdes glaucos y verdes subidos de tierra armonizan con los del mar que a veces alcanza las tonalidades de un azul Prusia en relación con las mareas, porque cada pleamar es siempre distinta. Arriba, se encaraman los oros y topacios de los rayos en declinación que difuminan de matices cortos pero intensos el perfil de los castañares y cariacedas. Esta es la tierra del abedul y del helecho, que crece por todas partes. El viajero se pregunta si a la vista de tantas bellezas forestales y marinas no estará llegando a El Dorado, la región que guarda los secretos del Arca Perdida.
Un nido de gaviota coronado de blasones
Cudillero, siendo un pueblo chiquitín -casi un nido de gaviota en la oquedad del risco, que mira para la mar a la que ama y teme con aire de asombro y de asomo de casa colgante- tiene el corazón muy grande. Si no fuera por el yelmo y el lambrequín de algunas casas blasonadas junto al embarcadero, que autentifican su solera hidalga y netamente española (éste fue feudo de los Velasco), pudiera llegar a creerse que hemos atracado en un puerto de Irlanda o de cualquier punto del Septentrión. Las fisonomías rubias y garzas, pecosas, dan a sus naturales un aire celta o vikingo, porque los daneses perpetraron en la antigüedad sus “ razzias “ sobre los puertos cántabros, y a lo largo de la Alta Edad Media fueron muy intensas las relaciones comerciales e incluso bélicas - hasta cinco expediciones navales llevó a cabo Felipe II contra la Pérfida Albión, sin contar las campañas en los Países Bajos - con Inglaterra, Irlanda, Escocia y el norte de Europa. Todo ese ir y venir exogámico deja marca. Cudillero es astur. Es también vascongado y galaico. Pero sin hacer dejación nunca de la española condición. Se halla bajo la tutela de Santiago y Santa Ana y tiene a San Pedro por patrón al que honra en la “amura vela” y delante “ la fuente ´l canto “. Pero la españolidad no es aquí bandería sino que recaba una condición casi cosmopolita. Las costeras del bonito y la navegación a la altura acreditaron este sello de cruce de razas puesto que también en los últimos siglos fueron muy estrechas las relaciones entre la villa de Cudillero con Vigo y Fuenterrabía.
Por la idiosincrasia constituye uno de los concejos del Principado de más recia personalidad autóctona. Los “pixuetos” (el cognomen gentilicio les viene del “ pixín”, rape, que se da mucho en las aguas cántabras que lo bañan) siempre fueron un poco a su aire. Sólo así pudo conservar algunas de sus costumbres ancestrales. Tiene una forma de ver la vida a través de su catalejo de lobo de mar. En nada se queda corto y por dicho de eso posee Cudillero - que los locales dicen Cudeiru con timbre cantarín y acento musical - un bable a la medida, que muestra matices que harán las delicias e todo filólogo, y con variantes puntuales dentro de los propios cudillerenses. Aquí la jerga calle altera y la ribereña, porque hay barrios de arriba y barrios de abajo, y aldeas de breña y marineras, dentro del propio municipio, fluctúa.
Esto puede dar una idea de lo complejamente rico que puede resultar este país. Prácticamente, una lengua en cada valle. Al bable, el más veterano de los romances peninsulares, que, al fracturarse el latín, derivó en lingua franca de los legionarios romanos y de la Iglesia, y que posteriormente harían suyo los godos germánicos y los cristianos mozárabe bizantinos, le ocurre, salvadas las diferencias, otro tanto que al vascuence: carecen de escritura. El primero de los idiomas mencionados no la tuvo nunca y del vasco el primer documento gráfico con que contamos data de mediados del s. XVI. Por ende, su unificación es problemática. Y, si ésta alguna vez se consigue, habrá de hacerse mediante consenso, de forma poco natural. No obstante, ambos sistemas idiomáticos cargan la base del primitivo castellano.
Conexiones con Extremadura
El bable astur leonés, cuyo epicentro sería Astorga, extendido por la Occitana a lo largo de la ruta de la plata, tiene un radio de acción que llega hasta Andalucía, y, por eso, Extremadura sigue pareciendose hasta hoy en día en sus usos y costumbres y hasta en la forma de construir las viviendas con solanas y casas porticadas más a León que a Castilla.
Los perfiles prosódicos fonéticos y sintácticos de la antigua fala están menos evolucionados que los del castellano. Curiosamente, guarda escasas concomitancias con sus romances hermanos, el provenzal y el galaico portugués, y se parece - dato curioso - al rumano, que procede del bajo latín que se hablaba en la otra punta del Imperio. Ese misterio empezó a fraguarse en un monasterio de Pravia donde el rey Silo y la reina Adosinda allá por el siglo nono plantaron el ara de una abadía dedicada a San Juan Bautista. Pravia fue corte del primer reino de España, y que de aquí queda a tiro de piedra.
Uno no puede por menos de caer en la tentación de estas consideraciones histórico eruditas antes de atacar parsimoniosamente una marmita de curadillo, que nos sirve con mucho despejo pero sin demasiados alardes, después de escanciar la sidra sin derramar una gota sobre la herrada, un pincerna del restaurante la “ Atalaya “.
El curadillo es sabor antiguo. Ya se yantaba por el Medioevo y bien puede ser que fuese un plato romano. Grandes sibaritas, los romanos lo sabían todo de plantas medicinales y vivían para los banquetes y las saturnales. Ellos descubrieron no solamente la vela latina sino la salazón y los fiambres. Ahumaban y acecinaban las carnes y el pescado cubriendolas de una capa de miel o de sal para mejor conservar. El curadillo es un pez bravío de estas costas de la especie de los escualos, según se consigna; ni más ni menos que de la raza del tiburón. Pertenecen al mismo la gata, el glayo o arrendajo marino, la lija y la touca, que así llaman los marineros “ pixuetos” en su rica lexicografía bable. Básicamente, con estos cuatro selacios se prepara el curadillo. Con escamas durísimas y terne de pelar, por lo bravío y carnicero, no está hecho para paladares endebles, pero en la cazuela puede ser bocado exquisito. Sin aderezo, resulta poco menos que incomestible. Las escamas, que casi tienen la consistencia de un chaleco salvavidas, de la lija eran utilizadas antaño para barnizar y carenar el casco de embarcaciones de pequeño calado. Y el cuajo o saín valía para fabricar antorchas y blandones. Hasta el pasado siglo en el alumbrado público de Oviedo hasta que se inventaron los faroles de gas las calles se iluminaban con velas de esperma de este animal. Pero la mar es generosa y venal; todo lo quita y todo lo da y de ella todo se aprovecha.
Puestos en el brete de devolverlo a las aguas o tirarlo a la basura cuando llegaban a puerto, los faeneros decidieron aprovecharlo para salazón. El curadillo es una especie que rara vez veremos en cualquier pescadería salvo en la rula local donde puede alcanzar altos precios. Su condimentado es una tradición que se transmite de madres a hijas. Requiere manos expertas, gran paciencia y mucho amor de mujer, de esposa de marinero que aguarda junto al fogón las lanchas de arribada. Extraídas sus vísceras para hacer aceite, ha de colgarse de una pértiga y orearlo durante un año o más a la intemperie. Las ristras de la corambre de la gata, la lija o la touca adornan las galerías y solanas de las casas colgantes de Cudillero de igual manera que en Castilla se ensartan en varales piezas de lomo, chorizo o longaniza. Aquí se llama compango al mondongo. Algunas pueden alcanzar las dimensiones de la piel de un cabrito.
Artes cisorias
El proceso es lento, sujeto a los caprichos de un clima húmedo, donde el sol no es garantía y a los malos modos de los insectos. Si lo caga la mosca, la charcutería se malogra. En el diccionario se define al curadillo como bacalao, pero los entendidos protestan, porque nada tiene que ver con ese gádido de carne tan apreciada y suculenta, ni por el color, ni por el sabor y sus propiedades organolépticas. Los escualos se han venido utilizando para adobo. Están hechos para un remedio, cuando el hambre aprieta y las despensas están exhaustas. Actualmente, es tradición tomarlo en Cudillero por Nochebuena y en alguna vigilia de Cuaresma, pero ya se guisaba en la Edad Media y, antes de servirlo a la mesa, había que trincharlo, conforme a los cánones de las artes cisorias. El curadillo tiene algo de rito ancestral y un sabor antiguo apto únicamente para ser degustado por paladares recios. Se le tiene en gran aprecio no por sus delicadezas gastronómicas sino por querencia sentimental; porque llenó bastantes andorgas en años de hambruna cuando no había con qué. Le pasa lo mismo que al pan de borona. Hay épocas en la vida en que todo se vuelven recuerdos.
Desde los humildes fogones y el barbotar de los pucheros de la abuela, al amor de la lumbre del llar, en el cocedero, cerca de morillos y trébedes, ha saltado a los sofisticados menús de la alta cocina. Hay gente que se desplaza desde Madrid o de Barcelona y conduce largos kilómetros hasta el paradisíaco punto del Cantábrico que nos ocupa para darse una fartura.
Bien regado con culines de sidra y un par de tientos al jarro de tintorro - su carne tiene consistencia parecida a la de la caza mayor por lo que no le va bien el blanco sino el tinto, a diferencia de otros pescados - nos metemos entre pecho y espalda una ración de curadillo. Uno se siente pletórico y hasta capaz de hablar en bable o bailar la danza prima que no es tan sencillo como parece. Tiene un regosto de callos a la madrileña, pero hay papilas que encuentran en él similitudes con el venado. Al ser la gata, pez de presa, que vive a grandes profundidades batimétricas, todo lo contrario que el pescado de roca, su bravura en el plato se deja sentir.
Pero, sobre todo, ahumado o en salazón, este producto presenta analogías con esos manjares humildes de la España profunda y que durante siglos formaron parte de su dieta básica: la olla podrida, la adafina y el tasajo. A este ultimo, comida de navegantes y de exploradores es al que más se parece por sus peculiaridades calóricas de plato único.
La ruta del curadillo viene a ser la ruta del bable. Quereres, saberes, sabores y guisos antiguos y sabios como esta bella tierra que en punto a cultura culinaria y a calidad de vida pocos acertarán ponerla un pie delante... Puxa Asturies.
ANTONIO PARRA GALINDO
5 de agosto de 1998
17 de agosto de 1998