VELLUM TEMPLI
SCISSUM EST ET OMNIS TERRA TREMUIT. SE RASGÓ EL VELO DL TEMPLO Y TEMBLÓ
TODA LA TIERRA
Roma madre de
pueblos ciudad del amor su nombre me retrotraía a aquellas tardes de invierno
en mi pupitre del aula de estudio pasando paginas del Raimundo de Miguel el
gran calepino mirando para la Mujer Muerta. El aire frío de la ventisca se colaba bajo los ojos del acueducto. ¿Qué
será mi vida Dios mío la estoy empezando? El busto de Tito Livio me sonreía
desde la portada del libro de tío Livio que don Valeriano fue a comprar a la
calle Barquillo y yo pasaría cinco años en la Plaza del Rey habitando con el
duende de las Siete Chimeneas. Jacobo I de Inglaterra vino a casarse con una
infanta la cual diole calabazas, aquel rey moriría en la horca y su fantasma
merodearía por los pasillos. Allí estaba un banco y luego pusieron un
ministerio. No sé si habrá un registro
de los hados que marca la ruta de nuestros designios. Vida errante. Soy judío.
Flavio Josefo contó la destrucción de Jerusalén por las legiones de Vespasiano
en castigo por haber dado muerte al Inocente. El templo fue arrasado y su velo
se rasgó cuando el sermón de las siete Palabras. A lomos de prisioneros
israelitas el Gran Candelabro de los Siete Brazos fue arrastrado durante cuatro
mil kilómetros hasta la Ciudad Eterna. Jerusalén, Jerusalén, que matas a tus
profetas quedó convertida en Aelia Capitolina. Fuiste señora y ahora esclava te
condenaron a vagar por el mundo. Vida errante. Me lo contó Vilicus uno de los
guardias que custodiaron la agonía del Inocente y al pie de la cruz se jugaron
a la taba sus pobres despojos las sandalias, el lienzo de pudores, un peine con
el que Jesús se acicalaba la barba, y no pudieron hacer partes de la túnica de
Xto porque era de una sola pieza. Era el triste despojo de un profeta vagabundo
que viajó por Palestina sin dinero y sin impedimenta. Un tullido que se puso
sus sandalias se levantó de la silla de ruedas y empezó a caminar, Longinos el
decurión enjugó su rostro enfermo por la sífilis en el paño de pudores que
había llevado el Señor, aquellos santos calzoncillos, sanó. La gente cuando se
produjo el desenclavo y bajaron el cuerpo de Cristo de la cruz quedó atónita
ante las cosas extraordinarias sucedidas aquella tarde de Viernes Santo en el
Gólgota: Las curaciones milagrosas y las resurrecciones intempestivas vieron
salir de sus tumbas a los muertos de los cementerios y el propio centurión
Cornelio cuando regresó a la ciudad después de
aquel servicio se encontró a su esposa Camelia dando gritos de júbilo: uno de
los hijos del militar que estaba enfermo y casi en la agonía de súbito se puso
bueno, se le quitó la fiebre y pidió punzón y tablillas para describir en el
viaje que había realizado — el galeno Mincio que lo curaba y el flamine que le
ayudaba a bien morir habían dado al joven por muerto el hígado se le salía a
cachos por la boca— y así pasamos la tarde pensando en estas y otras cosas
mientras contemplábamos la naumaquia y las peleas de gladiadores.
Hay
que guardar silencio en el templo de Anguerota, la vestal que me introdujo en
el mundo del silencio. Séneca me enseño a dominar mi concupiscencia desde el
criterio de que el dominio de las pasiones sobre todo la gula es el pórtico de
entrada a la felicidad.
El silencio es inefable puesto que la palabra
a veces ofusca el entendimiento y empecé a ver claro cerca del circo máximo.
Los gladiadores hacían músculo en un campo de entrenamiento cubierto de grava.
Olía a embrocado y a sudor. Los reciarios hacían movimientos con la red, los
andábatas extendían el tridente y un esclavo subalterno les enseñaba cómo
tenían que gritar ave cesar los que van a morir te saludan. Un calificador
catalogaba las posibilidades que tenía el etíope Ursus de vencer a un tigre que
le soltarían media después. Se escuchaba el rugir de la multitud. Un sol de
justicia caía a plomo sobre Roma. Los luchadores ensayaban llaves y
estratagemas para derrotar en la lucha a su oponente. Un clavijero que debía de
medir dos metros limpiaba el “anguis” o enseña militar con un dragón pintado
que abriría carrera de la procesión de tres vueltas al ruedo y otras tantas
prosternaciones ante la tribuna del emperador. Vi a Nerón. Era un tipo
rechoncho de ojos grandes y nariz gruesa. Una diadema de oro orlaba su frente,
llevaba tres anillos de zafiro en los dedos y su aspecto era el de un hombre
vulgar de origen germánico. Estaba gordo y lanzaba constantemente risitas y
carcajadas. Bebía vino de Salerno y, antes de empezar la función, ya estaba
“trompa”. Un “signífer” o adelantado de centuria trepó a lo alto de la columna
trajana y soplando en un añafil de plata tocó el clarinazo que marcaba el
inicio de las espectaculares “joci” circenses. La chusma enardecida vitoreaba
al emperador y gritaba:
—
Panem et circenses
Fuese
menester tener contento al pueblo y propicios a los dioses o no el hecho era
que ésta era la política de los emperadores. Arriba y abajo. En lo alto estaban
los dioses y el senado romano, abajo el ejército y el populacho. Por las gradas
se veían sombrillas y parasoles para guarecer del sol aquellas caras tostadas
de los libertos y el bello cutis de las matronas. Vendedores ambulantes
recorrían los vomitorios vendiendo agua de nieve y pepitas de calabaza. Se
cruzaban apuestas sobre los contendientes. Unos apostaban por los que habían de
perecer en la arena y otros por los gladiadores victoriosos. Cantaban sus
nombres y se proclamaban “addicti” de su combatiente preferido. Unos apoyaban a
Carneades un griego con cara de matón al que le faltaba un ojo que pegaba
golpes certeros y ganaba todos los combates y otros a un tal Rufus venido de
Hibérnica que era el terror del Coliseo.
El
día de circenses las vestales tenían la tarde libre. Y algunas acudían a los
juegos causando entre la hinchada admiración por su belleza serena y llena de
quietud. La vestal maesa portaba una diadema sobre la frente; la joya injerta
en amatistas, diamantes y zafiros hacía aguas deslumbrando a los espectadores.
Uno de los gladiadores cayó derribado por su contrincante cuando se distrajo
mirando para el tendido reservado a las vestales. Les daba escolta a las
jóvenes una cohorte de los más fornidos eunucos, algunos de ellos provenían del
Alto Nilo, eran númidas. Antes de entrar al servicio del templo eran castrados
previamente. También custodiaban a las meretrices del harén del emperador. En
el anfiteatro los númidas se destacaban por sus cuerpos atléticos, y el rigor
con el que cumplían con su deber: mantener a buen recaudo a las vírgenes
consagradas a Júpiter de la lascivia del populacho. Violar a una vestal
constituía uno de los delitos más horrendos del derecho romano, castigado con
la pena capital previa emasculación del delincuente. Una vestal tampoco podía
ser condenada a muerte. Permanecían encerradas entreaño. Al llegar las
saturnales, sin embargo, era quebrantada su clausura y salir a la calle. Se las
veía pasear por la Vía Apia arrastrando sus peplos y ricos mantos de seda
guarnecidos con as más ricas alhajas extraídas de las mejores minas del
imperio. Roma no pagaba traidores. La gran solidez y consistencia que duraron
más de seis siglos se apoyaba en la norma del derecho el cual a su vez tomaba
como columna basal dos conceptos: el “jus” (derecho) y la “virtus”. Tuve yo
allí un esclavo griego, Andronicus, que me enseñaría las pandectas y todas las
intríngulis bizantinas de la casuística. Los hados y la superstición eran otra
característica que servía de base a su concepto sincretista de la religión.
Eran un pueblo práctico. ¿Por qué conformarse con un dios único — aducían los
flamines sacerdotes de Júpiter— cuando la divinidad puede constar de tantas
variantes en medio de una realidad tan complicada variopinta y diversa? No hay
respuesta. Sólo sé que no sé nada. Lamentablemente, las religiones fueron la
causa de muchas muertes y peleas entre los mortales. Allá cada cual con su
creencia.
En
un rincón del anfiteatro aparecían despavoridos y sollozantes como medio
centenar de personas. Entre ellos había viejos mujeres y niños, unos se
mostraban temerosos y sollozantes pero otros aparecían alegres y como deseosos
de alcanzar la palma del martirio en la boca de los leones. Iban a ser
sacrificados por haberse negado a quemar incienso en honor de los dioses. El
egregio luchador Silvinus Carassus parecía querer arroparlos, dispuesto a
defender a aquellos postulantes de una religión nueva predicada por un judío
llamado Saulo. El cual aseguraba que Jesús su maestro había bajado del cielo
para salvar a los hombres pero murió en una cruz (el tormento más ignominioso
para un romano) condenado por el consejo de ancianos de Jerusalén para quienes
era un blasfemo por haberse creído hijo de Dios.
Vistoso
y abigarrado espectáculo el que ofrecía aquel recinto abarrotado ocupado por
una chusma ávida de emociones fuertes. Cerca de sesenta mil almas contemplaban
la arena desde los tendidos. Unos reían, otros lloraban a causa de las riñas
frecuentes y otros jugaban a los dados. La ludopatía era el vicio mayor en
Roma. Se jugaban a la mujer, a la madre, las fincas, la casa y perdían hasta la
camisa. De pronto se notaba barullo en una grada. Dos espectadores se estaban
pegando en ese momento escupía el vomitorio un pelotón de soldados que zanjaba
la disputa a machetazos. Los juegos duraban todo el día hasta la noche por lo
que había que traer merienda. Se veía a algunas mujeres comer a dos carrillos bocatas
de jabalí o una salazón de pescado que llamaban garium. Regaban la merienda con
vino aguado. Sobre todo las mujeres libaban de lo lindo. Apuraban las “pocula”
(jarros) Una matrona que le había dado al pimple más de la cuenta se puso a
cantar canciones obscenas y recitar versos de Plauto se llevaba las manos a los
genitales y exhibía los pechos al aire por culpa del vino. La plebe empezó a
silbarla y jalearla y se preparó todo un espectáculo. Estaba beoda. Había
consumido dos cráteras — casi una cántara — de morapio de Lesbos que en las
“cauponae” (tabernas) se consideraba el más fuerte. El pueblo se divertía con
la vieja. Quería pan y circo. Nerón dio la señal y un trompeta (el “tubicen”)
soplando por la tuba tocó una diana florida, saltaron a la arena, rugientes y
en manada, los leones que habían de despedazar a los cristianos,