2022-11-02

SOBRE PUSHKIN

 PUSHKIN, MESÍAS RUSO

     O EL CARISMA DE LA PALABRA

 

                               

 

                                 Por ANTONIO PARRA

 

 


Está claro que la historia de nuestra evolución espiritual pertenece a las páginas de los libros leídos o adquiridos, guía de nuestro acervo anímico, círculo mágico en el que nos resolvemos o revolvemos, y, acaso, línea que nunca podremos cruzar sin desventaja, o sin hacer traición a nuestro espíritu. He hurgado en los fondos de mi bien abastada y anárquica biblioteca, donde los clásicos rusos ocupan un sitio de prelación. Había un lomo, ya lacio y amarillento, con empellones y desconchados en la cubierta, que al punto me ha traído a la mente imágenes de un fondo retrospectivo y sin cálculos. ¡ Densos y ajados afanes de juventud! He sentido, de repente, como un latigazo y la pregunta retrospectiva de Horacio: ubi sunt? ¿Qué fue de todo aquello? ¿ Dónde está lo que amábamos entonces? Esta inquietante interrogante horaciana es ya, de por sí, un surtidor de  fuerza literaria, motivo de inspiración a lo largo de la historia de la literatura mundial. Quizá, se escriba para conjurar ese enigma de la existencia humana, abocada a un final inexorable, el de la muerte.

 Al verlo los ojos, el alma se me ha hundido en una sima de añoranzas. Hay libros, por aquello que decía San Juan de “ in principio erat verbum “, que fijan el cipo del arranque vital, o comienzo de nosotros mismos. Un título: La dama de los tres naipes y otros cuentospor Alejandro Pushkin, en traducción de Félix  Díez Mateo, Buenos Aires, 1952. Y una fecha escrita en tinta azul, ya muy buida, porque la tinta es sangre del alma, que también ha envejecido, igual que el propietario, acusando las devastaciones del paso de los años, pero que trae imágenes y rostros borrosos a la memoria. Debajo una fecha: primero de junio de 1963. Seguramente, fue adquirido en alguna de las casetas de la feria del libro que se celebran en Madrid cada primavera.

Desde las paginas desfondadas de esta novelita, sucinta, concisa, llena de una prosa misteriosa que ilumina, muy pujada y repujada, como todo lo de Pushkin, pero el lector nunca es consciente del esfuerzo del autor, según suele ocurrir cuando estamos en presencia de un genio, mi propio pasado me estaba haciendo guiños. Hay en la literatura un propósito angélico que es trasegado por el ala mucilaginosa del olvido. Retumban las carcajadas del serafín negro en la tumba de los sueños. Lo inane acaba por imponerse a lo bello. La cosa no tiene vuelta de hoja.  Este cuento, sacado del natural, donde Pushkin, en el origen genial del escribir moderno, afronta, con pluma vívida y  velocísisima impresión del elán vital de cuanto le rodea, refleja lo inane de la vida de un tahúr. Pero detrás de todo esto, se esconde la idea de un destino (sudbainexorable e invencible, que es aquí una mujer: la dama de picas. Es la historia mefistofélica, del pacto con el diablo, a la que sucumbe la vanidad o la impericia de la humana naturaleza.

El mensaje claro, pero lleno de piedad, que proyecta Pushkin aquí, podría cifrarse en que todo es vanidad, parodiando al mataoites mataiotés del Crisóstomo: el amor, la belleza, la salud física, el relumbre y el decoro han de tenerse por espejismo. Siempre acabamos doblando la raspa. El bien y el mal se acaban.


Yo no había cumplido aun diecinueve años. Seguramente, se trata de una de las primeras adquisiciones de mi biblioteca, porque el sueño de mi vida lo configuraba ser escritor. Sabía que mi proyecto existencial se encontraba unido a los libros, fuente de felicidad, supremo y dogal de mis castigos, como así ha sido. El autor ruso hizo las veces de maestro de ceremonias, y en sus páginas, leídas apresuradamente, en largas vigilias de café y tabaco y sueños de grandezas ineludible[”algún día podré yo escribir algo como esto, seré publicado y reconocido”] me hizo la acolada. Con él velé mis primeras armas. Recibiría el grial del ideal caballeresco literario, me abrió el iconostasio de un concepto estético en el cual fui ahondando y adentrandome con los años. Toda la literatura rusa me ha hecho vibrar. La Dama de picas era el primer guiño seductor de la femme fatale.

 Después de Pushkin, vendría Gorki, cuyos relatos me harían llorar, y que devoraba mientras viajaba en el metro. O Chejov, Dostoievski. Andreiev, Ivan Bunin.  Era consciente de que me enfrentaba a un reto difícil. En la Biblioteca Publica de Cuatro caminos me engolfé en la lectura de mis amados maestros rusos. Allí trabé contacto con la literatura en sumo grado. Este primer contacto me llenó de prejuicios hacia otros autores o hacia la novela de otras literaturas, porque pienso, y sigo pensando, que sólo la rusa ha tocado techo desde el punto de vista novelístico. Dostoievski, el gran buceador del alma humana, que acomete sus empresas de imaginación como si fueran paseos psíquicos en el laberinto del corazón del hombre, es el no va más. De esta manera, creía yo haber dado mi primer paso en la gran promenade. ¡Iluso de mí!. Desconocía que el mundo estaba abocado a una tremenda movida, con la inversión e involución de los conceptos estéticos. El canon de belleza iba a ser defenestrado a manos de otros intereses más espurios que concurren al hecho literario. El mercadeo estaba a punto de hacer acto de presencia.  Las etéreas e inasibles musas dependían no tanto de un acto de inspiración sino del determinismo de las cajas fuertes.

Los americanos han creado el éxito de ventas. Inundaron las pantallas de cine y de televisión de basura e implantan en el mundo un sistema político que no tolera la contestación, habida cuenta de su totalitarismo político. En ese mundo de violencia primaria el único héroe sería Buffalo Bill. Un cuatrero nunca podría entender la inteligencia, la sensibilidad, el humor, por ejemplo, de Eugenio Oneguin. Antes de emprender mi andadura, me di cuenta de que mis visiones teológicas y estéticas me situaban al margen de este mundo de pistoleros de la lechigada de Jefferson y Washington, en lo marginal.

Al sentarme frente a un tapete verde en el que habían naufragado al poker las mejores fortunas, sabía de antemano que me lo jugaba todo a una carta. Enfrente de mí se encontraba un ser de rostro sombrío, hocico cabruno y ojos de buey, y una cabeza poderosa como el cimacio de un capitel granítico, peana de las cumbres y de los derrumbes. Era el jefe supremo  de toda la timba, el baranda  del mundo. Ponerse a escribir una novela o a componer un poema entraña este enfrentamiento con las fuerzas oscuras. Uno intuye que va a perder la partida, pero se arriesga. Toda literatura, por humilde que sea e inane a los ojos del lector, pero nunca del autor, es un conjuro contras las fuerzas oscuras. El que escribe asume el papel de demiurgo.  Lo envida.

Para semejante tarea hay que tenerlo bien puestos. Uno sabe de antemano que se compromete a una lucha sórdida y feroz; en muchos casos, sin espectadores. No estoy de acuerdo con la creencia de que la vocación literaria tenga que ver con el deseo del renombre, sino que responde a un anhelo íntimo e irrefrenable de compromiso consigo mismo.

Sin embargo, el lance es fútil. Todo termina siendo un encuentro de whist ante un rival que es un coloso y que, además, juega con las cartas marcadas. Uno querría saber el secreto de esa combinación que nos hiciera invencibles. Esa combinación mágica que se guarda bajo la manga  para ganar cualquier albur la condesa, personaje gigantesco y espectral de este denso y breve cuento del genio ruso, en que se resume el teatro del mundo, y se hace un diagnóstico inmejorable de la vida humana, no es otra cosa que el tres, el siete y el as de corazones.

El relato plantea del dilema eterno de amor y juego. La cruda realidad siempre acaba por desbancar a los buenos propósitos. No entiende de afectos, ni se anda con muchos miramientos en sus actuaciones la madre naturaleza, cuyas pautas de conducta actúan de una forma impávida y sin que el hombre vencido sea capaz de contenerlas ni acelerarlas. Entran  luego en liza el azar. Eso que llamamos fortuna no es más que un capricho de los factores al albur.


Las mujeres de las que me enamoraba yo por entonces tenían que ver con las heroínas soñadas en estas novelas. Al  respecto, recuerdo un despecho amoroso que me acaeció en Oviedo el año 74. Mis velaciones matrimoniales fueron canceladas la víspera de mi boda. No pudo haber fortuna más desastrosa en aquel embate. Sota, caballo y rey. As tres y siete de corazones. Flotaba en la neblinosa madrugada de un domingo otoño el perfil misterioso de la Sota de Picas. La ciudad se desperezaba de su letargo, dispuesta a empezar un nuevo día, cuando yo regresaba vencido. Tuve la desgracia de emborracharme y de haber acabado en la comisaría. Pero esa peripecia la narré en mi novela, crasamente relacionada con esta novelita de Pushkin, Señora Blanca. Todas las obras geniales se caracterizan por esa fatalidad inapelable y profeta. Los grandes poetas no son más que heraldos de ese demiurgo al que tira el guante aquel que comete la imperdonable audacia de escribir, para conjurar sus propios fantasmas y los de los demás, o echar un exorcismo frente a las fuerzas oscuras.

Había sido derrocado por la condesa inescrutable. Vi flotando sobre la mañana, cruzada por las nubes raseras que descendían del monte Naranco la sonrisa aterradora de Gioconda de la Dama de Corazones. Lo que había leído mucho antes había cobrado   carta de naturaleza en mi pobre existencia.

 Recuerdo que en una cafetería elegante de la vieja Vetusta, ciudad clariniana y una de las más literarias de España estaba yo aguardando a mi adorada, cuando esta llegó y vino a decirme que de lo dicho nada. Tenía entre las manos “Historia de una anguila “ de Chejov, en el que premonitoriamente se narraba un caso parecido al que me conmovió hasta los cimientos: una historia de desamor.

Casi no pude creerlo. ¿ Pero cómo es posible Masha - la protagonista de la novela se llamaba como mi desdeñosa dama -¿ Cómo es posible? Abandoné el establecimiento de estampida, dejando atrás el libro en el cual había dejado metidos unos poemas y una de las pocas fotografías que conservaba de mi infancia. Esta pérdida de dos objetos entrañables, aquel libro de Chejov y la fotografía en la cual aparecía yo, niño rubito vestido de marinero, al lado de mi madre y de mi padre, en traje de gala, junto al coronel del Regimiento, en el que servía mi artillero progenitor, la soleada mañana en que se nos concedió una vivienda de protección oficial en la barriada de Valdevilla, la sentí más que las calabazas de aquella ingrata. La suerte se empeñaba en cerrarme el paso. Pero todo estaba escrito con antelación en los libros de mis rusos preferidos, a la vez amados, y a la vez malditos: Chejov. Pushkin, Gorki, Dostoievski.

Aquella mañana había visto dibujada sobre el vaso de la última tónica con ginebra esbozarse el  rictus burlón de la dama de picas, clavándose como un cuchillo en mi memoria. Luego   escuché el golpeo sórdido del destral del leñador que asesinaba al último árbol del Jardín de los cerezos. Regresé a Londres a la mañana siguiente en el primer avión, el alma llena de congojas, y la mente embotada bajo los efectos de la resaca. Un escritor sabe que es muy poquita cosa: un dipsómano de la palabra, o un jugador al que el destino no perdona nunca sus osadías. Con las cartas que barajaba - la más señalada, la de formular preguntas que no son de su competencia y sí de la divinidad, ese misterio cósmico que nos envuelve- reconocía haberme puesto a jugar un tute a la baja. Tenía todas las bazas perdidas.  Pensaba  que los grandes libros trazan la ruta de nuestros caminos, porque están empedrados de mensajes crípticos sobre  porvenir que aguarda a cada cual, y vienen envueltos en un halo de piedad y de ternura infinita. Se trata de una pugna sin cuartel contra el destino. Hay un poder premonitorio en toda gran poesía.

La ironía que despliega Pushkin en esta zdachao novela corta, apunta a desenmascarar ese rostro insensato, cruel y antojadizo con el que nos encontramos al nacer. Saturno, la deidad infanticida, devora a los vástagos de sus entrañas.

 La Dama de las Tres Picas es un “thriller” en el que se conjugan el amor, el odio, la madre que rechaza a su propio hijo, cruel veleidad, que contemplamos a ojos  vistas desde el absurdo de la desdicha. Relata en esta obra del género negro la vida tal cual es, lejos del mesianismo, la aureola que caracteriza a la mayor parte de los escritores rusos. Así y todo, este cuento está rodeado de misterio. Si Pushkin no tuviera ese estilo inconfundible, podríamos creer estar ante una obra firmada por Edgar Alan Poe.


 En la literatura rusa, toda ella cargada de mesianismo, esta particularidad es mayor que en otras. Estudiando a los grandes maestros como Dostoievski, Gogol, Andreiev, Bunin, y demás, se puede casi determinar de forma matemática el hado de los pueblos, porque han sabido calar en el alma humana a la luz de un cierto designio divino. En buena parte, el Cristianismo encuentra en ellos sus profetas mayores, de la misma manera que el Antiguo Testamento recala en Jeremías, Ezequiel, Amós, Isaías o Daniel. Sin embargo, Pushkin, dando de lado a esta veta mesiánica, tiende a la universalidad por encima de credos o de convencionalismos religiosos. Los escritores geniales muestran esa inclinación a la clarividencia, como si recogiesen, por designio divino, el testigo de la profecía.

Nunca tendremos que perder de vista esta configuración del profetismo ruso. A través de algunos de muchos de sus autores (en ninguna otra literatura se registra una pléyade tan vasta y varia como la que presenta el panorama de la escritura rusa a lo largo del siglo XIX), Dios está mostrando a la humanidad sus planes sobre el mundo. Hay quien menoscaba este misticismo alegando que el alma rusa es triste.  Esto resulta, amen de una injuria, un lugar común que pocos de los que la califican a la ligera serán capaces de demostrar axiológicamente.  Pushkin, por ejemplo, es todo ironía y delicadeza. Y el humor compasivo para con las debilidades de la fragilidad humana elevado a la enésima potencia.

Volvamos a la Dama de Picas. He aquí a una octogenaria condesa, que en sus días de emigrante París rompió los corazones de grandes personajes, como Richelieu, jugando a la brisca. Es una consumada jugadora, y posee una combinación avasalladora para ganar al jeu de la reine. Es la dama de corazones que irrumpe con la fuerza de una diosa mitológica. Pushkin en unas pocas líneas nos cuenta la historia misteriosa de esta antigua beldad, que envida y sale victoriosa. Era el socorro de tahures desesperados como Chaplitski, quien hizo caso a la condesa y en una sola noche desbancó los trescientos mil rublos de una puesta.

Vestía a la moda de setenta años atrás, pero, como quien tuvo retuvo, según va el dicho, era todavía coqueta. En escena, y tras el bastidor aparece un joven oficial de la guardia. Está ocultando sus cartas el autor para que el lector en el transcurso de la novela vaya recomponiendo el rompecabezas de la trama. Al final salta la sorpresa. El cañamazo argumentativo nos presenta también a Lisaveta Ivanova, institutriz de la condesa. Hay trazos de descripción homérica, rápidos, certeros. Lisaveta era una criatura atormentada, porque amargo es el pan ajeno y enojoso el camino, cuando hay que subir y bajar escaleras extrañas. Tenía que aguantar a un ama despótica, que era terca y caprichosa, y se rodeaba de una corte de aduladores que engordaba y encanecía a su lado. Tenía que servir el té con arreglo a las normas de la etiqueta, ser para ella señorita de compañía. Para colmo, la condesa, una casa venida a menos, no le pagaban nunca sus honorarios. En Rusia ocurría en la era zarista lo que ahora con los funcionarios de la administración estatal. Pasan meses y meses sin que estos  reciban un sueldo.

La Dama de Picas, orgullosa, fascinante, faceta y acostumbrada a los fulgores del gran mundo, aparece con el papel de madrastra. A Lisavetha le toca desempeñar el de Cenicienta. Espera  la llegada de un príncipe azul, de su libertador. Es Germán, un joven teniente de húsares, y luego se descubre, hijo secreto de la Dama de Picas. De ella ha heredado su afición a las cartas y la fatuidad gloriosa. Seducido por el tapete verde  y por la belleza de la azafata de la condesa. Estamos a las puertas de un romance en el que un hechizo que va a desarrollarse en un ambiente entre aristócrata y diabólico. El mozo había sido arrastrado hacia la casa por una fuerza desconocida. Es el tirón de la sangre, pero en este amor filial hay algo más: una especie de hechizo, y hasta un pacto mefistofélico. Le entrega un billete a Cenicienta. Ella lo guarda.. Era una declaración de amor. “ Era tierna, afectuosa y tomada directamente de una novela alemana, pero Lisabeta no sabía alemán y quedó muy satisfecha con ella”


La pluma de Pushkin es como un mazo en la diestra. Mefistófeles hace acto de presencia tras el biombo del dormitorio de la condesa por medio de Germán, el oficial de la guardia. Está claro que el protagonista es el diablo con su tremenda fuerza que avasalla el libre albedrío y el afán humano. Esta idea va a repetirse a lo largo de la literatura desde Lamertoff hasta Bulgakov y sobre todo en Hermanos KaramazovLos hombres no somos más que fantoches en la mano del destino, se mire como se mire, te pongas como te pongas.

Germán seduce a la infeliz institutriz. La pobre doncella tenía la cabeza a pájaros. Es víctima de su propia fantasía. Había leído demasiadas novelas alemanas.  Cae entre las garras del don juan pequeño burgués. Éste a su vez, comido por la avaricia, está claro que se había propuesto por objetivo no los favores de Lisabeta. Lo que quería era conocer la combinación mágica de la condesa X, de quien desconocía que era su propia madre,  mentor y verdugo a la vez, porque, al revelarle un secreto del juego de cartas, va a introducirlo en los caminos de la perdición. Concibe una treta con su novia para acceder a los aposentos privados de la aristócrata. Se presenta allí una noche después de un baile y le pide la combinación mágica. La pobre vieja, al verse delante del joven, padece un sincope mortal.

Parece ser que hubo un malentendido. El audaz húsar sólo había pretendido asustarla. Pero tiene remordimientos. Sin embargo, una noche de verano, una de esas típicas noches hiperbóreas peterburguesas, cuando el sol nunca se pone, y  que volveremos a encontrar en “Crimen y Castigo”, está triste y desvelado; ve aparecer una sombra detrás de la ventana. Creía que era su asistente que llegaba de la taberna, siempre como una cuba, pero fue a mirar y vio que éste dormía ya la borrachera en el diván del zaguán contiguo. No, no era Nikita. Era un fantasma.

 El espectro de la dama blanca era real y le comunicó su secreto: el as, y el siete y el tres eran la contraseña mágica. Con esa clave podría siempre ganar cualquier partida. Sin embargo, le pide que se case con Lisabeta y que abandone sus costumbres de tahúr y la vida de crápula. Estamos de nuevo ante el famoso pacto del Dr. Fausto:” yo te doy riqueza, belleza, dinero, poder, y a cambio, tú me entregas el alma”. Es un asunto recurrente en todas las literaturas.

 Sólo podría el joven hacer uso de esta combinación recomendada  una vez. Puesto que le puede la codicia, no Germán obedece al espectro y se convierte en una victima de su madre, la Sombra, la Dama de Picas. La idea de aquellas tres cartas del abracadabra pasa a ser en él una idea fija. El húsar, obsesionado por el juego, y por estas tres cartas de triunfo, enloquece.

 Dos cuerpos no pueden ocupar el mismo sitio a la vez, nos advierte Pushkin, remedando las palabras de Cristo acerca de los dos señores. Hay que poner todos los huevos en un mismo cesto.  No se puede servir al bien y al mal.

Su inadvertencia o su desobediencia al espectro, tras una peripecia por los mejores casinos de la Ciudad Imperial, le llevan a la bancarrota y termina en un nosocomio. En su delirio infernal, Germán  no dejaba de repetir el nombre de las tres cartas: el as, el siete y el tres, y con este nombre a flor de labios murió, pobre y olvidado de todos.  Por lo que respeta a Lisabeta a la que había dejado encinta de una hija pudo casarse con el mayordomo de la condesa, y Polinskiy, que hubiera sido el pretendiente ideal pero al que rechazó por Germán - el amor es ciego- se casó con una princesa y llegó a capitán de húsares. De la timba a la tumba. Siempre rendimos viaje de la misma forma. Acabamos todos en ese metro cuadrado del osario. Al nacer participamos todos de un destino común. ¿ Qué fue de ti, Lisaveta? ¿ Cómo es posible, cómo es posible, Masha? La belleza se nos escapa. No resulta factible responder a tantos interrogantes. Sin embargo, la vida es tan bella...   

Pushkin, genio de mi destino, nos ha introducido a todos en el laberinto.

 

 

En el Negro de Pedro el Grandeobra inconclusa, y acaso de  autobiográfica urdimbre, aborda de una forma tajante el racismo, la volubilidad amorosa de las mujeres y la difícil aceptación por los boyardos de un árabe (es posible que Pushkin fuese un abisinio de origen copto) favorito del monarca; estamos ante una historia de amor, lealtad y de celos. Ibrahim, un tártaro,  es enviado a París por el emperador. Allí conoce la vida de los salones y traba contacto con una condesa de la que se enamora. Fruto de estas relaciones es un rorro. Para que el escándalo no se propague y el marido de la dama no se entere urden los amigos del plenipotenciario ruso una estratagema. En el momento del alumbramiento, el niño que es negro es sustituido por otro de blanca tez. Apremiado por el zar, Ibrahim ha de regresar a Petrogrado. El propio Pedro el Grande sale a recibirle en su regreso de París y lo hace hospedar con él y su familia en Zarco Seló. Y, no contento con eso, Pedro lo nombra su favorito.


Ibrahim pasaba los días con monotonía , pero la actividad dio como resultado que no se aburriera. Cada día se unía más al soberano y comprendía mejor su grandeza de alma. El seguir los pensamientos de un gran hombre es ciencia especialísma. Ibrahim vio a Pedro en el senado, tratando con Buturlini y Dolgorgki, juzgando las grandes cuestiones legislativas; en el colegio del almirantazgo , fijando la grandeza marina de Rusia; lo vio con Taphon, Gabriel Budnski y Kopievich, y en las horas de reposo examinando traducciones de autores extranjeros, o visitando fábricas . Rusia representaba para Ibrahim un taller inmenso..

Con ello alude al carácter emprendedor y gigantesco del gran atlante de la historia rusa, Pedro I, y sitúa al protagonista en su verdadera perspectiva del ambiente de época, como privado del arquitecto de la Nueva Rusia. Pushkin nos retrata a un emperador magnánimo, tolerante, entusiasta con las cosas que llegan de Francia, pero consciente de su papel de impulsor de la gran resurrección de su patria, que está, empero, rodeado de una corte de boyardos, que intrigan entre sí.  Debió de vivir el autor intensamente la vida de los salones, puesto que mucho y bien conoce el carácter femenino. En su afición a las modas, en su trivialidad mundana.

Con mirada de águila parece intuir la debacle de lo que se llama en occidente la “prensa rosa”, basada en el cotilleo y los convencionalismos y los últimos romances cortesanos. Es pesimista acerca de la mujer, siempre tan cambiante en cosas relacionadas con el afecto, y de una gran capacidad para el disimulo. Pero esta misoginia no le impide decir que estas cabecitas locas sean la sal y la pimienta de la vida. Sólo por amor merece vivirse.

La acción se nos queda in medias res, cuando el moro Ibrahim, un personaje que nos hace pensar en Otelo, regresa a Petesburgo y a propuesta del propio zar pide la mano de la hija de un boyardo, en el cual encuentra reticencias.¿Qué pasó de la condesa X? Al principio, llegan de París cartas apasionadas, pero el gran incendio de pasión en esta relación adulterina poco a poco se va enfriando, hasta no quedar ni siquiera rescoldos. La condesa , y esto lo sabe a través de su amigo, Korsakov, encontró a otro.

Aborda, asimismo, con esa clarividencia del genio para intuir problemas universales de monto, como es el de la paternidad biológica. ¿Qué hacer si nuestra mujer da a luz un hijo negro ? Parece ser que debió de haber sufrido esta tragedia el propio  Pushkin, muerto en un duelo por salir en defensa de su honra, una honra y un honor que, para desgracia nuestra, emplazamos los hombres de la cintura para bajo, en las partes menos nobles de nuestro cuerpo, a los treinta y ocho, sobre sus propias carnes. Siendo él de raza bereber, estuvo relacionado con dos mujeres. Una le dio una hija de color trigueña y la segunda - esta sí - parió ocho mestizos o cuarterones, que llevaban la firma genética  del padre. En el primero de los casos, las dudas, conducentes a la irrisión, son flagrantemente  espantosas. Pero así es la condición humana.

No podemos cotejar este dato del todo, porque la vida sentimental del autor fue siempre turbulenta, pero lo que sí se puede garantizar que esa mezcla de razas y de colores en el tálamo nupcial fue el problema de uno de sus abuelos. Hoy se habla de “melting pots”, de “limpieza étnica” y del “juntos pero no revueltos”. La raza blanca, predominante en las diferentes culturas que conocemos, ¿ está llamada a desaparecer?


Como procedente de origen africano al gran escritor ruso no se le podía ir de las manos esta interrogante. Hay que decir que su visión acerca de este contencioso de tanto momento no se parece al de ningún autor eslavo. El enciclopédico ilustrado ya estaba dando las pautas del acontecer en las relaciones inter étnicas. Es una pena que no le diera tiempo a terminar esta novela, tan trabajada y pulida no solamente desde el punto de vista literario, sino también histórico. Se documentó en un antepasado suyo, un esclavo egipcio que manumitido por el zar fue enviado a Paris. Allí participa en la guerra de Independencia de España al lado del invasor francés. Vive en París una gran aventura con una dama noble. El marido nunca llegó a enterarse de esa relación que dio su correspondiente fruto, pero la pericia de ayas y de amas de cría hizo que se permutara al hijo del negro con otro de color huerito, y aquí paz y después gloria. Regresa a Petrogrado, pero su nombramiento como privado del monarca parece ser que despierta envidias y recelos entre los boyardos. Ahí concluye la novela.

 

 

 

Si las novelas de Dostoievski son como peregrinaciones al mundo del subconsciente, y de la misma manera que Gogol fabrica esperpentos, o de la pluma de Gorki surgen salmos sin parar, y Chejov compone sonatas, las obras de Pushkin asemejan oberturas, que conducen a la gran sinfonía total. Su prosa y su poesía rezuman una magia iniciática, algo inasible, que es música, pero también especulación profética. Su palabra se cumple y es por esto por lo que sus escritos no han perdido lozanía y se muestran vivos y palpitantes. Están de plena actualidad al cabo de dos siglos. Esta preeminencia, en virtud de la cual los poetas gozan en cierto modo de la sabiduría divina, avizorando el porvenir y los arcanos de la historia y de la psicología humana, es algo que las musas reservan a unos pocos elegidos.

Él mismo debió de pertenecer a alguna sociedad secreta. Esta filiación masónica sale a la palestra en otra extraña composición corta, El Atauderouna especie de danza de la muerte dieciochesca, o sottie medieval, al estilo de François Villon, o de los laberintos de fortuna de Juan de Mena, en el que el humor de un fabricante de catafalcos, un oficio en el que no suele haber paro, triunfa sobre el macabro espectáculo de los muertos resucitados. Este cuento sigue la línea fantástica de la novela gótica. Adrián Pjorov es invitado a la fiesta por su vecino, un zapatero alemán, por nombre Schultz. Al pobre fabricante de cajas le falla sólo una cosa: su falta de sentido del humor, pero los muertos parece ser que gozan de excelente salud y  tienen buena memoria. Así el primer usuario de uno de esos pijamas de madera que él fabricaba, un sargento de artillero al que vendió un féretro de pino haciéndolo pasar por uno de roble, acude a echarle en cara su ingratitud.” Remuérdame: soy tu primer cliente. Me enterraste en 1799 en una caja de pino y me hiciste pagar una de roble. ¿Por qué lo hiciste, Adrián Pojorov, bribón? Eres un bellaco”. Todos los muertos que se daban cita en aquel corro secundaron las palabras del sargento, recriminaron terminantemente al ebanista de la última manda  su mala acción He  aquí que éste perdió su presencia de animo ante la demanda del sargento Kirikuñin, su primer cliente, al que recordaba al cabo de tantos años.  El fabricante de ataúdes se siente confundido y humillado, para, al despertar, darse cuenta de que todo no había sido más que una pesadilla que aquejaba al buen artesano de últimas voluntades. Un sudor frío bañaba sus sienes.

Sucede con frecuencia: a veces la realidad supera a la fantasía. Los muertos que nunca se quejan pueden rebelarse ante la avaricia, la cólera y la crueldad de los vivos. Saldrán de sus sepulcros para zarandear por la solapa a los asesinos y gritarles:

- ¿Por qué lo hiciste, hermano? Ningún mal te inferí y tu viniste a derramar mi sangre inútilmente.

Es la eterna queja del justo Abel ante Caín, el homicida.

 Ojalá, voto a bríos, que ese desvarío onírico que aqueja al personaje de Pushkin la tengan hoy en mente los gerifaltes otanianos que están dando tanto trabajo a los enterradores de Belgrado, Kosovo y Metopia, para que sus crímenes  de lesa humanidad pesen sobre sus conciencias. ¡ Así revienten los tiranos!

De ordinario, Pushkin escribe con un guiño pícaro en los ojos para el lector, que refleja su gusto por la vida al tiempo que trata de presentar una visión irónica del mundo. Al igual que Cervantes, al que imita en su tolerancia y en su compasión, su objetivo no es la carcajada, sino la sonrisa. Para reír a mandíbula batiente, hemos de acudir a Quevedo o a Gogol.  Entrambos ofrecen un inquietante paralelismo, que merecería el interés de los especialistas en literatura comparada.

Sin embargo, reiteradas veces remonta el vuelo, alzándose hacia las cimas proféticas del Águila de Patmos. Los grandes escritores no solamente saben definir el carácter de una raza o de un pueblo, sino que también atisban su porvenir. Modulan estereotipos universales. Sus hormas valen no solamente para un solo país sino para la humanidad entera.


En tal sentido, no deja de ser reconfortante a la vez que misterioso releerlo en estos tiempos de guerra, cuando, con un empecinamiento y tesón de pesadilla, los aviones otanianos martirizan Yugoslavia. Hay que volver a inventar palabras en el diccionario, porque la escena de la capital Serbia bajo las bombas  recuerda el rostro crucificado de Coventry. El coventrizar de 1941 se parangonan con el “belgradizar” de esta ultima primavera del milenio, colofón de un siglo cruel. ¿Se dieron cuenta ustedes que el fin de este siglo consta en sus siglas de un 666 al revés? Hay funesto en el guarismo. Han llegado los apóstoles de la cruz invertida. ¿Será esta la hora de las tinieblas que nos anticipó Jesucristo en el Huerto de los Olivos?

 El cuatrero Clinton asesorado por esa nueva Semiramis de la venganza, que se llama Magdalena Albright, y el manso y tornadizo Solana, con la asistencia de ese acólito con cara malvada, presente en las comparecencias y ruedas de prensa, ya tan rodadas de Bruselas, que se llama Jaime Shea, y al que yo llamo el chusquero de Dagengham, pues su acento no puede ocultar que debió de nacer en Romford o en alguna ciudad dormitorio al Este de Londres, nos asedian y entristecen con sus eufemismos y patrañas sobre bombardeo filántropo, guerra humanitaria, escudos humanos, paz armada, fuego amigo, solidaridad encarcelada, refugiados, que, como no son personas sino cifras para un suma y sigue macabro o pretextos para cebar una causa descabellada, y todo ese doble lenguaje anfibológico, lleno de trampas y de añagazas, que, en boca de los aliados revalida los principios de Goebbels, ministro de propaganda hitleriano, de que una mentira repetida mil veces se convierte en dogma de fe, y que la maldad puede llegar a ser bondad axiomática. Me abruma esa continua y descarada distorsión de los hechos objetivos, y el cínico doble lenguaje de los esbirros de Yugoslavia.

 A los que han violado el derecho de gentes, y bombardean Prístina, la suerte de los kosovares, por la que dicen haberse alzado en armas, les importa un ardite. Es a hundir Europa y a convertirla de nuevo en campo de Agramante, mediante el enfrentamiento de Rusia y Alemania, a lo que juegan. Su coartada es la idea de vengar a unos pocos turcos cuyos fueros dicen haber sido conculcados por Belgrado. Pero el objetivo más allá: la destrucción de Europa. Para ello han recurrido a la alquitara de las luchas étnicas, los nacionalismos, la creación de un estado de tensión general que degrade la convivencia entre las regiones. Hay mucho de alambique sociológico de recetas preparadas de antemano por el Pentágono. Dentro de esa envoltura triunfal se esconden muchos caramelos envenenados.

 Los que exterminaron a todos los sioux y a los apaches de América del Norte se alza ahora en campeones del mestizaje cultural a través de un vocablo tan malsonante como apocalíptico: la limpieza étnica. Que suena a detergente ,a camara de gas y a morgue. No pueden sosegar. Tienen que estar todos los días poniéndonos cadáveres sobre la mesa. La muerta está servida, mi general Clark.

¿Nunca sabrán entender que Pushkin era un criollo y fruto serondo  de la cultura del mestizaje o fusión de razas, que ha sido la característica del cristianismo ? Rusia y España, dos naciones acostumbradas a vivir en la frontera, situadas frente al islam y frente al turco, y que forjaron su destino mirando hacia la cordillera del Atlas o hacia el Caúcaso, saben muy bien que esta es una cuestión delicada en la cual ciertos errores o condescendencias se suelen pagar con alto costo de sangre. Sin embargo, los hijos de Buffalo Bill se empeñan en balcanizar el Viejo Mundo. Un antiguo  refrán español enseña que conviene la armonía y que “hay que vivir juntos pero no revueltos” y los españoles sabemos por excepción que el musulmán no se integra y que trata de imponer su religión y sus costumbres adonde quiera que va. Acaso de lo que se trata es no ya meramente de conseguir que Europa sustituya los minaretes de las mezquitas por las espiras de las catedrales góticas sino de tornar la cruz del revés.

Estamos a las puertas del siglo XXI en los preludios de nuevas y terribles guerras religiosas. 


¡Oh, Jimmy Shea, deja de atormentarme con tus frases que son pedruscos, y tu retórica encendida, de una contundencia tabernaria ¡Oh, William Clinton, macarra de Kansas City, en vez de hacer una guerra lo que en realidad te convendría es una visita al urólogo!  ¡Oh Magdalena, la del culo en pompa, la nariz ganchuda, la pierna garrida y toda la saña del sanedrín en la mirada, aunque digas haber venido al mundo en Checoslovaquia, ya se te pasó la edad de lucir escotes y pasearte por el Pentágono en minifalda, porque nunca dejarás de ser una paleta de Praga, Mesalina insatisfecha, cruel, ninfómana. No alces tu mano cainita contra la cara del pueblo serbio, que es también pueblo de Dios, y que es también Israel, ¿oíste? Échate a temblar ante el brazo del Todopoderoso. Te quedan pocos meses. Un cáncer te roe la matriz. Dos pólipos enormes te están royendo las entrañas. Arriba se está preparando para ti, ramera malvada, la hora de la venganza. Has de hacer penitencia. 

 A Solana ni lo miento, porque es el hombre gris, el perrillo de aguas que ladra bajo las patas del dogo, manso, traidor, tornadizo, una peligrosa insignificancia, cumbre de la ambición, y sobrino de aquel eminente don de Oxford al que llamaban “tonto en siete idiomas”, pues su tío abuelo, don Salvador de Madariaga, era la vera efigie de don Opas, un verdadero judas a la hispana.

Ninguno de estos  personajes de la trinca infame, que golpea con nubes de fósforo y trilita, y suelta de las panzas de los B52 cargas radiactivas sobre guarderías, manicomios, escuelas, hospitales e incluso cárceles, o destruye los hermosos puentes sobre el Danubio, debe de haber leído una novela tan impresionante, por el lenguaje, o las matizaciones psicológicas sobre todo en lo que se refiere al corazón de la mujer ( y en él late el corazón de los pueblos, aunque se diga que las damas no tengan bandera) como Eugenio Oneguin. Los matones no leen. Sacuden, matan, bombardean, pero creo que cometen un error de bulto al menoscabar a Rusia y a todo lo ruso.

Tal vez estén hipotecando su propio futuro con tanta jactancia, pero les convendría enfrascarse en la lectura de este gran escritor que sólo vivió desde 1799 hasta 1837 y murió en un absurdo lance de honor. Nacido  tal día como hoy, un 26 de mayo, de hace dos siglos[6] pero que, pese a lo corto de sus días ,vivió muy intensamente y su pluma y su mirada entendieron el mundo y supieron calar hondo en los misterios de la condición humana.

Con no ser un escritor político, ni patriotero, es la esencia del patriotismo, aunque para entenderle del todo quizás tenga que ser ruso y habitar esa maravillosa lengua por él inventada y recreada, porque fijó con la calidad de su estilo lo que hoy se considera ruso moderno. Bajo sus auspicios llega a alcanzar una perfección homérica. Tampoco conviene dar de lado al poder premonitorio de su escritura. La escritura pushkiniana está trascendida de esa clarividencia, que  debería llamar la atención de los que pierden la piel del oso antes de cobrarla.

Mejor que nadie Nicolás Pushkin supo penetrar en el enigma del alma eslava. Rusia es como una “matrioska”. Debajo de una figura se esconde otra, y otra, y otra. Es el misterio de la Dama de Picas. Nunca se llega al fondo. En Roslavlev, un cuento ambientado en las guerra napoleónicas narra la historia de una jovencita afrancesada de Petesburgo  admiradora de todo lo europeo, que lleva una vida disipada de modas, saraos, bailes y salones, amoríos. Sin embargo, cuando las tropas del general Bonaparte entran en la capital, se apresta a la defensa contra el invasor gabacho -un caso muy parecido al de Agustina de Aragón- y se enamora de oficial caído en Borodino. Son los propios moscovitas los que prefieren la muerte en holocausto antes que rendirse ante el sitiador extranjero y son ellos mismos los que pegan fuego a su querida capital. La historia de Polina, que así se llama la heroína, concluye con una advertencia profética sobre la capacidad de sacrificio del pueblo moscovita, aparentemente indolente y derrotado, pero que, de repente, espoleado por alguna causa exógena, se crece como enardecido y transformado por la llama de un fuego sagrado:

Es posible -dijo ella-que Sinecure tenga razón, y que el incendio de Moscú sea obra de nuestras manos. En tal caso, yo me enorgulleceré siempre de llamarme rusa.¡Todo el mundo quedará atónito ante la magnitud del sacrificio! ¡Jamás Europa se atreverá ya a luchar con un pueblo que se desgarra con sus propias manos e incendia su ciudad!”  


El párrafo tiene una vigencia perentoria en el día de hoy. Si volvemos la oración por pasiva, Moscú puede ser perfectamente mañana lo que hoy es Belgrado. Las enseñanzas de esta pieza narrativa del vate  debieran de disuadir a los Napoleones y Hitler de turno a cualquier despropósito o aventura militarista. Que se aten los machos, que se lo piensen dos veces. Rusia posee un alma fuerte y robusta, y Rusia es Pushkin, un inmenso Volga cuya navegación no encuentra confín. Se sabe depositaria del destino de la humanidad, porque siempre fue guiada por un afán mesiánico y redentorista. Sabe que la violencia y la fanfarronería no es más que un síntoma de debilidad (los americanos se han dedicado a hacer la guerra y molerle las costillas al prójimo porque son un pueblo sin apenas historia y con demasiados complejos y tratan de disfrazar en matonería su flaqueza). Suelen actuar con nocturnidad y alevosía, llevando la guerra siempre lejos de sus fronteras, para que no les salpique la sangre de sus propias víctimas. Es la enseñanza que se saque del análisis de su cobarde y maquiavélica conducta en las dos conflagraciones mundiales del siglo que acaba.  En esta de Yugoslavia parecen haber cometido un error de bulto al precipitarse.

No convendría tampoco exasperar a Rusia, porque el tigre en letargo puede  despertarse y sus garras son poderosas y su casta tan valiente que no vacilará en desgarrar su propia piel antes que entregarse.

El arte de la novela rusa, de la cual Pushkin es el puntal señero, parece en desacuerdo con aquella teoría de que la literatura ha de encauzar sus pasos por un trazado previsto, convencional y escéptico, distanciado de su objetivo. Ha de ser la literatura mansa y subsidiaria del poder, ora mediante el panegírico a los valores del sistema o mediante la evasión, y, en último término,  pesimista sobre la condición humana y su futuro.

En los rusos, por el contrario, palpita un aliento espiritual, profético, algo relacionado con el carisma divino y el Evangelio. De ahí que autores como Pushkin, de escasa raigambre o convicción religiosa en apariencia, resulten antenas señeras del pensamiento  cristiano, optimista, regocijado y lleno de alientos. No se propone en sus libros ser mesiánico, y, sin embargo, nunca deja de serlo. Propone al mundo un programa de salvación mediante la palabra.

 

Antonio Parra Galindo

23 de mayo de 1999

 

Escrito en Madrid, en homenaje al gran autor, con motivo de cumplirse su bicentenario.

 

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But could she be trusted? How Gael Greene altered the course of restaurant criticism

A black and white photo of a woman wearing a black floppy hat.
Gael Greene, in 1971, often wore hats to photo shoots to avoid being recognized when approaching restaurants to review. 
(Ray Stubblebine / Associated Press)

Bill Addison considers the legacy of legendary New York magazine critic Gael Greene, who died Tuesday at age 88.

For several years before catching my first break as a restaurant critic in 2002, when I began writing regularly for an alt weekly in Atlanta, I made a practice out of learning the form. My means of study sound like an absurd relic now: I filled a thick binder full of restaurants reviews, written by the country’s most compelling critics. I printed them off the Internet, pre-paywalls, often when I was bored at temp jobs.

Among my study material was a piece I returned to many times for its sweep, intelligence and boldness. It published in 2000 with the headline “Gold-Plate Special,” a review written by Gael Greene, who had been New York magazine’s critic since 1968.

Greene, who died of cancer Nov. 1 at age 88, was one of the masterminds of modern restaurant criticism.

Greene crafted dining reviews into a literary form. She came to the job at a time when straightforward observations of an establishment’s food, atmosphere and service, smattered with wit and the occasional scathing invective, defined the genre. She was a reporter but also frequently made herself a character. Her prose was unapologetically lush; she was a proud sensualist who wrote two erotic novels during her career. In her reviews, barbs often landed like the well-made beurre blanc she must have eaten so often in the days of New York’s French-dominated gastronomy: vinegary, suave and cohesive.

Take the “Gold-Plate Special” essay. It a was critique about Alain Ducasse at the Essex House, but also a broader social narrative around the famous chef’s entry into the Manhattan dining world. The piece details several meals but equally traces the arc of the restaurant’s reception by New Yorkers. What began as starry-eyed public fawning — among the circles that cared about such arrivals, anyway — had descended into general incredulity over the exorbitant prices and uneven food.

The consensus seems to be that the sex crowd didn’t think there was enough sex and the food crowd didn’t think there was enough food.

— Gale Greene, on her memoir

Greene’s review is 4,000 words, nearly four times the length of a standard review, then and now, and a testament to the space that magazines would still give writers at the turn of the millennium. Yet the piece glides. The insults are amazing. A roulade of sole is “pathetic.” She says of a rye tuile flavored with sun-dried tomato and Parmesan and presented with much flourish: “I taste another just to be sure. It’s not even a big nothing. It’s a small embarrassing nothing.”

When she does finally love something — a pear dessert? “I’m in a waltz now with Fred Astaire. I’m cuter than Ginger, sexier than Rita, more graceful than Cyd.”

In the center of the piece, she details an in-person breakfast meeting she has with Ducasse. She writes: “‘You are the talk of New York, Alain,’ I begin.” She tells us he grins at her words, but the reader is already wincing and maybe chuckling a little meanly. This isn’t going to be pretty.

Greene was born in Detroit. She worked as a reporter for the New York Post and freelanced for Cosmopolitan, Mademoiselle and other publications before being hired by New York magazine, where she held the position of restaurant critic for 40 years. When Adam Platt was given the title of critic in 2002, Greene wrote a part-time column for six additional years. She was laid off in 2008.

“It was narcissistic shock: moi?” she told the New York Times then of the news. “I thought I was a brand at New York magazine.”

Between those two seismic shifts in her professional life, she wrote a memoir, “Insatiable: Tales From a Life of Delicious Excess,” published in 2006, and maintained a website, insatiable-critic.com, where she cached many of her most memorable reviews and continued writing dining dispatches until 2020.

In her memoir, she described tours of duty through France’s Michelin-starred restaurants and revealed a dalliance with Elvis (who, she said, asked her to order him a fried egg sandwich from room service) as well as affairs with Burt Reynolds, Clint Eastwood and some of the chefs whose restaurants she critiqued. She defended her editorial decisions by disclosing the relationships in print, as in the 1977 review “I Love Le Cirque But Can I Be Trusted?”

“The [memoir] didn’t do as well as everyone hoped it would,” Greene told me over lunch in New York in 2016. “The consensus seems to be that the sex crowd didn’t think there was enough sex and the food crowd didn’t think there was enough food.”

I was Eater’s national critic at the time and had started a passion project — an oral history of the women who led the way in American restaurant criticism — that I’m sorry to say I‘ve never completed. Greene was famous for her collection of hats; she wore them at public events and when she was being photographed, so that when she went hatless on reviews, she reasoned, she was less likely to be recognized.

I had met Greene on a couple of previous occasions and always felt awed by her ebullient grandness. She would toss her head back when she roared her husky, knowing laugh.

Restaurant criticism is a strange, singular, necessarily changing and sadly disappearing profession. Lifers in the field will likely cease to exist, and there are strong arguments why that should be the case. But Greene was a live-out-loud force whose path, even as she blazed it, vanished behind her. I trust she would not mind me sharing that during lunch in 2016 — over risotto and roasted salmon at Lincoln Ristorante, her choice — I sensed she wondered about her place in the world. She was buoyed by her work with Citymeals on Wheels, an organization to help feed New York’s homebound elderly that she co-founded with James Beard in 1981. Citymeals delivered more than 67 million meals during her lifetime.

Did she feel adequately recognized for her contributions to American food writing? I can’t say. Over a few bites of gelato at dessert, I told her about my binder and quoted a couple of lines from “Gold-Plate Special,” and she bellowed her laugh. I hope she took in my gratitude.