SAN MARTÍN
Llegado
san Martín entraba el invierno por la portada con los primeros cierzos
otoñales; las ovejas del redil regresaban a la tenada y por las hoces del río
de Membibre se sentían las esquilas de la punta de vacas toriondas que había
llevado mi tío Felipe a la parada, y el macho renco de Ursino subía solemne
hacia los recuestos del camposanto tras la iglesia con su ábside románico, las
artolas atestadas de cangrejos; los cuévanos aun olían a la uva recién pisada
dentro de los lagares de la vendimia. Había que ir a besar al santo.
Acto seguido,
mudarse para la fiesta. El 10 de noviembre tocaban a vísperas y se acercaban
por la nava los dulzaineros de Peñafiel, alguna vez los titiriteros de
Pecharromán pero, indefectiblemente, no faltaban a la cita Cástulo y Manahén
los tíos del bote. Se jugaba mucho dinero a la hora del baile y allí estaban
los dos colegas a mitad de la plaza Franco, en torno a una mesa verde que
alumbraba un candil. Enzarzando combinaciones de dados y póquer. De vez en
cuando se escapaba alguna palabrota.
—Arriba
la banca.
—Ya se me han jodido veinte duros, chiquitos.
No juego más, Bigotes. Que me das el cenizo.
Y el perdedor
se iba bufando entre las parejas que bailaban al son de la gaita y tambor y los
chavales que lanzaban bengalas. La pareja de la Benemérita mosquetón en ristre
y escarcela a la espalda seguía a distancia las evoluciones del juego, los
arrumacos de los novios (que corra el aire) y los desplantes a veces no tan
fraternales entre los mozos del pueblo y los forasteros.
A los de
Vegafría les gustaban las chicas de Membibre y a éstos últimos al revés, lo
cual que por las fiestas con el ardor del vino no faltaban las broncas.
Nunca se me
olvidarán aquellos tíos del bote. Uno era alto, híspido, el pelo en escarpia
como el palo una escoba; llevaba un mandil de menestral y peinaba dos enormes
bigotes de alabardero; el otro era pequeño gordo y cachazudo.
La abuela
hacía un extraordinario y comíamos asado, para postre castañas o requesón, los
años buenos melocotón en almíbar.
En el retablo
de la iglesia había un sanmartín muy guapo, montado a caballo y vestido de
legionario romano, con sus caligas, el penacho de plumas de avestruz la galea
(a mi primo el Aurelio le llamaban la atención las carrilleras de aquella imagen
y el gesto desprendido); y a sus pies un pobre desnudo, al cual el santo
entregaba su túnica, después de haberla escindido en dos con su espada. Una
buena tapa todo lo tapa. Aquel centurión de la Legio Victrix colgó la galea y
la lanza, se apeó del caballo como Saulo y, recorriendo los caminos de Cristo,
predicó su fe por toda la Galia. Le hicieron obispo de Tours y fue durante
muchos siglos el símbolo de Europa, generosa y despendida, que daba pan y
cobijo a los pobres. Tratando así con el ejemplo de demostrar que la caridad
cristiana todo lo puede.
Si alguien te
pide (dijo N. Señor) que le acompañes un kilómetro vete con él una milla y si te pide la túnica entrégale la
capa y el gorro.
Todo el afán
de este soldado húngaro fue vestir al desnudo, dar de comer al hambriento y de
beber al sediento. Europa quiso ser entonces símbolo de tierra de acogida. El
que ama nunca se equivoca aunque se exceda. Una personalidad misteriosa fue san
Martín, santo muy humano hasta el punto de que solo en Francia hay más de
quinientas villas y aldeas bajo su advocación. En España son muchísimos los
templos a él dedicados. No menos impresionante fue el culto a sus reliquias.
Una buena capa
todo lo tapa, incluso nuestras miserias ocultas. Y cobardías, nuestros renuncios.
Igualmente y del mismo modo, en Alemania el 11 de noviembre se festeja el Heilige
Martinus Tag con juegos de bolos; los bávaros se hinchan a
tajadas de ganso trasegadas con cerveza. Hay partidas de pelota, charadas,
procesiones y martingalas.
En Francia por
san Martín se pagaban todas las deudas y en Inglaterra se ajustaba a la
servidumbre de la casa del squire.
Es un santo a
la vez románico y germánico al que los cronistas eclesiásticos relacionan con
Prisciliano al que trató de salvar de la hoguera. No existen herejías para el
que ama de buena fe a sus semejantes por lo visto y está dispuesto a dar la
vida por su hermano.
El culto a san
Martín que irradia desde las Islas Británicas hasta Compostela, desde el
Báltico hasta Sicilia, constituye uno de esos maravillosos misterios de la fe
católica en que el evangelio se funde, se confunde, y se trasfunde con la
mitología, los dioses oscuros y las divinidades sincretistas. Este culto se
encuentra relacionado con las peregrinaciones jacobeas, la hospitalidad y el
vagabundaje, cuando el alma echa andar en busca de su criador. Y es el
complemento, la otra cara más amable de la moneda, al culto miguelino, que
patrocinaban los señores de la guerra.
Su luz
resplandece como una vela votiva en el mes de difuntos, cuando bajábamos a las
comedias que echaban en Sacramenia o nos reuníamos en el cocedero de la Tía
Caya la tarde del hilandón para asar castañas, darle un par de besos al porrón
y contar historias de duendes y aparecidos.
Tiempo de
estantiguas y de ánimas al menguar los días y crecer las noches. Caminar de día
que la noche es mía. Tan, tan, quien es.
Soy yo. Hijo, quien será a estas horas. ¿Quién se comió la asadura dura
que había en mi sepultura? Aquellas voces eran mucho más inquietantes que una
película de miedo.
Pero los
chascarrillos que más prestaban eran las andanzas chistosas de alguno del
pueblo como la de aquel hijo adolescente del zapatero de Tejares que se murió
el año el hambre y los de su cuadrilla quisieron dar un susto a sus padres la
noche de Santo Martino.
Urdieron,
espabilados por la hambruna, una trama para que la voz del difunto sonase por
el husillo del cocedero. Y, cuando el zapatero y su esposa rezaban el rosario,
calentándose cabe los morillos, se oyeron golpes encima y una voz cavernosa que
decía:
—
Tan tan.
—
¿Quién va?
—
Madre, soy yo. Crescentino.
—
Ay hijo ¿pero no te habías y muerto y hubimoste
dado ya cristiana sepultura?
—
Sí, madre, pero ya ve; estoy en el cielo con los
ángeles y los arcángeles. Pues hoy san Pedro nos ha dado a los de este pueblo
pase de pernocta para bajar a ver a los amigos.
—
¿Te salvaste? ¿No estás condenado? Pues ¡qué bien
cuanto me alegra! ahí en eso, rodeado de bienaventurados, ya ni sientes ni
padeces
—
Salvé, madre, salvé. Lo que pasa es que en el
cielo también pasamos mucha hambre. Y a eso vengo. ¿Queda en el arca algo de
matanza? Si usted pudiera meter un poco de chorizo, un torreznillo. Compango o
algún bodigo y colocarlos en el caldero ahí en eso, nosotros nos lo subíamos a
escape y que se lo paguen las Ánimas Benditas.
—
Hijo, como no, ¡pues qué hacer!
La mujer el zapatero les preparó una buena merienda y los
“difuntos” se la llevaron enseguida, los
jamones salían volando por los tejados.
Las visitas se
sucedieron otras tantas noches, cuantas duró el novenario de san Martín. Los de
la cuadrilla del recién fallecido se comunicaban a través de las paredes. El
tío zapatero sentía ganas enormes de ver a su hijo en carne mortal y no por
poderes, aun a sabiendas de que ya sólo era un espíritu puro.
En la última
“visita” se atrevió a preguntarle:
—Hijo,
querido, Crescentinillo del alma, ya sabemos que estás en la gloria, pero nos
gustaría a tu madre y a mí verte en imagen. ¿No nos podías mandar un retrato
desde ahí en eso? No sabemos si estas gordo, o estas flaco…
—Ahora mismo, madre, si así lo deseas—dijo el
amigo de Crescente, el que se había zampado los chorizos y morcillas de la
matanza de los padres del difunto—Ahí va mi foto
Enseguida, el
intrépido joven se baja los pantalones y
se sienta de culo sobre el hueco de la
chimenea. Los dos viejos quedaron atónitos, al mirar para arriba
—Ay hijo, ¡qué cara tan hinchada, que
ojo tan profundo, se conoce que comes a dos carrillos!
Aquellos
filandones entre risas carcajadas y semblanzas juegos de manos jácaras cantes y
bailes o historias de almas en pena y aparecidos lo pasábamos a lo grande. No
había tele y el único aparato radio del pueblo estaba en casa del médico, o del
señor cura, lo que era un acicate para desarrollar la imaginación. Cabía buscarse la vida. Ello daba pábulo la
literatura oral.
Unos chiquejos
se tenían la tea sobre las baldosas del estragal, otros pasaban el rato con el
adivina quien te dio, las mozas jugaban al pañuelo o a esconder el polvorón…
De aquellas
veladas al amor de la lumbre del cocedero de la Tía Caya por San Martín,
albergo la impresión de que surgieron grandes narradores en Membibre de la Hoz,
el pueblo de mi padre, de cuyos labios escuché la conseja de los carrillos tan
hinchados y el ojo tan profundo.
El bendito
obispo de Tours desde las alturas debía de estar riendo de aquellas chanzas y
perdonando nuestros atrevimientos picarescos. Una buena capa todo lo tapa.
Trasegando mosto nuevo de la uva recién pisada honrábamos
a Cristo y a la tradición para dar con un canto en los dientes a los que
entienden la religión como un tren de vía estrecha. Todo ocurrió hace muchos
años, al comienzo de aquellos inviernos preteridos y de aquellas lunas que ya
no alumbran nada…