Lo que el trepa de Fernando Onega escribió a la muerte de Franco
Por Eduardo Palomar Baró.- Al finalizar el ahora llamado “anterior Régimen”, con el haraquiri de las Cortes y el advenimiento de la transición (palabra a la que le sobran las letras ns), se apuntaron al sol que más calentaba en aquellas calendas, una pléyade de franquistas que cambiaron de camisa, de chaqueta y de todo lo que fuera necesario, para convertirse en demócratas de toda la vida.
Uno de estos conversos y trepadores fue Fernando Onega. Natural de Mosteiro (Lugo) nació el 16 de junio de 1947. Licenciado en Periodismo y Ciencias Políticas, fue subdirector del diario Arriba y comentarista político de Pueblo. En el periódico falangista, fundado y dirigido por José Antonio Primo de Rivera, firmaba los artículos que le dictaba un ministro del Movimiento. Aprovechó el servicio militar para transformarse en el jefe de Prensa de la Jefatura Provincial del Movimiento de La Coruña, pasando por su tarea como jefe Nacional de los Servicios de la Guardia de Franco y asesor político del lugarteniente general de aquella organización.
Ya cuando “aquello” se acabó se dedicó con todas sus fuerzas a proclamarse paladín del pensamiento democrático, acaparando prebendas y puestos de trabajo, siendo nombrado por el señor del “puedo prometer y prometo” (una vez que “quemó” su vistosa chaqueta blanca y su camisa azul), director de Prensa de Presidencia del Gobierno de UCD y en su estrecha colaboración con don Adolfo Suárez, le redactó alguno de sus discursos más conocidos.
Director del diario YA, de los servicios informativos de la Ser y la Cope; dirigió el departamento de Información y Relaciones Externas de Radio Televisión Española; comentarista político en diversos medios de comunicación; presentador de Telediarios y director de Onda Cero, de donde fue destituido al cabo de un año de actuación.
Pues bien, este preclaro y entusiasta demócrata, a la muerte del Generalísimo Franco escribió el siguiente artículo:
«Eran kilómetros de españoles ante su Capitán muerto, que había muerto ejemplarmente, como nunca habían muerto los dictadores. Manuel Vargas Romero, anciana de 77 años, decía a un periodista: “La tierra todo lo traga. Sólo se deja de tragar la virtud. Es lo que le ha pasado a este hombre”. Y luego aquellos niños: “Somos doce hermanos. Venimos porque nunca le hemos visto personalmente, y queremos despedirnos de él”. Y después, las famosas, como Lola Flores: “Ya que él ha hecho tanto por nosotros, lo menos que podemos hacer es molestarnos un poco por él. Molestarnos un poco por él”. Hasta doce horas hizo cola el pueblo de Madrid para poder pasar tres segundos ante el cadáver de su Alcalde perpetuo. Hasta doce horas bajo el frío de las noches de noviembre, nobles gentes que le arrancaban tiempo al sueño y a su familia y a su trabajo para expresar visiblemente su agradecimiento. A ellos habría que añadir los millones de personas que se emocionaron ante el televisor. Y habría que añadir, por supuesto, a cuantos pensaban como estos encuestados por televisión, que hacían esfuerzos sobrehumanos por contener las lágrimas.
Los testimonios gráficos de dolor fueron incontables, desde aquel viejo legionario que dejó ante el túmulo, como último homenaje, su gorro de combatiente con un sonoro “Adiós, mi General”. O aquel otro, que después de la espera y el cansancio, cayó muerto en el instante en que saludaba de la forma más sincera que había aprendido: con el brazo en alto. Luego, en torno a la Armería estaban las coronas. Todas las enviadas desde todos los lugares del mundo, y muchas anónimas, sin firma alguna, que se limitaban a decir como una: “Velar supiste la vida de tal suerte, que viva queda en tu muerte”. Era, seguramente, de un miembro del pueblo llano que sabía que su nombre no añadía nada al ya inmenso dolor popular.
El pueblo de Madrid recibió en aquellas fechas el certificado de ese tópico político que se llama la “mayoría de edad”. Pero, tópico y todo, hay que referirse a él. Pese a la emoción de las horas, pese a la enorme simbología de cuanto aquí se cuenta, pese a la aglomeración humana en el cinturón de silencio que se había establecido en la zona colindante con el Palacio de Oriente, hay que dejar escrito que no se produjo ni un solo incidente de orden público, ni siquiera una escena de histerismo. Bien valía el testimonio de aquellos días para gritar una vez más: “Dios, qué buen vasallo…”. Esta vez, sin embargo, había que cambiar la segunda parte del verso del poema del “Mío Cid”. En cualquier caso, Madrid, en aquellos días, estaba siendo la capital del dolor: de un gran dolor nacional.
Todo cuanto se ha dicho en las líneas anteriores se puede repetir para la histórica jornada del día 23. A las siete de la mañana de ese día, se terminaron las manifestaciones de dolor ante el féretro. Pero Madrid se volvió a volcar para decirle adiós a Franco cuando ya su cuerpo abandonaba definitivamente el casco urbano para recibir sepultura en el Valle de los Caídos. Se había preparado un gran estrado para el funeral, con 632 asientos. Al frente estaba, como un símbolo de luto de la ciudad, el rostro triste de doña Carmen Polo de Franco.
La mañana del día 23 enmarcó un impresionante espectáculo de respeto y dolor. Desde la plaza de Oriente a la Moncloa, las calles de la capital de España eran, una vez más, un símbolo. Lucía el sol, y el paisaje se había vestido de ropas amarillas en sus árboles. Cuando Europa tiritaba bajo una ola de frío, la televisión en color les servía el impresionante testimonio de un paisaje urbano que lo había hecho bello justamente una obra de gobierno que en aquellos instantes terminaba.
Rodeado por el Regimiento de la Guardia que tanto le había acompañado, la plaza de España, el Jardín de la Montaña, Ferraz, Rosales, Moncloa, la Ciudad Universitaria fueron los últimos lugares por los que pasó su cuerpo ya sin vida. Era, precisamente, el Madrid que había hecho Franco: el Madrid de las estampas modernas, del nivel de vida alto, de unos centros de formación superior que durante su mandato se habían terminado. En el Arco de Triunfo de la Moncloa, donde la ciencia le rinde homenaje a las Fuerzas allí vencedoras, Madrid despidió a Franco. Despidió su cuerpo, porque su sentido de la vida, de la política y, sobretodo, de la eficacia, que ahora pasaban al reino de la Historia, quedaría grabado para siempre en aquellas gentes que con tanta devoción, cariño y agradecimiento ahora le despedían.
Mientras tanto, no sólo de dolor vivió la ciudad en aquellas fechas inolvidables. Al tiempo que éste se hacía presa de los corazones, nacía la esperanza: Madrid, al mismo tiempo, se convertía en capital de la esperanza. ¿Y qué daba pie para pensar en ella? Sencillamente, lo que dejaban ver los ojos: los testimonios del pueblo. Aquel pueblo madrileño que, agolpado en las aceras, asistía al entierro o guardaba largas horas de cola, era lo que fundamentaba la esperanza de que Franco había dejado una sociedad madura, preparada para emprender una nueva etapa.
Setecientos periodistas de todo el mundo se habían dado cita en la capital de España para asistir a los solemnes actos. Las crónicas que aquellos días se publicaban en todos los periódicos del mundo tenían acuñada una frase: España estaba naciendo a la democracia. Hasta ahora, Franco significaba la confianza, además del poder. A partir del momento de su muerte, la capacidad de decisión se trasladaba a otras esferas: comenzaban a jugar las instituciones, comenzaba a pensarse en la capacidad de decisión del pueblo por sistemas democráticos. Todo esto se producía sin la menor alteración, porque, efectivamente, así estaba previsto en la legislación que Franco había creado o inspirado. El Rey inauguraba un nuevo estilo que, en lo visible, ya se había manifestado cuando llegó ante el féretro de Franco, y no permitió que el desfile de madrileños se paralizase mientras él oraba ante el túmulo.
Pero lo que importaba en aquellas horas era el sustento de la base. La gran verdad es que la presencia del pueblo y su enorme testimonio de madurez era el que hacía concebir todas las esperanzas que los periódicos resumían.
Las emisoras de radio, conectadas a Radio Nacional de España, seguían transmitiendo música fúnebre. Centenares de taxistas llevaban crespones negros en sus automóviles. Muchos balcones particulares lucían la Bandera nacional con un crespón en el centro. Lo mismo ocurría en establecimientos comerciales. Madrid exteriorizaba su luto de la forma más visible que podía.
Sin embargo, a las once de la mañana, el pueblo madrileño acudió a la Carrera de San Jerónimo, al paseo del Prado y a otras calles para vitorear al Rey, que prestaba juramento ante las Cortes Españolas, reunidas en sesión plenaria conjunta con el Consejo del Reino. A la salida de la Cámara Legislativa, Madrid gritó, por primera vez en muchos lustros, “Viva el Rey”. Había alguna pancarta con esa leyenda. El Rey, en su mensaje, había abierto un nuevo y apasionante capítulo de la Historia. Llamaba a la concordia nacional, invitaba a todos los españoles, hablaba de un orden justo, negaba los privilegios y prometía que todas las causas serían escuchadas. Resumiendo el ambiente popular después del solemne acto, el diario “Arriba” escribió: “Después de la proclamación, ya en la calle, los Reyes de España sintieron cerca la voz amiga del pueblo. Los vítores, las esperanzas, el cariño, todo se fundía en torno a Don Juan Carlos y Doña Sofía. El Rey caminaba en su coche, mirando al frente a sus gentes, con el semblante firme, preparado para el futuro, mientras las cámaras se movían en su torno. En el coche posterior, la Infanta Cristina sonreía al futuro”.
Pero si grandes fueron las manifestaciones populares este día, mayores han sido el 27, fecha en que se celebró la exaltación del Monarca en la iglesia de los Jerónimos. Fue, otra vez, un plebiscito, también como respuesta a la invitación que había hecho el alcalde de Madrid en su último bando. Los vítores a los Monarcas, cuando llegaron a la iglesia, sólo fueron silenciados por los acordes del Himno nacional. A la salida, el mismo impresionante recibimiento. Por el paseo del Prado, en Cibeles, en la calle de Alcalá, por la Gran Vía, plaza de España, calle Bailén, plaza de Oriente, el pueblo madrileño vitoreaba a sus Reyes. Flameaban los pañuelos, enroquecían las gargantas, sonaban ininterrumpidamente los aplausos, acompañando al Rey y a la Familia Real en su recorrido hacia el palacio, donde iba a tener lugar el almuerzo y la recepción a los hombres de gobierno que habían llegado de todo el mundo.
En la plaza de Oriente, convertida otra vez en plaza de España, en corazón de España, el pueblo estaba, como siempre, para manifestar sus lealtades. Arriba, en los balcones, Europa miraba a través de sus ojos más ilustres: el esposo de la reina de Inglaterra, el presidente de la República Francesa, el presidente de Alemania Federal… Sin duda, para ellos, el espectáculo del pueblo de Madrid, en su expresión de fidelidad, era un espectáculo que nunca habían contemplado. Repetidas veces tuvieron que salir los Reyes al balcón, reclamados por la ingente multitud. Y Europa, allí mismo, sin intermediarios, contemplaba a este pueblo, que, una vez más, la tercera vez en dos meses, marcaba, con su presencia, un rumbo, y demostraba el fuerte apoyo social con que nacía la Monarquía.
El carácter histórico de estos días queda demostrado por la propia magnitud de los acontecimientos. Pero repito que, en el futuro, ni una sola línea de esta historia se podrá escribir sin poner por delante el ejemplar comportamiento del pueblo madrileño. Vivió, en muy pocos días, momentos de dolor, momentos de ansiedad, momentos de alegría. No importaban estos estados de ánimo. Lo que quedó como dato y como enseñanza fue el patriotismo» (Diario Arriba, 21 de noviembre de 1975).