2024-11-20

hoy es 20N Y LO QUE UN TREPA ESCRIBIÓ SOBE LA MUERTE DE FRANCO

 

Lo que el trepa de Fernando Onega escribió a la muerte de Franco

Por Eduardo Palomar Baró.- Al finalizar el ahora llamado “anterior Régimen”, con el haraquiri de las Cortes y el advenimiento de la transición (palabra a la que le sobran las letras ns), se apuntaron al sol que más calentaba en aquellas calendas, una pléyade de franquistas que cambiaron de camisa, de chaqueta y de todo lo que fuera necesario, para convertirse en demócratas de toda la vida.
Uno de estos conversos y trepadores fue Fernando Onega. Natural de Mosteiro (Lugo) nació el 16 de junio de 1947. Licenciado en Periodismo y Ciencias Políticas, fue subdirector del diario Arriba y comentarista político de Pueblo. En el periódico falangista, fundado y dirigido por José Antonio Primo de Rivera, firmaba los artículos que le dictaba un ministro del Movimiento. Aprovechó el servicio militar para transformarse en el jefe de Prensa de la Jefatura Provincial del Movimiento de La Coruña, pasando por su tarea como jefe Nacional de los Servicios de la Guardia de Franco y asesor político del lugarteniente general de aquella organización.
Ya cuando “aquello” se acabó se dedicó con todas sus fuerzas a proclamarse paladín del pensamiento democrático, acaparando prebendas y puestos de trabajo, siendo nombrado por el señor del “puedo prometer y prometo” (una vez que “quemó” su vistosa chaqueta blanca y su camisa azul), director de Prensa de Presidencia del Gobierno de UCD y en su estrecha colaboración con don Adolfo Suárez, le redactó alguno de sus discursos más conocidos.
Director del diario YA, de los servicios informativos de la Ser y la Cope; dirigió el departamento de Información y Relaciones Externas de Radio Televisión Española; comentarista político en diversos medios de comunicación; presentador de Telediarios y director de Onda Cero, de donde fue destituido al cabo de un año de actuación.
Pues bien, este preclaro y entusiasta demócrata, a la muerte del Generalísimo Franco escribió el siguiente artículo:
«Eran kilómetros de españoles ante su Capitán muerto, que había muerto ejemplarmente, como nunca habían muerto los dictadores. Manuel Vargas Romero, anciana de 77 años, decía a un periodista: “La tierra todo lo traga. Sólo se deja de tragar la virtud. Es lo que le ha pasado a este hombre”. Y luego aquellos niños: “Somos doce hermanos. Venimos porque nunca le hemos visto personalmente, y queremos despedirnos de él”. Y después, las famosas, como Lola Flores: “Ya que él ha hecho tanto por nosotros, lo menos que podemos hacer es molestarnos un poco por él. Molestarnos un poco por él”. Hasta doce horas hizo cola el pueblo de Madrid para poder pasar tres segundos ante el cadáver de su Alcalde perpetuo. Hasta doce horas bajo el frío de las noches de noviembre, nobles gentes que le arrancaban tiempo al sueño y a su familia y a su trabajo para expresar visiblemente su agradecimiento. A ellos habría que añadir los millones de personas que se emocionaron ante el televisor. Y habría que añadir, por supuesto, a cuantos pensaban como estos encuestados por televisión, que hacían esfuerzos sobrehumanos por contener las lágrimas.
Los testimonios gráficos de dolor fueron incontables, desde aquel viejo legionario que dejó ante el túmulo, como último homenaje, su gorro de combatiente con un sonoro “Adiós, mi General”. O aquel otro, que después de la espera y el cansancio, cayó muerto en el instante en que saludaba de la forma más sincera que había aprendido: con el brazo en alto. Luego, en torno a la Armería estaban las coronas. Todas las enviadas desde todos los lugares del mundo, y muchas anónimas, sin firma alguna, que se limitaban a decir como una: “Velar supiste la vida de tal suerte, que viva queda en tu muerte”. Era, seguramente, de un miembro del pueblo llano que sabía que su nombre no añadía nada al ya inmenso dolor popular.
El pueblo de Madrid recibió en aquellas fechas el certificado de ese tópico político que se llama la “mayoría de edad”. Pero, tópico y todo, hay que referirse a él. Pese a la emoción de las horas, pese a la enorme simbología de cuanto aquí se cuenta, pese a la aglomeración humana en el cinturón de silencio que se había establecido en la zona colindante con el Palacio de Oriente, hay que dejar escrito que no se produjo ni un solo incidente de orden público, ni siquiera una escena de histerismo. Bien valía el testimonio de aquellos días para gritar una vez más: “Dios, qué buen vasallo…”. Esta vez, sin embargo, había que cambiar la segunda parte del verso del poema del “Mío Cid”. En cualquier caso, Madrid, en aquellos días, estaba siendo la capital del dolor: de un gran dolor nacional.
Todo cuanto se ha dicho en las líneas anteriores se puede repetir para la histórica jornada del día 23. A las siete de la mañana de ese día, se terminaron las manifestaciones de dolor ante el féretro. Pero Madrid se volvió a volcar para decirle adiós a Franco cuando ya su cuerpo abandonaba definitivamente el casco urbano para recibir sepultura en el Valle de los Caídos. Se había preparado un gran estrado para el funeral, con 632 asientos. Al frente estaba, como un símbolo de luto de la ciudad, el rostro triste de doña Carmen Polo de Franco.
La mañana del día 23 enmarcó un impresionante espectáculo de respeto y dolor. Desde la plaza de Oriente a la Moncloa, las calles de la capital de España eran, una vez más, un símbolo. Lucía el sol, y el paisaje se había vestido de ropas amarillas en sus árboles. Cuando Europa tiritaba bajo una ola de frío, la televisión en color les servía el impresionante testimonio de un paisaje urbano que lo había hecho bello justamente una obra de gobierno que en aquellos instantes terminaba.
Rodeado por el Regimiento de la Guardia que tanto le había acompañado, la plaza de España, el Jardín de la Montaña, Ferraz, Rosales, Moncloa, la Ciudad Universitaria fueron los últimos lugares por los que pasó su cuerpo ya sin vida. Era, precisamente, el Madrid que había hecho Franco: el Madrid de las estampas modernas, del nivel de vida alto, de unos centros de formación superior que durante su mandato se habían terminado. En el Arco de Triunfo de la Moncloa, donde la ciencia le rinde homenaje a las Fuerzas allí vencedoras, Madrid despidió a Franco. Despidió su cuerpo, porque su sentido de la vida, de la política y, sobretodo, de la eficacia, que ahora pasaban al reino de la Historia, quedaría grabado para siempre en aquellas gentes que con tanta devoción, cariño y agradecimiento ahora le despedían.
Mientras tanto, no sólo de dolor vivió la ciudad en aquellas fechas inolvidables. Al tiempo que éste se hacía presa de los corazones, nacía la esperanza: Madrid, al mismo tiempo, se convertía en capital de la esperanza. ¿Y qué daba pie para pensar en ella? Sencillamente, lo que dejaban ver los ojos: los testimonios del pueblo. Aquel pueblo madrileño que, agolpado en las aceras, asistía al entierro o guardaba largas horas de cola, era lo que fundamentaba la esperanza de que Franco había dejado una sociedad madura, preparada para emprender una nueva etapa.
Setecientos periodistas de todo el mundo se habían dado cita en la capital de España para asistir a los solemnes actos. Las crónicas que aquellos días se publicaban en todos los periódicos del mundo tenían acuñada una frase: España estaba naciendo a la democracia. Hasta ahora, Franco significaba la confianza, además del poder. A partir del momento de su muerte, la capacidad de decisión se trasladaba a otras esferas: comenzaban a jugar las instituciones, comenzaba a pensarse en la capacidad de decisión del pueblo por sistemas democráticos. Todo esto se producía sin la menor alteración, porque, efectivamente, así estaba previsto en la legislación que Franco había creado o inspirado. El Rey inauguraba un nuevo estilo que, en lo visible, ya se había manifestado cuando llegó ante el féretro de Franco, y no permitió que el desfile de madrileños se paralizase mientras él oraba ante el túmulo.
Pero lo que importaba en aquellas horas era el sustento de la base. La gran verdad es que la presencia del pueblo y su enorme testimonio de madurez era el que hacía concebir todas las esperanzas que los periódicos resumían.
Las emisoras de radio, conectadas a Radio Nacional de España, seguían transmitiendo música fúnebre. Centenares de taxistas llevaban crespones negros en sus automóviles. Muchos balcones particulares lucían la Bandera nacional con un crespón en el centro. Lo mismo ocurría en establecimientos comerciales. Madrid exteriorizaba su luto de la forma más visible que podía.
Sin embargo, a las once de la mañana, el pueblo madrileño acudió a la Carrera de San Jerónimo, al paseo del Prado y a otras calles para vitorear al Rey, que prestaba juramento ante las Cortes Españolas, reunidas en sesión plenaria conjunta con el Consejo del Reino. A la salida de la Cámara Legislativa, Madrid gritó, por primera vez en muchos lustros, “Viva el Rey”. Había alguna pancarta con esa leyenda. El Rey, en su mensaje, había abierto un nuevo y apasionante capítulo de la Historia. Llamaba a la concordia nacional, invitaba a todos los españoles, hablaba de un orden justo, negaba los privilegios y prometía que todas las causas serían escuchadas. Resumiendo el ambiente popular después del solemne acto, el diario “Arriba” escribió: “Después de la proclamación, ya en la calle, los Reyes de España sintieron cerca la voz amiga del pueblo. Los vítores, las esperanzas, el cariño, todo se fundía en torno a Don Juan Carlos y Doña Sofía. El Rey caminaba en su coche, mirando al frente a sus gentes, con el semblante firme, preparado para el futuro, mientras las cámaras se movían en su torno. En el coche posterior, la Infanta Cristina sonreía al futuro”.
Pero si grandes fueron las manifestaciones populares este día, mayores han sido el 27, fecha en que se celebró la exaltación del Monarca en la iglesia de los Jerónimos. Fue, otra vez, un plebiscito, también como respuesta a la invitación que había hecho el alcalde de Madrid en su último bando. Los vítores a los Monarcas, cuando llegaron a la iglesia, sólo fueron silenciados por los acordes del Himno nacional. A la salida, el mismo impresionante recibimiento. Por el paseo del Prado, en Cibeles, en la calle de Alcalá, por la Gran Vía, plaza de España, calle Bailén, plaza de Oriente, el pueblo madrileño vitoreaba a sus Reyes. Flameaban los pañuelos, enroquecían las gargantas, sonaban ininterrumpidamente los aplausos, acompañando al Rey y a la Familia Real en su recorrido hacia el palacio, donde iba a tener lugar el almuerzo y la recepción a los hombres de gobierno que habían llegado de todo el mundo.
En la plaza de Oriente, convertida otra vez en plaza de España, en corazón de España, el pueblo estaba, como siempre, para manifestar sus lealtades. Arriba, en los balcones, Europa miraba a través de sus ojos más ilustres: el esposo de la reina de Inglaterra, el presidente de la República Francesa, el presidente de Alemania Federal… Sin duda, para ellos, el espectáculo del pueblo de Madrid, en su expresión de fidelidad, era un espectáculo que nunca habían contemplado. Repetidas veces tuvieron que salir los Reyes al balcón, reclamados por la ingente multitud. Y Europa, allí mismo, sin intermediarios, contemplaba a este pueblo, que, una vez más, la tercera vez en dos meses, marcaba, con su presencia, un rumbo, y demostraba el fuerte apoyo social con que nacía la Monarquía.
El carácter histórico de estos días queda demostrado por la propia magnitud de los acontecimientos. Pero repito que, en el futuro, ni una sola línea de esta historia se podrá escribir sin poner por delante el ejemplar comportamiento del pueblo madrileño. Vivió, en muy pocos días, momentos de dolor, momentos de ansiedad, momentos de alegría. No importaban estos estados de ánimo. Lo que quedó como dato y como enseñanza fue el patriotismo» (Diario Arriba, 21 de noviembre de 1975).

 DEVOTO SOY DE TS ELLIOTT CREADOR DE LA MODERNA POESÍA

Posted: 08 Jan 2020 10:58 AM PST

TS Eliot has posthumously denied a romantic relationship with Emily Hale – but his newly released letters tell a different story

TS Eliot’s letters to his American confidante revealed his passionate feelings towards her, it has emerged – despite the poet issuing a furious denial, upon learning that the letters were to be made public.
Eliot, born in Missouri but eventually becoming a British citizen, wrote more than 1,000 letters to Emily Hale, who he first met in 1912 while studying at Harvard. The letters, which were written between 1932 and 1947, were donated by Hale to Princeton University, on the stipulation that they be made public 50 years after both parties were dead. Eliot died in 1965 and Hale in 1969.
Lyndall Gordon, Eliot’s biographer and senior research fellow at St Hilda's College, Oxford, was among the first people to see the letters. Princeton has not made them available online, and so Gordon was at the library in New Jersey early in the morning, one of only six people to begin sorting through the eagerly-anticipated archive contained in 14 boxes.
She began with Hale’s lengthy preface, and then started in 1932.
“He was writing to her ardently, and with great emotion,” she told The Telegraph. “It was a very emotional Eliot – quite different to the cool character we thought we knew. Eliot was incredibly winning in these letters. It was soulmate to soulmate. He was offering something very rare – an unusual devotion.”
Emily Hale and TS Eliot in Vermont, 1946
Emily Hale and TS Eliot in Vermont, 1946
Yet midway through Thursday morning, she and the other scholars gathered in the library received a bombshell text, emailed to them from the TS Eliot Foundation. The text was a letter which Eliot wrote as a preface to the release of Hale’s letters, designed to mitigate what he knew would be surprising revelations as to his feelings towards her.
He admitted to being in love with her, but said he had seen the error of his sentiment, and that his letters to Hale were “the letters of an hallucinated man”.
He continued: “From 1947 on, I realised more and more how little Emily Hale and I had in common. I had already observed that she was not a lover of poetry, certainly that she was not much interested in my poetry; I had already been worried by what seemed to be evidence of insensitiveness and bad taste.
“It may be too harsh, to think that what she liked was my reputation rather than my work.”
TS Eliot with his second wife Valerie in August 1958
TS Eliot with his second wife Valerie in August 1958 CREDIT: GETTY
Eliot wrote to Hale: "You have made me perfectly happy: that is, happier than I have ever been in my life; the only kind of happiness now possible for the rest of my life is now with me; and though it is the kind of happiness which is identical with my deepest loss and sorrow, it is a kind of supernatural ecstasy… I tried to pretend that my love for you was dead, though I could only do so by pretending myself that my heart was dead; at any rate, I resigned myself to celibate old age.”
Gordon said she was taken aback by the fervour of Eliot’s letters, and the cold dismissal of his feelings which he intended to preface the archive. “I can absolutely see why these letters were for her eyes alone,” said Gordon. “Eliot made his feelings clear to Hale in these letters. It was not just a sentimental passing moment; he was more in love than ever.
“What was striking to me, though, was the timed rebuttal. He found out in 1956 that the letters were to be handed to Princeton. And in 1960 he set off this bombshell, which went off exactly as planned. It’s astonishing to me how raw his anger was, even after all that time. It’s an absolute contrast to the letters themselves.”
She described seeing the letters as “enthralling”, laughing how at one point she was standing at the same table as the head of the TS Eliot Society, and noticed that they were both “truly overwhelmed with happy excitement”.
“I had hoped this would be an amazing collection. Emily Hale said she wished to be there herself when they were published.
“Yet the great Eliot scholar Dame Helen Gardner, who knew Eliot very well and had an admirable understanding of him, she thought the letters would not be very exciting at all. And I thought that was quite possible.
"Eliot gave a lecture at Yale in 1953 on letter writing, and said he found love letters tedious. So I thought I wouldn't see any love letters. But it’s been more exciting than I dared hope.”
Gordon said she intends to spend the next two months reading through the papers, aiming to include them in a book, and stressed that it was too soon to draw firm conclusions about them. Two months, she now feels, may not be enough to do them justice.
“Both had a lot of pain in their lives,” she said. “These were incredibly complex people.”