2021-03-12

EL SEMINARIO VACÍO TEXTO INTEGRO DE MI NOVELA

 


NOS ENCONTRAMOS DESPUÉS DE MEDIO SIGLO

 

1

 

A

llí estaban todos los de la lista, pero aquel día el prefecto don Eloy no pasaría lista. Estaba criando malvas, y hacía medio siglo que había sonado la gran desbandada. Pero los nombres seguían retumbando en la memoria, lo mismo que las voces, renuentes a envejecer, mientras el tiempo había borrado sus caras. Los apellidos traían el eco de la infancia y allí estaban Prelatus, Tirso, Heliodoro, Domiciano, Alarico, Zósimo. Eutimio, Cansino, Segundo, el Flemas, Filemón (el que olía mal), junto con Publio que había venido con su señora, y el más alto de todos, el gastador del curso, un tal Pulido, nuestro pívot, que era del pueblo de los dulzaineros, y tan alto saltó que hizo canasta y llegó a cura. Me contaba éste casi con lágrimas en los ojos que le había ordenado Fray Daniel uno de los últimos grandes obispos que tuvo aquella heptarquía visigótica. Estaban también Flavio, Fonseca, Liborio, Constantino, Fuentetaja y Rigoberto Remiendos (que siempre estaba de luto pues un año se le moría su padre otro un hermano y al siguiente un tío cura, total que siempre con la banda en la bocamanga o en la solapa y el gesto compungido de no somos nadie, que en el cielo lo veamos,  y resignación, ¡qué se le va a hacer!… salud para encomendarle… eso se decía.

El Elías (nos la lías, que para unos era el Morritos por su labio belfo, y para otros, el Morgueras o Berretes, y que era de por ahí, de hacia los castros; de Castrojimeno, Castro de Fuentidueña, o Castro Sarracín, no lo podría en este momento decir, lo que sí puedo afirmar es que tenía los labios muy gruesos y al hablarte siempre a voces entornaba un poco los ojos, y levantaba un poco la nariz respingona. Pues éste se enseñó a leer él solo cuando andaba con las ovejas, lo que tiene su mérito, oiga.

La lista sigue con Velasco y todos: Lovingos, Frumales, Porreros, Aldeorrio, éste vestido de cleriman, muy en plan capullo y del Opus, y al que yo cobré cierta tirria, desde que arreó un castañazo al pobre Quevedillo que por poco lo esloma y debía ser uno de esos curas violentos que se lían a patadas contra los monagos en la sacristía y que enseñaban el catecismo a testarazos.

Venía después un tal Viseras, muy pundonoroso y muy guapo con el pelo blanco que había llegado a jefe de un banco pero era del pueblo los trillos y de los tratantes; esto es Cantalejo, que una vez le dije a mi abuelo que quería irme a los frailes a estudiar y él me contestó:

- Hijo, te alabo el gusto pero no has de estudiar para tener sino para ser y para que no te engañen los cantalejanos que algunos son muy zaínos.

-Como el tío Antonino, por ejemplo.

-Pues claro. Ese pájaro le vendió a tu abuela Leonides un mulo viejo por muleto y encima era cojo.

-Es que el tío Antonino era un poco feriante y mira que usted nos dio guerra con lo de la mala venta todo el santo año. ¿No le miró a los dientes ni le metió el puño por los ijares como hacen siempre los gitanos?

Yo pasé largos ratos de mi infancia hablando con el padre de mi madre, y aprendí mucho de caminos y de alcores, de cómo el trigo encaña, y de viñas, de piedras y de ermitas románicas, en un halo de palabras viejas que ya no se pronuncian en Castilla. A mí abuelo le llamaban el Andao o entenado porque era fruto de un matrimonio en segundas nupcias. Se ufanaba de ser quinto del Rey Alfonso XIII, y me contó más de una vez cómo quisieron casarle con una que a él no le gustaba, porque entonces los matrimonios se ajustaban como los agosteros, y se vino a pie a Madrid y trabajó excavando los túneles del metro a pico y pala.

 Él fue mi mejor maestro de gramática parda y sabiduría de calle, era adusto y axiomático como un adagio latino y tenía la testa grande como un tribuno romano. Un sabio era mi abuelo pero aun bueno y justo como los rancios castellanos. Y se me quedó muy grabado lo de estudiar para que no te engañen los tratantes. Muleteros y trilleros. A la astucia se la vence con sus mismas artes; con la astucia. Era un pueblo que deba muchos curas mas casi todos se salieron. Se hicieron maestros, catedráticos y algunos militares. Los de Torreadrada ni van a misa ni dan cebada porque se les hundió la iglesia y cerraron todas las casas. Buenos chorizos Cantimpalos daba. Membibre para molinos. En Frumales, pejugales, en Lovingos, un respingo, y en Valtiendas (para que me entiendas)  Fresno de Cantespino (el pueblo del nombre más excelso o  bonito por el nombre que por lo demás era uno de tantos, en todo Castilla), pero aun, cuando paso por allí escucho los trinos de los jilgueros por las obradas. “Cantespino, canta en las ramas del espino… el ruiseñor se oculta entre las ramas de pinchos del escaramujo y también trina en las tardes largas. Cantespino es el nombre de mi lugar bello”.

 Faltaban los de Campaspero que son de aquí te espero. En Cabezuela para botijos y en Fuenterrebollo como su propio nombre indica para maimones y bollos. A Tejares no subas por san Mamerto que lo mismo te cantean. De allí venía un zapatero que era cojo  y que nunca faltaba a las fiestas y funerales a merendar con los señores curas que menudas juergas se corrían de puertas adentro, según mi tío el sacristán me contaba.

 Tenía el zapatero de Tejares, que `de primeras era republicano y luego se hizo de la Falange, un burro yeguato que se espantaba cuando cambiaba el aire que atendía por nombre tan pretencioso como Impiger al que el cojo que era muy grandón le pegaba muchos palos cuando subía muy tieso de merendar en las bodegas con el clero. De Tejares ni los peales, decíamos los de Valdebriga que está en un hoyo y los del anejo en un cotarro muy empinado que allí parece que les da bien el aire, y está claro que con los de mi pueblo no se llevaban bien. Por las fiestas salíamos a palos y, dicho esto, creo haber hecho la ronda de las treinta lugares de la comunidad de villa y tierra.

 Habían venido todos en representación de los pueblos de la diócesis, una de las más antiguas de la cristiandad y que dentro de la Iglesia española conservaría su personalidad, el sello propio.  Pero a lo mejor las prevenciones que hago referentes a todo aquello quizás se salgan de contexto y yo riegue fuera del tiesto al escribir con cincuenta años de retraso aquellos acontecimientos, porque con las glorias se nos fueron las memorias. No encontraba ni me reconocía en los rostros de aquellos viejos que crecieron en mi compañía y fuimos niños a la vez.

Éramos los curillas, con nuestro bonete, la abolla y la sotana que cortó Blas Carpintero, cada uno con nuestros propios nombres y nuestros motes que no habían de ser tomados en un sentido ofensivo sino que había que aceptarlos con paciencia y con sornas; como una caricia verbal en el seno de la aguerrida estirpe de los arevacos.  Elías- nos la lías- tenía una cara antigua de púber romano pintado en las catacumbas de san Calixto, el pelo hirsuto, como prosa sin peinar, los dientes largos.

 A la legua se notaba que procedíamos de los romanos que no pudieron domarnos pero nos dieron una lengua y una cultura. Filemón siempre lo recuerdo corriendo con sus albarcas por el patio. Veníamos a que nos desasnaran y no sé si lo consiguieron aquellos buenos sacerdotes operarios diocesanos. A mí me llamaban Accipiter, el gavilán en romano y los que me pusieron ese nombre  en verdad acertaron con las cejas arqueadas y como circunflejas el perfil en pico y un poco como la corneja era el semblante de algunos de mi familia. Esta ave de presa gusta de las soledades y cazar en solitario, vivir a sus anchas sin que nadie le mande y su vuelo por lo general es altanero y majestuoso aunque sin el empaque del buitre y el águila. No es carroñero el gavilán. Ni ataca en manada. Vive y deja vivir tomando de la naturaleza sólo aquello que necesita para su sustento: múridos, serpientes, alguna gallina. A mí también me ha gustado planear silencioso por las soledades, ir a mi aire. Unos dicen que tengo mucha personalidad pero otros no soy más que un gilipollas, poco oportunista, que nada contra corriente, pero voy a ser por una vez el cronista de tales anales de mi infancia perdida de una seminario vacío, la puerta cerrada, y de una iglesia y de una España que no los conoce ni la madre que los parió.

Pero el Berretes no vino a la convocatoria y yo tenía ganas de darle un abrazo. ¿Ondi andará? Unos dijeron que se había muerto. Otros que marchó misionero al Congo, casó con una negra o con varias negras, pues se convirtió al Islam, que le dieron una tribu de hijos, algunos de ellos cuarterones, mulatillos  o entreverados. La mayor parte de los que optaron por esa decisión misional como Lovingos que partió a la Argentina se secularizaron. Allí contrajo matrimonio con una monja del país. Mira, todo queda en casa. Hacía un viaje a España todos los años y era uno de los veinticuatro. Me impresionó por su presencia de animo esto es tranquilidad y por el pelo negro mazorral sin una cana. Era la cabeza más bella del grupo. A todos los demás se les había caído el pelo. Por ejemplo, Remiendos lucía una perfecta y bien trazada calva de padre de la iglesia. Su pelona era profética pero estaba podrido de millones el tío porque había caído el gordo en su pueblo y él era uno de los agraciados. Se las daba de ser muy franco y sincero pero aquel extremo de su fortuna en el juego de la lotería no se compadecía a carta cabal con su personalidad. Doble lenguaje y doble rasero. Fue el que dijo Accipiter escribe en un blog franquista y se lo comunicó al grupo de comensales. Fue un poco desagradable: yo no me esperaba tal puñalada. Pero en aquel caserón nos enseñaron bien a fingir y a hacer la maula.

-Bueno y ¡qué! Sólo he tratado de reuniros que volviéramos a ver hic et nunc y no esperar al Valle de Josafat.Illic et tunc ()

-Sigues siendo igual, el mismo idealista de aquellas veces y mira los tiempos han cambiado o por lo menos son diferentes.

- Alguien tendrá que poner el cascabel al gato. Uno habrá de dar el paso al frente – adsum, presente- y proclamar la verdad.

Todos se quedaron de un aire y me miraron incrédulos esbozando una sonrisa de autosuficiencia compasiva. Fue muy extraño pero el vino no era malo y opté por echarme a los brazos, pecador de mí, del cruel y traicionero Erifos. Porque Aldeorrillo estuvo muy pugnaz cuando le fui a dar la mano:

-Mira éste. Tiene miedo.

-Yo ¿miedo?

Y me di la vuelta no sea que provocase un sonoro y fuésemos a tenerla pero, ya digo, el vinillo era bueno y pasaba bien con el tostón que por la comida, que pagamos por barba 30€ lo que tampoco estaba pero en conjunto el concilio fue una especie de fiasco. Tal vez me hubiera hecho demasiadas ilusiones.

-¿Quieres te pegue otra ostia como antaño cuando le cutiste al pobre Quevedillo el más pequeño del curso, un renacuajo? Sigues como siempre un abusón, “Cambea”. Si quieres que echemos un pulso...

No dijo ni sí, ni no.

Se marchó antes del café haciendo gala el presbítero de la mala educación –ay, esa soberbia de los curones émulos de los viejos inquisidores que siempre creen llevar razón a golpes con su lema de sostenella y no enmendalla- desde que cambió las albarcas y la cayada por el bonete y la sotana. El incidente contribuyó al ambiente tan enrarecido en el que transcurrió nuestro concilio y todo por culpa de aquel antipático cura del Opus que era de los más torpes del grupo y al que don Ciro había bautizado con el apodo de Haedus o cabrillo pero que para mí seria para siempre el Cambea. ¿Qué habrás hecho en todo este tiempo, perillán, aparte de berrear en el coro y picotear en el refectorio yendo las mañanas al banco después de decir tu misa y desayunar? Haedus se fue a su majada y por poco me amurca pero Publio se sentó al órgano y nos interpretó una fuga de Bach. Era el músico del grupo, capaz de solfear al revés. No cambiamos, vamos. Nada cambea. Traté de trabar conversación con el bueno de Publio pero imposible. Su mujer contestaba por él. Mulierem fortem quis inveniet?… ()

Todos estábamos ya jubilatas. Próxima parada: Clases Pasivas, estación en curva. No introducir el pie entre coche y andén, esto es con el pié ya casi en el estribo. Éramos una buena cuadrilla, supervivientes todos de la guadaña de la muerte, del rincón de las clases pasivas. Llegábamos con los ojos cansados de ver el mundo, buscar la vida, de soportar persecuciones, adversidades y de pasarlo bien, a ratos, porque sería una tontería no admitir que guarda momentos gratos la existencia. Este es el mejor de los mundos posibles. Otro no conocemos.

Alguno tuvo que pasar por el dolor terrible de ver a su hijo en el tanatorio como fue el caso de Remiendos. Pero allí estábamos los supervivientes del Alzamiento Cibernético después de cantar en alto hasta la desesperación no el Volverán banderas victoriosas, sino el himno de Acción Católica que era mucho menos peligroso. Allí estábamos luciendo sonrisas de media legua y palmaditas en la espalda.

Hombre, Accipiter, qué bien te conservas.

Tampoco te puedes tú quejar, Bolaños.

Aquella voz que me hablaba pronto la reconocí como la del cantamañanas que se chivaba a don Ciro si copiaba la traducción de latín de la clave ().

 Al llegar a la sacristía del viejo convento herreriano tuve la sensación de que éramos los últimos mohicanos, the last of a breed (), un fin de raza. Los últimos curas a la antigua usanza, los últimos párrocos. Luego de nos, todos pastores protestantes y rabinos judíos. El que venga atrás que arree. El destino nos había reunido allí o tal vez fuera la misericordia de ese Dios misterioso de nuestra infancia, cuyos designios imprevisibles se alzan por encima de las flaquezas de la carne, la malicia o la protervia de los hombres. Esta fuerza recóndita es un argumento para creer en Él. Los hombres se equivocan y la Iglesia integrada por hombres yerra de tarde en tarde. A veces se mete en un cul-de-sac, un  callejón sin salida pero luego sale adelante, encuentra evasiva a su  propio laberinto, que es nuestro laberinto, aunque tal y conforme están los tiempos tengamos nuestras dudas sobre la frase “y las puertas del infierno etc.”. La santidad divina, inexorable, pero los hombres nos equivocamos, nos revolcamos en el barro, haciendo honor a nuestra condición pecadora. Dios nunca se equivoca. Esta idea en la que palpitan enterrados los pecios de un desastre, el naufragio de mi vocación nunca de mi fe, que se vio reforzada al ingresar en la Ortodoxia, me anima a no desesperar de mi empresa pues yo los convoqué. Ya que bajo los rescoldos de una hoguera aparentemente apagada puede crepitar todavía la llama de la fe. Una derrota puede de pronto, puesto que no hay imposibles para la divinidad, transformarse  en una victoria.  La victoria de la resurrección. La cuerda a ratos está demasiado tensa. Hay que laxarla y después podemos hacer una lazada. Excusen todas estas cavilaciones de un escritor impenitente que se huelga en sus propias sátiras. Los golpes y testarazos no me han hecho perder el sentido del humor. ¡Es tan humano!

Rigoberto Remiendos me miró desde la cresta de su gran calva; ésta era reluciente y bien cuadrada, una calva de Padre de la iglesia. Venía de negro riguroso:

- ¿Estás de luto?

- El mes pasado dimos tierra a mi hermana Sabina.

- Hombre, te acompaño en el sentimiento.

Nadie escapa a su destino. Es ley de vida, pensé y le vi por una rendija del tiempo coloradote y de muy sana color, haciendo malabarismos con un balón de reglamento. Jugaba como defensa titular del equipo del curso, el Atlético Gurriatos. Entre velorio y velorio él marcaba goles con chutes desde medio campo. Era su destino. Rigoberto o Mig-16 porque era rápido con el balón como un avión ruso de combate- así le llamábamos- entró en el cupo de seleccionados para formar con el juvenil de la Arandina. Él era el encargado de inflar los balones con una bomba, aquellos cueros de la posguerra que llevaban cordones como si se tratase de un par de buenos zapatos y luego le aceitaba con tocino para que rodase suave por el césped, bueno lo del césped es un decir porque para los campos de primera regional no se había descubierto el césped por aquel entonces, que jugábamos a pelo sobre campos de tierra. Aquel balón de reglamento olía muy bien sobre todo para los que tenían instinto de gol. Madera de triunfar, una cualidad y un olfato que a mí siempre me falló. Instinto de gol. Madera de santo. Vivíamos de ideales y empezamos a fumar Ideales por otro nombre Mataquintos, con perdón.

 No éramos ingleses. Aunque se le moría un pariente a cada poco, Rig era un optimista y un hombre hábil. Se le iban a dar bien las relaciones públicas. Era el as del equipo. Si no lo alineaban a él nuestros eternos rivales que eran los del Real Galápagos nos daban una buena tunda en aquellos encuentros en los descampados entre piedras y peñascos de las afueras de la urbe cerca del campo de tiro a las tres de la tarde que llamaban Baterías. A veces hacía una rasca que tú no veas y el viento huracanado se llevaba los balones en volandas y hasta las sotanas porque hasta comienzos de los sesenta no estaba prohibido el chándal y el pantalón de deporte – un hecho que tendría una cierta trascendencia por lo que a mi vida sexual respecta por lo que aclararé más adelante- por ser considerado una falta contra la modestia. Una vez con las apreturas agradables del slip yo noté una tumefacción agradable por allá abajo, un enervamiento inexplicable. Debajo del pantalón de deporte estaba irrumpiendo mi virilidad incontenible, y yo duro que te pego, tratando de mitigar aquel ardor que venía por el torrente de mi sangre con duchas de agua fría y con cilicios, pero que si quieres Catalina. En los seminarios debieran aquel entonces tenido consejeras sexuales  o mismamente cantineras, pero doña Bibi Aido la ministra aun no había nacido y la única solución eran agua y ajo o irse a confesarse con el padre Mañanas. Eso pondría peor las cosas, porque no soportaba sus morbosos interrogatorios. También di en notar como una dureza en las tetillas. Aquello era una tortura, me daba vergüenza ponerme de pie porque se alzaba una protuberancia en la sotana hasta que una vez tuve una polución nocturna. Mi primer semen bienvenido a la vida. Ahora recuerdo aquel incidente con nostalgia. Entonces era una tortura, un pecado gravísimo contra la pureza, no te jode. La Iglesia me mostró su faz inhumana, su cruel tiranía, hasta el punto de que por esta mala educación sentimental muchos concebirían el cristianismo como un problema de bragueta.

   Ibamos todos detrás del balón y se percibía el aliento de la respiración de los atacantes y el rizaz de los bombachos de pana. Muchos son los atletas que compiten en el estadio pero sólo uno gana el lauro, sólo uno se alza con la victoria. Y es aquel olor a cuero y a pana el que tengo grabado cuando una tarde vimos salir atropellado camino de la casa socorro a un latino al que llevó por delante una moto con sidecar. El pelo rapado, los brazos y las piernas, péndulos, pero ni un rasguño. El golpe lo había reventado por dentro.

 Un seminarista no debía enseñar las piernas igual que si fuera una vicetiple. Tampoco los pelanganos de las pantorrillas. Y, al escribir esto, el pendolista no puede por menos de esbozar una melancólica sonrisa añorando aquel tiempo viejo en que le dábamos duro a la pelota como si fuere el pecado, el demonio, el mundo y la carne, los tres enemigos del alma, a los que la virtud habrá de vencer. Y nosotros con el candor del Padre Brown nos creíamos con posibilidades de ganarles la partida a enemigos tan formidables.  Mientras tanto dábamos patadas con rabia al balón, aquel balón de boquilla atada con la lezna para los zapatos. Y mens sana in corpore sano (). Disciplina, mucha disciplina, y deporte. El balón al que zurrabamos la badana era un símbolo de aquel reglamento que teníamos que cumplir a rajatabla. Dijo un papa, creo que era Pío X:

-Dadme un seminarista que cumpla el Reglamento y si muere, yo lo pondré en los altares.

El papa aquel siempre aparecía con las manos en los bolsillos en las estampas, un ademán que nos estaba vedado a los latinos, pues se consideraba una falta de modestia que las manos van al pan y estaban los bolsillos cerca de las caderas y de los testículos. Rascarse o atentarse las partes blandas se consideraba un gesto feísimo, indigno de un seminarista.

 En cierta ocasión el prefecto don Eloy vino a mí como una fiera, porque iba siempre con las manos dentro de los bolsos del guardapolvos.

- A ver, Accipiter, esas manos que cuelguen y que corra el aire.

-¿Y Pío X,  señor presidente?

-Pío X fue santo y a usted todavía le queda mucho.

-Pues vale.

 Estos cordones balompédicos, si te pegaban en la boca del estómago, se te clavaban en el bandullo, y era olorosísimos si daban en los cojoncillos, de manera que algunos jugadores quedaban tiesos tendidos en mitad de la parva cual largos eran. Luego venía Ildefonso el árbitro que dicen que era algo marica y te resucitaba con el agua milagrosa.

-¿Estas bien, muchacho?

- El bestia del Zurdo me ha arreado un balonazo en la boca del estomago. Cuando la coja, lo voy a hinchar.

- Venga. No ha sido nada.

Tales encuentros eran cosa corriente y normal, sobre todo cuando jugaba de defensa central uno que había nacido en Argentina. Grifa se llamaba. Sus entradas a por la pelota eran temerarias que, si pasaba el balón, no pasaba el delantero.  Grifa no entraba. Simplemente “mataba” como si fuese una partida de tute en lugar de un campeonato de fútbol. Para no perder la pierna algunos de los nuestros, viendo a Grifa venir soltaba el balón y se iban a la banda buscando refugio y amparo detrás del linier.

-Mata Grifa.

-Grifa, mata- le gritaban desde la tribuna un mojón donde los artilleros había desparramado tierra y guijo para ensayar la puntería de sus disparos con cañones del quince y medio. Allí nos resguardábamos algunos, los que no solíamos jugar o nos pasamos la hora del partido de mirandillo o bien porque éramos muy malos  y no nos seleccionaban  o porque muestro presidente nos había cogido tirria. En aquel mojón estábamos encaramados los del pelotón de los torpes, los negados para el deporte, amantes de la poesía y leíamos el Pascual Duarte  a hurtadillas. Eugenio por ejemplo no podía correr pues tenía una pierna más corta que otra. Penjamo era estrecho de pecho y había sido declarado no apto para todo cuanto tuviera que ver con las pruebas físicas. El pobre tosía cuando íbamos en la fila por los tránsitos. Y decía, intuyendo la proximidad de la muerte que le rondaba, proféticamente:

- A lo mejor no llego al desarrollo.

-Como no has de llegar. A lo mejor nos entierras a todos.

Penjamo miraba con melancolía, su respiración de tuberculoso donde se le abomba un poco el pecho y le asomaba el bulto del corrusco de pan escondido que cogía en el comedor y luego nos lo vendía por una perra chica. Sus corazonadas no eran fútiles. Sería atropellado por una moto pero Ovidio, otro de los que estaban en aquel corrillo de mirones, se fue un año antes. Murió en segundo de la pleura. El MIG 16 estaba hecho un mulo, sin embargo, a pesar de que poco a poco se le estuvieran muriendo todos sus familiares estaba sano como una manzana y pegaba unos saltos inasequibles casi como el balón que siempre llevaba en la mano y a los que zurraba contra los muros leprosos o la corteza gris de las acacias de la huerta del seminario. Aquel lugar debió de ser huerta mucho antes.

 Hogaño era un patio polvoriento donde si te caías te desollabas las piernas y los brazos. Rig o el Mig me trajo el recuerdo de aquellas tardes de fútbol cuando exudábamos la sotana y soplaba un viento helador de la serranía que congelaba la respiración.

 A las cinco sonaba el silbato de Ildefonso, terminaba el partido y todos fuera del campo. A casa. Salían agujetas y eso se notaba cuando se bajaba por las escaleras camino del refectorio desde los dormitorios.

 

 

2

 

 

I

r y venir que llaman acarrear las tardes de paseo (jueves y domingos y fiestas de guardar) eran imprescindibles. La alegre muchachada iba por la ciudad, bajaba las escalerillas de San Policarpo o devanaba los peldaños de granito, en ternas de tres en fondo, becas rojas al viento, el bonete de cuatro picos en la molondra, las sotanillas negras de un luto riguroso para indicar que habíamos muerto a la carne para nacer a las cosas del espíritu, y, transpuesto uno de los siete postigos que guardaban las viejas entradas de la ciudadela, llenaban de alegría y de juventud las calles de la  vieja ciudad  castellana en ternas de tres en fondo  las primeras filas los pipiolos.

 A retaguardia iban los gastadores, los que estaban pegando el estirón y el hábito talar, quedándoseles cortos, mostraba los bombachos de pana que emitían un sonido especial o rizras al caminar  y a la legua se notaba que iban a ser altos.  Que su padre no ganaba para sotanas.

Como Penjamo el pobre al que el desarrollo le había llegado  temprano  y su madre María la Viuda no ganaba para sotanas como está dicho. Los pantalones algo remendados le quedaban pesqueros y le subía como una flor de girasol el alto cogote desde el vértice del alzacuello que aun  le quedaba grande e iba siempre desabrochado hecho una facha. Tosía y adelgazaba. Se llamaba Enrique Gudiel pero todos lo conocíamos por su sobrehúsa: “Penjamo”, “Zurdo” y el “Despensa” porque era nuestro panadero que nos suministraba pedazos de hogaza a perra chica la ración. Traía una alcancía bajo la pechera del guardapolvos. Siempre se le veía comiendo a dos carrillos pero por aquello de que no sólo de pan vive el hombre no engordaba ni a tiros.

 Algunos creían que podía tener la solitaria pero tan sólo era el desarrollo que le vino tempranillo a los once años y le hacía  tan alto y desgarbado como simpático. Cantaba rancheras y el sobrehúsa le vino porque imitaba muy bien a Jorge Negrete y su tonada popular por aquel entonces de “Ya estamos llegando a Pénjamo”. Caminaba algo estevado porque con el crecimiento le nació una cifosis.

-Gudiel, crías chepa

-Porque soy un animal vertebrado-contestaba- Nunca habrás visto a una lombriz que tenga joroba. Ni a ningún gusano en pantalones ni a ningún burro calvo.

-Sí. El caracol.

-Pues es lo que tú eres un caracol. Y, como me sigas metiéndote con mi giba, no te doy pan. Se cierra la despensa ¿estamos? Y a silbar a la vía que se acabó lo que se daba ¿estamos?

Repetía esa muletilla de estamos constantemente, de la misma manera que otros no saben hablar sin decir tacos o trufar sus predicados del latiguillo sabes o you know o ya ves. Como la Belén Esteban.

 Porque el lenguaje es algo misterioso. Los psicólogos han descubierto que se puede hablar en virtud del body language o con las manos como los mudos o con ese tic que tienen algunos de arrascarse las partes blandas cuando van a decir algo importante. Pero aquí nos abismaríamos en las profundidades del psiqué. Hay un desfase entre la potencia y el acto y eso trufa nuestras expresiones de inseguridades. Por eso unos fuman y otros comen o insertan latiguillos como tú sabes, te cuento, you know, te cuento etc. y en realidad es que no saben nada, que cuentan pocas cosas y que la revelación de los pensamientos  es un  misterio en algunos casos, y la predicación de las cosas más simples suele ser cosa harto complicada. La frase por ejemplo de no me toques los cojones con frecuencia tiene que ver más con la semiología que con la sexología. Una forma de marcar el territorio y de echar cada cual su cuarto a espadas.

Se  sabía Enrique todas las canciones y silbaba muy concejeramente de las diversas maneras. De la forma tradicional o bien o introduciendo sus dedos finos y largos de tuberculoso, como hacen los pastores que silban con los dientes, los dos dedos en la boca, firmes entre los colmillos, paletos y molares –no sé cómo se apañan-con tanta fuerza y solercia como los mismos pastores de la mesta para reunir las ovejas en el redil o convocar a los perros. ¡Ay esos silbos amorosos de los pastores de los grandes rebaños castellanos a los que Fray Luis canta en alguna de sus odas! Y yo que nunca supe silbar  de aquella manera admiraba sus habilidades. Las habilidades de Gudiel.

En la clase de solfeo, por su buen oído, era el primero de la clase. Cuando salíamos de asueto o quiete porque habíamos heredado muchos términos, oficios, costumbres que sólo utilizaban los jesuitas en sus tirocinios y casas de elevación y formación, allí en la última terna y andando con ciertos meneos de jirafa venía el bueno de Penjamo cerrando carrera, seguramente que cuando fuese a la mili lo elegiría el sargento para cabo gastador pero Gudiel no era muy aficionado a la milicia sino al andar y ver, sin comprometerse ni tomar partido, y nunca vi aquellos andares más que en Paco Umbral el escritor que también andaba como él girando el pabellón ocular a sendos lados, como si no quisiera perderse detalle de cuanto ocurría a su alrededor o de lo que pasase en el mundo.

Su vocación era la de tendero y pensaba que con un poco de suerte el obispo podía pedirle que se hiciera cargo del economato diocesano o hacer unas oposiciones a racionero catedralicio porque las cuentas se le daban tan bien como la música. Iba el pobre esperanzado con su futuro en estos paseos en los que por su egregio talle destacaba pero ignorante de la desgracia que le aguardaba pues un jueves de primavera lo alcanzó una moto con sidecar al pasar cerca de la estación cuando teníamos que pasar por la angostura del puente romano. El que guiaba no vio a nuestro compañero o no le dio tiempo a frenar. Aquel suceso nos impresionó a todos.

Velamos su cadáver en el paraninfo que se utilizaba como cámara mortuoria cuando fallecía algún alumno, cosa infrecuente o alguno de los padres, un hecho bastante normal. En turnos de tres durante el día y la noche nos juntábamos en torno al difunto y rezábamos el rosario, cantábamos el Libérame Domine o el De Profundis con el responso del Oficio de Exequias.  Las estrofas gregorianas nos advierten que no somos nadie.

 Enrique Gudiel tendido cual largo era sobre una mesa de escritorio que servía de catafalco tapada de bayeta negra estaba muy guapo. La expresión de su rostro expresaba dulzura y serenidad embebida en una cordialidad quasi mística del que descansa y goza de las mieles del Reino, pero su aspecto y su serenidad ante la muerte, aquella muerte absurda- unos locos que salieron a dar una vuelta en una moto que apenas sabían manejar, creo que era una Guzzi- inspiraba tristeza.

A mí, que estaba de semanero  el día que ocurrió el percance (), me cumplió con motivo de su óbito tramitar la ingrata tarea del defroque y esta era una inveterada costumbre medieval, arraigada en los monasterios: cuando un fraile se moría se repartían sus bienes de uso personal entre la comunidad. A uno le tocaban las sandalias, a otro un misal, al de más allá sus camisas. Todo lo que Gudiel tenía en el mundo se guardaba en las taquillas a la entrada de las crujías del dormitorio- solía allí oler a rayos pues las mudas de la ropa sucia se amontonaban con las viandas de los macutos- y consistía en un Libro de España de la editorial Edelvives, una peonza y unos cromos, así como unos cuantos mendrugos de pan que el difunto tenía al retortero y parte del alijo de los cachos de pan que le mercábamos a perra chica la unidad.

 Se lo entregué a un primo suyo que vino a recogerlos en nombre de su madre y que se llamaba Paulino y era taxista.

-Tenga. Estos efectos personales eran lo único que el pobre Enrique tenía en el mundo.

Me impresionó la mirada triste de aquel hombrón, que venía vestido con una camisa azul y un tabardo de cuero como todos los camioneros. Pero al entregarle la peonza y los cromos amablemente sonrió:

-Gracias, hijo.

-Que en el cielo le veamos- dije yo

El señor Paulino se guardó la peonza y los sobres del cromo balón, algunos de los cuales no había abierto su propietario, pero el Libro de España me lo dio y encendiendo un cigarro, se volvió, buscando la salida del dormitorio y descendió por la escalera imperial camino de la portería de abajo. Al señor Paulino no lo volví a ver más.

 Aquel libro de lectura  lo guardo aún. Ha sido para mí un tesoro. En sus paginas y en los que se narra el largo viaje por la geografía peninsular que realizan dos huérfanos de la guerra civil, Antonio y Gonzalo, - su padre un teniente de infantería murió en el asalto al Cuartel de la Montaña- que vienen desde Francia, he aprendido a amar a mi patria, a conocer la inmensidad de sus tesoros artísticos y paisajísticos y a abismarme en la profundidad de los misterios de la historia de España.

Cuando abro sus páginas se me representa la tristeza de aquel defroque, veo la cara compungida del deudo, aquel hombrón que para disimular sus lágrimas huyó escaleras abajo, y rezo una oración por mi compañero Gudiel que está en el cielo y desde allí nos protege.

 Los que creemos en la Comunión de los Santos siempre tenemos esperanza, porque es una de las tres grandes virtudes teologales, siendo las otros dos: fe y la caridad. Gudiel te echo de menos. Rememoro tu nombre y lo beso cuando abro el libro de lecturas de mi niñez.

Por la tarde fuimos a velarlo.

Vestido con sotana y de sobrepelliz, tenía a su lado entre los cuatro blandones el bonete, la beca roja y un devocionario, aun  un cilicio que por lo visto llevaba colocado en la rodilla cuando ocurrió el percance. Este detalle por lo inesperado pues nunca hubiera pensado que el Zurdo fuese tan piadoso pues daba apariencias de tibio y de vivalavirgen nos dejó lelos.

 Tendido allí cual largo era parecía incluso más alto que en vida. Hasta puede que a la muerte creciese algunos centímetros. Su cara angelical y el pelo cortado al cero, rebosaba beneplácito y no quedaban señales de magulladuras, sólo un poco en una ceja, del accidente pero el golpe de la moto lo había reventado por dentro, dijeron los médicos. Todo el seminario con sus cuatro colegios de latinos, retóricos, filósofos y teólogos quedó muy triste. No acertábamos a explicarnos la razón por qué había sido llamado tan pronto pero el padre maestro en sus platicas y recordatorios hizo hincapié de que los designios de la providencia son inescrutables. Al paso en sus pláticas, nos hizo recapacitar sobre la brevedad de nuestra existencia, de lo fácil que es padecer una muerte repentina y adujo el ejemplo de aquel seminarista santo y sabio al que le preguntaron qué es lo que haría si supiese que a la hora siguiente iba a tener que rendir cuentas al Altísimo:

-Pues seguir haciendo lo que estoy haciendo ahora mismo. La muerte no es más que un paso a la bienaventuranza

Y nuestro predicador insistía en la moraleja aduciendo palabras del papa Pío X:

-Dadme un seminarista que cumpla el reglamento y lo subiré a los altares ipso facto.

El suceso había conmovido a la ciudad y la prensa local dedicó a nuestro compañero páginas y páginas. Nos enteramos que su madre había quedado viuda después de perder a su marido que estuvo preso por sus ideas políticas en el penal de Ocaña. El padre de Gudiel ¿moriría de muerte natural o fue uno de los muchos represaliados de la guerra civil? La pobre mujer asistía por las casas para costear los estudios de Enrique. El bien va por abajo y no se ve, decía el padre Mañanas, el mal es mucho más jacarandoso y alarmista. Lo que es una verdad como un templo. La bondad pasa a nuestro lado sin rozarnos, sin que nosotros nos demos cuenta de su presencia. Estos casos de heroísmo callado aplacan la cólera divina y gracias a estos justos de Israel el mundo sigue caminando.

Por su parte el padre rector nos recomendaba que anduviésemos con siete ojos cuando saliéramos por la carretera de Madrid porque el tráfico es “cada vez más intenso y algunos van como locos”.

-No os preocupéis por vuestro amigo-agregó- porque está ya al lado del Padre. Lo acabo de sentir en mi oración. Ha ido derechito al cielo.

Palabras misteriosas del Rector el cual se pasaba horas y horas delante del Sagrario. Algunos hasta le vieron en un trance. Se decían cosas raras como que le habían visto en dos sitios a la vez y levantarse dos palmos del suelo en el momento de alzar. Seguramente había tenido una visión. Ello nos tranquilizó pero aquel óbito tan súbito  e inesperado nos desubicó a muchos. ¿Por qué Dios permitía aquello; Que el Zurdo pereciese de una forma tan estúpida?, ¿Estaba acaso en sus infinitos e inescrutables designios? ¿Cómo el Dador de la vida puede querer la muerte de un pobre latino? Los ojos de la carne no alcanzan lo que divisa la inteligencia divina. Tengamos fe.

Era el primer muerto que yo veía en mi vida. Al correr de los años algunas noches cierro los ojos y le veo allí tendido a mi amigo que no pudo ser misacantano con su roquete y su bufanda estudiantil el impoluto sobrepelliz con gesto sereno y apacible como diciéndome como me ves te verás pero no tengas cuidado. La muerte no es el final. Es sólo un paso. Durante unos meses me di a pensar en cosas lúgubres y se afianzó mi vocación sacerdotal y mi deseo de servir a las almas, todo muy etéreo, muy vacuo y como prendido con alfileres, porque en un seminario sólo se aprenden ideas generales de espiritualidad que luego te quedarán para toda la vida, a la vista de la inconsistencia  e inconstancia de las cosas terrenales y de lo poco enteriza que es la sabiduría del mundo. Sic transit gloria mundi.

Fue mi primer velatorio y mi primera meditatio mortis. Hasta entonces la muerte había sido un hecho lejano en mi vida pues vivía de espaldas a su presencia. Ahora cobraba carta de naturaleza. Durante las semanas que siguieron al óbito de Gudiel, nos volvimos más fervorosos, menudeaban las visitas a la capilla y algunos se quedaban sin merendar ofreciendo el postre a los pobres o dejando sufragios en el chepillo de las Ánimas, que estaba cerca de la sala capitular.

La noche que falleció a mí me correspondió –ya va dicho- ir a rezarle con otros dos de mi curso: Berengario Fenogreco y Chus Peralta, quienes a consecuencia del suceso que voy a relatar hicieron un extraño pacto a imitación de Santo Domingo Savio del que hablaba con mucho fervor nuestro querido padre Mañanas por entonces. Era el turno de medianoche, y el paraninfo estaba en semipenumbra, tan  sólo alumbrado por un farol y el resplandor de los cirios mortuorios. Llegaban de la calle, donde otrora había un mesón famoso que regentaban los padres de la Compañía y ahora era un bloque de viviendas protegidas de Falange, voces estentóreas de los últimos borrachos.

Tengo que decir que el paraninfo o salón de grados, aun  aula magna, era un cuarto impresionante el más distinguido y adornado de todo el recinto. En él se leían las tesis doctorales, otrora se celebraron concilios provinciales y se  desarrollaban los exámenes para las oposiciones a canonjías. Sobre un estrado sobre el que se alzaba el baldaquín del obispo, forrado de damasco y con un cristo con los ojos bajos a las espaldas, yacía una clepsidra.

 Era una especie de botijo de cristal  o aguamanil con dos compartimentos estancos. Este reloj de arena medía el paso del tiempo con una precisión mayor que la de un cronómetro suizo y el rato que tardara en pasar la arena en la parte superior a la de abajo era el que cumplía al examinando para exponer su tesis y responder a las preguntas del tribunal, generalmente hora y media.

 A cuatro calles se levantaban las tribunas o palenque gradual los escaños todos ellos de madera de pino crujiente y resonante convergiendo en semicírculo sobre una especie de ruedo en el que esgrimía sus razones o sinrazones el ponente. Había tres púlpitos para ensayar el canto de la Passio por Semana Santa.

 Por las trazas, podía ser un parlamento pero a mí me recordaba el sitio aquel no sé por qué la sala capitular al concilio de Trento. Bajo sus artesonados de atauriques y arabescos habían resonado mil veces plegarias como la del Veni Creator y se había discutido a voces en latín, defendiendo la infalibilidad de la Iglesia en algunas cuestiones. Allí los filósofos innumeras veces se habían hecho perplejos la misma pregunta de siempre la que formula Pilatos antes de su lavatorio de manos:

-¿Quid es veritas?()

¿Qué es la verdad? Buena pregunta. Ante le cenotafio del cadáver de aquel niño, nuestro compañero, no había respuestas. El silencio de aquel rostro espantaba los gritos de los teólogos que en aquel lugar disertaron sobre las súmulas tomistas y Aquino podría haber esgrimido su dictamen:

-Conclussus es contra maniqueos. ()

Pero aquel sabio y santo dominico no pudo hacerlo. Ante aquella muerte inexplicable también santo Tomás se había quedado sin respuesta. En su Teodicea la muerte figuraba no como sustancia sino como accidente, siendo verdaderamente lo que constituye el ser y el destino de todos los mortales. De ahí que el paraninfo fuese llamado la sala del Rey de Francia. Los tomistas se zurraron de lo lindo con los suarecianos explayándose en frases y nomenclaturas. Sobre los estrados se tenían la tea los más avezados silogismos. Las disputas medievales tenían algo de ordalía. Allí hasta podría probarse que la tierra era cuadrada y lanzar anatemas contra el pobre Galileo Galilei hijo de Galileo. Allí podría haberse descubierto el movimiento continuo. Lógica. Mucha lógica. Sin embargo, la vida carece de lógica. No es más que un juego de azar. Y siempre los mismos gritos, las mismas voces, la vacuidad de una exultación retórica. Cánones. Disposiciones de los concilios. Tuve la sensación de que todo aquello que estudiaba no servía para nada. Con todo, fueron una buena gimnasia mental pero sufriríamos lo nuestro, cuando, al correr de la vida, descubrimos que la tierra es redonda, da vuelta sobre su eje, que la historia tiene tres marchas (primera, arranque, directa) mas, nunca reversa y en este mundo no cabe marcha atrás. Mientras tanto, el estampido de “licet” (con la venia) “nego minorem sed concedo maiorem subsumptam” y nos empapábamos de los universales aristotélicos. Más tarde en la universidad central nos hablarían de las mónadas kantianas  que eran más de lo mismo, y parece que aun estoy viendo a don Fausto meneándosele un poco la cabeza por lo del parkinson mientras se fumaba su puro  habano al empezar la lección:

-Dicas, dicas, Gregorie, in sermone latino… Dicas... Dicas enim.

Y había que responder a lo primero:

-Domine ()

Y, después, continuar con lo que habías memorizado en la lengua de Horacio, soltando el rollo.

 Aquello ahora puede sonar extraño pero entonces no dejaba de tener su encanto. Por lo demás, todas estas razones se quedaban mudas ante el cuerpo presente de nuestro amigo al que había matado una moto. El que le guiaba estaba borracho. Nuestro profesor de Lógica se quedó mudo y siguió fumando su habano:

-No. No hay respuesta. Sólo la fe, hijos pero la fe es un regalo de Dios- dijo nuestro profesor y capellán de las monjas de la cárcel, quedándose muy pensativo.

Era el primero que se iba. Los blandones ardían lentamente y con tristeza iluminando u oscureciendo el misterio de la eternidad. Empezamos a rezar el rosario. Tocaban misterios gozosos.

-Por la señal de la santa cruz, líbrenos el Señor de todo mal, en el nombre del Padre del Hijo y del Espíritu.

A Enrique no le había valido la invocación. Se lo llevaron los ángeles que viajaban en el sidecar. Eran unos ángeles malos y su ángel de la guarda, inerme y desconsolado, les increpaba a grandes voces y lamentos que podían ser escuchados en el barrio de Jauja y llegaban hasta la estación confundiéndose con los pitidos del mixto que alcanzaba a aquella hora el andén procedente  de Santander.

Sobre el zócalo un pintor con mucho alarde el que había aderezado aquella casa c. 1595 había estampado escenas cinegéticas de la antigüedad clásica. En un escusón aparecía Diana Venatrix, disparando su arco contra dos rebecos que se alejaban.  En otra escena, Neptuno soplaba por su cabeza monstruosa y poblada de barbas mojadas, y en la de más allá estaba Apolo y, para remate, en el último camafeo estaba  Venus semidesnuda. La Anastasimene de los griegos la que brotó de la espuma en medio de una concha.

No te creas que muchos lo pasábamos mal al mirar para el techo. Porque en el paraninfo vi yo a mi primer muerto y aun  la primera mujer en cueros. A más de uno le debieron de entrar pensamientos escabrosos y algunos directores espirituales protestaron ante lo que ellos consideraban una falta de recato propios de la paganía pero el Rector que era un humanista amante de los autores latinos y de la mitología ordenó dejarlas como estaban:

-Esas figuras del peralte, padre Mañanas, no son más que símbolos. No tienen nada de pecaminosas. Son ideas humanizadas que expresan la resurrección de Cristo, sirviéndose de la mitología sincretista.

Así y todo, el jesuita del que hablaremos más tarde largo y tendido era muy escrupuloso en tales cuestiones y ordenó a sus pupilos que cuando entrasen en el aula magna jamás mirasen para arriba y que dijesen una jaculatoria al trasponer el umbral:

-Señor, antes morir que pecar.

Se me ha quedado la oración y la repetía yo muchas veces a veces inconscientemente. Eolo manejaba los vientos. Nosotros manejaríamos las conciencias, mientras organizábamos batallas campales y partidos de fútbol entre “Galápagos” y “Gurriatos” y por Navidad nos solazábamos con las bufonadas de la fiesta del Obispillo y nos o espantábamos el frío jugando en la huerta al zorro, pico, zaina. Jano abriría las puertas del infierno a los que se suben a la barca de Queronte y nosotros les abriríamos las puertas del cielo. Lo que atáramos en la tierra sería desatado en el cielo. A los que perdonáramos sus pescados les serían perdonados y a los que se los retuviéramos, retenidos. Bueno, en teoría no va mal la cosa pero el confesionario perdería a muchos de aquellos curas y sería motivo de abusos y escándalos.

 A Venus, sin embargo, había que verla como emblema tutelar de la vida y de las cosechas. Estos eran los argumentos del Rector que no acaban de convencer a Mañanas. Pero allí el cristianismo se respaldaba en lo que había antes que era la mitología. Y los Dioses y las Diosas olímpicas compartían sitio y presencia junto con el crucifijo y presencia en las sesiones escolásticas. Lo que indica que venimos de la Biblia pero también de la mitología grecolatina y sin la tradición no se podrá entender la Iglesia. Por eso se equivocó Lutero con su creencia en la nuda scriptura. El protestantismo es una religión a palo seco.

 Allí tenían lugar los plenos diocesanos, las lecciones magistrales, allí se sentaba el tribunal a cátedras, allí se votaba la terna para elegir a los obispos. Era el salón de actos de las sesiones inaugurales y de la concesión del titulo de Magíster Artis y de Bachellor Artis el MA y el BA. Igual que en Oxford porque todo hay que decirlo: en muchas de sus costumbres disciplinarias los ingleses se inspiraron en los jesuitas a los que admiran y fruto de tal admiración nos vino de las Islas el bueno de Chespi al que cantábamos el Iste Confessor por las fiestas del obispillo. Aquel extraño clérigo inglés debía de ser un digno descendiente de Guy Fawkes ()

La sala de deliberaciones olía a moho y humedad. Un día era aula magna y al día siguiente tanatorio. No somos nadie.

 

3

 

- A

rriba animas.

- Tan. Tan.

-¿Quién es?

-Soy yo.

-Déjalas hijo, rézalas un padre nuestro que ellas solas se irán.

Estaba yo pensando en aquellos cuentos de noviembre cuando había filandón por las casas y nos contábamos cuentos de ánimas.  Decir las ánimas inspiraba miedo pues vengo de una tierra romana donde se rinde culto a los muertos.

Mi alma vagaba por el paraíso de los recuerdos mientras mis labios musitaban avemarías y padrenuestros de réquiem por el seminarista fallecido. Y sucedió- caso curioso- que estando los tres acurrucados en nuestro reclinatorio con el apoyabrazos de terciopelo rojo, casi cagados de miedo con Peralta y Fenogreco que le habíamos ido a rezar al hijo de María la Viuda la lavandera que tuvo la desgracia de ver morir a su marido en presidio y todos los jueves hacía el trayecto que separaba su casa de planta baja en las Escalerillas de san Policarpo donde estaba la Judería Vieja para traerle al difunto la muda, algún bocata y alguna estampa de san Antonio-todo iba y venía en el talego nuestro matute que esperábamos los jueves a la hora del coche de línea como agua de mayo- meditando sobre la vanidad de las cosas terrenas, algo que no se comprende muy bien a los once años, tampoco aquella absurda muerte, dieron las doce muy solemnes y sonoras con un sonido lúgubre que amedrentaba toque de queda. Creo que fue una de las medianoches que he pasado en mi vida.

Era la hora del curfew o couvre le feu (), cuando se cerraban las puertas de la ciudadela, pasaba la ronda y se escuchaban las alarmas de los centinelas. Tapemos el fuego. Vayamos a acostar, apaguemos las hogueras exteriores y encendamos las del alma, y fue en ese momento en que tocaron a clamor las campanas de la Aceitera cuando el muerto al que velábamos alzó una de sus piernas. La izquierda.

 Se escuchó como el crujido de unos huesos. Crac.  Fue un movimiento mecánico pero  su zurda quedó en vilo, como preparada a darle una patada en el culo a todo esto. La cara no se movió. Seguía arrebujada en aquel mórbido pañuelo blanco con que se ataban los maxilares de los difuntos para que no se desprendieran las quijadas. A los muertos de entonces parecía que les dolían las muelas.

Los tres nos miramos lívidos. A Fenogreco se le erizaron los cabellos. Que yo nunca vi tal cosa y clavaba la mirada presa de terror. Peralta salió de estampida y fue dando voces despavoridas por los tránsitos:

-Ha resucitado. Ha resucitado. Gudiel vive.

Fueron a dar aviso a la comunidad. A los pocos minutos estaba allí el padre rector, lívido como una pared pero sereno.

 Con el jaleo se despertó todo el seminario y pronto una nube en tropel, bajando atropelladamente por la Imperial, de filósofos y de teólogos con la sotana desabrochada o bien en pijama o en calzoncillos unos cantando el Tedeum, otros gritando:

-Milagro…milagro

Se preparó una bulla histérica. Los seminaristas se agolpaban a las puertas del salón de grados formándose un tapón como en el callejón de la plaza de Pamplona durante los encierros de San Fermín.

 Querían ver todos al resucitado. Don Chespi se había revestido de capa pluvial y acudió al lugar con la cruz alzada. Se organizó una procesión con dos velas encendidas, se escuchaba recitar salmos.

 El coro entonó las primeras estrofas del Iste Confessor. El inglés nos quería llevar a todos a la iglesia del Mayor para celebrar una misa de acción de gracias. El padre Rector tuvo que mandarlos parar. Porque no había tal. En realidad la muerte es el triste sino de los nacidos del vientre de una mujer y pocos resucitan. Sólo Xto.resucitó y Penjamo no era Lázaro. Ni Nuestro Señor Jesucristo.

 Todo se debía a algunos actos reflejos que se operan cuando el corazón deja de latir. Mientras, las demás vísceras siguen funcionando. El profesor de Matemáticas el padre Ros que era un jesuita muy competente nos explicaba de la mano de la biología que la muerte física es un proceso lento que tarda varias horas a veces hasta dos días en consumarse, una vez incoado el rigor mortis.

 De ahí que la iglesia oriental sea remisa al levantamiento del cadáver hasta el día siguiente del óbito. Durante el interregno y antes de la putrefacción que acontece cuando el corazón deja de bombear sangre se producen infinidad de movimientos reflejos. Hay partes del cuerpo que continúan su latir antes de la llegada de los gusanos.

El pelo y las uñas crecen, pueden moverse las pestañas e incluso gira el globo ocular al tacto, se entonan los esfínteres, la vejiga exonera orines y la próstata flujo seminal. De ahí que cuando se va a proceder al levantamiento del cadáver de los ahorcados el juez de paz se encuentre en un aprieto al comprobar que el interfecto tuvo una erección al expirar, como me empezaba a mí siempre que me ponía el slip.

 Es lo que decía el P. Ros, un catalán muy preparado, jefe de estudios de la Sección de Ciencias y que venía de la Pontificia de Comillas. Tenía tres carreras y al terminar la de Ingeniero de Telecomunicación se había metido a jesuita. Y desde aquella su explicación sobre lo que es la muerte física a la que está condenado todo  mortal. Estamos condenados al nacer a rendir viaje al río del Leteo del que ninguno vuelve. A causa de tales explicaciones tan concluyentes dejamos de hacer chanzas a causa de su fuerte acento ampurdanés y de decir aquello de Ros no lleva un ros en la cabeza- su padre era militar y creo que general carlista- que lleva leopoldina… empassant por el Fondergat una noia e un soldat, etc.

Ros no sólo cambió su gorro tradicional por una leopoldina sino que también fue uno de los primeros en secularizarse. Heraldo de la dispersión general que acontecería en el bajo clero, se quitó la sotana y se fue a trabajar a un laboratorio de California puesto que, como es dicho, era un frenólogo eminente. Y sabía tantas matemáticas que resultaba muy difícil seguirle. Pero en su clase no se escuchaba ni el zumbido de una mosca. Sus explicaciones que a los de ciencias les parecían apasionantes, los de letras las encontrábamos áridas. Yo era del bando de don Ciro, de don Chespi con el que aprendí inglés muy rápido y de don Ramón el capellán del Hospicio que vivía en una rectoral donde estaba el blasón de los Reyes Católicos junto con el yugo y las flechas. Que explicaba historia de España según la obra de Vivó, un libro gris en cuya portada venía el castillo de la Mota y dentro muchos “santos”. Aquel libro junto con el de España del defroque de Curiel serían para mí dos sacramentarios. Han marcado el rumbo de mi manera de pensar y de vivir. Y el amor a mi patria imprimió carácter. A veces pienso que ello no es una gracia, sino una condena a la exasperación y la tristeza. Aquí subyace la causa por la cual me siento tan solo y en los momentos de desesperación gritó con Jesús en el Huerto:

- Dios mío ¿por qué me has abandonado?

- Sudas sangre. Prueba un poco de vino, hijo- escucho decir al salmista con su voz inconfundible.

Así que hasta para estirar la pata se toma la muerte su tiempo. No es algo instantáneo, contrariamente a lo que se considera, incluso en las situaciones de muerte súbita. Con tales explicaciones alumnos profesores y criados se volvieron para la cama un tanto decepcionados por la falsa alarma.

Don Marciano el Ecónomo entonó otro responso. Estaba el hombre muy compungido pues nos dijo que sentía un gran aprecio por Enrique Gudiel. El coro de los teólogos se despachó por ultima vez con la secuencia del dies irae cuyas notas no podían ser más tétricas máxime pasada la media noche… in die illa tremenda Recordare  Jesu pie quod sum causa tuae viae ne me perdas ille die. La imprecación solemne de Tomas Centano preguntando solemnemente al que le quisiera atender  sobre el misterio de esta existencia y sonando rimbombante bajo la losa del firmamento en los cementerios o alzándose sobre las cresterías de las catedrales góticas es un grito que nos acompañará siempre. Así fue siempre, así será.  Vendrá pronto la sibila y a todos nos segará la muerte con su dalle terrorífico. Así será eternamente.

 El cadáver de nuestro compañero cobraba una lividez amarilla por momentos. Ya empezaba a oler. La pierna volvió a su sitio. Recordaba la situación que vivimos durante el velorio un poco el cuadro de Van der Weyden lección de anatomía. Los gusanos ya habían empezado a hacerle la autopsia a nuestro desventurado compañero. Su regreso a la vida no fue sino un espejismo. Se fue a un lugar del que nadie vuelve. Las aguas del Leteo siempre fueron negras. Nunca, transparentes.

A Peralta, sin embargo,  uno de los que estaban conmigo, le dio un ataque de nervios. Hubieron de llevarlo a la enfermería y Berengario Fenogreco las monjas de abajo, a las que llamábamos ancilarias por lo de ecce ancilla domini y a esa orden recién fundada por el Rector pertenecían y aun  las invisibles porque nunca se las veía, nos daban de comer por el torno y era zona de clausura inaccesible, so pena de excomunión-, lo hincharon a tazas de tila.

 Poco a poco se fueron calmando sus nervios pero aquella noche mis dos compañeros de terna sellaron el pacto del ángel un convenio bastante macabro. Peralta y Berengario se ajustaron para comunicar el uno el primero que muriese de presentársele al otro doquiera que estuviera y a la hora que fuese de aparecido para comunicarle cual había sido su suerte el día del juicio particular ese que se celebra en el instante mismo de la muerte según la teología. Tendrían que anunciar el uno al otro si se había salvado o se había condenado, si eran corderos o cabritos, réprobos o bienaventurados.

Ambos asimismo hicieron promesa de entrar en una orden contemplativa. El uno entró cartujo y el otro trapense.

 Al correr de los años, visitando un día la cartuja de Miraflores, algo me dijo un monje de aquel suceso. Peralta fue el primero en morir y cumplió lo prometido. Una noche cuando los monjes celebraban Maitines oyeron un extraño ruido como si hubiera aterrizado un carro de fuego en la nave de la iglesia y tal fue el estremecimiento que hasta la misma estatua de don Enrique el Doliente que está allí enterrado al lado del Evangelio experimentó una extraña sacudida y se escuchó una voz muy alegre pero poderosísima:

-Salvado, hermano. Soy salvo, Berengario por la misericordia divina.

Ni creo ni dejo de creer pero, conociendo lo cabezota que era Jesús Peralta, no me extraña que movilizase a toda la corte celestial para ir a cumplir su promesa y comunicarle la noticia a su compañero de terna.

 El cartujo me dijo que cesaron en este punto las misas gregorianas y se le tiene como un santo, uno de los muchos santos anónimos que ha espigado como un florilegio de beatitud la orden de San Bruno, a mi viejo compañero de terna. Misterios de la gracia.

Por lo que a mí respecta, y volviendo a cuestiones más pedestres y menos encaramadas, y aun desconociendo cual será mi suerte, si estaré en el numero de los corderos o en la pación de los cabritos, entre los bienaventurados o entre los preditos, tengo para mí que la Virgen María estará a mi cabecera de la cama en mi lecho mortuorio, y quiera Dios que me eche un capote, que tanto necesito, por mis muchos pecados.

 Me es indiferente, no obstante, cuál pueda ser el dictamen de mi suerte. Sólo acertaré a decir que en aquel viejo caserón me enseñaron a amar a Cristo y he tratado, pecador de mí, seguir su senda. Lo importante es haber vivido esa fe y esa esperanza. Ir al infierno, a la gloria o al purgatorio me da lo mismo. Me trae al pairo como suele decirse. Lo importante es haber vivido esa fe y esa esperanza y haber sido partícipe de la caridad de la redención. Que la sangre que vertió por nosotros el Salvador lave mis culpas.

Me pregunto si no habré tenido ya suficiente infierno y purgatorio con los dolores que me han deparado mis días: las enfermedades, las humillaciones, los fracasos, los desdoros, los escupitajos que han caído sobre mis mejillas. ¿No ha sido suficiente mi lote? Tiene usted mucho purgatorio, me dijo una vez un confesor.

-Padre-repuse- ¿no le parece que no he sufrido lo suficiente para tener que ir a padecer allá? ¿No bastó mi porción?

-Hijo, hijo, no digas eso. No cometa el mayor pecado de los condenados al averno que es la desesperación.

-Creo que el Papa acaba de suprimir el purgatorio y el limbo.

-Entonces ¿qué hacemos con el cepillo de las ánimas?

Mi reverendo se quedó de un aire:

-Eso digo yo

La muerte no me asusta y no tengo miedo a nada, únicamente al pecado y a Dios, por más que en nuestra primera entrevista Aldeorrillo me espetase a bocajarro que era un miedica y en aquella ocasión me quedé clavado en mi reclinatorio viendo cual sería el desarrollo de los acontecimientos.

 Mis dedos se aferraban maquinalmente al rosario y me dio por reír en lugar de salir de estampida como hicieron Peralta y Berengario. Había algo cómico en aquella situación. No tuve un acojone. Tuve un descojone. El muerto había alzado una de sus extremidades como si estuviera en clase de gimnasia. Ciertos eran los toros: la pierna izquierda de Gudiel se elevó. ¡Arriba España…!

Se echaba de ver por dentro de la sotanilla los fondillos de sus pantalones bombachos de pana muy corcusidos. En la pernera aparecía una mancha sospechosa color marrón que corroboraba la diagnosis del P. Ros sobre el rigor mortis.

 Al morir unos se mean de gusto otros se van por la pata abajo y otros eyaculan. Avante toda. No somos nadie.

Diré en conclusión que me dan menos miedo los muertos que los vivos aunque las cosas del más allá y los fenómenos preternaturales incentivaron mi morbosa curiosidad y de ahí mis idas y venidas durante cinco años al prado de las apariciones o de las suposiciones del Escorial, un lugar visitado por el ángel maligno. Huelgo con libros esotéricos que nos hablan de los enigmas y hasta creo en duendes y aparecidos y leo con fruición las vidas de los santos-algunas me parecen infumables- pero me resultan más fiables que los folletines de Pérez Reverte.

 En fin quien no conoce a los hombres no conoce sus aberraciones y sus vicios. En el Escorial no he visto a la Virgen aunque ocurrieron cosas inexplicables. Por donde anda Dios anda aun  el diablo. De ello hablaremos más adelante. Por el momento: arriba ánimas.

 

 

4

 

H

abiendo transcurrido mucho tiempo de aquel suceso, cuando veo caer las hojas de los arces y de la sófora plantada por mí mano, me acuerdo de todo lo acontecido aquella noche como si fuera hoy mismo. Sálvame oh Dios y ten piedad. Los árboles de mi barriada se desnudan de su polisón bajo el sol del veranito de san Miguel y las mañanas son claras en este dulce septiembre cuando las plantas dieron su fruto y granazón del año nueve.

 En Asturias fue una cosecha buena de manzana y la Virgen de las Viñas fue pródiga con nosotros, gran parte del mosto cosechero ya está metido en la bodega. Aquello ocurrió allá por el cincuenta y tantos. Es otro mundo después del móvil y de la televisión interactiva. La Humanidad ha dado pasos de gigantes. No miro pues atrás con ira sino con nostalgia, aceptando siempre la voluntad del Redentor y sus inescrutables designios. Creo que Cristo se ha hecho invisible pero reina en la Historia.

Las hojas del jardín-acabo de cortarles las ramas supernumerarias de las madreselvas con una cizalla eléctrica, ah si El Andao levantase la cabeza y viera estos inventos, él que fue un labrador segoviano de hoz y de zoqueta e iba a binar las viñas cojeando por su pata reumática- y ya es otoño tiempo de plenitud. Se acerca octubre. El día uno se cumplirá 54 años en que yo detrás de un maletero con gorra de plato pues era carretillero jurado, inscrito en el registro municipal, que le facultaba para realizar trabajos de porteador de mano fui por las calles de Corobias. El primero de octubre se celebraba en España el santo del Caudillo.

 Aquel aguador representó en mi existencia una figura fundamental. Al entrar en casa y al grito de qué hay que llevar se quitó respetuosamente su gorra de plato y declinó el ofrecimiento del café que le tendió mi madre pero no desdeñó la copita de ojén que consumió muy pausadamente:

-De hoy en un año, señora Macrina y que sea para bien y que pronto tengamos misacantano.

-El Señor te oiga, Olegario.

-Hombre, uno ya lleva muchos años, trayendo el ajuar a los que entran de curiñas. Algunos al cabo de unos cursos pegan la espantada pero me parece que su niño va a ser  de los que lleguen arriba. No hay más que verle. Tiene toda la pinta.

-Es bueno y estudioso. A veces un poco zaleo- dijo mi madre.

Mi abuelo Isacio había venido del pueblo la víspera en el coche de línea con el motivo de mi ingreso en el seminario y me hizo las recomendaciones. Sólo me recomendó dos cosas. Que me aplicara y  “no cojas lo que no sea tuyo”. También estaban presentes algunas vecinas. La May la hija de la señora Marce quiso besarme efusivamente pero yo hice como me apartaba porque me había dicho don Benito el párroco que me había preparado que no estaba bien en un llamado al sacerdocio eso de besar a las nenas y gastarse confianzas con personas del otro sexo. La Marce la mujer me regaló unas longanizas que le habían traído del pueblo por las matanzas y mi madre introdujo el embutido en el baúl muy agradecida.

- ¿Por qué se molesta usted?

- Macrina, si no es molestia. No sabes lo contenta que estoy de poder decir que pronto tendremos un cura en la familia. Cuando llegue a sacerdote así podrá decirnos alguna misa de recomendación.

- Hija, quien piensa en eso.

La May que me miraba con sus inmensos ojos azules cargados de picardía y aquella presencia física de muchacha muy desarrollada para su edad y que anunciaban  el crecimiento de unos senos y unas curvas impresionantes volvió a la carga

- Dicen por el barrio que a lo mejor te vas de misionero y los misioneros no pueden hacer guarrerías. Ten.

Y me dio dos pesetas. Salió disparada hacia la cantera y yo me quedé muy pensativo de lo que me había dicho. Creo que ella y la Merceditas fueron mi primer amor a los que yo ahora renunciaba pues dejaba el mundo. Me sentía importante. Pronto me subiría al pulpito al predicar la conversión de los pecadores  que siempre serían para mí compañía preferente a los que van por la vida de beatos dándose golpes de pecho, poniendo trabillas, hablando mal de la gente, y con mucho pésame señor no se cansan de hacer daño.

 Por eso siempre tuve cierta querencia a juntarme con pobres y con magdalenas y de eso que tanto abunda en la viña del Señor. ¡Pobre May! Un sargento de la Plana Mayor le hizo una barriga y la pobre se escapó de casa para ejercer en Barcelona el oficio más viejo del mundo. Tenía muy buen corazón. Creo que la quise más que a la Cloti, siendo la Clotilde hermana mía y conservo la peseta como un recuerdo. Nunca condené su actitud que le echaron a la Marce y al señor Navalillas el baldón de que les hubiera salido puta. Antes bien, pienso que está en el cupo de los bienaventurados porque dijo Cristo que el que ama nunca se equivoca. Y May que amó mucho nunca se equivocó.

También se encontraba la tía Veneranda la que había venido del pueblo a asistir a mi madre. Ella había bordado las camisas con el número que le asignaron en la lavandería del seminario. Era el número 288 y estaba registrado en todas mis prendas. No se me olvida. Era muy piadosa la Tía Veneranda y nos hacía rezar a mí y a mis hermanos las tres partes del rosario de rodillas. La Cloti que era pequeña en aquellos rezos tan prolongados caía al suelo rendida o se dormía en mis brazos.

 Se levantaba muy temprano la Veneranda  y acudía a oír misa de ocho al Cristo del  Mercado. Había quedado viuda de muy joven pues a su marido le había reventado un carro lleno de haces en Padilla de Duero y sacó a sus hijos adelante asistiendo por las casas. Uno de ellos Cipriano era guardia civil y se casó con una moza que tenía un cortijo en Úbeda el tío Pajillos. Cuando cosía al sol la Veneranda, le gustaba contarnos historias edificantes así como algunas de sus vivencias en tierras jienenses. Lo rico que era el Tío Pajillos, lo mucho que tuvo padecer su Cipriano cuando le tocaba salir por Sierra Morena de correrías para vérselas con los bandoleros y los maquis. Que a nosotros nos encantaba pues como la mujer era una buena narradora sabía contar muy bien aquellos sucesos.

Con el ajuar, los pantalones de pana, los tres pares de calzoncillos, un cuco para si tenía que mear, dos pijamas, también venía un colchón de lana recién vareado en cuya funda estaba inscrito el 288, mi numero de filiación. Por fortuna no era el 666 el número de la bestia, y ahora que lo pienso, me gustaría saber a quién le tocaría aquel numerito. El padre Ecónomo no se lo saltó y, según mis referencias de mi amigo Expedito, le fue asignado a uno que haría brillante carrera política en las filas del PP. Se hizo millonario expropiando terrenos oficiales y con el negocio del ladrillo. Ese era el que llevaba el Nombre de la Bestia.

 Nunca dormí en colchón tan mullido y que me durase tan poco pues, como abajo es dicho, en segundo de latín me entró una extraña enfermedad que me orinaba en la cama sin darme cuenta. Siempre tenía un sueño que habíamos parado en una excursión, nos levantamos la sotana y empezábamos a exonerar nuestras vejigas al amor de los muros leprosos de la cárcel vieja. Y zas. Allí descargamos el chorro pero el sitio donde yo no operaba era la tapia de la cárcel vieja sino aquel colchón nuevo que con tanto amor habían tundido los cardadores de mi querido Corobias donde el gremio es importante por su tradición lanera y preparado con tanto esmero mi pobre tía Veneranda. Lo pudrí a los pocos meses y tuvo que ser sustituido por uno de borra con lo que bajé un peldaño en el escalafón. Aquel colchón y aquel sueño- he consultado a algún oniromantico y hasta una sexologa intentando aclarar aquel misterio de por qué me venía aquel sueño de mear junto a una tapia y esa tapia no era una cualquiera, era la del presidio- fueron un poco el señuelo de mi existencia. Subí alto, gané estatus. Mas luego, siempre viene Paco con la rebaja.

 

 

5

 

 S

ubimos por la canaleja. En un nicho en plena muralla nos dio los buenos días una Virgen románica y yo iba detrás del maletero Olegario que portaba mi baúl recién comprado y cuyos herrajes relucían como el oro y la ropa dentro olía a nuevo toda recién comprada por mi madre y repasada por mi tía Veneranda. Todos me decían que tenía que ser bueno, aplicarme,  comerme los libros y que esperaban la hora de mi cante misa, que abandonaba el siglo, y que en consecuencia me estaban vedadas algunas expansiones que les eran lícitas a los seglares como ir al cine, a los toros o entrar en las tabernas o en los bailes. O asistir a corridas de toros pues una bula de Pío V vedaba a los ordenados in sacris la concurrencia a los cosos. El baile nunca me gustó. Sin embargo, cuanto dinero hubiese ahorrado y algún que otro disgusto si hubiera seguido la vieja norma a rajatabla de no pisar un bar, que son perdederos de fortuna y de honras. A fe mía que todos los que ponen un bar o montan un chiringuito son gente ladina. Sirven vino pero nunca consienten que te emborraches. Un bar no es más que una estafa. Se aprovechan estos tenderos de la soledad en que vive la gente y de las pasiones humanas y de las desgracias que conducen al vicio de la bebida. Los taberneros debieran ser fusilables por tramposos y por hipócritas. Nunca encontré un chigrero bueno. Son  gente que da mala espina y practican malas artes que ya de esto el gran poeta Góngora se quejaba cuando decía Córdoba ciudad bravía más de mil tabernas y una sola librería.

 Pero no llegué a los extremos de Calixto Prisco uno de mi pueblo al que después de una misión que predicaron los Pasionistas decidió irse a los frailes. Aquellos frailes de san Gabriel de la Dolorosa se las componían para hacer llorar a los hombres más duros y de convertir a los pecadores cuando predicaban la santa misión, de modo y manera que a Prisco le dio tan fuerte que hizo propósito de cambiar de vida y meterse a carmelita de los calzados.

 Fue a despedirse del personal según es costumbre. A por la gala. Quien le regalaba unos huevos. Quien un choricillo. Quien le daba dos pesetas.  Fue a despedirse muy compungido en la creencia de que no regresaría al pueblo en la vida pues tenía intenciones de irse al Congo de misionero.

-Bueno, tía Polonia. Ya hasta el Valle de Josafat que nos volvamos a ver.

-Pues ¿cómo hijo? Eso es el día del juicio final. ¿Es que no piensas volver al pueblo?

Calixto Prisco dijo muy sentencioso.

-No. Abandono el mundo, sus pompas y sus vanidades, señora Polonia.

-Muy fuerte te dio, muchacho. Y mira que a mí me choca pues eras un trasto, muy enredador.

-Sí para ganar la gloria y sacrificarme purgando mis culpas, por eso quiero ir fraile. Hacer penitencias y todas esas cosas que nos decía el cura y que no cumplíamos pues somos pecadores.

-Ay pobre de mí- se quejó la buena mujer que había sido ama de un cura y era viuda desconsolada desde que don  Lembario que así se llamaba su “tío” cura al que sirvió más de cuarenta años pasó a mejor vida-. ¿Y qué te doy de gala?

-Lo que le parezca bien. El camino es largo hasta el convento y vamos en mulo.

-Bueno, pues aquí tienes una chicharronada que acabo de cocer. Para que te la comas cuando pases por cercas del río Botijas que allí siempre que voy al Lenar a visitar a la Virgen me da hambre.

-Como usted guste. Y lo dicho hasta que nos veamos en el cielo. Allí a gozar y cantar salmos por toda la eternidad. Ya sabe que el que quiere algo le cuesta.

-Muy bien hijo me pareces que tienes vocación.

Pero el bueno de Calixto a los quince días estaba de vuelta en Valdebriga. La tía Piquilaya, otra que le favoreció antes de partir al convento y que era cohermana de la tía Apolonia que le había regalado una gallina, y que se cabreaba mucho cuando no la llamaban por su nombre de pila, sino por el mote, se mostró muy sorprendida.

-Hombre, Calixto, ¿tú por acá? Pues nos decías que hasta el Valle de Josafat. ¿Qué pasó?

-No me probaba, tía Piquilaya.

-¡Anda demonio! ¡Y no me vuelvas a llamar tía Piquilaya que yo me llamo tía María!

-Pues vale, tía María.

Yo no sabría a puntualizar a ciencia cierta qué hecho desencadenante motivó mi llamada al sacerdocio. Tal vez fueran aquellas confesiones torturantes con el fraile jerónimo después de haberle visto las bragas a May mi vecina o si sería por ferias cuando un arcipreste que andaba por ahí desterrado por los pueblos de los más remotos arciprestazgos porque había tenido un lío con una moza a la que sacó palante por dos veces y me dijo hazte cura que se vive muy bien. Mira yo. Digo mi misa y todos los días a cazar y a pescar, no paro. Y para mí las mejores tajadas, los molletes más recientes y las mejores hogazas y bodigo. Que hay una fiesta, me invitan. Que hay un funeral, allá voy yo. Cuece la tía Melanea, pues para mí los mejores bodigos y los más exquisitos soplillos. Así estoy yo de gordo y de sano. Los curas nos damos buena vida. Y si alguien nos arguye de pantorras yo les contesto haz lo que yo diga pero no hagas lo que yo haga, irás derechito al cielo.  Mis feligreses son muy buenos, las feligresas sobre todo. Hemos formado un coro y tenemos un club parroquial y echamos cine los domingos. Pronto vamos a poner televisor. Allí damos charlas, conferencias…Además los curas somos siempre un seguro de vida para los padres cuando se hacen mayores a la vejez. Yo los tengo conmigo a los dos,  a una hermana y una sobrina. Casi somos familia numerosa. Tales consideraciones más de alguna vez me hicieron considerar que lo de mi “vocación” se escribiera no con una uve sino una be de boca porque de la panza sale la danza y por la boca muere el pez y que la iglesia es una institución espiritual pero también temporal y que en cuanto tal siempre acumuló mucho prestigio y poder.

 El cura aquel que me indujo al seminario no era un místico sino más bien de misa y olla. Su franqueza siempre admiré por su franqueza y porque era de los que no engañaban ni se andaba con escrúpulos, se daba buena vida; se llamaba don Evaristo y era amigo de mi padre con el que había estado en guerra. Era un tipo muy sano al que le gustaba hablar con las mozas y en el pueblo le sacaban cantares: el señor cura no baila porque tiene corona, baile, señor cura baile, que Dios to lo perdona. Que se fumaba sus buenos puros y no se andaba con remilgos.

 Pero lo que creo que me empujó al seminario fue una película que echaron en los claretianos que creo que se llamaba Siguiendo Mi Camino y trabajaba Bin Crosby. O puede ser que aun  influyera mi carácter introvertido, mi amor a mis libros y sobre todo a las ceremonias litúrgicas de cuando era monago en la catedral. Más adelante lo explicaré. De momento estoy hecho un mar de dudas pues muchas fueron las instancias y no pocos los impulsos a que fue sometida mi mente siempre impresionable.

Están cayendo las hojas de este otoño y ¡qué lejos están aquesas primaveras del 55!, y no me rindo; sigo siendo un idealista. Caen las hojas de la acacia de mi jardín. Una a una, dos a dos, y musitan una canción al caer:

-Púdrete grano que mañana serás espiga.

El mundo sigue su rumbo imparable y en la historia como vengo diciendo no cabe marcha atrás. Los acontecimientos nos desbordan. Carecen de lógica o no hay un diseño establecido. Pero debemos ser optimistas y confiar en Dios.

Ese pipo de melocotón o de durazno que ahora arrojamos al desgaire sobre la cerca dentro de un tiempo será un frutal frondoso. Es la estela que dejan detrás los hombres: un árbol, un libro, a lo mejor un hijo. Un hijo aunque tu padre sea un cura que en este país siempre se dijo que nunca se dejó de dejar decir que este cura no es mi padre. Y para mí este lado humano y carnal de la iglesia fruto de la encarnación es mucho más importante que el etéreo o el místico. Una de las cosas que más temprano aprendí en el seminario fue a escaparme por la tangente a llevar el agua a mi molino, a no dar mi brazo a torcer, porque durante algunos años tuve con vivir con aquellos clérigos o aprendices de clérigos que eran unos expertos en el arte del disimulo. Por eso el Vaticano fue siempre un vivero de espías. Nos entrenaron para la hipocresía.

Hoy devano recuerdos y en el flahback del tercer ojo de la memoria y regreso a aquel paraninfo en aquella noche del velatorio del pobre Pénjamo que paz descanse. Miro para los altos techos de la ataujía del artesonado mudéjar (Corobias puede que fuese una ciudad judía aunque todos se convirtieron con su rabino y todo en las luchas dinásticas de los últimos reinados de los Trastamara cuando en Castilla eran preponderantes pero aun  fue significativa la aportación árabe con sus alarifes y huertanos; bajo el reinado de Enrique IV había en el alcázar una guardia mora y el propio rey se sentaba a la morisca y sabía leer en letra cúfica, escuchando con gusto la música de adufes, laúdes y chirimías; cierto que tuvo algunos detractores que le llamaban impotente pero en esta ciudad al hermano de Isabela lo queremos mucho) y parece que contemplo aquella decoración de roleos en los bordes con carreras de ninfas que saludaban a Afrodita saliendo del baño (Anadiodema), como si el artista hubiera querido realizar un recorrido por toda la mitología.

Trato de leer aquellas grafías latinas bajo las escenas cinegéticas de Diana Cazadora, de la Venus desnuda surgiendo del amor de una ola, como si fuera de la costilla de Adán, según la Biblia. Desde entonces soy del convencimiento de que el cristianismo no se produce por generación espontánea, sino que es el resultado de unos hechos y creencias antiguas.

 Los héroes del Olimpo se convertirían en nombres del santoral cristiano. Hércules es san Jorge. Hermes Trismegisto, el inventor de la Ciencia y de la Religión, ampara y explica en cierto modo el dogma trinitario. Atlas se convierte en san Cristóbal,  Livitiania la Diosa de los funerales romanos pasa a ser alguna de nuestras macarenas esculpidas por Salcillo, Esculapio se transforma en san Nicolás o en san Expedito, y así sucesivamente. Venimos del griego- Cristo era un judío helenizante de tronco esenio- y del latín, esa lengua maravillosa, y del hebreo. Estas tres raíces conforman el mundo occidental mírese por donde se mire.

En estas representaciones las ninfas de vestes etéreas que el Dios Neptuno las puso en el mundo soplándolas por la boca sostenían en sus manos vaporosas cuatro camafeos sitos en la mitad de cada ángulo del paralelepípedo. El modillón del norte efigiaba a Luís Vives. Al sur había un retrato de los Reyes Católicos, al este el de Francisco de Vergara helenista de Alcalá y que fue maestro de latinidad en aquel centro. Era amigo del doctor Laguna otro corobino ilustre y que fue perseguido por la Inquisición a causa de sus ideas erasmistas. Completaba la lista el rostro de Laínez el gesto adusto irónico y como sorprendido. Los rasgos de aquel jesuita de Almazán ofrecían una semejanza sorprendente a los de Judas, a decir de ciertos expertos.

 Debajo y entre hojas de laureles se leía el epígrafe de la compañía: AMDG. En el de Vives con una gran gorra de visera cubriendo su cabeza se leía “Vives semper vivas”.  Esta leyenda figuraba en la contraportada de los libros de texto, de la editorial del famoso humanista valenciano con el que yo aprendí las primeras letras.

El camafeo de los Reyes Católicos era el que tenía más arrequives más hojas de roble y de laurel alrededor. Bajo el águila explayada ponía “ex pluribus unum” y el “tanto monta” que eligieron los norteamericanos como divisa de su republica federal, sólo que en su lema imperial hay una particularidad, la del águila calva de las Rocosas, la española es sólo águila caudal o de San Juan desplegando un pico enorme y fuertes garras como para levantar a estos reinos hacia las estrellas. Plus ultra. Luego estaban aun  el yugo y las flechas que nada tiene que ver con el fascismo como consideran algunos lerdos. Son simplemente las flechas del poderío y el yugo de la labor. En esta pared estaba escrito la historia y esbozado los sueños de nuestros ideales.

Sic vos non vobis ponía en el lema del doctor Vergara. Debía de ser templario pues en aquella orden tenían por anagrama y por idea motriz tal máxima De este modo el cuadrado se incorporaba al círculo; es más: lo probaba. Lo cóncavo y lo convexo se juntaban.

Era toda una parenética() de la perfección o sermón pronunciado no con la voz sino pintado al pastel. Un secreto a voces pero que tenía todo ese intríngulis, todo ese saber gnóstico de la mitología y de la heráldica. Sic ad astra. Por ese camino se va a las estrellas. Y es a lo que aspirábamos al citius, fortius, altius.()

Algunos se estrellaron o nos estrellamos no cabe duda pero no hay que achacarlo a nuestros maestros que nos dieron lo mejor que tenían sino que nosotros éramos imperfectos y no dábamos más de sí. Y aquí hay que traer a colación la tan manida frase orteguiana de que el hombre es el hombre y su circunstancia.

La búsqueda de la excelencia, la aspiración a todo lo noble, la ruta de la perfección mediante la renuncia y la abnegación cristiana, la doma de la voluntad, el control de las pasiones: la lengua, el vientre, la ira y la lujuria. He ahí nuestro ideal de perfección. Sed perfectos como mi padre celestial es perfecto. ¿Qué nos quieres decir con tanta norma que incluye tanta contradicción, Señor? Nuestra mente es pequeñita. Llevamos un tesoro metido en frágiles vasijas de barro. Tú lo afirmaste o ¿fue san Pablo el que lo dijo?

 El rector que no daba puntada sin hilo nos decía que aquellas ninfas descocadas representaban a los siete pecados capitales. Éramos de barro y querrían hacer de nosotros superhombres. Pero el padre Ros le contradecía.

-Esas señoritas, señor rector, son las nueve musas: Melpómene, Tersicore, la teatral Talía, Polimnia, Urato, Erato, Euterpe, Clío y Caliope que es la más bella de todas.

El profesor Ros aunque era de ciencias sabía aun  lo suyo de las bellas letras,  y daba gusto escucharle sobre todo cuando no estaba cabreado porque no nos entraban los logaritmos ni eso de los números primos. Entonces era capaz de despacharse con cualquier taco en catalán pues sabía jurar con tanto garbo y tanto brío como pudiera despacharse cualquier arriero de Reus cuando volcaba el carro o se espantaba la caballería y, a carro volcado, todos carriles.

 Sin embargo apuntaba un detalle que toda esta mitología de Venus, Anadiodema, Diana, Neptuno, las Nueve Musas parecen estar corriendo por la pared y parece que van al encuentro del cristo de los ojos bajos que constituía el epicentro de toda la representación pictórica. La precisión del matemático me pareció sumamente importante y no he dejado de cavilar a lo largo de los años.

El Verbo humanado es el epicentro de todo lo que acontece, el eje de marcha de la Historia y que la cruz seguirá presidiendo el horizonte de todos los siglos y nadie la podrá arrancar ni derribar. Pero venimos de los griegos los latinos y de la Biblia y estos tres polígonos basan el Nuevo Testamento.

 Mi carga es ligera y mi yugo es suave. Desde aquel crucifijo que pendía sobre el baldaquín de damasco que amparaba el sitial donde se sentaba el obispo nos ligaba al pasado clásico y nos invitaba al futuro y a la modernidad pero sin renunciar a la tradición porque sería destruir el molde en el que nos vaciaron a los europeos.

Nuestro profesor de literatura, otro gran hombre y otro sabio, don Ciro al que llamaban Coramvobis no se cansaba de insistir en este punto y parecía entrar en éxtasis cuando explicaba a Cicerón, escanciaba los espondeos de Virgilio y nos familiarizaba con Eneas, con el gallo a Esculapio y hacia que aprendiéramos las cinco declinaciones, las conjugaciones, los ablativos absolutos, los verbos irregulares y nos ponía  por tareas un párrafo o pensum que teníamos que memorizar y soltarlo en clase. Ahora mismo todavía me acuerdo porque lo que pronto se aprende tarde se olvida y decía así:

Flumen est Arar, quod per fines Aeduorum et Sequanorum in Rhodanum influit incredibili lenitate ita ut oculis, in utram partem fluat, judicari non possit” (el río es el Saona que en las fronteras de lose eduos y los secuanos con lentitud increíble desemboca en el Rodano de manera que no se puede decir a simple vista qué río es el principal y cuál el afluente)

Por aquella traducción algo libre Coramvobis me puso un diez. Nunca se lo agradecerá bastante aquel canónigo gordo y ágil que venía al estrado siempre deprisa y llegaba cinco minutos más tarde, a veces oliendo un poco a anís, pues incentivó un amor al Latín que sigue vigente en mí hasta el día de hoy. Dios tenga en su morada a aquel buen sacerdote.                                                                                                                                                   

 

 

6

Lo llamaban Lepidus pero se apellidaba Quevedo y creo que descendía por la rama paterna del mejor escritor que haya producido la lengua castellana pero en su natural frágil y su aspecto enfermizo se notaban los descalabros y estragos que hace la consanguinidad en los seres humanos. Su familia vivía en la villa más famosa de la provincia y antigua en una casada blasonada. Nuestro profesor de historia le traía vitaminas y calcio del hospicio de donde era capellán para que lo tomara a las comidas

-Quevedín, tienes que comer más.

-Si ya como, don Coramvobis, como igual que una lima pero se conoce que no me aprovechan los alimentos.

-Serán los genes.

Y don Amaro Prámaro cuando explicaba la lección del fin del imperio con la muerte del último de los Austria el día de Todos Los Santos de 1700 miraba para él con insistencia. Lepidus tenía que forrarse a vitaminas. Y la verdad que por su rostro amarillento, su pelo de estropajo y la boca algo sumida se traía un aire con el último heredero de Carlos Quinto. Pero Lépido era ingenioso, a pesar de su corta talla y su enclenque aspecto, y locuaz a no poder más. No paraba de darle a la sin hueso. Si se escuchaba un rumor o un bordoneo de conversación excusada en tiempos de silencio, era seguramente Lepidus que no paraba de hablar. Ya lo habían puesto varias veces de rodillas con los brazos en cruz o mandando copiar una frase quinientas veces de “no se habla en clase”. Mas, ni por esas. No lo podía remediar y él lo confesaba entre lágrimas: “señores, no valgo para cartujo”.

-Chist, Quevedo, no parles tanto que me pones la cabeza tarumba. Se me va el santo al cielo, pierdo el hilo de los verbos fuertes y me disipas.

Aun  tenía otro mote. “La Vieja” porque no tenía cara de niño sino de viejo de ojos pitarrosos y salpicaduras de caspa por las hombreras del guardapolvos o la sotana.  Su rostro era un pergamino de la historia de Castilla. Creo que su padre era el conde de Fuensaldaña y en su escudo de armas había un león pasante en cuarto de sinople, roeles y estrellas, y una media luna concedida por Alfonso VIII a uno de sus tatarabuelos por haberse distinguido en la batalla de las Navas donde los castellanos les arrancamos a los moros las cadenas. Pero el pobre Lépido era un paradigma de los estragos en que puede abocar la consaguinidad y la degeneración en que acabó la monarquía de los Austrias. La degeneración de una estirpe pero de eso no tenía la culpa Quevedo ni sus ascendientes. La sangre no daba más de sí.

 Los Austrias no tenían delito. Los Borbones, borrachos, tragones, trincones y con el culo gordo, asiento de todos los vicios, esos sí. Además son todos extranjeros. España siempre les importó un pimiento. De ahí que con tanta frecuencia se den a borbonear. Es lo único que saben hacer. Lo que hicieron siempre borbonear. Algún día volverán los Austria a regir la gran monarquía echando a los Borbones que son franceses advenedizos

Yo sería de Quevedo  muy amigo y le solía defender cuando algún abusón se metía con su persona, cosa que ocurría con frecuencia. Siempre sacaba la cara por él.

 Una vez Aldeorrillo que tenía muy malas pulgas y una vocecilla de pastor de la majada pues venía de los castros o de por ahí, y la barba cerrada ya que era el más viejo de toda la lechigada que su padre le sacó de las ovejas y le digo tú pa cura que de borreguero no me haces falta y lo llevó al seminario de Uxama no lo admitieron y vino para Corobias hecho una estantigua pues calzaba abarcas y llevaba boina una zalea de cordero por pelliza que olía a montuno que tú no veas pues este le arreó al pobre Quevedín un bofetón que poco lo desguardamilla contra el techo. Eh tú para, le dije yo y con las mismas le arreé un puñetazo que el pastorón de la barba cerrada salió chorreando sangre por las narices. Sabrás que a mi padre le llaman el Sargento Fuerzas y no voy a conseguir que pegues a mi amigo. Ya podrás abusón. Le sacas dos cabezas. Le di una lección y no volvió a tocarle un pelo la ropa a mí protegido y esta enemiga que me guardaba Aldeorrillo saldría a relucir en nuestra reunión al cabo de cincuenta años. Seguía siendo violento y no había soltado el pelo de la dehesa por más que lo hubieran apuntado al Opus. Ya está dicho.

 Se conoce que el de los castros o de pahí en eso () estaba que trinaba pues Quevedillo le tomaba el pelo pues una vez le sacaron a la pizarra en Matemáticas y el padre Ros le dijo:

-A ver, Aldeorrio, ¿qué es eso del orden de los factores no altera el producto?

-Pues que no cambean.

-Cambian. Se dice cambian, mostagán.

Carcajada general y el bueno de Quevedo haciendo honor a su fama de chistoso que es lo que significa Lepidus  para los latinos, organizó una fiesta a costa de la ignorancia del maromo. Como  en el refectorio se sentaban en la misma mesa y le dijo:

-No cambeará el H2O, Aldeorrillo, si me pasas la jarra.

 Entonces es cuando le vino el sopapo que Lépido no tuvo más sed durante tres semanas. Tuve que volver a ajustarle las cuentas y a darle una lección a aquel mastuerzo.

Y como donde las dan las toman y yo vengué la ofensa pues siempre sentí debilidad por salir en defensa del inocente.

 El ex pastor que luego llegó a cura me la tenía guardada y no iría yo a comulgar de su mano ni a tiros porque eso de aquellos clérigos malignos tocados del humo de Satanás que vas a comulgar y en lugar de una hostia consagrada te arrean un cantazo. No sea que me devuelva la ostia de cuando entonces. El orden de factores no altera el producto. Tampoco las personas cambian y este cura tampoco cambea. Y Aldeorrillo no cambea por muchas mangas y capirotes con que le coronen los de la Obra. El lado perverso y satánico de ciertas personas que se dicen consagradas siempre fue para mí uno de los grandes enigmas de la religión donde a veces está Dios en compañía del diablo y la culpa la tienen algunos curas infames.

 

7

C

omo don Ciro, alias Corambovis, solía retrasarse cuando venía a impartir la clase algunos días- dos minutos, cinco, todo lo demás diez; si pasaba de los diez es que ya no venía o se había entretenido al salir del coro con algún canónigo o tuvo que ir a confesar a sus monjas- se optó por poner a Lepidus subido a la ventana como esculca o centinela mirando para la calle, el pasadizo de las Tres Cruces por donde había de subir nuestro catedrático que venía siempre sudoroso y perdiendo el bofe, agitando sus manteos talares y los pliegues de la esclavina sobre la anticuada loba, y moviendo su oronda humanidad por las empinadas escalerillas de San Policarpo. Alguna vez don Ciro olía un poco a cazalla.

Era cuando estaba más ingenioso y de mejor humor. Las malas lenguas decían que era amigo del cura de Zamarramala al que le gustaba el traguillo más que la leche que le dio su madre. Con todo, ninguno de los dos se metía con nadie, y, conociendo a nuestro gran profesor de Preceptiva y sabiendo lo que tuvo que pasar el pobre durante la contienda civil, como abajo se dirá, nada de particular tiene que encontrase algún consuelo en aquel aloque, como el otro antecesor suyo, Lebrija  el inventor de la gramática castellana al que conocían en todos los bodegones de Alcalá y en más de una ocasión hubo de soportar algún réspice de su amigo fray Francisco de Cisneros que era abstemio y muy austero y morigerado de costumbres, claro que Cisneros tenía otros vicios. No hubo en Salamanca ni en Roma mejor  calzados y más pulidos borceguíes. Nadie es perfecto. Al franciscano le inclinaba la riqueza. Quien no conoce a los clérigos incluso a los que se tienen por más santos e irrefutables no conoce a los vicios. Acaso por eso debiéramos ser tan tolerantes como don Ciro que en paz descanse que siempre se animaba con alguna copilla de ojén.

Don Ciro era regordete moreno la cara picada de viruelas, algo lunar, del  tenor casi de una hogaza pero la cabeza muy pequeña casi como una avellana. Había ganado las oposiciones de Lectoral y tenía un hermano que no se parecía a él en nada. Lo llamaban el cura guapo pues se parecía un poco a Rock Hudson y con su tupé era el terror de las chavalas. Por ese cabo poco pecaba don Ciro el hombre, casto como un san José, el de la vara florecida. Llegaba con prisas y siempre se excusaba de su tardanza. Con lo de tener que confesar a las claras le había salido un grano, decía. Si era sor Benilde la que se arrodillaba en el reclinatorio del torno para “desembuchar el saco”, lo más probable es que se fumase la clase de Latín y Cicerón, Cesar, Tito Livio eran suplantados por los escrúpulos monjiles de aquellas bienaventuradas hijas de san Francisco y santa Clara.

Lo de sor Benilde era mucho más serio y puede que la cosa tuviera su miga. Si era a ella a la que había de confesar, don Ciro se tiraba dos horas de reloj pues  de la religiosa franciscana cundía fama de santidad. Se contaban de ella milagros, visiones, arrobos, transportes, bilocaciones, odoraciones místicas y otros extraños fenómenos preternaturales con los que el buen Jesús condona a sus elegidos pero que la ciencia positiva suele poner muy en tela de juicio, atribuyéndolos a causas más naturales y pedestres. Como la histeria o la inadecuada alimentación.

 En aquel convento de san Antón, las clarisas sólo comían patatas entreaño o verduras y tomates y de lo que da la huerta. A la cena, un vaso de leche. Durante la cuaresma era suprimida la última refacción y ayunaban totales los viernes.  Pero no crean que se morían de hambre. Estaban todas como robles y para dar mucha guerra.

Debía de ser por eso por lo que estaban tan sanas que algunas pasaban de centenarias pero los nervios, ay los nervios, con una inadecuada bromatología acaban subiéndose a la cabeza. Entonces las enclaustradas decían haber visto a la Virgen o que se había aparecido algún santo, etc. Los hombres modernos suelen suicidarse comiendo como bestias pero las monjas ayunan y por eso viven tanto.

Sor Benilde, en resolución, debía de ser una santa pero aun  la decían el terror de los confesores porque padecía de escrúpulos espirituales y además gozaba por lo visto  del don de introspección de conciencias lo que vuelve a una persona así un tanto incómoda para un confesor de vida no tan santa como la confesanda. Las santas tienen la vista larga, el vuelo alto. Ya es difícil seguirlas el paso.

Adivina y medio bruja debía de ser aquella monjita y agotadora, según explicaba don Ciro. Conque a veces se cambiaba las tornas. El confesor pasaba a ser el confesando y la penitente le leía la cartilla al cura por menos de nada. Delataba sus vicios ocultos, los malos pasos que los oblatos con frecuencia daban, descubriendo sus líos, en una  palabra.

Como ocurrió a Santa Teresa de Ávila con el párroco de Becedas. Allí la Madre enferma invernaba en espera de que llegase  la primavera y los curanderos le administrasen las hierbas oficinales que ella necesitaba. La santa le aconsejó al sacerdote que tirase al río un amuleto que le había regalado su barragana y pronto acabaría su amancebamiento al que había sido inducido por hechizo y malas artes, hizo lo propio y arrojo la fatídica sortija al Tormes. Despidió a la querida pero murió a los pocos meses quien sabe si por melancolía o a causa del arrepentimiento. Por haber mordido la manzana con la que Eva la tentadora hizo entrar todo el sufrimiento y el mal en el mundo. Vino la maldición de Yahvé: parirás con dolor y e acabó el paraíso.

 Las mujeres suelen traer el ramalazo de la guerra y la intranquilidad de las conciencias en los varones, quienes por ellas matan. Troya ardió a causa de Helena. No saben muy bien los curas lo bien que están sin tener que aguantar a la parienta. San Agustín derramó lágrimas toda su vida por aquella esclava nubia con la que tuvo a su Adeodato y de buena se libró porque al parecer ella y su suegra poco coincidían. La negra debía de ser tan hermosa como la reina de Saba o, dicho en lenguaje moderno, como una nueva Noemí Campbell. Pero santa Mónica, que estaba al loro, decía que era una lagarta y el santo obispo de Tagaste la despidió.

Pues don Ciro que por ese cabo era tan casto e inocente como san José y a veces parecía que hasta le crecía la vara florida con que se representa al glorioso patriarca- los seminaristas siempre tuvimos en gran estima a san José que era el patrón de todos nosotros- llevaba muy mal aquel encargo de tener que desplazarse a confesar a las clarisas, un convento extramuros en un sitio recoleto y a trasmano de donde pasaba la calzada romana a la sombra de una olma centenaria y con un chapitel que debía de deberse a la mano del Arquitecto que levantó la Aceitera. La torre de las monjas parecía la hermana gemela de la espadaña de nuestra iglesia.

 Las dos parecían a lo lejos un punzón hiriendo los vientos y que desafiaban a las nubes. Sin embargo el convento había sido levantado en el siglo catorce por donación de un rey cazador e impotente pero muy devoto de san Francisco y de san Antonio.

 Don Ciro llegaba sudoroso de aquel sitio pues tenía que darse una buena caminata y subir las escalerillas del postigo de Porta Coeli  y luego ascender los peldaños de San Policarpo, y arreando que es gerundio que, de lo contrario, sus pipis de segundo se quedaban sin lección.

Bien mirado no debía de ser nada fácil absolver a aquella señora que llamaban la perfecta. ¿Qué pecados podría tener la clarisa?

El beneficio que le dejaba el convento era ración parva y si sueldo de profesor no alcanzaba los veinte duros al mes que éramos pobres y había que ganarse los garbanzos y las claras le regalaban alguna lechuga de su huerta y vino de consumir de lo que daban las parras.

La diócesis era muy rica y recogía no sé cuantas fanegas de rentas al año como va dicho pero algunos de sus curas vivían en la pobreza y el buen canónigo tenía que pluriemplearse a fin de malcomer.

 Otro día hablaremos de la estrechez y angosturas económicas de aquellos sacerdotes que si no pasaban hambre a duras penas llegaban a fin de mes.

Y aquellas confesiones larguísimas con la priora tocaban los jueves – ego te absolvo a peccatis tuis,  pero avíe, Madre, avíe, que he mucha prisa, tengo que marchar a dar mi clase-aunque el buen canónigo ya nos había puesto en autos de la razón de su impuntualidad.

Si me demoro en los días de Júpiter, es que tengo que ir a confesar a las monjas y no sabéis, chiquitos, son pesadísimas.

¿Sí? – saltó Lépido de repente haciendo que toda la clase estallase en una buena carcajada- pues decía mi abuela que entre santa y santo pared de cal y canto.

Cállate, morgueras. ¿Qué sabrás tú de lo duro que es esto de confesar? Esto no es como los encierros de tu pueblo que se pasan dos días y noche de jarana. Daría años de mi vida por no tener que sentarme en el cajón de ese convento escuchando siempre las mismas monsergas… a ver si con el concilio el papa vuelve a la sana costumbre de la absolución general porque esto de la confesión auricular es una lata.

Don Ciro diga usted que sí.

Era evidente que al buen sacerdote se le hacía muy cuesta arriba aquella función de su ministerio que denominan Exmologesis () pero hubo algunos que le rogaron al obispo que viniese don Ciro que era de manga ancha y cesase Mañanas. El lectoral se franqueaba con nosotros y decía que cuando tenía un caso difícil de conciencia mandaba al penitente o a la monja en cuestión al penitenciario catedralicio, don Wenceslao Carranza que se pasaba las horas muertas encajonado en su confesionario de la capilla del Salvador y a ese sí que le gustaba confesar. Entendía mucho de pecados, de la pravedad de materia etc., cuáles eran los gordos y cuáles los veniales. A Carranza le llamábamos unos, Don Demoque y otros,  Hayquedistinguir porque era muy meticuloso y se sabía el derecho canónico de memoria. Yo tampoco  entendí nunca esto de la exmologesis que se introdujo en la iglesia latina al final de la edad media y que ha dado lugar a tantos chismes como el de entre santo y santa pared de cal y canto y el hombre es estopa y la mujer es yesca.

La recta existimativa del vulgo no suele fallar pues voz populi vox dei máxime en Corobias donde  todo se sabe y siempre de suyo fuimos mal pensados que ya lo dijo la Santa una vez cuando surgieron habladurías de que tenía un lío con san Juan de la Cruz.

-De Corobias ni el polvo de las zapatillas.

Y se sacudió sus sandalias en la Puerta de san Clemente. Hizo promesa de que no volvería más y la cumplió.

Sea como fuere, el hecho es que don Ciro era el mejor profesor que tuvimos y nos inició en la lengua del Lacio con acuidad con ciertas técnicas pedagógicas que tenían el escolástico para aprender vocabulario. Desde el principio puso un cognomen a cada uno de nosotros para que nos familiarizásemos con algunos sustantivos. Si a Quevedo le llamó Lepidus, (el conejillo) A Aldeorrillo le bautizó con el de Haedus (cabrito); a  Don Chespi como era inglés le dijo Advena (forastero); a uno que tenía el pelo rojizo como un marrano jaro Rufus, al Elías nos la lías, que era de los castros o por ahí, pues le bautizó con Aper (jabalí) a Rigoberto Remiendos al que ya llamábamos el Mig16 pues corría tras la pelota como una exhalación le puso Vafer (astuto) y al sobrino de don Fausto Fulvus pues era rubio como una mazorca el Chema. Yo recibí el apodo de Accipiter y Cunctanter (gavilán y deprisa) no sé por qué y así otros muchos y en otras muchas partes otros muchos santos confesores y santas vírgenes que era la frase final con que se daba carpetazo a la lectura del martirologio romano, loable costumbre que se hacía todas las mañanas en el refectorio al desayuno y de la que hablaré más tarde con mayor atingencia y profundidad.

 

8

 

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acía pocos días que acaba de fallecer don Tricinio Barcia el que fuera rector de aquel seminario atestado de vocaciones, más de seiscientos alumnos, en la ciudad de Corobias al final de la década de los 50 del siglo pasado. Éramos hombres del pasado siglo pero aun  podríamos ser los operarios de la hora undécima. Entremedias, se había producido la gran epístrofe, la tremenda involución, la gran revuelta. Había dado la vuelta a la tortilla. Muchos chaquetearon acomodándose al rumbo de los tiempos. No así. Accipiter.

-Hay que ver lo bien que estás. Por ti no pasan los años.

Con esta frase tienen por costumbre los españoles llamarse carcamales unos a otros entre claveles y rosas… su Majestad es coja… hay frases ambivalentes con un doble sentido. Aparentemente te están echando una flor. Por de dentro insinúan que ya va siendo hora de la jubilación. Hay algunos que pronuncian la palabra pensionista con un cierto retintín como si te estuvieran echando a la cara que vives a costa de los presupuestos, que ellos te pagan y con el permiso del sepulturero, en un tiempo en que la ancianidad es un pecado. Palmaditas en la espalda. Recaditos al oído. Besos y abrazos. Me he pasado media existencia limpiándome las babas de Judas. Te venden por treinta siclos y son las dagas que más duelen las de tus hermanos que por detrás te clavan. El mundo está lleno de hipócritas y de traidores. Y  nuestra heráldica cuajada de barras siniestras en los escudos, signo de bastardía que manda en los escaques. Algunos hasta llevan la marca en la frente con las siete señas del hijo puta. ¿Qué sensación se tiene volverse a encontrar al cabo de diez lustros? Pues sentimientos encontrados. La verdad. Por una parte la alegría de la supervivencia y de haber superado aquella época en que cambió la tortilla y muchas chaquetas se volvieron del revés. Eso lo explicaba quien suscribe en un libro el Alzamiento Cibernético que quedaría para vestir santos; esto es: inédito e intonso pero es la condena de haber vivido en esta época de revanchismos, de reyes pasmados y reinas lelas, de princesitas facticias y ficticias, ya caerán. Lo blanco se volvió  negro y lo azul tornasoló a rojo. Asomose un fraile a su celda porque le había dicho el prior que acababa de ver a un buey volar y el buen monje se asomó bajo mandato de obediencia. De sobra sabía aquel monje que era un sabio que los toros no vuelan.

 Los hombres quieren ser mujeres y al revés, con lo que la autoridad paterna está por los suelos. Y un buen consejo: no casarse. Pero algunos de nosotros nos casamos. ¿Pecamos?  Unos tuvieron que aguantar a su obispo y otros a la parienta. Todo cambió, todo daría la vuelta. Allí estábamos los últimos supervivientes de la generación sándwich.

Muchos libros quemados, las horas gastadas y el tiempo fugitivo. Mudan las modas, las costumbres, pero el hombre sigue igual. Alguna que otra almenara hubo y mucho refrito en la sartén. Aquel fuego estaba apagado ya, aunque bien puede ser que rescoldos quedasen. Posos en el café pero ¡¡¡si al menos pudiéramos quedarnos con las borras!!!

 Habíamos estado yendo y viniendo,  subiendo y bajando, entrando y saliendo, perdiendo y ganando, sufriendo y gozando, riendo y llorando, porque era verdad lo que cantábamos en las sabatinas por aquel entonces: esto es un valle de lágrimas. Para muchos, casi la mayor parte del pescado estaba vendido, y éramos conscientes de que ya no podría quedar mucho camino. Aquí no se permite la nostalgia. Hay que venir lloraos, cagaos, meaos como en la milicia, dije yo:

- ¿No recordáis el introito de la misa que nos aprendimos de memoria cuando respondíamos de carretilla al cura y sin comprender lo que significaba: Ad Deum qui laetificat juventutem meam?  Ahora sí que sabemos lo que  entraña el hemistiquio de ese salmo. Somos jóvenes. Eternamente jóvenes. Sursum corda. Arriba España.  Arriba los corazones. A ver ese ánimo.

Mis cofrades callaron y me miraron perplejos como pensando “éste acaba de caerse de un guindo”.Pero se les embarazaba el alma de tristeza. Y nadie respondía. Con la edad no se juega. Algunos al abonar  mi demanda por la Red de Redes- da mala suerte, el demonio controla estos predios- estaban obedeciendo al instinto de curiosidad. A ver qué hay. A ver qué pasa con Nicomedes. Tuvo fama siempre de abogado de las causas perdidas. Hola qué tal. Tanta lluvia sobre los rostros. Tanta agua bajo los puentes del Rasemir. El Rasemir o Eresma no era un río como otro cualquiera puesto que se discutía en verdad si era afluente del Duero el del Adaja, el fluvial de Ávila con el que matrimonia pasados los llanos de Juarros del Voltoya, por Valviadero,  después de nacer en La Ventisca. Recibe el tributo del  Quitapesares, del Fuentefría, el Ahusín y luego del Milanillos y del Hontanares y lame los muros de la ciudad –arrodea, arrodea si vas por leche...- pero sin penetrarla, aunque envía como legado de sus potestades fluviales al Clamores que es un río subterráneo, una especie de Guadiana local que asoma la gaita por el puente de Sntiespiritus. Este arroyo que les servía a los judíos de baño o mizrav se sabe muchas canciones y cuentos de la historia local y es un río hortelano, pues a su orilla cultivaban los verduleros moriscos en tablares atendidos con un mimo exquisito las cebollas, los cohombros, los tomates la endivia y la tierna escarola y sobre todo las berenjenas, los nabos, a los que es tan proclive la culinaria mosaica y que forma parte indispensable de la dieta de los Elegidos antes de su éxodo. Aarón santificó esta hortaliza pero a mí sólo me gustan nabos en adviento y el vino en todo tiempo.

 Se fueron al exilio, dejándonos nabos, pero sus sucesores siguiendo comiéndolos, así como berenjenas que tú no veas y por eso los corobinos tienen tan colorada la nariz y tengan fama de judíos. El asunto daría lugar a una recia controversia histórica y rivalidades regionales que acabarían a palos entre crobinos y abulenses.  Nace en las montañas de Guadarrama y se despeña por las rampas de Peñalara y Sietepicos. Entrando en la llanura recibe el tributo de las aguas finas del Quitapesares y del Juarrillos. No entra en la ciudad, como va dicho, sino que la circunda, o circuncida, con el Clamores que atraviesa sus tripas como una lanceta, en arco de ballesta. Mucha agua habían traído las riberas de aquel río chico de corto volumen que pasa medio seco en verano y que sólo mide 170 kilómetros. Muchos truenos, mucho lemo y algún que otro canto rodado. Y la corriente siguió fluyendo bajo el puente de Valdevilla sin que nosotros, transeúntes y aves de paso, le importáramos demasiado al Flumen local. Iban cantando seguramente las olas el Super Flumina Babiloniae ()

 Muchas historias sabe ese río ínfimo. Había pasado tanto tiempo y teníamos tanta niebla en la mirada. Y en las sienes tanta escarcha, y no poco cerumen dentro de las orejas. Esa escarcha de los años que puso escepticismo en el atisbo. Pero aun  les impulsaba el horror al vacío y el presentimiento de que todo tiene un final. Para muchos se les estaba acabando la tarja. Y la tarja, como saben muy bien los viejos castellanos, es un código de barras antes de que inventasen la cibernética que dice que hasta el pan y los bodigos poseen fecha de caducidad y cuando se llega a la última muesca hay que devolver el palo al panadero que nos la entregó.

 En este caso, el Panadero celestial. Demasiadas marcas en el palo y en el alma, la coz del desencanto y la afrenta, y contratiempos cantidad. Algún desfalco. Vidas al derribo.  Más de un desamor tendría alguno pero en aquella ocasión no íbamos a hablar de mujeres, los que tuvieran y de los casados únicamente vinieron dos, una de ella la del músico parecía la ratita sabia.

 Algunos estaban calvos y otros mostraban los pechos hundidos. Filemón que mal olías, tío. ¿Es que no te lavabas? ¿No habría río en Escarabajosa de Abajo? Nos preguntábamos. Yo no podía ver a aquel tío. Me pegaba y encima olía mal. Los había brutos y venían a desasnarse al seminario. ¿Te acuerdas de cuando entonces? Me acuerdo que cuando entonces... mal lo pasamos. Hambre de pan no padecimos  pues había uno al que apellidaban Gudiel, para nosotros el Zurdo, que se guardaba una hogaza  dentro del guardapolvo. El pan no nos lo tasaban aunque nunca nos lo daban tierno sino rancio de dos o tres días-las monjas cocían una vez por semana- y los corroscas estaban revenidos pero por aquellas fechas teníamos buenos dientes y sabían rico. Nos metíamos los molletes que ofertaba el Zurdo a perra gorda entre pecho y espaldas Cuando nos apretaba la gazuza pedíamos una limosna al Zurdo.

-Rufino, dame.

-¿Cuánto?

-Un cantero.

-Toma. Esto importará una perra chica.

El mollete sabía a glorias celestiales a media mañana y por eso se hacía con gusto el dispendio. Lo manducábamos muy a sabiendas. Enrique  era nuestra despensa. Y venía de familia de cambistas y especuladores banqueros. Todos los de la aljama de Burgos cuando los líos y disturbios que hubo en el año 1398 terminaron viviendo cerca de la Puerta del Socorro, abrieron casa junto a las Escalerillas de Sn Policarpo, donde estuvo la aljama y su manera de ser, una contemplación de la vida, su sentido del ahorro influyó mucho en la ciudad de los Arias Dávila y los Coronel que de catecúmenos remataron en caballeros. A Corobias la llamaban ciudad de los caciques y de los caballeros siendo así la pura verdad que es ciudad de acarreo no por el ir y venir que de suyo tuvo siempre un talante trajinante sino porque acostumbraba a vivir de las rentas y de impuestos tribunicios: la annata, el diezmo, la martiniega,  el portazgo, el quiñón de san Andrés, etc., que se hacía ante esa puerta una de las siete que tuvo la muralla con los pecheros de rodillas y a cabeza descubiertita cantando la oración del justo juez.

 Sin embargo, abandonaron la religión de Moisés con armas y bagajes. En masa. De esta conversión nació un poco el pietismo corobino y ese catolicismo tan riguroso que a veces sorprende a los propios romanos. Luego le ocurrió aquel terrible percance en cuarto de latín, murió atropellado por una moto.

 El Prunela no vino quien sabe si hubiera muerto. Por aquellos días a algunos de los que quedaban les picó la curiosidad de “si se había salido o lo echaron”, un matiz bastante diferente.

No obstante y no quiero insistir, no pasábamos hambre física pues allí estaba nuestro prestamista para remediarlo por más que no sólo de pan vive el hombre sí padecimos falta de afecto. Eso creó en mi cierta inseguridad que derivaría en nerviosidad, en complejos. A mí la inseguridad me hace morder bolígrafos, me da hambre. Soy  capaz de comerme a san Pedro por una pata y no quedar ahíto (bulimia). Que de dinero y santidad la metá de la metá. Vaya con Nicomedes. Parecía que se iba a comer el mundo y acabó en un chupatintas. Se comía los libros y luego acabó en nada. No tuvo suerte con las mujeres, después de barajar tantas. Era un fracaso. En la oficina se reían de él. Se cumplió en él la profecía que le echó una gitana: tú no llegarás a nada. Y Nicomedes nunca llegó a nada pero no perdió la fe. Lo persiguieron toda su vida, se hizo con su franqueza muchos enemigos y no lo podían ver. A lo mejor, es que era un mártir de la causa. Había nacido un poco tarde y para más sorna fueron a ponerle sus padrinos ese nombre. ¿Llamándote Nicomedes tú crees que se puede triunfar en la vida? Todos desde luego teníamos madera de santo pero antes era menester una buena labor de ebanistería  humanística y cepillar muchas virutas, los vicios ocultos y desinencias regionales e idiotismos. Educar y formarse.

-¡Compañía!… a formar. Media vuelta. Ar. De frente… ar.

 Habíamos de convertirnos en soldados de la milicia de Cristo. La vida es milicia pero suele haber mucha diferencia entre un soldado y un miliciano. A nosotros todo eso de la santidad sonaba a músicas celestiales. Puede que fuesen  sencillamente palabras. Circunloquios. Retóricas. Frases bonitas. ¿Por qué embisten los toros? Muy fácil, lo mismo que el ser humano. El toro tiene miedo cuando le sacan de la dehesa, su territorio. Lucha siempre por el territorio. El hombre o el niño en este caso tienen un comportamiento igual que el toro bravo o la rata que amurcan o muerden al que le arrebate el trozo de queso o les cuestiones la vaca por cubrir. Sin embargo, íbamos cantando el Iste confessor, y desde el fondo de su retablo, enmarcado entre azules y purpurina, la Virgen sonreía. La Virgen de la Transfixión que unos decían la de los Tránsitos y otros la de los  Transfijos. Allí vivimos arracimados.  Nos educaron en el miedo al infierno, miedo a las penas del infierno y a las llamas del Purgatorio, un lugar de estampitas y de cantos que decían “a la Virgen del Carmen quiero y adoro porque sacó las almas del Purgatorio”, pero hacía unos pocos meses que el Vaticano había declarado este lugar incierto donde van las almas en lista de espera como sitio de existencia poco probable. Y así, para nuestra decepción y la de muchos otros fieles cristianos, los había proclamado el papa reinante que de teologías sabía lo suyo pues para eso era alemán. Con ese edicto nuestras esperanzas sufrieron algún quebranto pero ninguna  merma nuestra fe. De modo y manera que ya no existen ni purgatorio ni limbo. Pues vale. La iglesia después del concilio no estaba para muchos trotes. Se batía en retirada contra la teología rabínica que es su gran enemigo exponencial.

 Los judíos querían llevar el agua a su molino yendo con cuentos de aquí para allá que si el holocausto que si el horno crematorio que si mira lo que hemos sufrido a manos de vuestros caudillos. Total: que de lo que se trataba en realidad era de negar la existencia de Jesucristo. Los padres de la iglesia hicieron mutis por el foro. Nadie salía a discutirlos, nadie se tiraba al ruedo, por miedo a perder el puesto. Esta pusilanimidad o miras del propio beneficio definía los tiempos de apostasía que nos había tocado vivir entre tanto cipigallo. Los valientes como Accipiter, Verumtamen, Quosquetandem y Teigitur se quedaban solos. O eran tomados por locos.

 La grey andaba disgregada, aterida y confusa y en sus ojos se pintaba aquel propter metum Judeorum () del que hablan las escrituras. Pobre Papa, pobres obispos, no les arriendo sus escamochos aunque estoy seguro de que algunos con tal de conservar el poder y las ínfulas de la mitra y su status estarían dispuestos a prevaricar y a escupir ante el crucifijo con la llegada de los neojudaizantes.  Había mucho prelado libelático y he llegado a sentir como muchos el punzón de la duda. Estoy solo.

 En la jerarquía se da con frecuencia la figura del obispo libelático () y la grey anda un tanto desperdigada y confusa al cundir la apostasía. A aquella cárcel en llamas donde se sentaban las ánimas, se  le había dado carpetazo teológico por las buenas. Puede que en este punto la Iglesia haya actuado contra sí misma porque la devoción a los difuntos fue fuente de limosnas y de sufragios, un negocio, ea, durante muchos siglos. Aun, sería declarado nulo el limbo de los justos o seno de Abraham. Todas las religiones se fundamentan en el miedo a lo desconocido y el Purgatorio era parte integrante de aquel incierto más allá, la región de las sombras que amenaza a todo mortal. De la misma manera en la calle de la Montera de Madrid hay un cartel que dice ya nos es pecado pues por lo mismo ya no hay purgatorio. Así que, a pasarlo lo mejor posible de tejas abajo, porque no sabemos lo que nos aguarda de tejas arriba. Hay mentes susceptibles como la mía a las que estas involuciones de los tiempos representan una desdicha y materia de escándalo.

-Así que ya no es pecado.

-¡Vaya! ¡Vaya!

 Sin infierno y sin purgatorio (no existían, nos lo habían quitado) a los que pegamos el primer estirón en la década de los cincuenta del pasado siglo parece que nos falta algo. Eran ambos conceptos las muletas en las que se apoyaban nuestras nociones del temor  de Dios del que dice el Eclesiastés es el principio de la Sabiduría.  Los tiempos se habían alterado mucho a lo largo de los últimos 53 años aunque, cuando entramos en la capilla, nos invadió la sensación de que acabábamos de arrodillarnos en los antiguos bancos ayer mismo. Ya no había limbos ni purgatorios. ¿Infierno?  Pero que más da. Allí estábamos todos los de la promoción del 55.

Todavía seguía vigente pues- para empezar- todos llevamos un infierno portátil en el interior de nosotros mismos pero de cualquier  modo, tales mudanzas decían un poco de nuestra confusión y atolondramiento.  Y ese infierno para algunos era su propio matrimonio ¿Cómo llenar aquel vacío?

 Luego, estaba miedo a ser expulsados, miedo a la hembra, porque el sexo era una suerte de condena y la mujer una embajadora de los demonios. Amén de eso,  el terror del infierno y miedo a hacer el ridículo entre los demás pupilos, o lo que se conoce vulgarmente bajo el nombre de los respetos humanos.  Pese a lo cual, nos vino bien aquella disciplina castrense, puesto que vita milicia est que diría san Pablo y algunos como Filemón se lo agradecerían al de por junto pues creo que se apuntó a la Legión.¡ Cómo olería la compañía! Seguro que todo el tercio apestaría.

 Este chico vino sin civilizar de un pueblo de la sierra: Escarabajosa del Monte. Filemón o Lemonis como le llamábamos cuando se hizo popular no sabía lo que era una ducha y miraba para los grifos indecisos entre lavarse o salir, corriendo como si fuera un fetiche. Dicen que los indios aztecas cuando vieron llegar  a Cortés a lomo de un caballo se asustaron. Creían que  era un centauro.  Pues Lemonis  lo mismo delante de un retrete. Cuando veía un coche se arrimaba a la pared creyendo que era el diablo. Había sido agostero los veranos y borreguero entre la Asunción y san Miguel. Compañero de cardos y de guijarro y por cama las jaras secas de un risco. Estaba salvaje.

Apenas sabía leer y entró en el seminario  por influencias; ciertas hablillas referían que tenía mucha mano con un tío obispo. ¿Su tío o su padre? No sé si era su tío o su padre pero lo cierto es que era abad. Se crió como Jeromín en Escarabajosa un pueblo donde no había ni siquiera letrinas. Limpiarse se limpiaban con un morillo.

 Puede que el sobrino del abad mitrado tuviera madera de santo pero nos daríamos con un canto en los dientes si el señor rector don Ventura o el ecónomo don Marcial o don Martín al Cubo y don Florindo o alguno de los prefectos pudieran hacer gavilla de su persona.

 Pues a ver quien era el majo que metía en vereda a aquel mostagán que se movían con andares de chimpancé y se reía con risa de orangután. Disfrutaba de lo lindo cuando echaban películas de Tarzán y el Hombre Lobo o una de indios algunos domingos por la tarde. Saltaba, brincaba, descomponía la silla, le pegaba una paliza al del asiento delante para que se estuviera quieto.

 Su presencia era una demostración a plena escala de la tesis  de Darwin  sobre los orígenes simios de la humana especie. Pues bien; este tío quería ser cura. Muchos son los llamados pero pocos los elegidos. ¿Y eso como se come? Pues con patatas fritas. Vaso de elección -vas inspirationis-, decían los antiguos, y un hombre un voto. Tocaban las campanas al escrutinio de las mentes pero habíamos quemado las urnas y todos nuestros cartuchos. Nos quedaban pocas papeletas. Se acercaba la democracia, tiempo inicuo, y nosotros habíamos elegidos a nuestros alcaldes, a nuestros semaneros, a nuestros campaneros e incluso a nuestros obispos por insaculación. Se tiraba en una orza un morrillo, cada uno de color distinto, conforme al candidato y así se le designaba. No cabían fraudes, ni pucherazos, ni el circo que siempre suponen las campañas electorales. Así eran nuestros comicios.

 Puede que hasta el diablo no sea más que un elegido por el procedimiento de un hombre un voto o si se quiere por el de mano alzada. Un procedimiento por el que entre otras cosas asesinaron a Jesucristo.

 El concepto urnas en mi memoria revierte siempre al de horcas. Horcas caudinas. Tienes que pasar por el aro, tío. Sofronizate, relájate, ríete ante sus propios huevos. Pero agacha la cabeza. Sufre y resiste, jodío, y aquí me acuerdo del bueno de Lemonis bajo arresto, con el saco terrero a las costillas. Fue el terror de los sargentos tanto por el olor que expedía su cuerpo como por sus bromas inaguantables.

  En sus primeros siglos la iglesia era democrática. Luego se hizo teocrática y jerárquica. Así se realizó la elección de santo Matías el primero de los diáconos, su fiesta el 24 de febrero, acaba de pasar el otro día como aquel que dice. Íbamos para curas y acabamos en escritores fracasados o en discretos padres de familia que ya cobraban la pensión y eran abuelos.

 Todas  las mañanas salían a las doce y regresaban a casa con las consabidas bolsas de plástico y un par de barras. El talego con el que cargábamos entonces y esperábamos en las visitas de los jueves como agua de mayo era nuestro destino: bolsas de la compra,  mochilas de libros, más luego las broncas inexorables de las parientas que se habían vuelto biliosas, mal encaradas, agresivas, aburridas, más malas que la que picó el tren, gruñonas y sus bocas convertidas en el aguijón del escorpión. Compras libros. No sé para qué te sirven. Algunos no pudieron resistir y degollaron a la serpiente de un tajo. Smeia smerla (). Pero todo eso estaba en una de las novelas que Nicomedes escribió y profetizó la lucha de clases sería sustituida por la lucha de géneros y la guerra y el infierno entraron en las familias. Ante la infelicidad de su matrimonio hubiera preferido ser cura.

- ¿Señor apiadare de nosotros, que hemos hecho y por que tan duramente nos castigas?

Todos los días mataban a alguna de aquellas víboras y había casos de violencia doméstica. Eran carnaza constante para el periodismo tragaldabas que servía a esta infausta realidad de las familias españolas de caja de resonancia. Parece ser que el presidio fue, ironía del destino, el lugar donde terminaría  alguno de aquellos piadosos seminaristas que cumplían el reglamento y no cometían pecado alguno, ni mortal ni venial. Guardaban la modestia e iban con los ojos bajos por la fila. Un mal día se les subió la sangre a la cabeza y acabaron utilizando el hierro contra aquella un día representó el amor y ahora era un pelele del sarcasmo y de la ira. Se lo llevaron los charoles. Yo me acostumbré a andar caminos de soledad ciudadana con las zapatillas de deportes. Las desavenencias conyugales, los gritos, los lloros, los remordimientos, los reconcomios. A Nicomedes su sino le deparó un infierno portátil, algo que no se merecía. Tampoco a mí.

 Ese era el futuro  que nos esperaba antes del sepulcro. Tiraron la flecha muy alto, querían alcanzar las estrellas, pero el dardo se quedó a media distancia. Nuestras existencias fueron el resultado de amaños, intrigas y falsas expectativas.

 Mirando hacia atrás, observamos que en ellas ya quedaba poco de heroico excepto cuando le poníamos los cuernos a la parienta en un  motel de carretera y alquilábamos una meretriz para pasar quince minutos y salir pitando.  La verdad es que yo no había leído a Maquiavelo. Tomaba a los hombres como yo querría que fueran y no como eran en verdad. O a las mujeres. Ahí estuvo el gran fallo de mi existencia. Que Dulcinea del Toboso no era más que una merdellona, una moza de partido contra las que se rompieron las astas de mi romanticismo.

-¿Gozas vida?

 -La tienes muy gorda. Me hubiera gustado conocerte cuando tenías treinta años menos.

 

 

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Simulaban los chillidos del orgasmo las jodías y sacaban la pasta   con sus enjuagues y zalemas  a los viejos verdes que se iban de correría. Correrla sí pero lo de correrte era ya un poco más difícil, harina de otro costal, vamos. Ni con Viagra o Cialis, el mágico invento de tan fatídicos tiempos. No obstante algún día trazaré tu semblanza de español fracasado. Escribiré tu biografía.

 Iba para arcipreste o para caporal de los tercios de Flandes a los que denominaban el “electo”. El electo era un cabo que tenía la función de hablar con el coronel cuando se atrasaban las soldadas y la chusma amenazaba con soliviantarse. Y nosotros estábamos a verlas venir aguardando al  Último Paga.

 De la misma manera yo era electo para parlamentar con el señor   obispo pero el obispo ni nos quiso recibir; no éramos más que una antigualla. Teníamos la fijación de que la iglesia nos había arrebatado algo muy importante en nosotros, nuestros sueños de juventud, y era justo que nos lo devolviera al final de nuestros días. A unos le dejaron marca las pláticas del padre espiritual sobre los Novísimos, a otro le había tratado de sodomizar un sacerdote  en el confesionario, a otro el  rector con sus amenazas de colocarlo de patitas en la calle selló su suerte de delincuente. Llamar y se os abrirá dice el evangelio pero a diferencia de Jesús, la jerarquía tiene el corazón de pedernal. Sólo encontramos la puerta cerrada, la casa vacía y nos mandaron a comer nabos en adviento, esto es a freír espárragos. Los curas no saben decir “sorry” ()

 Íbamos para ser guardias de corps de Jesús Sacramentado como los jesuitas, o  lansquenetes de las divisiones acorazadas de la divinidad o bien canes del Señor, como los dominicos y terminamos en seres arrumbados, hombres fracasados o  bien alcohólicos.  ¿Quién nos lo diría entonces cuando aspirábamos a ser los capitanes de la guardia, los sumilleres del emperador celestial?

 La primera borrachera la cogimos con aquel vino judiego que nos daban en la colación de ayuno de los Viernes Santos y ya no soltamos la moña en la vida. Dicen que la santidad es camino áspero pero cuenta aun  con coletazos de resaca. Éramos tan frágiles y tenemos tanto miedo al toro de la vida que embiste, a la furia e inconsistencia amorosa de las mujeres y conjurar el estigma de que nos encasillasen como maridos maltratadores que había que buscar asilo mental en el vino.

-¡Cobardones!

 El alcohol deparaba seguridad y parecía infundir fuerzas pero aun  eso puede que fuera un espejismo. En eso aun  nos equivocábamos. Volvíamos de nuevo a Corobias  como el que se dispone a efectuar un viaje iniciativo hacia Eleusis. Desde el primer vagido en el vientre de su madre y desde que el hombre pone las plantas sobre la tierra,  anda a la búsqueda del paraíso perdido. Quiere ir a Eleusis donde se encontraba la fuente Castalia bajo el amparo de la Diosa Demeter que tenía por costumbre apacentar allí sus rebaños de bueyes. Entre ellos estaba el minotauro. Pero muchos no encontraban el camino. Su nombre no estaba en la lista. No eran del número de los elegidos. ¿Quién era el minotauro furioso? El padre de un bisonte y el abuelo de todos los búfalos de las grandes praderas. Un uro. De Demetria sí que sabíamos algo pues nos inspiró para conocer la devoción hacia la Virgen María. Madre de la tierra, base y sustento del amor verdadero del que siempre anduve yo en bastante carestía. Quizás por eso allá por el mes de febrero cuando la cristiandad celebra las carnestolendas, y una vez en mi pueblo me hicieron rey de gallos todos los mozos a pupilo en ca  la Salamanquesa a los que se designó para correr el masto, y le arranqué al gallo la cabeza con todas mis fuerzas.

 Me subieron sobre la albarda de un burro. Colocaron sobre mis sienes una corona de papel. Me pusieron en las manos un cetro de hojalata, que parecía yo como descendido del Olimpo, como si yo hubiera saltado al valle de lagrimas donde se encajona el pueblo de Valdebriga, desde el cuadro Los borrachos de Velásquez, y en las manos mías colocaron aquellos malsines la esfera armilar que nos valía en la escuela para entender mejor las lecciones de geografía que daba el maestro. A todo esto, sobre mis hombros instalaron el ropón de una oveja que olía un poco a meados pues desde muchacho tuve ese padecimiento de mojar el lecho, simulando el manto de armiño y ya estaba yo perfectamente constituido en rey de gallos.

 Hacía un frío que pelaba en el callejón de la Tía Caya que nos sirvió de palenque. Manín  fue al transformador y quitó los plomos y colocó sobre los cables del tendido eléctrico  un par de capones y una gallina clueca. Todo el pueblo, sin luz pero nosotros, en el estridor de nuestra fiesta, no estábamos a oscuras lo que se dice sino muy lúcidos con el candil del morapio.  Colgolos de las patas y se organizó una carrera de mulos y burros.

 Los asnos se dispararon a los cuatro pies hacia la meta, mientras los machos se hacían el roncero pues, no queriendo formar parte de la cabalgata, tiraban a sus jinetes por las orejas, y estos les molían a palos con la tralla. El que más corría y el que más saltaba y el que más fuerza tenía en los brazos para arrancarle al pollo de la Tía Caya la cresta de cuajo ese seria el rey de gallos. Y ese día el premio fue para mí. Aunque la cosa no tenía mucho merito. La mayoría de mis contrincantes se habían pasado en lo de darle meneos al jarro  e iban vomitando al llegar al Berral o echaban la pota en el río Botijas cerca de los chimorretes, borrachuzos como ellos solos los mozalbetes de mi pueblo y yo no cataba de lo que dan las parras  por aquel entonces y es por esto por lo que me coroné rey de gallos en las fiestas del Anesterion que en mi pueblo que siempre fue algo pagano de suyo a la sombra de aquel cerro que semejaba un Olimpo ubicado sobre el promontorio donde estaba la torre del cementerio que era la de una antigua iglesia baluarte, celebraban con cierto empeño, guardando una vieja tradición.

 Justo en la cima manaba una fuente  que llamábamos Colorada y que era un remedo de la de Castalia. Chorro de vida manantial  de los dulces pensamientos y un ágora en la plaza donde hablaban en corro los hombres viejos todos los domingos al salir de misa, celebrábamos los carnavales como si fueran saturnales y como había poco sexo, sobraba el vino, y poco que arrascar por el erótico cabo al estar  prohibidos y muy controlados los placeres de  la carne, los del vino siendo tolerados, lo compensábamos con Baco y otras destemplanzas como la carrera de asno.

 Cuando terminaba la competición, Manín volvía al transformador a devolver la luz al pueblo. Un año chisporrotearon  de lo lindo los cables del tendido eléctrico. En ca el cura se quemó la instalación y donde la Onésima se fundieron los plomos en el momento justo en que estaba con su hombre montando coyunda y haciéndole un chico a su parienta. In medias res se fue la luz. Resulta que una de las gallinas decapitadas se había quedado allí tiesa, no la bajaron y hubo un chisporroteo tremebundo que estuvo a punto de arder todo el caserío que se encuentra en la hondonada. Olió a carne churruscada durante veinte días, poco más o menos como en las incineradoras de los crematorios.

 Burradas como aquella y bromas de mal gusto podría narrar a cientos. Don Efesio desde el pulpito no dejaba de llamarnos acémilas y decía que bien estaban hechas las cuaresmas como tiempo de ayuno y de penitencia. Que cantásemos salmos como el rey David y nos vistiéramos de estameña y nos cubriésemos de ceniza las cabezas. Algunos tomaron las amonestaciones del curilla al pie de la letra y preparaban otra parecida a la de lo de correr el gallo con carreras de sacos. Al que llegaba el último por costumbre se le tiraba al pilón donde abrevaban las yuntas. Eso de tirar a uno al pilón, por más que los abrevaderos pueblerinos hayan dejado de existir, sigue siendo una costumbre muy española. Así que el día  Las Candelas se corría el gallo.

 Puede que nevase; no lo recuerdo. Lo que sí sé es que el cielo estaba encapotado y, pasado el páramo, junto a los cielos de panza de burro puede que se adivinase el lomo en forma de arco toral de Somosierra cubierto de su alquicel blanco. No en vano al pueblo que aparecía lontano y montano desde la planicie de las eras de Valdebriga lo llamaban Catrosarracin porque los sarracenos lo tuvieron bajo su dominio durante siglos por derechos de conquista y los castro sarracines habían adquirido algunas costumbres como sentarse a la morisca, no catar el vino y tener varias mujeres aunque, para disimular, se casaran por la iglesia con la legítima.

 Ya habían llegado las cigüeñas y tenido su celo los gatos. Calzábamos albarcas y para no mojarnos los peales con los botes de conservas hacíamos una especie de zancos y con tales coturnos que se ataban a la pantorrilla íbamos a ver correr a los mozos a las eras el gallo y luego a merendar a las bodegas, chapoteando por entre los charcos. Había quien se arrancaba por  lo zamarro con una jota ansotana “Si quieres que yo te quiera ha de ser con el ajuste que tu no hables con nadie y yo con la que me guste”. ¡Anda, átame esa mosca por el rabo! Éramos unos empedernidos machistas.

 Por eso de Valdebriga se decía que todo eran berros y barros. Barros y berros de la mía vida, hartos sufrimientos aunque por el adviento caía algún nabo. Y era lo que me esperaba un suculento plato de nabos en adviento. Esa es la historia de mi vida.

Hasta de la fuente Caldera manaba barro. Vivíamos despreocupados el final de una era el tiempo de Piscis o tiempo de Cristo al que representaban en la mesa del altar con un paño bordado con un pez que tenía la boca abierta para entrar en la era de Acuario. Después, vendría el anticristo y se acabaría el mundo pero de momento en lo que dure había que gozar de la vida y de sus carnestolendas.

 Chascábamos piñones sobre la lápida de cemento de los Chimorretes y veíamos al tío Carretero afanarse con toda su familia para acoplar el aro de hierro a la madera de un carro. Todos en la familia cooperaban. Eran lo menos diez o doce y hasta la Danila acudía con un caldero de agua que perdía el bofe. Salía humo de las juntas al rojo vivo. Lo pintaba Laurentino a base de un arte campesino que hunde sus raíces en la prehistoria y en los frescos romanos, con unas figuritas que remedaban tréboles ruedas de la fortuna florecillas del campo y otras cosas como la cruz gamada de los indoeuropeos y la rosa de los vientos.

El tío carretero era chico de cuerpo pero bragado, todo un gigante, de espíritu y bien puesto por lo que parece de lo de más abajo, porque todos los años a la Danila la hacía un crío. Tenía doce hijos y a la hora del encuarte, todos estaban allí como condenados,  pues eran todos muy unidos, para asentar el aro de hierro a los radios de la rueda de pino. Señor, ¡qué juramentos se oían por toda la cañada y retumbaban esparciendo el eco por la vega!

 Lo más suave era cagarse en Dios pero una vez don Ciro fue al pueblo a dar una charla espiritual y algunos acusicas fueron con el cuento al canónigo lectoral de que el tío Grillo como llamaban al carretero era un blasfemo de cuidado, que lo multasen con una multa de cinco pesetas cada vez que profiriese un cagamento o que le denunciasen a los civiles. Don Ciro entonces se quedó pensativo y empezó a escribir en el suelo con un palo a imitación de N. S. Jesucristo con la pecadora.

- ¿Y que ha dicho?

- Caguen Dios, caguen la Virgen caguen san Pedro y caguen Satanás.

- ¿Y miró para arriba?, inquirió el predicador

- ¡Que va! Estaba mirando para su mujer que por poco le escalda con un caldero de agua hirviendo.

- Pues esa blasfemia, si se dirige la vista para los cielos, es un pecado gordísimo pero si no se mira para arriba no deja de ser más que una simple falta.

- ¡Ah!

Don Ciro con su benevolencia y su sabiduría había dejado bocas a aquella turba de fariseos y meapilas de la misma forma que Cristo confundió a los  doctores. Asimismo, le exoneró al Tío Grillo de una multa de dos pesetas por blasfemar. Me cupo la suerte o la desgracia de ver dar sus últimas boqueadas a la Edad Media, que bajaba disfrazada  de monja a luchar con don Carnestolendas  todas las primaveras, pugna simbólica del bien y del mal, de la virtud y del vicio. Ganaba la partida, aún con no pocos alifafes, doña Cuaresma. Vencería la abstinencia que simbolizaba el bien pero el mal se cobraba aun su adeudo. Aquellas escenas, poco antes de la llegada de la primavera, que presenciara de muchacho me ayudaron a entender algo del misterio de la vida que en buena parte es teatro. Representación alegórica de un drama que se nos escapa en muchos casos pero el cristianismo no había sido derrotado aun por las fuerzas oscuras y éramos todos cristocéntricos. Luego el eje de la historia, en el tránsito de la era de Piscis, se desplazaría hacia otro lugar y las gentes vivirían un poco mejor pero no serían más felices. Al menos, no necesariamente.

 El pórtico de la gloria a través de la gubia del maestro Mateo bien lo dice en su lenguaje de piedra que traza la imagen del pantocrátor. El hijo de Dios preside el cosmos y se sentaba en un trono de majestad que ahora parece vacante. Cristo alfa y omega ayer hoy y siempre: el onkolos u ombligo existencial. El diablo parece que se las está apañando para conseguir cortar ese cordón umbilical que ajunta al ser humano con la trascendencia y hasta en los autobuses hoy viajan carteles (lo que demuestra que se trata de una batalla muy vieja) que anuncian que no hay Dios, eran las fiestas del  A n e s t e r i o n y, aun pecadores, el temor de Dios presidía nuestras vidas. Era un tiempo más pacifico más resignado, aunque siempre estuviéramos de fiesta, que el actual comandado por las reglas del juego del voto democrático, los amaños de las elecciones cada lustro, el dinero y una cierta riqueza que no evita que la vida sea más incomoda que entonces y mucho hedonismo y mucha violencia. En esta sociedad los viejos se sienten desplazados. En aquella, no. Entonces eran gente respetable y veneranda. Ahora se menosprecia a esos pobres jubilatas – nos temíamos la tostada los del grupo-, que caminan leguas y leguas cada mañana quizás para no tener que pensar para cuidar el físico y sobre todo para perdurar. Su mujer les entrega un talego de plástico cada mañana. Ten. Que vayas a por el pan. No me da la gana. Pues hoy no comes. Mira que hay que joderse. Toda la vida trabajando como un burro y ésta me tiene por chico de los recados.

La sierra se nos aparecía en las mañanas de invierno  reluciente y nívea como unos corporales inmensos recién planchados, una sabana fría en que arropar nuestros sueños. Se bebía el vino recio de la raza, se mataba al cerdo y se corría el gallo. Vámonos pa allá. Se esperaba el concilio, el aggiornamiento,  Juan XXIII, le decían el papa bueno y ahora resulta que  dicen que no era tan bueno. La historia lo juzgará.

El cambio pero “si cambias la membrilla en Manzanares buena gana tendrás de ver lugares. () Esa transformación supuso elidir algo de nuestra propia alma con lo que medraron frustraciones y vinieron los duelos y quebrantos: el tiempo de Piscis, el signo más importante de la rueda del zodiacal, sustituido por el de Acuario, que no deja de ser un Dios y harto problemático: el agua es el símbolo de la mujer. Entraba a reinar la gran meretriz. Y una de las cosas que no sabía la gente era que el concilio al suprimir el latín atentaría contra la taxonomía de su propio orden y mandaba al evangelio a galeras cuando se ordenó que no se rezara más en latín y aquella tierra donde nacimos nosotros en el corazón de Hesperia era romana por los cuatro costados. Los paisanos a la hora de yantar en el campo se acodaban sobre el surco como si se tratase de una larga merendola en el triclinio y los mondongos y el jabalí asado era una costumbre culinaria heredada de los legionarios romanos que pasaban por allí, que tenían inclinación por el vino aguado con la tradicional posca que atempera la borrachera. Otro de los platos preferido era el escabeche de cubillo, remedo o reliquia del “garium” manjar piscícola de los romanos.

Les privaba el cochino tanto como odian a este animal impuro los semitas. El plato tradicional que guisaba Luculo en sus sartenes era el t e t r a p h a r m a c u s que se condimentaba con manitas de jabalí, pechuga de faisán, ancas de pavo real y otros manjares. El cerdo(s u s) era para ellos un animal sagrado.

¿Y eso cómo lo sabes, Eustaquio?

-Me lo enseñó don Valeriano que sabía mucho latín.

Las fiestas de la Candelaria eran el final de las calendas januarias en que se organizaban los fastos saturnales para aplacar la cólera de los diiscuros () y acaso por eso nosotros corríamos el gallo, siempre me he sentido romano y yo viví los tiempos de Roma en aquel seminario donde todavía se estudiaba y se impartían las lecciones en la lengua del Lacio.

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E

l mollete sabía a glorias celestiales a media mañana y por eso se hacía con gusto el dispendio. Penjamo era nuestra despensa. Como su padre era tratante no sé si de Cantalejo tenía un sentido de la economía. Era por lo visto descendiente de judíos pero a mí me importaba una higa el que el pan que me comía viniera de la mano de un judío, de moro o de cristiano. Todos somos lo mismo y acabamos igual domados por el rasero  igualitario de la gran niveladora. Uno de Asturias, hijo del cabo de Taramundi, dijo que a él la sidra le probaba más que las mujeres. ¿No sería un poco maricón? Lo mismito. El ser humano no cambia. Únicamente las estrellas aunque parezcan clavadas ahí en eso no cambian de sitio. Septiembre era el mes de los perihelios y de los jolgorios. Desde la Virgen de agosto hasta san Miguel toda España es un pasacalle. Tiempo de fiesta y a mediodía todavía se puede ir de trapillo. Sobraba la chaqueta. Pero estábamos desnudos. Desnudos y desunidos ¿Qué hemos hecho? Desguarecidos y sin la hoja de parra  con que taparnos igual que Adán y Eva cuando los desahuciaron del Paraíso buscábamos un amparo. Querencia. Algo así. La vida y sus sinsabores nos habían convertido en huérfanos de nosotros mismos. Por comer del árbol de la ciencia dijeron los críticos pero yo pienso que fue por andar a claveles. Sin embargo, no os pongáis dramáticos, chiquitos. Lo pasao, pasao. Hay que vivir. Allá películas. Pero todos seguíamos agarrotados por el pavor. Echa la galga, Federico. Frena. Que no que van bien las mulas. Carga delantero. No que te lo digo yo; que va trasero. Inventaron el tractor y desaparecieron las yuntas de mulas y los que las vendía los muleros y tratantes de Cantalejo. Yo fui rey de gallos pero la constelación de Orión nos conmina a cambiar de vida y costumbres, los científicos hablan del calentamiento global. No enchufes la tele ni la radio, si no quieres vivir un día deprimido. En las casas se entablaban luchas por el poder. Luchas por el mando a distancia. Ah “Iste Confessor”. ¡Cuán lejanos suenan aquellos cantos! El carro volcao y todos son carriles y explicaciones. Aquel frenesí eléctrico nos agarrotaba los nervios. Parábamos en seco. Era la tijerada ciega del cuévano cuando se va a vendimiar sobre las artolas disputables y el mulo  se espanta y no hay camino y nos lanza por la collera contra la cuneta. Tiras del ataharre y te quedas sin mano o sin cabezal.

-¡So!

-Que te dije que pares. He dicho.

Era el  silencio de  los corderos en aquellos claustros por donde ya nadie pasea ni medita. La rectoría vacía. El sagrario sin eucaristía. Desde que llegó el Día del Odio nos expulsaron de nuestros sueños. El templo sin un alma, algún que otro viejo, que se prepara a bien morir. A las iglesias ya no acuden feligreses. Van visitantes. Hubo una segunda gran denudación de los altares, mucho peor que la luterana. Alguien voló sobre el nido del cuco. Pasó el sembrador de cizaña. Lanzó al aire metiendo mano a su morral la semilla maldita el enemigo y os ha dejado sin tuétano.  No cruzó los campos de noche. Para mayor vergüenza nuestra, llegó de día y las gentes de los pueblos que estaban sentados al fresco en el poyo de la entrada le dejaron hacer pues explicaban su indolencia con el refrán ni mío es el trigo ni mía la cibera, muela quien quiera. Las buenas gentes se calaron un poco la visera. A buen seguro que les molestaba el sol, y miraron para otro lado. Llegó la Bestia y muchos pensaron que habían venido los titiriteros. Prepararon un gran banquete para Ella, la fiesta de la libertad, y pusieron a punto el corral de las comedias. Un corral de comedias cibernético que cada uno montó en su propio cuarto de estar. Aquí cada uno va a los suyo, hijo. Esta abulia y esa indolencia de los malpensados y los acomodaticios torturaron mi vida. No se puede sin embargo remar contra corriente. ¿Por qué no reaccionáis? ¿Y que vamos a hacer, qué quieres tú que hagamos? Nos han arrebatado el alma. Los ratones se comieron todos nuestros bodigos. Palmaditas que suenan a hueco por delaten y por detrás te preguntas con tristeza pero ese carcamal fue niño de coro conmigo. No puede ser. La juventud se fue, nieve en la cabeza rescoldos en el corazón. Ese era el pavor que se leía en nuestros rostros y nos dejaba lívidos. Horror vacui. A muchos les había salido la hoja roja. Ya quedaban pocas planas por llenar. Aquel medio siglo supuso un continuado auto de fe. Lo extraño es que muchos no hubiéramos abandonado la fe. Por otro el resquemor del agravio y la reivindicación. Ay esas puñaladas que nos dejaron costurones en el corazón. En estos tiempos en que está de moda abrir fosas de la memoria, nosotros aquel día acudíamos al gran caserón destartalado de traza herreriana para recuperar la memoria de nuestra infancia, algo que se nos debía y nos habían arrebatado. Nadie nos pidió perdón. Nadie nos presentó excusas ni siquiera dijo lo siento. La Iglesia suele a veces ser intempestiva y poco misericordiosa. Jamás nos dijeron sorry aquellos cabrones. A Lesmes por ejemplo no le dejaron ser cura porque le daban ataques epilépticos. Padecía gota coral. Le enfermedad de los cesares, de los líderes y de los grandes transformadores del universo. Así y todo lo mandaron para casa. “Tú no puedes ser cura”. Primitivo se fue a una romería y le dijo el rector de mañana al día siguiente de la juerga no vengas y le esgrimió el primer articulo del Reglamento: “Serán expulsados los díscolos, los incorregibles”. Mañana no vengas. Y todo por haber ido al baile a ver el personal y donde por cierto no se comió una rosca. Si lo sé, no vengo, pero todos habíamos venido. Cristo no había faltado a su palabra. Los hombres tal vez sí, y allí estábamos todos como unos pipiolos para honrar a la Virgen de los Tránsitos. Muchos faltaban. Algunos como Geñete se nos habían muerto una fría noche de Reyes. Otros estaban “missing”. El tiempo y los pedriscos diezman las cosechas ¿Se habría tragado la tierra a Contrueces el hijo del cabo de Valdebriga, el  mejor preparado, el más competente, una lumbrera, una eminencia? Le decían Tinta Fina. Debía de ser por su elegancia y por su capacidad intelectual. Era capaz de memorizar una tesis en latín de diez folios y soltarla sin comerse un punto ni una coma. Aun  los había torpes. Por ejemplo Aldeorro, una vocación tardía. Nos llevaba cinco años y cuando a los demás no nos apuntaba el bozo él ya se afeitaba barba carrada, pero un zote, oye, que no había en la comunidad otro tan zoquete. No sabía ni hablar. Por decir la cosa cambia él decía “no cambea” según el lenguaje de por ahí de los castros los pueblos de la sierra que aún seguían canteando a los forasteros cuando pasaban por el valle y estaban un poco sin civilizar. Pero llegó a cura fíjate tú lo que son las cosas y era el ultimo de la clase y los profesores lo dejaban por imposible. ¿Dónde está Aldeorrillo? En el pelotón de los torpes. Antes de entrar en el seminario había estado con las ovejas. Por la cuenta que le tenía le importaba mucho ser cura. De lo contrario tendría que regresar a casa con el rebaño y guardar las trescientas churras que apacentaba su padre.

 No habían sido ordenados los mejores. Por ese cabo la Iglesia no elige la excelencia sino la sumisión. Y aquel menoscabo había marcado un poco nuestras vidas. Era nuestra asignatura pendiente. Sin embargo quedó en algunos de nosotros la semilla y la palabra marcada a sangre y fuego. “Cristo no os abandona. Aun  vosotros sois los elegidos”. Yo había escuchado aquella voz y me había levantado al calor de las palabras dulces y precisas del Maestro: “sígueme”. Pero yo qué sabía. Mi vocación había nacido viendo una película en que Bin Crosby trabajaba de cura en  “siguiendo mi camino”. Luego en unas ferias mi madre me adoctrinó sobre lo bien que estaban los curas, lo bien que vivían. Tienen su paguita, sus monjas, sus latines y hasta les atiende un ama. “Pero tú no vas a tener necesidad de doméstica. Tu padre y yo nos iremos contigo y te asistiremos  y tú cuidarás de nosotros cuando seamos viejos” mi progenitora me estaba haciendo la propuesta de un seguro de vejez. Sígueme. Le seguí pero a tientas y a ciegas. Salvaré muchas almas para Dios. Me iré a misiones a evangelizar a los chinitos Y “Sígueme” se llamaba la revista a la que yo estaba suscrito y que leíamos de pe a pa.  Era una publicación mensual. Yo guardé muchos años encuadernados todos sus números, en especial la colección del año 58. Siguiendo mi camino. Y Bing Crosby que trabajaba de cura en aquella vicaría de Chicago de paredes embonadas de madera noble. Con abrecartas de oro y escribanía de cuero repujado buenos cigarros puros y buen brandy, sotanas de límiste de Corobias y pufos de cura, el alzacuellos que era una roca de puro almidonado, y con  cleriman a lo padre Peyton. Esa era mi vocación. Creo que mi vocación de cura es lo mismo que mi vocación de escritor, una lucha por el poder, una pugna para que te tomen el nombre, para ser algo y buen parecer. Una contradicción en términos pero todos los de entonces adolecemos de lo mismo: objeciones bíblicas.

 Muchos son los llamados y pocos los escogidos pero ¿qué quería decir aquella frase? No estaba seguro. Unos días quería ser fraile si habían puesto en el cine del barrio la película de Fray Escoba y, otras, marinero de altura si echaban Pescadores Intrépidos o bucanero del Caribe si la sesión era de piratas. El cine, la propaganda, tienen que ver mucho con el molde de las mentes en la centuria en que yo crecí que fue el siglo XX. Tenía que ser diferente a los demás. Salvar almas para Dios pero qué es salvar las almas. Tenía que ser un hombre distante fuera del mundo. Poco comprometido. Sin embargo, todos los sacerdotes que conocía llevaban una vida cómoda. Tenían una paguita y un buen pasar, sin ser ricos tampoco eran muy pobres. Arduo es el camino de la santidad lleno de abrojos nos decían en los ejercicios espirituales en los retiros en las admoniciones y en los coloquios. Los ojos bajos cuando se va en fila, la modestia, la guarda de los ojos, la guarda del vientre y de la lengua, el cuenta-  pecados (bolitas ensartadas en una cuerda) y el rosario entre los dedos, siempre el rosario. Nunca salgo de casa sin persignarme y con las cuentas de los cinco Misterios en el bolsillo logro muchas noches conciliar el sueño. Y el examen de conciencia después de vísperas. El homo religiosus que va conmigo busca la trascendencia ¿Pero cuáles podían ser mis pecados en aquellos inocentes tiempos? No lo tenía del todo claro pero era evidente que todo aquello me atraía sobre todo la pompa liturgia y las misas en latín. Abandoné el seminario y casi mi fe se derrumbara cuando suprimieron los viejos cantos y se incoara un nuevo ordo misae () en vernácula y cara al pueblo. Hacía preguntas sin respuesta y luego seguía indagando hasta convencerme a mí mismo de que yo quería seguir a Cristo porque representaba el bien la verdad y la belleza. No podía haber mejor representación de ese ideal que aquel cristo de los Ojos Bajos que presidía nuestro paraninfo.

Me sumía en los efluvios de luz de esa claridad vesperal que penetra en oblicuo a través de los vitrales multicolores de las catedrales dejando un poso de quietud que es añoranza del cielo. Amé de siempre las sonoridades del canto llano y los libros de horas reclinados sobre el inmenso facistol del coro que había en la catedral de Corobias. Yo tenía una vocación contemplativa y que la paz de los días siguiera a la paz de las noches. Agarrarme al método del carpe diem heracliano fue mi empeño durante algún tiempo. Quería ser un libertino, pero también no podía desechar al monje. No sabía lo que quería.

En realidad mi vocación por el sacerdocio era una llamada a la Palabra desde mi inclinación a la literatura. Dios se esconde dentro de las páginas de los libros. Esa concupiscencia del conocimiento aun me domina. Puede que sea un lastre. El Señor se manifiesta en las frases y en las profecías. Huía del mundo. Era un cobarde. Me refugiaba en la literatura. Ordenarme no seria un pasaporte a lo desconocido sino un peldaño en la escalera mística que lleva a la contemplación de su rostro. Yo soy el que soy. En las páginas del misal se fraguó no sólo mi vocación al sacerdocio, si es que alguna vez tuve alguna, y mis inclinaciones literario-periodísticas. Ninguna de ambas aptitudes me ha servido de nada en la vida. El problema estuvo en que no sabemos diferenciar la verdad de la propaganda (y los curas son unos buenos propagandistas) ni cribar el trigo de la paja.

 

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in embargo, ahí estaba la troje, el viejo montón de tantos recuerdos, el hilo gnóstico de los ejercicios de piedad, las tardes de retiro. La memorización de las cuatro declinaciones latinas, las conjugaciones de los aoristos griegos, la existencia reglamentada a golpe de campana desde que te levantabas y después del aseo te ponías la sotana hasta la campanada de la noche llamando a preces al toque de silencio. Luego los ejercicios de piedad, las jaculatorias que aun repito “antes morir que pecar”, las letanías, los días de rogativas que se cantaban en la iglesia del Mayor muy solemnes por San Marcos o las témporas de setiembre; o el rezo del vía crucis rodeando en circulo el pasillo de los Tránsitos y aquella canción penitente con su correspondiente coda o estribillo: “Perdón oh Dios mío, perdón e indulgencia, perdón y clemencia, perdón y piedad”. Me gusta la palabra piedad. Pietas. Precisamente en el cerro de la Piedad extramuros donde los romanos habían alzado un altar a Dafnis, el Dios bucólico, estaba ahora lo que llamábamos el Monte de Piedad. Tres cruces y una especie de oratorio. Allí empezaba la tierra roja y los caminos que conducen a Tejadilla. Algunas tardes me quedaba mirando aquel calvario y me preguntaba si no había sido en Corobias en vez de  Jerusalén donde crucificaron al Maestro. Era la idea que expresaba un cuadro que había visto en el monasterio del Parral del que abajo hablaré y que pinta la crucifixión con el acueducto, la catedral y las catorce parroquias como telón de fondo. Nos decían que teníamos que ser santos y evangelizar, misionar pero eso no lo tenía yo del todo claro. Pobre de mí; querían hacer de mí un apóstol y yo no valía nada. Las dudas, pues, colmaron mi percepción casi desde el principio. El cuerpo pesaba lo suyo, estaban los fragores del despertar de la libido, y aquel slip que enervaba todo mi ser. Era como para volverse loco.

 Sí, allí estaban clavadas tres cruces en el monte del olvido al subir hacia el camino de Tejadilla. Ahondábamos en el complejo de culpa. Pero la Iglesia resulta que no nos quería, nunca nos quiso, nos utilizaba, la Iglesia no sabe lo que significa la palabra amor. Nos inculcó el penoso complejo de culpa. Nos adoctrinaron sobre la maldad del sexo y la comisión del pecado de la carne que llevaba aparejada la condena del infierno pero no nos ofrecieron ideas de recambio. ¡Qué asco, qué pena, pero qué infierno más rico! Creo que nos castraron, nos cercenaron de por vida y estos complejos determinaron que nuestras relaciones con las mujeres no fueran del todo normales. Por ese cabo éramos tipos muy anormales. Algunos remataron en monstruos o en sádicos. En fin, el sexo era una pesadilla. ¡Perdón, oh Dios mío! Tuve la sensación de estar regresando a un nido vacío. Éramos los náufragos que llegaron a puerto. Su nave se les había hundido. Pero sobre todo estábamos vivos. He de decir a honrilla mía que aquel conclave del cual no saldría ningún Papa pero tampoco ningún obispo había resultado el fruto de mis desvelos y de mis búsquedas por la Red. Había encontrado una fotografía de cuando éramos latinos y, digitalizada, la colgué en mi página, y empezaron a llegar reacciones interesantes. Busco a mis viejos compás. De repente, se me cayeron los palos del sombrajo. Había hecho el ridículo. Un fracaso más en la cuenta de la tarja de mis descalabros. Había pedido auxilio dando voces.

- ¿Hay alguien ahí?

-Una tumba vacía, una jaula sin pájaros- creo que me pareció escuchar la voz socarrona e inconfundible de mi amigo Quosquetandem.

Pero aparentemente nadie contestaba. Sólo una voz interior. El otro yo que discutía conmigo mismo y no cesaba de llamarme necio y presuntuoso a mí mismo… eres un gilipollas.

A  mis  pipiolos se los había comido la tierra. Primitivo y Pipe los que se fueron al baile nunca vendrían. Ella nunca escribiría. Nadie se bañaba jamás en la misma fuente. ¿Éramos unos ilusos? El seminario nos enseñó a ser sufridos, orgullosos, taimados pero aun  entusiastas, con toda la carga semántica que lleva el entusiasmo (), contumaces y devotos de Santa María y yo creo que fue un milagro de la Virgen de los Tránsitos que estuviéramos allí los veinticuatro veteranos. Un número cabalístico. Cuando llegué a la huerta que servia de aparcadero –ya no se escuchaban los estampidos de los balonazos, el gañir de la campana y el griterío corralero de los recreos- sólo un silencio de jardín umbrío. Las acacias y los pinos habían crecido mucho. Los matacanes y las almenas estaban en su sitio montando la vela a la ciudad aunque con las matas de parietaria algo más crecidas. Justo en medio del lugar donde nosotros jugamos al frontón y soñábamos ser un día armados caballeros de Xto., estaba el cuerpo de guardia en la edad media. Debían escucharse por todo el frontón los gritos de alarma de los cabos:

-Centinela alerta

-Alerta está.

Y la guardia subía por aquellas escalerillas de doble vertiente que a mí me impresionaron y en cuya tapia al resguardo de sus muros de cantería, estilo castrense, estilo imperial, me hicieran a mí la primera foto de curilla con bonete beca roja sotana y todo.  ¡Bah! Llamábamos a aquellos escalones la Imperial, e imperial y augusto era el panorama que se divisaba desde las almenas

Centinela alerta. ¿Se dormiría todo el relevo en aquel tiempo? No anduvimos listos. No estuvimos precavidos. Por eso ahora teníamos que rendir la plaza. No lo puedo especificar con una fórmula precisa porque tengo el ánimo tocado y mis sentimientos son encontrados al respecto. Se nos durmió la guardia y el centurión se había marchado a la taberna a emborracharse. ¿Simón, dormís? El apóstol daba cabezadas. La  morera centenaria en el extremo oeste de la muralla, un moral abuelo que daba copioso fruto por el mes de junio y nos hartábamos de moras que tu no veas y nos mancábamos los carrillos de berretes y el delantal del guardapolvos lo poníamos perdido y para mandar a la tintorería, se había secado.  Pero al menos murió de viejo el árbol tutelar que vigiló nuestra adolescencia y escuchó nuestros alegres gritos. Dicen que había sido plantada con un esqueje que trajo un equites romano desde los castros de Compluvia.

Las manchas de mora sólo con mora se quitan pero era hermoso que llegara la primavera y ver al moral englobarse orondo y lindo allí en la soledad de las tardes y al sol de las mañanas gloriosas con sabor a rosquilla de pascua a canción Virgen y roquete nuevo. Una mañana del Corpus creo que aquel árbol engalanado lo vi reír mientras doblaban las campanas llamando a la procesión y las monjas del real de san Antonio entonaban el Adoro te devote, lleno de estrofas exaltadas y melifluas en loor del Sacramento. En esta poesía santo Tomás de Aquino, un bienaventurado al cual, según el P. Mañanas, yo me parecía, se muestra de una profundidad abisal e invencible.

El fruto granaba a últimos de mayo coincidiendo con los exámenes de música y había que solfear para presentarse al examen de don Josué del Morral, que era beneficiado y maestro de capilla de la catedral. Una mala bestia pero con un oído exquisito. Nos enseñaba latines en tercero aunque de una manera más tosca y desagradable que don Ciro, nos daba solfeo y, de fino y agudo oído, si alguien desafinaba en el coro se ganaba algún sopapo. Fue uno de los primeros maltratadores que tuvo aquel seminarista. Él y el gallego, el que llegaría a deán de Compostela. Vaya dos piñones que no dos curas. Genio vivo. Sí, don Josué del Morral tenía el temperamento sanguíneo y los andares rápidos, mal genio y muy buen oído, el otro nos divertía con su acento de Puente Deume.

-Hay que distinguir entre amigos, amigotes, amiguetes y amiguitos- decía en sus pláticas en las que prevenía al alumnado contra la mariconería, o lo que entonces se denominaba genéricamente como “amistades particulares”. El personal no había aun salido del armario pero el compostelano, que era más largo que una cuaresma, cuando veía a dos latinos juntos les espantaba como si fuesen gallinas. Hijos, sólo os falta cogerse de la manita para que parezcáis dos novios.

 Los dos solían gastar talares caros y sotanas y tejas de felpa del mejor cachemir... En  el moral estaban colgados como el crecal de Israel, árbol del destino, nuestros nombres. Acta est fábula (). Don Josué del Morral me mandó al pelotón de los torpes, me hizo aborrecer la música a mí que tanto amaba la música.  Era lo que hoy se llama un maltratador, un abusador, aunque no fuera sexual. Pero hay espinas que se clavan en el alma y quedan ahí para siempre.

Decía que yo no sabía latín y que no tenía oído. El clérigo suele ser egoísta por lo general y, amén de eso, éste era avaro y a mi hermana le quitó una herencia de la Maruja y la Carmen las dos solteronas. Fíate y no corras de aquel profesor de moral, buen músico, aun recuerdo sus ojos trasparentes y azules y sus andares con gran desparpajo salmantino. Era una de las fortunas del cabildo. Cuando dirigía los coros del himno a nuestro santo tutelar el 25 de octubre – ponía las bóvedas  de la catedral boca abajo. Pero era un hombre bilioso, intratable en muchos casos. Yo me meaba en la cama. Lo pasé mal pero en aquel caserón había gente buena y uno de los hombres de los que más grato recuerdo en mi vida fueron don Pedro Recio Mulas el prefecto, don Julián García Hernando el rector y luego el Padre Heras el que sería mi maestrillo en el otro seminario al que fui a parar, el seminario de Comillas.

 Eché en falta a aquel moral que debió de secarse milenario. Debió de ser tallo de sardón cuando Trajano mandó edificar el gran puente del Acueducto. Vio luego venir las razzias del moro Almanzor que no lo talara. Estaba en un rincón un poco a trasmano intramuros y cuantas veces escuchó llamar a misa, junto con el sonoro de las películas que echaban en el Cervantes.  Era un moral cargado de historia y de cinematografía. A medias entre el progreso moderno y la civilización antigua. Sería testigo presencial de las batallas comuneras. Y vería pasear por aquella huerta a los padres Laínez y Suárez enfrascados en discusiones teológicas que alguna vez llegaron los de la Compañía a las manos de los dominicos en los debates sobre la Gracia, o vigilaría a cierta distancia la compostura de los novicios durante las horas de recreación que los jesuitas llamaban quiete. Aun,  los neófitos del antiguo tirocinio con los frutos de aquel moral padre de todos los árboles de la ciudad amurallada se pondrían los morros perdidos de berretes cuando el padre maestro no los veía. Allí estuvieron y filosofaron los buenos patriarcas de la SJ a la sombra de la Aceitera y de su campanario bisulco que perennemente contemplaba en éxtasis la sierra. Allí seguía envuelto en un manto de nieve los inviernos que se volvía pardo en primavera la Mujermuerta el infante a su lado aun  dormidito y chupándose la chota () eternamente, según atestigua la leyenda.

Falta por decir que el frontón donde jugábamos a la pelota comunicaba con el proscenio del Teatro de Cervantes. Muchos domingos por la tarde nos quedábamos parados escuchando el rumor del cine sonoro y el runrún de los programas dobles a los que no podíamos asistir. Las películas de Gary Cooper solían ser muy concurridas pero a los seminaristas no nos dejaban pasar. Un bando del obispo prohibía a los sacerdotes de la diócesis ir a los toros, el fútbol, el teatro o cualquier público espectáculo. Tardes tristes, pero muy llenas y fervorosas, que nos harían sentirnos diferenciados con el procomún de las gentes y por cuya causa  puede que después yo pegara no pocos bandazos- de plegarias, estudios, silencios y caminar en  fila, tres en fondo; sólo se escuchaba como el rasguillo de guitarras neutras el frofro que producían los pantalones bombachos de pana y las faldas de los guardapolvos.

-Iste confessor.

-Nunc dimittis.

-Sermone latino.

-Dicas…. Dicas… enim

-Nunc et semper.

-Siempre. La poesía y la mujer de tarde en tarde pero al vino siempre. Nabos por adviento y la mujer en todo tiempo. Dichos y chascarrillos con los que sazona y solaza su vida el pueblo cristiano y que mete en sus conversaciones aun no viniendo a cuento. Me aficioné a los refranes y desde entonces soy coleccionista de aforismos y proverbios. Y lo que decía el otro en su versión adaptada: Mulieres aliquando. Homerus quotidies sed vinum semper. El vino eucarístico que no faltara. Entre pámpanos y rosas, libemos, hermanos, adoremos a Fray Jarro. ¿Y de lo que te di? Entre putas y rufianes me lo fundí. Risas locas y desbaratados del “culleus” o pellejo de vino, ese icono con un cuello largo pero sin cabeza, los brazos cortos y un par de piernas que son una mierda pero con una gran barriga de odre y que nos esperaba con gesto mefistofélico y sardónico a la puerta de la Gran Taberna de San Marcos. Cada melopea es una caja de sorpresas. Todas son distintas. Todas ponen. Todas matan un poco porque vivir y beber es darle a la cometa de un verbo transitivo. Todas hieren como las horas pero la última mata. Ella se reserva el tiro final.

-Omnes caedunt. Última necat... ()

 Cada una tiene su propio son y su exclusivo badajo. El vino es el bronce de la existencia. Llama la campana a sus eucaristías. Unas veces bolea y otras repica. A veces nos introduce en el templo de Baco a garrotazos. Es como una purificación de la cual prende la catarsis. Traidor fuiste en mi vida, Erifos. Te amo y te odio al mismo tiempo. Busqué la querencia de los barrios húmedos donde no me mataron de milagro a la busca de las miganduras () de odres y pellejos, y me ahogué en esos fondos turbios de tabernas frías oliendo a estaño bajo la luz indiferente de lámparas impersonales donde estaba siempre un fondista con un mandilón verde, augusto, impenetrable, como Querón que aguarda a los que vienen a su barca con sonrisa de falso amigo, a ver que va a ser los señores.

He visto pocos mandiles masónicos pero unos cuantos de mandiles de tabernero trincón que echa  pesetas al cajón mientras finge camaradería o e ríe con risa siniestra de trasgo o aparecido. Las tabernas y el vino me deslumbraron muchas veces. Todo era un silencioso espejismo aunque tuviera un trasfondo eucarístico de los que buscan la soledad de Cristo y este se les aparece en el fondo de un cáliz. Hay que apurar el vaso del dolor hasta las heces. Malo fue tener que haber sentido la zarpa de los muchos cafegijones (). Y otros muros de lamentaciones, refugio de poetas incomprendidos.

 Ellos son peores que la prostitución. Más duro que la pasma o la propia Inquisición. Ahí va la conversación buscona e interesada de los mesoneros –había que bombardear todos los bares de España y condenar a la silla eléctrica a sus dueños ninguno hay bueno- y copié la sonrisa estúpida del Jumilla o atraparlos a todos bajo las ruedas oscuras y sanguinarias del carro del Falerno. La historia de España-bien lo supo captar Velásquez con su ojo crítico- es la historia de una gran melopea donde las broncas y las risas resuenan atrapadas y estrepitosas en medio del diluvio, el maniluvio y el pediluvio de las barras. Todas son siniestras. Bastardas. Unas hieren y otras matan y te hincan en las carnes el puñal de una estafa. Cualquier pelagallos monta aquí un bar o un chiringuito sin tener la menor idea de lo que es psicología. La historia de mi vida es una caza de mariposas que fueron espejismos y de idas y venidas a la búsqueda del laurel de Baco. Pero todo sea por la sangre de Xto.

 Subí al Olimpo de los grandes bebedores. Me emborraché de vino recio de Aragón de plegarias. De literatura. Cuando me muera, el forense que me destace sólo encontrará en mis venas torrentes de tinta y de mosto. Aquella mañana de septiembre con el sol ya en la carretera salí de mi casa y enfilé el túnel de Guadarrama. La sierra estaba bella como la mar de mis adentros y en calma. Las quebradas de Peñalara y Sietepicos y la Bola del mundo como una inmensa orla de granito ofrecían la tersura del diamante con el rocío del día recién estrenado y de la cencellada. Es un paisaje aparentemente amable que convida a la escalada pero impenetrable si te fijas un poco

 

 

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ra un día de septiembre augusto sin nubes en el horizonte. Los pipis habían acudido a mi llamada desde la Web. Dada la habilidad de los hispanos para tergiversar las cosas, sacarlas  de quicio y murmurar a espaldas, aquello a mí me parecía un milagro autentica de la Virgen María. ¿Por fin algo me saldría bien alguna cosa? Conducía contento escuchando la radio a través de aquel paisaje tan familiar tan trillado y recorrido viajes y más viaje desde la infancia pubertad adolescencia y madurez. Ya soy un viejo de vista cansada. Pues no lo parece. El manto de la Mujermuerta se había orlado con algunas urbanizaciones en su falda.  Era el misterio de la naturaleza que permanece inmóvil y quieta mientras nosotros marcamos el paso hacia la muerte. La vida que conjugamos no es sino un verbo transitivo. En mis tiempos siempre fue territorio Virgen que invitaba a la escalada. Nieve y glera. Era nuestra montaña mágica  y hoy la difunta Cuaternaria cadáver de roca viva y monte mítico ofrecía un perfil de juventud,  se le había afilado la nariz y resaltaban los labios como túmulos. A su regazo entre cendales y blondas de granito resaltaba la cabecita, enfundada en el capillo del faldón de cristianar, de su infante chapándose el dedito. La autopista hacia el cielo había  convertido en un paseo militar lo que antes era ruta de arriero con muchos barrancos y hondonadas y hasta un puerto el portachuelo antes de llegar a San Rafael acortando en más de dos horas el trayecto.

 Veloces van los tiempos. Por aquella ruta melancólica caminos de Riofrío y Balsaín hizo Severino su primera excursión a Madrid y le condujo hasta un hotel de tronío de la capital el padre de su amigo Paulino que era taxista. Severino se durmió en su luna de miel, acaso una venganza divina por haber vuelto la vista atrás cuando se encaminaba al altar del sacerdocio. La primera vez cantaron todo el camino. La segunda, iba triste y pensativo a sabiendas de que le esperaba un tiempo difícil. Pero la verdad, como la realidad, es poliédrica. Tiene muchos ángulos y no pocas perspectivas que no se pueden controlar. Por eso las cosas no son lo que parecen.

 No somos más que amanuenses y balagueros barriendo nuestra propia red. El horizonte impertérrito mostraba los vacuos del llano amarillo y al fondo siempre al fondo la torre de la Dama de las Catedrales, egregia y avistada, al igual que una púa dorada, apenas era, tramontadas las alturas del puerto, al descender por la cordillera hasta la meseta de trigos y pinares tierra de pan llevar, una aguja en el paisaje, erecta y pensativa. Wad-al-rahmá río de cantos, un río para una tierra de cantos y de santos. Me sentía lleno de excitación y con ganas de echar humo; tuve que parar al entrar en Corobias a comprar en un estanco frente a la Base Mixta a mercarme un purito barato. El prurito de largar humo no es un vicio. Se ha transformado en una enfermedad. Estaba algo nervioso. Me sentía excitado e inseguro. Iba a ver a unos compañeros con los que no me había reunido desde la infancia. También en este caso de mi excitación se iba a cumplir el aserto de que nada es lo que parece. La realidad es poliédrica. Tiene muchas esquinas y arabescos que se te escapan. Que no podrás controlar. En ocasiones así siempre le entran a uno ganas de fumar. Muchas calles se habían convertido en peatonales con la nueva reorganización urbanística y acabé en Cantarranas. Un detalle recuerdo que no se me olvidará. Por una de las calles aláteres a las viejas caballerizas de la Academia de Artillería desemboqué en la misma barra de entrada al cuartel. Un recluta oriundo de aspecto muy poco marcial nos hizo señas para que reculase.

-Aquí no se puede pasar, señor. Es zona militar.

-Pues vaya. La cosa tiene tres pares de perendengues. ¡Mira que voy a perderme en mi pueblo!

Estuve por decirle al guripa trasandino que se cuadrase pues tengo el grado de alférez y que se limpiase las botas pues estaban sucias y que creciese un poco más pues en mis tiempos un artillero así no hubiese dado la talla pero eso pondría peor las cosas.

Desde el cuerpo de guardia, un brigada con aire displicente y con poco que hacer me observaba a mí y a mi coche metidos en el cul de sac. Habíamos caído en la ratonera. Me fijé en él. En su sardineta. En los rombos con la bombeta de artillería. Cual no seria muy sorpresa cuando a los pocos días al ver aquel rostro en los periódicos me acordé que era el mismo suboficial al que había asesinado ETA cuando se iba a bañar a Santoña. Aquello pudo ser un mal augurio.

 Al cabo de una odisea, de cierto malhumor y no pocos nervios, logré enfilar por san Millán, Santi Spiritus y el Arco del Socorro, subiendo por Jesuitinas-dando muchas vueltas a través de las canonjías y de la Judería Vieja- y por los trascorrales de la catedral, avancé en primera con mucho cuidado de no raspar los guardabarros con los guardacantones de piedra que estaban allí desde el medioevo, preservando las esquinas y chaflanes de las ruedas de los carros que subían teleras a porte a descargar el trigo y la paja en los pósitos eclesiales o cilleros,  trayendo el pan del cabildo para el invierno, hasta dar con la plaza del seminario. Allí había un corro de unos cuatro o cinco que estaban esperando:

-Salutem plurimam

-Salutem.

No me reconocieron más que por la voz que debía de ser la misma que cuando niño. Todos habíamos cambiado mucho pero la vida sigue igual. Salutem plurimam. Decíamos ayer y desde ese ayer habían pasado cincuenta años. San Frutos no había pasado la hoja, seguía meditabundo y contemplativo con los ojos en su libro de piedra y al vernos no nos hizo ni caso, como si no nos conociera pero la verdad es que el augusto patriarca tutelar de nuestra iglesia todo lo sabía acerca de nosotros mismos por una misteriosa dádiva de la ciencia infusa. Las ovejas volvían al redil. Mucha agua  había pasado bajo los puentes del Rasemir pero san Frutos estaba como si tal cosa guardando con su cayado impávido a sus ovejas amedrentadas por el terror del milenario. Entretenido en la lectura, envuelto en barbas, y en escapularios.

 Aquel instante fue uno de los escasos gratos momentos que me había deparado la existencia tan poco generosa conmigo en los últimos lustros (todo me sale mal) pero tampoco es para tanto. No te escames, Severino; considera todos los considerandos no te vayas ahora tú a subirte a la parra y casi lo catalogaba de un éxito personal pues la fe mueve montañas y yo creo en el principio telepático, primera razón de prueba de que Cristo está en la historia, flotando entre las alas del bien del bien y del mal, cabalgando en un caballo blanco como Castor y Pólux, señor de la aurora y de la noche.

 ¿Satisfacciones personales? Muy pocas. La estaca. La vida a mí me lo parecía me había tratado a batacazos pero a otros les estaba ocurriendo tres cuartos de lo mismo y no se quejaban. No te pases. No lances las campanas al vuelo. Mire a lo alto y, recortándose sobre el aire diáfano de la claridad de Corobias, observaba la torre de la Aceitera. Sus campanas estaban mudas desde hacía muchos años. Sin embargo a mí me pareció que estaban tocando a gloria cuando entrábamos en la capilla y nos prosternamos ante la imagen de la Virgen de los Tránsitos. Mas nos valdría entonar un Te Deum laudamus, darse golpes de pecho y lavarse la cara con agua bendita, rezar el confiteor de la penitencia y pedir la iluminación de lo alto con el Veni Creator con el que comenzaban nuestras tardes de retiro espiritual.

Habían pasado cincuenta años. La Iglesia que es sabia y ceremoniosa y tiene una respuesta para cada oportunidad, un pedir para cada necesidad, preces y letanías de todo tipo, a nosotros los rebotados, los que nos salimos, según se decía, no encuentra lugar donde meternos. “Los díscolos, los incorregibles serán expulsados del seminario” rezaba el primer artículo del reglamento que algunos supieron de memoria. Nos aplicaron  el ladrillo de Roma y Roma locuta, causa finita ().- así rezaba el viejo adagio- ya se sabe. Y quedamos con la marca, el baldón. Y con el capuz de los sambenitos podíamos marchar arrastrando cadenas tras los pasos de la procesión de Jueves Santo y escuchar en nuestros talones el mismo rumor:

-Mírale. Ese penitente iba para cura. Se salió. Le gustaban las mozas.

-¿Y a quien no?

-Pero los curas no pueden casarse.

-¿Quién lo ha dicho?

-Pues el Papa. Quien si no.

-Ah

Y, Roma locuta, causa finita (). Nos aplicaron el ladrillo de Roma y fuimos por la vida con aire de tristeza de excomulgados. Éramos los Ángeles caídos. Se nos miraba con cierta distancia indiferente que llegaba a ser compasión en determinados casos, con alguna prevención, como si fuésemos los parias, la escoria de la Iglesia; y el tópico del seminarista rebotado había constituido un filón de argumentos para la novela social española del siglo XX. Y todo por lo mismo: una disposición canónica aprobada por el Concilio de Elvira, estipulando que los curas fueran célibes el día antes de celebrar la Eucaristía  y sólo se puso en practica, aunque a medias por los benedictinos, en el siglo XI. Cuando entraron en vigor las normas de Trento cinco siglos más adelante sólo la disposición fue firme, aunque los obispos miraban para otro lado cuando se presentaban asuntos concubinarios entre su clerecía.

Puede que al implementar esta medida la Iglesia demostrase su sabiduría infinita, basada en la experiencia pues los padres del yermo no hablaban de la mujer con mucha elevación. Unos la llamaban el aguijón de las serpientes, otros decían que en ellas se agazapaba dentro un escorpión. Cicerón era del criterio que es mejor confiar el corazón a las olas del mar, nunca a una mujer que son peores que las más temibles galernas y Balzac con su cachaza tan francesa afirmaba por lo demás que el que sabe gobernar a su señora es capaz de regir a un imperio. Gran verdad encierran tales aforismos pero, con todo, la Iglesia no ha estado fina, al disponer la regla de la continencia, y sí crudérrima e inhumana, práctica que coarta la libertad de elección del ser humano. De buen lío les libró a los curas al guardarles del matrimonio que en la mayor parte de los casos se convierten en infiernos portátiles a tenor con lo que escribe don Francisco de Quevedo. Es decir que nos estaba llamando pecadores a los que colgamos en un momento de debilidad la sotana.

En el ínterin, la jerarquía miraba para otra parte y hasta estuvo bien considerado que los obispos manejaran armas, marcharan a la guerra y tuvieran coimas y barraganas.

 Pero que contrajesen matrimonio, no.  Aduciendo más que  razones morales o de santificación, motivos prácticos y económicos. En las hijuelas y las particiones de herederos se producían muchos pleitos y en Castilla se declaran no pocas guerras. La jerarquía dijo entonces quita, quita y se desembarazaron del mochuelo. Así que se hizo virtud de la necesidad. Cuando algunos feligreses iban con el cuento al obispo de que su párroco vivía amancebado, tenía mozas y en ocasiones contaba con un harén, la Iglesia echaba tierra al asunto. El primado de Toledo y cardenal de España, don Pedro de  Mendoza, presentaba una vez muy ufano a sus bastardos a la Reina Católica.

-Ya veo, ya, Eminencia, los bellos pecados de su Ilustrísima.- decíale la soberana mientras guiñaba un ojo a su cardenal.

Por lo visto el hecho de ser fornecinos de  dignatario eclesial les confería no solamente un título de nobleza sino aun  de hermosura. Sin pasar por alto que los monasterios y las catedrales nutrieron sus filas con candidatos a la canonjía o al cordón y el escapulario monástico con aspirantes al sacerdocio y novicias nacidas fuera del tálamo. ¡Ah los bellos pecados del cardenal!, Decía doña Isabel como disculpando al ínclito príncipe de la iglesia pero nosotros no gozamos de las mismas condecoraciones.

-Mírale. Ahorcó los hábitos.

-Qué jodío.

-Es un bala rasa.

-Sí. Sí. Sí.

Las viejas cotorras de este país emporio de la envidia y la murmuración no daban respiro al comentario sobre el corte de mangas, trajes y hasta la sotana hecha trizas del pobre aspirante al presbiterado que colgó los hábitos y a nosotros nos colgaron la etiqueta de Ex. Uno anduvo en lenguas con la letra escarlata a las espaldas. Los más estúpidos decían una sandez:

-Aun  se puede servir a Dios fundando una familia cristiana y siendo un honrado padre de familia.

Los que así decían confundían el culo con las témporas, la velocidad con el tocino pues consideraba que el catolicismo era un problema de bragueta. Sólo había un pecado para aquellos cristianos de vía estrecha: el relacionado con el sexto mandamiento. Estuvimos sujetos sin haberlo comido ni bebido a un injusto malditismo y a ser el chascarrillo y la maligna sonrisa en muchas bocas. Los más americanizados decían:

-Oh yea.

-¿Quién nos levantará la excomunión, quien borrará el estigma y el baldón?

Teníamos desde luego madera de santos pero hicieron de nosotros doctrinos y unos perfectos hipócritas. En este tiempo de la Memoria mitótica, la holística y la Holocaústica y del espíritu fáustico y democrático,  nadie me ha pedido perdón a mí para exonerarme del sambenito, de aquella letra roja, ni dijo “mira chico, disculpa por aquellas cabronadas”. Todavía. Eran cabronadas espirituales bien es cierto pero no dejaban de ser cabronadas o putadas. Que putadas a patadas. Los más fuertes sobrevivieron. Otros se fueron al carajo, pero a mí me hubiese gustado escuchar la palabra “sorry” en la boca de algún obispo o de un arzobispo. Claro que nosotros resultábamos muy incómodos a la jerarquía. Nos preparábamos para un ministerio inexistente cuando san Frutos se disponía a pasar la página de su libro de piedra y llegó Paco con la rebaja esto es el Escamplero tijeras de poda en ristre que darían la vuelta a la liturgia, la teología, el concepto de sacerdocio ministerio pero nunca el celibato ¡qué Bah! y eso hubiera sido lo primero que reformar, se lo ponían a huevo pero al Vaticano no le dio la gana. Don Gil de Albornoz, aquella mala bestia que ocupó la primacía toledana, amigo de Benedicto XIII, se mantuvo en sus trece y volvió a enchiquerar al bueno del arcipreste de Hita que no era mala persona pero clérigo golfo y un tanto corredor a lo giróvago. Troteras y danzaderas.  Hermenegildas, leperuzas y ninfas pilunguis. Las serranas de los puertos, ya hospitalarias ya acogedoras, eran sus novias por una noche.

 Él fue el que dijo ¿qué tendrá la mujer grande que no tenga la mujer chica?, y por dos cosas vive el hombre: por haber mantenencia y haber ayuntamiento con fembra placentera. Las puras realidades de la vida. Aquel clérigo mozárabe sabía latín. No había quien lo sujetara. Pero ¡ay amigo!: la Iglesia nunca dice lo siento. Disculpas jamás y reclamaciones al maestro armero. Sin embargo, Cristo bendito, nos perdonaba y  nos seguía considerando sus discípulos. Para eso un día nos llamó y nos dijo:

-Tú es sacerdos in aeternum secundum ordinem Melquisedech. ()

El abrazo y la bendición del Señor eran mucho más importantes  y definitivas, de todas, todas,  que la acolada y la imposición de manos a cargo de un príncipe de la Iglesia. A mí me moldearon el perfil, obtuve el toque de varas sacerdotal de Jesús a las puertas de La Aceitera.

-Eminencia, nos quitas las buenas para que nos vayamos con las malas – se quejaba Juan Ruiz cuando el arzobispo de Toledo le echó los cánones encima, un poco como el que azupa un perro a un peregrino porque se resistía a echar al ama, que era su concubina y barragana de casa. Las llamaban a estas ínclitas en España mulas de deán.

Total que lo metieron a presidio y siete años entre rejas por una simple protesta. Por semejante desafuero no he visto ningún papa que haya dicho lo siento, Juan Ruiz. Cuando salió suelto peregrinó a Roma para recuperar las cartas dimisorias. En la ciudad eterna se llevaría otro fracaso. “Y yo vi allá en Roma do es la santidad que todos al dinero facían humildad”. Nuestra Santa Madre Iglesia puede ser un poco madrastra con sus hijos más legítimos aunque descarriados y con esa idea veníamos aquellos letraheridos por la ilusión del sacerdocio, de conquistar el mundo, de ganar almas para Dios. Vaguedades y simplezas aunque no cabe duda de que nos inculcaran ese espiritu proselitista y otras muchas cosas que dejaron una marca indeleble en el corazón. Sí; teníamos que reunirnos, saber de nuestras vidas, contarnos unos a otros nuestro pasado. Sería seguramente la mejor confesión. La idea tenía motu propio y respondía a una iniciativa mía pues soy un balaguero de la Red,  un alojero normal y corriente, como me llama Sabino Esfumino. Soy un diácono que entona la epístola desde el ambón y que canta las verdades del barquero pues lucho y he padecido mucho por la verdad y la justicia. Hoy todo es posible gracias a Internet.  En una ocasión, mirando un viejo álbum, encontré la foto  de 1956 tomada por el fotógrafo Ríos aquel gordo que había sido capitán de la Legión y no paraba ametrallando el obturador de su Leika contra todo lo que se movía.

 Vivo entre recuerdos y archivos fotográficos. ¿Qué otra  cosa soy yo, sino un archivo? Se me alargó la cara, mis huesos se encogieron. Represento un anaquel cubierto de polvo y de la ilusión de los viejos libros y uno escribe no para ser leído ni tenido en cuenta sino para cambiar el mundo. Llegaron los del boom tan finchado. Estalló el globo.  Los fotógrafos, los periodistas, suelen ser gente extraña, poco acomodaticia pero, cuando son de casta, y no se convierten en corifeos  de la orquesta ni en meros aduladores del poderoso, gracias a ellos tenemos el testimonio de una época.  Los tiempos que nos tocó vivir. Al mirar la instantánea tomada por Ríos la primavera del 56 en la cual aparecía yo casi irreconocible en la última esquina de la última fila, me pregunté qué habrá sido de mis pipis, de mis pipiolos.

¿Qué habrá sido de Ríos el retratista? Pues bien yo soy el retratista, el fotógrafo, el cronista y el escribidor. Toma tu camilla y  anda. Escribe y relata. Clama no ceses. Volví a escuchar la voz interior.  Su timbre es inconfundible. Acaso sea la voz de Dios que posa sobre los renglones torcidos de nuestras vidas. Él está siempre escribiendo al derecho por más que nosotros pecadores andemos por el mundo a tientas y a ciegas. Aquel seminario en que nos domaron, nos enseñaron a guardar las formas y nos metieron en vereda, se parecía, por lo espartano, a un cuartel. El prefecto o presidente daba las mismas voces que un sargento mayor por aquellos tránsitos que eran los campamentos de Dios:

-Aprended a disciplinaros, hijos míos. Someted cuerpo, negaros a vosotros mismos. Nosce te ipsum. ()

 ¿Me conozco yo en realidad? Dijo San Pablo que la vida es malicia y milicia y, además otrora había sido el edificio en que pasé parte de mi infancia y adolescencia Casa de la Compañía.

-A formar, compañía… ar  

-Vita militia est.

 Al entrar allí es como si me hubiera apuntado a la legión. Quise ser soldado de Cristo. La Compañía; este es un vocablo de la jerga castrense que al santo fundador de los jesuitas se le ocurrió cuando giraba visita a los Tercios Españoles de Flandes cuando era estudiante pobre de la Sorbona y subía hasta Amberes o navegaba hasta Londres, donde había españoles, pidiendo limosna. Él mismo había sido soldado y mercenario bajo las filas del Duque de Nájera.

Así como en los regimientos a los reclutas bisoños se los denomina caloyos a los de primero de latín los conocían como pipiolos.  Otros nos decían curiñas.  Escribí un artículo, colgué la foto y al poco ya me estaban llamando del Pasado de Corobias y hasta el obispo don Querubín Güero se interesó por el asunto y nombró a una comisión encargada de sacar adelante mi propuesta de concilio. Habían pasado medio siglo y dos años desde que Ríos disparó su objetivo y bajado mucha agua bajo los puentes del Clamores y del Eresma.  Algunos como Eugenio Pérez Casla habían fallecido, otros habían desaparecido.  Se los tragó la vida.  Sin embargo, a grandes rasgos la respuesta fue nutrida.  El cinco de septiembre del año ocho estábamos todos o casi todos.  Ya sexagenarios.  Cada uno con su propia vividura a la espalda pero con los recuerdos de aquellos años que modularon nuestra personalidad y nuestra forma de ser que aquella mañana de fines de verano era la del día después de un viernes en que cantamos el oficio y nos fuimos a acostar con la oración a la Virgen Sub tuum presidium. Cada uno acarreaba su experiencia vital, su auténtica visión del mundo. En ese momento cuando volví a trasponer con mi coche la puerta carretera de la huerta y desear a mis compañeros que aguardaban salud, Salutem plurimam era como si me dirigiese a la concurrencia con un decíamos ayer.  Algo emergía, se rehabilitaba un mundo nuestro.  Salíamos a flote después de las cárceles de las almas o de las prisiones y torturas físicas de las Celdas de la Inquisición que padeció Fray Luis de León. En mi caso no he sido torturado pero sí vilipendiado, escarnecido y padecido lo mío por el bien y la justicia en unos tiempos cuando el pensar por tu cuenta y mantener un criterio honesto te depara las calderas de Pedro Botero. Hubimos de padecer el ostracismo y, sobre todo, el ostracismo interior, que es el peor de todos los castigos.  Hay que jugar a la no presencia y estar como si no estuvieras. Una mano negra de la calumnia emborronó mi vida y puedo decir con el excelso Fray Luis en sus odas “aquí la envidia y la mentira me tuvieron preso”.  Dichoso el sabio que se retira de este mundo malvado y en el campo deleitoso con pobre mesa y casa en el campo deleitoso a solas con Dios se acompasa y vive ni envidiado ni envidado ni envidioso.  Castilla face los homes y los desface, señala el Mío Cid. España con frecuencia por atavismos cíclicos deja de ser el edén en que Dios la enmarcó para trocarse en cárcel de los pueblos.  Hemos vivido una época en que hemos sido prisioneros de nosotros mismos. Al cruzar bajo el dintel de aquella huerta de nuestros juegos adolescentes donde había un moral centenario y un frontón y algunos pinos que, colocados en hilera, servían de portería cuando jugábamos al fútbol sobre el suelo pedregoso y estallábamos balonazos contra los cables del tendido eléctrico provocando algún que otro chisporreteo y jódete Maripuri dejamos sin luz a media barriada, en cierta manera mi alma se conmovió ante el pensamiento de que se nos alzaba un castigo y, nosotros, que habíamos vivido extrañados, regresábamos al seno umbelífero de nuestra Madre la Iglesia, la cual puede ser tierna y dulce pero a veces acérrima e inescrutable en su planteamiento.  Nos quitaban un sambenito.  Mírale, iba para cura y se salió, qué jodío.  Le gustaban las chavalas.  De por vida nos dominó la penumbra de un fracaso.  Pero Salutem plurimam.  Decíamos ayer.  Dicas, dicas… dicas in sermone latino…dicas enim.

Y don Fausto nos preguntaba la lección y le soltábamos un rollo escolástico trufado de latinazos y que llevamos prendido, tras empollar la lección de memoria con alfileres, recitando conceptos del pensamiento medieval que la mitad no entendíamos.  Era un buen entrenamiento.  El discurso, niño, el discurso.  Colegio antiguo de la Compañía y desde que vi el letrero desvaído sobre el mármol gris en que decía en esta casa vivió Diego Laínez a un lado del dintel de la puerta principal, aquella puerta verde, otrora siempre abierta y que llevaba más de veinte años cerrada sin ser la puerta santa del jubileo, y nunca la conseguí cruzar en mis múltiples visitas a Corobias, no quedaba aldaba ni timbre ni nada, se me aparecía el buen padre jesuita y nos guiñaba un ojo a los del Mayor, animándonos a ser sacerdotes santos y sabios.  Luego se despedía, fantasmal,  alzando un poco su gorro bisunto hasta detrás de la oreja.

 Veníamos de aquel mundo idealista de tesis y de antítesis y de cosas poco prácticas.  Las cosas del espíritu que no sirven para nada y al propio tiempo valen mucho porque desde pequeñitos aprendimos a ejercitar la razón y la imaginación y el seminario fue un semillero de economistas, cirujanos, poetas, predicadores, catedráticos y hombres de empresa que se dedicaron a la importación y exportación... de jamones y de chorizos.  A uno le tocó inclusive las loterías aunque no nos lo dijo.  La letra con sangre entra.  Allí se nos dio un sistema, un mundo o bien redondo o bien cuadrado al que hemos podido siempre amarrarnos  Pero, parafraseando al novelista inglés Graham Green, si England made me, aquel seminario nos hizo en sus virtudes y en sus defectos en sus miserias y en sus grandezas. Nos puso el capelo, nos condenó a galeras y no estoy haciendo un ajuste de cuentas con una realidad dolorosa, mas bien, proclamo una verdad.  Querían nuestros buenos prefectos, superiores, presidentes, desasnarnos, desbravarnos.  

Educar es quitar a los educandos el pelo de la dehesa.  Claro que aquel sistema aun  nos enseñó a ser pillos, hipócritas y taimados y un tanto descreídos de tanta familiaridad que tuvimos con los santos, de tantas misas a las que asistimos, de tantos rosarios y vía crucis como rezamos, sin ser del todo buenos, ni del todo malos.  Serán expulsados los díscolos y los incorregibles, advertía el primer párrafo que solían leernos un lector desde el púlpito mientras desayunábamos.  A la comida después del Martirologio Romano en que se hacía mención del santo del día y cuya gacetilla concluía con una frase lapidaria… y en otras muchas partes otros muchos santos mártires, confesores y santas vírgenes… Se nos leía alguna novela de Emilio Salgari o de Julio Verne.  Mi afición a la literatura arranca de la voz anónima de aquel latino de Valdesimonte aquel llamábamos Gagula por ser este nombre el de un personaje de aquellas novelas fantástica que nos recitaba mientras manducábamos en silencio el cocido de cada día o el charro frito con tres galletas de postre en la colación de la noche.  En muchas otras partes otros muchos santos mártires, confesores y santas vírgenes.  El que tuvo retuvo. Y al escuchar aquellas esquelas del menologio cristianos se nos presentaban las caras de los sayones activando el gato o la verga, se trenzaban sobre nuestras cabezas las maromas del hecúleo o los hierros del garfio con el que despellejaban y arrancaban las uñas a aquellos mártires. ¿Por qué? Los libros piadosos no eran muy explícitos al respecto y las respuestas no me han parecido demasiado convincentes. Todo porque se resistían libar incienso a los ídolos. ¿Por eso nada más? Sí por eso nada más… luego he comprendido que los mártires y los confesores de la fe eran gente políticamente incorrecta, que le hacían un corte de manga al emperador y se cagaban en todos los Dioses del Olimpo. Y esa actitud rebelde hoy la encuentro más atrayente. La parte más importante, que avala su santidad, es este lado anónimo de los  innumerables que confesaron a Cristo: los santos sin candelero y sin hornacina, los no reconocidos.  Lo externo, el ropaje de la vestidura exterior -los cánones, las disposiciones y enredos del Vaticano, las intrigas curiales, las omisiones y hasta la obvención y prestamera del beneficio eclesiástico, en Corobias siendo una diócesis rica la mayor parte de los curas vivían casi en la pobreza, eso es el accidente. La sustancia es lo que conforma el proyecto del pueblo de Dios en su deambular, peregrino, sobre la tierra.  Es la fuerza del Dogma, su chasis, su estructura. Lo otro, el celibato, las practicas de piedad o las modas devocionales que van y vienen a compás de los tiempos, algo perentorio, pero a España no la va a conocer ni la madre que la parió dijo el Guerra.  Igualmente a la Iglesia.  Sin embargo, seguimos nosotros amando a la Iglesia y a España, ternes en aquel empeño que nos inculcaron desde pequeños, y siempre en la misma demanda o aureola de nuestros sueños. ¿Es que fuimos unos ilusos?  No.  Nos rematan pero no nos derriban decía san Pablo. Al llegar a aquella puerta nosotros traíamos con nosotros la brisa del mundo y el polvo de los caminos. Bien puede ser que en la Iglesia, a pesar de las reformas conciliares, el aire siga un cargado; harían falta corrientes de renovación.  Nos derribaron pero no nos remataron. Cruzamos los charcos pero el barro de la existencia no se impregnó en nuestros calcaños y si alguna lacra quedó fue muy por encima.  Y una duda me asaltó bajo el dintel de la puerta de nuestro Alma Mater: si hacen falta curas, ¿por qué a nosotros, que hemos sido fieles  operarios de la fe,  no nos confieren órdenes sagradas, siquiera el diaconado?  Sería una manera de pedirnos perdón, y satisfacer la deuda, ahora que se habla tanto de memoria histórica, y se abren zanjas y salen a la luz brechas que parecían selladas y se desentierran cadáveres. ¿Dónde está el cadáver de aquellos seminaristas que acometieron la escalada del monte del sacerdocio con tanta ilusión y algunos quedamos por el camino?

 Durante la charla de confraternización, que antecedió a la misa de comunidad, todos fuimos devanando a un tiempo  nuestras experiencias proyectando sutilmente alguna queja; la impresión general era: no se nos trató como Dios manda. A uno lo expulsaron por ser epiléptico porque los cánones a la sazón prohibían acceder al presbiterado a cualquier candidato que tuviera alguna tara física.  Milagrosamente luego de colgar la sotana a fortiori curó y hoy sigue siendo fiel a la iglesia y ejerciendo una labor cultural y pastoral con los carmelitas.  A otro le expulsaron por una tontería.  Había faltado un jersey de una de las taquillas- seguramente se extravió en la lavandería- y a Felicísimo lo acusaron de haber sustraído la prenda. Vino a recogerle su padre desde el pueblo y a las puertas del seminario  lloró a lágrima vida.  Aún le está doliendo a este sexagenario ver llorar a su padre a la puerta del colegio bajo el letrero de Diego Laínez cuando era un niño de doce años. Aquella imputación de robo fue un estigma. No hubo una investigación, no se hicieron las oportunas averiguaciones. Felicísimo fue puesto de patitas en la calle con lo puesto.   Mea culpa.  Me culpa.  Pero aun nadie ha entonado por lo que le hicieron a Felicísimo su correspondiente mea culpa.

-Diga el confiteor y rece tres avemarías.

 Hay que reparar la ofensa nos decían en clase de Moral, donde el profesor nos hablaba del dolo y del reato de la culpa y sobre todo si en el daño inferido se encuentra en juego la buena fama del ofendido.  Aun no se le ha acercado el responsable o un legado del que cometió el entuerto para recitar el correspondiente confiteor.  Sin embargo yo le digo a Felicísimo, I am Sorry.

 Ya no cabe  paso atrás.  El tiempo y la historia no se detienen nunca.  El ayer nunca vuelve pero del ayer subsisten heridas.  En cierta manera quedamos estigmatizados para siempre.  Dicen que el sacramento del orden imprime carácter pero los siete años de seminario míos -algunos alcanzaron hasta cuarto de Teología y abandonaron al pie de la grada presbiteral-creo que fueron los mayores de mi existencia. ¡Ah aquel setenado en que se transformaron mis células!  

Estábamos en una sala de visitas sentados en corro en la que había sido aula de música donde aprendimos a solfear los primeros compases de aquella canción de la escala que siempre irá con nosotros –do, mi, la, si, do, si la re sol fa mi do fa mi re si, si la si do si, la, re, do, si, la - que hace chaflán.  Delante del jardín de la casa de lo que era entonces el gobierno civil.  En lo alto la acrotera del gran cornisamiento del paramento herreriano de la iglesia que corona hileras perfectas de graníticos sillares, calle abajo  y tras las tapias de la Huerta las almenas coronadas de verdín y debajo un patinillo de relleno de cascotes ,  y en el que no crece nada, salvo un para de ailantos agraces.  Todo estaba igual que entonces.  La Virgen de los Transfijos más sola que nunca sobre su pedestal.  Los picaportes esparcían al abrirse el mismo sonido del aldabonazo.  Habían enmudecido las tres campanas la del mayor y la del menor pero aun seguían allí confidentes un poco de nuestras horas, administradoras del tiempo que se fue, de las ordenes, contraordenes- porque la campana en un convento mucho manda, al ser la voz del Reglamento- y aun  de mi plegaria.  En los cuarteles de entonces se vivía a toque de cornetín y en los seminarios a toque de campana.  Habían sido vaciadas aquellas instituciones en moldes  del siglo XVI y habían visto bajar a generaciones de estudiantes por aquellas escaleras.  Bajar y subir por la escalera espiritual que caracoleaba hasta el cacumen () en que culminaba el pararrayos de la  Aceitera esa fue nuestra norma.

 No olía ya a berza ni a compota ni a guiso de las monjas por los corredores pero a algunos nos pareció que aquel olor que excitaba nuestras papilas seguía aun allí.  En la planta noble habitada por el Rector olía a perfume caro pues don Julián era un cura muy limpio que siempre olía bien y hasta gustaba acicalarse, aunque no tanto como a don José Jaime Limones, al que llamaban el prefecto guapo, el de Cañaveral de las Limas que se afeitaba con goma espuma y usaba aftershave.  Olía por aquella parte al tabaco americano que fumaba don Selenio Montés el Ecónomo, que era el que llevaba los asuntos dinerarios y era un lince para las cuentas, porque, al poco de entrar él a gobernar la hacienda doméstica, nos empezaron a dar mejor de comer. El padre Montés como los honderos mallorquines, incardinados en las legiones de Roma, que solían llevar a los combates un arma arrojadiza, denominada fustíbalo, avanzaba por las filas con una goma de correa de automóvil y al que se salía de la ordenanza, zas: un fustazo. También se hizo famoso por los cachetes que sacudía el padre ecónomo.

  Era como un boomerang que podía alcanzar varios objetivos a la vez regresando a la mano del impulsor de la piedra.  Por el fustíbalo de la memoria la piedra lanzada entonces regresaba después de un viaje por el tiempo y el espacio de medio siglo. Un carterista con arte, un galafate, nos había robado nuestro pasado y perdonado nuestras culpas, a medias, sólo a medias, aun quedaba algún reconcomio, y ahora nos lo devolvía.

   Hemos gemido bajo el peso de la púrpura. Rotundas pretericiones y profundas transformaciones a lo largo de aquellos cincuenta años en que no nos habíamos visto ni una sola vez y sin embargo íntimamente nos conocíamos pero no nos reconocimos por el físico sino por la voz.  Fue como un revivir lo vivido, lo deja vu.    Todos éramos cabos primeras.  Habían pasado cincuenta años; se dice pronto; parece que fue ayer.  Sí, decíamos ayer y un querubín se descolgó desde la enhiesta Torre de la Aceitera, rayo y relámpago, y no tenía en la mano una espada de fuego sino un lirio blanco y nos puso a todos un pensum y es como si resucitara don Fausto López el cura rico y solitario que preguntaba la tesis del repaso.  Dicas, dicas in sermone latino… dicas enim. () Que lo digas, digas, y decirlo de una puñetera vez.

Y el ponente se levantaba ascendía al estrado o púlpito que había en el salón de grados e iba desgranando los renglones y apartados del discurso escolástico.  Era una clase de Lógica.  Proposiciones.  Desarrollo.  Corolarios.  La fuerza del silogismo se amachambró en nuestras vidas.  A la sombra de la Torre de la Aceitera- una alcuza clavándose en el cielo de Corobias apuntando hacia lo alto siempre como indicando el camino de la santidad que se escala peldaño a peldaño con la fuerza de la abnegación, la renuncia a sí mismo, la exaltación de lo bello y lo verdadero, nunca lo útil y diciéndonos al oído lo de citius, altius, fortius- nos modularon el alma y se fraguaron nuestros espíritus.  Dicas.  Dicas. Unos no llegaron a la cúspide. Otros, sí.

-Pero hombre ¡no te lo sabes!

 Clodoaldo se había atascado como en una peña.

- A ver Maximino Frugales

 Y Maximino repitió de carrerilla toda la “lectio” de más de quince páginas sin comerse una coma ni un punto, apenas sin perder el resuello.  Un prodigio de memoria.  Era un calmo día de enero después de una cellisca y en la mañana de Corobias con un aire y un cielo purísimo resplandecía a lo lejos, detrás de las almenas de la muralla a las que daban los ventanales del aula la Mujer Muerta envuelta en un manto blanco.  Un misterioso sudario impoluto moteado de negrillos, sabinas, madroños, alzando sus crestas sobre los taludes y barrancos.  Dicas. Dicas.

 Por las fiestas del Obispillo el día que llaman de San Nicolás a Don Chespi  lo manteamos. Bueno no exactamente mantearlo, no; le sacamos en procesión.  Fueron siete u ocho a la tarima del estrado donde se sentaba el inglés y cada uno de un lado lo alzaron como si fuese un palenque y lo llevaron en peregrinación por toda la clase.  Remontadas las escaleras,  hicimos estación en la Virgen de los Tránsitos.  Y empezamos a cantar con buena entonación el Iste Confessor.  Don Chespi que daba Moral y cantaba en el coro de la catedral las vísperas con don Benito, don Desiderio, don Josué del Morral y don Celso el organista, una almina de Dios, empezó a soltar tacos por esa boquita en latín y en castellano. Así como en inglés que era su lengua madre.

-¿Qué hacéis conmigo, cabrones? -¿Adónde me lleváis?

-Al cielo.  Al cielo con él.

-Oye que no soy la Macarena, ni estamos en Sevilla.  Ni yo me muerto ni quiero que me canonicen.

-Iste confessor... y al famoso motete siguió el Benedictus Dominus Israel.

Ese día en el cual se invertían lo papeles jerárquicos, no faltaba el buen humor.  Se subvertía el orden de la casa. Los últimos serán los primeros.  El rector don Froilán con sus superiores (Selenio, Pedro Recio, el prefecto guapo padre Limas Limones, el Padre Mañana, el padre Montés, y don Martín Martín Martín al que decían Martín al Cubo y los dos padres espirituales) fregaban los platos y servían a la mesa a los postulantes.  Al obispo se le ponía a barrer, si venía a visitarnos y allí era cosa de ver a Su Ilustrísima don Daniel Riostras Cornijal con todos sus arreos y capisayos, el anillo de oro el pectoral con pedrería, inclinado de lomos con una escoba sobre sus consagradas manos, que habían alcanzado la plenitud del sacerdocio.  Hoy nosotros mandamos, coime.  Pues lo que está abajo puede estar arriba, ya que, de acuerdo con las leyes de la naturaleza, todo lo que sube baja.  Se cambian las tornas.  Somos los amos.  Y pusimos a toda la jerarquía de semaneros. Los criados eran los amos y siquiera por un día unos seminaristas que llamaban fámulos porque hacían la carrera como criados de servir mandaban la leva, marcaban el pensum, dictaban el orden del día y no decían misa porque aun no estaban ordenados pero se hacía unos simulacros de misa cantada y el escolar más joven de primero de latín se sentaba en el trono episcopal y se le vestía de los ornamentos que el orden episcopal requiere: sotana roja, solideo, anillo, quirotecas, cáligas bordadas en hilos de oro, capa magna de las grandes celebraciones y todo el supremo boato pontifical.  Prorrumpía en el ite missa est y bendecía de tres, a la usanza de los obispos… benedicat vos omnipotens deus pater et filius et Spiritus sanctus descendat super vos et maneat semper ().

En efigie se le pedía que administrase el sacramento de la confirmación a los que se había portado mal con el pipiolo o le habían hecho alguna judiada por entre año y les llamaba por su nombre y como acolada les daba un cachete que en ocasiones podía ser una bofetada.  Yo soy el obispo de Roma para que te acuerdes de mí, toma... Iste confessor.  Pero que hacéis cabrones.  Esto se mueve.  Ay que me caigo.  No se va a caer don Crespillo, nosotros le sujetamos.  Estamos para parar todos los golpes habidos y por haber... yo no soy santo canonizado para que me porten en andas y me saquen en procesión como si fuera un paso.  No es día de Corpus y no soy tarasca tampoco.  Por fin lo bajamos y el buen sacerdote rompió a reír.  Aun no se le había pasado la cara de susto pero que puñeteros... Qué re-contra-jodidos me parece que sois... claro que sois jóvenes y yo a vuestra edad hacía lo mismo.  Hoy la clase se suspende.  Hoy quiete... tenga usted buen día don William.  Ese era su nombre de pila pero nadie le conocía por el nombre de Guillermo en inglés sino por la sobrehúsa mencionado.  El profesor de Moral tomó su teja de terciopelo negro, se arrebujó en el manteo de cachemir y tomó el portante, muy digno y salió al viento helado de Corobias, como si no hubiera pasado nada. A la legua se notaba que era inglés. Tenía un cierto sentido del humor.  Le aguardaban sus monjas Peraltas, convento del que era capellán.  Los viernes tocaban confesiones.  Siempre me pregunté qué pecados podrían tener aquellas almas seráficas para tener que ir a descargar el saco cada semana... no te creas, hijo, me decía, en cada casa hay un ventano al cierzo, y otro al solano. Y hasta siete veces peca el justo.  Don William iba riéndose por lo bajo, y, al atravesar los tránsitos donde estaba la hornacina con una imagen de la Pilarica, se santiguaba.  ¡Qué cosas, qué humor, qué vitalidad tienen estos jóvenes!  Yo también un día   fui joven, aunque en Oxford no se les hacían estas bufonadas a los profesores. Estos católicos aun no entraron por el aro de la Reforma. Están un poco salvajes. Si pudiera volverme atrás, me haría anglicano. ¿Qué le trajo a Chespi a Corobias? Eso sí que era un misterio.  Recordaba quizás las inocentadas que desde 1590 cuando se fundó aquella Casa de la Compañía se venía haciendo por tradición. Era una jaula dorada. Fue un tirocinio y un convictorio dependiente de la casa madre jesuítica que se hallaba en Alcalá.  Travesuras de colegiales.  Nuestro seminario era un edificio herreriano que se conservaba tal cual con su patio de balcones de forja sus ventanales y óculos distribuidos a lo largo de la fachada de estantales para subir a la cúspide de la Aceitera por el pararrayos del patio enlosado de grandes lajas de granito por donde se hacía la quiete los días de sol y cuando llovía el agua bramaba, sonora, a caño roto desde la boca de las gárgolas hasta las lajas de sílice del enlosado. Abajo estaba el fumadero y la biblioteca.

 A partir de primero de Teología los alumnos podían fumar y tener pitillera y el día del Obispillo había bula para entrar en las celdas de seminario mayor y hacerles la petaca o escuchar la radio galena con que los más ingeniosos-por aquel tiempo aun no se había descubierto el transistor- conque seguían los resultados de los partidos en Carrusel Deportivo o regodearse en las charlas del P.  Venancio Marcos los domingos, que tenían mucho morbo porque el Padre  Marcos, delgadito y con la voz oscura y bronca, era un obseso del sexto mandamiento y a micrófono abierto disertaba en su consultorio sobre escabrosas cuestiones de la casuística del Derecho Canónico.  Escrúpulos, sexo.  Mi novio me dio un beso en la boca y me ha dejado preñada ¿Qué hago yo ahora, reverendo Padre? Fluían los consejos más o menos llevaderos, más o menos implementables con una conclusión evidente de aquellas charlas sonoras: que la humanidad por ese cabo no tiene arreglo. Confesores y moralistas se esforzaban también por entonces por ponerle puertas al campo. Eros y Tanatos siempre les ganaban la partida.

 Con el consultorio de la señora Francis- ¡que decepción cuando supimos que la tal señora era un hombre!-  sólo se atrevían los más osados.  Claro, un cura tiene que saber de todo y estar preparado para salir airoso en la cuestión que los penitentes le plantearían en el confesionario.  Sic ad astra.  Por ese camino se llegaba a las estrellas.  Queríamos escalar las cumbres de la santidad.  A algunos les gustaba la montaña y, crampón y pilote en ristre, montaban los cerros, haciendo descubiertas por los neveros.  Pero otros éramos más inclinados a las cuestas abajo de los valles y hondonadas, esas vegas, esos oasis con los que Castilla sorprende al viajero. Son los caminos que llevan al infierno. Porque los del cielo, por lo visto, son muy pendientes y llenos de abrojos.

 El Val de la Virgen, por ejemplo, donde había un convento cisterciense era uno de los puntos de cita de nuestros paseos.  Monjes blancos, cogulla negra.  Celda y coro.  La disciplina para mortificar las carnes.  El cilicio para domeñar el yo.  La regla y el reglamento, la distribución de las horas. Disciplina. Conviene someter la carne a férula para evitar convertirse en un juguete de las pasiones. Nuestros directores espirituales proponían duchas de agua fría y había quienes se curaban con agua fresca pero la mayor parte ni con duchas de agua caliente.  El ora et labora benedictino tampoco estaba mal.

 Apenas quedaba tiempo para vacar.  No teníamos un minuto libre.  Y esa es una fórmula dorada para ser feliz olvidándose uno de sí mismo.  O por lo menos eso creíamos entonces que habíamos llegado, a la sombra de la Aceitera, la jaula dorada, a los atrios de la felicidad.  Quedaba mucho camino.  Unos llegaron.  Otros nos quedamos en el camino.  Nos faltaron las fuerzas para alcanzar la meta, aquel ideal de vida.  Sin embargo, permanecería muy adentro de nuestras psiques la idea grande y excelsa de búsqueda de la excelencia en la que nos formaron.  Nos moldeó un sentimiento de superación, de que había que hacer algo importante en la vida, ser alguien. Y la huella de aquellos años de forja labró una buena reja con la cual, asidos a la besana y arreando a las mulas con que aramos los surcos de la vida, sin mirar a cuanto quedaba atrás, nos disponíamos a tirar del arado eclesial. Al yugo permanecimos uncidos desde entonces.

Habían pasado 53 años desde aquel primero de octubre, una mañana de otoño cuando un maletero que contrató mi padre, cargué el baúl con el ajuar las camisas bordadas con mi nombre por mi tía Veneranda, varios pares de mudas, el jabón la toalla, la pasta de dientes, uno choricillos y una hogaza de pan de matute, una caja de galletas, y varios botes de leche condensada. Me acuerdo de esto porque fueron las primeras viandas que entraron en el talego, que iba a ser tan importante en mi vida colegial, como también de otro detalle: El colchón de lana recién vareada y mullida, dos pares de mantas y una almohada. Detrás del maletero fui zamarreando por la pista, atravesamos la calle de Muerte y Vida, la plaza de Santa Eulalia, enfilamos por San Francisco, cruzamos el azoguejo y por la calle San Juan arriba alcanzamos la rinconada de la plaza del Seminario. Ya estaba yo, de buenas a primeras, dentro de la Jaula Dorada.

  Allí el señor Juan, un guardia civil retirado que tenía cara de pocos amigos que era muy serio pero hombre de buen corazón, que siempre estaba leyendo el Avanzado de Corobias en su garita, me tomó el nombre y filiación.  

-Ale, pasa.  Así que transcurran doce cursos serás misacantano. Y saldrás por esta puerta con una coronilla en la cabeza y las manos consagradas. Suerte, aunque no sé si yo lo veré.

-Muchas gracias, y yo espero darle la comunión en mi primera misa.

-Ya nos conocemos. Fuimos vecinos en el Arco del Socorro. ¿Qué tal tu padre?

-Está de maniobras.

-Los militares, claro, ya se sabe. Hoy acá, mañana allá. Yo también he sido militar.

-Usted era el padre de Taíto, y de mi amigo Antojito.

-Pobre…

 Yo conocía a aquel hombre corpulento y de una estatura prócer pues fue nuestro vecino en la casa de la Troya.  De niño le había visto bajar pesadamente las escaleras de la finca de San Valentín número 4 en ajuar de combate (guerrera verde oliva, el mosquetón Máuser, la escarcela de cuero, el tricornio, la capa, las botas de caña) cuando iba de correría.  Correrías que solían durar varios días.  Le decía a su mujer la señora Juana Ruanilla que era muy pequeñita y corta de talla: no me esperes hasta pasado el domingo, Ruanilla.

 Nunca era demasiado explícito el buen número de la Benemérita acerca de en qué consistían aquellas correrías en las que estaba de servicio.  Pero decían que el maquis andaba por las sierras. Y habían visto a Juanín y a otros conspicuos guerrilleros merodear por el Cerro Matabueyes y por la Granja.  Esta noche no me esperes, Ruanilla. La pareja de civiles junto con el libro de firmas solían guardar en la escarcela una tarterilla con las provisiones de camino.

 Descendiendo las escaleras, parecía el señor Juan, un guardia civil a la antigua, al gigante Polifemo. A los niños nos daba un poco de miedo.  No sé cómo no se astillaban los peldaños de la escalera aguantando su corpulencia, sus ciento y pico kilos de humanidad.  Él era el padre de mi amigo Antojito el Mariquita al que veíamos siempre de hábito con el cordón de Jesús Nazareno, el pardo del Carmen o la camisa de estameña del hábito de san Francisco.  Siempre de hábito.  Siempre rezando.  No se perdía novena ni triduo que hubiera en ninguna iglesia de Corobias  y ni que decir tiene que por aquellos días este tipo de devociones abundaban en la ciudad lo mismo que las procesiones.

  A la primera de cambio, allí se organizaba una procesión, un vía crucis y allí estaba Antojito disfrazado de capuchón con los pirreles descalzos, los brazos en cruz, o portando una cruz enorme, todo un pino de Balsaín, debajo del cual se hundía su cuerpo enclenque y enfermizo que casi no parecía hijo de aquel hercúleo cabo de la Benemérita pues era algo esmirriado.

-¿Por qué tanta penitencia, Antonio?

Y él respondía.

- Para aplacar las iras de Dios.  A mi hermano Alberto lo mataron en guerra. Está en el cielo, murió mártir, él intercede, pero yo soy muy pecador, sabes.

 Tenía otro hermano que se llamaba Taito el cual acostumbraba a trepar por las paredes de la muralla a la busca de nidos de paloma.  En una ocasión se deslizó y no fue capaz de sujetarse al hueco de una socarrena y Taito se deslizó al vacío y se desnucó.  Recuerdo su entierro al que asistió toda la ciudad.

  A la sazón, los entierros en Corobias eran multitudinarios.  Vino un coche de caballos con crespones negros, el penacho del jamelgo aun  era más negro todavía, lo mismo que la caja y el color de la capa del preste que marchaba detrás del féretro camino del cementerio del Santo Ángel, escoltado por  acólitos con sotana negra.  Sólo la albura de la sobrepelliz de los monagos destacaba en aquel mar de luto, en aquel duelo nuestro de posguerra, que no parecía tener fin.  La señora Juana la Ruanilla se quedó dando gritos en la Casa de San Valentín.  Ay mi hijo.  Ay mi hijo de mis entrañas.

 Gritaba tanto que parecía que se le marchaba la vida en un arroyo de lágrimas la pobre mujer.  Sin embargo el señor Juan y el cabo Cantimpalos iban detrás del coche de respeto, egregios, solemnes, sin soltar un sollozo, inescrutables con el tricornio de gala en la mano, pareciendo lo que eran: dos buenos charoles (), acostumbrados a pechar con el dolor humano y con las inclemencias del tiempo.  Sin descomponer el gesto. Su tricornio charolado desafiando a la muerte y dejándose acariciar por el sol corobino.

 Vueltos del campo santo, le arreó a Antojito una buena paliza.  Fue una tunda para prevenir. No quiero que te encarames a los árboles, no quiero que te deslomes, maricón.  Y debió de ser tal la tunda que mi amigo estuvo lo menos un mes sin salir de casa.  Se le echó de menos en la novena del Perpetuo Socorro.

 Era mi amigo buena persona, yo nunca le falté al respeto ni le insultaba por su homosexualidad que no era vicio de a hecho, pues creo que el bueno de Antojito murió Virgen y mártir y más casto que la vara de San José, sino un amaneramiento femenino, eso que denominan ramalazo.  La gente era muy cruel. Yo le ajuntaba, le cambiaba mis cromos y jugaba al gua por los terraplenes de la Hontanilla.  Cuando Cantimpalos y su padre andaban de correría, se le veía más relajado.  Aun  he de decir que nunca dio que hablar ni dio escándalo ninguno.  Sólo aquella manera de hablar.  Esa forma de moverse que a las claras denotaban un fallo de la naturaleza: el alma de mujer metida en el cuerpo de un hombre.  Aun  son hijos de Dios los gañís.  Se fue a un noviciado de capuchinos pero le echaron. A veces la Iglesia me di cuenta entonces no profesa la caridad que tanto predica y a Antojito le expulsaban de todos los conventos, y él decía que tenía vocación, mucha vocación, quedó para vestir santos, asiduo feligrés de triduos y novenarios.

 El señor Juan que ya no era aquel civilón que nos infundía terror a los muchachos cuando lo veíamos trasponer el postigo de la puerta de San Andrés la que dicen  Arco del Socorro tercerola al hombro y la teresiana cubriéndole el cogote y el tricornio de campaña sino un paisano con chaqueta de paño algo más gordo (al poco moriría de cáncer de próstata) me entregó la llave de la taquilla y allí encontré yo la beca roja y el bonete de cuatro picos y mi sotana recién confeccionada por Blas Carpintero que estaba tendida sobre la colcha blanca de la cama. La sotana ¡qué ilusión!  Me aprendí de memoria una oración que había que decir al ponérsela y al quitársela, en latín, y que empezaba así: Indumentum meum, Domine.

 Dicen que el hábito no hace al monje pero yo me sentía transportado a un futuro de grandeza eclesial de misas tridentinas, cantos gregorianos, olor a incienso, lirios en el altar, paños al púlpito, comulgatorios en la predela, y sermones, muchos sermones. Jaculatorias y oficios. Hijo, hijo que aprietes, que estudies con ahínco, que seas bueno. Los primeros años traté de cumplir las recomendaciones que me diera mi abuelo. Después  comenzó el relajamiento que dicen, la sotana me quedaba pesquera y en la pechera lucían algunos chafarinones de grasa, cosa que ocurría cuando estaba de semanero y tenía que servir la sopa de una gran perola a mis condiscípulos.

  Unas veces querría ser misionero en las Indias.  Otras me veía de obispo, hombre de curia, lo que no he sido nunca porque mi reclinatorio y mi comulgatorio y mi muro de lamentos serían siempre los libros y habent sua fata libella quia Carmina aurum non dabunt. No obstante, estaba claro que, al ingresar en las filas de la iglesia, sentía la fascinación no sólo de la belleza sino también la atracción del poder, la búsqueda de una posición social.  Aun  quería ser santo, dar gloria a Dios y ya casi me consideraba en el grupo de bienaventurados. La vida es milicia y había oído decir que por defender nuestra santa religión grandes obispos como Jiménez de Rada o Cisneros cambiaron el escapulario conventual por el yelmo y la espada. Desde niño me gustó el olor a incienso pero el de la pólvora y el de los petardos no me desagradaban. Puede que en mí haya un templario oculto. Sin embargo, nos forjaron en una espiritualidad un tanto blandengue y en tercero o cuarto de latín creo que empecé a rebelarme contra ese logotipo de santo amariconado. Algo parecido a aquel San Luis Gonzaga del cuadro  que había en el lado de la epístola de la iglesia del Máximo poniendo marco a un impresionante retablo barroco y que pintara un pintor importante no sé si Velázquez o Claudio Coello en la que el artista estampaba su propia visión del paraíso: un novicio jesuita recibiendo la comunión mientras en lo alto se rasgan las nubes y por una abertura aparece Jesús Crucificado que baja del cielo con una importante escolta de ángeles, a un lado la Virgen Emperatriz y, a otro, San José que maneja una vara florecida de lirios.

 Mis pensamientos eran contradictorios pero bien sabía, por lo demás, que, me zambullía en un mar de contrastes.  Por un lado renunciaba a Satanás, a sus pompas y a sus vanidades y, por otro, sabía de antemano que al abrazar aquel estado obtenía un rango, un predicamento, una categoría.  Non nobis, Domine.  Non nobis sed Vos ().  Tuve una sensación indescriptible cuando me puse aquella prenda por primera vez.  Creo que es la indumentaria con que se revistió para siempre mi alma desde aquella tarde de otoño que dejaría secuela, e, impreso, un carácter.

 Cresce dejó el baúl con todas mis humildes posesiones al pie del catre.  Con aquel ajuar humilde, el matute, los choricillos, el par de mudas, las camisas bordadas con mi nombre y número 288,  por mi tía Veneranda que vino de Fuentepiñel el pueblo del que éramos oriundos por una rama de la familia la de los Sardones para ayudar a mamá a preparar el ajuar.

 Fue un verano tórrido y expectante aquel de 1955.  Los olores traían el cálido fragor de las peñas de la cantera donde trabajaba de tallista el Tío Enrique que había domesticado un cuervo al que enseñó a hablar durante su estancia en un campo de trabajos forzados donde lo condenaron por ideas republicanas.  Aquel pájaro iba siempre posado sobre su boina que era para el córvido la alcandara donde encontró querencia y lealtad al dueño que le amaestrara.  El amo le había enseñado a decir algunas palabrotas como:

-Chico, si te cojo, te capo.

El Tío Enrique no era muy amigo de la gente menuda, mucho menos siendo hijos de los militares que ganaron la guerra, y nos miraba con malos ojos si nos dejábamos caer por la obra donde él atacaba la gubia, cribaba la grava y a cada dos por tres profería un cagamento.

 De vez en cuando ponía algún barreno y mandaba a su pájaro amaestrado a que mantuviese a todo el mundo lejos de las inmediaciones de sus premisas, donde él se sentía el rey del mambo o, mejor dicho, del granito.  Los tacos del cuervo, cuando era menester,  y había que poner cargas de dinamita para horadar huecos, se hacían más perentorios y subidos de tono.  Ya no se conformaba con amenazarnos de cortar nuestra pilila, sino que nos ponía de hideputas pa arriba.

-Que te has pasao que te has colao que a tu madre la jodió un soldao- contestábamos los chaveas insultando al pobre cantero.

 Esto le ponía de los nervios.

Como por tales calendas, la guarnición fuera firme, muy nutrida y numerosa, por el lugar menudeaban los soldados que solían sacar a pasear a sus novias por tales soledades. Había  que sentar plaza de algo. Corobias  contaba con dos regimientos, uno de artillería y otro de carros, por nombre la Base Mixta, un picadero de caballería que mandaba un alférez con la cara enorme que medía dos metros, el padre de mi amigo Rafa, a quien zurraba de lo lindo cuando llegaba de la Remonta algo bebido y, unas veces con razón y otras sin ella. El bueno de Rafael probaba de la correa  en días alternativos, o se acostaba muchas noches sin cenar.

 Aparte de eso, estaba la Academia de Artillería, con una agrupación de Intendencia, una compañía de Ferrocarriles que no vestían de caqui sino de azul y llevaban por pasador una locomotora dorada y luego el Tercio de Oficinas Militares.  Su distintivo era una estrella blanca enmarcada en un rombo.  La tropa estaba en todas partes y a todas horas.  Niños y militares sin graduación no pagaban y entraban gratis al fútbol de los domingos para ver los partidos de la Gimnástica. El Tío Enrique no podía ver a los curas ni a los militares.  Le hacía decir a su tordo amaestrado muchas insidias y procacidades contra aquellas fuerzas vivas y su epíteto preferido era la palabra chupones.

 En la guerra peleó junto a los rojos y hacía poco que acababa de salir de un penal.  Con sus anteojos de cota de malla que nadie podía saber como era capaz de ver con aquellos alambres- se le había saltado un ojo siendo mozo con una esquirla- nos miraba amenazador.  Y a nosotros no nos gustaba mucho la cantera.  Era un paraje casi lunar.  Julito Camarero decía que era un buen sitio para hacer una  emboscada cuando jugábamos a los indios y al que luego sería gran periodista le gustaba hacer de Búfalo Bill:

-Aquí se podría rodar una película de buenos y malos.


Julito tenía mucha imaginación. Luego sería un reportero famoso del Diario Pueblo. Su familia acababa de llegar de Melilla. Nosotros nos perdíamos por entre las zarzas jugando a los apaches o a guardias y ladrones.

 En una de aquellas tenidas fue cuando le vimos a la Mari la de la señora Marce las bragas.  Las tenía blancas.  Rodó por el talud de un berrueco de aquellos cubiertos de musgo y de hongos antiguos que don Lisardo el profesor  de Geología decía que eran del cuaternario y nos “hizo una foto”.  Quedamos todos como petrificados.  La hija de mi vecina tenía unos tobillos bien torneados, piernas bonitas y muslos poderosos.  Estaba muy desarrollada la niña y se le insinuaban las turgencias de los senos bajo el vestido.  Era algo marimacho pues siempre andaba en la cuadrilla de los niños jugando a la malla, al zorro pico y zaina y a los médicos, los papás y las mamás.

-Enséñanoslo, anda

¿-Cuánto me dais?

-Cuatro pesetas.

Hicimos recaudación la pandilla y no llegábamos entre perra gorda, perra chica y  realines a 3.75 pts...  La May nos hizo un precio de amigo por aquella contemplación.  Se subió la falda y se bajó un poco las bragas.

-Se ve pero no se toca eh.- advirtió la rapaza entre orgullosa, arrogante y conminatoria.

 Nos estaba haciendo un favor, nos estaba perdonando la vida.

-¿Eres Virgen?

-¡Qué pregunta, tú!

Ya alguien debía de haber pasado por aquel rastrillo de su persona lo que unos llamaban meter al pájaro en la jaula o subir al cielo con el águila. ¿Quién inauguró el túnel? ¿Quién se sumió en el pozo profundo de sus besos? Ya la tenía puesta, como decía el cura Severino, un capellán castrense que tenía andares y maneras de sátiro. El Venan que era un putas y se informaba de todo nos intrigaba sobre la chica. Según él, la May ya conocía la gracia de Dios y que se la estaba tirando aparte de un furriel de Mayorías el asistente del alférez de la remonta. Total que ya estaba encentada e iba con dos al de por junto. Hombres objeto de usar y tirar

-¿El padre de Rafa y de Ruanito?

-Ese mismo. Lo que son las cosas

El Venancio fue a tocarla pero ella le dio un manotazo mientras hacía acopio de la recaudación.

-¡Quieto, galán que las manos van al pan!

-¿Y por hacerlo todo al completo?

-De eso nada monada.  Vosotros sois unos mocosos.  Aun no se os empina.  Adiós

Y salió corriendo de estampía por entre las peñas.  Saltaba como una corza encelada.  Quedamos todos con la miel en los labios.  Y todos en cuadrilla sacamos nuestros poderes y empezamos a masturbarnos furiosamente.

-A mí me viene.

Bienvenido a la vida mi primer albor. Estábamos amaneciendo a la vida, pero aquello que tanto gusto nos daba era pecado. ¡Ya es mala pata!

 El Venancio nos dijo que la May era algo puta y que vendía sus favores a los militronches.  Se la había visto merodear por los hoteles de Valdevilla seguida de un machacante del brigada Tronero, uno de Codorniz.  Luego resultó que la sacó para adelante y a la May su padre el maestro Requeja la tuvo que meter en las Oblatas.  Al niño lo metieron en el hospicio.

 Aquel verano del 55 había descubierto el sexo, esa angustia, esa comezón.  Mi vecina nos había dejado a todos con las ganas.  Creció en mí el sentimiento de culpa, la angustia del pecado, el temor al infierno y creo que decidí meterme a cura  para expiar aquel pecado horrible.  Fui a confesar la falta a un monasterio de jerónimos pero para mi sorpresa mi confesor no sólo no quedaba extrañado de mi atrevimiento sino que aun  no paraba de hacer preguntas tan interesadas como morbosas sobre lo que había dicho el Venan acerca de nuestra tanteadora.

-¿Y esa May quien es?

-La hija del maestro armero, la hermana de José Luis el Pastitas, padre.

  -Y ¿se desnudó ante todos vosotros? Pues vaya con la niña

-Así es, Fray Dimas.  De cintura para abajo se quedó igual que su madre la echara al mundo.


-¡Qué descocada!  Y vosotros mirando qué asco. Pues sí que sois un rato guarros.

-Anda y que cosa íbamos a hacer. ¿Taparla con un sombrero como hicieron la semana pasada en los toros de Cuellar con uno al que un astado le rasgó los pantalones y lo dejó con el culo al aire?  El asco era muy rico.

-Pero todavía te ufanas de haber ofendido a Dios, mostagán. Lo que hiciste es una cosa muy fea, un pecado mortal. Y recalcitrar en el error lleva doble penitencia. No sé sí voy a poder absolverte. Eso es pravedad de materia.

Fray Dimas en ese momento me pegó un tortazo pero siguió preguntando:

-¿Y cómo lo tenía?

-Cómo lo tenía. ¿El qué?

-Pues eso... eso.

-Muy recogidito y oculto tras unos pelillos largos. A la May ya le hacen  bulto las tetinas. Ya es una mujer.

-¿Y no os da vergüenza, cerdos que no sois más que unos cochinos?- me recriminó.

Me echó una bronca de aquí te espero. El sopapo todavía me escocía el  del buen  jerónimo, el cual, inasequible al desaliento, siguió indagando como si él mismo bebiese los vientos por la May.  Decía que no pecamos de obra sino de deseo y sin catar la gracia de Dios, y ya que uno se condena, pues a condenarse de a hecho y con todas las consecuencias; esto es, que la cosa fuese rata y consumada, según el confesor.  Y tanto que nos quedamos con las ganas porque la muchacha nos dio las más rotundas calabazas de nuestras vidas [la May era una calientapollas, una teaser que dicen los britos] y que en otra ocasión había que evitar las ocasiones que nos llevan a los infiernos y a la eterna condenación pero se le tomó la voz como si estuviera excitado. Debajo del cinto y del escapulario pardo de la orden jerónima se le abultaba una prominencia sospechosa. Entonces me di cuentas de mis dotes de narrador y mis habilidades para el teatro.  Había conseguido poner cachondo al confesor.  Era Fray Paja una especie de apagafuegos oficial de nuestras confesiones con saco grande y pesado pues había  logrado fama de manga ancha.  A Fray Dimas le llamaban Fray Paja.  Todas las mujeres de la ciudad que habían tenido un desliz o un lío si eran casadas acudían a arrodillarse ante el tribunal de la penitencia presidido por aquel fraile algo desgarbado y legañoso.  Con una se tiró en el confesionario tres horas de reloj. Debió de ser un caso muy grave.

Era, por lo demás, un monje muy chapado a la antigua. Pertenecía a una orden que había sido rica e importante en tiempos del emperador pero que ahora andaba de capa caída. Los pocos jerónimos de aquella comunidad andaban con los zapatos rotos  remendados. El Padre Dimas lucía un cerquillo rasurado a navaja a la antigua moda.  Semejante al que lucía el inquisidor Torquemada en su colodro. Ni que decir tiene que a mí me impresionó no sólo el pecado que cometí a causa de mi vecina, con el columbramiento de sus bragas o el poderío de sus nalgas y anduve meses e incluso años obsesionado por semejante escatológica visión. Aquel verano había descubierto el sexo y las verdades de la vida.  Nos masturbábamos escondidos entre las peñas de la cantera pero a mí no me venía. Aquellas albricias fueron una delicia. Tuve algunos sueños eróticos. Soñaba en valkirias. La May era una valkiria que bajaba del olimpo a hacer grato el descanso del guerrero y ella misma bajaba con un tarro a modo de cáliz para probar el gusto de la ambrosía y en ocasiones incluso me daba de mamar y yo apretaba mis dientes contra sus pezones:

-Ay que me haces daño, bruto.

  Para arrepentirse tiempo habría pero yo empecé a tener escrúpulos. Soñaba no sólo en  cosas voluptuosas sino que aun  tenía otras pesadillas como verme rodeado en el infierno de un enorme diaño que me pinchaba las posaderas con un tridente mientras cantaba:

-Ya le roen, ya le croen por do más pecado había.

 Traté de poner freno a tanta incontinencia y decidí hacerme místico, me compré unas disciplinas y me zurraba de lo lindo las espaldas de medio cuerpo para arriba en la cohorte del marrano y me encerraba horas y horas en una cochiquera donde me pasaba mucho tiempo a oscuras escuchando el gruñir del puerco que cebaba mi padre para la matanza. Abría la puerta de la cohorte y empezaba  as predicar a los peces y a los águilas después de decirle misa a mis amigos que se hacían cruces al verme en aquel  estado revestido con una casulla de papel. Debía de pensar el Vences que yo había cambiado mucho y hasta me miraba con ciertos aires de respeto como a un difunto o a un enfermo al que se le escapa la vida.

Yo  había decidido apartarme de aquella podredumbre haciéndome cura.

¿Te arrepientes de todo corazón, niño?

-Sí me arrepiento.

-Pues más te vale.  Parece mentira de ti; un mocoso como tú y que sabe mucho más que te han enseñado.  Has de evitar las ocasiones, hijo.  Y de ahora en adelante sepas que eso de merodear por la cantera, nada.  Queda terminantemente prohibido.

-Sí, Padre.


-¿Algo más?  Ya sabes que si te dejas algún pecado esto no te sirve.  Haces una confesión sacrílega. Pierdes el tiempo y ofendes más a Dios.

-No, nada más.

-Pues de penitencia me vas a rezar cien rosarios, estar tres viernes a pan y agua y rezar cinco veces el Señor Mío Jesucristo de rodillas y con los brazos en cruz. Debajo de  cada una de las rodillas te pones siete garbanzos que son figura de los siete pecados capitales y procura que los garbanzos sean gordos. A ser posible de Fuentesaúco. Quítaselos a tu madre del remojo y, si te pregunta donde vas, le dices que quieres santificarte.

La penitencia me vino bien no sólo a la salud del alma, también la del cuerpo, pues perdí unos cuantos kilos con esa dieta de pan y agua; ya por entonces me llamaban cantinflas. Aun  me impuso de condena por mi pecado llevar cilicio en la parte del muslo pero no lo cumplí porque aquel trebejo de tortura y mortificación no sé por qué me parecía un fetiche sexual que me ponía cachondo y las púas de la rodela me recordaban los pelillos de la adolescente que apuntaban traviesos y erectos sobre su vello púbico. La May fue para mí la vera efigie de las tentaciones de san Antón.

 Algo estaba naciendo en mí que fui precoz. Era un potro sin sujeción que me sentía incapaz de dominar. El ser humano es agua, pilosidad y muchas cañerías como decía un amigo mío. Lo de los garbanzos fue más grave pues me hicieron herida que se trasformó en llaga y la herida se me infectó rematando en pústulas.

-¿Por dónde has andado, chaval?- el médico del cuartel al que me llevó mi padre estuvo a punto de diagnosticar unas purgaciones.

Anda que como estaba la Medicina. Un sifilazo y yo sin comerlo ni beberlo. Después de la guerra el mal gálico era endémico y el comandante De Miguel me preguntó si no había de hacer de cuerpo a las letrinas del regimiento. Pues no vuelvas jamás por ahí, chaval, que te puedes encontrar con lo que menos vas a esperar. Se puede contagiar el morbo sentándote en un vater o bebiendo del vaso en que ha bebido un portador del virus.

Anduve un poco cojo y quebrado durante algún tiempo y acordándome de la madre que parió a Fray Paja y a todos los de su cuadrilla. Ni que decir tiene que desde que le vi las bragas a la May mi mano no encontró reposo.  Hasta creo que me salió un callo en el dedo meñique de la mano izquierda de tanto darle al ale manita. Otra vez a pasar por el trance y la tortura de declarar en mi contra sobre cuestiones tan íntimas y sentimentales y de nuevo el interrogatorio de cuantas veces, donde como cuando por qué; en total las seis uves dobles del periodismo: who, whom, why, where, when, what.  Lo malo es que uno había pecado solo y sin compañía.  Patético.  La masturbación por aquellos días se parecía a la carrera del corredor de fondo.  Irse al infierno en cuadrilla hubiera sido un poco más divertido.  Pero no hay tutía: en el pecado solitario uno peca por  dos. Habíamos hecho norma del consejo de Agustín pecca fortiter.

Pasados muchos lustros de mi vida, aquellas subidas y bajadas al Parral me parecen niñerías.  Pero entonces lo pasé muy mal y la experiencia fue traumatizante. El tiempo se ha encargado de borrar las heridas de aquel verano de torturas pero quedan las marcas.  Y desde entonces tengo mis reservas y prevenciones hacia la confesión auricular o lo que llamaban exmologesis.  Te ibas a arrodillar no ante un sacerdote de la ley sino que te quedabas a los pies de los caballos a merced de un reprimido mental que te sobaba por los hombros y te arrimaba la cara y si no andabas listo te metía mano.  La gazmoñería en los conventos suele acabar en mariconería.  No sé si don Selenio Montés que era un tipo duro como buen capellán de la Legión(en el seminario había algunos profesores y prefectos que habían pertenecido al honroso cuerpo de Millán Astral, como ya se verá) y que pegaba unos sopapos impresionantes, acostumbrado como estaba a correr la baqueta, como en el Tercio, que te dejaban tarumba, pero muy sano y normal por ese cabo, un tío vaya, a mi que no me vengan con mariconadas, fue el que propuso de echarnos bromuro en el agua.  A ver si se nos desempuñaba.

  Y lo más grave de todo no era ofender a Dios sino que tener luego que ir a confesarse con Fray Paja que podía ser un santo según decían pero aun  un tipo algo repugnante sobre todo a partir de su escabrosa curiosidad sobre el cuantas veces y las seis W periodísticas.  Se daba una maña especial en sacarte los pecados con sacacorchos.  Peor que el infierno era aquel interrogatorio pero no quedaba otra opción.  El padre Dimas no salía de su monasterio y con cualquier otro cura de Corobias  te los topabas cada dos por tres andando por la ciudad y vete tú a saber si no se chivaba, pues eso del sigilo sacerdotal ha sido algo muy elástico, un instrumento de control de la mente y una manifestación del gran poder clerical, si no se chivaba al padre de la May, el maestro Navalillas y éste a su vez se lo decía a tu papá y cobrabas una buena paliza.  Menudo era mi padre.  Menudo el señor Navalillas.

-¿Cuantas veces has quebrantado el Sexto Mandamiento?

-Creo que unas 300, más o menos.

-¿Y no te da vergüenza?

Esta pregunta-inculpación era uno de los latiguillos preferidos por el buen monje.

- Pues no

 

 

 

13


-¿T

antas?

-Es que no puedo Fray Dimas.  No puedo.  Es más fuerte que yo.  Pienso en la May y no se me baja.

-Pues te participo que moralmente te condenas y físicamente te estás haciendo polvo.  No vas a crecer, te vas a quedar escuchimizado y raquítico. Y eso si no  te entra la avariosis o la tuberculosis misma.

¿-Qué es eso?

-Dos enfermedades venéreas que suelen contraerse por la masturbación.  Si sigues así, te tendré que negar la absolución.  Te tendré que mandar al penitenciario.  Esto está pasando de castaño oscuro.  Es pravedad de materia- dijo Fray Paja.

-Eso no.  A Don Demoque no.

Al penitenciario que era un canónigo muy gordo que enseñaba Moral le llamaban  por ese  apodo de Demoque porque era un tipo muy deductivo y siempre estaba sacando conclusiones.  Era todo él una conjunción ilativa.

-De modo que… -decía mientras se chupaba la patilla de sus gafas de concha.

Conocía el Derecho Canónico de pe a pa, y por tanta casuística se sabía al dedillo todas las aberraciones de las que es capaz el ser humano.  Siempre a vueltas con expresiones como por tanto y de modo de que.  Perdonaba los pecados sub conditione y decretaba penitencias rigurosísimas que eran muy difíciles de cumplir al estilo medieval como echarse a  los pelos puñados de ceniza y salir por la calle hecho un cristo vestido de saco.  Peregrinar a Roma o a Jerusalén y a las adulteras les mandaba enseñar su baldón y coserse en letras muy gordas sobre el peto del hábito un cartel que dijera: soy puta.

 Por culpa suya hubo algunas violencias de género más de una y más de dos en la ciudad y emplumaron a muchos.  Era riguroso con las debilidades de la carne.

Salí de aquel hermoso y frío convento, la nave gótica de la iglesia siempre solitaria  y a medio  acabar, porque al marqués de Villena se le agotó el presupuesto in medias res, con un dolor de oídos y la cara me ardía y mis rodillas penitentes llenas de desollones.  Fray Paja apestaba a cebollas y tuve que soportar su aliento y sus filípicas allá más de tres cuartos de horas.  No dejaba de pensar en la May.

-Pienso en la May y no se me baja.

-Pues te participo que moralmente te condenas y físicamente te estás haciendo polvo.  No vas a crecer, te vas a quedar escuchimizado y raquítico. Y eso si no entra la avariosis o la tuberculosis.

La amenazante frase que trazaba un horizonte de perspectivas poco halagüeñas me martirizaba. Terminaría enfermo de una dolencia vergonzante y, para colmo, los diablos me arrastrarían a las Calderas de Pedro Botero.

 Había sido mi sueño erótico en el torrente de aquel verano desembojado. Yo creo que para lavar y resarcir aquella culpa ingresé en el seminario. Sentía una profunda vergüenza y la vergüenza luego sería obsesión y después trastorno, cepo de un delito inexistente que sólo cabía borrar  a fuerza de jaculatorias que repetiría sin cesar cuando en medio de un silencio impresionante – sólo se escuchaba el frufrú de las sotanas y el cloqueo de las sandalias sobre el encerado- iba repitiendo: ayúdame Jesús mío antes morir que pecar. Pues sí que estábamos buenos. Acababa de cumplir los once años, edad preceptiva para el ingreso, y ya estaba yo hecho un pecador empedernido.

 La absolución de Fray Paja no es que me tranquilizara mucho la verdad. Fue una experiencia de lo más desagradable aquella confesión y tardé mucho en bajar a aquel monasterio extramuros enclavado en uno de los parajes más bellos de la ciudad. Lo llamaban el Paseo de los Melancólicos. El edifico estaba orilla de una vega desde donde se divisaba una ciudad enhiesta de almenas, bien torreada- en Corobias no te cansas de mirar para arriba- y como transfigurada. Corobias toda ella puente y atalaya que guarda la linea hasta perderse en el tajamar del alcázar donde matrimonian las aguas del Eresma con el Clamores. Haber nacido en ella imprimía ese carácter aventurero y soñador muy apegado a las tierras ocres de pan llevar y el azul de los cielos limpísimos. Corobias fue siempre patria de adelantados y encomenderos, cada mochuelo en su olivo, cada señor encastillado en su torre. A la fuerza tuvieron que acabar muchos de sus hijos en poetas perdidos o en tañedores de lira, vagabundos, por tabernas y mancipos de los contornos. Como decía don Ciro las pocas veces que se nos cabreaba:

- Sois todos unos liróforos.

-¿Qué es eso de liróforos?

-Pues el que lleva la lira como su propio nombre indica: un inadaptado, un infeliz- dijo Expedito el que sabía más griego, el primero de la clase y que a pesar de sus saberes no se enorgullecía ni era nada repelente. Y es que de una forma muy elegante y clásica el profesor de latinidad nos había llamado mindundis y zampabollos y nosotros sin enterarnos.

 Extremistas sin comparación. Radicales hasta la aberración y comuneros que marchaban por la vida como diciendo aquí estoy yo porque he venido, encantado de haberos conocido. Empecinado en corregir el vicio y horrorizado por algunas lecturas como la de una autor húngaro muy popular en las escuelas católicas de aquellos días gran propagandista de la castidad entre la juventud y que decía que se puede contraer la sífilis o la tuberculosis con el placer solitario y que si lo hacías muchas veces podría agujereársete el paladar o volvérsete los sesos aguas, aborrecí el sexo de tal manera que estuve todos los cinco años de latín y dos de filosofía sin meneármela. Ni una paja durante un septenio el tiempo que tardan en mudarse las células. Se dice pronto. No era cuestión de ver la botella medio vacía o medio llena sino que se me representaban todos los ardores del infierno. Las bragas rosas de la May constituían la puerta de entrada del Averno donde hay un letrero que dice: abandonad toda esperanza. Su sonrisa amable y seductora, sus carrillos pintados de coloretes, era como la manzana que tentó a Eva y yo me dije: no, señor, por ahí no paso. Por un momento de placer, condenarse por toda la eternidad y para siempre. Para siempre, ¿crees que merece la pena? Y forcejeaba con todas mis fuerzas contra la tentación. Cuando bajaba la guardia, sin embargo, zas. Allí estaban las bragas de mi vecina subiendo y bajando, descolgándose por el tendedero y dejando entrever el arco de la felicidad: su pubis recio apuntalado entre dos muslos poderosos y bien torneados.

La alameda, que baja desde las últimas casas del barrio de San Lorenzo hasta los pretiles del puente de San Marcos un locus ameno, plagado de geni loci () y de remembranzas,  por donde solían pasear como unos refugiados políticos, y bien arropados con sus capas, los canónigos por el mes de febrero pues el hoyo del Eresma no estaba tan expuesto a los inclementes cierzos que suelen soplar sobre la ciudad alta los meses de febrero y marzo, representaba para mí la grata senda del infierno. Por el verano no se podía ir por allí, sin toparse con alguna pareja de enamorados en posturas comprometidas que probaban las dulzuras venéreas, mirando para el tendido, quiero decir el impresionante skyline medieval del antiguo coso amurallado o podium crobino.

Aquello era un escándalo y hubo bandos municipales penando con multas de cárcel a los que fuesen pillados in  medias res y a calzón caído. Río abajo, había un almacén de vinos justo de frente de la vieja parroquia de san Marcos el antiguo arrabal románico y detrás de la Vera Cruz. Aquel olor a vino saturado todavía mantiene en vilo las mías pituitarias lo mismo que los pellejos de cuero que colocaba el vinatero a las puertas de la tienda. Los días de mercado veíase subir por la cuesta a los carros del porte vinícola, cargados hasta los topes,  reatas de seis mulas en hilera. Iban  de recua camino de Sepúlveda, Peñafiel, Turegano. Aquellos pellejos badurnados de pez parecían figuras humanas, semejando a un hombre convertido en cerdo con la risa estúpida de la beodez y los bracitos cortos como haciéndole un corte de manga a los dioses oscuros. Cantaban los cubos de los ejes, se balanceaban, isócronas, con  todo el peso de su obra muerta, las teleras. Detrás del carro avanzaban fatigosos dos galgos y un podenco, adormilados, que ya debían de ir borrachos lo mismo que su amo, el carretero, que daba voces y pronunciaba juramentos meneando la tralla por encima de los machos y asnos de  mucha alzada y de firme borren a los que llamaba a cada uno por sus nombres. Atilano iba muy tieso sentado a mujeriegas sobre el varal izquierdo, junto al fanal muy digno y nada temblante y ya se había bebido para almorzar media azumbre. Parecía un héroe de la Iliada guiando a los hoplitas al paso de las Termópilas. No se le notaba nada la beodez. El arriero se tomaba la vida con filosofía. Cerca de la puerta de San Cebrián paraba el convoy, echaba la galga, asentaba el tentemozo y se quedaba a la vera del camino para enjugar su sudor y afanes de su oficio con un traguillo. Se fumaba un cigarro y se quedaba sentado sobre una piedra redonda que estaba allí desde el tiempo de los romanos. Debió de ser un sillar del monumento a Baco que había sido derruido. Le tenía querencia se conoce y era el mismo sitio donde hundía sus místicas posaderas san Juan de la Cruz cuando subía desde su convento a confesar a las monjas. Entre sus penitentes estaba Teresa de Jesús. Corrieron murmuraciones por la ciudad de que el fraile de Hontiveros y la santa abulense se entendían en el confesionario bajo cuerda. Como llegaran las murmuraciones a oídos de Santa Teresa,  ésta decidió cortar por lo sano y un día de madrugada abandonó la ciudad, y aquí, en esta misma piedra donde se sentaba Fray Juan, se sacudió el polvo de las sandalias y dijo muy sentenciosa:

-De Corobias ni el polvo de las zapatillas.

Y nunca se la volvió a ver cruzar bajo los ojos del Azoguejo.

El arriero de San Marcos, que se llamaba Atilano y era de Zamora, había oído contar muchas veces aquella historia. Por eso tenía querencia hacia la piedra santa. Le gustaban las viejas piedras y en sus albarcas rutilaba el polvo de muchos caminos.   Era gnómico, sentencioso como un profeta del viejo testamento, y se mostraba partidario de que el vino cura, si no depara la felicidad, al menos alivia las cargas de los que van de camino. Sabía que Dionisio era el dios de la huida y de la humanidad vencida. Cuando no hay remedio, litro y medio y a veces las cosas se ponen de tal forma que es menester “olvidarse” y “dormirla”. No con un litro sino con una cántara. Atilano  había sido seminarista pero al estallar la guerra se fue al frente, se echó por novia a la Paulita que era su madrina de guerra, le escribía cartas de amor, le mandaba estampas y soplillos y a veces jerseys muy abrigados que ella tejía con sus propias manos, para amantar los relentes y pulmonías del frente, y no regresó al seminario, se casó con Paula. Le faltaba un año para cantar misa. Atilano era un espejo de filosofías. Los tientos a la bota le hacían tomarse la vida con calma y sentarse al borde del camino en la piedra donde hasta un santo puso sus nalgas y una santa se sacudió el polvo de las sandalias. Enfrente estaban las aceñas de San Marcos pero ya no daban vueltas las muelas de los antiguos molinos y las cecas de la antigua Casa de la Moneda estaban abandonadas. Las mulillas apuraban la hierba de la vereda. Se escuchaba a lo alto el graznido de las chovas que anidan entre las peñas grajeras, en los huecos de los niveles que dejó el agua. Corobias antes de ser Corobias fue un mar y por allí correteaban dinosaurios y  rinocerontes.

 Pasaba en ese momento el cura de Zamarramala aun  muy tieso y digno con su dulleta impecable y su teja de cachemir calle adelante. Era tan delgado que no parecía costarle trabajo subir las cuestas. Las fuerzas decían se las daba el vino pero las “agarraba” silenciosas. Algo se le notaba en su paso zigzagueante cuando bajaba a cuando subía y es que habían caido, a lo mejor, durante el trayecto dos botellas de añejo que él guardaba celosamente en los bolsillos de la sotana o arropaba entre sus manteos si hacía frío pero jamás se le notaba que empinaba el codo. Don Cefe descendía los peldaños de la Puerta de San Damián más derecho que un huso y más sobrio que un fiscal (aparentemente).

 Sólo su rostro colorado y la nariz que adquiría el color  de las berenjenas como consecuencia de su alcoholismo pero al cura de Zamarramala-ya decimos- nadie le notaba  que en sus tripas viajara tanta compañía. Aunque le llamaban don Berenjenas. Era un cura muy listo, tan listo que se tiró al surco y se echó a la bebida, harto de aguantar curas necios y marimandones prelados. Buen canonista, las atrocidades que presenciara durante la guerra civil le habían hecho perder la fe pero tenía que seguir siendo cura. A  ver. ¿Adonde voy a ir a mis años? Y no era de los peores. Atilano y don Ceferino eran buenos amigos. Estudiaban en el mismo curso y él estuvo en su cantamisa el día de Santa Águeda. Se corrieron los dos una buena juerga y cogieron una buena pítima. Su amistad perduraba desde que estudiaban humanidades en el seminario viejo a la sombra de la Aceitera que ellos no consideraron como una jaula de oro sino una pocilga.

-Atilano, ¿qué hacéis ahí cual pasmarote?

-Viéndolas venir, Ceferino. Voy de recua. ¿Hace un trago?

-Eso no se le desprecia a un amigo

El cura se echaba la teja solemne hacia atrás y gangueaba un envite largo y solemne de la bota del carretero.

-Buen corcho tiene este vino. Caramba. ¿Dónde ha nacido?

-En Aranda.

-¿De la ribera?

-Legítimo. Es vino de dos orejas

-¿Y adonde lo llevas?

-Voy para mi tierra. Quiero envolverlo con el vino de por allí y a ver qué resulta

-Pues algo celestial, querido. Esto no es vino. Es canto gregoriano.

-Ya. Ya. Justo lo que nos receta el médico a ti y a mí.

-Bueno, con Dios, hermano. Buen viaje y que no te pierdas por el camino.

-¡Que ha de hacer! Este es el oficio de ir y venir que llaman acarrear.

-Sí. Mientras vamos y venimos… te veo a la vuelta, Atilano.

 

 

14

 

E

l arriero se despedía de su amigo el cura de Zamarramala, enganchaba las mulas, ponía al delantero la mejor collera. Tomaba la tralla y la chascaba:

- Yia.

 La reata se ponía en movimiento y volvían a cantar los cubos y las teleras a balancearse con los pellejos de vino en la panza, anticipo de tantas borracheras, quitapenas al pairo de las adversidades, antídoto contra el tarazón congestivo de las barrigas con estreñimiento, alma aun  de broncas y peleas de aquellos que no saben comportar tan divino y liquido elemento pues ya lo dice la norma: al vino como rey y al agua como buey. Pero esa máxima se suele desatender desgraciadamente con harta frecuencia en Toro y en Peñafiel.

Entonces el vino se convierte en compañero del diablo. El diablo en la botella. Erifos sale de la garrafa y empuña una navaja. Al legado de Noé había que acercarse con mucho respeto. Al agua como buey y al vino como rey. El cura de Zamarramala era de ese criterio que en su vida no llevaba a la práctica. Haz lo que yo diga y no hagas lo que yo haga. Ahí aun  se cumplía la máxima. Tampoco Atilano, el cual camino de los Campos Góticos a media legua del arrabal volvía a hacer otra parada en el ventorro de San Pedro Abanto, donde había un letrero que ponía más vale aquí mojarse que enfrente ahogarse, descomponía el gesto. Pernoctaba en Santa Maria de Nieva, iba a rezar una Salve a la Soterraña ante cuya imagen se prosternaba y le pedía a la Virgen garbanzos para la olla y vino para el barril, según la costumbre. A la mañana siguiente su carro se adentraba en las Morañas. Otro alto en Ataquines y otro en Arévalo y otro en Medina y el último por los tesos de Urueña, antes de cambiar de valle,  hasta alcanzar las lindes de Zamora.

 Yendo y viniendo Atilano era un hombre feliz. Arrieros somos. Esta visión o cosmovisión del soto del Parral me puso en huida. Sentía tristeza de aquel monasterio que está sin terminar. Por sus paredones se paseaba el fantasma, como el rey de Granada entre la puerta de Elvira y la de Bibarrambla del marques de Villena ensalmador y quiromante. Levantó aquel convento para ser enterrado. No pudo rematarse la fachada que quedó a la mitad. Se acabó el dinero pero ahí quedó el campanario neogótico que da un sello inconfundible al paisaje de la ciudad. Tampoco el claustro lo pudo rematar. Se terminó el dinero y el alma en pena del marqués se paseaba por sus dependencias en las noches de plenilunio. Tenía fama de díscolo – ni palabra mala ni obra buena- de hereje y algo maricón según referencias de las hablillas de Toledo. Pensé que por estas casualidades de la metempsicosis el marques de Villena pudiera ser el mismo Fray Paja y en él se reencarnó.  Y de resultas surgió aquel espíritu malévolo y libidinoso.

-¿Tú crees en la trasmigración  de los espíritus?

-Brujas haberlas haylas.

Juan de Pacheco el conde de Villena se paseaba por la alameda-yo lo vi- con su casaca verde, jubón de tiras almidonadas, la sobrevesta grana para espantar murciélagos, calzas de seda rosa, almilla de hilo sobre la túnica encarnada, borceguíes de lamé, espada de plata que los sábados de puchero enfermo alternaba  por chilenas, pues así estaba escrito en la vieja ley que él guardaba a escondidas por más que en su palacio colgasen marranos de la viga de sus palacios. Jamás masticaba tocino el nigromante.

Era muy lampiño y polido pero cuando podía le tiraba de las barbas al rabí. Estampa de lindo don Gil de las calzas verdes, la cincha de cuero bien ajustada, y sus polvos mágicos dentro de la escarcela. Iba echando humo por los ojos y por la nariz. Fue el primero en fumar cuando aun no se había descubierto el tabaco. Portaba bajo el tabardo hojas disecadas que luego deshilaba y apelmazaba pacientemente con el puño y así liaba sus vegueros de Vuelta Abajo, sus targaninas y sus farias.

-Me fumo un cigarro puro y que se hunda el mundo. Doy mi palabra que no vale nada. Las palabras son humo que se lleva el viento. Por decir y prometer que no quede. Las obras son otra cosa sobre todo cuando hay que aportar dineros.

-Danos y danos hasta que no te conozcamos o hasta quedar tuertos de tanto mirarte embelesados, tabernero, o rendidos por el vino sobre la hierba que luego amainará la borrachera con el elixir que tú me diste, las píldoras doradas. Somos química pura. Agua, humores, mera sintética, acción y reacción. Echo humo para ahuyentar los malos espíritus que rondan.

 Aficionado a la alquimia, contaban las malas lenguas que hizo echar andar a un muerto cuyo cadáver había conservado en formol en su casa de Toledo pero con tan mala suerte qué cuando estaba evacuándole al vuelto a la vida el exorcismo y vertiendo sobre su cabeza el agua de gracia en ese momento llegaron los mangas verdes.

-Alto a la Inquisición...

Pusieron en don Juan Pacheco en Toledo cual digan dueñas y allá fueron ellas. Pues salió a la palestra el judío que el marqués llevaba dentro. Y allí se acabó el invento del quiromántico. El bautismo del resucitado quedó in medias reses.

-Alto a la dueña

-No estoy haciendo nada ¿por qué me prendéis?- dicen que dijo a los corchetes y un alguacil le contestara:

-Eso dígaselo al juez, señor marqués.

 Pero, como el juez era amigo suyo, lo soltaron a los tres días y el de Villena siguió practicado la magia negra en sus calderos y aparatosas alquitaradas que echaban humo de día y de noche, acorriendo de forma que todas las brujas del universo bajaran a verle, y rondaran las casas y patios de los aledaños de Zocodover.

 Con la bruma del humo de sus experimentos la ciudad se llenó de humo y su paisaje se transformó en ese peñasco amarillento y ocre que salta a la paleta genial del Greco. Fue el primer preclaro varón castellano aunque no de muy limpio linaje en tener tratos con  ángeles caídos y concretamente amigo suyo del alma era un diablo cojuelo que era feo y corcovado y que echaba una peste a azufre que tiraba para atrás pero, más listo que el hambre, lo sabía todo del mundo y de los hombres y, como el que no conoce a los hombres no conoce a los vicios, les hacía pecar por do más pecado habían.

-Tu carne es frágil, amigo. Ora y vigila.

-Ya lo recomendó Cristo en el Monte de los Olivos.

La fortaleza de Satanás está en la sabiduría. Es muy viejo y los tratadistas por eso le llaman el cálido y el antiguo. Ha visto mucho. Contempló el ir y venir de los mortales por las veredas. Iban algunos acogiéndose a eses o parlamentando con las farolas los más locos, al regresar a casa en noches de evasión alcohólica y los otros, que parecían cuerdos pero eran en verdad más locos todavía que los que empinaban el codo, abrían sendas en el mar y caminos sin rastro. Pronto se acaba todo porque lo nuestro es pasar y ello siempre deja el poso de la experiencia y la experiencia se transforma en sabiduría. Sin embargo el demonio su talón de Aquiles aun tiene. Todas ponen- unas, cuernos y otras, huevos- sobre todo las gallinas, anden ellas cluecas de vez en cuando y vivan cada una con su pepita.

 El príncipe de la mentira siempre engaña y al final acaban por descubrirse sus tretas. Por lo visto fue el marqués de Villena en consorcio con el Heraldo de las Tinieblas el que construyó el acueducto en una noche. Don Juan se había prendado de una moza muy garrida y salerosa cuyo pesar en la vida era tener que atravesar toda la ciudad con su cántaro a la cabeza para ir a llenarle de agua a una fuente que llamaban de san Tormo extramuros sita en un calvero del bosque del  Campillo.

Águeda se llamaba la interfecta y servía como ama de llaves y otras cosas en la casa de un cura. Llevaba muy a mal tan trabajoso menester de tener que salir al anochecer con la herrada a la cabeza y una noche el diablo disfrazado del marqués de Villena se le hizo el encontradizo y le habló así:

-Yo te llevaré el agua a la rectoral sin que tengas que ir y venir cada tarde al hontanar. Construiré una larga cañería que será el asombro de las generaciones y podrás tener toda el agua que quieras, a cualquier hora del día sin salir de casa y sin sacarla del pozo.

 Aún no se había descubierto el grifo.

-No me digas, marqués. Te creía listo y poderoso pero no lo suficiente como para hacer la gran acometida de aguas a Corobias, algo por lo que suspiraban  los romanos.

- Yo soy artero y manitas y lo puedo todo o casi todo.

- ¿Y?

-Te voy a hacer un acueducto pero con una condición.

-¿Cuál?- dijo temblando la muchacha.

- Que seas mía.

Al hacer tan torpe proposición se le quebró al Pateta un tanto la voz. Que la tenía muy gorda. Águeda vaciló unos instantes y  estuvo como atontada y sin saber qué decir pero como todas las mujeres que dicen que no al principio luego es que sí y por más que el espíritu esté pronto la carne es débil, y pensando que un polvo no es nada y que Corobias bien valía una misa, aunque fuese negra, en este caso, dio su consentimiento. Puso sin embargo como  condición que la obra fuera ejecutada en una sola noche.

- Cuando la acabes, me casaré  con su merced.

El diablo embutido en el cuerpo del Marqués de Villena, ni palabra mala ni obra buena, ya se relamía de gusto ante la prospectiva de gozarla. La chavala ciertamente estaba como un tren o mejor dicho como la carroza del rey  Sabio porque a la sazón tampoco se había inventado el tren

- Trato hecho. Vengan esos cinco. Cuando amanezca el día de mañana que es viernes víspera del disanto para los de mi cuenta, tú tendrás llenas tus tinajas y el agua no te ha de faltar para beber, para guisar, para baldear las letrinas y para limpiar las legañas a tu amo el cura y cambiarle el pañal al niño que yo te haré.

- ¿Y para bendecir aun  tendré agua, señor marqués?

 El diaño se puso frenético al escuchar aquello del agua bendita puesto que todos sabemos lo que se aborrece en los infiernos el agua bendita y por eso hay tanta suciedad y roña en las calderas de Pedro Botero. Los inquilinos de tales dependencias no se lavan jamás.

-Oh, eso no. Nunca mentarás tal palabra. Agua bendita.

 Águeda entonces se persignó y a don Juan de Pacheco por poco le da el telele. Sin embargo a trancas y barrancas y tras muchos dimes y birretes llegarían a un consenso pues famosas fueron en la Castila de su tiempo las ardides y habilidades de don Juan, un experto en la forja de pactos y de compromisos. Bien pudiera haber sido militante de la UCD y sacando a plaza toda la artillería de sus persuasivas convenció a la moza del cántaro alma de cántaro a que formase el papel en el que ponía convengo por el presente a ser tu mujer etcétera… si tu me construyes y elevas hasta mi morada la casa de mi tío el señor deán una acequia.

 El diablo, con las prisas y rebosante de lascivia,  como pronto iba a tener a mano una perita en dulce, no había leído la letra pequeña y una cláusula que decían que el acueducto tendría que ser levantado desde el último sol hasta el primer dilúculo, una noche entera. Selló y lacró el documento con balduque como si fuera un diploma regio o una carta puebla.

 -De acuerdo. Tenemos que darnos mucha prisa. Yo a mi disposición pongo cien mil obreros. Esta misma noche toda estarán en el tajo.

-¿Adónde va vuesa merced ahora? Pues a Arévalo tengo que ver por allí unos amiguetes que están celebrando una tenida. Comeremos tostón en un mesón de la villa y después del almuerzo vengo volando.

 Y ahí decía verdad. Don Juan poseía la dote de la bilocación y del transporte instantáneo. Era mucho más rápido que Gutiérrez, Mariano Primicia, el Albarrán o la Sepulvedana (). Podía estar en dos sitios a la vez, trasfigurarse en un instante, ir y venir. Arévalo era un centro de conspiración.

Allí por las artes quiromantes del marqués habían montado meses antes de este suceso un pavés, colocaron en la tarima un monigote al que coronaron que era la efigie del rey don Enrique nuestro señor, lo destronaron y nombraron en su lugar como rey de castilla a su hermano Alfonso XII. Aquella pantomima conocida en la historia como la Farsa del Pelele de Arévalo dio lugar a una terrible y sangrienta guerra civil que terminaría con la abdicación de don Enrique y la cesión del trono a su hermana doña Isabel. No hay mal que por bien no venga.

 Águeda, cuando el diablo se fue, quedó un poco aturdida y arrepentida. De vuelta a casa, encendió una vela a la Virgen María y formuló la siguiente plegaria muy arrepentida del trato que había hecho:

 -Madre de los cielos que libraste a María del Salto de los infames sácame a mí de este apuro Virgen Bendita de la Fuencisla.

 Y sucedió que don Juan frotándose las manos, después de su aquelarre en la capital de las Morañas, regresó volando a Corobias en el atardecer y allí estaban establecidos las cuadrillas, los picapedreros, los boyeros que transportaban los sillares desde las canteras de Valdevilla, los barreneros, los del buril y del cincel, los carpinteros y fontaneros. Toda la tropa del infierno se puso manos a la obra.

 La impresionante estructura con sus más de cien ojos que sería luego una de las ocho maravillas del mundo iba a ser construida en una sola noche por arte de magia y las tercerías o malas artes de don Juan Pacheco testaferro de Belcebú No se había visto nunca en la ciudad tanto trajín. Nadie oyó hablar de tanta pericia en el manejo de la llana y el palustre,  el cartabón o la plomada. Los últimos parroquianos de las tabernas de Corobias que con un jarro entre los labios y una baraja entre las manos- el vino y el naipe son la otra cara de nuestra existencia corrida, una china en el zapato, la vertiente de la realidad que nos dobla a los que queríamos ser santos, y tan pronto- se asomaban a la puerta de las tabernas mientras los diablos iluminaban con un candil aquella escena. Eran testigos de la gran azofra. ¿Irían a abrir una brecha en la montaña?

- Bo, andidiai ()-, dijo un mesonero que se llamaba Cándido y miraba la obreriza desatada en el Azoguejo ante sus mismas barbas y la de los diaños rabudos, parapetado detrás del cajón donde echaba maravedíes y doblones que les derrababan los soldados de Flandes en sus consumiciones. No va a hacer  un puente que no necesitaría arcos que se mantuviera en vilo sobre el aire pero será una cosa grande. Así habló el mesonero famoso por el cochinillo que preparaba al horno.

 Nunca se había visto tanto trajín desde los tiempos del moro Almanzor que destruyó el acueducto romano y de él no quedo piedra sobre piedra. Por cierto, ahora  los sillares se engarzaban como vainas en una sarta de churros o cuentas de un rosario sobre estructuras de hierro forjado. Previamente con un berbiquí taladraban los lingotes que quedaban acoplados al salmer y al contra salmer mediante taladros de plomo.

 La cimbra del arco de medio punto era perfecta. Esto es el no va más. Obra de romanos. El diablo se hará propuesto devolver a los corobinos una replica exacta de la fabrica que mandó edificar Trajano. Subían y bajaban las piedras elevadas por poleas y otros ingenios buscando el garfio que los juntaba a una velocidad de vértigo. Águeda que espiaba la construcción de rodillas mientras rezaba a la Virgen de la Fuencisla orando ardientemente para que se le perdonase su pecado. Prefería ser la coima del deán a la mujer del diablo y, Virgencita, Virgencita, que me quede como estoy, prometió en aquella febril noche de los echamientos de ir descalza a Compostela a arrodillarse ante la tumba de Sant Yago, prometió dar cien limosnas, llevar cilicio, pidió que la emplumaran por haber caído en aquella irrisoria tentación pero a medida que avanzaba la madrugada daba ya la apuesta por perdida. Todo te lo daré si ante mí te prosternas y me das alabanzas. Recordaba la frase de Cristo durante las tentaciones del monte de la Cuaresma: apártate de mí Satanás, vade retro. Sólo a tu Señor adorarás.

Ella no había tenido la suficiente presencia de ánimo ante la llegada del diablo que incluso lo llevó en voladas al pináculo de la catedral nueva- la vieja acababa de ser destruida en la guerra civil de las Comunidades- que acababan de construir y a la que llamaban la “Rubia” y también la Dama de las Catedrales, y desde aquella atalaya le hizo contemplar todos los reinos y las naciones, el devenir del progreso, el avance técnico y todos los inventos desde la rueda hasta el ordenador y el teléfono cedular que muchos atribuyen al cacumen y la magia del ángel caído. Cristo fue tentado y venció. El ama del cura fue un poco más débil.

 La carne es flaca. Mientras tanto se desarrolló una actividad frenética de golpes y voces que alarmaron al vecindario. Las mujeres salían a la calle en camisón y se preguntaban unas a otras qué pasa, qué ocurre, quién enreda  por ahí. ¿Se acaba el mundo? Qué va, decían los diablos. Nosotros somos unos mandaos. Son los del ayuntamiento que como es verano están en obras y quieren poner la ciudad patas arriba. Todo la noche se escuchó el lamento de la lechuza, se sentía volar aves hacia no sé dónde y los ruidos de las carretillas y los reniegos de los obreros llegaban mezclados con un olor a azufre y el estruendo de las taladradoras. Los entendidos en exorcismos comentaban que era evidente que por allí andaba el Pateta de por medio que volvía a la tierra a preguntar a Nuestro Señor Jesucristo todo te lo daré si te prosternas ante mí y me adoras.

 Las legiones infernales habían subido a Corobias y se habían puesto manos a la obra. Iban los areneros arrimando material. Los esportilleros porteaban yeso en sus artolas. Los boyeros vascos llegaban de los montes Universales y Herbesos arrastrando piedras. Todo te lo daré, si prosternándote ante mí me adoras.

 En lo alto del andamio estaban los encofradores del barrio de San Lorenzo muy duchos en albañilerías todos ellos moriscos y que para mayor honra de Alá desobedecían a los maestros de obra y revocaban las fachadas sin colocar jamás la figura humana o animal porque dice el Corán que eso es idolatría y esgrafiaban los muros con gran pericia y paciencia experta poniendo unas simetrías que simulaban los brotes de pámpanos y arrequives florindos de una geometría esotérica y al revés. Así nació la esgrafía.

 Para hacer más llevaderos los trabajos se entretenían cantando aires de su tierra en árabe florido que los cristianos no entendían. Eran jarchas. Pero allí estaban los areneros de Tejadilla con sus carromatos, los panaderos de Encinillas con sus bodigos para que comiera el personal. Don Juan había mandado traer tallistas orensanos rudos mozallones trabados de hombros como bargueños y altos como castillos con la cabeza grande y las narices romas. Ellos hablaban en su fala añorante. Uno le preguntó a otro que cuál fue la causa por la que fue condenado al fuego eterno.

-Eu carayu. ¿E tú?

Un gallego no cambia su estructura mental e incluso en el infierno es capaz de responder a una pregunta con otra pregunta. Y el que quiera saber más que vaya a Salamanca y se presente a los exámenes. Los dos personajes estaban subidos a una escalera de mano. Uno arrimaba piedras y el otro paleteaba argamasa pero nadie sabía quien subía y bajaba, quién buharro y quién bardaje.

Muy reservados y discretos como siempre los gallegos, hacían gala de su proverbial discreción. Nadie podría saber-así eran de prudentes- quien era quién y dónde paraba. Pero los dos machacaban el canto con suma destreza. Una meiga se acercó al grupo de los gallegos y les entregó una orza que más bien era un cántaro llena de vino del ribeiro. Tras algunas libaciones, los galeotes de la galaica cornisa empezaron a parlar a puñados y se mostraron dicharacheros y amables los que antes anduvieron reservones. No hay nada como una buena jarra de ribeiro y una empanada de hojaldre para hacer decir a un gallego lo que piensa. Ah la mia nai, so fillo do demo.

No los había más trabajadores y, pese a su saudade y su melancolía eran los más laboriosos, los que mejor arrimaban el hombro. El gallego preguntador subió al patíbulo condenado a muerte por un juez eclesiástico. Había matado al obispo de Compostela por haberle encontrado encamado con su mujer. El preguntante había sido cuatrero pues procedía de la zona donde se celebra la rapa las bestas. Lo pescaron en una feria de Medina con una partida de cien acémilas que habían sido robadas. Fue sometido a tormento de amputación de las dos manos por amigo de lo ajeno. Sin embargo ya en los infiernos fue sometido a una cura de caballo y mediante un proceso de ortomorfosis le volverían a salir las dos extremidades cercenadas por el verdugo. El gallego volvió a este mundo en compañía de la Santa Compaña para participar en aquella azofra impresionante. Con tal de tomar un poco el aire y respirar los vientos de Corobias, que le recordaban los airiños verdes de a sua terra, no le importó tomar parte en aquella magna obreriza. Pero largo nos lo fiáis. Don Juan quería levantar el acueducto en una solo noche.

- Eu, carallo.

Las cuadrillas de vizcaínos aun  eran más interesantes y aunque no armaban tanta bulla como los gallegos pues es su costumbre el hablar bajo y cantar alto se distinguían por el esmero que ponían con sus yuntas de bueyes en el acarreo de las moles de granito. Cruzaban apuestas los iñaquis sobre cuál era la mejor yunta de bueyes, o sobre si el verde de su aldea era más verde y florido o dotado de  un mejor colorido que  el de la casería de al lado y a ver quien llega antes. Hablaban entre ellos su gacería sin que les entendiese nadie. Y eso sí no decían palabrotas porque de ellas carece el vascuence. Cuando tenían que pronunciar algún cagamento lo proferían en castellano.

Pronto estuvieron las arcadas dispuestas. El diablo en la figura del Marqués de Villena se frotaba las manos.  Fabuloso personaje. Era un suave que untaba sus palabras y adulaba al poderoso a la cara y por detrás escondía la daga para darle mulé. A la chita callando. Zas. Como era de modos suaves, no llamaba mucho la atención y se las metía dobladas. Cortesano del rey don Enrique IV que Dios haya  pero luego lo traicionó cambiándose de bando.

 Sentó causa común con los mesnaderos de don Beltrán de la Cueva que dicen que era el que se beneficiaba a la reina cuando éste se iba a cazar a los montes de León pues es fama de leyenda negra que don Enrique era algo impotente. Pero tales cuentos pertenecían únicamente a la crónica general de la chismografía castellana, siempre de suyo inclinada a la maledicencia. La historia de España suele estar plagada generalmente de esta clase de hijos de la gran puta como el Marqués de Villena que se paseaba por la alameda con su tabardo carmesí y las calzas verdes. Para pasar a la posterioridad les hizo a los frailes jerónimos que eran la orden preponderante en aquellos momentos un gran convento pero se le había acabado la bolsa y el proyecto quedó abandonado cuando habían sido cubiertas de aguas las bóvedas del templo.

 Luego dio en notar que el sitio era del todo insano aparte de que no hubo dineros para pagar los aparejadores y una noche los deudores fueron a por el marqués. Creían haberle matado pero al que acuchillaron fue a su escudero. Don Juan Pacheco tenía siete vidas como los gatos y huyó a Toledo. Como el sitio era húmedo muchos de los profesos enfermaron de fiebres reumáticas  y morían al poco tiempo o se volvían obsesos de todo lo que tiene que ver con el trato torpe como Fray Paja. El diablo ya se estaba frotando las manos. Quedaba poco para la aurora y ya tenía cerca de ochenta y cinco arcos terminados. En el azoguejo había un trajín de mil demonios. Los capataces con un rebenque enristre arreaban a los encofradores para que se dieran priesa. Había que ganar la apuesta. Yo me llevaré a la chica. La rescataré de las garras de ese maldito canónigo. El diablo hablaba igual que el malo de las películas del Oeste.

 Poco sabía don Juan de Pacheco que la locatis de la sirvienta contaba con buenas aldabas. Se había encomendado a la Virgen de su pueblo y habiendo rezado la oración al divino alférez de la Milicia Celeste no pudiera pasar por desapercibida de la ayuda cósmica, al contar con el apoyo  del invencible Miguel, el Sicagogo que a los desamparados protege.

Testigos presenciales de lo que ocurrió en Corobias aquella noche toledana dieron referentes de la presencia de un artillero muy alto y rubio con los ojos azules como esos gastadores de la academia que marcaban el paso detrás de los pasos de la procesión del Viernes Santo. Entró a cenar en el mesón de Cándido pero como todos los convidados de piedra hizo que come y no come hizo que cena y no cena y así no probó bocado. El mesonero, que le recibió muy ceremonioso, acostumbrado como estaba a tratar con  gente elegante y paladines de la Corte, notó que el huésped el  clarete ni lo cató, y no probó bocado del cochinillo que le aparejó con una endibias el experto mesonero mayor castellano, consumado malabarista de las artes cisorias. Cándido cuando se fueron encendió su cachimba arqueó la frente y se le movió un poco el pestorejo, y tate folloncico que aquí hay gato encerrado, dicen que dijera.

 La plaza del azoguejo  iba a convertirse en campo de Agramante entre los estandartes del que dijo Quis sicut Deus y los reniegos de Lucifer. Ciertamente que Dios hizo el mundo en siete días pero el acueducto de Corobias lo haría el diablo en una noche. Semejantes trabajos justificarían los loores de los volterianos que dirían aquello de que mucho puede Dios mucho puede el cucho pero más puede el cucho.

El debate teológico se centraría en saber si el mal forma parte de los planes de la creación. Y el debate de si existe el diablo precisamente para justificar la existencia de Dios- Ormuz y Ahrimán- cada uno en su columna, el uno en la de la tradición y el otro en la del progreso, sería el cuento de nunca acabar. Allí estaba Miguel con todos sus servicios secretos y la plana mayor de mando. Pero el ángel caido aunque no las tenía todas consigo se las tenía tiesas. Mandó venir a la azofra a todos cabos de vara de sus destacamentos. Con su tralla y su rebenque, iban y venían, bajo los arcos, los espalderos. Al que no veían activo o notaba que flaqueaba en su trabajo lo molían a palos. La actividad era frenética en aquel bello rincón castellano que sería fuente de inspiración y reclamo de pintores y de poetas. Unos escribirían odas, que publicarían en la sección literaria del Avance de Corobias de los jueves. Otros pintarían cuadros y acuarelas o litografías que uno podría contemplar, por ejemplo en la sala de espera de un dentista o en la consulta del señor médico donde te dan la vez, un número y bastante canguelo, o mismamente en las galerías de arte de Puchero que vendía  cuadros y cacahuetes.

-Venga. Aprisa. Más deprisa- gritaba malhumorado Juan de Pacheco- hay que darse más ligero.

Un cómitre empezó a chillar en ruso como si en vez de albañiles lo que tuviera a su cargo fueran forzados camino de Siberia:

-Davai. Davai.- gritó en ruso el gran Contramaestre del Infierno Malo. Tenía cara de cabo de vara.

Con tanto aceleramiento y las prisas por acabar se cayeron del andamio no sé cuantos obreros. Los vizcaínos testarudos y siempre a su manera porfiaban en vascuence y nadie les entendía claro está su jeringonza sobre qué sel tuviera mejor pinta el de su aldea o el del caserío de enfrente quiénes uncían mejor bueyes, los de Algorta o los de Errando.

 Uno de Vilaboy fue a darle con la llana en la cabeza a uno de Amurrio, se enzarzaron, perdieron el equilibrio y cayeron al vacío. Un catalán y un valenciano discutían por cosas baladíes como por ejemplo dónde se parla catalán mejor y no hacían más que repetir la palabra “coyons” y “ay la mare de Deu”.

En este país algunas guerras hubo por peloteras lingüísticas y por algún punto o una coma algunos acabaron  en las calderas de Pedro Botero. Iden de lienzo, los asturianos y aragoneses trabaron pendencia sobre qué Virgen era más guapa y cual lucía mejor manto si la Santina o la Pilarica. A lo tonto y a lo tonto  de las obras pasaron a los hechos y al poco rato los puñales relucieron.  Cierto que los baturros son valientes pero un asturiano, empuñando una tizona, nunca viene abajo, antes bien se crece porque son gente brava la de aquel principado y nobles como pocos.

La pelea se saldó con treinta muertos. Tuvo que dar órdenes Belcebú a los capataces para que sofocasen de raíz estas trifulcas regionales que tanto minan la convivencia entre los hispanos separatistas. Otro peligro venía a ser el de la chismografía, debilidad tan española, que es pueblo de condición murmuradora y acusica. España es la patria de Celestina y donde abatanaron a Torquemada. Por eso se dice que el alma de todo español es un baúl de doble fondos, con hartas recamaras. En los villorrios y aldeas más apartadas se finge y se habla por detrás.

El infierno está empedrado de estos chismes, contumelias y carnicerías contra la honra. El caldero de la envidia hierve en las potas de los llares de los godos. Es lo que algunos denominaron mala hostia. Aquella noche por España no circularon revistas con noticias de la prensa amarilla ni rosa. Unos  corchetes con muy mala pinta pero eficaces en su labor secuestraron la última edición del Faralán () de la Entrepierna cuyo principal escribiente y reportero era un tal Palomiñas.

 Belcebú lo mandó encerrar en el ala izquierda de los infiernos la que llaman Contra Natura y le entregó a unos diablos incubos para que se hicieran cargo. Ordenó el Príncipe de las tinieblas que le cortasen la lengua para que no la introdujese donde no debía. Pero aquel tipo que debía de tener siete vidas como los gatos regresó a las palestras televisivas transformado de súcubo habiendo sido incubo de toda la vida y, de bardaje, se transformaría en buharro, mira tú por donde. A ver que remedio a la fuerza ahorcan y donde las dan las toman. Y haciendo el mudo.

 En el plató hablaba por señas. Continuó publicando en el “Farlan” donde sus relatos eran un tour de force de habladurías viperinas. A la Maricielo la echaron mano las lesbianas y no regresó de los infiernos donde continúa con un tenedor-consolador, una sartén, y un gario enorme de plástico, como si padeciese de priapismo, batiendo tortillas y badilas por su libadismo ().

 Empezó a entonar la alondra sus gorjeos y el puente estaba ya casi terminado. Águeda, encerrada en su habitación, sentía ruido de cadenas. Ya vienen, ya vienen a por mí. Pensaba que había perdido la apuesta. Al cabo de un rato, cantó la alondra y poco después es el ruiseñor, nuncio de la aurora. Sólo le faltaba un arco al Gran Arquitecto. Un arco no es nada. Volvió a entonar su gorjeo de salutación al día otro ruiseñor y ya solo le quedaban una par de dovelas pero en ese momento un arquitrabe –un gallego ciego de ribeiro había puesto el sillar de un ábside del revés- se vino abajo. ¡Cielos! Había amanecido. Belcebú dejó un arco sin terminar y perdió la apuesta. Águeda bajó con un cántaro a darle gracias a la Virgen de la Fuencisla. Llenó su primera  botija sin tener que salir de puerta-casa. Los corobinos miraron asombrados la magnífica obra sin importarles un ápice saber quien fuera el arquitecto, si el diablo o los romanos. Otros dijeron que había sido el moro Almanzor, que de casta le viene al galgo, los corobinos suelen ser algo tornadizos y renegados, algunos se pasaron al moro con facilidad, orgullosos de llevar en su sangre gotas de la de don Opas y de Abderramán.

Pero desde entonces Águeda no tendría que andar varios kilómetros como hacían por entonces todas las mozas del cántaro. Metida el agua en casa, pronto vendría, al cabo de algunos siglos, la electricidad. Se organizó una novena, luego un triduo y después la habitual procesión a la que son tan aficionados los cristianos viejos de Corobias, aunque esta afición tenga más de exhibicionismo que de piedad. Los señores curas  fueron invitados por el gobernador a una comida de hermandad. Asistió el cabildo en pleno. El señor obispo organizó unas rogativas. No cabía un solo alfiler en cada una de las catorce parroquias. Y mandó que todos los años se memorase aquel milagro de Nuestra Señora por turno, cada año una iglesia, y fue así como nació la fiesta de la catorcena. La sirvienta del señor deán ingresó en un monasterio. Decidió consagrar su vida al Señor en prueba de agradecimiento y cuentan que llegaría a ser abadesa del convento de San Vicente extramuros y en el arrabal de San Lorenzo.

A mí no me gusta mucho la alameda del Paseo de los Melancólicos porque por allí anda en pena el espiritu nigromante y vagabundo del  hechicero marqués de Villena acompañado de Fray Paja y otros frailes que marchan en fila india tras su espectro benefactor. Era de buenas palabras y la cosa queda clara. Prometió y pudo prometer que prometía  construir un gran convento pero las peanas quedaron baldías de estatuas, los retablos sin terminar y las iglesias vacías. Era un poco como el amigo Suárez, un arribista, de los que dicen puedo prometer y prometer y prometo, que prometer pudo, pero fuese y no hubo nada. ¿Será también España un proyecto a medio hacer como diagnostican los cursis?

 Salían los jerónimos con sus hábitos blancos y sus mantos pardos, entonando misereres porque el aristócrata solía contarles a sus testadores sus pactos con el de los reniegos. Parecían conjurados, en lugar de almas en pena. Ninguna palabra mala  tampoco obra buena. Luego los donados estuvieron cavando la huerta con primor durante siglos acabando aquellos  terrenos que parecían mismamente labor de artesanía en los famosos tablares que hicieron famosa en el mundo a la horticultura segoviana.

 Recordaría yo siempre la desolación de aquel convento que quedaría en ruinas después de la guerra como todas las posesiones de la orden jerónima que habiendo sido la más rica de la catolicidad acabó en la miseria. Con Yuste en ruinas, les quedaba otro monasterio en Ajofrín y otro en Sevilla. Fue allí donde empezaron mis obsesiones por el síndrome de iglesia vacía. Las capillas abandonadas los altares horros de santos y sin aras (dijeron que los franceses habían utilizado como caballerizas esta obra de arte) y sin electricidad; era el único templo de la capital donde no había luz eléctrica y su piedras eran un testimonio elocuente del vandalismo de la desamortización y de la incuria  de los católicos españoles con su pasado.

 El espectro del Marqués de Villena se paseaba por los ánditos del coro seguido de cerca por el del judío Mendizábal [que tampoco era manco]. Tanto el uno como el otro debían de forma parte de la misma sombra. Sombra siniestra. La sombra que se cierra amenazante sobre mi propio país. Muchas tardes de paseo olvidadas bajaríamos los curillas a la melancólica alameda del predio del Parral y allí encontrábamos los seminaristas el monasterio con su torre cuadrada de estilo normando y aspecto solemne con su balaustre en lo alto y aire fantasmal, última reminiscencia del gótico florido, campanil sin campanas y ojos huecos por donde la oscuridad parecía querer derramar una lágrima difunta y el retrato del marqués su fundador se perfilaba sobre las nubes esparciendo sombras lúgubres sobre las glaucas aguas del Rasemir.

 Allí había un merendero intransitado. Se alzaban los ojos y aparecían enhiestas, como lanzas, las almenas de la muralla que iban a dar, dibujando un trazado de curva de ballesta sobre el horizonte, hasta el alcázar. Equilibrio imposible en lo alto de una inmensa roca que servía de peana a la fortaleza, la cual hundía sus cimientos en  una montaña hueca por dentro y llena de compartimentos y de mazmorras. Se escuchaba por alguna parte el crotorar de las cigüeñas que anidaban en la Vera Cruz y en la torre de San Marcos confundido con el cacareo de los pavos reales  o el voznar de los grajos en lo hondo del foso. Y vimos la imagen aflictiva, como si mismamente fuera la Dolorosa de Santa Eulalia, de la ama seca, que, estando amamantando a un infante se le cayó el niño al vacío, y ella se tiró detrás. Allí fue el crujir de dientes. El gemir de la suicida y el llanto del infantito defenestrado se escucharían algunas noches de luna, subiendo hasta la barbacana desde los glacis defensivos. Historias olvidadas de Castilla la Vieja, que para botón sirva una muestra de nuestro romanticismo trasnochado. Los émbolos de las aceñas habían enmudecido, abandonados los molinos harineros, que esmaltaban esta parte de la hondonada de azudes y represas. Ya las cecas tampoco acuñaban moneda. Habían sido robados los troqueles y aquella vieja casa de la moneda recibía periódicamente la visita de los ladrones a la búsqueda de tesoros. Se las denominaba las Cuevas de Alibabá. Todo aquel hervor de ciudad medieval se allegaba hasta tus sentidos. Gemían los rabeles con sus cuerdas acongojadas entre los dedos de los anónimos juglares. Allí parecía remejerse, arremansado, el tiempo infinito. En la iglesia del Parral se guardaban unos inmensos tapices que se colocaban en el altar mayor para tapar los santos del retablo la Semana de Pasión. Y aparecía sobre un enorme tríptico de lienzo la representación de la crucifixión. El artista flamenco no pintó sin embargo Jerusalén. Pintó Corobias.  El acueducto aparecía detrás de los pies de Cristo y Anás y Caifás eran el arcediano y el obispo, Don Caifás, y a san Juan lo representaba un diacono joven que siempre decía la verdad y al que quemaron por hereje. El monte Gólgota había sido reemplazado por el Pinarillo. Los monjes pasaban de uno en uno cantando gregoriano con una vela en la mano como si fuera un entierro, cubierta la cabeza rasurada con una blanca cogolla. A lo lejos sonaban las estremecidas codas del canto del Miserere y Fray Paja parecía muy compungido.

-¿A quien lleváis a enterrar?

-A Cristo. Lo acaban de crucificar los judíos de Corobias.

-En esta ciudad todos los días es Viernes Santo.

El Cristo de los Gascones era portado en una urna de cristal por una cuadrilla de disciplinantes acarreadores de hacheros. Se organizó una procesión-una de las muchas- hacia extramuros. La comitiva ascendía penosamente por el camino de la Puerta de la Clemencia, dejando atrás las huertas y pegujales con sus cuadrados tablares mimosamente sembrados por los hortelanos moriscos.

 Al alcanzar la altura del convento de Santacruz casi pegado a las piedras de la muralla con sus agujas góticas, los disciplinantes posaban la imagen y tres diáconos acometían el canto de la Passio en latín según san Lucas. El sonido de aquella melopea retumbaría en los oídos de mi memoria de por vida como algo mágico y triunfal, trasunto de lo inefable. Un grito de esperanza y de victoria frente al mal. Era la crónica apresurada del sufrimiento del  Manso Cordero, del que vencería a la muerte y al pecado circulando como un pensamiento eje que fija la trayectoria de la historia. Un turiferario aprontaba la naveta y el preste con una cucharilla espolvoreaba el interior del braserillo. Se alzaban unas cuantas vaharadas de humo y cesaban los cantos. Sonaba majestuoso por la hondonada el Gloria Tibi Domine.

Otro acólito traía el acetre y el oficiante rociaba el pórtico del viejo convento de Santacruz de agua bendita. Las puertas de la abadía permanecían cerradas. Un pesado llamador de nieladas aldabas de la puerta del claustro donde vivía el viejo inquisidor aparecía delante de la comitiva. Cada clavo de la puerta era el remache de un silogismo. Porque así de contundente es nuestra fe. Tronase la herejía, aquel pórtico gótico en que se concentraba bajo un arco carpanel, la escena en que la Virgen viene a entregarle al fundador del rosario en su cueva, el edificio no se conmovía, por más que arreciara el viento o el terremoto. sobre el portal flamígero, empero, se mostraba la resquebrajadura que hizo una hostia al que habían metido en un caldero los comilitones de don Muir y entró , vidrieras adentros, sin romper el cristal, yendo a parar a la boca de un novicio moribundo, o, al menos, esto es lo que dice la leyenda. La conmemoración del milagro forma parte de las celebraciones eucarística de la Catorcena. En Corobias estamos acostumbrados a los prodigios. Respondimos a Lutero con la impavidez de la piedra y la serenidad del mármol. En uno de los huecos de las pechinas la grieta que, según la tradición, horadó la hostia en el muro al descender es cosa digna de verse como la manifestación de la divinidad ante la profanación de la eucaristía por un compló judío.

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E

l rasgueo del cálamo incesante aguja de sastres- que sastres vienen al infierno vamos-  pone contrapunto a la voz de los coros. Entremedias, se levanta la voz del escritor. Escribir es encontrar una voz, tu propia voz, registrada en un papel, al romperse las orzas. Te encuentras despojes de ese entusiasmo o endiosamiento que significa toda escritura como en un empalme de caminos, sin saber hacia adonde tirar. Una frecuencia te dice es por ahí y la inmediata  dice que por el otro lado. Ye () per aquí. No, por ahí. Las voces contrarias suenan dentro de la redoma de tu laberinto interior. Tienes que descartarte. Has de escoger. Escribir es  elegir para hallar, para crear, para ser tú y para ser el otro. Escribir en definitiva es como una metempsicosis. Todo en ti transmigra; los cuerpos y las almas y las cigüeñas esparcen su vuelo camino de Pecharromán y tú te das golpes de pecho y te preguntas por qué lo hice y te das cuenta cuando todo pasó cuando ya para nada ni nadie hay remedio. Las voces formulan conceptos contradictorios. No son voces sagradas como la terna de los diáconos que eleva su narración de la pasión por todo el valle.

-Respondió Jesús: quem quaeritis?

-A quien buscáis

-A Jesús Nazareno.

Entonces el maestro hizo una declaración, un postulado de verdad, que retumba a lo largo de la historia lo que ocurre es que al lado de la voz de Dios se percibe aun  el tono diabólico y se produce la algarabía, la gran confusión.

-Poco a poco irás encontrando tu propio registro.

-Gnosce te ipsum.

-Moriré y no sabré quien soy. ¿Dónde está el norte o el sur?

-¿Dónde mi mano derecha e izquierda?

 

El subir hacia la ciudad encaramada, todo torres almenadas, y portalones, con su guardapolvo y su alfiz, sus escudos nobiliarios en la fachada, cerrazón y tristeza de España, me daban a mí un grado de euforia. Noté que yo mismo era un espíritu de contradicción. Semilla de Dios y semilla del diablo y sigo sin encontrar el tono aunque sepa hacer la voz de Jesús con la octava baja. Iba a esperar mi propia sombra, mientras ascendía hacia la ciudadela por la calle de San Juan y columbraba los campaniles del convento de Sancti Spiritu y mientras se me aparecían fantasmas que me hablaban los árboles del Pinarillo que era verdad lo que me contaba mi madre, Macrina, un día de estreno Domingo de Ramos:

-Los árboles de Corobias se están muriendo de risa de ver a los corobinos con corbata y sin camisa.

Así iba yo por la vida: con corbata y sin camisa. Quería empezar la casa por el tejado, olvidándome de los cimientos, y así la cosa no arrancaba claro está. Quedaba en el trasfondo un rumor lejano como de azadón y huebra. Los frailes del Parral cantaban maitines y al poco se le unieron los coros de los siete conventos de la ciudad. Domine labia mea aperies et os meum nuntiavit laudem tuam ().

-Abre, señor, mis labios.

Poco a poco, a medida que se consume el proceso de catarsis, te irás encontrando a ti mismo. Te verás desnudo. Conocerás secretos que, desconocidos de ti mismo, ocultan cosas insondables, y entrarás en territorios vírgenes de tu propia alma.

-Yo no sabía que tú estabas escondida, Maria de Zorondo, en ese recinto del amor que me pasó inadvertido. Tú me amabas. Eras la dulcinea de mi castillo interior.

Alguien me está llamando por mi nombre en esta noche:

-Nicomedes… Nicomedes.

- Soy yo

María me impulsaba desde la otra orilla a enfrascarme en este ejercicio de guija profiláctica cuando he renunciado a tantas cosas y escucho la voz de los coros. La llamada que convoca proviene desde lo hondo de las montañas desde el lecho de un río de un nemoroso valle asturiano. Puede ser el río Nalón. Veo tus ojos encendidos cuya luz no ha conseguido apagar la muerte y aquel rostro de óvalo perfecto y veo aquel grano fatídico que yo quise estallar, divieso de pesadilla en tu barbilla, como una  manzana del bien y del mal. El grano no estaba maduro, aunque tú dijiste: ya crió. No esta noche no. Me reservo. ¿Me respetarás? El grano desapareció a la mañana siguiente cuando nos vimos por última vez pero fue el heraldo del tumor que minó tu existencia con tan sólo 33 años. Tú me llamas desde ese valle hondo y me dices: escribe, relata, arrepiéntete y exorciza todo aquello que me hiciste.

-¿Agravios?

-Has hecho daño a mucha gente ¿sabes?

-Ya

Y yo me siento abrumado, letraherido, hombriangosto, avergonzado, lleno de pústulas. Me cubre como una manta cósmica todo el pus de aquel divieso. Confiteor Deo. Sí,  me confieso, yo me confieso a Dios. Yo confieso a Dios todopoderoso.

 Surge el canto del gallo. Los diáconos terminaron el relato de la Passio y sigue la procesión. La verdad es que camino a tientas por el vado el equilibrio incierto, pegando trompicones. Me domina el deseo de vivir y de olvidar pero tengo que hilar los puntos de todos esos acontecimientos que nunca comprendí cómo fueron mis siete años de seminario y el anhelo, ya veterano, de regresar al punto de partida. Quería recuperar el tiempo perdido. Subconscientemente, me sentía dominado por el prurito de que el obispo impusiese las manos sobre nuestras cabezas. Sería una manera de hacer justicia y resarcirnos del resentimiento de la conciencia de rebotado que todos teníamos. Algo crujía bajo nuestros pies. Era la hojarasca de otoño. No habían venido los barrenderos y por eso nuestras calles estaban cubiertas de un manto de hojarasca, y de las telarañas de los deseos fallidos, nuestras almas, algo que era mucho peor. María me hablaba desde el más allá:

-Explora tu abismo. Nicomedes…. Nicomedes.

Oí una voz. ¿Quién me llamaba?

-Nicomedes… Nicomedes. El angosto.

-Ah, eres tú, el de siempre.

Se escucharon por el valle voces mágicas de una estantigua de espectros. Entre todas ellas yo reconocía la voz de la Zarondo. Maldije entonces el funesto hado que cargaron sobre mis espaldas. Buscaba una salida. No la encontraba.  Era una voz, dulce melodiosa con esa melosidad de los acentos asturianos, la que escuchaba. Pero yo no sabía ya quién era yo. Ni todos esos galimatías filosóficos. Ortega y Gasset siempre me pareció un mixtificador de la vida española. Un cretino con apariencia de filósofo. Después siempre emergen subconscientes. Barbotea la olla del alma latente. ¿Puchero enfermo? Lo objetivo no me interesa. Aquella mujer fue otro espejismo. Los humanos somos tan estúpidos que pasa un burro a nuestro lado y creemos que es un hada. Tampoco la acción ni el plot () tienen importancia, porque la vida carece de argumentos. En aquella historia todo era un cajón de sastre, hechos descabalados sin ton ni son. Mi vida no tenía argumento. Era disparatada y absurda como todas. La novela ha muerto y vuelven los trípticos góticos con su majestad episcopal como ese san Segundo que recuerda a las sergas de Esplandían que puede admirarse, según se entra a mano izquierda, en la catedral de Ávila. Los hombres de acción son unos perfectos gilipollas. Lo que importan es la acción interior. Vagaba por aquellas ciudades castellanas como un desterrado con un alijo de libros en el baúl de mi utilitario. La gente me tomaba por loco. Me había propuesto vender filosofías y filaterías a analfabetos. No está hecha la miel para la boca del asno. Huía de la mujer, de aquella mujer, de sus provocaciones, de sus insultos. A veces me entraban negras ideas pero no puede ser, yo nunca quiero ser un asesino. Pero la maldije y la maldición había caído sobre todos nosotros. El devenir del subconsciente me traía y me llevaba en  volandas como la hoja de un tamarindo por el mes de octubre tras la primera helada. La vida carece de tesis y proposición. No hay trama. Todo es lo mismo. No hay que pedirle peras al olmo; cesemos de creernos los importantes cuando no somos más que unos cretinos. Es un ir y venir pelando la cebolla sin orden ni concierto. La naturaleza, aunque se rija por unas leyes inexorables, carece de lógica. Se teje y se desteje, se madeja y se desmadeja en ovillos caprichosos la pleita de Penélope. Por mucho que os esforcéis jamás encontrareis el hilo de Ariadna. ¡Que más da! Derrúmbese el escritor sobre el diván del subconsciente que son sus cuartillas –el destino tiembla en la barbilla de un folio solitario e inservible y puede caer la suerte de un lado o del otro-, de manera que, siendo intrascendentes y mudadizos, nos esforzamos hacia la inmortal trascendencia, vanílocuos, engañosos, pretenciosos, que se esfuerzan por apartarse de los vicios pero que nunca podrán dejar de fumar. Yo formulé por enésima vez su propósito de dejar de fumar y al instante siguiente cargaba una pipa. Es la mejor manera de dar corte de manga al diablo. Escribir es echar humo y abandonarse al albedrío de la pluma.

 

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F

ue un verano de grandes expectativas aquel en que yo cumplí 64 años, sol de junio un verano, más teléfonos mudos y en el celular pocos registros. Yo había conocido la soledad y el silencio del justo y de los que padecen persecución por la verdad y por la justicia. Un ángel bajo a decirme:

-Eres un marginal

-Mas bien, un leproso pero no te preocupes, ángel de luz. Estoy muy acostumbrado a pasar por esos escamochos.

Nadie me llamaba, yo no era importante. En un principio me rebelé dando grandes paseos por la Collacilla que era la huerga donde estaban las eras detrás del castillo.  Al otro lado del río estaba Cabezagrande. Pedaleaba hasta el Pudridero, cuestas arriba, perplejo por mi resistencia física. Me atraía la curiosidad pero no iba a venerar el Árbol de las Suposiciones (dicen que olía a rosa y es que echaba alguien perfume) y luego regresaba, tan pichi, por la misma ruta que hacía Felipe II en una litera de tracción de sangre, que al rey lo llevaban unos palafreneros negros en silla de mano, e iban sudando porque su pierna mala pesaba mucho.  Una vez camino del Real Sitio venía tan crecida la corriente del río Aulencia que por poco se los lleva a todos la corriente al pasar el puente: monarca y lacayos y hasta un bufón que se había traído de camino para entretener sus ocios y sus melancolías. No acabaron ahogados de milagro. Entonces Felipe II ordenó al padre Villacastín jerónimo que fabricase un pasadizo más poderoso y así se hizo. Tendió un puente de granito sobre el Guadarrama que por el empaque y por la multitud de ojos se parecía un poco al acueducto de  Corobias. El rey de las Españas curó del susto pero la pierna le seguía afligiendo en estos viajes y hubieron de entablillársela los cirujanos. El tránsito del alcázar hasta san Lorenzo se los pasaba en un grito. Una saludadora de Ocaña fue convocada a palacio. La vieja hizo unas cuantas invocaciones, recitó no sé cuantos exorcismos, aplicó un emplasto de hierbas que conocía y que fue recogiendo en verano por las dehesas que circundan al monte de las Machotas y sobre todo dijo que lo que el rey tenía era aparte de mal cordial grave tarazón y en Castilla la congestión de vientre se curaba con vino. Media jícara y a ser posible cuando el mal aprieta una entera con unas góticas de aceite de ricino. Las estancadas tripas reales empezaron a moverse, se aligeró el vientre y don Felipe II era capaz las noches de conciliar cuatro horas de sueño seguido, se levantaba a cantar maitines con sus monjes como nuevo. Remitió la comezón de la piedra, bajó la hinchazón del cuerpo pues estaba medio finchado por la obstrucción y dio de mano a la opilación hidrópica. Nuestro rey se curó con vino. Fue el monarca castellano el que mandó construir el gran caserón que cobijó nuestras aspiraciones. Por eso, cuando vuelvo de vez en cuando a la plaza del Seminario, la puerta está cerrada, la casa vacía, pero queda inamovible la presencia del católico rey que dominó el mundo. Tal vez en sus percepciones mesiánicas se fió demasiado de los jesuitas que lo engañaron. Don Felipe quería una catolicidad hispana, no vaticana, pero el papa – los jesuitas son sus lansquenetes- come solo y no se casa con nadie. Con la Iglesia topaste, Felipe.

 El puente que tendió el fraile ingeniero llamase el del Alivio y se decía así porque en el mismo álveo había una letrina en cuyo interior acostumbraba su Majestad a detenerse para hacer sus necesidades. Un letrero en el frontispicio de la caseta lo decía: “Aquí cazaba el rey Felipe II”. No decía cazaba sino cagaba. Se confundió el amanuense. Se equivocó la paloma, se equivocaba. Hombre disciplinado y metódico el Austria tenía sus propias costumbres biológicas a plazos fijos y con horas regulares. La función excretoria se parece a la erótica así como a la tanatoria. En las tres funciones el ser humano estalla en gemidos y  en las tres ocasionan el placer y el dolor se interpolan en movimientos convulsivos. El rilar de la muerte, los estertores de la coyunda y la defecación se traen  un aire y ocurre lo que dijimos: Omnes caedunt et ultima necat. Todas sacuden y la última mata. En la vida del hombre sus horas están contadas lo mismo que sus cabellos y sus cagadas. El reloj biológico le hacía al rey posar ahí. Le entraban regias ganas de corregir al cruzar por el puente de Guadarrama. “Aquí pernoctó doña Juan de loca; en esta cama meó el príncipe don Juan Carlos, por estos tesos solía salir a cazar Carlos III y en este reclinatorio se arrodilló Isabel de Castilla el día que salió a misa a los cuarenta días de su alumbramiento. En este lugar, Tazones, Asturias, desembarcó la nave que trajo a España al emperador Carlos V cuando vino a tomar posesión de sus estados. Después de un temporal”. Mucho me complace contemplar tales lápidas conmemorativas de cuando España era una monarquía absoluta. El cronista advierte que tuvieron mala mar desde que zarparon de Flandes y que la nave era alta de castillos, un detalle marinero muy digno de tener en cuenta. Toda España es un memorial. El país está  plagado de letreros, inscripciones, efemérides. Existe entre los españoles una cierta vocación a Notarías. Aquí se levanta acta de muchas cosas incluso de las más nimias. Nada se arrumba en saco roto, ni se da al olvido. En cada uno de nosotros existe un autor de teatro y un fieldefechos. Castilla de esta manera se nos vuelve un gran archivo. Se hace registro minucioso de los actos más intrascendentes siempre que hayan sido realizadas por gente de viso. Por esa regla de tres las cagadas del rey de España aun  debieron de ser trascendentes. Estuve yendo y viniendo ya digo como seis o siete años. Fue un ir y venir que llaman acarrear, un frenesí en el que anduve sumido como poseso, porque decían que se aparecía Nuestra Señora. De todo ello sacaba poco en limpio, sólo la desesperación y recuerdo que un cruceiro, que hay en el lugar una vez se me apareció Jesucristo coronado de espinas, me miró dulcemente y yo no supe qué decirle. Sólo al cabo de un rato cuando el espectro había desaparecido clamé con voz magna:

-Dios mío, y Señor mío ¿por qué me has abandonado?

-Tolle crucem tuam ()- fue un ángel el que me lo dijo pero yo seguí a lomos de mi bici pedaleando como si tal cosa. Comprendí cual había sido mi destino y se me representó perfectamente la odiosa cara de una serpiente disfrazada de mujer. Se llamaba  Libitinia Diosa de las pompas fúnebres en Roma y a la cual la conocían las malas lenguas por Leperuza.  Esta hidra de Lerna, una caja de furores, me había tocado en suerte a mí.

-¿Tendrás las suficientes fuerzas?

-No sé si lo podré resistir, Señor, pues Tú conoces mi flaqueza.

-Carga con ella.

Se había pasado el tiempo de Virgo, la mujer, y llegaron los años del agua que es la era de Capricornio. Se iba a acabar el mundo pero yo sentía muchas ganas de vivir y me consideraba bastante vital. Aquellos mis pedaleadas por los recuestos de Valdemorillo que no sé como no me llevó por delante algún coche en uno de mis viajes embebecido del aroma de las campas de Brunete empapado del olor de la fraga entre encinares. Me habían echado del trabajo por envidias y malos quereres y otros males irremediables de nuestra desgraciada conjugación política. Era un hombre al agua. Los que yo pensaba que pudieran ayudarme cerraron contra mí todas sus puertas, pero lo que fue más terrible fue la incomprensión de los míos, las buenas gentes de la España católica y cruel.

 Por eso iba a ver siquiera en efigie a su católica y cruel majestad. A ver si hacía un milagro. Cargado con mi cruz la cruz que puso Libitinia Leperuza, cara de lechuza. En sus afilados colmillos de hiena la Greitbigjore (), otro gran personaje maligno del Apocalipsis, me visitaba. Y yo huía, pedaleaba, quería conjurar el acecho de aquella sombra. Había en  las dehesas encinas padre y encinas madre creo que yo las alcancé a diferenciar. Cruzaba las sendas de los trigales donde anidaba la codorniz y silbaba la abubilla y seguía las huellas del monarca sosegado al que le gustaba rezar en la iglesia con los monjes el Oficio Divino.

 Me tumbaba en los campos de alfalfa. Andábamos entonces en la España del cambio un poco a la expectativa del Apocalipsis. Las últimas décadas del siglo XX fueron una reviviscencia de los terrores milenarios. Todos suponían que la conflagración atómica estaba a punto de estallar. Bush, un nombre nefasto en los anales que se escribirá siempre con B de bestia, no nos alentaba mucho. Aparte de eso, estaba el lenguaje deletéreo de los neocom y un filósofo americano por nombre Kundera que pregonaba en un libro el Final de la Historia. Nos condenaron a todos a limpiar las cuadras donde amarraba sus caballos y sus millones de converso socialista el Gran Filipo.

Habría signos en el cielo y en la vertical del Monte del Escorial se manifestaba cuando yo me tumbaba sobre los campos de alfalfa. Había un cristalero de Albacete cuyo cuerpo olía a flor de azahar a una milla de distancia. Se llamaba Julio pero todo parece era un embuste. El muy bribón se embadurnaba con tres frascos de colonia antes de subir a la campa. Las iras de Dios en boca de la tremebunda de tele-predicadores americanos vertían fuego amigo contra Jesús y atronaban las meninges anunciando la llegada del Anticristo mientras ellos hacían caja. En Roma imperaba Wojtyla para unos un Papa muy bueno y para otros un papa muy malo no sé en qué vamos a quedar, dicen que el polaco cobraba de la CIA. Se habían pervertido las costumbres y el mundo andaba manga por hombro, todo del revés lo derecho en lo izquierdo la hembra pasó a ser macho y a la inversa: lo blanco negro. Eran los tiempos del macho cabrío. Había gente que se consideraba con poderes. Los barruntos claros eran que se acercaban las postrimerías. Se había convertido Rusia desde luego y Gorbachov merecía todas las confianzas del predicado pero los usacos seguían siendo unos tipos bastante malos. Seguían la guerra y la Eta a la que por lo visto apadrinaban los soviéticos continuaba cargándose a gente en las Vascongadas. Vivíamos, pensábamos, soñábamos, odiábamos, sometidos a la férula propagandística, en lo que se da en llamar no tener criterio propio y hablar por boca de ganso, pero de eso es de lo que se trataba. Greitbigjore había colocado en la tele y en los periódicos sus propios guardas ejecutivos, los vigilantes de la parva y de lo políticamente correcto.

 La ignominia de la guerra de Iraq montada sobre la mentira y retransmitida por la Sienene en las noches blancas de enero, pasado san Antón fue para muchos motivo de perplejidad, y de horror. Se trataba de una guerra mediática televisada a pie de calle y con tanto suspense como interrogante. Sadam  Hussein murió en la horca. Cabeza de turco. En Bagdad siguen matando gente. Guerras inexplicables Me puse de los nervios con aquellas escenas de la guerra retransmitida en directo, de cómo caían las bombas, las luminarias de las trazadoras y las chispas que dejaban sobre la noche de Bagdad, los disparos de la contraofensiva artillera. Veíamos a Sadam embutido en su capote verde- se trataba de plasmar la imagen de un nuevo Hitler- presidiendo el consejo de guerra, rodeados de su estado mayor y generales dentro de un bunker. Todo era sin embargo un montaje virtual.

 Por último vimos aun  en directo cómo lo ahorcaban al amanecer de una noche estrellada. Tantas guerras y tantas zozobras hacían pensar que el final de los tiempos estaba cerca o no podría tardar mucho. Al cabo del turno, supimos que todo era un montaje y que Sadam no era Satán según decían sino un doble. Luego vendrían el canciller Berza, la Cucaracha germana que hablaba muy bien en un buen alemán digno de Lutero pero con frenillo y todos estaban esperando a Obama. Wojtyla no paraba de viajar. Las mentes de buen corazón se preguntaban:

- ¿No podría estarse quieto y metido entre las cuatros paredes del palacio de Letrán, como hicieron todos los soberanos pontífices desde el principio de la cristiandad? Con tanto it y venir está quemando la imagen de la sacrosanta institución.

- Pues es verdad. No había caído en la cuenta.

- Son los efectos de la globalización. Y con este tráfago de incesante ir y venir la Greitbigjore va a demostrar que eso de que el papa es el vicario de Cristo vamos a dejarlo, mejor non meneallo.

- Es verdad, los curas y los obispos han caído en la trampa. Están vendiendo a la Iglesia por un plato de lentejas, por un poco de publicidad

Soy tan irascible como impresionable y sensible. La televisión, cuando vino el satélite y podríamos tener al alcance de los ojos todas aquellas emisoras, era nociva para mis sentidos. Abandonad toda esperanza. El invento nos hizo sentirnos protagonistas pasivos de una realidad virtual o de una mentira programada ante la cual un pobre periodista y escritor se sentía inerme. Llegué al convencimiento de que el error de mi vida era no haber seguido la llamada. ¿Qué fue de aquella llamada? El consuelo llegaba a través de las ondas hertzianas con aquellas liturgias solemnes retransmitidas desde lugares lejanos y oficiados por sacerdotes que yo imaginaba con barbas torrenciales. Al menos tenían una voz bonita que hacían pensar que la religión, la cristiana sobre todo, tiene que ver con la belleza y con la tradición. Cristo estaba viniendo desde el Este desde el mismo lugar de donde provenía el rugir de los cañones y el bordoneo de los aviones supersónicos de combate. El mal y el bien se dan la mano.

 Aquel resurgir de la religión en la Rusia post soviética me llenaba de perplejidad. Estaba claro que tocábamos con el dedo el cumplimiento de una profecía. Los designios de la divinidad son misteriosos. Puede que en mis idealismos estuviera enzarzándome en aberraciones. Mis amigos  me echaban en cara que me había pasado a los rusos. Eres un caso perdido. No. No me he pasado a los rusos. Yo busco. Y recordaba aquellos domingos londinenses cuando asistía a misa en una modesta iglesia de South Kensigton y extasiado permanecía en pie tres horas escuchando el oficio divino, los solos del diacono, la voz rotunda de los popes. Las letanías o la consagración cantada. Este es mi cuerpo que será entregado por vosotros. Me hice amigo del pope el padre Dimitri un viajecito de barba y melenas blancas que me invitaba después de la ceremonia a tomar el té y que un día me intimó que yo tenía aptitudes para el sacerdocio. ¿Por qué no te ordenas? Y me presentó al obispo ortodoxo ruso de Londres. Uno de los momentos más gratos de mi vida fue una noche de pascua cerca del Támesis. Se sentía la presencia de los ángeles en el recinto. Hice unos cursos y el “prepadovni” () me impuso las manos.  Ya soy sacerdote diácono de Cristo según la orden de Melquisedech. Se había consumado el gran sueño de mi vida.

Pude revestirme con la estola cruzada y entonar la secuencia del Evangelios o “istenia” (). Por fin había alcanzado la gran meta: ser cura y lo que me negaron mis compatriotas me lo dieron los rusos y gratis, además; siempre tendré una deuda espiritual con la Santa Madre Iglesia Rusa, a la mía católica la percibo como una madrastra. Y desde aquel día el cuerpo y la sangre de Cristo bajan a mis manos consagradas. Aquello lo llevaba en la sangre. Pero al poco de recibir el diaconado fui trasladado de la corresponsalía y me casé. Cuando supo mi esposa que había cambiado la fe católica por la ortodoxa me preparó un cisco y amenazó con abandonarme. Volví al redil de los católicos tibios y acomodaticios pero el sacramento del orden del que soy beneficiario imprime carácter y seré siempre un cura, aunque no sea católico sino presbítero ruso bajo la observancia del patriarca de Kiev. Creo claro es que aquella renuncia fue uno de los errores más flagrantes que he cometido. Vendí a Cristo por un plato de lentejas. Algunos de mis enemigos propalaron la especie de que me había apuntado al KGB. Sin embargo, aquellas emisiones nocturnas, aquellas sintonizaciones maravillosas, despertaron mi antiguo sueño y avivaron los rescoldos de mi amor compasivo a la humanidad por Jesús, tal y como lo ven los bizantinos: augusto y apoteótico en el Pantocrátor. En la mandorla mística de la resurrección. Yo era un elegido. Pero me han elegido para sufrir como Él. Me convertí en varón de dolores y todas las desgracias que no quiero aquí enumerar, puesto que sería largo y tendido, llovieron sobre mí. Tuve conciencia de   que aquella traición al Maestro fue la razón de todas las tribulaciones e incomprensiones que padecí. Soy diacono pero aun  soy escritor. Lucho por el advenimiento del reino de Dios y de su justicia. Tuvimos que pasar mucho. A los que pensaban como yo nos estaban dando las diez de últimas. Pero no fallamos en nuestro dictamen. Lo que entonces decíamos ahora resulta que se cumple. Entonces nos mandaron a galeras. Hubimos de bailar con la más fea. The end is at hand (). Pues bueno ¿que se le va a hacer? Nadie es eterno, ninguno va a quedar aquí para simiente y más se perdió en Cuba y vinieron cantando.

 Vinieron los del Advenimiento y la expectación mesiánica de los del Monotema. Los monomaníacos de una sola idea, los revanchistas. Los intolerantes de la intolerancia y los lobos disfrazados de cordero. Traían en la frente, como el unicornio, una sola idea fija. Nada más. España se desplomaba en una mar de liviandad y de satanismo pero la gente cobraba, amaba el dinero, adoraba la Gran B del Becerro de oro. A los que no comulgábamos con ruedas de molino se nos persiguió y se nos marginó. Nos expulsaron a la gehena:

-Toda esa fila del último banco que se salga.

Pero el Gran Hermano no tenía el corazón bondadoso y tierno, como Crespillo nuestro profesor de filosofía, sino de pedernal y desde entonces no hemos podido regresar al redil ni estar en clase. La persecución fue sorda y las tácticas conminatorias colgadas a través de alambres imperceptibles del tablero del gran guiñol. Llovía, llovía y no encontré en aquel tiempo abocanás (). Me expulsaron del templo y de las sinagogas y yo me daba cabezazos contra las barreras. Cometí el pecado de desesperación. Dejé de escribir que era lo que me salvaba. Pero estaba desesperado. Las editoriales me rechazan  mis obras, una por una. El último decenio del segundo milenio fue para mí el de los pasos perdidos. Huía de Libitinia Leperuza cabeza de Medusa. Aquellas idas y venidas al Fresno de las Suposiciones quizás tuvieran que ver con deseos de huida hacia delante. Huía de sí mismo. Huía de la jet set. Huía de la cuadratura del círculo, de una existencia, que se había quedado estrecha y chata por todos los lados. Callejón sin salida. Lasciati ogni esperanza. Y luego habían llegado los usureros y los tele- predicadores anunciaban que se acercaba el fin del mundo. Señor, sálvanos que perecemos. Perdió el trabajo, lo habían suspendido de empleo y sueldo. Su mujer no era solo una extraña. Era un tormento. Sólo lo suspendieron de empleo y sueldo y no le dieron la nota definitiva porque había protestado contra los judíos, les había quitado la máscara a los usureros. En el ministerio de la Cosa por defender a España lo habían segregado, perseguido, ninguneado, expuesto a toda clase de intemperies y pensaba que, si sobrevivía, era tan sólo merced a un milagro de la Virgen María de la cual era devoto. Lo mandaron al psiquiatra y fue uno de los muchos postergados y represaliados por sus ideas políticas. El último lustro del siglo XX y del XXI fue para él la subida a la Vía Dolorosa. Sufrir en silencio sin que nadie te comprenda, sin el respaldo de su esposa o el apoyo de su familia. Sólo sufrir.

 Lo malo es que no sabía a donde ir. Adonde meterse. Harto estaba de nadiuskas y de isabeles  de falsas promesas y mucho pasar la mano por el lomo pero ¿que hay de lo mío?, no me digas. Era como darse de bruces contra un muro porque el Gran Modorro tenía los morros muy duros y sabe matar mediante encargo y sin ningún genero de violencia esparciendo la semilla de la cizaña y de la desesperación por los campos. No me digas que te han hecho académico, Juanchi. Pues sí. Pues sí; toda aquella hueste se había transformado en los neocoms. Abucheo Pendejo empezó todo aquel tinglado y, como salía en las revistas, pues, tenía mucha imagen. Los gozos y las sombras, Juanchi, que hay de lo mío. Los únicos porteros de discoteca que me gustan son los rusos. Parecen armarios y son gente bastante entrenada. No sé ni como en aquellas acometidas de Erifos no me pegaron un tiro en la nuca. Iba y venía como alelado y como desesperado, como el que va a Salamir que no sabe dónde ir y luego tampoco sabe cómo salir. 

De las razones precisas o imprecisas que me condujeron a ser víctima de un odio tan inesperado como injusto no sabré dar razón, no sabía cuál pudiera ser el manadero de tanta mugre, pero estaba seguro de que allí había gato encerrado, o el cover up  de una gran conspiración. Nunca he comprendido ese odio que se manifiesta en las miradas o en palabras que se pronuncian como lanzadas desde el colmillo, y esto no es un colmillo humano sino los tochos de un jabalí.

 Me sentía igual que Daniel en la fosa de los leones. Tuve que plegar velas, recogerme en la concha, ingresar dentro de mi propio alveolo, entregado a la plegaria y a la radioescucha mística de emisoras lejanas donde vivía la hemorroisa toda cubierta de pus y de sangre que exclamaba: "natátil... natátil... ha llegado”. Aquel apartamiento e incomprensión volcaron mi atención sobre la cultura rusa y escuchaba Radio Moscú en las largas madrugadas.

 Caído el muro de Berlín, era casi la única de todo el guial que hablaba de Dios y de asuntos religiosos. En dicha circunstancia  quise observar yo que se cumplía una señal. La Señora había pronosticado en Fátima “Rusia se convertirá”. Pues bien, con Borís había vuelto a Cristo la mirada el gran país eurasiático. Sin embargo, cada vez había más odio y era más escandaloso el pulular de los envenenados anticristos. Algo no funcionaba en aquella profecía. Los americanos, que pasaban por ser los buenos de la película en las profecías de Fátima, eran los apóstoles del nuevo apostolado laico-judaico, los lacayos de la Greitbigjore. Levantaban por todo el orbe altares a Libitinia, la diosa de la muerte, en guerras localizadas que pudieran ser el preludio del gran estallido general.

 La Virgen había anunciado la conversión de la URSS pero nada había dicho de los norteamericanos que es de donde venía el mal barrunto. Así que yo era un poco el profeta Daniel en el foso de los leones sumido en la vorágine y nadando contra corriente. El icono en mi bolsillo volaba hacia el empíreo infinito. La rueda de Ixtión daba vueltas eternamente. Los griegos desdicen al Libro del Apocalipsis y tengo la impresión de que a lo mejor Aristóteles llevaba razón cuando profundizaba sobre la eternidad del mundo, la sucesión de los  trabajos y los días o el fluir de las estaciones que luego darían ocasión a Hesiodo para elaborar su propia teoría.

 Pero el oficio de un intelectual que se entrega a la casuística y a la observación de la naturaleza tiene algo que ver con el tormento de las Danaides. Yo llenaba cántaros y cántaros de filosofía, pedaleaba hacia el Escorial. Me llenaba de enciclopedias y andaba un poco hambriento de emociones y de paisajes. Las ánforas no se llenaban nunca. Cada mañana por orden superior limpiaba las cuadras de Anteo. Dos mil caballos, y olían que tú no veas. Este desdoblamiento del yo convertía mi existencia en un suplicio. Eso me llevó a aquel hortus conclussus, aquella fuente sellada. Un jardín de María que yo había columbrado en las sabatinas del mes de mayo. Un trozo del cielo al alcance de mis manos y a una distancia corta en bicicleta, a un par de horas de lento pedaleo. Y bajaban los ángeles rubios tañendo liras hermafroditas de diez cuerdas y viriles zampoñas, laúdes mágicos, dulzainas que sembraban el aire de sonoridades penetrantes y los devotos a lo primero alelados y después cogiendo confianza bailaban la jota o jugaban al marro o al que no me coges por aquellas campas. Alzaban los brazos, hacían puñetes con ambos dedos o gritaban a voz en cuello.

-Viva la Virgen de los Dolores.

-Que viva.

El huerto sellado, hortus conclussus, o jardín de María no sé sí era el zaguán del paraíso o la antojana de los infiernos. Todo lo que veían mis ojos bajo la luz de un cielo espectacular y una luz purísima era un mundo onírico. Esperpéntico. Que de tan realista resultaba del todo irreal. ¿De donde salía toda aquella gente que afloraba a bordo de autocares fletados desde la provincia de Madrid y de todas las provincias de España como Jaén, Andalucía? ¿Asturias?

Todos decían cosas raras y tenían caras raras. Un gañán de Gredos dejaba el hatillo de sus ovejas en el aprisco para  ir a ganar la indulgencia de los primeros sábados de mes y dos agricultores de Holombrada llegaban todos los primeros viernes y pasaban la noche rezando. Allí dormían. A una mujercilla se le ponía la voz de pito cuando se dirigía a la Virgen como si fuera de carne y hueso cuando la traían los virginianos en andas. No he visto imagen más tétrica ni más fea que aquella dolorosa de cera que el artista de ocasión había pintado con un manto horrible negro todo él cubriéndole de la cabeza a los pies los ojos de cristal inexpresivos y los carrillos con coloretes pero sin la vivacidad y expresividad ingenua de las vírgenes románicas o la expresión abstracta de las vírgenes negras. Una señora asturiana con el pelo corto a la que llamaban la Catequista instruía a los devotos sobre la devoción a la Virgen y decía mil majaderías. Un cristalero de Albacete por nombre Senén entraba en trance cuando se acercaba a una peña misteriosa que estaba un poco mas arriba. Sus incondicionales decían que olía a rosas. Antes de sus transportes celestiales, se embadurnaba bien la cara de lavanda y fricciones mentoladas y así dicen que olía.

En aquella cerca se daban cita  en las reuniones multitudinarias del principio todo el dolor y la extravagancia del país. Parecía que habían dado día libre en todos los hospitales y manicomios. La Virgen estaba en su cabeza. Era el recuerdo de los dulces años de la infancia y de canciones como Venid y vamos todos. Y allí se presentaban con sus tarterillas de la merienda y sus garrafas con flores a María, la superstición entreverada con la fe verdadera. En su ignorancia la Madre de Todos los Hombres creo que los protegía pues Ella sabe de la inocencia de los sencillos, de las credulidades y del penar constante del ser humano.

Todos expresaban un temor extraordinario a la muerte. El encante olía a botica. A  carne vieja, gastada. A humores que delatan el cáncer y toda suerte de enfermedades. Todos éramos huérfanos pero gritábamos madre en medio de un ambiente sugestivo pero irreal. Éramos creo yo un poco blasfemos al hacer caso a aquella embaucadora que envía los mensajes que había recibido el viernes anterior por cinta magnetofónica y todo eran suspiros, congojas, jipíos y sufrimientos. En el año 82 la primera vez que porté por aquel lugar de las desdichas llevaba mi pentax y tiré algunas placas a la vidente. Me topé con la visión espectral de ese erostratismo que embarga a la vida española. Hay que salir del anonimato a toda costa. La publicidad trae el dinero y se puede también hacer dinero diciendo que has visto a la Virgen María. Mi lente convexa se topó con la vera efigie de una impostora. Amparo se mostraba como una mujer de unos cuarenta el pelo rubio corto muy lacio figura rechoncha una rebeca roja y falda con flores, una exhibicionista, pero acaso una personalidad fuerte y mentalidad viva con las ideas muy confusas y la voz gorda que cambiaba y se oscurecía cuando le daban los siete males… hijos míos, mirad cómo las almas caen en el infierno… mirad mi corazón... Pedid por los sacerdotes, etc. Eran igual todos los mensajes. No he conocido personalidad más blasfema y mis conocimientos de teología me daban a entender que pisar aquel huerto de las apariciones supuestas era un sacrilegio. Pese a ello, me picaba la curiosidad, y en cierto modo quedé atrapado por el morbo de tales tenidas.

 Era profanar todo el arcano de verdades y de dogmas que supone la mariología pero mi situación anímica y personal era tan desesperada que tenía que acogerme a un clave ardiendo. Me tenía que armar de valor y a veces de vino para tener que soportar aquella farsa de los tales  virginianos que traían una imagen chapucera  a cuestas. De aquellos enfermos desahuciados a los que ponían en primera fila en sillas de ruedas y a veces sobre camillas como en Lourdes lo que daba al sitio de tales convenciones un aspecto tétrico y horrible como Fátima, o en Lourdes, en los cuales la fe se mezcla con el dolor y el negocio, y donde se represa esa inclinación hacia lo que es feo y morboso de este mundo, un rasgo atávico, por desgracia, del catolicismo exhibicionista y pasionista.

El Escorial no es más que un pálido remedo de esos parques temáticos que profanan la sagrada devoción marial y explotan la buena fe de las gentes sencillas o son una ceca para acuñar moneda; billetes y billetes a cambio de falsos mensajes, hueras promesas. Dios y la religión se convierten de esta manera en fuente de divisas. Aquella Virgen del Escorial inspiraba miedo y no ternura como mi Virgen de los Tránsitos. Sin embargo me ocurrió un caso que no acertaré a explicar del todo bien una tarde de tormenta.

Era el 13 de mayo de 1995. Habían cerrado la verja. Empezó a salir humo de alguna parte. Corrió la voz de que se había declarado un fuego a causa de una chispa que había caido sobre una encina. Sin embargo, no veíamos incendio por ninguna parte. Eso sí, el fresno se iluminó y empezó como a  soltar fuego por una enramada y a echar chispas luego. Desde el tronco hasta nosotros venía un olor muy desagradable como  de azufre. Casi me mareo. Un poco más allá un hombre se solazaba con una par de muchachas con las que jugueteaba. Los tres estaban en el fondo de un talud y por las trazas íbamos a ser testigos de una escena escabrosa porque el individuo que parecía un sátiro estaba bien dotado y mostraba un poderío sexual fuera de lo común.

-Por favor, caballero, esas cosas en privado. Un respeto por favor.

El fulano, que lo oyó, se vino hacia mí como una centella. Casi echaba espumarajos por la boca. Crispaba los puños, amenazante.

-¿Y quien eres tú para meterte en lo que no te importa? Yo estoy bien con mis novias. Mira tengo dos. ¿Y no soy moro? ¿De dónde eres tú gilipollas?

Me miró, le miré. Las mujercillas alborozadas se plisaban la falda que había levantado aquel energúmeno incontinente y observaban la escena expectantes y con hilaridad como diciendo verás tú la que se va a liar ahora.

-¿Y tú?

- Yo soy del mundo. Estoy aquí y allá.

Era una escena irreal. Le reconocí. Aquel hombre era el ángel caido que proyectaba sobre nosotros la sombra del Embaucador. Entonces alcé los brazos como hacen los diáconos griegos cuando cantan el Akathistos y levanté todo lo que pude el icono de la Virgen María que siempre llevo conmigo lo mismo que el rosario. Acto seguido, ocurrió algo que nunca podré explicar. Como si fuera un espejo, la figura del icono que yo sostenía con las manos empezó a reflejarse en grandes dimensiones sobre el firmamento, como si fuera la escena de una película en cinemascope. Se pudo distinguir el manto de la Señora que sostenía en brazos al Niño, los pliegues de su túnica, los fuelles del velo o griñón con que aparece en las representaciones orientales.

-Mirad, mirad-. Dijo una mujer que acudía todos los días desde Madrid a colocar flores sobre el árbol- Es el icono.

 Y una peregrina portuguesa que aun  estaba allí comenzó a alabar a Dios en su lengua. El olor mefítico se convirtió en un perfume suavísimo a rosas. El extraño personaje y las dos prójimas habían desaparecido, como por ensalmo, y de allí nadie les vio salir. Es el icono. Es el icono. Alguien volvió a prorrumpir en sollozos y decía madre… madre.

 Caímos todos de rodillas y empezamos a rezar el rosario. Quedamos todos como clavados. Lo que recuerdo es que yo me sentía muy cansado y con el cuerpo como si me hubieran dado una paliza pero lleno de paz y relajado pese a mi extenuación. Eso ocurrió. De eso doy testimonio. El árbol de las suposiciones y las supercherías sirvió para afianzar mi filial devoción a la Virgen.

Guardé mi imagen de madera en el bolsillo. En varias ocasiones creo que aun  este sencillo retrato, que dicen pintara san Lucas, plasmado en madera me ha sacado de muchas dificultades. Aunque tales intervenciones fueran mucho menos explícitas que cuando se dibujó  su imagen de repente sobre el cielo de las Machotas para poner en fuga al Maligno. Me entró pavor y nunca volvía a presentarme en aquellas tenidas del encante de Prado Nuevo.

 Más que el dichoso fresno de las suposiciones a mí lo que me tiraba era la intrigante sombra del Rey Prudente que bajaba a pasear por aquellos bosques en tranquilos quietes reales. Era un rey pero asimismo  un monje coronado. Era también un enigma, piadoso pero envidioso y vanidoso que encerró a su propio hijo y mandó poner esculcas y muchas chinas en el camino de su hermano don Juan de Austria que era hombre querido por el pueblo y de mayor valía. Entendí a raíz de aquello por qué era motejado por sus enemigos ingleses de Demonio Meridiano. Felipe II metódico y ordenancista, que tomaba ruibarbo para las mañanas y anotaba todo incluso hasta cuando tenían el periodo sus hijas. El agnusdei o pequeño viril eucarístico fue un regalo  a su hija portuguesa y este regalo apareció en los pecios de la Invencible. Era un rey devoto, hombre de muchas misas, amante del canto llano y de todo cuanto fuera pompa litúrgica. Era de costumbres estables y sedentarias, lo contrario de su padre viajero incansable, ahuecando el ala en guerras y en campamentos, gran guerrero y al final, el desencanto de Yuste, el desistimiento de la idea imperial.

Peleó por la cruz pero su concepto mesiánico que no entendían tampoco ni siquiera en Roma- Felipe II heredó este concepto cesáreo pero sedentario- cansó de sus viajes y travesías por el Atlántico, una le llevó a Londres a casarse en la abadía de Winchester y otro a Flandes donde viajó en una nao “alta de castillos”. Sosegaos. Vida apacible, subidas al monte. Escuchaba el rumor de las fuentes. Es lo que a mí me fascinaba del Escorial, alma mater de la historia de España y núcleo de la catolicidad tal y conforme era entendida por los españoles pero triunfó Trento y salió airosa la idea de Sixto V, el papa que le negó el título de defensor de la fe que fue conferido por Alejandro VI, su predecesor, nada menos que a Enrique VIII.

Quise entrar en aquel laberinto pero me perdí por aquel dédalo de ventanas y de pasillos. España es y será siendo un enigma. En Roma eran mucho más sutiles, diplomáticos. Eran italianos. Suspicaces. No entendían el ardor a palo seco de la monarquía hispana. Escorial es el apéndice de Yuste. La idea del esplendor y del desencanto. Que plasma el sentido horaciano de la vida, ese Beatus Ille que brota en las mejores páginas de nuestro siglo de oro desde Fray Luis a Cervantes. España contra todos. España incomprendida, defensora de la fe de Cristo con el verso y con la espada. Ese era el imán que me arrastraba hasta aquel huerto de Getesemaní, hacia aquel árbol de brancas retorcidas, que  adquiría la forma, al contraluz del sol declinante, de brazos del tenebrario, candelabros del “menorah”.

 En su corte había música en cantidad  y más de mil quinientos funcionarios asalariados. Quiso hacer del Escorial un observatorio astronómico y una botica. Felipe II, voz clara, y calvo desde muy joven, los ojos un poco tierno, rubio y de piel blanca, tenía don de gentes y aborrecía la vanidad a pesar de su pompa. El incremento de la deuda pública en su reinado es del 50 por ciento. Desde entonces los españoles fuimos un pueblo en bancarrota económica. Espiritualmente, sin embargo el más rico del mundo hasta que llegaron los pedisecuos y lebreles de la Hija del Ganadero que montaron sus tenderetes mercachifles de la ruina y todo eran modelitos para la reina de las mañanas y contrataron turiferarios y correveidiles a cargo de don  Pasmón y sus muchachos.

 Yo huía- aprieta el culo y da pedales- aferrado al manillar de mi Peugot la que compré en una tienda cerca de Atocha (en la tienda había una estampa de Maria Auxiliadora buena señal) escalando los puertos de Colmenarejo y Valdemorillo o metiendo la directa en las bajadas y torrenteras, jugándome el pellejo por la cinta de aquella carretera de trafico denso. Más de una vez estuve a punto de ser arrollado por vehículos de gran cilindrada. El mundo iba como loco en medio de aquel terror del milenario. Y durante aquellas idas y venidas la Historia cambió de rumbo.

 

17

 

 

 

 

 

Y

o nací en una ciudad levítica, crecí a la sombra de la torre de una catedral gótica, aquel prodigio de equilibrio de argamasa y roca me dio en el rostro los sones de sus campanas, escuché salmos y cantos de ronda bajando hacia la Hontanilla, dejando atrás la judería vieja, pasando el arco del Socorro. Tiré varetas por las mismas trochas que recorrieron Pablillos, con el cual fui aprendiz de ayunos, esperanzas, desesperanzas y penitencias. Conocí las huellas o las marcas en el camino que dejaron las cáligas de los hoplitas de las legiones romanas, las sandalias de los franciscanos y las zapatillas de los santos.

 Había una roca cerca de una fuente en mi barrio que tenía una cruz de hierro ya mohosa donde se sentaba Fray Juan cuando subía jadeante desde su convento al beaterio carmelita a confesar a las monjas y  donde dicen que Teresa de Jesús se sacudió el polvo de su calzado para resarcir su rabia y conjurar la infamia propalada contra ella por las hablillas, despidiéndose a la francesa  de Corobias para no volver más. La Fundadora era de armas tomar, Dicen que dijo:

-De Corobias, ni el polvo de zapatilla.

Las lenguas de las cotorras mal hablaban de que tenía un lío con su frailuco y medio pues era de corta estatura quiero decir san Juan de la Cruz. Que el refrán advierte que entre santa y santo pared de cal y canto. Claro que santa Teresa era abulense y los de Ávila y Corobias la ciudad rival nunca nos llevamos bien del todo que se diga. Cuando jugaba la Gimnástica con la Unión Deportiva salía la gente a palos en el Campo del Peñascal. Había fundado un convento que hoy conserva, pared solitaria frente a la plaza de San Andrés donde existe un patinillo melancólico ajardinado con columpios y hay una taberna en la cual por un sol y sombra un amanecer de otoño, por un sol y sombra, que por poco se me atraganta el anís y vomito el coñac, ya digo, soplaronme esos bellacos taberneros de nuestros embarrados caminos las mañanas de resaca tres euros y hay un majestuoso abeto que levanta su sombra protectora de la torre románica.

 Entré a misa y había un funeral a congregación única y los del duelo que eran cinco personas no más, salí deprisa y besé al Cristo que duerme sus melancolías cabe el cancel recordando a mis amigos los Larios que sirvieron en dicha parroquia donde comienza el turno de las catorcenas cada doble septenio en un corre turnos o periplo a lo cual ocurren muchas cosas en la querida y vieja ciudad. Catorce años no son mucho en la historia general de un país pero sí muchos en la cronología de una ciudad que muda sus células por dos veces. Seguía huyendo y me empapé en Erifos y fui al coche a dormirla. En mi vida sé con frecuencia de los dolores del Huerto y a veces  el alcohol sirve de lenitivo a las afecciones del alma.

 De las catorcenas recuerdo el vinillo, las pastas y los soplillos en Santa Eulalia, cuando a los de mi parroquia tocaba celebrar la famosa ronda de la eucarística festividad que tiene que ver con  la profanación que hicieron los judíos que le compraron al sacristán de san Facundo el copón de las hostias consagrados, las echaron a un caldero y una de las sagradas formas empezó a subir a los cielos, rompiendo el techo de la sinova() hasta ir a caer a una celda del convento de Santo Domingo donde fue consumida por un fraile que estaba a punto de morir. Se organizaba una fiesta y salía todos los años –como no- una procesión con sus correspondientes pasos y sus tronos, soldados cubriendo carrera y las bandas de trompetas y tambores con  nazarenos. Hago memoria de los brindis de hoy en un año  en sacristías y salones parroquiales y las procesiones en que sacábamos por las callejas de Muerte y Vida la cruz parroquias, la bosta de los caballos de los alabarderos y de los uniformes de  gala, tan vistosos  de la G. C, que iban abriendo calle, que para los nobles brutos no había un respeto para la carroza del Santísimo que venía detrás.

 ¡Animalitos.! Venía un barrendero con un recogedor y apartaba las boñigas. Alzaba  el rabo el noble bruto, y zas. La naturaleza resulta incontenible en algunos casos. Don Benito el preste y el diácono y el subdiácono, oficiantes, todos de capa pluvial, miraban para otra parte, mientras el coro entonaba las maravillosas estrofas de la Secuencia de Santo Tomás: oh sacrum convivium... Hay que precisar que aquella fiesta tenía una cierta importancia no sólo sociológica sino aun  teológica: El triunfo de la cruz sobre el menorah. Los enemigos de la religión quedaron confundidos pues resulta que había un sacristán algo borrachín, pero más necio que borrachín todavía, de la iglesia de san Facundo situada un poco más allá de la puerta de san Andrés y un día se encontró  en una taberna con unos judíos que se reían a carcajadas de la hostia viva, blasfemaban y tal. Sucedió que convidaron a morapio al sacristán de san Facundo al que decían Baldomero y apellidaban Don Eructo por los eructos y pedos que se tiraba en plena misa. Aquel sacristán era de la cuerda y de su misma sirga y solidaridad. Total que convinieron en que si el Eructo les entregaba una hostia consagrada del cáliz ellos le darían una bolsa con treinta monedas. La sombra de Judas es alargada a través de toda la historia pero por fortuna en aquella ocasión en Corobias no hubo Huerto de Getesemaní. Trato hecho. El rapavelas les hizo entrega de una sagrada forma que él robara una noche en que hubo truenos y ventiscas por toda la ciudad y ellos le entregaron una bolsa con las doblas convenidas.

 Entonces todos juntos se dirigieron a la sinagoga que estaba colocada junto al mismo adarve de la muralla, prepararon candela y pusieron un caldero. Cuando el agua empezó a hervir echaron a la sartén la divina oblea. Allí estaba la judería local en pleno, su rabino que se llamaba Don Muir revestido de sus ornamentos sacerdotes con el efod o peto y una mitra de dos cuernos. Ínterin, no cesaban de caer sobre la ciudad rayos y truenos. Una chispa prendió fuego al campanario de la parroquia de San Facundo que ardió como una tea, ya no existe. Al parecer, la naturaleza parecía enojada por la celebración de aquel aquelarre.

-Vamos a comer churros- dijo el cantor de la sinagoga, aludiendo a la naturaleza de la masa con que se fabrican las hostias en España, parecida a la argamasa que echan en la sartén los churreros.

-Verán esos herejes cristianos en que se convierte el cuerpo de su Dios.

-Eso. Eso.

-Cristo era un impostor y la eucaristía una artimaña con que los oblatos embaucan a las pobres gentes con semejante majadería: manducar mismamente el cuerpo de su Dios. Quieren hacer de ellos simples caníbales. Y su religión antropófaga

Un maestro de la ley dijo sentencioso:

-Se trata simplemente de un caso atípico de antropofagia espiritual.

Esgrimía ante las mismas barbas de don Muir, escolta de su gran nariz, un libro muy grueso y viejo, que llamaban el Talmud.

-La comunión de los santos, el cuerpo místico y todas esas historias no son más que embustes de mentes alucinadas y ociosas y todo lo adoban con un tinte misterioso de mariconería. Las blasfemias se sucedían una tras otra, como las estampidas de los truenos en aquella tenida en la sinagoga. Un velo de odio y de revancha se cernía sobre las miradas y sobre los ojos, haciendo verdadera la sentencia de que Dios ciega a aquellos a los que puede perder. En medio de grandes voces y alboroto el aquelarre discurría. Olía a azufre en ese recinto. Un relámpago apagó todos los cirios y la sinagoga quedó a oscuras. Presos de pavor y confundidos los profanadores cayeron derribados a tierra y vieron cómo la hostia blanca como el ampo más tierno de la nevada más purísima empezó a ascender primero hasta las vigas del artesonado mudéjar y después buscando la claridad de uno de los vitrales. El panecillo parecía una paloma y en lo alto de la pared encontró un resquicio que atravesó dejando una enorme grieta que se conserva hasta el día de hoy. Las campanas de las iglesias de la ciudad empezaron a tocar solas y sus habitantes se asomaban a las ventanas o salían a la calle como extrañados de todo lo que ocurría. Había desaparecido la tormenta dejando sobre la vida un perfume de tierra mojada y por la vertical del cielo vieron atravesar, describiendo un arco, la sagrada forma. Todos gritaron la palabra milagro. La oblea blanca estuvo parada- parecía una estrella- sobre la intemperie nocturna como media hora, al cabo de la cual empezó a descender dirigiéndose hacia la otra parte de la muralla. Aterrizó en el convento de los dominicos donde al penetrar abrió otro boquete en un ángulo del imafronte de la fachada gótica tardía de aquella casa de dominicos. La hendidura se conserva a fecha de hoy. Generaciones de albañiles intentaron taponar el hueco pero éste, así son las cosas de Dios, se muestra renuente a compaginar los designios divinos con la obcecación de los hombres. Fue a parar a la boca, con gran sorpresa de toda la comunidad, de un novicio que se disponía a recibir el viático mientras sus compañeros entonaban las letanías de los santos y ya su confesor le había leído la recomendación del alma. Ambas helgaduras aun existentes en los muros del convento de Santo domingo y de la antigua sinagoga, actualmente monasterio de claras, son un testimonio elocuente de aquel portento acaecido el año 1348 el año de la gran peste. Toda la ciudad se conmovió y la noticia del suceso corrió por varios reinos. Se organizaron rogativas y actos de expiación. Hubo conmociones sociales e inquietud en las aljamas de Sevilla y Burgos y los dominicos organizaron una campaña de predicaciones dirigidas expresamente a los judíos. Muchísimos de ellos pidieron el bautismo en masa y sería un hecho-cosa de ver-, que no ha ocurrido con frecuencia en la historia de Israel, cómo innumerables miembros de la comunidad del pueblo elegido se pasaron con armas y bagajes a la religión del Crucificado. Semejante fenómeno aconteció pues no hay mal que por bien no venga a raíz de la profanación de don Muir y el aquelarre en la sinagoga. Acaso sea por esto por lo que los Sabios del Sanedrín no han perdonado nunca a España semejante descalabro para sus colores y desde entonces nos guardan aun mucha más saña a los españoles que les echamos en cara su cerrazón por no acoger a Jesús como Mesías. Llueven por eso los escupitajos del odio de la bestia y desde entonces albergan el deseo de cocernos en la caldera como si fuésemos cangrejos. En múltiples ocasiones a lo largo de mis días he sentido ese odio sobre mí que me ha ceñido los lomos como una clámide de escarnio y mi cabeza como una corona de espinas de dolor. Llevo las marcas y los estigmas del Señor la lanza en el costado los huecos de los clavos en los pies y en las manos.

 Es el indumento del desprestigio, la laticlavia del orate la túnica de los locos.  Me llamaron loco sí pero a mucha honra. Locos estamos por Cristo Jesús. De ahí que cuando voy a mi ciudad se me eche encima todo ese perfil urbano de la nueva Jerusalén y la espiga de la catedral es la torre Antonia y el palacio del obispo el castillo de Herodes. Desde niño no me fío nunca de las insidias de los discípulos de don Muir que siguen por estas y por otras partes habitando.

Por desprecio nunca le llaman al Salvador por su nombre. Le designan despectivamente como ese hombre. Siempre que bajo a la Fuencisla me asomo al pretil desde donde se divisa el ángulo taladrado de la fachada de los dominicos, y, cuando voy a la iglesia del Corpus Christi donde las Claras tienen expuesto el Santísimo, desde que se levanta hasta que se acuesta el sol, hago memoria de aquellos sucesos que fueron un signo, y ofrecen una recóndita explicación del por qué hay tanta devoción al Sacramento de los sacramentos entre nosotros.

 El aquelarre de don Muir determinó que los corobinos pidieran al corregidor y al obispo que se instituyera la sagrada costumbre de la catorcena. Procedemos de una estirpe mística muy devota y a la vez socarrona y pagana aunque de cristianos viejos como el que más. Otros historiadores señalan, al contrario, que somos la mayor parte de raíz de ahí, y de esta mezcolanza se segrega nuestra complicación mental, pues de Corobias ni la burra la novia, nos achacan los que nos quieren mal. Vaya usted a saber pues se asegura que todos los israelitas de Burgos cuando salieron a mal con los de aquella otra ciudad castellana se vinieron a acoger bajo los arcos del acueducto. Se bautizaron en masa y se hicieron hidalgos y caballeros de vieja estampa más papistas que el papa y más españoles que las bubas. He de decir a tal respecto que nuestro amor a la Virgen de la Fuencisla tan arraigada en nuestras vidas arranca de una pobre judía (nuestra querida patrona debiera ser la abogada contra la violencia de género) a la que su marido acusaba de andar tonteando con un capellán, el sanedrín quiso dilapidarla pero luego cambió de parecer.

 Hombre, sería mucho por un supuesto –dijo un viejo verde que la espiaba detrás de unos carrizos cuando la alaroza recién casada tomaba baños en  las gélidas aguas del Eresma-mejor arrastrarla de la cola de una yegua pero otro comilitón, mira quien fue a hablar, mira quien baila, propuso  tirarla por un barranco que nunca faltan por ahí por Tejadilla y ahí en eso en peñas escarpadas que marcan las orillas de lo que otrora fuera mar, una mar prehistórico. Y por ahí  defenestraron aquellos pobres diablos a María que María del Salto se llamaba. María del Salto se encomendó a Nuestra Señora y Ésta la recogió en su manto, como si de su regazo maternal se tratase. Ella estaba allí al pie de las peñas donde las aves alzan sus nidos y donde un pueblo de amor transido vibra en tu honor (). Me he puesto a escribir una novela que es la historia de mi vida y me sale una salve. Total que nuestros antepasados se bautizaron en masa y las aguas del  Rasemir se convirtieron en un gran Jordán donde los del pueblo elegido tornaron sus ojos a Cristo.

En cierta manera los corobinos nos sentimos un pueblo elegido. Elegidos para la palabra y para el dolor. Si la cruz es un privilegio a nosotros nos signaron con ella desde el principio hasta tal punto que sólo a nosotros se nos permite hablar mal de la ingratitud de los elegidos. De raíz conversa eran los Coronel y los Dávila incluso el propio Torquemada prior del convento de Santo Domingo presentaba un tronco nada preclaro y converso era Pabilillos y el gran historiador Colmenares otro que tal. Que no nos vengan con alicantinas. Lo que pasó pues pasó. A qué ton eso de meter la reja en la Historia como si fuera la vertedera de un labrador honrado que labra sus campos por La Lastrilla. Judíos eran los asesores y los confesores de la Reina Católica y los pincernas de su hermano el infausto Enrique IV que a mí me parece que no era tan impotente como le arguyen aunque aquel rey -todo hay que decirlo- se aficionó a las costumbres moriscas y estaba rodeado por una corte de jenízaros andaluces. Todos los de la Guardia Mora. Judío converso era el sacristán de san Facundo, don Baldomero Eructos, el que entregó las hostias para que las arrojase a la caldera y la sagrada forma empezó a subir y subir por los tejados dando la vuelta giratoria a todo el poblado hasta  ir a parar a la celda de un novicio dominico del convento de Santo Domingo que iba a recibir el Viático... El fraile era también  marrano como María del Salto como la mayor parte de los obispos, deanes y capellanes que ejercieron en Corobias y como judíos fueron los conquistadores que acompañaron a Colón.

 ¿Fue verdadera o fingida su conversión? Eso pertenece a los misterios archivados en los anales de nuestra historia. España es al fin y al cabo una locura. Pero una locura maravillosa. En la mezcolanza de los sonidos que bajan de arriba o suben por abajo escucho los ecos del canto de los cisnes  de mi niñez perdida: los cantos infantiles de la rueda y el corro, el son de los viejos romances. Veo subir la cuesta que lleva a la Puerta del Socorro a muchos peregrinos camino de Compostela con la calabaza y el bordón entre los pliegues de pardas hopalandas. Pardo era el color con los que se vestían los campesinos de la gleba y negro el de los caballeros, los oblatos, y los domines. Pardos eran los picos de las putas. De las famosas meretrices de Corobias. En mis primeros años conocí los últimos suspiros de Castilla la Vieja. Era un país muy distinto a la España de hoy. Pardos son mis ojos y pardo soy yo hijo de la luz y de la noche. Parda, mi humildad franciscana. Don Pablos me estaba haciendo señas desde la otra ventana y traía un libro en la mano aquel protodiacono de los pícaros y me insinuaba: tolle et lege ().

 La primera foto que me hicieron en la alameda fue acompañado de un libro. Tenía un libro en la mano el pelo rubio y la barriga algo abultada. Pero no maldigamos a los tiempos creyendo el pasado fue mejor pues eso supone una blasfemia, y un querellarse contra los designios misteriosos del Criador. Yo me forjé una idea heroica del mundo. Caballeresca. Había que salir en pos de un ideal a la búsqueda de ínsulas baratarias a desfacer entuertos, defender a los humillados y ofendidos y pelearme contra los gigantes que luego resultaron solo aspas de molino harinero. ¡Qué cosas!  Vivo amotinado desde entonces.

Acaso me sumí en un romanticismo trasnochado pero eso ya nada importa. La sombra de aquella catedral acariciadora y benigna hizo de mí un exaltado de la cruz hasta llegar a la convicción de que sin cruz ni cristianismo no son posibles ni la el amor ni la belleza. Acaso en parte llevase razón pero la cruz no debería jamás imponerse por la espada ni a la fuerza.

Bajo el arco oscuro y oliendo un poco a húmeda bodega del postigo aquel por donde pasaban los carros y los areneros de Espirdo y los panaderos de Encinillas que subían a vender su mercancía a la ciudad o los curas de teja, breviario y balandrán arrebujado como un tapabocas sobre el pescuezo para no apañar frío en las tarde heladas, habían cabalgado los guerreros de la edad media (Corobias enclavada sobre un castro que es todo un baluarte siempre conservó un aire militar, fraguamos país en la lucha contra el moro o peleando mutuamente entre nosotros mismos, acabada la reconquista) pero aun  los pícaros y los perailes tenían una moral, un criterio que les hacía soñar en algo, que hoy no hay nada y todo nuestra vida se limita a un ir tirando sin complicaciones. Cada uno a su bola y Chacun a son gite ().

 Subían pobres de solemnidad y detrás mujerucas arrebujadas en sus mantones. Peleamos contra el sarraceno pero acabamos adquiriendo muchas de sus costumbres en realidad. Todo en la vida es circulación. Ir y venir. Subir y bajar. El eterno metisaca del nacer y morir del engendrar del parir. Arillos concéntricos de la nada. Relojes de sol y clepsidras. El Arco del Socorro, impertérrito, entendía poco de cronómetros. Tempus fugit. Pero da igual. La estancia del hombre sobre la tierra no es más que un soplo. Habían clavado una lápida en lo alto del pasadizo que decía al gran escritor humorista don Francisco de Quevedo autor del Buscón, que era de Corobias natural. Efectivamente en una de las casas del cantón tuvo el verdugo municipal su residencia y al lado vivían los corchetes y alguaciles. El padre de Pablillos tenía por oficio administrar garrote vil.

 El corregidor residía  un poco más arriba. Creo que en el mismo edificio donde una comadrona que se llamaba doña Aniana- Dios la tenga en su regazo-me sacó del vientre de la Macrina que las pasó moradas pues la criatura que alumbró pesaba seis kilos doscientos gramos y esa criatura era yo. Ahora bien, tachar de escritor humorista a don Francisco de Quevedo el poeta más serio y profundo de la lengua castellana que sólo pasó al conocimiento del pueblo por sus chistes verdes o los relativos a la coprología (pedos, privadas, eructos y otras bellaquerías que entre dos piedras feroces salió un hombre dando voces, adivina quien es, pues píntale de verde) me parece una ironía, pero acaso responda a una venganza de la historia que estuvo siendo contada y manejada por quien ha sido contada y don Francisco que acaso fuera de la misma estirpe de los manipuladores acusó a los judíos y a los venecianos de ser los grandes conspiradores contra la corona de Castilla. Eso nunca se perdona: el poner en berlina a los del pueblo elegido y menos ahora cuando su poder es omnímodo. Desgraciadamente, el autor de los Sueños está descatalogado, lo cual no es por pura casualidad o desidia, sino adrede. Claro está. Aquel letrero contra el cual disparamos algunos cantazos en nuestra furia iconoclasta y llevados de la ignorante clastomanía de la juventud (hay que destruirlo todo, no dejar títere con cabeza) lanzamos algunas pedradas y todavía está ahí la señal. Mi cantazo hizo una esquirla en un ángulo pero aún se puede leer todo el letrero. El divino zambo me recrimino desde el más allá:

- Niño, eso no se hace.

Desde entonces soy  quevedista  hasta las cachas

 La leyenda aun  le pareció a don Camilo José Cela, cuando cruzó por allí,  pensó que llamar a don Francisco humorista era una broma de mal gusto, indicio de la estulticia de nuestras fuerzas vivas. Pablillos pudo ser uno de mis compañeros de juego, aquellos niños con los pantalones con remiendo y con un tirante solo, que no gastaban calzoncillos, como todos los  chicos de mi cuadrilla. Con los que jugaban conmigo al chito, a la malla, a guardias y ladrones, al zorro pico zaina.

Juntos entrábamos en las casas deshabitadas en los hospitales de sangre abandonados donde todavía quedaban vendas y jeringuillas y sondas sobre las camillas de cuando la guerra pues había cerca de allí un dispensario que había sido hospital de sangre durante la contienda civil. De uno en uno, nos daba miedo explorar aquellos recintos por lo cual entrábamos a explorar cada una de sus dependencias en comandita. Podría haber fantasmas. Y la leyenda clavada en la Puerta del Socorro pienso al cabo de muchos años que selló mi destino. Sus letras gordas pesan aun sobre mi cabeza. Yo iba para santo. Quería ser cura y acabé en escribidor y en diacono griego que es una profesión por decir algo y que guarda cierta relación con todo lo relacionado con la picaresca.

 Naciera yo a la sombra de aquella catedral divina que se erguía sobre las casuchas de mala nota y las escalerillas donde estaban las puertas marcadas del barrio sefardita. Pienso si mis orígenes no me habrán predeterminado. ¿Habrán sido maldición o bendición?  ¿Soy predito condenado, o benedicto predestinado? ¿Cual de las dos cruces cargan mis lomos la de los caballeros de Santiago o la de san Andrés de los relajados por el santo oficio?

 ¿Trajeron suerte o fueron una desgracia semejantes premisas del que busca y se afana, reza salmos, eleva sus ojos al cielo  y siempre vuelve sobre sus pasos? Ir y venir que llaman acarrear. Girar y girar. Y venga dar vueltas. Vano empeño eso de buscar la arcadia. El paraíso y el infierno yacen en el fondo de nosotros mismos. Son estos empeños frutos de la vanidad y de la locura humana.

 Cristo sin embargo nos sonríe. Está en la historia. Aunque nos elija solo para el dolor. No para el triunfo ni para la fama o la honra- esa sabiduría me la comunicó Pablillos- porque no somos otra cosa que carne de dolor. Eso no lo entienden ni las mujeres ni algunos paisanos míos. Todos ellos no leyeron jamás el Libro del Bendito Job. Por eso se desesperan y no encontrarán jamás consolación. De esta forma me uncí a mi yugo y me resigné a mi suerte. A veces me parece que he triunfado que soy un elegido que el Santo de los Santos ha escuchado las plegarias de este pobre miserable. Por todo eso y por mucho más muchas gracias, Señor. En los terraplenes de los adarves de la muralla donde crecían hierbas ociosas, lampazos y parietarias, estaba el edificio. Le llamaban la Casa de la Troya.

Acaso este título de una novela de Pérez Lujín definiera el continente  y el contenido físico así como el carácter de sus moradores. Fue la casa del Gran Matarife. Algún escudo con los atributos heráldicos del Santo Oficio debieran de andar por allí cosa que espantaba a algunos transeúntes a los que entraba  el canguis y de repente se persignaban arreando el paso al ver la cruz de San Andrés.

 Hubo habladuría de que oyeron ruidos de cadenas y clamores de almas en pena pero no era en nuestro edificio sino en la finca colindante donde nadie vivía. Sólo algún gato pero de noche todos los gatos son pardos y algunos de estos bichos pudieran resultar gatos inquisitoriales. Hay que andar siempre con la mosca en la oreja. ¿Fantasmas a mí? No gracias.

Temo mucho más a los vivos que a los muertos pero no se puede ir contra corriente ni desbaratar las creencias del populacho. Del rey y la inquisición chitón. Así que ojo al cristo que es de plata. Paso corto y vista larga. Entonces no sabíamos lo que era eso. No había aparecido aun en nuestras carnes la llamada del sexo que todo lo desbarata ni fumábamos ni bebíamos vinos aunque nos mofásemos con los borrachos muy frecuentes por aquellos contornos y en aquella porque en Corobias había más tascas y tabernas que iglesias y oratorios- que ya es decir- ni habíamos empezado a alternar, ni a tomar café.

 Nuestros pulmones y nuestros bandullos estaban todo lo limpios que se puede estar a los cinco o seis años así como nuestros pensamientos y nuestras almas, por más que nos diga que el ser humano viene al mundo con el sello del pecado y sienta una proterva inclinación a hacer daño y a mal pensar.

 Aun  es verdad que estábamos en estado salvaje o acaso fuéramos el buen salvaje roussoniano limpio de polvo y paja. Triscábamos por la vereda, saltábamos de una peña a otra, temerarios en nuestra osadía, y despreciando el precipicio que mediaba entre ambas rocas. Jugábamos a la guerra en batallas de moros y cristianos como no podía ser menos en cualquier ciudad española. Organizábamos dreas con los chavales de San Andrés, parroquia a la que pertenecían los que vivían en la puerta ulterior del Arco. Los de la citerior éramos de San Millán. Había verdaderas guerras campales a cantazo limpio, al final de las cuales alguna ventana quedaba con los cristales hechos zarzamillo y los dueños traían al delincuente de la oreja abriéndole a su padre el libro de reclamaciones por daños y perjuicios.

-Son tres reales por el cristal que rompió tu chico.

Y el progenitor ya estaba esperándonos con el cinto. Aquella noche no había cena o mejor dicho cenábamos de la correa y de los vergajos. Pero Eros y Tanatos no habían asomado aun la oreja y de la política únicamente hablaban los mayores y de sus conversaciones colegiamos la tristeza y desolación la vida truncada y los muertos que trajo aparejados aquella contienda fratricida. Las mulas de la inquisición nos traían al fresco. Hacía muchos años que habían dejado de transitar aquellas sendas. El tizne del demonio sigue ensuciando aún almas negras. No comprendo ese afán de los españoles por cuestionar nuestra historia y entregarnos a disquisiciones que a ninguna parte buena conducen y sólo sirven para enfrentarnos los unos con los otros.

Debe de ser porque aun llevamos la ley del ojo por ojo y el diente por diente marcada a fuego en nuestros entresijos displicentes. Buena gana de elucubrar con ucronías y futurismos. Nosotros, ajenos a todo eso, jugábamos al trompo y a las canicas como si tal cosa. Aspirábamos a llegar a las estrellas siempre buscando el plano ideal el que marcara la aguja del pararrayos catedralicio allá arriba por encina de los ojos de la torre. Los días de fiesta yo veía sacristanes en camisa bolear las campanas sudando, oprimidos bajo el peso de los badajos, pero había que anunciar el magno acontecimiento de la Pascua. Abajo, en la plaza los de las charangas lanzaban voladores y don Francisco de Quevedo, los ojos cegatos, los pies zopos, pero la lengua suelta y acerada de un cofrade, subía hacia el ensolado muy fatigado el hombre. Se acababa de entrevistar con el Domine en la casa donde no se come ni se bebe. ¡Alto a la dueña!, pregonaba y luego se iba a probar el mosto nuevo con perailes, hampones y gente del bronce.

 He seguido los pasos de aquel cojo divino, genial y tabernario, yendo por el mundo un poco telumante de libros y de literatura pegando palos de ciego y harto de que me cerraran tantísimas puertas.

-A los profetas ya no os hacen caso.

-Mientras no nos ahorquen, seguiré apostrofando.

-No eres más que la voz que clama en el desierto. Cabezazos contra un muro. Mira que eres testarudo.

 

 

18

 

Por la calle pasaban algunas monjas; un panadero morisco y un cristalero que iba a componer una vidriera que había derribado uno de los pedriscos que suele haber en esta ciudad por las fiestas de San Pedro. Todos se los veía muy afanados las monjitas con los ojos bajos, y el morisco muy altanero y que no le quedaba en la boca ningún diente portaba a la cabeza una bandeja como una herrada.

 Por allí cerca estaba el obrador paredaño al convento de las claras, Don Francisco que iba ya harto de vino entró en un cuchitril socavado como una bodega en los mismos bajos del templo al lado de una ebanistería.

 La entrada de la bodega ostentaba en el dintel un laurel béquico y un letrero que ponía: “más vale aquí mojarse que enfrente ahogarse”. Y justo enfrente, acurrucado en el lecho del valle, donde estaban los pegujares y los tablares lindamente labrados por los hortelanos moriscos con sus arriates y sus caballones adosados en perfecta simetría, bajaba el Río Clamores bastante crecido de corriente salvo en agosto. Aun  lo decían el río Mierdero porque en él desaguaban las letrinas de la ciudad. Sumirse en él debiera de ser buena tortura. Don Francisco llevaba sobre  el chaleco una enorme cruz colorada.

 Era de la orden de Santiago y, aun borracho, aparecía siempre en compostura, miraba sin descomponer el gesto con un ojo cegato y el otro cetrino. El mosto nunca le hizo perder la condición de caballero. Me hubiera gustado a mí ser el escudero de aquel sublime beodo. Sus libros aun me siguen emborrachando de sabiduría, de piedad y de risa. Aspiraba a alcanzar las estrellas. Siempre buscando el plano ideal.

Mi vida se enmarcaba en el rectángulo de aquel ventanal del balcón que daba a la acera. Esa condición de niño humilde ha marcado mi camino... Anduve casi todas las sendas, hice muchas descubiertas por muchas tierras pero sobre todo exploré todos los libros y caté los mejores vinos de la tierra. In vino veritas. Sangre de Cristo. Desde lo hondo del jarro el jocundo espiritu de Pablillos, el mejor amigo que hubo en mi infancia, me hacia momos. Y no eran burlas. Eran señas. Así cogía fuerzas y cargaba con la gran luna del espejo para irla pasando a lo largo del camino. Y las campanas tan… tan… tan. Los moros las aborrecían y es una de las muchas cosas que me fastidian de su religión aparte de que no permita beber de lo mejor que da la vida ni comer jalufo el que no toquen campanas nunca en lo alto de los minaretes. La voz del almuédano nunca tendrá los timbres maravillosos del bronce, y por eso he llegado a la conclusión de que el cristianismo es la religión verdadera. Se mueve hacia un plano superior.

 Sin campanas no puede haber Dios y yo escuché muchas horas su dulce repicar. Invitan a la paz, la armonía, el civismo. Algún sacristán en mangas de camisa cuando boleaban vísperas  en lo alto de la torre se asomaba a descansar y a echar un cigarro contemplando el magnifico panorama que brinda la ciudad. Debía de ser un hombrón pero desde abajo parecía muy pequeñito. Un hombrón, sí como El Antón Perulero. Ya sabéis quién digo.

-Baja un poco el acelerador. No te entusiasmes tanto.

-La pasión siempre nos vuelve a los hombres ridículos. Ya sé muy bien lo que me quieres decir, zampabollos.

-Piensa mal y acertarás.

-Desde luego

Harto de trillar sendas y andar caminos, yo les decía aguardad que os escriba. Dadme papel y tinta. La literatura me transforma en un arcángel. Entonces, armado de la flamígera espada de la palabra, me convertía en una espíritu invencible, desalmenaba a mis enemigos, les dejaba sin argumentos y sin palabra en la boca. Había una fuerza en mí. Quizás fuera la potencia de la fe. Descarrilamientos a la carta. Fui pegando bandazos pero estos fracasos son algo exterior, y hay que fijarse en lo que va dentro no en el accidente sino en la sustancia. Mi vida osciló a péndulo entre realidades consecutivas y suposiciones metafísicas. Fui don Quijote y Sancho. Pero ser español significa estar sujeto a esa condición de metamorfosis.  Aquel fue el ventanal de mi infancia, un balcón que daba a la calle, pues vivíamos en un piso bajo. Dicen que no eres de donde naces sino de donde paces y yo pací en muchas partes pero el haber visto la luz primera a la sombra de la catedral y haber abierto los ojos a los paisajes que cercan la urbe fue algo definitivo. Como un tatuaje que queda en la piel para siempre. El recuerdo de aquellos años trae hasta mí -recuerdos de un viejo- aromas de la infancia lejana. Percibo en mezcolanza el eco de sonidos de bronce de la campana catedralicia.

 

Aquellas navidades fueron tristes cuando Juanlo se murió. Yo he nacido a la sombra de la espira de una catedral del gótico tardío, alta ebúrnea,  encalada y encalmada, mirando a las estrellas o en dialogo permanente con el añil de los cielos límpidos de Corobias. Cuando tocaban las campanas de  las vísperas  con toda aquella potencia del bronce en su sonería la tarde antes de  las grandes fiestas  todos los pájaros abandonaban helgaduras de los huecos de la muralla donde posaban sus adarajas los canteros romanos y ahora era habitáculo de golondrinas y de las perennes chovas de Corobias de un altanero y lejano piar y salían corriendo mientras se alegraban los rostros de las gentes y las conversaciones se fundían con el sonido del bronce de la campana gorda que sonaba sólo en dos ocasiones el Día de la Resurrección y el 15 de la Virgen en la solemnidad de Nuestra Señora. Sentirse cristiano parecía algo triunfal.

 Ese día al correr de los años me casé yo. Si la torre de la Dama de las Catedrales con sus flamígeros pináculos me parecía inalcanzable, las paredes de la muralla romana, junto a uno de cuyos cubos se acurrucaba la casa de vecindad donde vine al mundo me parecían poco menos que inexpugnables. Edra un vivir en la Ciudad de Dios respirando a pleno pulmón.

-Tan. Tan.tan.

El mundo se llenaba del gozo de las vísperas. Ese toque de vigilias, que siempre resultaban más excitantes que la propia fiesta, o el son más convencional y perfuntorio del anuncio de las horas canónicas los llevo metidos en los tímpanos del alma. Campanas que tocan a veces solas en la memoria. Los niños salíamos a la calle y nos subíamos a las peñas de piedra caliza. En las margas y oquedades sobre las que se alzaban los cimientos de la ciudad aparecían  fósiles y animales disecados de formas extrañas, moluscos, valvas, camarones y caracoles que recordaban que un día Corobias fue mar, precisamente allí donde se alzaba aquella hermosa y grandiosas catedral, cuyas campanas boleaban la gloria de Cristo.

Los bultos de los sacristanes que accionaban las cuerdas y los badajos desde lo profundo de la cuesta del Socorro parecían figuritas de un Belén. Unos puntitos blancos en mangas de camisa. El haber visto la luz por primera vez bajo la sombra de aquel impresionante gótico tardío creo que imprime carácter. Dejaría en mi ánimo un enervamiento, una tensión hacia la verdad y hacia la belleza que constituyen el principal legado del cristianismo.

 Para mí la religión es una búsqueda y una añoranza del paraíso. Sin esta noción estética que proyecta sobre el mundo la sombra del ideal como la de aquel cimborio que lanza su sombra a la paramía  y el valle no es posible la vida ni la esperanza. Era hermosa aquella catedral que el mundo debe al genio constructor de Gil de Hontañón. Airosa y joven. Siempre que vuelvo a mi ciudad la encuentro moza como una novia. Un mojón clavado en la llanura que inspira elevación recogida y oración. Es una espiga de piedra encaramada en una roca. Cada vez encuentro al mirarla algo desconocido. Produce endiosamiento. Se eleva bajo la advocación a la Virgen. Forja una noción protectora desde la lejanía. ¿Cuántos las habrá mirado durante cinco siglos? Anduve luchando muchos años con las sombras del mundo, añorando esa claridad que siempre tuvo la luz de Corobias, algo único. Nostálgico del manto de protección de Nuestra Señora que los rusos denominan pokrov ().

 Desde aquella ventana del numero cuatro de San Valentín yo aprendía a mirar a lo alto, a escuchar las campanas, a distinguir las señales de sus sones, qué anunciaban, qué querían decir con sus voces de bronce, y a ver como avanzaba la sombra protectora de la torre con el girar del sol sobre el horizonte como un manto guardián de la Virgen sobre Corobias. Me hubiera gustado ser menos entusiasta y enardecido pero aquella sombra y aquel manto me hicieron como soy. En la muralla había un sillar romano en el que se leía una inscripción. Iuvenalis Iuvenale, decía el epígrafe.

 Lo demás estaba borrado por la lluvia que erosionó el granito. Podía ser una piedra miliaria o acaso aquella piedra formó parte de un templo a algún Dios derruido. Nací a la vera de una estrada romana. Todos los caminos llevaban a la Ciudad Eterna. Aprendía a hablar escuchando el catalán ilerdense, que es el que más se parece al latín.

 La muralla romana fue derruida por Almanzor. En la reconstrucción de la ciudad nueva y sobre todo cuando el ensanche del siglo XIX que afectaría a Corobias sólo parcialmente  se aprovecharon todos los materiales. Aun  me intrigó aquel letrero. Corobias romana inspiró mi inclinación hacia la latinidad lo que es lo mismo que la catolicidad. Vengo de un sustrato donde universalidad quiere decir aun  altruismo y un cierto sentido caballeresco / romancesco de la existencia. Tales antecedentes me precluyen e incluyen. Mirar hacia lo alto a la catedral fue uno de mis primeros oficios de niño soñador. La dama de las catedrales. La torre ebúrnea. Había un ciprés intramuros que eclipsaba la vista en parte de la fortificación. Las tardes de primavera era un nido inmenso de todas las aves del cielo y a mano izquierda estaba el Arco del Socorro con el escudo que mandó esculpir el emperador Carlos V en la cara norte y una talla de la Virgen de las Nieves en la otra. El postigo había sido derruido en parte pero quedaron entre las ruinas los ojos oscuros de los matacanes de vigilancia y las saeteras de lo que debió de ser el cuerpo de guardia.

 

 

 

 

Yo miraba continuamente para la cuna vacía y seguía buscando a mi hermano por todos los rincones de la casa.  En la hornacha o bajo el fregadero.  La lumbre estaba puesta toda la tarde.  Hizo mucho frío aquel invierno del 47 y hubo fuertes nevadas. Pero los días fueron alargando, se hicieron más largos y fríos.  Estábamos de luto pero venían visitas y nuestra casa era un filandón de gente a dar el pésame.  Hay que sobreponerse... llegó el abuelo del pueblo con un saco de patatas y judías que mi madre vendía al estraperlo pero mi madre la Macri que sabía cómo ahorrar la peseta era mujer de buen corazón y gran parte de los víveres que cultivaba el abuelo Isacio en el huerto, en el judiar o que trillaba en la era o molía en los molinos harineros iban a parar a los necesitados de nuestra vivienda.  La puerta del sargento Soteros y la Macrina estaban abiertos y hasta hacían cola y pedían la vez en espera de  ayuda.  La cola todo hay que decirlo no era tan nutrida como en el pasillo largo y hediondo que conducía hasta la puerta de la Felisa que recibía a sus visitadores-usuarios en bata de cola.  Las vecinas se hacían lenguas de la generosidad de mi progenitora.

-Ay, señora Macrina, ¡qué buena es usted!

-Ni mucho menos, Juanita.  Tenemos que ser unos por otros. Y ya saben lo que haga falta… la mesa san Francisco donde comen cuatro come cinco.


A su lado no había pobres, aunque mi madre tenía su geniecito. Cuando rompía un vaso o tiraba la leche que traía el machacante del cuartel, me zurraba con la zapatilla.  El óbito de Juan José había supuesto un duro golpe para ella y creo que empezó a padecer de los nervios.  Yo había quedado como el rey de la casa.  Sin embargo, siempre tuve la sensación de ser aborrecido porque al poco tiempo quedó encinta y nació otro hermano el tercero que siempre sería su favorito.  Al cabo de mucho tiempo pienso que aquel trauma de no ser querido, de ser infravalorado o despreciado, ha sido un lastre psicológico en mi vida.  Y muchos de los padecimientos psíquicos e inseguridades que me han azotado tuvieron su tronco en este interregno entre la muerte de Juanlo y el alumbramiento de Zacarías cuando mi madre tuvo un grave padecimiento de tipo nervioso.  No sé.  Por otra parte tuve la sensación de que mi madre se volcaba con los de fuera y a mí me golpeaba al menor pretexto.  Yo fui uno de tantos niños maltratados de la posguerra.  En las fotos de aquella época que conservo aparezco con los ojos tristones y siempre con un libro en la mano.  Esto de los libros fue síntoma.  A los libros me aferré de por vida.

 Los clientes-usuarios de la Felisa aumentaban con el paso de los días y debió de irla bien en su negocio el más antiguo del mundo pues al poco tiempo se mudó a una casa más lujosa en la calle Gascos.  Era una mujer rubia, alta y muy simpática.  Siempre me daba caramelos puestos que el hijo del señor Soteros el militar en la Casa de la Troya era toda una autoridad y me besuqueaba pero a mí no me complacían los achuchones de la Felisa.  Llevaba los labios pintados y el aliento le olía vino que tiraba para atrás.

 Desde entonces las magdalenas me inspiraron compasión y una cierta curiosidad.  Yo no sería nunca de los que tiraran la primera piedra.  Tampoco los inquilinos de nuestro bloque, que hacían la vista gorda.  ¡Pobre mujer!  A su marido un oficial republicano lo mataron en el Ebro.  Tuvo que dedicarse al arte seguramente no por vicio sino por pura necesidad.  Tenía una hermana la Concha que iba a vender caramelos por toda Corobias.  En las ferias, en las procesiones, en el Paseo Nuevo, o en el Salón, sonaba la voz aguardentosa de aquella mujer metida en años y en carnes que vendía chuches y el pirulí de la Habana por un real.

-A raaaal... a raaal... raaal.


Era su santo y seña, y las buenas gentes de mi ciudad compadecidas se rascaban el bolsillo e iban a comprar a la Concha un cucurucho de pipas o el pirulí de la Habana que ni pierdes ni ganas, helados de limón y menta que el que no los compra revienta… hay vainilla y  fresa que te la pone tiesa, etc.  La percepción que tengo de aquel entonces era un vivir como hermanos.  No había pasado más de un lustro de finalizar la contienda y allí no se hacían distinciones entre republicanos y nacionales.  Se hablaba de paz, de lumbre de hogar,  de justicia social y de trabajo.  Pero las marcas de aquella guerra terrible quedaron tal vez impresas en el interior de las almas.  La señora Segunda que me daba cacahuetes por ejemplo.  La recuerdo, jorobada y pequeñita, subida sobre un tuero del fregadero de su cocina que daba al patio con pozo de brocal y vistas al Pinarillo.

Les habían matado al marido en la guerra y a un hijo.  Vivían de lo que sacaba Gabriel el Cojo que vendía pipas y cigarrillos en la estación.  Todos los días se le sentía bajar al paralítico por la escalera a rastras.  Se protegía las manos con una especie de almohazas para no herirse y con rodilleras y subía a su triciclo con un pedal de mano y con sus cestas pedaleaban los dos kilómetros que distaban entre el barrio de la estación y el Arco del Socorro.  Era el único que miraba a los militares con cierta prevención.  Sin embargo, se le quería mucho, pese a sus ideas avanzadas y  por ser hijo de la señora Segunda, una santa, él decía.

-Lo pasado, pasado, Gabriel, hay que echar todo eso en el olvido.

-Ya.  Pero es muy difícil renunciar a las ideas, mi sargento.- le decía a mi padre


Sin saber qué responder, mi padre le ofrecía la petaca y fumaban amigablemente el soldado de Franco y el mutilado republicano.  Gabriel vendía pipas en el andén y cuando regresaba a casa escribía poemas.  Yo tengo sus manuscritos que desgraciadamente no vieron la luz.  Por aquella escalera bajaba  Taito que era aprendiz de albañil y la Tía Carnerita gorda como una tinaja y la voz ronca de aguardiente dejando un rastro de olor.  Uno de sus hijos era ciego y vendía los veinte iguales para hoy y una hija la Carmen había tenido un hijo de soltera, Constantino, Tinín, que era de mi edad.  Lo había engendrado un italiano del que nunca más se supo pero la Serafina la hija mayor de la Carnerita cuidaba de todos ellos.  Fregaba suelos, se levantaba a las cinco de la mañana para ir a asistir y por el verano vendía helados en un puesto que tenía en el Azoguejo.

 Estaba cargada de hijos y tenía a su marido en la cárcel. Iba a verlo al penal de Cuellar algunos jueves en los coches de línea de Galo Álvarez.  Tengo que decir que mi padre que estuvo destacado en la guardia de soldados que vigilaba el castillo le llevaba algún paquete de comida y lo recomendó al coronel Tomé para que saliera en libertad alegando motivos de buena conducta y además el Iglesias el marido de Serafina carecía de delitos de sangre.  Este hombre llegó a ser en Corobias muy popular pues era buen recitador y en muchos salones de actos se le invitaba como rapsoda.  Su tour de force era el Piyayo de Gabriel y Galán.

Aquella ventana de mi infancia oreaba y oteaba horizontes de melancolía pero nunca el odio que ha aparecido casi setenta años después, a menos que ese rencor estuviera soterrado o haya saltado a la palestra de forma interesada a instancias de esas fuerzas oscuras que tienen una trayectoria invisible pera tan malignas como frecuentes en nuestra historia. Esas fuerzas son las que envenenan la convivencia entre españoles.


Otro de los personajes que zumban  en mi memoria bajando por la escalera de la casa de San Valentín era un guardia civil padre de otro amigo al que aludiré después puesto que el señor Juan, muy serio que llevaba metido el espíritu del cuerpo de Duque de Ahumada en  los correajes; el cual, al pasar a la reserva y a destino civil, fue contratado como portero del seminario de Corobias.  Le recuerdo siempre serio inmerso en un gran mutismo introducido en su tronera.  En toda la tarde se leía de arriba abajo el Avanzado de Corobias.  Aquella  sequedad suya, aquélla seriedad, escondían un buen corazón  pero aun  un entendimiento cargado de experiencias pesimistas sobre la inclinación al mal de la naturaleza humana que él había vivido a través de su oficio de policía en años muy duros.  Era un hombre enorme, alto, bien parecido con unas anchas hombreras, el perfil de sus pobladas cejas evidenciaba severidad.  Descendía por las escaleras lentamente con el máuser en bandolera la capa y el tricornio.  Infundía un poco de respeto aquel honrado número de la Benemérita pero daba la impresión de estar amargado por cuestiones que ya he detallado en otro capitulo de esta historia de mi vida. La pérdida del primogénito en un estúpido accidente y la homosexualidad de Antojito.

  A la puerta, le esperaba el otro número con que hacía la mayor parte de los servicios y salían, máuser y escarcela al hombro, de correría.  Se llamaba Belinchón.  Pese a su apellido en aumentativo el guardia Belinchón era pequeñito vivaracho y locuaz.

 Ambos números de la Benemérita formaban un contrapunto.  Parecían la ele y la i pero eran lo que se dice una auténtica pareja de la Guardia Civil, circulando por los caminos de España.  Acostumbrados a ver mucho y a pasar fatigas y sinsabores.  Paso corto vista larga y ojo al cristo que es de plata como se suele decir. Juan el guardia mi vecino era de rango inferior a Belinchón que lucía una galón rojo en forma de ángulo por lo que antes de iniciar el servicio tenía que cuadrarse y darle la novedad como subalterno.

-Sordenes.  Sin novedad, mi cabo.

-Pues adelante con los faroles.

Y La L y la I transfigurados en pareja de la GC desparecían por el postigo del Socorro.  Pero antes una paradita en la tienda del Tío Juvenal que solía invitarles a café de puchero y una copa de coñac.  Se agradecía el brandy pero se rehusaba.  La Benemérita no prueba el alcohol cuando está de servicio.  Se les respetaba y acaso se les quería, pero, aun  más, se les temía.  

El guardia Juan le contaba una vez a papá, en una de las pocas ocasiones en que éste rompió su reserva y su mutismo acerca de la naturaleza de sus servicios y las misiones que les encomendaban, que el peor servicio para ellos no era la lucha contra el maquis.  Era la cuerda de presos.  Alguna vez mirando atrás en su hoja de servicio fue cuando tuvo que conducir desde Puerto de Santa María hasta Chinchilla a tres penados que iban a ser reos de muerte.

-Soteros, eso sí que es duro.  Se te parte el corazón.  Nunca te acostumbras- le decía.


Por eso aquella tristeza en el rostro del guardia Juan.  La guerra le pilló en Madrid.  Un guardia civil tiene que ser siempre leal a su gobierno.  Luego, cuando vio aquel desbarajuste, se pasaría a los nacionales.  Sus ojos estaban cansados de tanto testimonio de tristeza, de tanto ir y venir en interminables retenes por los caminos. ¡Cuantos secretos encerrados en el macuto de un guardia civil!  Luego regañaba mucho con su mujer por causa del Antojito al que nunca consiguió meter en vereda como declararé después.


 

 

Fin del libro primero

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LIBRO SEGUNDO

 

 

 

LA GIROLA

 

 

 

19


De oscurecida pasaban los grandes rebaños de la Mesta.  Mil. Diez mil ovejas.  Creo que hasta cien mil cabezas pasaron por el portón camino del fielato para el pesaje y la alcabala.  Detrás venía el morueco o carnero padre con un cencerro.  A los flancos, guardando la línea, excelentes guardianes de la majada, los mastines, algunos de ellos de una alzada pareja a la de un buche que obedecían las órdenes de los rabadanes, todos con boina, calzados con albarcas y con piales y zaragüelles.  Parecían soldados, que la Mesta siempre estuvo algo militarizada. Por las noches se sentía ladrar a lo lejos de aquellos perros. Era  el llatir bronco y profundo de  los enormes mastines vigilantes de la majada que desafiaban no sólo al lobo con sus carlancas sino también  a la luna.  

Contemplaba yo aquel tránsito impresionante de cabezas de ganado, un mar de ovejas. Siempre había sido así.  Desde la edad media hacían vereda delante de aquella casa e iban a pernoctar al Pinarillo, cerca del cementerio judío, donde estaba el osario de sefarditas.  En plena cañada real.  Costumbre establecida desde las merindades les obligaba a los rebañiegos a aquella servidumbre de paso. Aquel olor aquel tamo que los animalitos levantaban al cruzar la puerta del Socorro de la vieja ciudad amurallada me impregnó del sentir de la historia de mi país.  Un pueblo bronco y mágico y comunero que siempre tuvo muy arraigado el sentimiento de la libertad.  Entraban por la de San Cebrián e iban a dar al puente de Santo Spiritus que cruzaba el Clamores.  La vida seguía y poco a poco dejé de pensar en mi hermanito muerto aunque de tarde en tarde cuando me traían de en cá la señora Antonia la catalana miraba para la cuna suya recién hecha.  Sobre el dosel lloraba un angelito triste pero las sabanas estaban limpias y las almohadas como esperándole.  Al final de aquellas navidades, los Reyes me trajeron un caballito de cartón.  Era así de grande, tan grande, como los mastines de los pastores trashumantes.  Era muy bonito, de color gris, los ojos saltones, una silla roja y andaba sobre ruedas.  Tacatá tacatá.  Con el juego venía una fusta.  Es lo que me hizo más ilusión.  Me pasé dos días cabalgando y no quería bajar del carretón ni a tiros.  Mi alazán tordo gris cabalgaba todos los horizontes.  Los Reyes vinieron ricos.  Aun  me trajeron un camión de bomberos que arrastraría yo por la acera al pie de la muralla.  La hija de la Carla que era mi amiga me acompañaba en aquellas veladas de ilusión.  A ella la habían echado una cocinita y una muñeca con la que jugamos a los papás y a los médicos.  Pero la hija de la señora Carla no me gustaba.  La que verdaderamente me gustaba era otra: era la hija del subteniente Casado compañero de mi padre.  Vivían detrás de la Plaza Mayor cerca del obispado y según la costumbre en aquellos años las familias se solían hacer visitas los domingos y fiestas de guardar.  El visiteo a medida que fue subiendo el nivel de vida y fuimos siendo más ricos fue sustituido por el chateo: recorrer diferentes bares de tapas más vulgarmente conocido como alternar.  En la posguerra no daba para tales dispendios de salir a tomar algo.  Ese algo se tomaba en casa.  Siempre con algo más de fundamento.  Se llamaba Merceditas la hija del subteniente y creo que fue mi primera novia, mi amor precoz.  Cuando llegaban las visitas a nosotros nos gustaba meternos debajo de las faldas de mesa camilla y nos contábamos cositas.  Hacíamos lo que veíamos hacer a los mayores y nos hablábamos sentados en el hueco del brasero.

 Luego,  venían los  Trompetero que tenían un hijo que se llamaba Cipri y era de mi edad.  Él me enseñó a jugar al guá. Tenía mi amigo Cipri bastante pulso y paciencia lo que le convertía en un buen camarada para jugar al guá.  Tenía mucho tino con las canicas que llevaba en una bolsa prendida a la cintura, algunas de ellas de mármol. Cipri aun  sabía silbar muy bien entre dientes.

 Me enseñó pero ese silbo maravilloso que hacía él nunca lo pude copiar.  Yo decía cositas a la Merche en nuestro escondite de la mesa camilla mientras los mayores hablaban de sus cuestiones, o jugaba a las bolas con Cipri o a los carreristas.

 Los corchos de la cruz blanca eran aprovechados como almas de carrera pues dentro metíamos un cromo de nuestro ciclista preferido que solía ser Berrendero o Trueba el ganador de la Vuelta a España torneábamos un cristal a molde del agujero del corcho y luego se  pegaba con jabón y ya estaba listo para dispararlo por una carretera de arena hecha removiendo la tierra con las dos manos en horizontal y hacíamos puertos de montaña y todos con sus correspondientes bajadas temerarias y sus curvas.  El que, golpeando al carrerista con un golpe del dedo índice y pulgar llegaba con su cromo a la meta el primero, ése ganaba.  El que se salía de la pista quedaba descalificado.

 Así eran los primeros juegos de infancia en la solana de la Puerta del Socorro.  Veía pasar la vida desde mi ventana balcón en el piso bajo pero exterior del número 4 de San Valentín.  Sólo tenía un dormitorio el comedor y una cocina con los techos muy altos, pegada a la escalera con una leñera tenebrosa donde yo pensé que habían encerrado durante mucho tiempo a mi hermanito.  La ventana daba a la muralla.

 El primer paisaje que vieron mis ojos fue aquel muro de sillares romanos que arrancaban justamente de la espalda de los peñascos de calizas sobre los cuales se eleva la ciudad.  Los grajos y los vencejos anidaban en las socarrenas o hendiduras que dejaban los andamios.  Las tardes de primavera eran una fiesta de alas negras recortadas de golondrinas en vuelo versátil y exhibicionista alegrando con sus trinos la atardecida.

 Si alzaba la vista contemplaba el capitel augusto de la Dama de las Catedrales  como una saeta volando disparada al firmamento. Todo era verticalidad e imperial arquitectura.

El lugar parecía comunicarte una fuerza interior y un grito de llamada: citius, altius fortius. Os quiero a todos escaladores atletas del Señor. Esa fuerza de la mirada hacia las cosas latía dentro del fanal de un ojo oculto. Era como el grito de una fe ancestral. Aquel edificio del gótico tardío fue la sede de mis primeras vivencias. De la mano de mi padre subíamos a misa por las viejas callejuelas de la judería, casas humildes, que parecían acurrucarse buscando el amparo de aquella torre mágica. Los domingos a las once había misa cantada. Tarareaban Tercia los canónigos detrás de la reja del coro de impresionante labra  a luces apagadas, aunque por las vidrieras penetraba las tardes de sol un haz de rayos de sol jugando a todos los colores, que, junto con el olor a incienso y el eco de la salmodia, impregnaba la atmósfera de misticismo.

 Por los vitrales policromos de las grandes ventanas encaramadas penetraba una luz lechosa y sobre el gran facistol donde yacían los vetustos y desencuadernados becerros, antifonarios y libros tonales o entonatorios, antes de la misa cantada, el ángel de los salmos pasaba revista.

 Me impresionaron de siempre y con algo de ellos mi alma quedaría marcada para siempre por aquellos librotes, de una estructura poderosa y de gran solidez. Abrid señor mis labios. Dios de Israel seas mi baluarte contra quienes me persiguen. Y los herrajes de cierre y las letras gordas pautando melismas gregorianos me parecieron los guardias celadores de arcanos insondables. Allí se reclinaban las claves de una música olvidada. El precentor se acercaba con paso leve y cantaba una antífona. Respondía el coro con desgana pero haciendo valer en medio del cansancio la virilidad  de sus voces que habrían atronado bajo las bóvedas con la fuerza de los siglos.

En medio de la monotonía de la historia las oraciones sonaban igual hoy que hace seis siglos. De tanto pasar página los extremos de los cantorales llevaban la marca de los dedos que tocaron sus páginas sagradas. Por eso suele decirse que estoy más sobado que la página de un libro de misa o un Te igitur.

 Sentados en sus reclinatorios o apoyados sobre las misericordias de fina labra aquellos religiosos de capas negras y blancos sobrepellices cumplían la rúbrica y el decoro. Eran los claustrales. Los preclaros varones del cabildo de las Damas de las Catedrales y eso ya es un título.

 Una inasistencia no justificada a coro- buena norma para combatir el secular absentismo- se pagaba con una multa de tres pesetas. Siete veces al día sonaban los acordes del Oficio. La impronta de los dedos sobre un ángulo de la página hacía que pensar  en los hombres, generaciones enteras, una masa de índices y de pulgares anónimos, que habían cantado las Horas desde el siglo XII.

 La familiaridad con el trato divino les había convertido en seres escépticos y despondentes. Ellos rezaban y clamaban la intercesión divina por el mundo pero nada cambiaba. Todo seguía lo mismo.

 Los hombres y las mujeres seguían como siempre. Cantando, sin embargo, era una forma que tenían de arremeter contra las embestidas de la Bestia que acosaba a una humanidad en aflicción: guerras, hambrunas, discordias, muerte, enfermedad, fracasos. Tus alabanzas salgan de mi boca, Señor siete veces al día. Te alabaré desde la aurora hasta el ocaso. ¿Y tú, Dios mío, qué me das? Una protección dispensas pero yo no la veo. No estoy seguro. Mira mis pasos vacilantes, mira cómo se ríen de mí mis enemigos. Abre, señor, mis labios pero abre mis ojos aún más.

El órgano prorrumpía en sones mayestáticos al final del oficio. En lo alto de la cúpula un serafín se columpiaba. Eran las melodías y los cantos de siempre. Los canónigos en sus sitiales dormitaban la siesta o hacían que respondían, las barrigas protuberantes. Se notaba que a algunos la castidad les había convertido en orondos apacibles curas de manga ancha y tolerantes en el tribunal de la penitencia. La fe católica es, desde luego, amor platónico, algo de cansancio, y mucha retórica. Allí estaba don Severino Valencia el deán del cabildo que hacía buenas migas con el arcipreste de San Ildefonso y el magistral al que llamaban el Padre Bodigos y los tres se iban a comer al Bernardino o se iban a merendar al Terminillo que era una finca del obispo. Tiempo de holganza tiempo de pitanza, y alguna que otra cuchipanda para hacer más llevadera la vida del cabildo. O llevar una vida de canónigo, según se suele decir.

 Ciertamente yo nací en una ciudad levítica donde la oración vocal estuvo muy arraigada. Hubo siempre que guardar las apariencias. A los ocho años entre en la escolanía que dirigía un beneficiado rico y usurero al que llamaban Josué del Morral. Fui seise y aprendí a beberme el vino de las vinajeras. Me gustaba cantar y tocar la campanilla y me veía en los espejos de la cornucopia más guapo que un san Luis con la sotanilla roja de obispillo que utilizaban los acólitos catedralicios desde tiempo inmemorial. Asistía a clases de catecismo y aprendía a apagar las velas a los cristos, recibía los cachetes y pellizcos del beneficiado maestro de capilla, si en algún kyrie desafinaba, o tenía la palmatoria del revés, tocaba la campanilla a deshora, o pasaba la bandeja descuidadamente. A mí lo que más me gustaba de aquel oficio de monago después de ayudar a misa era columpiarme en las enormes cortinas del cancel. La oración mental y los pésames señor de algunos meditabundos nunca los entendían del todo y por eso mismo nunca fueron santo de mi devoción los heresiarcas protestantes ni comprendo a los místicos que se saltan los ritos a la torera, creyendo en un dios personal. Yo, más bien, ceo en el Dios total. Vivíamos un tiempo pluscuamperfecto que creíamos perfecto, puesto que ya llegarían las imperfecciones y con esta llegada la alegría feneció a mí que no me vengan con historias. Ahí me las den todas.

 No eran Ángeles sino diablos los que pasaban pagina a los tremendos librotes del facistol cuando cantaban el oficio los canónigos cansinos. La vida les había enseñado que para obtener la canonjía, lucrar una prestamera y acceder a un puesto catedralicio vía oposición con el reloj de arena el tribunal de siete presidentes y la tesis en latín caigan misas y vengan ollas mientras se derramaba la  mínimas partículas de arenisca por el canuto de la clepsidra había que saber nadar y guardar la ropa y hacerse un nudo en el pito. La supresión de la  liturgia del antiguo rito ha empeorado las cosas.  Si la dejas un mes, ella te deja un año, y luego quieta toda la vida, se quejaba don Gumersindo, el preboste, al que en más de una ocasión le vieron tomar el tren vestido de paisano y sin hábitos camino de Madrid donde frecuentaba a una querida. Aquellos tremendos libracos anunciaban las libertades. No tenéis escapatoria. Guttemberg estaba a punto de morir y le sucedería en el trono Macluhan y al poco lo sucedería Billy Gates, que ese sí que era importante.

 A la sombra de aquella torre de la catedral y más tarde de la Aceitera viví el último tranco de la edad media. Yo le tenía la vela al maestro de ceremonias y aprendí a distinguir los colores de la rubrica y la letra menuda de la epacta hasta saberme de memoria el ultimo evangelio de tanto escucharle ayudando al celebrante a tener una de las sacras. La iglesia  era meticulosa y ordenancista y había oraciones que se decían en una época del año sí y otras no. Entendí ese misterio de la combinación de colores de las casullas. Tiempo ordinario, tiempo de pasión, de Pentecostés, adviento, cuaresma y resurrección.  El carrusel litúrgico se mueve a compás de las estaciones. Una veces tenía una vela pero otras veces lo que tenía en la mano era el cirio bajo los ojos vigilantes y algo vinosos del maestro de ceremonias. Otras veces llevaba el portapaz a las autoridades dándoles a besar aquella imagen sagrada para que las gentes se reconciliaran pero las gentes no se reconciliaban nunca. A algunos curas los encontraba ridículos en aquellas casullas de guitarras que se utilizaban antaño. Mucho mejor la capa pluvial que es más augusta y sacerdotal sobre todo si tiene fimbrias y un colgante como si fuera una vieja capucha. Los hombres no cambiaban ni los curas se reconciliaban, hablaban mal unos de otros, o le criticaban al obispo por detrás. Una catedral es como un pueblo chico infierno grande debido a las miserias humanas.

Eran temibles los banderizos capitulares. A pesar de todo, yo pensaba que no podía haber vida después de las letanías de San Marcos del canto coral y de la recitación monódica de la “passio” cada Viernes Santo. Los árboles no nos dejan ver el bosque a los que soñamos en la parusía. Siento tedio y melancolía al recordarlo. Es el tedio de haber llevado tantas cruces, portado tantos viáticos, y rezado infinidad de rosarios. Desde niño la muerte tampoco  me asusta. Ayudé a muchos a bien morir- si es que semejante acto puede hacerse bien alguna vez-. Fui monago del arcipreste don Aquilino el que por Valtiendas para que me entiendas se comió la mejor hogaza encentó, conoció en el sentido bíblico a  la más guapa moza y se bebió el mejor vino el que llamaban pisapies, adobado el jarro con un luquete de limón. De hoy en un año. A tu salud, hijo. ¿No me da un poco, padre Aquilino? Cuando seas padre, comerás a la mesa, en mi mente siempre la presencia como una mala sombra del ciego de Alba de Tormes.

 Tuve que aprender a ser lazarillo. A la fuerza ahorcan. Y acompañaba los domingos al cura de Tejares en bicicleta. Le servía un ama que llamaban la Tía Abilia que le volvió loco al pobre cura y acabó en el manicomio de Quitapesares. Sin embargo al de Remondo, anda demonio, le tocó la lotería pero no lo dijo y cuando murió encontraron sus sobrinos medio millón de pesetas dentro de un botijo que no usaba nunca los veranos en el desván. Soy feudatario de todas estas letrillas y consideraciones y costumbres del ser y no ser eclesiástico. Me bebía el cono de las vinajeras y de ahí arrancan mis inclinaciones alcohólicas que tantos duelos y quebrantos causaron en mi vida. Sin embargo ¿qué? Estoy aun aquí, todavía vivo arrastrando mi carretilla a remolque de unas cosas y otras. La sombra de la catedral y la presencia de la sinagoga pues, cruzando la Hontanilla, estaba el osario creo que explica los acontecimientos posteriores de mi devenir y algo de mi manera de ser aunque nadie tenga la última palabra después de lo escrito. No me considero antisemita como abajo aclararé pero todo el que se sienta enemigo de España me tendrá siempre con las armas en la mano luchando contra él.

 Sin embargo yo no tengo otra torre de asalto, otro carro de combate como no sea mi pobre pluma. Nací cerca de donde el padre de Pablillos, verdugo oficial, despachaba cabe la Puerta del Socorro, ínclito personaje nacido de la pluma del genio de la literatura española, don Francisco de Quevedo, acaso otro judío encubierto, el único novelista y poeta que hablaba y escribía con soltura el hebreo, y desde la ventana de la casa donde transcurrió  mi infancia se veían las escalerillas de San Roque donde empezaba la judería vieja y por el otro lado del hontanar del Clamores donde los hortelanos moriscos (berros, lechugas, rábanos algún cohombro, vergel primoroso) cultivaban unos tablares de tierra negra ubérrima que parecían manteles a mesa puesta y al otro lado, asomado a la hoz del cañón que va haciendo este río a trechos subterráneos hasta ir a besar las aguas del Eresma, estaba el osario.

 El osario era el cementerio judío de las cuevas del Pinarillo. Enterramientos bíblicos, verdaderas mastabas horadadas sobre la roca viva sin ningún adorno ni siquiera una inscripción. De chico, recorríamos aquellos aledaños, y vi  yo una tarde a un hombre todo vestido de negro con una barba muy larga, una dulleta talar, tocada la cabeza de un sombrero como de cura protestante, que  estaba muy tieso ante aquel agujero,  haciendo muchas inclinaciones y reverencias, oraba como con prisas sin las edulcoraciones, transportes y  arrobamientos a los que la piedad católica nos tiene acostumbrados. La liturgia mosaica carece de los adornos de la católica y nada se diga de la griega. Es un rito como para andar por casa (no frills), pero muy humano y ancestral a su vez.

 Parecía rezar de una forma ostentosa, casi con furor, moviendo el tronco y la cabeza hacia detrás y hacia delante, según la sinagoga. El hombre orante era un sacerdote judío que elevaba plegaria por los muertos en aquel campo santo.  Parecía tener mucha prisa por acabar y rubricar su trámite. Yo por entonces no sabía lo que era un rabino ni tampoco un kadish o responso pues para un niño la muerte y la política y los discutinios de religión son perplejidades que le traen al pairo y no me entraban en la mollera todavía las diferencias de creencias, máxime cuando todos adoramos a un mismo Dios pero se me quedó grabado para siempre el aire como eterno del hombre de las largas barbas y la dulleta negra. Podía ser un cura perfectamente. Mi abuelo me enseñó a besar el pan cuando éste se caía de la mesa, costumbre israelita por lo visto. He visto muchos que al morir volvían la cara hacia la pared buscando el oriente (otro atisbo) y aunque nos guste el jamón y la carne del cerdo en adobo a muchos españoles, no aguantamos el jalufo sin sazonar. A mí personalmente el tostón de mi tierra me repugna pues soy comensal del cordero asado y, la tarde en que mi tía Veneranda amortajó a mi pobre abuelo Isacio, le ató al difunto las manos con los pies, mediante un cordón con siete nudos, y colocó dos monedas sobre los ojos y una perra gorda (sería para pagar al Barquero Queronte) en el paladar, tuve una noción de hacia donde mirábamos y de donde provenían nuestras creencias. De Jerusalén proceden y hacia Jerusalén caminan nuestros pasos

  Ésta es una tradición funeraria que nos viene de la tradición sefardí. Los españoles solemos tener la mirada viva, el gesto despierto la nariz afilada y el cráneo dolicocéfalo de los semitas, pues en la antigüedad todas nuestras sangres se fundieron. Los enterraban de pie cubiertos con un sudario mirando todos para Ciudad Santa. Mi hija cuando estuvo en Ámsterdam a la que llaman la Jerusalén del Norte me dijo que había conocido a un señor que era clavadito a mí. “No sé lo que haría la abuelita por aquellas tierras holandesas pero era idéntico a ti, papá, tu doble”. Era un judío. Cuando veo a esos apuestos soldados israelíes trocados del taled y las filacterias rezando sobre los relejes del tanque y haciendo muchas inclinaciones antes de entrar en combate, pienso que puede ser  alguno de mis hijos; su rostro me resulta familiar, y siento a la vez compasión y rabia. ¿No es Jerusalén la ciudad de la paz y los jerusolemitas tienen siempre a flor de labios la palabra shalom? Pues entonces mienten más que hablan. Ya sabemos que ningún judío puede derramar sangre ni tocar a un muerto sin contaminarse. ¿Entonces? Cosas de la política que nada tiene que ver con la santidad del Santo de los Santos. Yo amo a Israel. Y a su pueblo. Ningún judío que llegue a mi puerta quedará sin cobijo y un poco de pan. Pero me parece horrenda la carnicería que han preparado  en Gaza. Quizás estaban  por orden del Pentágono, probando material y nuevas tecnologías estratégicas. Yo nací al lado de un cementerio judío, uno de los osarios de España más viejos. Tapaban la cueva con una especie de muela de molino y se iban. Si a la sepultura llegaba un visitante nunca traía flores ni crisantemos. Traía un guijarro y lo colocaba en aquella sepultura sin cruces. Duelo profundo y a palo seco pero duelo plañidero sabiendo que la muerte cercena nuestro orgullo. Los osarios hebreos siempre trajeron a mi mente el Libro de Job. Somos carne de dolor y no hay tu tía. Corobias es una ciudad judía. En ella se amalgamaron los tres credos. Los moros habitaban el barrio de san Lorenzo. Los cristianos moraban  aun  extramuros por san Millán  y trabajaban las tenerías de Santiespiritus. La aljama se situaba al pie de la catedral intramuros- siempre fueron muy protegidos por la realeza y la propia Iglesia- y dominaban los mercaderes con la estrella de David en la solapa  las contadurías y juros de los ricos. Eran los escribanos los médicos los albéitares, que ejercían las profesiones liberales, y siempre tuvieron una excelente relación con los canónigos del cabildo.Puede decirse que las pingues rentas eclesiásticas estaban en sus manos. Siguiendo hacia la otra parte de la muralla desde la iglesia de san Miguel hasta san Quirce,  era zona de las familias asturleonesas y vascongadas, los godos legítimos, que habían bajado desde la montaña a medida que se fue expandiendo la reconquista. Estos sí. Eran los godos.

 Pero hubo un trasiego de sangre y una mezcolanza constante de las estirpes hasta el punto que bien puede decirse que Corobias una ciudad que recuerda a Jerusalén más que ninguna de las otras ciudades españolas es la fusión de las tres culturas con una diferencia sobre Burgos o Toledo que aquí se protegió a las alhamas. Los judíos y sus bienes eran realengos y pertenecían a la corona. A partir del siglo XIII tras las predicaciones de los dominicos y la conversión del rabino mayor de Burgos, Pablo de Santa María, cundió entre los judíos corobinos y aun  entre los musulmanes la noción de que la única religión verdadera era la de Jesús y una gran parte de la población de ambas etnias y sin coacciones se bautiza en masa a la sombra de las dos grandes familias hebreas corobinas: los Coronel y los Dávila.

En este singular fenómeno parece que tuvo que ver un hecho probado históricamente como milagroso cual fue la profanación de una hostia en un caldero por el sacristán de san Facundo y sus compinches, tronco de la tradición tan popular y tan querida en Corobias como es la Catorcena.

 Los médicos los capellanes y los banqueros de Isabel la Católica eran todos del pueblo elegido. El propio Torquemada que fue prior de Santo Domingo, donde yo visitaba con mis padres al capellán don Genaro que vivía con su ama la Jesusa en el Hospicio, judaizó en algún tiempo y luego se convirtió de modo furibundo pues el pueblo de Israel no conoce los términos medios. Dios nos libre de la furia del converso. El propio Fernando de Aragón era un Henríquez por parte materna. El cardenal de España, don Pedro de Mendoza, marrano legítimo que cuando presentaba a sus pajes, hermosos mancebos, a la Reina Católica, ésta decía: “Ya veo aquí los bellos pecados del cardenal”. Aquellos mozos eran sus hijos mánceres o fornecinos () nacidos fuera del tálamo conyugal que él no podía tener el señor cardenal por ser obispo. Queda por dirimir el misterioso edicto de 1492 del que no subsiste otro testimonio que el del Cura de los Palacios. Los que se fueron al exilio fueron muchos menos que los que se quedaron. Pero metieron mucho ruido y ese es uno de los enigmas desde el cual se dilata la concepción de nuestra leyenda negra. Fue una medida política que perseguía la unidad nacional, muy difícil sin la unidad religiosa. Sin embargo creo que Teodoro Herzl, el fundador del Estado de Israel para la construcción del Gran Israel del Eretz Israel estudió la vida y los hechos de Fernando de Aragón. Actualmente el gobierno de Tel Aviv está acometiendo, o mediante la compra de tierras o por las bravas, la judaización de la Ciudad Santa, tratando de desalojar a los ortodoxos griegos y rusos, haciéndoles la vida imposible a nuestros franciscanos custodios de los Santos Lugares desde Felipe II, y manteniendo a raya a los fieles de la mezquita de Omar. Lo tienen difícil como demuestran los sangrientos sucesos de los últimos días de 2008. Sin embargo para Dios no hay imposibles. Él permita que las tres religiones puedan orar cerca de la tumba del padre de los creyentes y vivir en paz y armonía judíos musulmanes y cristianos. Shalom y que paren las bombas. Conteneos. Es lo que desea al pueblo de Israel este pobre periodista de Corobias libertaria y comunera, como ven no me crecen pelos en la lengua, shalom. Sefarad. Shalom. Las navidades son tristes y trágicas por las razones saturninas que ya he apuntando. Tiempo de furor y ocurría lo mismo hace más de cincuenta años pues por estos días me llega el recuerdo de mi hermanito al que dimos tierra por Nochebuena.

 

20

 

Se llamaba Juan José y era el que me seguía.  Antes venía Henar la mayor. Dios aun  se la llevó.  Angelitos al cielo.  Por aquellos días de posguerra no paraba de sonar en los campanarios el cimbel del oficio del párvulo.  El entierrillo.  La lúgubre música de bronce del campanil se perdía por el horizonte. Eran entierros blancos.  Sólo se había muerto un niño.  Los sacerdotes oficiaban todo de blanco.  El luto por los infantes era diferente, pero en aquellos decesos la muerte de guante blanco mostraba sus garras, no menos contundente y cruel. Vidas que se cortan nada más nacer.  El filo de la guadaña tétrica que yugula un hilo en ciernes.  Nunca comprenderé el dolor de los inocentes.  Parece ser, sin embargo, que en la vida moderna tiene un papel relevante Herodes y todos los días es 28 de diciembre.  Suena a clamor la campana.  La espada de sus soldados entra a degüello contra los que tuvieron la culpa y acaso por eso porque sus vidas no presentan mancilla son sacrificados.  Esto es algo más que un mito.  Toda una realidad de la existencia humana. En la tradición eclesiástica visigótica era la más pequeña de la torre en los campanarios españoles y recibe el nombre de cimbalillo, y los rusos la denominan la kolokolcha (campanita). Por aquellos días de hambre y de muchas enfermedades, cuando no había sido descubierta la penicilina un simple catarro, una diarrea, llevaba para el otro mundo seres que aún no habían empezado a vivir. La muerte de Juanlo, al que amortajaron no con una cruz sino con un angelote entre los dedos,  fue el precedente de unas navidades tristes, traumáticas.  Señor ¿Por qué? ¿Por qué?


  Es una duda escabrosa que acecha al depósito de la fe pero estas dudas se resuelven con el principio de que la naturaleza es pródiga y selectiva.  De millones de óvulos sólo uno fecunda.  De miles de flores del manzano únicamente unas pocas se colman.  De las semillas que lanza el sembrador sobre el surco sólo germinan un 80 por ciento.  De los cigoñinos en el nido de la torre que suelen ser dos uno sobrevive y es su hermano más fuerte el que lo arroja al vacío.  La naturaleza elige a los más fuertes y a los que más luchan. Principio de selección biológica.  Inexorables leyes terribles de la naturaleza y violencia desde el principio que me hacen arrodillarme a los pies del Crucifijo y preguntarle:

-Señor ¿por qué?  Tú no puede ser el asesino.  Eres el dador de vida. Sin embargo, una visita al oncológico infantil de cualquier hospital o un repaso a los miles de negritos que mueren desnutridos en el África es para qué los hombres de buena fe nos hagamos la pregunta de qué pecado habrán cometido.

¿No es Dios la bondad y la potencia infinita?

No hay respuesta, desde luego.  Es el silencio de Dios.  Su rostro se oculta. Ese silencio divino alienta un misterio teológico que ha afligido a muchos santos y esa cuestión pertenece al arcano de sus inescrutables designios.  Cuando llegan las nochebuenas  yo me pongo triste y pienso en mi hermanito.

  Fue por las fiestas de la patrona.  Vino mi padre del cuartel. Trajo con el machacante un saco de chuscos para todos los que vivían en aquella finca de alquilados: los Carneritos, Gabriel el Cojo el de la Segunda, la señora Antonia Sabaté la de Lérida que vino refugiada a Corobias - vinieron en una camioneta de Intendencia tras la batalla del Ebro contando horrores y suplicios- de donde era su marido con su familia después de un bombardeo en que sus hijos Quico, Agus, la Juani se agarraban a sus faldas y gritaban en catalán:

-Mame... mame.

En el piso de arriba habitaban la Maruja y la Carmen dos solteronas muy beatas.  De vez en cuando invitaban a merendar chocolate con picatostes al deán de la catedral u otros miembros del cabildo.  Cuando cruzaban el portal los niños ibamos a besarles la mano.  Los curiales nos dispensaban de esta obligación al ver nuestras narices cubiertas de mocos.

-A jugar niños, darse ligeros.

Algún canónigo se dignaba regalarnos caramelos o una estampita para que fuésemos buenos.

  Abajo del todo en el sótano que daba la huerta recibía la Felisa a sus clientes.  Ella vivía en un cuarto de atrás y ahora ejercía el oficio más antiguo del mundo.  Una hilera de hombres hacía cola en el descansillo los domingos delante de su puerta.  Mamá nos había prohibido que bajásemos por aquella escalera.


  Matías, un extremeño que no sabía decir paladar decía el cielo de la boca u era algo zopo por lo que en la batería le apodaban el tuercebotas que así se llamaba el machaca o asistente de papá entre las vecindonas repartió los chuscos y algún salazón, varias latas de sardinas, unos arenques, un poco del rancho frío, las sobras de Mayorías, entre los vecinos y en la Casa de la Troya hubo fiesta con los aguinaldos de Santa Bárbara.  Hubo jolgorio en la corrala mientras Juanín agonizaba por primera y última vez.


  Agus la catalana quería llevarme con ella a su casa pero yo me resistía a salir, me agarraba a los barrotes de la cuna del niño.  Cuando había nacido Juan José me dijeron que la cigüeña lo trajo volando por los aires en un cajón y yo cuando veía una cigüeña apuntaba al cielo y decía... esa... esa ha sido.  Busqué aun  como loco el cajón donde vino.  Dentro de la hornacha, debajo de la cama turca.  En los altillos.  Y nada.  Se crió muy sano y rollizo.  Pesó al nacer casi cinco kilos y yo le hacía carantoñas, le quería mucho pues cuando mi madre le daba la papilla siempre caía alguna cucharadita. ¿Mamá me das un poco?  Ten.  Aquel condimento sabía muy dulce.  El niñín engordó.  Era muy sonriente y alegre.  Hacía ajitos y gracias.  A serrín a serrán los mozucos de san Juan y hasta comprendía el juego del puño-puñete-quitale y vete.  Pero un día empezó a toser.  En plena noche se encendía la bombilla del cuarto de mis padres, habitación única, pues vivíamos con derecho a cocina.  A mi hermanito no se le pasaba la tos.  Se le agarrotaban los pulmones.  Un llanto infinito que traspasaba el corazón.  Papá decía ay hijo ay mi hijo.  Y mi padre lo tomaba en brazos y lo arrullaba en una manta de esas de los soldados.  Paseando con el bebé en cuello por la habitación.  El pequeño debía de sufrir y mi padre ea... ea... ea acunándolo sobre sus brazos.  Las toses iban a más.  Así como las congestiones.  Por  la casa empezó a oler a boticas.  Un practicante militar venía de vez en cuando a ponerle una inyección en la barriguita, el paciente se revolvía de dolor.  Y la cocina de carbón ardía  día y de noche.  Para calentar las planchas de hierro y para las cataplasmas.  En una de esas por poco lo abrasan.  De nada servían estas curas de caballo.  Juanlo se nos moría.  Yo no sabía lo que esta palabra significaba pero ne la imaginaba algo horrible, tenebroso. Hasta que una mañana vino de urgencia don Samuel el médico (recuerdo bien la marca de aquel coche negro en que giraba visita a sus dolientes; era un “Balilla” italiano) y dio el diagnóstico fatídico: poliomielitis.  No había nada que hacer.  Mi madre lo arropó en la manta y lo subió hasta los franciscanos, donde había un san Francisco milagroso.  Pasó al niño por le habito del santo.  Pero no había nada que  hacer.  No era esa la voluntad de Dios. Al poco el enfermito entró en agonía.  Mi padre seguía paseándolo por toda la casa arropado en aquella manta cuartelera, que había batido tantas escarchas y cubierto a muchos muertos cuando la guerra y aplacado el dolor de tantos heridos:

-Ay mi niño.  Que se me muere mi niño.

Vinieron las convulsiones de la agonía y al poco tiempo expiró, pasada una tos ronca como perruna, y luego se fue con una sonrisa en los brazos del que le había engendrado.  Angelitos al cielo. Trajeron los de la funeraria un ataúd blanco y a Juan José lo amortajaron con su faldón de cristianar una rebequita con unas cintas azules y se llamó a un fotógrafo pues era entonces costumbre retratar a los niños que se morían. Mi padre siempre llevaría durante muchos años aquel retrato en la cartera. La casa dejó de oler a boticas y a cataplasmas y se inundó de flores y de coronas.  La luz de diciembre bañaba los muebles de la humilde sala llena de avíos melancólicos.  Luego, a primera hora de la tarde, no se me olvida, se paró delante de la casa un coche de caballos negros.  Aquellos jamelgos eran enormes. Una alzada gigantesca que casi llegaba hasta los cielos pero héticos, casi famélicos, el cochero de las pompas fúnebres no les daba mucha cebada y por los cuartos traseros se les salían los ijares.  Estaban los animalitos en los puros huesos.  Con unos penachos de plumas negras parecían buitres de mal agüero.  Y dentro de aquel carruaje introdujeron el blanco y minúsculo féretro de mi hermano.

-¿Adónde le llevan, mamá?

Entre sollozos la pobre mujer contestó a mi pregunta:

-Al cielo, Nico, al cielo.

-Volverá pronto ¿verdad?

-Claro hijo pues claro.

-¿Y el cielo donde está?

-Ahí arriba.  Estará bien con Dios y la Virgen y su ángel de la guarda.

Mi madre empezó a musitar en un llanto que era alarido la famosa plegaria: “cuatro esquinitas tiene mi campana cuatro angelitos que me acompañan”

En ese instante vino Agus la catalana y casi a rastras me sacó del velatorio. Yo daba patadas.  No me quería mover de allí.

-Yo quiero ir también  al cielo, Agustina, con el niño.  Yo quiero ir con Juanlo (le habíamos empezado a llamar así) para que se lo lleven los hombres malos en el carro negro.


Apañé una de las “perras” peores de mi vida.  El llanto y los berridos me  duraron dos horas y pico, pero ni Agus ni la señora Antonia la leridana se atrevieron a darme un azote. Hablaban en catalán evidenciando su pena y su compasión hacia mí.  Cuando regresé a mi hogar, la cuna de mi hermanito estaba vacía, pero como recién hecha, como si mi madre  fuera a acostar de un momento a otro a nuestro niño que se había ido para siempre.

  Yo creía que mi hermanito no podría estar mucho tiempo en el cielo y estar lejos de mí que le hacía ajitos le hacía aserrín aserrán campanitas de san Juan  y hasta probaba un poco de su papilla cucharadita a cucharadita viene y va, pues yo, igualmente,  me crié bastante hermoso y rollizo.  Si la cigüeña lo había traído en un cajón y ahora se lo habían llevado en una caja. Juanlo no debería de estar muy lejos.  Levanté las colchas a las camas, miré debajo de los cojines, descorrí la cortina de la hornacha, alcé la tapadera de la tinaja pero para mi desconsuelo mi hermano no estaba allí.  Al día siguiente cayó una gran nevada. Corobias se revistió de un manto de albor purísimo igual que el de la capa del cura que había oficiado el entierrillo.  Miré al cielo azul purísimo tras la nevasca y contemplé la belleza del cielo.  Pensé que aquel debía de ser un buen lugar.  Y entendí porque mi hermano no quería volver.  Estaba jugando con los ángeles en el cielo.

 Pero fueron unas navidades tristes, sin embargo, sin portal de Belén y cerca de la cuna vacía, las de hace sesenta y dos años.  Sin cantos sin pandereta.  Estábamos de luto.  De luto blanco.

  El nacimiento y el entierro de mi hermano fueron las primeras cosas que recuerdo de mi vida.  Vivencias asociadas a dos palabras: el cajón de la cigüeña y la caja mortuoria.  Símbolo del hombre en su elipsis por la tierra de la cuna a la sepultura.  Angelitos al cielo.  Juanlo donde quiera que esté sabrá que lo eché de menos toda mi vida.  Tenía tan sólo año y medio menos que yo.  Hubiéramos sido dos buenos amigos.  Ay, ay mi hijo.  Oigo la voz de mi padre quien desde el cielo aun  le llama.

 

21

 

 

c

uando se encontraron no se reconocieron,  en el Café Columba frente al famoso Mesón del Segoviano, Alex  Verumtamen y Jacinto Piñeiro. Vieron a Cándido con su chaquetilla impoluta, la calva resplandeciente fumándose su pipa del atardecer, Alejandro Verumtamen al que llamaban “Vamonospayá” de sobrenombre, nadie sabe por qué, a lo mejor, porque cantaba en la schola el Aveverum, se frotaba las manos y hacía gestos raros con el entrecejo, escupía en las palmas y decía:

- Venga Vámonos para allá

 Con animosa determinación o quizás porque fuese friolero o porque aquella costumbre era un privilegio de los Dioses que con aquel gesto le acercaban a interioridades del alma, a proyectos de futuro o es que a lo mejor era un psicópata que se lo pasaba bomba “dándole vueltas al palo” (no sabemos nada pero verle actuar daba un poco repelúz y Por eso las novias no se le arrimaban y recibía sonoras calabazas cuando de mozo se acercaba a pedirlas un baile, ¡qué manía engorrosa!). La vida da más vuelta que una noria.

Verumtamen había engordado y parecía una bola de billar. Era pequeñín, un renacuajo que a él y a Geñete siempre los colocaba el fotógrafo Ríos en las filas de delante cuando había que hacer a los muchachos una fotografía académica porque, si los ponía detrás, no se les veía. En la mili lo declararon excedente de cupo por no dar la talla. Se vengó dedicándose a la literatura. Darle vueltas al palo expoliaba su férvida imaginación pero no había logrado salir de las medianías, ganó algún que otro concurso y quedó finalista en ciertos juegos florales que se celebraron en Palencia por las fiestas de san Antolín. Su capacidad para la escritura no menguó con los años que hicieron dél un grafómano empedernido. Siempre estaba escribiendo una novela al estilo de “Los endemoniados”. Tal vez su destino era bucear en las simas del alma humana, tomando por punto de contacto, la suya propia, a lo Dostoyevsky. Para él redactar y poner ideas negro sobre blanco no era un prurito de vanilocuencia sino una verdadera necesidad física. El fracaso como autor le hizo pensar que se había quedado en la vida para vestir santos, como autor inédito. Alguien al nacer formuló contra sí una maldición que lo puso fuera de juego. Nadie contaba con él. Su madre le pegaba con la zapatilla y lo maltrató impunemente e incluso lo mandó al seminario para deshacerse de aquel hijo rebelde que no era como los otros, indócil, solitario, algo gordito, al que se le veía por la cantera siguiendo a las mariposas o dando vueltas al palo. ¿Qué vería en aquellos momentos de abstracción y de trance? A nadie se lo había dicho el bueno de Alex. Mojaba la cama desde los cinco años y muchas mañanas se desayunaba con una buena tunda de palos pues su señora madre la Eduvigis era de armas tomar. “¿Qué hacer con este ser? No vales para nada. Nunca llegarás a nada”. “Para cura sí, mamá. Tengo vocación y quiero entrar en el seminario”. “Te echarán”. No lo echaron, se salió el solo pero los augurios maternos pesaron sobre su futuro como un ominoso augurio. Sería un inadaptado.

  Joaquín, el mejor amigo de Alex, ya no era aquel renacuajo de los años de seminario. En el desarrollo  pegó el estirón y ahora era alto, cenceño, un aire distinguido y tipo de militar. Todo un paradigma de éxito en la vida. Se había casado con una bella mujer quien le había dejado tres hijos varones. Tenía una facilidad para conseguir amistades, para ser querido. No encontró en su carrera militar ningún obstáculo e incluso la decisión de cambiar la sotana había sido una decisión madurada y convenientemente discutida. Había pasado a la reserva con el grado de comandante.  Verum o Ferum, de su lado, se había dedicado a la literatura. Permanecía soltero aunque en sus tiempos fue muy enamoradizo. Salía con una chavala y la escribía poemas de amor, las colocaba en un altar. Idealizaba lo suyo. Pero las mujeres no son etéreas, un poco hetairas o putillas sí que son, y pisan terrenos firmes. A las costillas de Adán Dios las creó del barro y ellas son barro, nada más. Su dulcinea sin embargo, le había dejado a la puerta de la iglesia, como se referirá después. El despecho le dolería mucho. Hizo de él un haragán, un vago. La víspera de casarse le declaró que había conocido a un cura y…Ferum sufrió lo indecible con aquel desprecio pero el contratiempo le sirvió para estudiar a las mujeres y la falta de responsabilidades le dio alas para poder vivir la briba y la bohemia y conocer los bajos fondos de Madrid, de Londres, París, Berlín, Nueva York, ciudades que conoció o bien fregando platos o trabajando en calidad de lo que los ingleses denominan corresponsal al remo o rowing correspondent. No ha de pasarse por alto que escribía bien, su pluma era suelta como su lengua y a ratos podía conseguir incluso ser brillante porque en su ser fulguraban las llamaradas del genio o de la ciencia infusa, el don de profecía y semejante gracia lo achacaba él a su fea costumbre de “darle vueltas al palo” Se había especializado en la política internacional. Al principio, iluso de él, creía en aquella profesión de la misma forma que creía en la bondad de las gentes, en la verdad y en la pureza de las ideas pero terminó por convencerse de que escribes siempre de “aquello que ellos quieren que escribas” porque Verum, que había venido al mundo con un siglo de retraso y que era un romántico de los pies a la cabeza, desconocía que poderoso caballero es don dinero, y aquí los que parten el bacalao son los bancos y hasta la misma SRI es un banco con las ventanillas bajadas.

 Al otro lado estaba un señor de negro con una estola morada que te espiaba por la rejilla y te perdonaba los pecados o no te los perdonaba. Las soluciones al dorso como en los crucigramas. “No te doy la absolución porque eso es pecado gravísimo, pravedad de materia”. Verum había oído decir a Toribio Sardón, otro del curso, que también  se salió, las procaces historietas de fray Paja intrigado por los lances lupanarios de una tal May que a los moros por dinero y a los cristianos de balde. Se acostaba con los cadetes caloyos en pleno rastrojo o detrás de las tapias del cementerio, iba a las cocinas, y los rancheros le daban las sobras a cambio de ciertos favores al descuido y a la agachadiza en el almacén sobre los sacos de patatas o detrás de los fogones.

 La May era algo putilla y los pujos ninfomaníacos empezaron a crecerla al tiempo que se le endurecían los pechitos. Si tienes bula, logras dispensa, y, si eres rico, se te abren las puertas del paraíso. Justamente es el oficio de las entidades del ahorro y del préstamo. De modo y manera que aquí todos acaban refritando al NYT.

 De lo contrario te vas a tu casa y el bueno de Verum o Ferum que abreviaba para los amigos su largísimo nombre de adverbio latino, al que siempre le había gustado protestar, y llevar un poco la contraria a sus señoritos cuando llegaron estos con una urna bajo el brazo y un botijo democrático con café para todos, lo enviaron a galeras. Fue uno de los más purgados del antiguo régimen. Tú, fascista. ¿Quién yo? Le preguntaba al que se le decía que tenía una cara de pandero mussoliniano, que no podía con ella, y debía de haber pertenecido a los balillas, los flechas y las águilas negras y se había hecho de las banderas de don Pitillo el viejo chequista y trasmudando retóricas nacional socialistas a parrafadas bolcheviques. Jodete, Maripuri. Sopa de letras. Instálese la ceremonia de la confusión, ya no había ni derechas ni izquierdas, ya nadie se fiaba de nadie y todos acabañaban encantados de la vida empapándose de crisis y penurias, guerras, morbos de la nueva peste porcina, agujeros de ozono, violencia de genero, la maté porque era mía, tiros en la madrugada en la tranquilidad de la urba que encogen el corazón pero todos esos chorbos vivían del morbo y del escándalo y la vida se había convertido en un fornicio sin parar y en una morgue, el semen y la cadaverina parecían engordarles. Tampoco le llamaban a él a los platós como al Primi para que pusiera los cojones sobre la mesa. Haciendo las veces de inquisidor de honras y veedor de virgos, acuestes y levantes, rollos, malos rollos y buen rollito. Tuvo que vivir descalzo, pasar desapercibido oyes, jugar a la no presencia como cumple a todo exilado interior. Se había convertido en un marginal. Tenía que hacerse el borracho, cosa que merced a sus dotes de actor y sus facultades para la improvisación, lograba conseguir aunque nunca probaba una gota de alcohol, y otras zarandajas, a través de las hojas casi una sabana del NYT, tan sesudas como bien informadas. Lo purgaron.  Fueron a por él, le hicieron bailar la jota ansoniana a él, que no le gustaba el baile. No podrás publicar. No existes. Eres un hombre muerto. Lo inscribieron en todas las listas negras, se le cerraron todas las puertas. Los porteros y gendarmes que custodian las editoriales tenían recado de echarlo a patadas. Me suena su cara, y su fotografía viajaba por las redes del ciberespacio con un se busca –wanted- porque en realidad los que trajeron la verdad eran unos mentirosos de tomo y lomo y vivían instalados en la cultura de la queja. Vivimos en un estado policiaco. Los gulags son las barriadas donde el personal se vigilaba unos a otro o se iniciaba su propia mugre por  el internete. Vamos no me jodas que esto es un estado policiaco. No le dejaban ni llegar al torno ni a las puertas revolvedoras. Eh usted ¿Qué deseaba? Un trabajo. Quiero trabajar. Un mastín empezó a ladrarle desde detrás de la ventanilla. El zaguanete de marrón, herretes y cara de cop americano con el pelo cortado en corimbos se interponía entre su cuerpo y la puerta de entrada. Vuelva usted mañana. Esa canción ya me la sé. Se encogía de hombros el securata como diciendo:

-A mí como si se la refamfimfla.

Se hartó de visitar sitios oficiales donde había que presentar muchos formularios, el carné, el objeto de la visita, la persona a la que iba a visitar, etc. Amargo menester. Se había pasado media vida soñando en un puesto fijo, un lugar al sol en alguna covachuela como Toribio Sardón que estaba en la vieja DGS y que no pegaba un palo al agua desde el Gabinete de prensa del ministro jefe de los guardias. Él, Verumtamen, no tuvo la misma suerte. Toda su existencia fue un continuo ir y venir bailando en la cuerda floja de la precariedad. Cuando no podía salir del apuro, le pegaba un sablazo a Merche la brasileña Hoy no se fía mañana sí. Pues vaya. Tú eras de don Carolo y ahora han venido los de don Escarolo con una corona en la cabeza y bailando la jota ansotana y tú tienes pinta de facha no me lo podrás negar. Mira quien fue hablar. Y tenía que regresar triste a su humilde buhardilla de la calle Magdalena, muerto de hambre,  sin cenar, y tiritando de frío. Le hacían el buz. Pío, pío. Como en la canción de los tunos. Su vida había resultado un triste y sola se queda Fonseca. Los lansquenetes o nuevos gendarmes del sistema le habían cogido tirria. El jefe se mostraba inaccesible. Escurridizo. Yo solo quiero una colaboración. Que me lo mires. ¿Qué hay de lo mío? Mejor será que cambies de oficio. Se tumbaba en su camastro maldiciendo a la madre que parió, a aquellos pretorianos del gran jefe escurridizo, sentado en los altos despachos fumándose un puro mientras le tocaba el culo a una de sus secretarias. Demócratas de toda la vida. Tuvo que cambiar de oficio. Se hizo acuarelista. Vendía algunos cuadros a un marchant que le cobraba un ochenta por ciento en corretajes. No hacía sino pensar a la vista de tanta frustración y de tanto portazo en las narices que lo mejor sería hacerse una nueva chaqueta pero no tenía pasta y tampoco le daba la gana pues por qué tendría que cambiar de chaqueta a estas alturas. Jopé y estos dicen que son de los míos; anda que si llegan a ser de los otros apañados estábamos.

 Se dormía con el estomago vacío y a media noche se levantaba y para calmar el gusanillo se fumaba una pipa que dicen que el humo de la cachimba bien fumada y encendida ahuyenta los malos espíritus y al fin con el rosario de gastadas cuentas entre los dedos se dormía como un bendito, después de besar una estampa de la Virgen de las Tránsitos y una foto del general Franco que llevaba siempre en la cartera.

 Al quebrar albores cuando se empezaba a sentir el pesado triquitraque de los primeros autobuses de la EMT y freían las churreras la primera masa del amanecer, se tiraba de un salto de la cama,  y cantaba el himno:

 “Iam ortus  solis sidere deum precemur supplices ut in diernis actibus nos a nocentibus liberet linguam refrenans temperet ne litis horror insonat visu fovendo contegat ne vanitatis hauriat sint pura cordis absistat et vecordia carnis terat superbiam potus cibisque parcitas ut quem dies abcesserit noctemque lux reduxerit mundo per abstinencia ipsi canamus gloriam.”

 Luego decía la misa sin consagración, siguiendo un ritual de Pío V, y se iba al rastro a vender cuadros o comprar libros al peso que luego revendía en plena rua jugándose ser confiscada su mercancía por la guardia urbana o de ir a la cárcel... ¿De qué servían las oraciones si nadie debía haber al otro lado del hilo? Unas veces pensaba que Dios no existía y otras que sí, que el Supremo le ayudaba pero lo había elegido para el dolor. Se hizo chamarilero. Esta era una profesión que le gustaba pues le permitía ser libre, ir a su aire, sin tener que fichar a horarios fijos. Además,  podía leer y leía todo lo que daba la gana. Iba a limpiar los pisos de los que la palmaban y por unos eurillos adquiría todo el rátigo en libros, recuerdos personales, relojes y retratos de familia, sellos y antiguos regalos de boda, gente que donde estará pero con buenos marcos de plata. Ese sí que era un oficio de verdad pues te dabas cuentas de la verdad existencial y en qué para todo en la vida después del inventario. Nada llevamos para allá. Todo lo tenemos que dejar aquí.  Ser trapero, más que un oficio, era toda una filosofía... con su meditatio mortis (y sus defroques [no atesoréis cosas que se puede comer la polilla o que se llevan los ladrones]  al ver en qué acaban todo cuanto amontonamos y en qué acaban las cosas del mundo. Uno de los afanes del ser humano es acaparar cosas que ha de dejar acá, al pegar el salto a la eternidad

No llegó a la pobreza vergonzante pero pasaba bastante gazuza. En la actualidad había entrado de negro a trabajar con un famoso escritor que le pagaba sus buenos euros. De su pluma y de su ingenio el ínclito y famoso paperbackwriter se había hecho de oro con algunos bestsellers de trama histórico pues Verum conocía la historia de España como la palma de la mano y era un especialista en el siglo de Oro. A su jefe le encantaban los espadachines y parecía que conocía al Duque de Alba como si fuese de su familia. Se trataba del autor de moda, favorito del Régimen, el único español que podía permitirse el lujo de vivir de la literatura. Todos le alababan y los críticos le hacían la cama. Todo eran para él parabienes y ensalzamientos. Sin embargo, pocos sabían que al ínclito sus bestsellers se los escribían negros, aquellos traperos del amanecer que barzoneaban por la cuesta de Moyano y los tenderetes del Rastro a la caza de tesoros bibliográficos. ¡Ah! ¡Italia mi ventura, España, mi natura y Flandes, mi sepultura!  A Verum le hubiera gustado sentar plaza en uno de los tercios viejos, teniendo por capitán, por ejemplo, a don Alejandro Farnesio. Con estos mimbres su jefe que era un tío muy listo con cara de jesuita estaba encantado de la vida. Échame pan y llámame perro. Al fin y al cabo pagaba bien y Verum ni se mosqueaba ni le daba la tabarra,  ni tampoco sentía celos, pues esta vida es así: unos cardan la lana y otros llevan el agua.  Encantado de la vida, pues. Aunque fuese gordo, calvo sin dientes y más feo que Picio le salían con la cartera bien repleta todas las novias que le diera la gana. Estuvo tirándose unos cuantos meses a la Mercedes una mulata brasileña que tenía un cuerpo de Diosa y un merengue que no veas. Rico. Rico y sabrosón. Todas estas licencias no le apartaban de sus inclinaciones religiosas ni de sus rezos en su propia casa pues no pisaba la iglesia. Eso sí. Nunca probaba el alcohol. Había mujeres de la vida que lo adoraban y le decían piropos que no los había escuchado de ninguna otra mujer. Como por ejemplo que la tenía gorda y cuando les hacía el amor que subían con él al cielo en volandas. Andidiai, ¡exageradas!

Había colgado los hábitos ya ordenado de diacono. La noche antes de ordenarse un día de junio le dijo al obispo que no le probaba. El comandante Piñeiro se salió de minorista, acabado el segundo de Teología. De todos los personajes que aparecerán en este estadillo yo pienso que eran los que permanecían más aferrados al seminario. Verum seguía siendo un cura a su manera. En su piso de la calle de la Magdalena, atiborrado de libros, de viejas fotos y de fetiches, coleccionaba misales y libros de horas. Él llamaba torre de marfil a aquella buhardilla- tenía un altar con dos velas y decía misas secas, sin consagración, conforme al antiguo ritual tridentino. Como su propio nombre lo indica, sentía como un dolor en sus  propias carnes el que la Iglesia hubiera abandonado el latín. Piñeiro, que había contraído tres veces matrimonio, había abandonado la Iglesia por completo pero seguía con aires marciales y entusiastas de capellán castrense. Era el Expedito de siempre con su sonrisa y su simpatía personal, que le suponía hacer fácil lo que resulta difícil, cosa que le sirvió para abrirse paso y triunfar en la vida.

 Decía que el desmantelamiento de la iglesia había supuesto el desguace del ejército y ambas cosas, de consuno, trajeron la destrucción de España. Los dos amigos no se reconocían casi físicamente pero eran dos almas gemelas: los mismos anhelos, la misma rebeldía. El mismo candor. Pecaban de ingenuidad, de esa ingenuidad de las parábolas del evangelio. Por eso el mundo, al que vencieron con su talante desinteresado y liberal, -éste, que nunca perdona- los marginaba por impolíticos. Hay veces en que la prudencia de la carne, una de las virtudes cardinales, se convierte en astucia, y el heroísmo en crueldad. Por eso sintonizaban sus espíritus a pesar de ser ambos cósmicas ucronías, bañados en la anarquía de los nuevos tiempos.

- ¿Tú crees que somos anacrónicos, Verum?

- Ni mucho menos, Expedito: somos diferentes

 La naturaleza con frecuencia nos ofrece estos casos manifiestos de supererogación, pues todo lo da en abundancia y con creces, aunque haya algunos que estén en orsa () porque les gusta  regar fuera de tiesto.

 Otro lazo que les unía era haber sido hijos de militar, de dos sargentos africanos: Ordío y Piñeiro, como la mayor parte de los capitostes del PSOE. Crecieron en aquella colonia militar de casitas bajas, al otro lado del puente romano, allá donde el Clamores se convierte en un Guadiana local y atraviesa, subterráneo, de parte a parte, la vieja urbe que fundó Roma.

 Cuando llegó el tiempo de la revancha, toda la colonia fue volada con barrenos, so pretexto de que era obra del franquismo y-lo más grave-que había sido construida por presos políticos. Cambiaron el nombre de calles y plazas, destruyeron edificios, quitaron estatuas, en loco frenesí por borrar la memoria del pasado. Vino la hora de los ajustes de cuentas y de las desquites  La vida da más vueltas que una noria. Todo se muda y renueva. De las pocas cosas que permanecen invariables en el ser humano, una de ellas es la voz, y los dos viejos compis se conocieron más que por el rostro por la voz. En ambos casos el timbre era el mismo que el de los entusiasmos musicales de la infancia. Aun  tenían buen oído y dicen que de los cinco sentidos del cuerpo humano es el oído el último en morir. Los hombres vienen al mundo entre mierda y flujos vaginales y, cuando abren los ojos, escuchan los gritos de la madre parturienta, las órdenes de la matrona azogada, y sus propios lloros. Mueren, asimismo, entre sollozos. El agonizante perderá la vista y el tacto, pero sigue escuchando lo que dicen sus deudos en torno a él en el lecho de muerte. Verumtamen había envejecido más que Piñeiro, al que su talle juncal y su moderación en la mesa le habían liberado de la adiposidad y crasitud que deparaba a su amigo su astenia volitiva y su afición a la vida padre, a los restaurantes baratos con una botella a las comidas.

- Te encuentro un poco gordo.

- La buena vida, carajo.

 Sus peregrinaciones por los figones entre Mayor, la Cava Baja y a veces por Cuatro Caminos y Argüelles, donde había unos cuantos restoranes sanabreses donde se comía bien, y casero, y, sobre todo, se bebía buen vino pero humilde de Toro, fueron la causa del ensanche de su cintura, cada año un botón más en la bragueta y un nuevo agujero en su correa.

-Qué pronto se pasa la vida. Ya estamos en la tercera edad. Ya somos jubilatas.

-Y parece que fue ayer. ¿Qué tomas, Verum?

-Tónica con ginebra con mucho hielo. Me temo que va ser un día intenso y hay que distender, Jacinto.

Éste, poco amigo de las bebidas alcohólicas, pidió una sin. Los dos eran hijos de militares. Habían nacido bajo el mismo horóscopo pero al bohemio la vida le había maltratado y al militar se le veía muy bien de aspecto

-La culpa la tienes tú por gilipollas mira que ser franquista a estas alturas.

-Yo sigo en mis trece y en esas me moriré- comentó Verum pegándole un lingotazo al yinantonic. Había vuelto a beber.

 Piñeiro se hizo de los del rey y gracias a eso pudo ascender. Se había retirado de teniente coronel y no  se colgó las barras de general porque no le dio la gana. Tenía vara alta en la Zarzuela. A la vez tan parecidos y tan disímiles, recordaban con nostalgia el tiempo que se fue. Piñeiro, que había llevado una vida más morigerada, había envejecido menos como atestiguaban su talle juncal, la espalda derecha y sus bigotes lacios como una brocha, la buena proporción atlética. Aficionado  la calistenia y a los ejercicios en la barra fija, iba a nadar y todos los días al gimnasio. Mientras, la adiposis y la crasitud lograron estragos en el look de su compañero.

 Pero habían crecido juntos, hijos de militares, en la misma colonia de Valdevilla, de casitas blancas, con una buena alineación cerca del puente romano, un jardín delantero donde su madre tendía la ropa y su padre plantó rosales, un peral, tres manzanos y un melocotonero que a los pocos años empezó a dar dulces piescales. El recuerdo de los veranos de la infancia venía envuelto en el olor de aquellos melocotones tentadores, rojizos, sanos, que tentaban el paladar y la imaginación como la carne de la May y sus ojos grandes como dos pipos de albericoque. Los ciruelos eran veceros. Rendían flor una primavera sí y la otra no y alguno de sus amigos no tuvieron tiempo de ir a robar aquellas sabrosas ciruelas claudias porque, cuando menos se pensaba, llegaba el traslado. Sus padres eran militares y siempre estaban en estado de disponible forzoso y con la casa a cuestas como los caracoles. Por esos gajes del oficio de la vida militar. Al sargento Amador por ejemplo el papá de Chemari el Trolero y de la Merceditas (la primera novia que tuvo Verumtamen y no exactamente un amor platónico) le mandaron a una guarnición de artillería de costa en el cabo de Rosas –hoy se dice Reus- y el Trolero dejó de contarnos historias que no se creía ni él y de cantar las tardes de siesta por Antonio Molina y Angelillo, sentado en un poyete de su corral. Se fue cantando la canción del emigrante y volvió dos años más tarde, casi desconocido, entonando coplas de Manolo Escobar. Había pegado el estirón. Pero Merceditas fue su primera novia, ya digo. Las tardes de domingo venían la señora Henar y su marido el sargento Amador a jugar al julepe, a calentarse junto al fogón, a merendar chocolate con picatostes o a escuchar las charlas del Padre Venancio Marcos y él se metía con la Merche debajo de la mesa camilla y allí pasaban escondidos, sentándose en circulo sobre el hueco del brasero.

-¿Qué hacéis ahí?

- Nada. Estamos jugando a los papás y a las mamás. El señor Amador asomaba la gaita por encima de las faldas de la mesa camilla pero no les reñía. Eran juegos inocentes. Verumtamen fue muy precoz en el descubrimiento de las cosas de la vida, ya va dicho y aquella España de las cartillas de racionamiento y de las tardes de domingo aburridas de invierno olían para él a sexo, a cera de los cirios y a humo de incienso. Las gentes, cuando no estaban de visita, estaban en la procesión. Se hablaba mucho del piojo verde, del hongo milagroso que trajo de México Manolete que era un curalotodo y merendábamos pan untado con azúcar y aceite. Las calles olían a mulo, y a bostas de las vacas que iban a la hierba de la cantera del Tío Enrique, y por la pista que baja hasta los cuarteles no pasaban apenas coches. Todos los olores y los sabores eran como más fuertes. No había sonado aun la hora de la gran motorización. Los tubos de escape aun no polucionaban la atmósfera. La gente nacía y se moría en la cama. Los entierros eran todo un acontecimiento social pues se presentaba todo el mundo para acompañar al difunto hasta la última morada y todos los días a las tres después del parte por RN radiaban las esquelas de Radio Corobias- EAJ 64- de los fallecidos de la jornada. Todas las esquelas mortuorias indefectiblemente acababan con el siguiente latiguillo: “rogamos  ante tan sensible una oración por su alma”.

-Y salud para encomendarle a Dios- exclamaban los radioescuchas.

 Él sintió mucho que al padre de la Merceditas le destinaran a una batería antiaérea en la provincia de Gerona y que al brigada Trompetas le mandasen a un regimiento de montaña en el Pirineo. Trompetas era el padre de su amigo Cipri,  un buen camarada. Su madre a veces le daban de desayunar café con churros cuando acudía a esperarle para ir juntos al colegio de los Misioneros bajando por la vaguada del Clamores, y atravesando por los negrillos del Campillo, los jardines de Villangela, las monjas clarisas de San Antonio el Real y las garitas de la base mixta de carros de combate, hasta llegar al viejo colegio fundado por el propio santo de Vic: san Antonio María Claret.

Estaba relativamente cerca y era un paseo agradable, pero por aquellos días –debía de ser porque teníamos más cortas las piernas- las distancias parecían mayores y se decía: allá lejotes.

José Luis y Merceditas regresaron más espigados y parlando catalán. Cipri perdió el acento del pueblo de su padre, un lugar por nombre Codorniz, y decía que los niños de Jaca eran muy burros. Una vez lo escalabraron con una pedrada, tal que aquí, y el muchacho les fue mostrando a todos la pitera que tenía en la cabeza. Estaba orgulloso de su cicatriz como si fuese una herida de guerra.

-Ya ¿no me ajuntas, Merceditas?

-No. Ha dicho mi mamá que eres muy picardioso y que los niños no deben meterse debajo de la mesa mientras los mayores conversan, pues recaditos al oído son de niños sin sentido y recaditos a la oreja son de niños sinvergüenzas.

- Anda, anda, con la niña lo que había espabilado.

 El Taruguete, que es como llamaba cariñosamente su padre a Verumtamen, antes de ser latino, se puso colorado como una amapola. Ya desde entonces empezó a sentir la fascinación y el rechazo por las mujeres, las cuales son seres un tanto impredecibles. De  ellas todo se puede esperar, puesto que no se atienen al rigor de una lógica. Son tierra, forman parte del barro del que provenimos y sus reglas del juego vienen marcadas por una cierta visceralidad. No resulta aconsejable tenerlas muy en cuenta. Es menester saberlas querer, es menester saberlas amar, porque, si se las da mucha miel, se suelen empalagar, como decía una canción de por entonces. Siempre habrá que perdonarlas. Claro que el instinto de conservación está tan señalado que todas las civilizaciones siempre buscaron la manera de sublimarlo, espiritualizando todo aquello que no es más que la ley de la sangre, la llamada de la conservación de la especie. Pura reacción química. Un torrente de flujos que suben y bajan por el riachuelo sanguíneo. Deliberaba por aquellas fechas Verumtamen estas razones y sinrazones. Se fijaba mucho y cavilaba sobre cuestiones tan profundas; estaba hecho un pequeño filósofo. Creía que el hombre, cuyo tránsito por la tierra se alarga durante unos pocos años, es material fungible de usar y tirar. Su vida pende de un hilo y su nacimiento es contingente o -lo que es lo mismo- depende de la casualidad. Todo cuelga del hilo de la fatalidad. Luego, su existencia se transforma en pura casuística. Viene al mundo a los nueve meses de un encuentro amoroso por puro azar que la mayoría de las veces no es un acto deliberado o racional sino de pura  atracción animal. Van a tener razón los que en los duelos exclaman, compungidos, lo de no somos nadie. Es la pura verdad. Las especies derraman su semilla. Los mamíferos, llegado el celo, esparcen su semen. La naturaleza es pródiga, a sabiendas de que una pequeña proporción de esa siembra, germinará. Sólo un grano de cebada, entre doscientos, fecunda en el seno de la tierra.

 Más tarde, advierten las leyes biológicas y de la casuística que sólo una entre cinco yeguas quedan preñadas después de la parada. Bien poca cosa es el hombre. Muchos huevos hueros ponen las gallinas y luego el afán de supervivencia y la lucha por la vida determinan que los aguiluchos arrojen del nido a sus hermanos y que el tostoncillo muerda a otro de la misma camada para ocupar su sitio al lado de la ubre materna. Los leones matan a sus cachorrillos machos pues en el apareamiento con las hembras sus propios vástagos pueden hacerles la competencia. Hay niños que nacían muertos, vientres que se malogran por dictamen sagrado y cruel de la naturaleza. Algunas tardes de enero había que escuchar la esquila del entierrillo. La tos ferina, la meningitis o la polio u otras antiguas pandemias tenían la culpa de la breve estancia en el mundo de los recién llegados. Semejante dato de las reglas naturales avala con dificultar la creencia sobrenatural de que el ser humano es fruto de un designio divino. Angelitos al cielo. Esa era la frase y esa noche misma los padres del difunto encargarían otro rorro a la cigüeña, sin poder explicar aquel misterio de la selección natural. Únicamente sobreviven los más fuertes. En Esparta las madres, recién paridas, arrojaban a los perros a aquellos neonatos que presentaban alguna tara física. ¿Puede decirse entonces que todos somos criaturas de Dios y que estábamos en su pensamiento antes de toda la eternidad? Nuestra trascendencia es menos real que hipotética y cuando uno se pone a cavilar sobre estos fenómenos de la casuística surgen muchas dudas. Sin embargo, no hay que perder la fe. Ésta presupone y completa a la naturaleza, según los escolásticos. La naturaleza juega todas las cartas, y es muy larga la lista de envites y de combinaciones de la gran baraja. De lo inmanente se llega a lo permanente y más tarde a la trascendencia. De modo y manera que la existencia divina sólo puede ser demostrable por gradación subjetiva, mirando al propio yo, aunque hay quien asegura que este yo, o  quid divinum, no es sino  una prolongación de nosotros mismos en nuestro afán de trascendencia. Estamos rodeados de fantasmas.  “P h a n t a s m a t a” que decía Aristóteles, con lo cual el misterio crece a nuestro alrededor. Dios sólo puede estar en nuestra imaginación, y todos somos Dios.

 En el seminario nos metieron muchos pájaros en la cabeza. Uno de ellos sería – y con consecuencias fatales- la idealización de la mujer.

-Todas ponen. Gallinas y mujeres todas ponen, Piñeiro.

-Eros y Tanatos se mueven al mismo ritmo. Tal vez

 En tales disquisiciones los dos viejos amigos estaban perdiendo un poco el compás. Et Omnes caedunt. Última necat... la voz de los dos viejos seminaristas era un reto a las sombras que envuelven al mundo con su cendal misterioso.

 El café estaba semivacío. Los veladores de mármol veteado aguardaban clientes. Un olor a cerveza revenida y a posos de moca  junto con los efluvios que procedían del lavabo inundaba el salón. Un camarero removía las viejas sillas de madera que hacían ruido y eran incomodas para las posaderas ya augustas de Verumtamen. Por eso los tratantes, que solían tener un culo voluminoso, solían consumar sus tratos y alboroques desde la barra. Acostumbraban a venir los jueves desde Ayala, el pueblo de los trillos. Lo que  tomaban era café con algún sol y sombra, o un carajillo después de comer. Por la mañana, vino, ronda que te crió, morapio perolero.

 Sobre las paredes había cornucopias melancólicas, un gran reloj y cuatro espejos cuadrados que reflejaban no sólo rostros sino luces y sombras del ayer, los rostros impersonales de los que allí alternaban  y un día para siempre se fueron.

 El techo mostraba el impacto del humo del tabaco porque, siguiendo la tradición de aquella España donde todo el mundo fuma, los vegueros no eran una costumbre social sino –todavía más-  un rito de purificación. Un marranero a voces ensalzaba la calidad de su peara. “Los he traído de la parte de la Vera. Estos sólo han comido bellotas y no tienen tocino, sólo magro. Han hecho mucho ejercicio los animalitos”.

-Bien se conoce que son jaros los cerdos.

Había un grupo de ninfas pintadas al óleo en los entrepaños del mostrador. La protesta de un canónigo al que llamaban el Chistoso, abogado de todas las campañas de moralidad que se registraban en Corobias, una cuaresma vino con un cubo y una brocha de jalbegar y obligó  al dueño  del Columba a esconder tales mamarrachadas que él reputaba de obscenas, pero cuando cambió el régimen, allí estaban Dafnis y Cloe otra vez tan orondas enseñando sus apolíneas carnes, departiendo amorosamente, soltando al aire del Helesponto sus vestidos vagorosos para poner cachondos a los tratantes y marraneros, esos del palillo y el farias en la boca.  Las imágenes estaban impregnadas de nicotina y descoloridas por el tiempo. La luz penetraba por los lunetos de una antigua bóveda de cañón que demostraba que el edificio antes de café provincial había sido iglesia. “Ya sé adonde vas a ir tú a dar. No tiene enmienda. Para lo que me dices no hay solución, no sirve darle vueltas ni estrujarse la cabeza”. Ninguno de los dos había sabido nada del otro durante más de cincuenta décadas. El coronel estaba ya en situación de retiro y Verumtamen a punto de cobrar la pensión no contributiva. La hoja de servicios del coronel Piñeiro  había sido todo lo brillante que cabía esperar. Y el hecho de ser chusquero impidió que lo ascendieran a general. Estuvo en las campañas de Sidi Ifni y participó en la fuerza de contención a la Marcha Verde. Tenía muchas cosas que contar.

- Si no llega a ser por Kissinger, que se metió entre medias, y porque Franco agonizaba en una cama de un hospital de la Seguridad Social, a los moros les hubiésemos zurrado de lo lindo. Había logística para llegar casi hasta Rabat.

 

 

 

22

 

 

N

o bien concluyeron sus abluciones en aquella fuente de tres caños, gluglú sedante e infinito bebiendo a morro, tragos que confortan las entrañas, tantas veces abrevada pero la sed no se le acababa, fuente inextinguible –había una cruz de piedra sobre el brocal-, y de que despachara con buenas palabras al padre Cantamañanas  que se volvió a la gloria, el hombre, con las inflexiones y vadeamientos de cabeza de los palomos cojos,( bastante penitencia llevaba pero el querido reverendo padre jesuita se salvó y fue al cielo a trancas y a barrancas, el que soba no mata) a dar a los ángeles puericantores sus dulces charlas, vio otra sombra, la de un obispo vestido de pontifical pero este obispo gastaba barbas y sus ropajes y su capa pluvial, recamados de oro, evidenciaban la pompa del rito oriental. Pudiera ser san Vicente. Pudiera ser san Atanasio. Pudiera ser san Nicolás en persona o pudiera ser el propio patriarca Alejo el que le impuso las ordenes sagradas una mañana alegre de mayo en Londinum, cruzó las estola sobre sus hombros y le dio la facultad para portar la eucaristía y salir con ella a bendecir con el humeral y las hijuela tras la puerta de los dones. Atar y desatar. El anciano de voz dulce,  al imponerle el crisma de la diaconía, le había hecho participar de esa visión del mundo nuevo, de ese concepto de servicio y de entrega, que era el sacerdocio y que él ahora arrastraba en sus malos pasos por lupanares, tascas, mercadillos y hospitales. Fuerza de la gracia del Espíritu Santo que a veces va por arriba y a veces, como dinamismo imperceptible, va por abajo. Muchos son los llamados, pocos los escogidos; pero él había sido elegido. Pertenecía al Cenáculo. Estuvo en la fracción del Pan y metió la mano en la llaga como Tomás. ¡Ah Jerusalén, lejana abroquelada en sus normas y sus principios atada de pies y manos a las filacterias! No había en aquel lugar, que llaman Ciudad Santa tabernas, para echar un trago, ni bailongos y discotecas, sólo templos y soldados con metralleta.  Jerusalén, podrás ser muy santa, pero, de tan divina, te volviste inhumana

 Todo aquella serie de normas legalistas fariseas, todas aquellas trampas saduceas, que ataban a los seres humanos de pies y manos eran de lo que vivían los levitas. Tantos embustes sólo servían para meter en la corbona o cesta de las ofrendas las monedas que ahorcaron a Judas Iscariote. Creían andar por la libertad y vivían encadenados no sólo a sus pasiones y a sus vicios sino aun  a sus mentiras y cambalaches perfectamente legales y democráticos. Sí, se lavaban las manos hasta setenta veces al día pero las tenían manchadas de sangre; rezaban la Shemá pero aquellas palabras al desgaire no eran la verdadera Shemá de Israel. Abrid Señor mis labios para que cante todos tus salmos. Yahvé, apenado y dolorido, miraba para otra parte ante las reverencias e inclinaciones de aquellos adúlteros. Eran los que apedrearon a la pecadora. A Jesús quisieron despeñarlo desde el pináculo de su sinagoga y eso que eran paisanos y conocidos ¿qué harían con Él si hubieran sido extraños?

 En tonos tan escogidos como el ferial y el mayestático cantaban los himnos procesionales. En el unda maris de aquellas letanías venía después el paso y era nuestro querido profesor de Lógica el querido don Chespi alias Chepillas  o don William pues era inglés y había nacido en el mismo pueblo que el Cisne de Avon, no había perdido su acento cockney. Hablaba lanzando muchos perdigones y escupitajos, mientras explicaba a Aristóteles. A los de los bancos de delante los ponía hechos unos cristos con sus silogismos que llegaban de rebaba.

-Eh todo ese banco de ahí atrás, a la calle. Cuando estamos en clase no se habla.

Eran cinco los filósofos y, con las mismas, cogieron el banco de madera a rastras y lo dejaron en los pasillos fuera del aula y luego volvieron a entrar  tan campantes.

 A don Chespi se le escapó una maldición en su idioma nativo:

-You bloody bastards

Su interpelación sonó clara y contundente anatema. En aquel momento el clérigo recordaba a un cisne orgulloso que avanzase cuellierguido por las plácidas y pandas aguas del Río Avon.

Uno de los alumnos, Monteguí, que era judío  catalán, converso eso sí, no lo recuerdo a punto fijo, y que hablaba perfectamente la lengua de don Chespi tratando de seguir el mamoneo se atrevió a decir:

-Sir, what do you mean? ()

- Pues quiere decir lo que oís y en castellano con todas las letras: vuestras madres, unas santas pero vosotros unos perfectos hijos de puta.

Y siguió explicando el tema de la semana con los ojos inyectados de ira, soltando una mansalva de perdigones. Los de adelante tuvieron que aguantar una lluvia dorada en medio de los silogismos, los corolarios, las proposiciones y los nego minorem subsumptam de la tesis de que se trataba la lección de aquella jornada. Los de detrás estaban que se descojonaban. Para acabar su clase, el inglés tuvo que hacer de tripas corazón y administrar la proverbial flema británica en grandes cantidades, pensando para sus adentros quizás qué hago yo aquí, por qué me vine a este pueblo de mala muerte, abandonando mi religión anglicana, a mis padres, y a Mary mi girlfriend, ( ) la cual hasta que se murió no cesó de llamarme papista y traidor en sus cartas. Desde luego soy un romántico y tuve la desgracia de enamorarme de España, puta España, castles in Spain, castillos en el aire, un atajo de tarugos y de fanáticos católicos, sois peores que los irlandeses, pero me enamoré de esta jodida ciudad y me ordené de presbítero, hice oposiciones a cátedras y saqué un beneficio en el coro, voy a cantar a las tres el Oficio Divino o a berrearlo. Y, si me echo la siesta o llego tarde, el racionero Bernardino, que tiene muy mala leche, me pone falta y me quedo sin estipendio. William esta noche no cenas en esta tierra de herejes. Con lo bien que hubieras estado tú en tu isla, hubieras podido ganar una cátedra en Cambridge, tal vez la mitra de York o Canterbury… te dio por leer a Chesterton… te enfrascaste en los sermones del cardenal de Newman y  volviste a la fe romana... has coqueteado con la gran puta ()… fuiste a Roma a ganar el jubileo y por la plaza de san Pedro viste merodear al diablo disfrazado de meretriz... te vendieron la burra mal capada. Te pagaron sus favores con indulgencias plenarias... eres un iluso y tozudo como buen inglés…”. Y vuelta la burra al trigo de sus remordimientos, a sí mismio se decía:

- Pero que hago yo aquí domando  potros, entre estos cafres, explicando lecciones que no entiende ni su padre y además no sirven para nada pues va a venir el concilio y todos estos libros, todas estas tesis, van ser carne de  hoguera y se acabó lo que se daba… y pa cuando me muera no quiero que me sepulten aquí entre inquisidores I am free thinker… bloody hell (). ¡Ay infelice, que mala pata!  

Creía que sólo le escuchaba su alzacuello de canónigo pero Monteguí que leía los pensamientos, poseyendo la alacridad y desfachatez de los de su raza. Pensaba que Chespillas estaba pensando cosas raras y le miraba con ojos burlones como diciendo:

-What are you thinking about, brother ()?

Los ojos del otro se entornaban al tiempo que le lanzaban excomuniones y anatemas:

-You fucking Jew ()

Luego, cuando se le pasaba, don Chespi el Inglés era un bendito de Dios. Daba la vida por los hermanos. Gran parte de sus annatas iban a parar a los más pobres del barrio de San Lorenzo o de san Esteban, pero tenía un pronto incontenible, pura dinamita británica. Le escupían, lo acanteaban y lo sacaban en procesión y él iba subido a la tarima como si nada, sin rechistar cual oveja camino del matadero,  el manteo arrebujado junto al vientre escaso, pues como buen inglés era frugal, comía poco y no se zampaba las comilonas de sus colegas de coro en el Bernardino o en la Tropical que buenos cochinillos metían entre pecho y espalda aquellos tonsurados de capa, muceta y hopalandas, y, sentado en su cátedra como si fuera un trono, dejaba que la comitiva integrada por siete seminaristas le portara a hombros,  cantándole de rechiflas en fabordón el Iste Confessor. Un cruciferario abría carrera por todo el aula, portando la cruz alzada.

 Tras él venía fumándose un puro,  de los buenos, don Fausto toda la sotana constelada de medallas por la pechera con las cruces que le impuso Franco por méritos de guerra pues el querido profesor de filósofos se había “chupado” toda la guerra como páter de la columna de Castejón y tenía, amen de un cuerpo taladrado de metralla  y un patriotismo a prueba de bomba, una brillante hoja de servicios, que se le cansaron las manos de bendecir a los moribundos y se le hundieron los brazos de tanto sacramentar novios de la muerte en Badajoz, en Garabitas, la Universitaria, Cerro Muriano. En Belchite, en Brunete donde le arrearon cuando estaba celebrando misa sobre los relejes de una tanqueta, con sus pies fatigados por el polvo y por la pólvora de aquella fratricida guerra en la cual él creyó defender la causa de España y de Dios. Había sido capellán de la Quinta Bandera y ungido a los valientes con el crisma y los oleos de la extremaunción, preparándolos para la muerte, a la que ellos en un arranque de heroísmo llamaban “fiel compañera”. Ahora enseñaba Metafísica en el seminario un poco a regañadientes y eso en sí en latín porque para él hasta el ama que le servía tenía que estar práctica en la lengua de Horacio...Se fumaba buenos vegueros e iba a confesar a los presos y a decir su misa a las monjas de San Plácido. Se le ladeaba un poco la cabeza y ya no miraba  para al frente como antes, sino de través. No estaba tan seguro, al paso que iba al mundo, de sus convicciones antiguas. ¿Para qué le había servido ganar la guerra si los rojos con el apoyo de las logias y de los judíos volvían a mandar otra vez y estaban infiltrados hasta en el Vaticano? Se le parlaban los pulsos pensando y le rilaban un poco los dedos por las pejigueras del Parkinson pero, como era creyente, no se desesperaba. Tal vez sería la voluntad divina. Hagamos de tripas corazón y no hay mal que por bien no venga le había oído decir al Caudillo una vez que éste le invitó al Pardo a una cacería después de que asesinaran a Carrero Blanco.

 Le llamaban el cura rico las malas lenguas y no era rico sino en ciencia y en libros porque tenía una gran biblioteca el antiguo soldado. Consideraba que la pluma, la cruz y la espada han de ir juntas, y, por eso, tenía tantos amigos militares, y a su casa venían a verle algunos poetas locales celebérrimos en aquel tiempo, como Quintanilla, buen vate que publicaba sus versos en El Avanzado de Corobias. Le ofrecieron una mitra pero él no quiso ser obispo. Había sido buen cazador y dicen que a cazar con él en los campos de Traspinedo vinieron a acompañarle los generales Yagüe, Varela, Buruaga y otros muchos. Su confesionario –había sido el penitenciario de la diócesis antes de que nombraran a don Demoque- estaba ocupado a todas horas porque tenía fama de ser penitenciario de manga ancha, al de haber batido el record de despachar a toda una bandera de la legión a la que confesó  en veinticinco minutos. Absolvía en menos que se persigna un cura loco. No hacía preguntas escabrosas a sus penitenciados, ni daba charlas, no se arrimaba, ni acariciaba a los niños como el pobre Mañanas. A él no se le podía ir con mariconadas. A los hombres de voz bronca y velada por el tabaco les preguntaba por las semenceras, las maseras y las cosechas y si habían llegado ya las cigüeñas a los campanarios. El era el encargado de decir la misa de cazadores cuando aun no había despuntado el alba sobre la sombra alargada de la catedral que era como un gran ciprés de piedra labrada velando el sueño y la vida provinciana de los corobinos.

-Dicas dicas in sermone latino... Dicas enim.

-¿Qué hay que hacer don Fausto para hablar tan buen latín como usted?

-Pues fijarse mucho y hacerse con la gramática de Goñi y el diccionario de Raimundo De Miguel.

 Miguel Delibes figuraba entre sus amigos predilectos. Los viejos mutilados de guerra, los veteranos del Tercio, venían a visitarle a su casa que estaba detrás de la cárcel y, al verlos el canónigo, se llevaba un alegrón.

¿Cómo estas muchacho?

Algo viejo y achacoso, mi querido páter coronel–

¿Y en qué compañía o en qué escuadra te alistaron?

La plana mayor de la quinta bandera.

Ah sí, ahora que dices, tu cara me suena.

Franco le había ascendido a coronel por méritos al valor. Tuvo la laureada a la punta de los dedos pero prefirió que se le dieran al corneta de su sección. Decía don Fausto que estaba hecho un cohete con mucha metralla en los entresijos del cuerpo, pero siete tiros en el cuerpo y avanzando ¡caspita! (no decía caspita, sino algo más fuerte)

Así me gusta.

Oye te acuerdas cuando nos coparon los rojos en Teruel. Hacía un frío del carajo veinte bajo cero exactamente pero defendimos el seminario como jabatos. Hostias pero eres tú.

 Y el capellán castrense, al reconocer al antiguo camarada que salvó el pellejo y salió indemne del infierno de Teruel, dejaba de ser el canónigo  bien asotanado que hablaba bajo, canturreaba ante los becerros catedralicios y con gran prestigio en el cabildo de la santa iglesia mayor, para convertirse en un guripa de tantos hablando recio y expresándose en la jerga cuartelera, poco cultivado y sin melindres. Joder, hostias de puta padre. Su cagamento favorito era cagarse en los huevos de Mahoma y por esa jodida tendencia tuvo problemas con el capitán Ahmed, que mandaba el tabor de refuerzo cuando los regulares les hicieron el relevo.

- No diga mal de Profeta. Eso está muy feo, papaz ().

-Pero ¿no ves que no miro para el cielo? Y, si  uno no  mira para arriba, los cagamentos carecen de categoría blasfema. Se convierten en simples tacos.

-Ya, pero esas palabras suenan a sacrilegio en las orejas de un musulmán.

- Si no blasfemo contra Alá pero es que esos putos rojos nos están trayendo por la calle de la amargura, nos han matado está tarde a tres muchachos. Además me sale el mozo de la ribera del Duero que llevo dentro. No sabes como nos cagamos en todo lo divino y lo humano, lo habido y por haber por aquellos pagos. Somos un poco brutos pero bastante nobles

-Ya pero nuestros imanes no blasfeman como vosotros. En eso los moros os aventajamos a los cristianos.

-Pues llevas razón. Sí que  es verdad.

 El páter pidió perdón y el sacerdote católico  y el fervoroso defensor de Mahoma - donde las dan las toman- se fundieron en un abrazo de paz. Alá, que todo lo observa y todo lo protege desde arriba, debió de mirar aquel gesto de reconciliación con beneplácito. Aquí no hay moros ni cristianos. Hay los que luchan contra Dios y los que le defendemos porque lo amamos.

El cura y el capitán de regulares sacaban su petaca y se intercambiaban tabaco, formulando sus buenos deseos para que aquel infierno de Teruel se acabase cuanto antes.

-Tú volverás a tu jaima con tus mujeres y yo a mi catedral con mi ama que está sorda como un tapión y tiene mala leche pero que te va a hacer un cuscus de puta madre pues su padre sirvió en  la intendencia de Larache, que te vas a chupar los dedos, mustafá, ya lo verás.

 Don Fausto no llevaba armas, sólo un cristo clavado a su correaje. Se movía como una ardilla entre las posiciones, saltaba las trincheras y cruzaba las alambradas y las calles de Teruel sin desenfilada, jugándose el tipo allá donde perecieron tantos: en la plaza del Torico.

Ese cura tiene un par de cojones. Son muy finos, oye.

 De Valladolid. De donde son los pijos pero anda, anda, que a valientes nadie les va a la mano a esos pincianos.

 En alguna ocasión, menospreciando su pellejo, saltó a los blocaos enemigos para confesar a algún soldadito moribundo de los rojos. Que aun  son españoles, españoles, equivocaos hostias, pero   españoles y, si podía  acercaba al herido a la posición a rastras, echándoselo al hombro,  como el buen pastor con la oveja descarriada a las espaldas o a la giraldilla, y lo pasaportaba hasta las líneas nacionales. En los fregaos en los sectores rojos se escuchaban ayes lastimeros y maldiciones pero había algún combatiente que, herido, pedía confesión. Un cura. Un cura.

-Alto el fuego, que venga don Fausto.

-Ahora mismo-

-Poned el bozal a los cañones, parad las ametralladoras, cesad el combate. Os enviamos al cura y vosotros nos mandáis una de esas milicianas tan cachondas que sirven a ese maldito comisario Carrillo Pitillo. ¿Vale el canje?

-Vale. Pero, como nos hagáis una encerrona, os vais a enterar de lo que vale un peine.

El comisario daba la orden;

- Parad el fuego muchachos.

 Y  por aquellas treguas de Dios se intercambiaban comida, mujeres y tabaco y noticias de sus respectivos hogares, pues, para bochorno de la historia, sucedía que a un lado y a otro estaban un hermano en un bando y un hermano en otro, un padre y un hijo, atizándose, dos de un mismo pueblo, el uno luchando por la republica y el otro por Franco.

 Don Fausto, cansado, pues había visto mucho, ya no se asustaba de nada, y menos de los pecados que algunos creían muy gordos, y a él le parecían menudencias, disparos de un 635,  la pistola  que tira tiros de señorita. Él, que estaba avezado a escuchar la música tremebunda de los organillos de Stalin o los  cañonazos del “Abuelo”,- una batería de costa que tenían los rojos defendiendo las posiciones de la universitaria y que lanzaba peladillas que dejaba unos embudos de veinte metros. Pum. Pum-, nada le pillaba de nuevas. El silbido de las balas y el rasgar del aire de los pacos no eran lo que se dice música celestial. Los pecados de sus penitentes, sí. Las mismas monsergas, la misma canción guerrera. “¿Y que me dicen estos? Que se la machacan, cuando se les pone gorda, que se quieren tirar a la maricarmen la mujer del vecino, o si les aprieta el deseo montan a su pollina en la cuadra, la que se tira pedos. Los cagamentos que, cuando se dicen, no se mira al cielo, no ofenden a Dios. Y dicen que van al baile a restregarse y arrimar material para un buen restregón, que juran y blasfeman, que no van a misa los domingos, que, en unas vísperas, estando borrachos, pincharon a un bravonel que les quería quitar la novia o se jactaba, pregonando que las mozas de su pueblo Escarabajosa de Abajo eran mejores que las de Escarabajosa de Arriba. Celos y procelas. Tormentas en una taza de té… Y que le birlaron a un tendero toda la caja, que por una parcela y un mojón le metieron en el culo toda una perdigonada, cuestión de lindes y demás perendengues. Y así sucesivamente. ¿Bueno y qué? Siempre fue así, nunca cambiamos.

-Reza tres avemarias al acostarte, hijo, propón tu enmienda y ahora di el señormiojesucristo.

-Acércate diacono.

-¿Qué? Adsum. Presente.

- Que no te vayas de putas que a ti, baranda, te gustan las faldas más que la leche que te dio tu madre. Hombre hay que sujetarse. Y ya sabes: haz lo que yo para vencer la tentación. Si la dejas quince días, ella te dejara un mes, y, si la dejas un mes, ella te dejará un año y, si la dejas un año, ella, a lo mejor, te deja toda la vida. Ya sabes que las mujeres son el aguijón del diablo, el ventalle de Aquilón que, cuando sopla, nos derriba. No había sacerdote más casto ni tampoco más cachondo en toda la diócesis ni hombre más sano en muchas leguas a la redonda. Para evitar habladurías, le sirvieron toda su vida amas de llaves viejas y tuertas muy poco agraciadas por lo general. Tampoco soportaba a los que se entregaban al amor de los efebos. Al capellán castrense no se le podía ir con mariconadas porque te echaba a puntapiés de su presencia. Luego se arrepentía y subía a tu cuarto y te pedía perdón.

- Me he pasado tres pueblos, estuve un poco fuerte, contigo; perdóname chaval.

 Al irse, dejaba un cigarro puro sobre el pupitre que uno se fumaba a escondidas en la camarilla,  el filosofo al que le había dado su padre y permiso para fumar, pues don Fausto, exquisito en sus gustos y limpio de alma, bebía vino sólo de la ribera y fumaba lo mejor de Vuelta Abajo().

En la tarde de confesiones,  se retrepaba en la balda y pensaba en los haces de sus campos de Transpinedo, en sus viñas y en sus parvas, en sus conejos y en sus liebres en sus trojes y en sus viñedos de albillo que daban muchas cantaras de vino del bueno, vino de la ribera. No escuchaba mucho al penitente, que una oreja la tenía en el confesonario, y su imaginación lejos de allí, con  los galgos de su rehala. Cuando confesaba, pensaba irremisiblemente que mañana tenía que ir de caza. Porque todo era lo mismo. Los escrupulosos no podían confesarse con don Fausto porque les cortaba en seco. Trataba a batacazos a las beatas. Aquí no estoy yo para escuchar rollos ni para guardar perros, señora. Si te pega su marido no seas tan puta, y si se emborracha todas las noches, llévale por buen camino, hazle que vaya a misa y al rosario, que confiese y comulgue por pascua florida y, si no, pues aguantoformo. El cielo es camino de abrojos. Aquí estamos siempre de duelo. No venimos a pasarlo bien, sino todo lo contrario. La senda del cielo es muy estrecha. No en vano, y acaso justamente, ya en aquellos tiempos se había ganado el lauro de machista cuando aun en el mundo el feminismo no había asomado la oreja ni había hecho acto de aparición lo que llaman violencia de género. Hoy no se opera con cloroformo ni es muy popular el aguantoformo, la medicina que aquel confesor recomendaba desde el tribunal de la penitencia. No nos aguantamos a nosotros mismos y claro así está el patio.

Acércate diacono.

Plakón()

 El  dulce Jesús había venido a liberarnos de todas las ataduras. Lo que atéis en la tierra será atado en el cielo y al que tú bendigas será inscrito, o prescrito en la nómina de los santos, y al que maldigas, réprobo será por todos los siglos. Le habló en ruso:

-Diakon, prestupiti. Acércate diacono

Ya sdiej, Gospodi. Estoy aquí, señor. Adsum

- ¿Cómo es que te lavas?

- No estoy limpio, patriarca.

El agua seguía manando, chorro de linfa, produciendo un sonido acariciador de brisas mañaneras y murmurios de rosario. Allá adentro, en el templo mariano, sonaban las melodías de la Salve. Cantaban cuatro viejas corobinas que habían madrugado para el rosario de la aurora que se celebraba todos los miércoles. Misterios gloriosos. Se escuchaban las codas rezagadas, pero tiernas, del Amante Jesús mío y Sálvame, Virgen María.

 La madre de la belleza los presidía desde su camarín estatua siempre en pie como un perenne Akathistos () las suplicas y quejas. La Reina del Cielo cumplía su misión  maternal de mirar por los pecadores. De nuevo el turco estaba a las puertas de Constantinopla. Todo el Oeste era una ciudad alegre y confiada. Moscú se encontraba bajo su amenaza. El patriarca cabe el brocal de la fuente de allá venía para salvar a la iglesia. Se le apareció monseñor Alexei II, quien acababa de morir de muerte repentina, dicen que envenenado.

 Habrá un tercer milenio igualitario. Los días de Roma, la gran putana, la gran embaucadora, están contados pero la iglesia se salvará volviendo a sus esencias, a sus raíces apostólicas. Entretanto, los malos cristianos seguían comiendo, bebiendo, fornicando, servidores del vientre y sus halagos y, adoradores del rey de abajo, que del de arriba nada sabemos, se entregaban a la buena vida y a hacerse la vida imposible unos a otros, afiliados a todos los excesos de Belial. Comamos y bebamos que mañana moriremos. Estaban todos muy preocupados de sus respectivos esqueletos, olvidando que la carne es para la tierra y que la vida verdadera yace en los confines del espíritu donde comienza el más allá. Pero ellos decían:

- Viva la materia.

 La tranquilidad del aire mecía los pámpanos pues ya era a finales de verano... Arriba, sobre las rocas grajeras, las chovas iniciaban sus laudes saludando a la alborada. Desde lo alto de aquellas peñas encaramadas, los impíos que en esta vida nunca faltan habían defenestrado a la Despernada pero la dulce Raquel a la que el sanedrín de Corobias acusaba de adulterio pidió a la Señora que la salvara. Una judía siempre tiene que echar una mano a otra judía y no era solo judía era aun  mujer formada del barro de Adán. Sopló Dios sobre el lemo y surgieron los senos amamantadores, el cabello hermoso y tentador, las piernas deslumbrantes, el bello púbico centinela del vientre y cancela de la pasión. En su boca puso sonrisas arrobadoras y una lengua falaz, melodiosa voz de Circe y las sirenas desde aquel día se peinaban entre las rocas llamando a los incautos marineros a la sima, y puso aun  en su lengua devoradora de hombres el aguijón del escorpión maligno y la sinuosidad de la serpiente. Eva se parecía unas veces a la animadora rubia de bote que en el salón de baile los domingos cantaba desde el estrado canciones americanas, imitando a Marylyn Monroe, y otras veces era la viva imagen de una vestal, caladas sus túnicas transparentes  en técnica de paños mojados, que ponía a los soldados de un regimiento de caballería alcalaíno como una moto

-Échelos bromuro en el agua mi capitán a ver si bajamos la fiebre. Si no, no va a haber quien lo resista. Joder.

-Eso digo yo. Joder.

Todo en ella era transparente y a la vez oculto como todo aquel que fue creado para el engaño y la seducción. Circe quería ponerle los cuernos a Queronte que remaba en su barca sin enterarse y cuanto más largo era el remo, más barría para casa, y los navegantes se anegaban en la laguna Estigia y la moneda que llevaban entre los dientes para pagar al barquero no les servía de nada. Unos se ahogaban profiriendo vivas a la republica y otros cantando el carasol y diciendo vivas a España...Los mortales se sumergían en la laguna Estigia y al nacer eran condenados al Tártaro. Esa es la fija. Miguel, mientras tanto, pesaba las almas. Le seducía aquella visión. Era completamente nueva y maravillosa. Venus, según la versión pagana no brotó del barro como una campanilla de los caminos que florece en las riberas tras la lluvia, había nacido de las aguas y el Señor le dijo pare y la mujer parió hijos, muchos hijos y preparaba la comida y  hacía la colada pero la mujer probó del fruto del árbol prohibido y vinieron las voces, los gritos, los desengaños, los miedos, los recelos, las enfermedades que anunciaban la muerte y el hombre y la mujer perdieron el estado de gracia. Palo y mala vida. Parirás entre dolores... ¡Pues vaya!

 Nos echaron a todos del paraíso y desde entonces a silbar a la vía y nos pusimos a cantar a coro las benditas estrofas de la Salve que nos describe como desterrados hijos de Eva que gemimos y lloramos en este valle de lágrimas pero los impíos, los que ordenaron despeñar a la pobre Raquel, querían enmendarle la plana a Yahvé. Nada de enfermedades, nada de trabajos y trajeron móviles, ordenatas y utensilios que servían para incrementar su comunicabilidad pero los hombres y las mujeres sobre los que pesaba la maldición del pecado original estaban más solos, más incomunicados cada vez, desconfiaban unos de otros, con aquella tecnología que aportó tanto ocio, tanta soledad. Y los parados y orates discurseaban en las plazas públicas como bustos parlantes, o se iban al gimnasio a contaminarse de microbios mientras hacían músculo. Las cadenas quedaron inundadas de bellas locutoras por fuera pero feas por dentro, el alma horrible,  que contaban historias pavorosas con sus caras perfectas. Eran tan guapas como diabólicas. Explotaban el morbo, las inherentes tendencias cainitas de la condición humana, o simplemente la imbecilidad. Anunciaban al Anticristo.

 Los sanedrines controlaban los discos duros de los bancos, de las magistraturas, de los silos nucleares y el mundo se llenó de sonidos de cajas registradoras, del llanto de las viudas de los guardias civiles asesinados, y de los estertóreas blasfemias de Luzbel proclamando su rebelión contra el Altísimo. Se enfrió la caridad, cundió el miedo entre los justos desparramados por el mundo o escondidos en sus agujeros. El que más chifle, capador; y allí sólo tenían derecho a voz y a voto la magna caterva de los hijos de puta corrompidos, que estafaban, engañaban, otra vez aquí la raza de víboras y de los sepulcros blanqueados copando los pulpitos, subiéndose a los estrados, escribiendo paginas y paginas que solo eran refritos de NYT e impartiendo por los micrófonos las consignas al oído. Todos eran la voz de su amo. Estaban vendiendo a España por treinta monedas. Sintió pena y rabia a la vez. Las iglesias estaban siendo profanadas y vendidas.

-Acércate diacono

-Adsum

-Hoy hacen falta diáconos como tú.

-¿Quiere  Su Beatitud que entonemos el Evangelio en fa bordón?

-Eso es; para eso te llamo.

-Os asiste el numen del Espíritu. Os defiende la espada de san Miguel.

Y así la formula –diakon prestupiti ()- se repitió hasta tres veces según la norma de la vieja liturgia greco-bizantina y el diacono pudo entrar por la cancela de la puerta de los dones portando el pan y el vino que lavaron la culpa. Se le encogieron un poco los ánimos pues magna era la misión que le encomendaba el obispo y mártir, uno de los últimos grandes santos que produjo la Ortodoxia: el patriarca Alexei. Se le había aparecido aquella mañana cuando se refrescaba de su resaca en la fuente de los Siete Caños de la Fuencisla.

El patriarca le asignaba un cometido: Nada menos que proclamar la verdad a unas gentes que se alimentan de mentiras, en un mundo lleno de peligros y de testigos falsos. Pero bebió del agua de vida, le vino bien aquel lavacro después de una noche insomne rodeado de magdalenas y de moritas que suspiraban por el regreso a su tierra de la cual les desarmaron los desalmados que habían resucitado las viejas costumbres medievales de ominoso tributo de las cien doncellas o de la usura. Los del City Bank cobraban una tasa de atraso de hasta el 30 por ciento.

-Si yo soy Lorenzo. Aquí está tu diacono

-¿Podrás beber del cáliz que yo he de beber?

Sintió que aquella voz poderosa le convocaba a altos destinos y  se sentía casi sin fuerzas. Pero dicen que la fortuna ayuda a los audaces. Y, como el apóstol Pedro, que fue a Roma al encuentro de su martirio, él subía a Corobias para ser crucificado.

 Vio gatear hasta los escarpes del alcázar la sombra de Judas. Bien sabía él, que era demonólogo, que al diablo le privan los pináculos, anda siempre por las chimeneas y por aquellos lugares donde observe sin ser visto. Ojo que las paredes oyen.

-Pedro, llévame contigo; yo también quiero ser crucificado y que me pongan boca abajo pues no soy digno por mis pecados y negaciones de recibir la corona cabeza arriba, sino cabeza abajo. O en el aspa de san Andrés.

 Tomó el Nazareno su cruz a cuestas y ya atravesaba los puentes de desafiantes tajamares del Rasemir y del río Cuaresmas, su afluente, mientras los impíos celebraban parlamento en lo alto de una peña sobre el caso de la adultera. Unos decían que arrojarla desde la cumbre del desfiladero, y otros, que arrastrarla de la cola de una yegua, pero el más viejo de aquel concilio de Anases y Caifases, aseveró suspender la ejecución hasta el día siguiente.

-Hoy es sábado, hermanos, y no es bueno que en sábado se vierta sangre. Lo dice la Ley.

En estas estaban, cuando el marido que se encontraba en el tribunal, pues fue juez y parte que, por lo visto,  su Raquel se lo había montado con un capellán, optó por la salida más expedita. Fue aquel Jacobo el que empujó a la pobre muchacha al vacío. Raquel, fervorosa de Nuestra Señora y amante de su capellán, se había hecho cristiana y rezó a la Virgen mientras su marido la insultaba como un poseso…. Puta…. Puta fornicadora... recibe el castigo. Entonces bajaron los Ángeles y tendieron sus alas de pluma como colchón de salvación y la Despernada salió indemne, superó la ordalía. Resulta que era inocente del pecado que la imputaban.

 Desde aquel día aquel paraje se llama  la Roca de la Esther o María del Salto, que es así como lo conocemos los corobinos, muy devotos siempre de la Madre de Dios. Ella vele los pasos del pueblo judío y procure su salvación. Mientras tanto, los ángeles del cielo, entre las melodías de las chovas y el reír de los jilgueros, acometían el canto del Querubín que es bálsamo de añoranza del cielo para cuantos lo escuchan:

-Diácono, acércate.

- Sí, señor, aquí me tienes.

Y en esto diciendo ya estaba ante la plaza del seminario, temblándole el alma de añoranza y de piedad.

 

23

 

 

R

egresó a la memoria todo aquel tiempo fugitivo. Habían pasado 53 años exactamente desde aquella tarde cuando el maletero cargó en su carretilla el baúl con todo su ajuar. Vino del pueblo la tía Veneranda-su madre la llamaba siempre cuando había alguien enfermo o ella se ponía de parto y allí estaba la Veneranda que venía a asistir, trabajando por la comida- y le bordó las camisas con su nombre y apellidos. Tienes que ser bueno. Tienes que ser santo. Santo serás. Tía ¿qué es ser bueno, qué es ser santo? Menuda pregunta. Hizome Erifos el traidor derrotar por las tabernas. Un año había pasado desde mi mensaje en la red el SOS de esperanza pero muy pocos respondieron a mi llamada, dicen que a INTERNET lo carga el diablo. El subdiácono cantaba la epístola pero los minoristas de entonces nunca regresaron y en los nidos de antaño no quedaban pájaros hogaño. Fue la decepción una de las mayores de mi vida pero yo estaba acostumbrado a ser carne de fracaso.

 

 

Cada uno andaba a su bola computando las cabañuelas de agosto y en la noche de san Lorenzo, cuando las estrellas lloran  lágrimas de estrellas en forma de ascuas, se apreciaron signos y hubo corazonadas de que en este tiempo de congojas algo grande se acercaba. Estaba más solo que nunca el Carballo de la plaza, un flautista que tocaba el albogué transformaba los ecos en euros y los euros en  duros y así sucesivamente el mito del eterno retorno que decía que ante tanto fenecer sólo podía haber algo inmortal: la  pela.

 

 

En ca Octavio el  del bar de la plaza el fantasma de un cura fusilado en la guerra civil hacía solitarios mientras la niebla del monte descendía cubriendo al pueblo como en un sudario. Entrago que así se llamaba esta aldea era todo él una lápida con la inscripción de hic jacet ().

En todo aquel verano de la crisis no cesaron de pasar peregrinos. Uno tenía el sombrero de medio lado, otro lleno de vino la calabaza porque había que coger fuerzas para el camino –dic nobis Maria quid vidisti in vía? ()- y otro una bandera en su bordón en que ponía otra interrogante de difícil respuesta:

Quo vadis, Hispania?”()

Un asno que pacía a la vera del río Salgueiro rebuznó, bronco y tieso:

- Camino del estatuto prostituto.

-Esta es la patria de locos republicos.

-Octavio, pronto te jubilas.

-Me jubilaré cuando me dé la gana, mira éste. Pero para celebrarlo acudo en romería a dar un abrazo al Apóstol y desagraviar al patrón de España por lo que le hizo Coblers (): darle la espalda a Boanerges.

-También tiene anchas espaldas del Hijo del Trueno y no creo que se inmute ante ese remendón por nombre Coblers.

-Sí, sí pero él es presidente de gobierno.

-El que vale, vale, y el que no, lo hacen ministro

El señorito Octavio se había rapado el pelo como el Dalai Lama. Era gay- un cuerpo de hombre e un alma de mujer- pero hizo la mili en caballería. Hubo un tiempo en que se comentaba con mucho rebufo aquella inclinación nefanda pero, hoy en día en punto a opciones sexuales, el personal estaba al cabo de la calle y poco a poco salía del armario; mucho mando tenía ahora los bujarrones, los despreciados de otrora.

Octavin se jubilaba en noviembre y a lo mejor se mudaba a vivir a Cádiz. Se había echado un novio andaluz. El asunto de la mariconería del del bar de la plaza era utilizada como arma arrojadiza en las discusiones y reyertas con los de Entina de Arriba, que era el pueblo rival, situado en la rasa que abocaba a uno de los acantilados más abruptos de la costa atlántica. Desde allí un pescador llamado Draque dijo que se oteaban los blancos acantilados de Dover, exageración notable porque las islas británicas quedaban en la otra punta pero a los de Entina para ponerles los dientes largos a les entragases que no tenían puerto de mar aunque playa sí que tenían, les contaban tales ucronías.

- Pero nosotros por lo menos no somos homofobos.

En ese instante pasó un gaitero por allí y derramó una copla:
Dos cosas tiene mi pueblo

Que no las tiene Madrid

La santina de la Cueva

Y la sidra Manolín

- Chupate esa.

Las rivalidades regionales les daban cierta vidilla a aquellos pueblos deshabitados. El culebre se paseaba por la calle real y las xanas peinaban rubios cabellos, aquel pelo fuerte como hojas de ailanto, bajo las tupidas copas enramadas del humero. Aquella era tierra de frondas y de alisos y de hablar en corito con mucho sustantivo y caídas rápidas con aquellas inflexiones mentales en las que eran expertos los lugareños, que tenía todo el atractivo del canto coral. Cuando hablaban, parecía que estaban cantando romances. Y ya no emigraban las cigüeñas en guardia permanente por entreaño sobre los pináculos de las catedrales machacando el ajo o durmiendo a la patacoja, encaramadas en las viejas torres. Las zancudas aves de la felicidad le recordaban una canción de la niñez “cigüeña malagueña la casa se te quema, los hijos se te van a Pecharromán, escríbeles una carta que ya volverán… a la bumburubara a la bumburuberu… amagar y no dar… dar sin reír que se me apaga el candil… dar sin hablar que se cabrea don Blas... El que se ría paga la bola tú por tú que has sido tu”. Y así sucesivamente.  Hay que buscar chivos expiatorios y aquí la culpa de todo la tiene ZP y después Franco. Guay de mi España. No, ya no emigraban las cigüeñas. Los seminarios vacíos tenían la puerta cerrada y los obispos no cesaban de meter nabos entre pecho y espalda como el que come sapos.

 Estaban las zancudas de plantón permanente en sus casas de las torres rebosantes de ramujo. Había cambiado el clima a consecuencia del calentamiento global. Había cambiado todo. Hic et nunc… hieri et hodie () illic et tunc… o tempora, o mores. Ayer hoy y mañana. Mirad los pajarillos del campo que ni siembran ni recogen y Dios les alimenta y les reviste de las mejores galas. Mi vocación hubiera sido la de cigoñino que son los pájaros eremitas de nuestra fauna, se suben a un tejado y allí se pasan las horas muertas meditando como Simón el Estilita, subidos a su columna y escuchando las voces de la plaza o el aviso de las campanas.

¿Qué sentido tenía relatar aquellos acontecimientos que parecen las crónicas de los argonautas o de gentes que vivieron en otro planeta? El efecto dominó. El efecto mariposa. La cruz del revés. Habían mudado las costumbres, se transformó el idioma y Miesesmucha era consciente del hecho de que utilizaba vocablos en desuso. No le entenderían las gentes. Había cambiado todo. El modo de hablar y nada se diga de la forma de pensar. El Dios en que creíamos entonces, pensaba Miesesmucha aquella tarde de septiembre del 2008 cuando los cangilones de la memoria levaban ristras de recuerdos líquidos rostros que se desvanecían nombres que no se conseguía encajar como tampoco engargantaban los dientes de aquella vida casi vivida al completo. El engargolado de nuestros actos, de nuestras pasiones, de nuestras vidas, y nuestras muertes, parecen el resultado de algo fútil como el ser humano que unos dicen que es creado a imagen y semejante de la divinidad y los no creyentes le asignan un papel más modesto como pariente de los primates.

 Tales pensamientos se encaramaban en su mente y le dejaban poco espacio para la deducción. El cansancio y el hastío acudían a los puntos de su pluma y casi le agarrotaban los dedos renuentes a seguir rasgando caracteres ilegibles sobre su cuaderno. La cólera le frenaba en su indomeñable lucha con el tablero del ordenador. Pero había que continuar la historia. Pintar sobre el vacío, acaso, buscando respuestas poco fiables a los axiomas irreductibles de la vida. Lo que pasó, pasó, y esta es la hora del hic et nunc. Lo tienes claro. Mira que escribir para cebar el monstruo que jamás se sacia de tu Güeb. Quisiste ser famoso y brillar en los salones o, al menos, que los demás te tuvieran en cuenta. Pero nadie sabe tu nombre; el destino te escondió aunque ya sé que escribes para decir eh que estoy aquí, no pasa nada, nadie te hace caso. Que no me he muerto aun, oiga. ¿Y qué más dará? Eres un hedonista. Eres un fetichista. Autista. Exhibicionista. Egoísta. Recorriste los caminos con pinta de artículo indeterminado y con aire vagabundo, nadie se zampaba tus teorías, no les venía bien tu distanciamiento apriorístico a las masas. Además son todos unos jodios bolos. Les reconcome la suspicacia. Hiel y vinagre acechan sus rostros. Todo se aceda. Todo se desvencija.

Lo tienes claro, tío. Quisiste ser algo pero nunca llegarás a nada. Hic et nunc, ahora o nunca. Lo que importa es lo que está abajo que lo que quede arriba bien podrá esperar. De eso no sabemos nada y nadie vino a decírnoslo. En la vida actuamos de convidados de piedra de nuestro propio funeral, aunque recuerda que todo lo que está ahora abajo mañana puede estar arriba. La reina madre de todas las batallas es la perentoriedad.

 Más vale pájaro en mano y de nimis non curat praetor (.) Eres un cajón de refranes. Siempre me gustó hablar en parábolas, soy un hincha de la paremiología. Los circunloquios fueron parte de mi estrategia literaria pero ¿a qué te esforzarse tanto si todos esos son  unos cabrones, viven entregados a la buena vida sirviendo a su panza? No se hizo la miel para la boca del asno. Claro todos estamos hartos de sermones… ¡tanta mentira! Los políticos en sus espiches nos vendieron el aire en cápsulas. Ya callaron los púlpitos. Se acabó lo que se daba. Pero ¿donde andarán esos? ¿Quiénes son esos? Pues ¿quienes van a ser: los ostiarios, los exorcistas, los acólitos y turiferarios, los lectores, los que alguna vez cantaron en su clerical tonsura o guardaron canceles y puertas de la casa de Dios?... todos borrachos, señor obispo. Bolingas y con resaca, sépalo Su Ilustrísima… mandalos llamar inmediatamente. Que vengan. Que se presenten… y Entenzón pensó para su camisa “mandarlos tendría pero a tomal pol culo a toda esa piara de camándulas”. Se contuvo. Don Daniel, nuestro padre don Daniel, era una persona muy delicada y de gustos exquisitos. Nunca se le oyó murmurar y de su boca nunca salía una palabra más alta que otra….Ya lo hice, eminencia, pero pusieron pretextos.  Torcieron el morro y todo fueron excusas. El uno me dijo que tenía que ir a enterrar a su padre, el otro que a ver su viña y el otro a comprarse una casa. Unos se estaban divorciando y otros jubilándose. Los que llegaron a curas iban que echaban el bofe de un lado para otro de parroquia en parroquia porque servían a siete pueblos o más. Mucho arroz para un pollo. Demasiada cura de almas para los herederos de los apóstoles. Uno acababa de operarse de la próstata. Otro dejó a la mujer de toda la vida y se marchó con una rusa que le limpió la hacienda y los cuartos. A otro le tocó la lotería. Otro preparaba oposiciones a canonjías. Quien llegó más alto de todos fue precisamente Casimiro que estaba en Roma en la curia. El papa Benedicto le había nombrado prelado doméstico. Un poco su perrillo de aguas como si dijéramos, vaya. Verumtamen el diacono el más latinista de todo el grupo cambió a la ortodoxia y un obispo griego le impuso sus manos. Decía la misa todos los días en su capilla privada y rezaba todas las horas en latín. Era muy  devoto de los padres del desierto y su casa estaba atestada de iconos de san Hilario san Pacomio  y de san Antón. Cantaba con buena voz Verumtamen, vocación de monje y un cierto regusto por el brillo de las cosas  de la casa de Dios pero tenía mal pronto.  Llevaba mala vida. Su vocación de ermitaño volvía difícil su trato con los demás hombres y mandaba a la gente a tomar vientos. Tenía mal pronto y muy poca paciencia. Por ello hacía penitencia cuando tenía ganas de hablar con alguien bajaba a algún puticlú. No quería comprar sexo, vendía soledad. Se puso en la pierna un cilicio y tapaba su desnudez con merlota. Era un pecador pero Cristo bajaba a sus manos y se convertía en el pan y el vino de la redención. Se repiten las historias evangélicas. Don Fernando Entenzón le hacía un repaso a Su Ilustrísima de la situación en el mundo y repasaba nombres tan olvidados ahora como conocidos entonces. Acércate diacono. No temas. No vaciles pero los apóstoles eran frágiles y al menor peligro huyeron. La iglesia se había convertido en un cenáculo de cirios vacilantes. El Redentor conocía el corazón humano. Nadie quiere entrar por la puerta estrecha que lleva al cielo. La mayor parte prefiere el camino de geranios que desemboca en el infierno. La ley del mínimo esfuerzo. El espíritu está pronto pero la carne es floja. Aquí y ahora. Inmanencia versus trascendencia. Proliferan los servidores del vientre mientras la llama del espíritu se apaga. ¿Y de que hablan los papeles? Dos bombas puso la puta eta, mató dos guardias civiles. En la ciudad de Burgos voló una casa cuartel y casi a las puertas mismas de la hermosa catedral los moros tendieron su amenazante alcatifa, han puesto una mezquita y adoran a Alá para vergüenza y sonrojo de nuestros creyentes. Esto es el todo vale y todos la tenemos puesta. Nos la clavan por delante y por detrás, monseñor. Todos de momento  se rasgan las vestiduras y ploran como plañideras pero el duelo pronto se les pasa. No ponen remedio y a otra cosa mariposa. En los inacabables talk shows los punditos-malditos y entendidos de todo lo que anda lo que vuela y lo que nada (de la mar el mero, de las carnes el cordero, lo que vuela la perdiz y de lo que anda con dos patas mi Beatriz) que de todo parecen saber pues acerca de todo pontifican y se entregan a la verborrea de los bustos parlantes, lucubrando de todo lo conocible y hasta de lo inconcebible. Ahí está ese san Miguel inverecundo con sus hirsutos bigotes de chivo y su aire cansado de viejo rabino. Parece que le dan cuerda… Hay referencias al sexo seguro con la norma vigente del pontelo pónselo que acuñó doña Matilde la Prójima, dicen que es tía de doña Bibi, ministra de Igualdades, fraternidades y libertades que no liberan, aherrojan, porque la grey anda dispersa y en manos de malos pastores, y el personal va por la vida con un viva las cadenas, igual que cuando Fernando VII.

-No me hables de Borbones por lo que más quieras, Entenzón, que son todos unos bribones

 Ya sólo es pecado fornicar a pelo. Los que lo hagan con preservativo van al cielo. Buen provecho. Son los nuevos predicadores, Eminencia, los que nos atruenan desde sus ambones mediáticos, busconas, mercachifles, adoratrices de la serpiente, sátrapas. Los reconvertidos y los blasfemos, los prevaricadores, los enagüillas faldicortos del mírame y no me toques, y los que van por la vida como quien no quiere la cosa, o diciendo aquí estoy porque hemos venido a poner el cazo y a cobrar... Los pedisecuos de Greitbigjore que apostrofan al rebaño y ahí están las nuevas ovejas todas perdidas en el gran redil. Escuche sus balidos, Eminencia, y le darán ganas de llorar. Nada pudo achacar a estas explicaciones inexorables de su fámulo aquel buen señor obispo.

-No me dan ganas de llorar, Entenzón. Lo que siento son deseos de volverme a mi sepultura. Recuerda, mi querido fámulo, que acabamos de resucitar. ¡Y resucitar para eso! pues vaya una gracia.

 El obispo Riostras y su familiar habían vuelto a la vida por una de esas casualidades de la Providencia. Se adelantaron a los acontecimientos, cansados de tanto polvo y tanto gusano, y querían recuperar sus carnes gloriosas y entrar con ellas en el Paraíso como el buen ladrón. Escucharon una nota y creyeron que era toda la orquesta y no era más que la música de un clarinete. Se equivocó la paloma… se equivocaba.  Y fue así como Gabriel Riostras Cornijal, y su edecán en el episcopado, y su mano derecha, regresaron a Corobias unos díitas como si dijésemos de vacaciones. El uno resucitó con su capa magna, el pectoral con amatistas engastadas, y el otro meneaba con garbo sus manteos, la muceta y la canoa o roquete magistral con mangas de hilo, rematadas en puñetas de blonda y encaje. Aquel sí que, estando en vida, era todo un curón. El obispo don Daniel era más humilde, epitome de la mansedumbre y calvo. Un santo que vivía humildemente en un tabuco de su gran palacio del siglo XV, ayunaba los viernes y llevaba cilicio, lo que no era óbice para que reservase las mejores galas para el esplendor litúrgico. Sus misas de pontifical siempre serán recordadas en los anales de la Sede de San Tormo. Calzaba unos borceguíes bien pulidos que cambiaba por alpargatas, llegado a su gran palacio. Dormía en el suelo y siempre aferrado a su cordón franciscano porque  cantó misa como fraile menor. Por lo visto el ángel del Juicio se entretenía haciendo arpegios con la trompeta que sonará en la segunda venida y se le escapó un treno. Erguidos en pie otro ángel que estaba de guardia ayudó a descorrer la lauda funeraria.

-Bueno, ya que estáis aquí, pues vale, resucitad porque fuisteis justos, Ahora id a la ciudad  de Dios. Pero os advierto que os vais a llevar una sorpresa. A lo mejor os da un patatús.

-Crucemos la puente Castellana

Atravesaron el Rasemir por un puente de barcas, dejando su tumba fría detrás del presbiterio del antiguo monasterio jerónimo donde ya no quedaban frailes y, cuesta de la Fuencisla arriba, entraron en Corobias por la puerta de San Cebrián. Todo estaba muy cambiado. El paisaje no era el mismo. En los viejos herreñales habían aflorado urbanizaciones, casas de fin de semana, segundas viviendas; casas y más casas que maculaban el antiguo paisaje. Había menos arboleda.

Por la ronda ya casi ni se podía ni caminar debido al incesante trafico, cuando aquella carretera abombada de Arévalo, estaba tan solitaria que era el paseo preferido de los canónigos las tardes que hacía viento. Un cuatro ruedas por poco atropella a los resucitados. Unos gamberros al verlos en aquellas fachas (el viejo petaso episcopal descolorido y raído por las alas, la sotana hecha un harapo, y las hebillas de plata de sus mocasines que con tanto orgullo ostentaban en vida, cuando le llegó a Entenzón el breve pontificio nombrándole prelado doméstico de Su Santidad, -era casi como si le nombraran obispo, pero no le dio tiempo al hombre alcanzar la meta soñada de la plenitud del sacerdocio- se habían desteñido de tanto pisar calaveras) empezaron a insultarles llamándolos mendigos y borrachos.

 A trancas y barrancas sendos oblatos lograron ponerse a cobro de sus embestidas y llegaron al barrio de San Esteban y llamaron a la puerta del palacio episcopal. No les abrían. No se les dio acogida. No les reconocían ni entendían su lengua. Resulta que aquellas dependencias otrora tan lujosas que mostraban un león tenante en el dintel no eran ya propiedad eclesiástica. El inmueble había sido vendido por el cabildo. Se habían transformado sus dependencias –el palacio episcopal poseía una enorme biblioteca y amplias caballerizas- en un hotel. Dieron al conserje su nombre y filiación pero este ni siquiera creyó fuesen fantasmas sino dos míseros que, hartos de vino en tetrabrik buscaban una artimaña para pasar la noche, pero como les oyó decir que habían sido curas los mandó para el seminario. Y así estuvieron los dos espectros entre Herodes y Pilatos. No había tal seminario, sin embargo; había desaparecido el semillero, todos sus planteles habían sido dispersados por el viento. Hacía dos años que en aquella diócesis no se ponía en ninguna torre la bandera blanca de los misacantanos en la cúspide del campanario. El viejo y solemne edificio herreriano mandado fabricar por Felipe II tres años antes de su muerte, habíase transformado en un geriátrico sacerdotal y en casa de acogida de inmigrantes. Allí una monja vestida de seglar y más fea que picio tampoco se creyó la historia de su resurrección y los dos recién llegados hubieron mucho de porfiar para convencerla de que habían sido de la casa y que les dejase pasar. Tenía la sor cara de pocos amigos. Si hubiesen sido moros o sudamericanos o bosnios, a lo mejor todo hubieran sido mieles y facilidades pero, al escucharles hablar en román paladino, y con esa majestad y señorío con que se expresaban nuestros abuelos, torcieron el gesto, porque en este país de viejos marranos () se trata mejor al forastero que al de casa. Y eso era una desventaja porque una de las peculiaridades de aquella caridad falsa que llamaban solidaridad o filantropía es que había sustituido al amor de Cristo por la filantropía y el reinado de la apostasía.

Eran las tretas seculares del Apóstol de la Mentira sin más ni más. A los moros se les franqueaban todas las puertas y a los cristianos viejos se les echaba de casa. El antiguo señor obispo y su secretario particular pronto se dieron cuenta del drama: la Iglesia que ellos tanto amaban cuando ésta tenía autoridad y prestigio se había convertido en una vulgar ONG, un banderín de enganche a merced de los gobiernos paralelos que rigen los designios con mano oculta. El enemigo ya no estaba ad foras Minaba la fortaleza desde dentro

- Hermana, los dos somos sacerdotes. Y éste es obispo y yo soy prelado doméstico de Su Santidad. Carecemos de posada, no tenemos donde ir ¿Quiere que le presentemos a Vds las cartas dimisorias?

- No hace falta pero otro día vengan un poco antes.

- Si nos vaga – dijo Entenzón autoritario que ya empezaba a impacientarse y las pegas de la monja le parecían exageradas.

- Denme el carné de identidad, el número del de la seguridad social. O su tarjeta de residencia

- No lo tenemos, hermanita. Creo que se quedaron con esos documentos los herederos o desaparecieron cuando se procedió al despojo de nuestras posesiones como es natural.

- Pues sin esos documentos no puedo admitirles.

Al fin, y después de mucho tarifar la tornera de la Residencia Sacerdotal les alojó pero sólo por una noche en un cuarto traspillado del antiguo seminario mayor. Era la habitación que ocupara el padre Mañanas con vistas a la sierra. Los balcones daban a la huerta. Allí estaba el viejo camastro celular con  un mohoso rosario atado al catre y hasta un antiguo cilicio oxidado del buen jesuita del que aquí ya se habló bastante y por menudo.

 Nuestro santo obispo y su fámulo, el que le acompañaba a todas parte, se levantaron del sepulcro con los mismos cuerpos y almas que tuvieron (para no llevar la contraria al catecismo del P. Astete, en su capítulo sobre la resurrección de la carne); por  confusión ya creían que había llegado la hora, escucharon el son de la trompeta pero oyeron mal.

 En la antigua celda del padre espiritual había un viejo televisor en blanco y negro y los dos se hacían cruces ante la maravilla de aquel invento con el que se podía tener cine en casa a todas las horas del día. Estupefactos y consternados ante aquel invento que tenía algo de mágico y de diabólico se pusieron a mirar. El señor obispo o no entendía bien lo que decía pues los jóvenes hablaban muy deprisa y con un acento nasal poco vocalizado a la gringa o a la japonesa, o no quería entender. Tampoco daban crédito a sus ojos.

-¿Qué dicen esos modorros, Fernando?

-Especulan de omni re scibili (), Eminencia. Se expresan con gesto altanero como si fuesen oráculos. Creo que acaban de descubrir el andaopalante. Dan recetas contra la crisis económica y contra la gripe que viene. Hay que tomar medidas. Redactan  los telediarios, según les dicta el Consueta del Gran Cofrade y de la Greitbigjore, y hablan los bustos parlantes de la violencia genérica. Proclamando el evangelio al revés. El principal problema que tenemos planteado en este país es saber, a decir de los nuevos informantes y de los oráculos parlantes,  si Andreita pasará las vacaciones con su padre en el cortijo o si se quedará en el gran San Blas y si Norma la Maciza rompe con su marido el empresario gran jefe amo del corral, gallo la quintana, y vuelve con su marido el domador de leones… que país, señor obispo… vanidad de vanidades y todo vanidad. Nos vamos.

-¿Hacia adónde?

-Eso digo yo. Y ¿a qué venemos? No sé a qué venemos, dijo el otro cuando de pronto suena la orden de partida. Ya nos vamos.

-Para ese viaje no necesitamos alforjas y, ya que hemos interrumpido nuestro eterno descanso y regresado al mundo de los vivos, quedemos un ratito a ver qué pasa.

-Eminencia, creo que nos vamos a divertir un tanto.

-Bah- dijo don Daniel- no sé para qué algunos quieren vivir tanto. Todo es lo mismo que entonces. Los mismos galgos con diferentes carlancas. Todo deja vu. -Yo fallecí a los 92 años un 18 de julio, fui uno de los primeros curas que me sumé al Alzamiento siendo magistral de la catedral de Valladolid. Todos los 18 de julio Su Excelencia el Generalísimo me invitaba a la Granja que corrían las fuentes. Luego había un espectáculo en el que bailaba Lola Flores. Yo siempre declinaba la invitación pues aquel sarao y el andar entre aquellas señoronas no me parecía un lugar decente para un mitrado. Iban descocadas y en manga corta luciendo el escote y ya sabes lo mucho que tuvimos que batallar los curas de entonces en perpetuo combate con la inmoralidad. Al acercarse verano, yo escribía cartas pastorales recomendando a mis sacerdotes que vedasen la entrada a las mujeres que se acercaran al confesionario o al comulgatorio en maga corta o en pantalones. Era el caballo de batalla de los párrocos.

-Pues mire, Su Ilustrísima, cómo están ahora: marchan por la calle en pelota picada. Todas sus ovejas, las que guardó con tanto celo, andan descarriadas y en pecado mortal. Aparecen casi desnudas en la pantalla. No hay remedio.

-Apaga ese chisme ¿quieres? Vade retro.

Y muy tristes y pensativos los espectros, viendo la caja tonta, se quedaron dormidos en su primera noche tras el regreso al mundo de los vivos como cuerpos resucitados. Pero antes rezaron el Sub tuum presidium () a la Virgen y no sin previamente pasar, aunque de mala gana porque el taedium vitae () de la vida moderna parecía haberles contagiado a sendos santos, los cinco misterios del rosario.  Al escritor, que no salía de su asombro al contemplar a aquellos dos resucitados, que no eran otros que su antiguo obispo y su fámulo que acababan de salir de  su tumba, le entró una de sus habituales pájaras y se preguntó el propósito de todo aquello. Tampoco sabía adonde ir. Labor inane. No suena el teléfono, el movil no canta alborozado. Únicamente suena cuando llama la policía o un pedigüeño brindando una oferta. No me leen. Me ignoran. La vida de algunos españoles se ha convertido la gran travesía por el desierto de la globalización. Pero mañana amanecerá,  tovarich.

D

el viejo cuarto del padre Mañanas salieron como cánticos. Era la música de los coros celestiales que habían prorrumpido a dar acogida a los ilustres huéspedes, a quienes los suyos desconocieron e ignoraron.

Las citaras suaves y las cuerdas del arpa estuvieron activas toda la noche. Eran dulces melodías entonadas a muchas voces y afinadas en gran concento y concierto polifónico. La música y el diapasón denotan la presencia de los espíritus puros que circulan por el mundo a la velocidad del relámpago y velan por nosotros. Por el contrario, la cacofonía, lo disonante, lo estridente, lo chirriante es privativo del diablo. Dios une y el diablo separa.

 Los ángeles caídos, al ser arrojados al infierno, entraron allí en medio de una gran anarquía. Y, siguiendo con este razonamiento, cuando se detecta inquietud, cuando no hay armonía, sobrevuelan los rencores y los pensamientos homicidas o fornicarios, es que allí está ÉL. Todo ello es signo de la presencia de los diablos. El demonio huele a azufre, canta mal, desentona, no combina los colores y siembra el nerviosismo o la inquietud en aquellos que se mueven por su entorno.

 

 

 

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s pedorro. Se tira pedos y, si es  verdad lo que dice Sartre de que el diablo son los otros, de diablos puede estar lleno el mundo. Se ventosea y luego obliga a los hombres a pintar sus inmundas ventosidades de  verde. Tozudo y machacón es como él solo. Tiene la nariz muy larga, y estiradas las orejas. Ahora usa gafas. Por lo cual esos dos puntos que no paran de hablar por la CNN y de entrevistar, un tal Pasadizo y un tal Angostillo, que deben de ser hospicianos de Segovia –paisanos míos, ciudad de acarreo que sigue infecta de marranos porque el marranismo espiritual fue una de sus trazas-, y recién salidos de la casa cuna les pusieron un micrófono en la mano, un plató en el que aparezcan y un pinganillo en la oreja para halagar su inmenso ego. Asimismo, les pusieron una bandera americana grandota en el alma y el odio a España de sus ancestros conocidos/desconocidos en el hígado. Sus parlamentos son escorrentías de bilis. ¿Cómo es el rostro del anticristo? ¿Será el de estos caraduras? Villon ya anticipa que el anticristo tiene cara de pedo. Pues pintémoslo de verde. El pendolista, sin embargo, se pone algo triste al ver la alacridad con que algunos paisanos hablan de lo que conocen y parlamentan de lo que desconocen, como si fueran pontífices, haciéndole el doble juego a los demonios, a Belial presentándonoslo de forma truculenta, como un ser amable, pero descreído y amigo del progreso y de las comodidades técnicas. Echando espuma por la boca dando brincos escupiendo sagradas formas o meándose sobre estampitas, como hacía el cantante Chicholín Telonio que en aquellos happenings roqueros de los setenta subía al escenario y se sacaba la minga “bautizando” con orín a los espectadores de los primeros bancos que asistía a sus conciertos.  Eso sólo podía ocurrir en Vallecas. No negamos que pueda mucho Belcebú presentándose a los humanos en forma de energúmeno, pero esas no suelen ser sus maneras, porque prefiere la suavidad a la truculencia. Se ofrece como apóstol del sentido común y por eso encuentra tantos seguidores, siendo él mismo incongruencia se ofrece a los mortales como un congruente excelso. Ello nos obliga a estar más vigilantes.

 Esos eran los demonios antiguos los que tentaron a los anacoretas del yermo o los que expulsó Jesús del cuerpo de un pobre endemoniado. Los modernos actúan de una forma más sofisticada a tenor con los nuevos tiempos. Básicamente, sigue siendo idéntico a sí mismo y a sus monsergas, porque es un maestro en el arte del disimulo, un experto en el disfraz y la deguisa. Se ha hecho periodista.

 Es un especialista el Cálido, como lo llama la Escolástica, por astuto, en el ataque por sorpresa. Se ha hecho terrorista, porque el padre de la mentira e instigador de cuantas guerras hubo en el mundo, ha encontrado un buen filón para hacer correr la sangre en el agit prop y la acción directa desde que los bolcheviques casi todos de tronco judío y financiados por la banca Morgan asesinaron a la familia Romanov, lo que no fue óbice para que los consorcios banqueros norteamericanos y suizos armaran a Hitler hasta los dientes, creando a su vez el ejército rojo (Trosky) y propiciaran la subida al poder de Stalín, lo que nunca buscaran, porque el Antiguo no es omnipotente, aunque sea omnipresente y se acerque a niveles de omnisciencia que se acercan a los de la divinidad pero no es Dios. Quis sicut Deus? Clamó el arcángel San Miguel y su grito seguirá resonando por todos los rincones del universo hasta el final de los tiempos.

 Pero, desde luego, no es Dios. Éste sólo tolera su presencia que se hará más activa a medida que se acerque la parusía y, como el Señor puede escribir al derecho con renglones al revés, como asegura santa Teresa, una experta en la materia y que mucho tuvo que bregar lo suyo con el Maligno, que se la presentaba no con cuernos ni con rabo sino con estola y roquete (algunos de sus confesores) o revestido con la seda y la púrpura de los príncipes de la iglesia (el Nuncio que la quiso empapelar y meter en la cárcel de la Inquisición toledana(). De esta manera, Belcebú se ha transformado en coadjutor del progreso.

 No hay mal que por bien no venga. Eso lo saben muy bien los demonólogos. Oponiéndose a los planes de Dios y negando rabiosamente a Jesucristo () y a la Redención, criticando fieramente a la Iglesia, que parece como adormecida y arrinconada y no hace ni intención por defenderse, tal vez porque el humo satánico ciegue a algunos de sus ministros, o porque se haya infiltrado entre sus filas a consecuencia de la involución teológica a que dieron lugar tanto la mala interpretación como la pésima aplicación de las normas del Vaticano número II. Consultando los manuales exorcistas de los breviarios, uno repara en un hecho: de cómo la Iglesia que es sabia, aparte de santa, advierte en sus ritos de los peligros de emanación o de contaminación que puede irradiar a las personas consagradas de una manera voluntaria o involuntaria, consciente o inconsciente, de palabra de obra y omisión. Y en las sacristías y vicarías aprieta sus filas el demonio.

 Muchos curas son su manjar preferido. Se han convertido en su carne de cañón. Satanás puede esconderse con facilidad entre las cajoneras de las escolanías donde había muchos espejos o jugar al buz con los micrófonos o ahorcarnos con la correa de una beata o de algún hipocritón que vagan por el mundo dándose golpes de pecho, a base de mucho pésame Señor,  puesto que se creen en posesión de la verdad, juzgan, dogmatizan, y prevarican de su función sacerdotal, entregados a la pereza, a la indolencia mental al conformismo y al tancredismo político. Van por la vida con una actitud de ahí me las den todas. Donde está el bien está el mal.

 Nada se diga de esos que leen la mano, formulan pronósticos y barruntos, echan las cartas o leen la buena ventura. Se trata de auténticos gamberros espirituales como la falsa vidente de las falsas apariciones del Escorial, hablan con voz gangosa. O de timadores. Gentuza. Tarot. Santería. Nigromantes. Aojadores. Curanderos y otra gente de mal vivir. Y la franja de separación entre ambas lindes es muy imprecisa. En los tiempos primitivos Satanás debía de actuar de una forma muy abierta y corporal, un lastre que dejó en la humanidad el paganismo. De ahí que la calidad de exorcista fuese una de las ordenes menores del rito romano, hoy lamentablemente suprimida. Los griegos() confirieron la facultad de expulsar demonios a los diáconos y no hay formulario concreto para tales ministros, puesto que todo el rito bizantino, como entre nosotros, en cuanto tal, es un perpetuo exorcismo , una invocación incesante a la Trinidad y las santiguadas son persistentes.  La Iglesia ortodoxa se siente heredera del legado de Cristo, al luchar contra el mal y contra la presencia de Satanás en el mundo, que esclaviza las almas.

Por la señal de la santa cruz… etc. Aun  se recitan plegarias a la Teotokos en el canon misae según san Basilio siete veces y tres a san Miguel. Tanto signarse y persignarse son excelentes conjuros que destierran al demonio de nuestro entorno. In hoc signo Vinces. El triunfo de la Santacruz es para él el símbolo de su derrota. Otro remedio, algo caserillo la verdad, es el agua bendita, cuyo uso con esto del miedo a la peste ha sido sometido a cuarentena en algunos templos. Otro tanto que se apunta a su favor el Pata/cabra en estos tiempos de cólera.

 

 Por ejemplo, en el “Peregrino ruso” un pope alcohólico se aleja del demonio de la bebida sacando de sus alforjas una copia del Evangelio y leyendo cualquier pasaje del Nuevo Testamento, cuando le dan las ganas de echar un trago, lo que en cualquier dipsómano es un pasaporte para el desastre, porque el Satanás, dentro de la botella, es un tirano. Después de la primera copa vienen dos y del estado de euforia y de alegría aparente se da  paso al cerdo que el hombre lleva dentro de sí, hasta terminar en la caquexia o el delirium tremens. Ahora bien, en este tema no es todo lo que parece porque Pateta posee una gran capacidad para el disimulo.

Es su oficio engañar incautos a los que quiere perder y da vueltas por el mundo como un lobo buscando a quien devorar, quasi leo rapiens Son palabras de san Mateo. Es muy escurridizo y multiforme. Su comportamiento es como el de un danzarín en un baile de disfraces. El gran plastrón tras el que se esconde es la máscara. Mascara de carnaval una sonrisa helada y maléfica y por detrás la daga como en la mascarada. Es transformista, bisexual. Hace buenos conciertos con la lujuria y se entiende a maravilla con los lascivos.

Leonidas Andreiev declara que el diablo se ha hecho periodista, lo que no deja de ser una aporía viendo a esas sibilas de las cajas parlantes cuando la serpiente repta por los Informativos. Todo lo incendian, todo lo abrasan. Son pirómanos. Parecen que quieren poner fuego al mundo. La piromanía- esto está poco estudiado- es otro síntoma diabólico. El símbolo de la Sienen (CNN) es una culebra pregonera de la desesperación, que se expande sobre un campo de fuego en medio de  las guerras, la tea del arsonista, el navajazo del marido a la mujer, la pobreza, las hambrunas o las pandemias, la emigración masiva, el trato de blancas. Para la famosa cadena americana toda la miseria humana es el andamio sobre el cual tienen montado el negocio.

Todo lo que lleve el guarismo maldito del 666. Todo lo que trae inquietud, desesperación congoja, todo lo imperfecto, lo feo, lo antitético, llevan el cuño, la marca y el dele del Gran Cabrón. Diablo viene de δίάβολως o diablo (el que se interpone). Nada de particular tiene que esté trabajando con tanto esmero el área mediática. Al entrar en el seminario para hacerme cura yo tenía una vaga noción de que mi misión a cumplir en esta vida era la lucha contra las fuerzas oscuras,  el cuerpo a cuerpo contra el diablo. Creo que he alcanzado mis objetivos aunque no me haya ordenado sacerdote romano. Soy griego.

Pero, aun más, el demonio  se ha vuelto feminista fundamentalista. Y toda esa ideología feminista tiene algo de satanista de cruz al revés que niega la redención e incluso la naturaleza. Quieren vender estos nuevos reviragos la manzana emponzoñada otra vez como hizo con Eva. Es envidioso, mal intencionado, vindicativo para lo que le conviene, laxo para otras cosas y es mentiroso porque de nuevo está tratando de encandilar a la mujer con esa clase de feminismo que adora a la Bestia. Ha sonado de nuevo el grito de seréis como dioses. ¡Que bah!  Más esclavos, de día en día. Y Luzbel era bello hasta la exageración, pero, cuando se rebeló y fue destronado hasta los infiernos, su aspecto se transformó en un semblante horrible. Los monjes de Montecasino le llamaban el Malencarado. Quizás estuviesen pensando en Salvatore, aquel donado que aparece en el Nombre de la Rosa luciendo una gran chepa y un rostro desgraciado.

Goya lo pintó mejor que nadie en sus aguafuertes de la época negra. Detesta la armonía y le ha declarado la guerra a todo lo que es bello porque entre sus preocupaciones no entra la estética sino que nos revierte a la cacofonía y al ruido de los Rolling Stone. Mike Jagger tiene al diablo como su santo de cabecera. El pop, que tararea y encandila a nuestras jóvenes, tiene que ver con el Belcebú. Prohíja la cacofonía de los músicos infernales y la cacografía de los escritores pésimos como Vargas Llosa. Vean cómo acabó Michael Jackson que para mí fue siempre un poseido del demonio con sus contoneos diabólicos que han pervertido a la juventud, su homosexualidad, su transformismo, su paidofilia etc. ¡Y estos que predican  el trato torpe con niños y efebos, la homosexualidad sin confines o el tribadismo, acusan a la Iglesia de pederastia! No sólo son unos invertidos, son también unos fementidos hijos de Satanás.

 Es así como el canto llano, el armonium o el órgano, tan hermoso, ha sido desterrados de los templos; instrumentos de fuelle que han sido sustituidas por las cuerdas tabernarias de la guitarra y los himnos protestantes. Es su lema y para eso es el separador: hacer daño, arrasar, confundir, reírse de los buenos y promocionar a los malvados y a los que dicen que sellaron un pacto con él. Al ángel le salieron los cuernos y unas barbas de chivo. Prefiere las fétidas zahúrdas adonde el aire  no es limpio. Por eso practica tanto el morbo y el feísmo. Al de las pezuñas, claro, las alas se le transformaron en patas de cabra, y gusta del azufre y del morbo. Le nacieron cuernos en la frente y una perilla colgante como la del Tío Sam en cuya chistera adora al que miente por toda la barba el pueblo americano por la barbilla.

Todo eso nos viene de América. El bien y el mal nos llegan de América vía enculturación informativa y en aquel gran país puede que haya Ángeles pero cuenta con muchos pedisecuos el Pateta sobre todo en las esferas de las finanzas, la alta política, la gestión publicitaria.  Por otra parte, en este debate sobre el diablo yo eché en falta algunos nombres aparte de los señalados Hitler, Stalín etc. Nada se dijo del presidente Truman, ni de Churchill que afirmó que se aliaría con el demonio para ganar la guerra. El diablo ha conseguido echar el  cierre a los seminarios.  Pronto, si no hay una reacción, acabará con la SRI y esa es la mira que me impulsa a escribir este libro.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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mbos oblatos se adelantaron a los acontecimientos, como ya se refirió, alzando sus lápidas, como si llamaran a capítulo un día de verano, creyendo que se anunciaba el Juicio Final, el Jungstestbericht ()que tanto temía Lutero y que le haría prevaricar, libéranos, Dios, del pecado de la desesperación, unos minutos antes de que cayera el último grano de arena en la clepsidra de la historia como si se tratase de un oficio de difuntos o una misa de réquiem más.

Pisarían aprehensivos las lápidas del entrecoro, jaculatorias o recordatorios y retardatarios de su  triste fin como me ves te verás, como tú eres yo fui. No les reconocían en su vieja alma máter por sus harapos y su tétrico aspecto a los dos resucitados despistados. Por lo demás, el obispo Riostras bien lo sabía puesto que conocía el alma humana de sus tiempos de catequista, a los vivos no les agrada la presencia o el recuerdo de los muertos. Alojados monseñor Daniel y el canónigo Entenzón en la vieja celda del antiguo director espiritual de los educandos, y carentes de las necesidades físicas que incumben a los mortales se pasaron sin cena, porque eran espíritus puros y estuvieron la noche en oración, rogando por los bienhechores del convictorio, fundado por Felipe Segundo para educar oblatos, conforme al espíritu y la letra del concilio de Trento pero lo que edificó aquel concilio lo desbarató otro, el Vaticano Segundo. Hasta la traza de la fabrica en forma de cuadrado, óculos en las galerías en lo alto bóvedas de luneto, la iglesia grande y con muchas capillas que llamábamos “moradas”- semejante composición de lugar me sirvió para entender un poco de lo que hablaban los libros de santa Teresa- para que ninguno de los muchos padres profesores coadjutores y preceptos se quedasen sin decir su correspondiente misa, y expresaba la idea de un mundo escolástico donde encajaban todas las piezas. Todo mantiene una congruencia impresionante y se explican los fenómenos naturales a la luz de la divinidad, cuando se estudia a santo Tomás o a la escuela teológica de Salamanca de Suárez y de Vitoria. Sin embargo, la vida moderna ha creado un hombre distinto, más complejo, y rodeado de preguntas para las que la religión no tiene respuesta. O al menos la Iglesia, siempre en posesión de la verdad, no ha tenido el coraje de defenderlas en la vía pública. Nos ensotamos en el caparazón del caracol por más que en un acto de condescendencia con la modernidad los curas se quitaron la sotana. Este cambio fue solo puntual y circunstancial. Claro que no ha habido lumbreras. A  fecha de hoy, se echa en falta a los Aquinas, a los Escoto, a los Suárez, a los Domingo de Guzmán, a los Loyola.

 Semejante condescendencia o apocamiento siempre  me pareció sospechosa. El cuarto, de día, estaba iluminado por dos amplios arcos escarzanos que dejaban pasar la luz maravillosa de Corobias  brindando una postal con tiralíneas del perfil de la sierra y los pliegues de la Mujeryacente como un gran túmulo geográfico que a todo aquel que sepa mirar con un cierto rigor de interpretación, ofrecía más de una enseñanza moral; como puede ser la hermandad entre Eros y Tanatos, porque, de acuerdo con la leyenda, aquella dama yaciente y gigantesca pereció al interponerse entre la espada de dos caballeros que por su causa se habían retado a duelo.

Ahora se atisbaban las luces inciertas de las ventanas aun iluminadas en los barrios extramuros como el de los bloques  de Castrobocos y el ronroneo del escaso trafico que a esas altas horas de la madrugada circulaba bajo los ojos misteriosos del azoguejo. Allí presidiendo la plaza y como bendiciendo las techumbres de la iglesia de santa Coloma estaría la Virgen Reina. En los comedios del impresionante acueducto que mandó fabricar Trajano estaría el edículo dedicado a Neptuno pero cuando el gentilismo politeísta dejó pasó a la religión del crucificado allí pusieron una Virgen de escayola tipo gótico algo ladeada simulando un ademán de grácil contorsión femínea, de tal forma que Venus sería incapaz de reconocerse en estas vírgenes talares cubiertas de largas sayas pliegues y sopalandas todas ellas coronadas como reina, que sólo lleva sombrero la Divina Pastora; y todos los años por Santa Bárbara su patrona un cadete, el más ágil de toda la academia, trepaba hasta la amplia dovela central y plantaba una bandera española, adornada con guirnaldas. No en vano, había sido ascendida aquella Virgen al grado de capitana generala de los ejércitos, ostentando el bastón de mando y el fajín  generalicios, con que paró a los rojos en el cerro de Esnucavacas. Gracias a Nª Señora, las fuerzas de Negrín y del Campesino se quedaron a las puertas de Corobias pero sin tomar la ciudad. Esa historia se la sabía muy bien uno de los canónigos predilectos de aquel obispo, el deán Revuelta que era a su vez amigo del general Varela. Casi a un tiro de piedra, abajo en la huerta, se divisaban las almenas así como un lienzo de la  muralla medieval perfectamente conservado, el único que quedaba enterizo de la vieja ciudadela, merced al convento que construyera Lainez y en el que nadie hundió la piqueta durante cuatro siglos. La Iglesia es lo bueno que tiene: sabe conservar la tradición, y gracias al cabildo aquel trozo de historia viva escrita en piedra no había sido derribado, ni sucumbió a los desafueros demoledores de  los ensanches o proyectos urbanísticos del Siglo de las Luces, que acabaron con todo el arte español, a cargo de aquellos munícipes arbitristas y enciclopédico ilustrados, lerdos e ignorantes. Fueron los que derribaron murallas para construir fábricas. Los jesuitas- algo bueno tenían que tener- nos libraron de aquella locura y ningún picapedrero del concejo pudo arrimar su deletérea punza a aquellas piedras sagradas, y aquella huerta quedó con el mismo aspecto que tuvo en el siglo XV con el moral anciano, brindando su fruto por mayo a generaciones de alumnos que se pusieron los morros perdidos comiendo sus dulces moras, y permitiendo, benigno, a los grajos que se zamparan las de arriba que colgaba de las ramas puntisecas de la quima donde no podían gatear los niños, y mayúsculo ejemplar,  todo un prodigio de longevidad vegetativa en la rinconada, que vegetaba frente al hastial trasero de la Casa del Judío aun  llamada de Los Picos donde montaron el cine Cervantes allá por 1920, el único cinematógrafo con que contaba Corobias. Luego, tuvo otro: el de las Sirenas y el Juan Bravo. Todos se fueron cerrando.

 A la umbría estaba la pantalla y los altavoces y a la solana quedaba la pared donde jugábamos nosotros al frontón, al marro, a la pídola y al zorro-pico-zaina. Allí estrellábamos nuestros balonazos y gastábamos la mucha energía juvenil que nos sobraba. Algún jueves por la tarde si arrimabas el oído, se podía escuchar el sonoro de las películas.  Podían aparecérsete Gary Cooper en persona besando a la Hilda, pero tales efusiones no estaban permitidas en público por aquellos tiempos. El padre Rector ponía la mano sobre el foco, cuando nosotros teníamos sesión de cine en EL salón de actos. Solían echar en los programas dobles; una del oeste en varias jornadas, o una de las del Gordo y el Flaco que eran las que más gustaba al personal. Pero para nosotros los que íbamos para curas eran ruidos que llegaban de extramuros.

 Recuerdo una vez que echaron Lo que el Viento se Llevó y el pitote que se organizó en la ciudad a causa de la censura eclesiástica. La cinta en que aparece Globe con sus orejas tan sexy, su bigote de ala de mosca, y su sonrisa almibarada en plan seductor, fue calificada de escandalosa por una pastoral de monseñor Riostras, y todo el que fuese a ver la película cometía pecado mortal. Se iba de cabeza al infierno. Recibió la evaluación máxima de peligrosidad moral: 3R. Hay quien dijo que era un atentado contra las buenas costumbres por su alta carga inmoral. ¿Qué nota le pondrían ahora los censores a la pornografía reinante? Lo que el viento se llevó no era más que un beso de rosca de Clark Globe a su novia de Carolina del Norte. Nosotros éramos sal de la tierra, la luz del mundo y no hay que colocar la palmatoria bajo el celemín sino encima del estrado, para que sea antorcha que ilumine, y no podíamos mezclarnos con la gentecilla, así como así. Nos lavaron el cerebro y creo que nos convencieron de toda aquella palabrería retórica con una cargazón de sofistería al uso. Nuestros profesores utilizaron bien el escoplo para introducirnos en la cabeza toda aquella clase de prejuicios que nada tienen que ver con la religión ni la moral, aunque, por lo visto, el catolicismo para mucha gente no ha sido sino una blandengue desazón, y escrúpulos por problemas de bragas y braguetas. Edificaron sobre arena aquellos arquitectos y se vino el tejadoz encima. Lo peor, que a muchos de nosotros, generación entre dos aguas, embuchada entremedias de la edad media y la cibernética, nos pilló debajo la pella. Un canon del Derecho eclesial vedaba la entrada a los cines, al fútbol, al circo y  a los toros pero los curas podían ir a las carreras de caballos. Prohibida estaba la entrada en las tabernas. De haber cumplido dicha norma los Verumtamen y los Miesesmucha, hubieran ahorrado mucho dinero y sinsabores y alguna que otra bronca, dada su afición al trinquen. Implementar la norma hubiese sido bueno para su hígado y para sus bolsillos. Verumtamen era de los que no podía parar cuando caliente se le ponía la boca y en convidar a conocidos y desconocidos y en meterse él sus copas al coleto se gastó la hijuela. Si hubiese metido en una hucha todo lo que había pignorado con los taberneros, ahora podría ser millonario. Sólo al cura de Zamarramala del que arriba hemos dicho alguna cosa se le daba fuero para entrar en el ventorro de san Pedro Abanto, justo delante de la vega del Rasemir, donde había una lápida conmemorativa que ponía más vale aquí mojarse que enfrente ahogarse.

- ¡Ay madre, cuanta taberna y qué pocos tabernáculos van quedando!

Claro que el ventorrero era hermano suyo mielgo y no se parecía en nada a su hermano beodo. El uno era rubio y el otro moreno, y al cura le gustaba el vino y al dueño de la venta las mujeres, el uno era del Madrid y don Sisenando iba con el Barcelona. En san Pedro Abanto paraba Agapito Marazuela el dulzainero, cuando salió de la cárcel, y allí hablé con él una vez poco antes de morir. Miesesmucha por su parte no era de bar sino de cabaret y cuando se le cruzaban los cables derrotaba por esos garitos. Le intrigaba el mundo de la noche, no comprendía la facilidad del amor mercenario, creía en la bondad de la mujer caída que para él resultaban un poco como el buen salvaje de Rousseau y este pensamiento majado con cubatas no puede ser más dañino porque menudas lagartonas. Y malahaya el caballero que sin espuelas cabalgas. En una ocasión en un puticlub le levantaron la tarjeta. Se creía el rey del mambo porque la negra Micaela una cubana que debía de ser un agente secreto de Fidel Castro le dio un golpe en la barbilla con su tetamen de silicona y el pobre hombre se encandiló y alegres sus pajarillas déjame beber de ese pozo… te daré de mamar si tu me das cincuenta euros… Miesemucha jamás se iba a la cama con las pilinguis que tanto abundaban por los garitos de su barrio pero le gustaba retozar y dárselas de donjuán. Aquella noche estaba un poco trompa e invitó a la negra Micaela y a su acompañante. Pagó con tarjeta y el dueño del bar que era un mafioso rumano ordenador en ristre manipuló toda su cuenta corriente. Y el pobre Miesesmucha se quedó al verlas y sin conocer la gracia de Dios. Si al menos hubiera habido derecho a catre en la consumición  y se hubiera tirado a la negra, pues hubiese sido un pecado muy gordo, pero, ya que te condenas llevate el baile al infierno, jodio bobo. Pase. Pero lo tomaron por pendejo. Se rieron en sus propias barbas aquellos extranjeros que habían venido a España a hacer las Américas y las mafias dicen que rusas y rumanas búlgaras, ucranias, estonias y del este en general bien administrada por los  judíos copaban la timba. También por los garitos de la Gran Vía resuena la risa satánica del anticristo pero nada podrá contra los que van guarecidos por el alfanje del Psicagogo. El sindicato del crimen copaba la ciudad. En el ayuntamiento mandaba un mafioso y en la presidencia reinaba  la Hija del Ganadero que era otra abanderada de Luzbel. Todo eran meretrices pilongas ninfas del cantón hetairas daifas turcas con el coño motilón. Se ríen en nuestras propias barbas. Sobornan a la policía. La calle Leganitos donde se encuentra la comisaría principal de la urbe está llena de estos leoneras infames donde no sólo se ejerce el oficio más viejo del mundo sino aun  se roba a mano armada, lo hacen a cuerpo limpio y a todo su sabor. Fue todo aquello una bajada a los infiernos, Señor.

 Esta calle que tiene un nombre árabe que significa algo tan bucólico como huerta, huertas que pertenecían al Duque de Osuna que tenía  palacio allí según he llegado yo a saber (), se convirtió la catedral del trato torpe justo ante las mismas barbas, para más INRI, lo que da idea de la corrupción del país, de la Policía Nacional, cuyos números se echaban novias del Este.  Aunque lo del Este es algo muy genérico engloba aun  a Israel el pais que está detrás de las perversidades que asuelan a la cristiandad como son la trata de blancas y la inmigración masiva, la execración de las iglesias, la profanación de los crucifijos, y sobre todo el control de las covachuelas vaticanas. Pagó una ronda a toda la barra. Así de claro. Quien no conoce a los hombres no conoce los vicios.  El demonio, el mundo y la carne quedaban al otro de aquel hastial o extramuros de los torreones y garitas vigía o escaraguaitas ()  con sus ventanucos visores y sus tejadillos en forma de cucuruchos. Centinela alerta. Alerta está. En otro tiempo Corobias fue un castellum prevenido en frontera. Nos fraguaron en la lucha contra el agareno y se quemaron a los muchos caballos de Troya pero a pesar de los jamelgos de madera,  que ardieron, fueron muchos más los que se quedaron. Alguien tendría que tocar de nuevo a arrebato. Hay toro suelto. Judíos en su sinagoga. Moros en la costa. Fuego. Arde España. Nos amotinaremos nuevamente contra el extranjero invasor que sabe usar mejor la maña que la fuerza para sembrar discordias entre nosotros.

 El paso de ronda estaba tal cual lo utilizaban los centinelas en la edad media porque en el patio mismo o huerta donde nosotros jugábamos a la pelota estaba emplazado el cuarto de banderas, el cuerpo de guardia donde los escopeteros del rey avizoraban cuando al caer del sol se escuchaban los sonidos del toque de oración y se cerraban las siete puertas del recinto amurallado, un cura entonaba la Salve a la Virgen y un diacono rociaba la cabeza de los milites encargados de la vigilancia de agua bendita, hisopo y acetre en ristre, mientras el coro entonaba el motete de Sub tuum praesidium. Corobias había sido erigida sobre la roca viva mirando a Jerusalén e imitaba a la Ciudad Santa. Todas las ciudades castellanas medievales se habían trazado teniendo presente el tratado de San Agustín sobre la Ciudad de Dios.  Bajo tu protección nos acogemos Santa Deigenitris, no nos desampares, tennos siempre a mano, no olvides nuestras necesidades. Por todos los rincones del recinto hasta en los esconces más insospechados había imágenes y representaciones de la Madre de Dios y letreros del Avemaría.

 Cuando caía la noche, se echaban los cerrojos a los postigos, y aun  se cegaba el acceso a las aljamas de los moros y judíos que vivían independientes y separados en barrios estancos, pero ellos formaban, asimismo, parte de esa civitas Dei, a la que se refiere el obispo de Tagaste con entusiasmo en sus escritos. Se aspiraba el corregimiento, policía () y gobernabilidad. Es el espíritu que informa, por ejemplo, la legislación de Las Partidas. Que judíos moros y cristianos viviesen en paz, dentro de lo que cabe, bajo el halda de la cruz tutelar. Algunas de estas etnias se asimilaron, ora de grado, o por intereses crematísticos, aunque es un hecho de notar que hubo bautismos en masa de hebreos y agarenos. Ese fenómeno singular, inencontrastable, se produjo solamente en España. Lo que daría pábulo a un mestizaje sin precedente y al criollismo que perfila el catolicismo  español  tan diferente del italiano, del francés o del polaco, tan ecléctico, por ser resultante de una mezcolanza asimiladora en el transcurso de varios siglos. Castilla quiso edificar la ciudad de Dios agustiniana y exporta esta noción a Las Américas. La amalgama de procedencias lo convierte en un país donde la raza suele importar poco aunque siga siendo clasista. Todos estos conversos voluntarios o a la fuerza informan el mestizaje y el marranismo religioso ().  Dentro de la ciudadela cristiana, los muslimes tenían su propio alcaldes y alfaquíes que les juzgaban por la “sariya” o ley islámica y los judíos sus sinagogas. En Corobias los moros regentaban toda la huerta y los hebreos residían en sus juderías siempre a la sombra de la catedral.

 Dependientes de la corona directamente solían administrar los intereses y pingües rentas eclesiásticas. Si la religión mosaica plasma su influjo en la alta finanzas, en la forma de entender la religión, en la investigación y la ciencia sobre todo la médica porque casi todos los cirujanos y albéitares eran judíos, el influjo islámico va a ser muy importante en la agricultura. Gran parte de la lexicografía castellana en lo que se refiere a artes oficios, aperos, herramientas, sistemas de construcción y de riego, cosas prácticas, son prestamos del árabe. Aun  influyeron en la forma  de ver la vida. Cierto fanatismo religioso, la guarda de la mujer de uno etc.

 Se dice que todos los corobinos llevamos un moro en los adentros. A lo mejor es verdad. Parece ser y todo hay que decirlo que en un sistema de castas arraigando como el castellano y donde el trabajo manual se consideraba de poca monta eran los moros los que curraban. Los godos holgaban, se dedicaban a la milicia, o vivían de las rentas. A los judíos no se les podía tocar. Estaban bajo las competencias directas de la corona pero no podían casarse con cristianas y en caso de homicidio a un bautizado las penas para ellos eran más severas. Por lo general, si examinamos la historia castellana durante los siglos medios, la convivencia de las tres religiones del Libro fue pacífica y apenas se registran manifestaciones de furia antisemita, salvo en contadas ocasiones como fueron los pogromos de Burgos en 1398  o los de Sevilla lustros más tarde, pero tales revueltas so capa de discrepancias religiosas albergaban motivos económicos contra la usura y la injusticia social o las fuertes gabelas que caían sobre los hombros de los pecheros para beneficio de los prestamistas, y son simultaneas en el tiempo a revueltas semejantes que acontecen en toda Europa: el movimiento de los Piersplowmen en Inglaterra,  la quema de sinagogas en París o las revueltas campesinas en Alemania y Flandes durante el siglo quince.

Más de una vez cuando yo estaba en el estudio pasando las hojas del Raimundo de Miguel que me ayudaba a traducir algún pasaje de la guerra de las Galias miraba para la huerta y me figuraba cómo era un relevo: el pelotón de soldados ataviados con su loriga, su almete, y su lanza, escarpes, botas ferradas y el jubón acuchillado,  cayendo sobre las recias calzas, desfilaba a presentar armas y subía por la escalera exterior, por la que en forma de pirámide y dando a dos aguas, se ascendía hasta el paso de ronda donde estaba instilada la vigilancia.

Las picas, los morriones y las lanzas, el gesto adusto de los cabos y los sargentos, me hacían pensar que aquellos cambios de guardia eran lo mismo que los que realiza en la actualidad la Guardia Suiza. Vita militia est. La cruz y la espada. Trono y altar han de ir parejos. Y yo sacaba una conclusión después de soñar despierto que quería ser soldado de Cristo. Volvía la vista y regresaba a mis traducciones con mis Cneos y Escipiones y los largos párrafos erizados de hipérbaton. A veces me hacía un lío con los verbos, siempre había que encontrar la oración principal, los casos y las oraciones subordinados. A esa tarea la llamaban desglose o composición.

 Aquel libro de Cesar o de Tito Livio hablaba de soldados, de bagajes, acemileros con su impedimenta y de centuriones expeditos para el ataque, de legados y de cohortes. La religión y la milicia se fundían en aquel pasaje a veces intrincado para un niño de trece años, muchas cosas no las comprendía, pero la vida me estaba saliendo al encuentro y mis sueños estaban despertando. Yo era un niño muy soñador que creía que el mundo era tal y conforme lo reflejaban los libros y mis misales y devocionarios. Era un mundo en latín, rigurosamente jerárquico, donde todo fluía y congruía, cada cosa en su sitio, y con su propia razón de ser al igual que en las proposiciones de un silogismo, lo que ocurre que tanto las propuestas como los corolarios eran falsas o estaban manipuladas. El mundo que me encontré no era mismo que aquel con el que soñaba yo.

 La lógica ergotista moduló mi ánima; lo que ocurre es que yo venía de los universales aristotélicos y de las ideas platónicas que son un producto de la mente y no de la empirisis. Grandes nociones: el cielo, el infierno, y entre medias el purgatorio, el mundo dominado por el mal, la conversión de los pecadores. Sacerdotes santos. Hay que ganar almas para Cristo.  Hay que domar la naturaleza.  Virgilio. Cicerón. Los espondeos de Horacio. Las visitas al Santísimo. Las tardes de retiro mensual. En el paseo había que caminar con los ojos bajos para no disiparse ni faltar a la modestia. Seamos la sal de la tierra. Dadme un seminarista que cumpla el Reglamento y yo lo subiré a los altares, solía decir el padre Mañanas, parafraseando al papa Sarto. El reglamento era nuestro balón de oxigeno.

Frases. Grandes lemas. Consignas, jaculatorias pero luego en la vida real estaban los sabañones, las meadas de mi padecimiento renal cada noche,  el tener que romper el hielo de la palangana para el aseo matinal, el cero que te ponía don Morral porque no te acordabas de conjugar un gerundio como Dios manda, el Aldeorrillo abusón y mayorzote que te pegaba un sopapo porque tú te reías cuando él decía no cambea, la sensación terrible de amanecer todo empapado cuando sonaba la campana a las siete puesto que desde de segundo de gramática empecé a mojar la cama y en la fila se mofaban de ti, porque decían que olías a pis o te llamaban meón por menos de nada, las penas del infierno y la tortura que suponía acudir al cuarto del director espiritual que te hacía preguntas capciosas o te hablaba de cosas que tú no te entendías acercándote demasiado a ti y como para meterte mano. Las humillaciones que sufrías en la clase de Música porque no dabas una nota  a ciertas al interpretar el himno de San Frutos. El que no te tuvieran nunca en cuenta. El que no te apuntaran en el equipo de fútbol. El miedo a ser expulsado o que te llamara el rector a su despacho. Los verbos irregulares que no acababan de entrarme en la sesera. El poco afecto o desprecio con que te trataban  los más beatos, los santurrones que iban por los tránsitos con la cabeza ladeada y cuando te descuidabas zas una patada en la espinilla o la temible palabra: meona. Las notas de los trimestrales. El talego con el macuto que no llegaba los jueves y pasabas más hambres que un maestro escuela. Solías llenar la andorga repitiéndote de patatas viudas o vendiéndole a Penjamo el charro que era nuestro segundo y las tres galletas marías por  tres perras chicas quince céntimos o a cambio de un mendrugo de pan. Éste luego te los revendía  a un real si era mollete tierno y a una gorda si era un pedazo de pan revenido.

 A mi padre lo trasladaron a otro regimiento en Madrid con lo que mis visitas se espaciaron más y más. La muda no llegaba, yo tenía que lavar mis propios calcetines, mojar los calzoncillos y camisetas en agua o pedirle prestados los cayumbos a cualquier colega. Todavía   era un suplicio mayor, el de las  camisas meadas con aquel nombre mío que me zurció mi tía Veneranda, cuando vino de su pueblo a prepararme el ajuar, 288 como un 666 de mi existencia. Si te meas en la cama, no podrás ser cura pero a lo mejor llegas a bombero.

 Las noches se convirtieron en una pesadilla. A fin de secar un poco la humedad de mi colchón de borras solía colocar debajo un ropón de oveja que me trajeron del pueblo, cuando no mantas la toalla, o la propia sotana. Dormía con un ojo abierto un sueño de liebre pero al poco rato me quedaba frito, soñaba que nos habían dado permiso para exonerar la vejiga en una tapia cuando ibamos de paseo a Tejadilla y al poco rato y a veces casi a la media hora de que sonasen las palmadas del presidente, después del rezo de las tres avemarías y del bendita sea tu pureza,  y de que se apagasen las luces de la crujía y se encendiera un piloto, que era muy parecido al que ahora se estila en los puticlubs,  zas, la gran meada de un padre de la iglesia. Ya  mi lecho se había convertido en las Lagunas de Ruidera. Salía disparado hacia los retretes en medio de pises y de lágrimas, diciendo no puede ser, no puede ser, maldiciendo mi escasa fortuna. Hacía un frío terrible en aquellas noches de Corobias pero el tormento físico era más llevadero que la afrenta moral. La enfermedad me convirtió en una especie de marginado social porque los compañeros hacían corrillos al verme y murmuraban improperios a mis espaldas o se tapaban la nariz. A esto atribuyo por una parte mi introversión endémica, un cierto complejo y una tendencia al misticismo y a la intelectualidad. Me sentí muy abandonado en medio de la incomprensión y de las injurias de que era objeto y empecé a amar a la Virgen con toda mi alma porque mi madre de la tierra, la mujer, no acudía con la puntualidad que yo deseara a las visitas de los jueves ni llegaba el talego con la muda. Estaba solo. Siempre he sentido un solitario por los caminos de la vida. Optaron mis padres buscarme una lavandera para que se cuidase de mi ropa blanca pero fue el remedio peor que la enfermedad porque me daba apuro entregar a la buena señora el fardel que apestaba a orines procurando yo mismo hacerme la colada secando las camisas en el radiador o tendiéndolas en el tejado del dormitorio común. Una mañana resbalé en una teja con hielo y por poco me caigo al vacío desde un cuarto piso. La eneurisis nocturna me hizo un ser muy sensible y quebradizo. Las navidades de segundo de latín mis padres me llevaron al hospital de Gómez Ulla. Allí el doctor Acero un urólogo famoso quería operarme del  riñón. Gracias a Dios mi madre se opuso y a ella le debo estar entero por ese cabo. Desde entonces no confío mucho en los galenos que utilizan a los pacientes como conejos de indias y aquel medico militar era una mula lo mismo que el dentista un tal doctor de Miguel que me dejó la dentadura hecha cisco a los catorce años, porque no había sabido localizar un supernumerario o diente de leche que creció al revés provocando una infección horrible en la encía. Acero me recetó una droga que estuvo a punto de mandarme para el otro barrio. Se llamaba el fármaco Simpatina lefa que aun me acuerdo. Tuve un valedor en aquellas aflicciones. Don Pedro Recio Mulas, el prefecto quien a media noche se acercaba a la cabecera de mi cama para levantarme a mear. La mayor parte  de las veces esta visita era inútil porque en brazos de Morfeo ya había regado mis flores.

Cuando vio la prescripción de Simpatina, una receta que sólo toman los estudiantes en exámenes para no dormirse aun a fuer de hacer trizas su sistema nervioso quedó horrorizado y me obligó a tirar  las tabletas a la basura. Fue una noche a la cena en el refectorio. Yo acostumbraba a dejar el tubo dentro de mi vaso tapadas con la servilleta.

  -¿Qué es esto?

- Unas cápsulas que me ha mandado el urólogo.

- ¿Y tú tomas esa droga? Trae malformaciones y destruye el sistema nervioso.

 La eneurisis fatídica  hizo de mi niñez y mi adolescencia un calvario  por dentro miserable, aunque por fuera apareciese un mundo exultante de ángeles rubios, de querubines y de latines, oliendo a orines que tiraba para atrás.

- Son muy peligrosas, chaval, olvídate dellas.

Mi incontinencia urinaria estaba causando un verdadero trauma psicológico y creo que ha dejado huella.  Mis padres propusieron sacarme del seminario pero don Pedro dijo que no era necesario eso. “Mearse en la cama es algo muy frecuente”. Sus palabras me levantaron la moral porque yo creía ser un tipo peculiar, nada en absoluto como los demás. Todos esos pequeños dramas determinaron la forja del carácter. Como el mundo verdadero resultaba hosco para mí, y difícil con colegas astrosos muy brutos y de pueblo que gustaban de pisarte el callo o hacerte la petaca, profesores que te apretaban las clavijas o te llamaban lerdo a la cara, padres espirituales que parecían seres venidos de otro mundo que no se hartaban de precaverte de los peligros del infierno, te endosaban largos parlamentos acerca del sexo de los Ángeles con voz amariconada, me volví  introverso. Si pecas te condenas. Si no pecas te salvas. Cuando a decir verdad, las calderas de Pedro Botero estaban en aquellos despertares chorreantes con el pijama y toda la ropa empapada.  De alguna forma, el infierno ya había empezado para mí

Hasta el infierno llegó a parecerme un lugar amable porque los diablos podrían darte con un gario en las posaderas pero los calzoncillos se te secaban en media hora y además hacía calorcillo, qué leche. La incontinencia de orina había llegado a grado tal que en los glúteos y piernas se me formaron escaras y andaba todo el día escocido y llagado. Uno tenía que huir despierto y buscar paraísos artificiales – no había aun descubierto los remedios traidores de Erifos ni encontraba consuelo a mis desdichas en la cazuela de mi cachimba a base de pufadas- cerrando los ojos abriendo los libros y soñando en montañas nevadas. Empecé a fumar y desapareció la e eneurisis. Algo bueno tendría el tabaco que tener. Un espacio buscaba yo donde no hubiese llanto ni crujir de dientes, ni te pegasen pelotazos al salir al recreo, ni compañeros que te dijesen que olías mal o que ibas hecho un adefesio. En un espacio tan reducido vivíamos amontados y todo el mundo está a la que salta tratando de ser el primero en la carrera de ratas. ¡Ah! ¡Problemas! Me di cuenta de que para abrirse paso en esta vida hay que cortar cabezas. La disyuntiva era matar o morir. ¿Dónde estaba la ternura y mansedumbre de los evangelios? Aquellos que se decían imitadores de Jesús estaban muy lejos de alcanzar su ideal. Sin embargo, nunca me pudieron quitar de la cabeza la idea de que Cristo se hizo presente en mi vida  por aquellas fechas y que preside la historia a pesar de la maldad pecadora de cuantos me rodeaban. Sólo tenía un amigo en el que confiar: Jesús. Hube de poner en juego sus mismas estrategias para sobrevivir, inocularme de su veneno como antídoto. El seminario me hizo ser así. Tuve que encerrarme en mi caparazón y calzarme las botas de siete leguas del hipócrita, adular al poderoso para medrar, desentenderme del pobre y del afligido. Señor, ten piedad de este pecador. Pero había que nadar y guardar la ropa, pasar desapercibido, no hacerte “famoso” ni “chistoso”. Mala cosa. Hay que saber doblar el espinazo cuando llega la oportunidad, sonreír de oreja a oreja en medio de un duelo o ponerse a llorar como una magdalena en una juerga, todo porque lo hace el jefe y el jefe lleva siempre la razón. Pero del dicho al hecho va un trecho. Pronto olvidé este lema de no destacar y a marcarme mis distancias. Empecé  a ser yo. A ser egregio, rebelde, triscar por mi propia trocha. Eso en medio del rebaño donde hay que ser mejor borrego que morueco tenía sus peligros. Aprendí a ser rebelde pero, detrás de esta rebeldía, más que el medio ambiente mediocre estaban los escozores de que se me escapaba el pis por las noches.

 Los seminarios pueden ser criaderos de grandes místicos, semilleros de santidad pero asimismo  escuelas revolucionarias donde se forjaron maltratadores, terroristas y asesinos. La misoginia y la poliuria determinaron por qué unos se apoltronaron, otros encontraron en aquella formación un sistema educativo fenomenal para luego buscarse la vida y triunfar en el mundo y otros simplemente se torcieron. No sabemos en qué bando si en el de los bienaventurados o en el de los preditos estaban Nicomedes Miesesmucha y Tirso Verumtamen.

También,  leía en la camarilla con una linterna de bolsillo las novelas de Fernández y González, ambientadas en la edad media. Me familiaricé con doña Urraca, Alfonso VI con Bellido Dolfos, con el pastelero de Madrigal, tanto como con los escevolas y los padres conscriptos que salen en las catilinarias de Cicerón y su Lelius seu de amicitia (). Yo estaba volviéndome un romántico de tomo y lomo. Mi conocimiento de la realidad del mundo,  todo aquello que venía de extramuros en forma de pitidos de automóvil o de la música de fondo de las películas de buenos y malos que echaban en dos jornadas los jueves por la tarde, tenía poco que ver con aquel universo idealizado y poético que yo  forjé en mi mente. Me hubiera gustado ser misionero y embarcarme para las Indias o alistarme en alguno de los tercios viejos, bajo cuyas banderas servían los lansquenetes a los que yo veía con los ojos de mi imaginación, turnar la guardia y meterse en la escaraguaita con chapitel del trozo de muralla,  divisada desde el ventanal de mi escritorio.  Fui un adolescente con la sensibilidad en carne vida y la imaginación volátil. Un adolescente con sotana que se empeñaba en ser diferente a los demás. Vosotros no sois del mundo. Yo os he escogido. Que difíciles resultan ahora de interpretar, Señor, al cabo de tanto tiempo, tus palabras. ¿Podré ser el operario de la hora undécima?

Los dos resucitados, el obispo y su fámulo,  estaban pensando en estas cosas que pensaba yo. Y se pusieron a rezar el oficio. Un querubín de retén acompañaba su tétrica salmodia al arpa y al aristón. Tampoco la monja aquella seglar que hacía las veces de  tornera  fue muy solícita ni subió a preguntar. A la pobre mujer le daban miedo los ratones y los múridos campaban por sus respetos y las almas en pena por los susodichos destartalados ámbitos. Por los pasillos del tercer piso vagaba el alma en pena de un novicio jesuita quien por lo visto murió en pecado venial y optó por pasarse su purgatorio, y la eternidad entera, junto a los canalones que bajaban de la Aceitera. Se le había visto trastear por lo que era sección  de teólogos con un breviario en una mano y unas disciplinas en la otra. Era un fantasma penitente y nada original que paseaba con la sotana remendada y los zapatos rotos, mascullando  latinazos y paseando para adelante y para detrás según fue costumbre en los antiguos tirocinios. Cuando el seminario se evacuó a causa de la desbandada de los sesenta, el espíritu se quedó dueño de todos aquellos cotarros. Cuando se aburría de recitar el pensum o de rezar los quince misterios del rosario el difunto, puesto que la eternidad da para muchos, se dedicaba a trastear entre los catres abandonados que al trepidar producían un sonido lúgubre. O se divertía tirando el perico de uno de los maestrillos que murió prostático por el hueco de la escalera. En la parte que aun estaba habitada del viejo caserón, sabían de esos  ruidos extraños. Atribúyanse a duendes pero bien pudiera ser que los trasgos en cuestión no fueran sino aquellas ratas enormes, de casi dos kilos, que campaban a sus anchas por los corredores y las crujías de los dormitorios vacantes.

Otras veces  el fantasma se dedicaba a darle al badajo de la campana que reglamentó la existencia y cuadriculó las horas de actividad y de descanso de generaciones de gramáticos, retóricos, filósofos y licenciados en teología. Hasta en las fincas vecinas eran escuchadas a horas intempestivas las arreboladas y tañidas de la vieja campana conventual. Y la gente se quedaba  atónita, puesto que la falta de práctica y la caída en desuso de las prácticas religiosas ocasionaba cierta confusión. Sólo se escuchaba el soniquete de los monitores de la televisión o las estridencias cacofónicas de las discotecas. Todos estos ruidos modernos habían enviado al baúl de los recuerdos a las badajadas de la campana catedralicia que dejó de oírse al no haber nadie que supiese tocarla. Tampoco se escuchaba los clarinazos del cuartel- había cuatro o cinco en Corobias, todos ellos de asiento- alegrando las madrugadas con sus alegres dianas del quinto levanta tira de la manta o a la noche el toque de queda o de oración. No se arriaba ni izaba bandera en ningún mástil ni se veía a los cadetes que, al escuchar la trompeta, como  voz de mando, se cuadraban y dejaban de hacer lo que estaban haciendo,  tiraban el cigarro, dejaban de charlar con la muchacha a la que acompañaban y se cuadraban saludando militarmente a la enseña de la patria. Había sucedido un par de veranos antes que unos ingleses borrachos y un catalán que también bolingas robaron una bandera de veinte metros orinaron en ella y luego la tiraron al cubo de la basura sin que nadie se atreviese a protestar. El personal miraba con cierto recelo cualquier acto de patriotismo o nada que tuviese que ver con significación política alguna y consentía o hacía la vista gorda ante las profanaciones de la roja y gualda. La cual aparecía en igualdad de rango y proporciones que las banderas locales y municipales. Una pena, vamos o por mejor decirlo un asco. Ello era un indicio a las claras que con su hispanofobia había triunfado el anticristo  conspirado. Todo había cambiado: los sones, los olores, el color de la ciudad, la forma de expresarse. Nos habíamos dado cita aquel quinto día de septiembre con un mundo antiguo y un tiempo irrecuperable. Fueron subastadas las estaciones de RENFE, se cerraron viejos regimientos. Las escaraguaitas o casetas de tejado voladizo de las construcciones castrenses, tan populares en toda la geografía ibérica, habían quedado para nido de murciélagos o guarida de alimañas. Ningún centinela montaba guardia en aquellas garitas de las murallas. Los matacanes con sus cornisas en forma de chapitel habían sido destruidos, oh patria mía desalmenada, que te vendieron  por un plato de lentejas. Los conventos de las claras se caían de puro viejos y tendrían que cerrar por falta de vocaciones a la vida consagrada y por ruina de sus antañonas fábricas.  El país se desespañolizaba a marchas aceleradas

Pero yo ya no me meaba en la cama. Tampoco me chupaba el dedo. Es así que el alma en pena del Hermano Casimiro,  que con ese nombre era conocido el fantasma del seminario mayor, llorase con su melancolía, y las lagrimas rodaban por las pastas de piel de su misal y, que, de rabia, para advertir a la comunidad de los peligros que acechaban, se liase a tocar a toda furia el campanillo el que estaba en un muro de la escalera imperial en la parte más enjalbegada. Las campanas sonaban a medianoche. Pero no todo el mundo las oía. Sólo las oían los que estuvieran en estado de gracia. Nadie accionaba aquel bronce desde hace muchos años. El obispo y su fámulo permanecieron toda la  vigilia en oración y cantaron el oficio nocturno en la inmensa iglesia herreriana donde faltaban bastantes santos. Era de amanecida cuando empezaron su eucaristía. No hubo necesidad de que entraran en la sacristía porque aparecieron de pronto unos extraños acólitos de albas túnicas, el uno portaba en sus manos la naveta, otro, el incensario, el de más allá, las vinajeras y el cáliz tapado con la hijuela, otro, un humeral, y el último tocaba las campanillas que sonarían a la hora de alzar a Dios. Eran una buena cuadrilla como doscientos y pico, todos donceles y un poco asexuados y dirías que de género epiceno,  indiferentes, lo mismo podían ser del masculino que del femenino, pero como no hay ningún ángel con barbas todos eran bien parecidos y cada uno conocía tan a la perfección el rito romano que no hubo necesidad de que anduviese detrás de ellos el maestro de ceremonias con el puntero argentífero señalándoles la antífona que habrían de entonar o los pasos que habrían de dar antes de volverse al pueblo y pregonar el Dominus vobiscum.

Eran los Ángeles ministros del altar y sabían su oficio al dedillo. Estuvieron cumpliendo con sus rúbricas litúrgicas desde toda la eternidad. De entre ellos, un grupo se subió al enorme coro situado en la parte de atrás en una tribuna sobre la cual derramaba su luz de la calle un ventanal, el tercero, aun  sin vidrieras porque ese lujo no se lo pudo permitir Felipe Segundo en su donación a los jesuitas. Desde allí uno que debía de ser organista se sentó al órgano y la trompetería que había permanecido muda durante décadas estalló en las notas triunfales de un Tedeum. Asustados, salieron despavoridos los murciélagos y palomos que anidaban en los altillos de las mensulas y tenían sus escondrijos en las socarrenas sobre los arcos apuntados de los lunetos ciegos. Estas aves torcazes eran los únicos habitantes de la iglesia  abandonada. Pusieron las paredes blancas perdidas con sus chorretones de gallinácea. Al poco  cesó la melodía  triunfal que parecía que estábamos viviendo una apoteosis en aquella misa de alba y otro grupo formó un coro a seis voces y se escucharon melodías nunca escuchadas, siendo todo el canto un concierto en hebreo y en latín. En el orfeón había tiples, tenores, barítonos y un bajo que peinaba con su voz armoniosa y viril todos los abismos de la octava. A éste le llamaban el diácono y vestía una dalmática de oro y una estola cruzada como los popes rusos. Un trozo del cielo había descendido a la tierra para adorar a Dios señor de la armonía. Los Ángeles cantando recordaban el hieratismo y la excelsitud del pórtico de la gloria. Entre aquellos mozos imbeles, ágiles, transparentes espíritus puros, acerté a distinguir a algunos ángeles que me resultaban familiares. Sus rostros no me eran desconocidos porque en el grupo estaba uno que era mi ángel de la guarda. Me sonreía desde la tribuna desplegando sus alas sobre mí. Fue el que desvió el manillar de mi bicicleta cuando mi rueda resbaló en la arenisca y yo me iba a despeñar por el pretil del  puente sobre el Rasemir. Llevaba prisa porque llegaba tarde a ayudar a las vísperas en el santuario de la Fuencisla. Aquel heraldo de la divinidad puso la mano y me libró de una muerte segura. Mi cuerpo quedó pingando sobre el puente. Y aquel ángel era el mismo que aquella noche en Londres desvió la navaja que arrojó contra mi cara aquel judío ruso que dominado por los celos o por una furia asesina quiso matarme cuando me quedé sin dinero y fui a pedir asilo en casa de una antigua amiga. Otra vez una tarde de septiembre aquel nuncio divino me impidió cometer una locura en Oviedo por la provocación de un cura maldito de los del Taranconazo. Fue la tarde más triste de mi vida pero el ángel vino a consolarme. Ahora estaba allí entre aquella cuadrilla de bienaventurados que bajaron a ayudar a misa al obispo Riostras nuestro padre san Daniel. Su cara no se me despinta y su presencia milagrosa será para mí una prueba de la existencia de Dios de la que daré testimonio. La campana gorda de la Aceitera que aun  había permanecido muda cerca de medio siglo empezó a bolear de súbito y con ella se volteaban solas todas las demás. Luego supe que aun  hay ángeles campaneros como los hay turiferarios, acólitos, ostiarios y exorcistas.

Se iluminó la iglesia que estaba de bote en bote y empezó la procesión de pontifical. Delante venían los acólitos con los cruciferarios y los turiferarios escoltando a un cabildo de canónigos de los tiempos del mandato del obispo Riostras en la diócesis: don Fernando Revuelta el deán, el arcediano don Belarmino, don Fernando Resines,  don Pepe el racionero, don Hilario Sanz el archivero, don Zacarías el limosnero, don Dionisio Yubero el lectoral y los beneficiados Benedicto, José, don Julián Canto. Todos habían bajado del cielo para asistir a aquella misa de consagración de los óleos que se alargaría durante toda la eternidad. En el altar mayor estaba uno de los cuadros en que se presenta a san Francisco de Borja al lado de la epístola y que en más de un retiro al padre maestro le dio motivo para enhebrar una plática tipo meditatio mortis sobre la vanidad del mundo y la fugacidad de las cosas humanas que a muchos de nosotros nos hiciera llorar. El contraste era muy fuerte; la emperatriz de Portugal Isabel había sido la hembra más hermosa de Europa pero ahora la esposa de Carlos Quinto al descubrir su ataúd en  Granada no  era más que un montón  de carne asquerosa.

El duque de Gandía que asistía al acto como notario para dar fe de los hechos decidió desde entonces entrar en religión. Profesó en la Compañía de Jesús. Pero el cuadro del lado del Evangelio faltaba. Asimismo, eché en falta el gran mural de la Adoración de los Magos de la escuela flamenca en uno de los lados del transepto. En él aparecía el Niño iluminado sobre las rodillas de María que vestía una túnica roja y calzaba en sus pies sandalias. A su lado san José con barbas de viejo y enfrente la mula y el buey detrás de un vallado a medio hacer que mostraba las adarajas de la hilada sin construir y unos ladrillos colocados a sardinel. Un pesebre, unas pajas y un angelote rubicundo en lo alto del lienzo desplegando un letrero que decía gloria en los cielos excelsos y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad. Al fondo, en una esquina, cantaba un gallo negro, y en la de enfrente, en perfecta composición anamórfica, podía verse y casi escucharse el quiquiriquí de una gallo blanco… al cantar el gallo blanco, al cantar el gallo negro ha nacido el Dios del Cielo. No nació en cama de flores ni tampoco de romero. Que Jesús ha nacido entre la paja y el heno…().

Cuando entraba en la iglesia del Mayor, aquel cuadro singular por su melancolía y por su dulzura, era lo primero con que se topaban mis ojos. Era de la escuela costumbrista flamenca que auto copiaron los artistas españoles intentando dar a las escenas del evangelio un aire familiar, realista,  campestre, y como para estar por casa. Pero el mural desapareció. En mis visitas al alma mater realicé varias averiguaciones pero sin resultado. Nadie supo dar razón por lo que colegí que es lo que podría haber pasado a mayor abundamiento del defroque esquilador y de la gran desamortización que ha padecido la iglesia a lo largo de los últimos años. Se los habían vendido a un  judío. Sobre nuestros templos había pasado un diablo esquilamador. Pero el lujoso retablo barroco en el que aparecía san Francisco de Borja destapando el ataúd de la emperatriz seguía en su sitio, lo mismo que una pintura del buen pastor.  El templo  estaba destartalado. Faltaban cristales en las vidrieras por las que se colaban los pájaros dejándolo todo perdido de gallinácea y chorretes de sus excreciones sobre las ménsulas de estuco. El lugar, iluminado por una luz fantasmal, daba una sensación de  tristeza. A Miesesmucha y a Verumtamen se les encogía el corazón al recordar los estrados con filas de roquetes blancos en las misas de medianoche de Sábado Santo, el oficio de tinieblas, los resoplidos del fuelle del órgano que arregló un alemán, los cirios encendidos del tenebrario, el sonar de las matracas en los oficios de Viernes Santo. Todo  tiempo tuvo su gloria y cada día gozó de su afán pero sic transit gloria mundi. Durante dos décadas demoledoras, como fueron la de los ochenta y setenta del pasado siglo, los anticuarios cayeron como buitres sobre aquellos objetos sagrados de la antigüedad y arramblaron con los cálices, los candelabros de plata, los lienzos religiosos como aquel de la epifanía que había al lado de la epístola y fue gracias a este expolio  que las vírgenes románicas adornaban  ahora los palacios de los  ricachos. El cuadro de la Adoración de los Magos ya no estaba. No se puede escribir sin dolor de estas vicisitudes. Acaso los crédulos padres del Vaticano segundo fueron conscientes, abanderados del aggiornamiento espiritual que fue un autentico allanamiento de morada, no repararon en lo que iba a suceder al dar la vuelta a los altares a clausurar los púlpitos y al mandar al desván de los trastos viejos muchos usos y costumbres de la tradición secular. Nuestro padre san Daniel y su fámulo el canónigo Entenzón de la Traconide resucitaron pero su resurrección pasó desapercibida a ojos profanos. Sirvió de poco. Vinieron a los suyos y los suyos  y los suyos no les recibieron. Hablaban otra lengua, tenían otras costumbres. Siempre suele ser así. La ceguedad humana es fatua y acomodaticia. La poltronería les hacía desplomarse sobre el televisor embruteciendo su mente y sus costumbres con seriales norteamericanos. Practicaban la ley del mínimo esfuerzo. Stultorum numerus infinitus (). La estulticia viene a ser un poco nuestro patrimonio basado en la regla de la medianía. Los que se pasan de listos, los redentores, son crucificados o proscritos. Hic jacet. Y el obispo Riostras una fiesta de la Asunción, recuerdo como si fuera hoy aquella Virgen de agosto, iba como pisando huevos por entre las lapidas del entrecoro donde estaban sepultados sus predecesores en la cátedra de San Tormo y murmuró angustiado a su ayuda de cámara:

- Un día me meterán a mí también  aquí dentro, Fernando.

-  Señor obispo, quien piensa en eso,- acertó a contestarle su arcediano para echar balones afuera.

Se sentía el ojo y el brazo de su obispo. Aquel perro fiel tuvo la elegancia de morirse al día siguiente que su ordinario. Don Daniel gozaba de fama de santo. Don Fernando de arisco y de soberbio clérigo de curia chapado a la antigua. Pero su mandonería y su mangonería eran útiles a aquel obispo todo mansedumbre. Un complemento que puso el Espiritusanto para meter en férula a aquella extensa y difícil heptarquía donde desde muy antiguo el cabildo siempre estuvo en pie de guerra contra el Palacio.

 El prelado tenía un rostro ascético todo hueso y la cara de su arcediano gorda y abotagada y con el pelo a cepillo, y andaba con parsimonia pero su arcediano era todo movimiento. En las procesiones gustaba de ir para arriba abajo por toda la fila dando órdenes a los cofrades mayores, colocando debidamente a los pertigueros, y dando la entrada a los lectorales y cantores.

El arcediano gustaba del poder y de la vida. El obispo, por el contrario, no. Parecía gemir bajo el peso de la púrpura. En sus últimos años aquellas casullas imbricadas de oro con incrustaciones preciosas y todo aquel hacinamiento de ornamentos que habían sido confeccionados en los siglos medievos le pesaban demasiado.

Me pesan un quintal, Fernando.

No se apure, Ilustrísima. Ya queda menos para la bendición final

Y

, solícito, le entregaba el báculo apuntándole con un puntero de plata las oraciones de rúbrica que había de pronunciar. Cuando llegaba a la sacristía el pobre hombre se le veía extenuado. Su cara que era clavadita a la del papa reinante Pío XII con el cual tanto gustan de meterse los judíos, acusaba el cansancio y la enfermedad de los que en medio de la gloria y el poder acusan una gran soledad. “Estoy muy solo, Fernando”… “Debe de ser el calor. Está haciendo mucho calor este mes de agosto”. Mandaba a un acólito a la fuente de la sacristía que trajese al prelado agua de azahar. “No es sed de agua. Es otra clase de sed. Nadie nos quiere entender. Veo venir tiempos muy duros para la Iglesia”.

Los presagios se cumplieron a rajatabla. Fue el último gran titular de la cátedra de san Tormo. A su muerte llegaría la debacle. Después de él vendría el diluvio… “Estoy pisando estas inscripciones sepulcrales, nombres desconocidos y como yo los piso ahora otros me pisarán a mí y seré para ellos otro desconocido”. “Deje de darle vueltas a la cabeza. Vamonos. Es la hora de comer. Después siesta y luego un paseo por la finca del Terminillo”… “aun no he rezado mis horas”… “y dale otra vez la burra al trigo. Su eminencia tiene dispensa de obligaciones para eso ha recibido la plenitud del sacerdocio”… Fernando estoy a blancas ()… pues no se preocupe tanto y viva un poco más la vida..” cuando se hacía la  ritual perambulatio del Asperges() cuando al inicio de la misa el obispo iba con el hisopo a bendecir el coro y rociar con agua bendita las calvas de los panzudos beneficiados,  revestido de terno, mitra de raso con sus zapatillas de seda blanca y los guantes morados con una cruz de oro al dorso, debían de resultar para el virtuoso varón una meditatio mortis que hacía salvando la distancia de unos cien metros que separaban la reja del coro de la del altar mayor en las grandes solemnidades como el día de la Virgen, la Pascua o el día de San Frutos Ermitaño patrón de la ciudad.

 El gesto reconcertado y ascético del prelado al que le causaban fastidio sus ricos ropajes de brocados y estaría mucho mejor dando catequesis a los niños embutido en una pobre dulleta remendada pero las formas son las formas, contrastaba con la disipación rutinaria de los canónigos, que hacían todas aquellas viejas ceremonias del ritual maquinalmente, canturreaban latines, hacían las genuflexiones y reverencias correspondientes maquinalmente siguiendo las rubricas del oficio divino pautadas en el enorme libro de los salmos reclinado sobre el facistol central, pero sin omitir ninguna oración, ningún himno porque aquellos prebendados sabían que de aquel tiempo de coro, de aquellas misas interminables, dependían sus garbanzos.

El abad de lo que canta come, dice un viejo adagio, y ellos cantaban, vaya si cantaban, y a veces de memoria porque habían repetido las mismas palabras y representando el mismo ceremonial durante siglos. Algunos canónigos se sabían las horas del oficio divino de carretilla y las salmodiaban con aire cansino pero de una forma eficaz. Sabían que su misión en esta vida era alabar a Dios y para eso habían ganado unas oposiciones obteniendo por concurso una canonjía de arcediano, racionero, magistral, lectoral, suministrador, chantre etc., pero lo hacían de una forma muy profesional.

Algunos entonaban los himnos con una maravillosa voz de barítono, los más reclinaban sus posaderas durante algunos nocturnos sobre el dorsal de sus misericordias talladas por ebanistas medievales en las que los artistas vertían los conceptos teológicos agarrados por los pelos o representaban formas monstruosas como harpías o simplemente obscenas como aquel fraile que practica el pecado nefando con un mandril según lo representa una bajorrelieve del coro de la catedral de Zamora. Semejante composición lúbrica ¿no disiparía al tonsurado que reza los maitines? ¡Lo más seguro es que no! Ya estaban aquellos padres de la iglesia tan acostumbrados a ver cosas. Además como decía don Saturnino el cura de Vicusomnia si la dejas dos días ella te deja un mes y si la dejas un mes ella te deja un año y después toda la vida. No era la lujuria el cabo por donde pudiera tentar el demonio a aquellos reverendos sino la gula y sobre todo la soberbia. Muchos estaban más arrugados y gastados que la pagina del Te igitur pero soñaban con poder aumentar sus rentas para poder dejárselo a los sobrinos porque hijos no solían tener al menos reconocidos que siempre hay algún ventanuco al cierzo y bien pudiera ser que al magistral le saliera algún fornecino que tuvo por ahí con una criada de cura cuando fue a predicar un triduo de campanillas quien sabe pero los bastardos no solían figurar en las albaceas. Domine labia aperies… et os meum nuntient laudem tuam… con este estribillo empezaban todas las horas canónicas. La verdad es que al obispo no le hacían mucho caso. Sólo lo justo. Era un anciano enclenque que pensaba demasiado en la muerte, pero a Entenzón vaya si lo temían. Incluso los canónigos más antiguos y los beneficiados más bragados temblaban como una hoja cuando don Fernando les llamaba a palacio. Sus gafas ahumadas y su pelo cortado a cepillo, como el de un paracaidista americano, infundían no pocos respetos en el cabildo. De sobra sabían que podían chotearse del obispo, mas no valían maulas con su fámulo. A un preceptor que se llamaba don Benedicto que estuvo una semana sin asistir a coro por causas injustificadas estuvo a punto de suspenderlo a divinis y lo dejó a media razón un trimestre. El pobre don Benedicto era tan gordo que tenía problemas de movilidad. Le había dado un ataque de gota. “Venga a coro su paternidad aunque sea a rastras o si no yo mandaré que lo traigan de las orejas”.

El auxiliar de su ilustrísima no se andaba con chiquitas. A un coadjutor misacantano que hizo el tonto y fue a merendar con los mozos de su cuadrilla a la bodega para celebrar la fiesta de san Juan Degollado que llaman por allá san Pichaque le mandó medio año a la cárcel eclesiástica de Orense. “Así reformarás las costumbres y no te entrarán más ganas de empinar el jarro, cabrón”. Yo aun  sentía un gran amor por mi santo obispo mientras que Entenzón me daba un poco de grima. Era el prototipo de cura que yo jamás podía ser. Vara de hierro. Ladrillos de Roma. Trágalas. Esa hinchazón, esa soberbia mundanal, es lo más contrario al perfil de Jesucristo que tuviera yo. Sin embargo, don Daniel era un modelo, un paradigma, además se parecía a Pacelli, el papa reinante. Era clavadito a Pío Doce, sobre todo, cuando extendía sus brazos en cruz. Para mí fue la vera efigie del alter cristos y así me explico porque con tanto denuedo escupan sobre su memoria los judíos. Fue el obispo de mi vida. El que me confirmó. Era un vallisoletano de estatura prócer, muy delgado, y frugal que tenía una marca de nacimiento en el cogote.

A causa de los ayunos se le hundían las mejillas. Su vida privada de príncipe de la iglesia sencillo, hético, amante de la mortificación, se compadecía poco con la imagen exterior. Venía de familia rica y sus hermanos le compraron un Citroen como regalo de su ordenación episcopal y en este auto que llamaban la Lola Flores realizaba su visita pastoral por toda la diócesis, siendo por aquella causa injustamente criticado porque uno de los pocos coches particulares que había entonces en la ciudad era el del obispo, el de los taxistas, el del anisero Nicomedes el mocoso, que poseía una haiga norteamericano, y los de los Moreno que eran la familia que tenía mucha tierra de labranza en esta ciudad que fue siempre de acarreo o de servicios y donde no se daba mucho la labranza pero yo vi trillar las parvas postreras y me embadurné del tamo de las últimas eras. Conocí el bieldo, los trillos, el yugo de la labor, las colleras de tiro, los gavilanes y el ventral de enganchar las yuntas a los viejos carros ibéricos. Un mundo que pasó. Otra forma de ver el mundo y otra espiritualidad. En don Daniel conocí al último prelado de Trento y entendí su angustia ante lo que se avecinaba de forma irreversible. Los viejos ornamentos que él se ponía en solemnidades como el de la Asunción patrona de la catedral cuando se incensaba la imagen de la Virgen Blanca una talla del siglo trece pasaron a ser piezas de museos. Fue el último obispo y su secretario el último fámulo.

Vino a sustituirle uno que había sido cura obrero, cerró el palacio y se fue a vivir a la casa sacerdotal. Tras de tiempos llegan tiempos…Los ángeles de las misas del pasado, por decirlo así, para no confundirlas con las de ahora, en aquella impresionante liturgia que yo alcancé a contemplar gracias a una visión de la que me hizo merced el Todopoderoso, me convencieron con el ir y venir de sus alas, portando el cáliz de la redención, entonando himnos de alabanza del trisagio- vi la espada flamígera de Miguel que se desenvainaba amenazante contra la rebelión de la Bestia profiriendo un grito de guerra: ¿Quién como Dios?- me convencieron de que existe un hilo conductor de la historia a través del cual fluyen la gracia y el perdón de Cristo, fuente de misericordia para el hombre caído por el pecado. Además, otro pensamiento me asaltó cuando vi al obispo resucitado de pontifical conforme al rito tridentino: que el Dios de los cristianos es música, arte, majestad, espectáculo. Posiblemente yo hubiera acabado siendo un párroco de pueblo, todo lo más, un arcipreste pero siempre un cura de misa y olla. No obstante,  me atrajo la curia y el rigor jerárquico estatuido. Cuando uno ingresa en el seminario, acaricia la idea siquiera inconscientemente de que a lo mejor accede a la plenitud del sacerdocio, luego te hacen arzobispo y después cardenal. Con un poco de suerte te preconizan al pontificado. ¿Y después? Te canonizan. ¿Santo? Santo sí. Sin embargo, a lo que estamos: tenemos una visión equivocada de estas cosas. Es posible que Dios sea la música, el arte, y que se esconda entre los planos de un arquitecto o haga maravillas con los pinceles de Apeles. Al menos en esa estética solemne y estólida  de las catedrales góticas que alzan sus espiras sobre los tejados de los burgos medievales puede que  esté. Lo mismo que en los miles y miles de iglesias barrocas, levantadas a lo largo de la decimosexta, decimoséptima, decimoctava centuria en Europa y la America española. El signo de grandeza de tales monumentos es la búsqueda de la ciudad de Dios como ya explayamos en otro capítulo. Construirlas ahora sería casi imposible porque el hombre ha perdido la tecnica, carece de paciencia y del entusiasmo con que se alzaron aquellos templos de veneración. Que resultarían poco prácticas, se alega. En el fondo seguramente esta desgana se deba a que no cree en nada el hombre de hoy,  pues además la crucifixión es políticamente incorrecta y ha de ser destronada por el holocausto para dar satisfacción a los manijeros judaicos que están al cabo de la calle, lo controlan todo desde su fortín electrónico de California y esta gentuza se venga así de quien les llamó raza de víboras y sepulturas engalanadas que, bajo apariencia de buenas formas, esconden toda la carroña y el veneno del mundo. Además lo odian y se vengan diciendo que fue un impostor, un renegado de la raza. Ese es el tema. No embargante lo cual, y por mucho que se empeñen, nunca conseguirán borrar su memoria. En estas iglesias vacías a punto de desparecer, o de ser convertidas en garajes, oficinas o viviendas de protección oficial, se nos ofrece resplandeciente la imagen y la idea del cristo músico, del cristo arquitecto y del Señor de la poesía porque el cristianismo se ha formado a partir de una constante sedimentación de libros que se han ido publicando a lo largo de siglos y siglos dejando una densa capa freática de pensadores en libertad. Entonces van los anticristos y pegan fuego con gasolina a las iglesias, astillan los cuadros valiosos pignoran en los anticuarios las vírgenes negras y queman todos los libros que nieguen el holocuento o no se atengan a las patrañas y especies que nos llegan vía Joliwú. La vida moderna es una larga y tediosa noche de los cristales rotos. Los impíos que controlan los nidos y agujeros donde realiza la puesta de huevos envenenados la serpiente dicen aquí mando yo. Sólo estará en el aire lo que a mi me salga de los felpeyos… cámara… acción. Me caguen en todos los intelectuales y en la madre que los abatanó. Es lo que decía Mig16, -menudo pión- “No os pueden ver, oye”… te soy sincero. Eres sincero y bruto. Pese a tus millones, aun luces el pelo de la dehesa.

 Van contra el pensamiento. Contra el arte. Jesús pensaba y hablaba. Hoy no le dejarían ni el micrófono del más humilde club parroquial. Sería un elemento peligroso porque predican ideas muy disolventes para el sistema: el perdón, el amor, la paz,  el salmo, y ellos engordan a base de guerras, trafican en armas, sólo creen en la revancha y siempre están ajustando cuentas con el pasado. Viven del cuento, claro, y por eso se han fabricado la patraña del holocuento. Negarlo sería cometer  un pecado mortal. Eres anatema. No sólo te marginas y haces el ridículo convirtiéndote en la comidilla y el hazme reír de las gentes, sino que, al propio tiempo, te condenas. Ojo que hasta puede que un día te peguen un tiro, vengan a por ti. Llamarán a tu puerta en una fría alborada. Temblará tu nombre en un papel. Con todo y eso, no serán capaces de erradicar la memoria del crucificado y les ocurrirá lo mismo que al diablo con el ama del cura que perdió la apuesta de la construcción del acueducto de Corobias. A mi me gustaba acariciar aquella visión del cristo triunfante que explayan las figura del pantocrátor y de los pórticos de la gloria de los tímpanos de las catedrales góticas. Es una noción alegórica del futuro y una refutación de los errores y las dudas que nos asaltan en el presente. Jesús llevaba un violín y una citara en la mano en algunas representaciones pictóricas que yo vi. Era un artista taumaturgo, curaba con la música, y, al igual que el flautista de Hammelin, siempre será el gran seductor. Encierra las claves de la gran propuesta aunque sus designios sean inescrutables y sus caminos y formas de actuar y de revelarse muy diferentes a los nuestros. En el siglo de las luces se desvanece la fe. Es desbancada por la ciencia positiva. El siglo siguiente es el de la era atómica en el que yo nací. Crecimos con el miedo a la bomba. La arquitectura católica se vacía de su contenido primigenio, se desacraliza y sus líneas retorcidas de arte abstracto reflejan ese estremecimiento de horror y miedo al vacío creado por situaciones límite a lo largo de dos guerras mundiales. Las iglesias que en este tiempo de grandes aceleraciones cósmicas semejan a garajes, almacenes y torres de babel, participando del feísmo, la distorsión y falta de seguridad ambiente. Vino Picasso con su demoledora paleta de art nouveau, aquel que podrá tener su mérito, pero a los que crecimos empapados en las ideas estéticas de Menéndez y Pelayo, no nos gusta. Tuvieron que quemar los nacionalistas Guernica como Nerón mandó incendiar Roma para inspirarse para que el malagueño afincado en París pintase el famoso mural de marras. Sólo se ven chapelas ornamentando a las cabezas gordas. El arte en sus variantes-pintura, escultura, arquitectura y hasta la lírica- pagó sus pechas y escuderaje a la propaganda política. Es la época en el que todo se politiza mientras el lenguaje se empobrece, se embellecen los cuerpos, se afean las costumbres y se ennegrecen los espíritus. ¿Quién encontrará al negro que tenía el alma blanca?  Está viniendo en pateras. Los hombres y las mujeres se vuelven robots porque el automatismo es algo que le viene bien a los mandamases de los superpoderes, los que se sientan en altos despachos sobre sillas ocultas y se forman grandes puros mientras tocan el culo a las secretarias. Estamos todos a merced de los superpoderes escondidos. Ese lobo nunca enseñará la pata. La bestia sin rostro se escuda debajo de mil caras y esgrime facies múltiples pero una voz de comando única que clama con voz en off: este sí, este no, y al demás allá que se lo coman las pirañas; sonará algún día cuando estalle la hora del dies irae. Nos ponen todos los días en el primer boletín informativo (maricón el último, tonto el que haga caso) el pensum, señalan la tarea, lo que hay que decir, lo que hay que hacer, lo hay que pensar, cómo moverse, la manera de sonreír. Se trata de una maniobra intencionada de convertir a la información en provocación. No hay objetivismos. ¿Dónde está la pirámide informativa y las famosas seis W de las que hablaba don Bartolomé Mostaza a sus alumnos de la Escuela Oficial de Periodismo años 60? Nos proponían como modelos de objetividad a los periódicos anglosajones pero los anglos nunca supieron ser objetivos ni demócratas. Barren para casa y hacen discursos pro domo sua.

 Si no te sujetas a la etiqueta de sus convencionalismos, malo. Para el Supercofrade lo más importante es la cáscara, la imagen el look, porque no creen el alma. El alma no existe. Estos han creído querer enmendarle la plana al bueno de Aristóteles. Son tiempos saduceos los tiempos que vivimos. De lo que se trataba era de clonar a aquella generación, perversa y adultera. No he hecho otra cosa  que clamar contra la apostasía pero mis gritos se han estrellado contra los peñascos del Gran Desierto. De esta forma las conversaciones se trufaban con una semántica ambivalente. El double talk () habitó entre nosotros. El accidente, la apariencia, era más importante que la esencia pero nos vimos desbordados por eseyentes de una nueva realidad. Los entes ya no eran Dios sino organismos públicos y emisoras de radiodifusión. Y había que machacar las carnes en el gimnasio, acudir al esferisterio (), para estar a la altura del canon hedonista de hombres y de mujeres clonados que imponía la publicidad. Volvieron al palenque los asesores de imagen, los masajistas y entrenadores particulares, como el que se gasta Josémari Aznar. La calistenia de los californios desterró la vejez, las patas de gallo, los senos caídos y todo lo que tuviera que ver con la decrepitud y la crasitud. Los gordos ya no podrían ni montar a caballo ni entrar en el reino de los cielos. Se estableció una lucha feroz entre Ormuz y Ahriman que haría la guerra a las enfermedades y a la decadencia de los cuerpos. Muy deteriorado por mi aspecto, me descuidé y me uní al cupo de los rebeldes y de los marginales. Toda mi vida he sido un bohemio. Cuando era un pecado de lesa majestad engordar yo me puse en los ciento y pico kilos – el pico me lo callo para no alarmar al lector- las guerras intestinas y de ese fracaso como padre y esposo ya hablaré en otra ocasión, el fracaso de haber alcanzado mi idea, las guerras internecinas que vivía en mi casa, la postergación y las purgas que hube de padecer en el empleo determinaron aquella abulia. Padecía la marginación laboral, social, familiar y me encontraba de pronto sin asideros. Fui el odd man out (). Me di a la bebida. Erifos se apoderó de mi aburrimiento y la tentación no era la de los borrachos. Sólo el vinillo a las comidas. Yo me curaba mi desazón,  por no estar a tono de las circunstancias, según ellos huyendo de los sitcoms en el cuarto de estar y de toda esa literatura basura escrita en inglés y que gira en torno al monotema. La televisión mentirosa me daba nauseas pero la información se ha transformado en un instrumento de control. Buscaba una salida pero aparentemente no había salida. Volví a mi alma mater y la encontré vacía,  la puerta cerrada, la jaula vacante, poblados sus pasillos y dependencias de fantasmas del pasado, deshabitadas las celdas, decapitadas las imágenes y los bancos de la iglesia del Mayor amontonados, listos para ser transformados en virutas. El ángel de la muerte había astillado mi pasado. Allí habían venido unos compañeros a los que no reconocía. Me engordaba mi desesperación y la infelicidad conyugal con constantes paseillos a la nevera. Mi vida se convirtió en una existencia de locos, enclaustrada en mi destino pero lo que yo había escogido era eso. Aquel género de existencia había sido el objetivo de mi opción. Life is what you make it out of it (), dice un refrán inglés.

A

l año vista de todo aquello, no pude asistir a la reunión. Yo seguía siendo el odd man out. El hombre fuera de juego que colocaba sus pensamientos en la red de redes. Tenía la sensación de que me leían, me examinaban con curiosidad con la ira o la compasión con que se mira a los locos, escudriñaban mis pensamientos porque la cibernética ha sistematizado la posibilidad de tener la inquisición sin moverse de casa, al alcance de una tecla o un botón, pero no es curiosidad con afán de sabiduría sino a través del complejo de sabuesos polizontes on line. Para los espías que navegan y esculcan por Internet, la red se ha convertido en un paraíso. Yo la he convertido en arma arrojadiza y desde mis blocs yo pataleo. Te vampirizan, escrutan, escudriñan, te hacen cuartos y lo colocan en el ventilador de la mierda para que luego lo proclame el pregonero, te llaman puto nazi y te chorizan cuanta idea feliz o infeliz rezuma por esa cabecita loca. No te llaman a las convenciones, jamás tu rostro será puesto en manos de las maquilladoras de un plató, jamás sonará el timbre de tu teléfono pero sigues con la mosca en la oreja cuando llaman a la puerta de tu casa pues no puede ser el cartero que te llega con el oficio de una multa.

-You are the odd man out

 Ya no se escriben cartas de amor y la posta electrónica es un río merdero de basura. No eres nadie. Un jubilata, un parata soy pero lleno de dignidad y lleno de brío, ufano de no haber sucumbido a los cantos de sirena como muchos de mi generación. Sin embargo, aquel día desde su Helicón el sol lucía esplendido. La vida salía a tu encuentro. Oscilaban al fondo del jardín las cimas de los cipreses, los ailantos marinaban sus ramas aovadas como lanzas con las del castaño maternal que había en su huerto. Todo hablaba del jardín de María, de ese hortus conclussus () de los místicos pensamientos. Después de saludar al sol con las preces matinales que le habían enseñado unos monjes en latín, puso una vela en honor de Hermes Crioforo. Una estampa del mercurial Dios presidía su mesilla de noche mostrando a un Apolo de hechuras perfectas que tapaba sus vergüenzas con un paño de pudores, el pelo ensortijado a la griega, la escarcela de los pastores y un cordero a los hombros, vera efigie del Buen Pastor. No, no había yo cambiado de chaqueta  ni me había apuntado a otra religión. “Un poco viejo es v.m. para meterse a fraile”, había escuchado esa frase en la campa de los virginianos donde unos decían haber visto a la Virgen pero muchas tardes era el diablo el que bajaba a rezar el rosario con los pedisecuos fanáticos de la vidente del Pesebre que así se llamaba su pueblo. No creo que por poner una vela a Hermes Trismegisto, el tres veces santo, el tres veces sabio el tres veces justo, pudiera caerme un anatema sobre mis pobres carnes. Tampoco tengo el corazón partido y a mí me gusta la mitología cargada de leyendas y de símbolos. Los cuentos olímpicos son datos para recapitular y hacernos cuentas. Haticiuenta. Sí, me la hago. Pero quiero echar mi cuarto a espadas acerca del caso que en esto de la religion allá cada uno con su conciencia y que crea lo que le apetezca. Si hay más allá, no ha bajado nadie a decírnoslo, para centrarnos sus experiencias al otro lado del túnel.

Yo no me había hecho protestante ni aposté de mis creencias, por lo demás, bastante acendradas, por más que con frecuencia surjan dudas y cunda el  desaliento, porque el escepticismo como el miedo son libres, a consecuencia de esta estampa del joven barbilampiño que es mi padrino y santo de mi mayor devoción, colocada en la mesilla de noche junto al lecho donde yo me desparramo, me refugio de los golpes que me da la vida y de los picotazos de Esfex aquella avispa que me picó una vez y ha hecho de mi vida un infierno portátil que se trae y se lleva de acá para allá sin que cesen las quemazones, las lambadas e imprecaciones de Esfex la que tiene en sus manos el aguijón de la avispa, y, como mi vida no es del todo real, he de  buscar mi anestesia en los mitos. Quizás no sean estos más que deliquios de escritor visionario. El tálamo del dolor o lecho de Procusto y la cama de sufrimientos, el infinito silencio, hicieron de Nicomedes el vir dolorum del que habla el libro de Job. Su destino era sufrir sin cese. Padecer constante. A veces se daba miedo a sí mismo cuando en medio de sus angustiosas resoluciones, irresoluto como era él, tomaba una resolución: un día me mataré o la mataré pero –Quiá- al poco desistía de esta opción. Verumtamen su alter ego le decía que era una tontería. Te mancharás las manos de mocos y el culo de sangre. Serás una noticia en los telediarios por un caso más de la violencia de género. Te llamarían machista, un vocablo que, tal y conforme circulan las cosas en estos tiempos, tiene unas connotaciones más peyorativas que el de asesino. Yo pensaba, señor, que el amor me depararía la felicidad que mi vida en la tierra sería un paraíso y que los ángeles me envidiarían. En cambio, soy el risum teneatis de todos los demonios del infierno que empiezan a ladrar como mastines o perros villanos cuando la Esfex extiende sus tentáculos por el celular. Y, cuando más se ríen, es cuando me ven con una copa de más. Al otro lado de la cajita mágica llueven golpes, reconvenciones, insultos, vejámenes y faltas al respeto. Mi victoria es la huida y por eso enciendo una lámpara votiva al Crioforo o Crisoforo y me encomiendo a Isis o llevo un ramo de flores y una gavilla de espigas a Hera, representaciones todas ellas de la Trinidad y de la Virgen María. ¡Oh buen pastor celestial ayudame en los malos pasos, en las dudas y en las vacilaciones, vigila los subterfugios de mi huida!

El buen pastor da la vida por sus ovejas y la oveja que lleva san cristobalón sobre los hombros es el hombre herido. El pensamiento me consolaba en mis tribulaciones. Fui un mozo entusiasta que se ha convertido en un viejo vacilante, las carnes partidas, el alma llena de dudas. Aquella imagen del rabadán de los cielos para Nicomedes cuando la veía era un acicate del destino para saber de donde venimos. Ciertamente venimos de algo y de alguien y no es cosa de citar aquí los cuatro argumentos con que el Angélico, robándole la idea a Platón, demuestra la existencia de la deidad por el movimiento continuo o perpetum movile en el mundo si hay un efecto tendrá que haber una causa, si hay una mesa tendrá que haber un carpintero y si la cunita del niño se mece, una mano tendrá que haber que mueva esa cuna, pero no sabemos hacia donde vamos, y aun  desconocemos cuál es el objeto de todo esto. El paso del hombre sobre la tierra, bien miradas las cosas, no es más que un retumbar de olvido  en medio de las carcajadas de un idiota. Las llamadas de Esfex con su voz de avispa increpadora, asediante maldita hembra de escorpión. Se había casado con una de las euménides y se había quedado tan pancho. Zeus tonante, el Dios tronando en el Sinaí, se había quedado tan repantigado en su monte sin importarle un pimiento mis dudas, mis preocupaciones, mis propias desesperaciones, o los aguijonazos de la Esfex. Nicomedes escribía para hacerle preguntas a la esfinge. Se habían marchado las golondrinas. Hicieron el viaje de retorno a África a últimos de julio, primeros de agosto. Echaba de menos un poco a las induriñas cuando segaba el pasto. El macho hacía un primer vuelo jacarandoso y a los pocos segundos planeaba la hembra en aleteo recortado, rápida y sagaz. Detrás de los dos volaban, alevines, los hijos que acababan de saltar del nido. No parecía que tocaban el suelo pero su pico se hundía a gran velocidad entre los tallos del trébol o le aplanaba la cabeza a la festuca contumaz. Soplaban sus alas los vilanos sobre los algodonosos capullos de los dientes de león. En su vida de aldeano no se sabía aún los nombres de las matas de plantas tan diferentes que ornaban el césped de su querido prado ofreciendo el cuello a la cuchilla de su segadora Honda, un prodigio de la técnica japonesa. El prado se llamaba la Cartuja nadie sabía por qué. A lo mejor porque existió en tiempos un monasterio de esta orden de los monjes silenciosos del manto blanco. No quedaban trazas pero con ese nombre estaba registrada la finca en los libros de apeos. Había sido comprada a un aldeano de Moruño por un día de bueyes y tres heminas de maíz. Esa tierra había dado el mejor maíz de la región y las mejores patatas. Lo llevaban unos collazos que tenían la quintana en el manto o pie del Monte Betulia. Por detrás pasaba la cuesta donde serpentea el viejo camino jacobeo despeñándose hacia el valle entre rodales de laureles, salgueiros, ailantos, abedules, castañares y robles centenarios. A un lado quedaba la mar. Las montañas se perfilaban, ciclópeas, a mano derecha, descollando las eminencias verdes de los montes Venantinos con sus pináculos del oeste: el Gario que parecía una montera picona arrascando las estrellas  estaba alfombrado de hayedos y pinares. El Gario daba escolta al otro gran monte local el Betulia que los lugareños que no conocían el latín denominaban cariñosamente la Obdulia y miraban hacia él con cariño y agradecimiento como se mira y se nombra a una mujer. El Betulia, haciendo honor a su etimo, era el crecedero del mayor abedular hispano. Fue el bosque sagrado de los celtas y en una de sus rinconadas había un ejemplar centenario de esta especie: el Betullón al que seis mozos en corro no serían capaces de abarcar por el tronco.  Las antiguas civilizaciones que encontraban a los árboles como legados de la divinidad y, practicantes de la dendrolatría (), subían a adorarlo por el solsticio de verano. Y justo al lado del Betullón los latinos elevaron un templo a Diana. Pero dicen que antes que a Diana el culto que se estableció en aquella cima fue el de Hermes Crisoforo. Al correr de los siglos, el templo de Diana se transformó en ermita de la gloriosa Santana la abuela de la Virgen.  Y todos los cojos van pa Santana, allá subo yo con mi pata galana, rezaba el cantar.

Betulia era mi monte y Sonipiés el nombre de mi caballo, alazán de la imaginación que trotaba por los desfiladeros de la ribera del río Junquillo que aun  llamaban el Botijas. Por esta parte del mundo nos sobran todos los ríos que nunca vienen secos ni por agosto. Sus aguas entonando himnos litúrgicos y cabrilleando en ondas salmoneras van a morir horadando las quebradas altísimas a rendir tributo a la mar por la Concha de Ulliegos. Un poco más allá, pasados los cuetos de la Venta Jamona, estaba el río Zurdillo llamado así porque su cauce da la impresión de no venir a derechas sino a reculas. Parece que sube cuando baja y al revés. Llega oculto entre los humeros o alisos de hojas fuertes y acorazonadas como los del ablanedo pero no son avellanos sino alisos. Esta vena fluvial que se despeña desde las breñas de Peñamía se detiene y realiza muchos meandros y corregimientos al bordear los pagos de Valdebriga que es un soto amenísimo a la sombra del campanario de su iglesia románica y atraviesa el puente de los peregrinos bajo unos ojos de arcadas imponentes. Por arriba, en tiempo de verano no cesa el goteo de romeros en tránsito hacia Compostela: alemanes, polacos, franceses, algún escandinavo, bastantes italianos.  Por abajo los canchos de la playa de Ulliegos

El Zurdillo o Zurdín no ha de confundirse con su hermano el Esguin su fraterno hidrografico que desemboca como media legua más arriba y pasa lamiendo las tapias de un viejo convento muzárabe, el Premaris, desde donde se oteaba el mar como haciendo vasija. El monasterio hoy es extinto. Pero en la cárcava donde estaba la cilla algunos paisanos dicen haber escuchado el eco de cantos religiosos, ruido de goznes, chirriar de rastrillos conventuales y campanas que tocan solas.

 Es creencia que aquellas comunidades a las que los primeres reyes de la dinastía hispánica, Silo y Mauregato, dejaron mandas, escribían con grafía ulfiliana y que fueron refractarios a renunciar a su emanatismo arriano. Estaban en contacto con los monjes de Las Batuecas y otros de la Galia y de Britania. Su abad se carteaba con Carlomagno y con Alcuino de Eboracum.

 Se supone que el miniaturista que escribió el Beato de Liébana estuvo bajo la disciplina y el cordón  de esta comunidad y desde su celda del Premaris avistando la mar océano escribió los comentarios al libro del Apocalipsis, summa de errores contra el adopcionismo del obispo Elipando de Toledo que consideraba tres personas distintas y un solo Dios verdadero, pero en Cristo sólo veía un hombre adoptado por la Trinidad Santa. Hasta ahí, todo correcto en la procesión trinitaria, pero añadía una muletilla de su cosecha. Jesucristo hijo amantísimo del padre, protegido y espejo del hijo y adoptado por el espíritu. Quedan algunos farallones de las paredes de su iglesia. A Nicomedes le gustaba pasear sus melancolías y sus desencantos por aquellas soledades de la rasa. Sólo se escuchaba el grito de las gaviotas y los estampidos de las olas cuando entraban en los cañones de las rocas.

 Cuando las desamortizaciones algunas piedras fueron llevadas a la iglesia de la parroquia dedicada a san Martín y donde se venera una Virgen negra que llaman Nuestra Señora del Focin. Entre ellas varias columnas y un  albalá misterioso o alfiz sobre cuyo dintel aparece un fraile muy tonsurado y con un cinturón que le cuelga de la sotana tan largo que y gordo que semeja un enorme pene en reposo. Hay una expresión obscena en esta figurilla como si su grabador anónimo en el momento de moldear la roca con la gubia y el cincel hubierase sentido acosado por el ludibrio de una siesta cuando acomete el deseo de la lujuria, pues, como ya se sabe, con harta frecuencia los monasterios relajados son recintos donde tienen asiento los siete pecados capitales.  El modelo por lo visito aunque era corto de estatura debía de tenerla larga y con su corona sostiene la pila del agua bendita su tonsura haciendo las veces de cariátide. Y vestía el hábito de los frailes menores lo que da pábulo a la creencia de que en Premaris desde el siglo VIII  hasta el XIX siempre hubo vida consagrada pero durante la baja  edad media fue un importante centro franciscano. Estos frailes menores  iban predicando la misión por las aldeas y pidiendo limosna con un saco a las espaldas reclamando con frecuencia el derecho de pernada hasta tal punto que era prurito de humor regional el decir: nadie puede decir que tu padre no cante en el coro del Premaris. El antiguo claustro era un rodal de zarzas y una guarida de la fuina, la zorra, el gochu y otras alimañas. Todo se fue por la posta. Aquel mundo tranquilo y pacifico, marcado por los sones eufónicos de la esquila de la vaca Marela, o el agradable eufonía del segador que afila su guadaña en una cerca una larga tarde de mayo, está a punto de ser arrollado por el estrépito del tráfico y el flujo que no cesa de autos que corren por la autovía que profana el viejo paisaje. Ahora la autovía iba a dar paso a la autopista que llamaban del Aquilón. Sólo los iniciados como Nicomedes podían entender que en el trazado destructor de tanta naturaleza y del severo impacto medioambiental latía una idea de involución del hombre con su entorno que le conduciría al Apocalipsis. Al acabar con la atmósfera, el hombre se destruye a sí mismo.

Un túnel había horadado las entrañas del monte Betulia pero pasaba oculto y sin alardes. Todo lo contrario que la nueva autopista que iban a construir los hombres con gran enojo de los dioses del terruño que ya habían manifestado su desacuerdo con aquella obra faraónica que iba a sembrar de puentes colgantes entre colina y colina, desbaratando  los mapas y planos de los ingenieros. Al poco de comenzar la obra, una extraña enfermedad afligió a la mayor parte de los operarios. Uno cayó al vacío al tratar de colocar un encofrado en lo alto la pirámide y se mató. A un gruista le aquejaban las almorranas y tuvo que dejar los mandos en manos de un nigeriano que acababa de llegar en pateras y que ni siquiera hablaba la lengua del país y mucho menos sabía manipular aquellos chismes. Una mañana su mastodóntica excavadora hizo molino y se fue al fondo de un talud. Al conductor lo excarcelaron de entre los hierros con la cara cubierta de hematomas y las piernas tronzadas. Al palista en cuestión que se llamaba Oyabongo se le trató como a un héroe. Vinieron los de la televisión regional y le sacaron varias entrevistas y reportajes. Se abrió una colecta para repatriarlo a su país pero el mutilado dijo que nanay que se quedaba aquí cobrando una buena pensión. El derrubio le había dejado sin piernas pero con la vida asegurada.

 Querían alzar unos pilares de más de cien metros.

El día que sople nordeste a muchos conductores se les van a poner de corbata circulando por ahí arriba.

Todo lo tenemos previsto- contestó uno de los peritos del contratista.

La verdad era que aquella inmensa construcción era un desafío a las leyes de la naturaleza y no es extraño que los dioses domésticos, que habían reinado siempre con los animales y divinidades del bosque, manifestasen su enojo con los ingenieros de caminos, sembrando el descontento, el desanimo y la galbana entre los menestrales, permitiendo la caída al vacío de un palista o consintiendo que el gruista negro estuviera a punto de morir aplastado por los relejes y azudes de su pala mecánica.

¡Menuda obra! ¡Parece cosa de romanos!

Pues el proyecto es norteamericano.

Lloran las xanas ante el destrozo que están haciendo esos desaprensivos descuajando castaños y abedules centenarios.

Es el peaje que hay que pagar en aras del progreso.

Bonita frase pero aquí mucha gente quiere adorar el santo por la peana. Ponen el carro antes que los bueyes.

Las ninfas del agua, las esfraguitidas ante tanto furor arboricida lloraban lágrimas verdes y los esforrocinos abandonaban sus nidales en lo alto de la copa de los pinos. Una seña inequívoca de la furia de las deidades forestales. Moloch hacía su agosto aquellos veranos tórridos. Era el espiritu que enviaba la llama a la tierra convirtiendo en secarrales las arboledas. El lecho del río Esguín antes oculto entre la maleza enseñaba sus carnes despiadadas. La devastación podía ser observada por los satélites artificiales que desde lo alto nos vigilan.

 El río Esguín, río salmonero, aun  lloraba y sus lágrimas eran gotas de agua pura. Una mística deletérea, caninita, o satánica debelaba el paisaje haciendo tabla rasa con la historia. Los romanos, muy cuidadosos con las tradiciones politeístas de los pueblos que conquistaban allí sobre la cumbre del Betulia, donde los viejos iberos adoraban a Sebulcro o Sebulqer, alzaron un ara a Hermes Crisoforo, cuya cabeza en  forma de un joven rabadán con la cabellera rizada y portando a las espaldas un cordero recental, aparecía en uno de los bajorrelieves por allá encontrados cuando se efectuaron excavaciones arqueológicas. Recordaba a la estatua del Buen Pastor que guardaba una de las entradas de una de las catacumbas. Hermes se cristianizó sin más y vino a representar al buen cabrero que da su vida por sus ovejas. Con el correr de los siglos el templo a Trismegisto  cambiaría de advocación. Los godos que venían huyendo de la morisma desde la Betica y Toledo construyeron una ermita a la gloriosa Santana. Las creencias pueden cambiar de mano. No así la fe de un pueblo. Pero mucho me huelgo yo en mi helicón, punto de fuga, redondel donde quieren hacer diana todos los dardos que  disparan mis enemigos con el arco de sus flechas enarboladas contra mí, pero desde la maleza yo a tales ataques hurto el cuerpo, me escaqueo, me evado. Este nido de golondrina que parece colgado de una escondida  rama de un árbol del monte sagrado de los celtas o adentro mismo de las socarrenas que hienden en las peñas del acantilado adonde embisten las olas con sus espuelas de espuma- hubo mares arboladas este año por las mareas de san Agustín- que chocan contra los perfiles de la ribera, me brinda su refugio y protección.

 A mis soledades voy, de mis soledades vengo que para andar conmigo me valen sólo mis pensamientos y de siempre tuve yo un temple soledoso. Esta aspiración al Beatus Ille, y a ser villano en mi rincón es un ideal al que aspiran muchos en este país. El lema anida en el corazón de todo español. Ande yo caliente riase la gente. Dichosa la suerte del que huye del mundanal ruido y sigue la escogida senda de los pocos sabios que en esta vida han sido y en el campo deleitoso con pobre mesa y casa con sólo Dios se acompasa y vive ni envidiado ni envidioso… (Fray Luis de León)

Más que las honras y los honores o el andar tu nombre en lenguas, que apareciese tu apellido cada dos por tres en los periódicos de tu provincia o que tu celular no pare de sonar pidiéndote cita para una entrevista por televisión, Nicomedes había concentrados sus esfuerzos en esta mira de refugiarse en su Helicón, tener comercio carnal con las musas, beber hasta saciarse del agua fresca del hontanar de la fuente Castalia.

-A mí que me olviden. Yo no tengo por qué regresar a Corobias. Esto es mejor que mi pueblo

Cerca de los últimos laureles y del rodal de abedules que no habían tronzado los leñadores dendricidas (), los negros que llegaron tocando el tantán a aquellas nórdicas tierras y los machupichis que  venían en busca del oro que robaron los conquistadores. Alguien había abierto el portillo de la revancha y salió de toriles el cinqueño de la ignorancia y del odio. Pero aquel escondedero- la selva estaba siendo devastada y el hacha de los constructores de la autopista dejaban en evidencia su casa- era el adarve tras cuyos muros se encastillaba él, oyendo de los cantos de la sibila. La sibila como no podía ser menos tenía forma de mujer, un par de tetas como dos carretas, el cuero de pez, los cabellos de mala hembra y el rostro de víbora. Y un cufro peludo entre los ijares. Era algo esparrancada de piernas, el culo bajo.

Trienta Revirago era el castigo que los Dioses le enviaron en vida por sus pecados. En su pecho alentaba la llama del fuego sagrado de los infiernos portátiles. Vayas adonde vayas allá estaba Trienta blandiendo el gario diabólico. Hay pobres diablos que no se casan con una mujer sino que matrimonian contra ella. Como si el estado de la felicidad conyugal al que aluden ciertos autores no fuera otra cosa que un partido de rugby, un combate de boxeo. Aquella dueña malvada hizo de la suya la más triste de las existencias hasta el punto de que a veces pensó acabar con aquel divieso que le emponzoñó la sangre de pus. Hubiera sido la solución más fácil, poner una cucharada de cianuro en el café del desayuno. O tirarse desde la roca más alta del acantilado. Y después ¿qué? Podría haber simulado un accidente. Pero tú que te crees: ¿que la policía se chupa el dedo? Nicomedes tú no eres un asesino no permitas que tu nombre venga un día en la lista negra de las páginas de sucesos. Te mancharás las manos y perderás tu oráculo. Hizo caso del oráculo y huía, por más que a veces se refugiase en la botella. Toda su vida fue una estampida, un perpetuo huir de sí mismo, de la violencia machista, un lenitivo o remisivo de la sociedad moderna. En marcha toda una revolución sexista. Tiraban la piedra y escondían la mano envenenada con la sanies de la manzana de Eva. Trienta no hablaba. Pinchaba. Le hacía sentirse un mártir. Lo habían echado a los leones  y se sentía desamparado en medio de aquella vorágine de requerimientos, instrucciones, solicitudes, advertencias. Vas mal. Enhoramala. Pero mira, chico, tú siempre tuviste mala suerte con las mujeres. Eras un iluso. Creías en el amor, la felicidad perfecta, la comunión perfecta y el contigo pan y cebolla pero a lo hecho pecho y a grandes males grandes remedios.

 En el seminario, a la sombra de aquella espadaña en forma de alcuza cuyas campanas después de la gran desbandada tocaban solas accionadas por mano invisible o mecidas por el viento, le inspiraron un horror mezcla de sentimiento de culpa y de lúbricas desazones al sexo y allí estaba Príapo, rodela y adarga triunfante, desafiando al espíritu de los tiempos. ¡Cuanta energía desaprovechada, cuanto semen malgastado entre las cuatro paredes blancas de la camarilla! Una fuerza invencible. Hubiera deseado abstraer su pensamiento de aquella cosa pero la cosa era más potente que su persona. Las jaculatorias musitadas bajo el embozo de la sábana, presa el alma de pavor: Señor, antes morir que pecar. Duchas de agua fría. Pensaba en el infierno, se metía ortigas por entre los calzoncillos y ataba su virilidad con un atillo de esparto pero qué si quieres. En una ocasión a la vista de una imagen de santa Magdalena penitente tuve un orgasmo. Cuando en las tardes de paseo se cruzaban los seminaristas con las alumnas de un colegio femenino-había dos en la ciudad- que iban todas de negro con una banda azul, por arte diabólica, su imaginación trabajaba de lo lindo, y las desnudaba con el pensamiento. Aquella tiene un buen trasero, la otra unas caderas que se brindan al abrazo, la de más allá podría ser una buena bacante y esa la primera de la terna debe de ser todo fuego y se acordó de un romance que habían leído en clase de literatura pues don Anastasio el profesor era de los de manga ancha y no expurgaba el prandium () lectivo:

El cuello tengo de garza

Los ojos de esparver

Las teticas agudicas

Que el brial quieren romper

Y lo que tengo encubierto

Maravilloso es de lo ver

-Ni aunque más tengáis, señora,

No me puedo entretener.

El mozo al que el la malcasada quiso seducir- era la conclusión que sacaba don Anastasio, que al fin y al cabo era un moralista, de aquella historia- se da la fuga. Y es que en materia de sexto mandamiento una retirada a tiempo es como una victoria. Sí pero ¿cómo, señor profesor? Y entonces va don Anastasio y cuenta su experiencia –estaba ya algo viejo y caduco y tenía una gran barriga porque buenas comilonas se merendaba en la Fraternidad de Canónigos- de que si la dejas quieta quince días, ella te deja un mes y si un mes, todo un semestre y si un semestre, un año y si un año toda la vida. Era su fórmula. Cada uno torea lo que le echen y capea los temporales como puede y cada maestrillo tiene su librillo, cada cosa su intríngulis, cada gatera su maula y cada día su afán.

 

 

 

 

 

 

26

 

 

E

stando yo muy a gusto en Helicón, como ya va dicho, emborrachándome de agua de los dioses en el bebedero de la fuente Castalia y al cabo de un año durísimo como fue aquel (estuve a punto de quemar las naves sin llegar a alcanzar la edad provecta por culpa de aquella maritornes que me hostigaba haciéndome la vida imposible; se trataba de Andrea la Estropajo, sólo era la señora de la limpieza pero en la administración del estado mandan hoy más las escobas y las conserjas que los jefes de negociado o las propias ministras, hay corrupción) así que estando yo en la mi choza, pintando la mi cachava, las cabrillas altas iban y la luna arrebatada y me había olvidado casi de aquel mundo que acababa de dejar atrás, de los reptiles, de las víboras, de los paniaguados que entran, fichan y están en nómina, hombres y mujeres nulos y nulas que afrontan la vida con una vida especial. Gracias, señor, que me jubilo. He llegado y lo he podido contar. Ha sido muy duro pero estoy aquí. Me hacía cuenta de todas estas reflexiones y no quería saber nada de nada,  ni aun de la mujer ni de los hijos. Sentía entonar sus tristes baladas a la curuxia en las enramadas por la noche y me despertaban las alondras como a Romeo, un Romeo sin Julieta que sólo se levantaba para ir a mear, andaba un poco mejor de la próstata y no tenía que levantarme por las noches, algunas noches, las micciones eran tan frecuentes que había de recurrir al perico pero yo soy de fuelle flojo desde que era muchacho como habrá podido el lector aprehender. Se me curó la eneurisis y apareció la prostatitis, dolamas de hombre.  Ahí me las den todas. Basta de políticas de Internet y de ordenadores. Regreso por donde solía. Quiero ser un hombre nuevo y los afeitados que me queden pasarlos feliz.  Mucho quiero a los hombres pero más les amo cuanto más apartado estoy de ellos y lo mismo ha de decirse de las señoras que no me dieron más que quebraderos de cabeza y sufrimientos. El tema será abordado cuando corresponda y contando muy por menudo del derecho y del revés. Les hice tutú tú a las horcas caudinas. Me reía de los horarios, de las fichas, de las firmas, de los rumores, de la hora del cafecito y el cigarro que yo prolongaba más de la cuenta discurriendo por detrás de las tapias de los cuarteles y de los conventos de mi querida Alcalá. No pensaba que iba a alcanzar el día que recibiera la absoluta. Para mí no fue un día de tristeza sino de júbilo. Antes hubo momentos dolorosos pero, sobre todo, costosos cuando entra en nómina Erifos y pone todas las cosas patas arriba. Se baja la guardia y pasa entonces lo que pasa porque Madrid no es ya el rompeolas de las españas y los abrevaderos de 17 autonomías sino el desguace de todas las etnias que aquí dejan su cargamento humano y sus heces, sus lepras, sus chancros, provenientes de los cinco continentes. España es una nación abierta. Las mafias israelíes disfrazadas de rusas arriman material y transportan personal. Traen chicas engalanadas a ejercer el oficio más viejo del mundo. Los tratantes de carne joven, las celestinas del deseo, el comercio al trato torpe al por mayor y al por menor, en pateras, en barcos de negreros y a veces por vía aérea, han encontrado acá aposento.  Es el tributo de las cien doncellas resurrecto. Ninguna de las incautas pupilas llega entera a su punto de destino. Ya se encargarán los cohénes, los pimps, los macarras y chulos de estas pobres chicas reclutadas en trenes de mercancías de Ucrania, la Rusia blanca, Hungría, Polonia Yugoslavia, de violarlas por el camino. Recalan primero en Estambul y luego son distribuidas por las metrópolis de todo el planeta. Adiós Madrid que te quedas sin gente. Eso no es verdad. La población forastera superaba ya de un modo alarmante a la interior. Todas las calles céntricas-Callao, Leganitos, Montera, Ballesta- olían a desinfectante y a permanganato. Era un hedor infame el que se apoderaba de aquellos callejones de mala vida y de peor muerte donde tanta cochambre humana iba a desembocar al centro de la capital. Salir a la calle, de acuerdo con eso, era un peligro y él estaba seguro de que el ángel de la guarda o la Virgen de Covadonga estaban de su parte. Cuando se estaba ahogando, en muchas ocasiones de su existencia, encontraba una mano intercesora y un manto que le arrastraba como si fuera un esquife que llega a la ribera después de que tantas veces el galeón de su vida diera de través en las restingas de la contradicción o en las grandes tempestades del mar bravío de la persecución. Este valimiento le daba confianza no sólo en el futuro sino que le convencía de que había en él algo de mesiánico. Dios elige para el dolor pero Nuestro Señor Jesucristo no olvida a los que le aman y sacan la cara por él cuando nadie lo hace. Con sus pecados, con sus caídas, con sus miedos, con sus derrumbes hasta caer en el pozo temible de Erifos, había sin embargo dado testimonio y santificado su nombre. Por eso en muchas ocasiones la Mater Misericordiae volvía benigna sus ojos hacia él, le echaba una estacha, le mandaba un capote y él salía de los abismos, izado por el áncora salvífica. A todo esto, estaba muy bien a recaudo en aquel refugio cerca del Cantábrico, donde podía cantar maitines con las alondras, rezar las horas y decir las plegarias de la misa latina. A las nueve bajaba al bosque zaguero por donde pasaba el viejo camino. Allí había elevado una cruz y puesto un altar. Decía la misa bajo el emparrado de laureles. Los gorriones y un malvís parlero hacían de acólitos en aquellas misas rupestres y preconciliares. Las oficiaba revestido de los ornamentos tridentinos. Los compañeros, si lo viesen celebrar a su aire- pero él siempre fue a su bola-, le hubiesen llamado al orden. Pero tú de que vas, chaval. A ver las letras dimisorias. Pues esa misa no vale. Es un sacrilegio. Que te lo crees tú. Una fuerza interior le asistía. Una vez  posó un querubín en una piedra gorda del viejo camino. Y le vio sonreír. Traía en la mano un incensario y una naveta. Ellos, sus compañeros, no lo comprenderían. Les había convocado con este fin pero nadie es profeta en su tierra. Fue a los suyos y los suyos no le recibieron. El encuentro del año pasado-aquel día era el 5 de septiembre de 2009- fue una decepción porque la nuestra santa madre iglesia tiene a veces el corazón duro y más que madre se convierte en una madrastra y trata con rigor a los que ella considera descarriados. No entendía aquella frialdad y falta de emociones de sus compañeros a los que no veía desde hacía más de medio siglo. Los que se ordenaron miraban, si no con ojeriza, al menos con un aire de superioridad a los que colgaron la sotana. La acogida fue fría y cerebral lo que no dejó de ser un varapalo para el pobre Nicomedes que tanto había cavilado sobre aquel encuentro y le había echado tanto valor, tanto romanticismo. Quiá, los encontró fríos como témpanos. You are the odd man out. Volvió a sentir el peso del anatema que aunque dicho en inglés no dejaba de ser una excomunión para él. Comprobó que a alguno de los viejos pipis se les veía el pelo de la dehesa. Eran los diamantes en bruto que no acaban nunca de pulir. Prosa sin peinar. Menudos eran por aquellos pueblos morañeros de donde Huertas procedía – su padre un huertano, el abuelo picapedrero- berzas y lechugas cultivadas en las riberas del Adaja. Todos de tronco morisco por aquellos pueblos. Pavel Huertas podía llamarse Mohamed perfectamente, le colocabas un fez en la cabeza y podía pasar por cualquier árabe que mira con ojos penetrantes y hablan acaloradamente en la alhóndiga de Marraqués. Fue él quien le lanzó el primer venablo cuando bajaban al restaurante.

Tú eras el que creías saber más que los profesores. Te enfrentabas a ellos en clase, parecías Dios.

Yo no quería ser Dios. Ya quisiera…

A veces tenía yo la razón le traté de explicar al rabanero de la nariz gorda pues los maestrillos eran humanos y los humanos aun  se equivocan pero era como querer dar explicaciones al viento. Sin embargo sé porque lo decía. Una vez, harto de ver copiar a mis compañeros en clase, me levanté a decir en tercero de latín aquí hay chanchullo, Don Valeriano. Aquí hay chanchullo. La frase me dio fama de protestante y de contreras. Nunca le caí bien a Huertas ni él a mí tampoco. Ya  sé que no suelo caerle simpático a la gente pero qué se le va a hacer. Huertas alias El Rábano era catedrático de literatura en un instituto. Nicomedes pudo notar que seguían los bandos y las rivalidades. Unos eran zegries y otros abencerrajes. Unos tradicionalistas y otros libertarios. Unos galapagos y otros gurriatos. Los viejos equipos de fútbol se seguían enfrentando. Se escuchaban ya los cantos de los cisnes y las perdigonadas de la escopeta.

- No has olvidado los viejos rencores, serrano.

- Las dos Españas no son un mito.

- Pero venga esa mano, choca esos cinco, haya paz. Alguna vez tenemos que avenirnos. Esto no va a ser una continua guerra civil.

Nicomedes y El Rábano riñeron una vez durante un encuentro de fútbol entre el bando de los galapagos y los gurriatos y la bronca fue tan fuerte que en los anales personales del profesor de literatura figuraban como un reclamo a las barricadas. Este fútil choque por un balón de fútbol se enmascaró luego por cuestiones políticas. Nicomedes nunca ocultó sus sentimientos a favor de Franco y el padre de Huertas estaba preso en Chinchilla. La llama del odio suele ser sagrada en este país. Comprendí pues la actitud del marañero pero no comprendí el por qué tales prevenciones habían empañado nuestro concilio de una atmósfera de gran frialdad. Luisito Catorcenas, el sobrino de don Fausto, que aun  era el capellán de la cárcel, como su tío pero con una actitud muy diferente pues se había  liberado y envejecido como cura obrero (dicas, dicas in sermone latino, dicas… enim)  cuando Nicomedes con toda su buena voluntad se puso a entonar el credo de Nicea en latín lo cortó en seco. Otro inconveniente. Sin embargo Nicomedes se llevó el gato al agua cuando al final de la eucaristía les hizo cantar a todos- y todos se la sabían- el Salve Regina, ninguno olvidó aquella sublime súplica dicen que compuesta por aquel obispo gallego que se llamaba San Pedro de Mezanzo. Esto fue un éxito el único que obtuvo pues durante el tiempo que estuvieron juntos los 24 ancianos del Apocalipsis reunidos pero a Nicomedes se le procuró dar de lado, porque él  era el odd man out, el que regaba siempre fuera de tiesto. No lo tomaron en serio. Era para ellos the odd man out. Sin embargo el inconveniente mayor y ahí sí que estuvo a punto de ocurrir un cortocircuito fue la intemperancia con que contestó Aldeorrillo cuando le pidió oraciones y dijo:

-Oye, Zeledón, a ver si mañana te acuerdas de mi persona en el memento de vivos.

Puf. Con la que saltó Aldeorrillo:

-Este tiene miedo. No hay más que verle.

No lo dijo en plan de broma. Estaba tan serio como en aquel recreo un día perverso de febrero en que se estaban calentando en un chisquereta en Baterías y vino Geñete y se puso en primera fila. Aldeorrillo que era una vocación tardía y era el único que se afeitaba y ata tenía pelo en pecho  pues le había cerrado la barba, mayorzote y abusón le pegó tal patada en las posaderas que casi manda a Eugenio Pérez Casla como mandó  a Quevedillo contra las peñas. Los feligreses de su parroquia le llamaban el abusador en lugar del excusador que era el título que en verdad le correspondía. Con un quítate de ahí en eso por toda explicación. El pobre Geñete estuvo casi una semana con el culo dolorido. Todos reprobamos la bestialidad de Aldeorrillo. Dicen que las órdenes sagradas imprimen carácter. No se si será verdad pero  el padre Zeledón seguía lo mismo de burro que hacía cincuenta y dos años. Tú no cambeas, Aldeorrillo. Un negado para las letras. No sabemos ni como llegó a cura, aunque se dice que el obispo tuvo sus escrúpulos antes de imponerle las manos pero, vinieron a llorarle su padre y un hermano que vino de Australia y el obispo se apiadó porque don Zeledón no sabía hacer la o con un canuto pero pensaba que a lo mejor era tan santo como el cura de Ars. Wrong. No era ni mucho menos tan santo como el cura francés sino más malo que el rabo de Satanás y encima tan burro como los de Espirdo que se empeñan en meter el pendón de Castilla atravesado el día de la fiesta. Pero en todo cenáculo tiene que haber un Judas. Era el mayor agravio que podía hacerme aquel sujeto pues si me huelgo de algo en esta vida es de haber sido consecuente conmigo mismo, y mis actos suelen ser consecuencia de mis principios. Estuve por soltarle cuatro frescas. Puedo revolverme en un palmo pero, como me conozco y sé que soy de los que no paro en barras, di callada por respuesta. No era una indirecta. Era un disparo. Aldeorrillo con su voz de clérigo eunuco seguía siendo aquel mayorzote que al más pequeñín del curso por poco lo esguardamilla. Me había disparado a la yugular, saqué la adarga, paré el golpe, me enjugué el sudor y los mocos de aquel dardo asesino. Aquel gañán, el más zote del curso, el que había formado siempre en el pelotón de los torpes, y que haya recibido las sagradas órdenes gracias a la benevolencia episcopal, había sacado a campaña la artillería de costa. Por respeto, por ética, Nicomedes tuvo que morderse la lengua a sabiendas que en un solo alarde hubiese pulverizado a su contrincante, vamos que lo hubiera dejado sin argumentos y hubiese echado el alzacuello por la boca, con los 999 preceptos del Opus y todo, de haber seguido la cosa a más.

 No devolvió la andanada  pero no podía menos de sentir repugnancia hacia aquel tipo. Casi se me atraganta el cochinillo. Vino Erifos y me fui a pasear con él entonando las estrofas del miserere. Ahora lo que cumple es visitar monumentos. Y a los tabernáculos vamos donde se hace la reserva y se expone el Santísimo. Había que musitar plegarias, peregrinar, dar la vuelta, sacar fotografías, enseñarles a los turistas los secretos de los capiteles historiados, descubrirles las interioridades de las mensulas, hablarles del cordero pascual y del buen pastor o del rey músico que tocaba la zampoña para entretener a los peregrinos que iban camino de Santiago.

 Al fin y al cabo, él era un esotérico – viene de εσoτερος, interior, por opuesto a esoteros εξοτερος, lo patente, lo abierto- y no se puede decir todo a todo el mundo porque de lo contrario el mundo reventaría. La soledad que le acompañaba y la incomprensión que le rodeaba formaban parte del esquema. Era el silencio pitagórico que envuelve a los que se mueven hacia la luz. Las iglesias estaban cerradas, las tabernas abiertas. Nicomedes se puso a hablar con unos moros bajo los arcos del gran acueducto y uno de ellos le enseñó la llave vieja de una casona que les fue requisada a sus antepasados por el rey nuestro señor el tercero de los felipes, temo que me lo desgobiernen, el año de salud de 1609 al tiempo que sacaba de dentro la chupa un pergamino viejo que era el edicto de expulsión. El moro manejó otra fecha diferente correspondiente a una de las hégiras del profeta. Pensó para sí Nicomedes vaya por Dios. Aquí todo son viejas cuentas pendientes. Los judíos piden que se les devuelva su sinagoga que es convento de clarisas y estos agarenos traen la llave oculta bajo la chilaba que tiene forma de sarraceno puñal. Pronto nos enseñarán a todos la cimitarra. La verdad es que el morito se parecía un poco al Berenjena y la cosa nada tiene de particular porque bien pudiera ser su pariente porque entonces era tierra de moros Martín Muñoz de las Posadas. La ciudad estaba llena de guiris. Creo que los corobinos legítimos podíamos ser contados con los dedos de la mano. En  los mostradores eché en falta a mi amigo Seoane  el orensano gallego que vendía barquillos por toda la ciudad. Su padre llegó a Corobias vendiendo obleas y barquillos después de la guerra. Los taberneros nacionales aunque algo brutos y desconsiderados habían sido sustituidos por dependientes del otro lado del charco. Eran correctos pero incapaces de entender el sentido del humor con que se suelen jalear los bebedores locales que aun  se cohibían por no caer en ninguna palabra racista o machista. En los bares, los antiguos parlamentos  o salas de conversación como las llamaba Jovellanos, donde antes se hablaba recio y los españoles arreglaban el mundo en dos patadas se habían tornado los parroquianos comedidos y silenciosos como los espiquisis americanos por miedo a meter la patata, decir alguna inconveniencia, con que te pudieran llevara a presidio, pues las paredes oyen y sobre todo las de las tabernas y nada se diga de las de los conventos. Esa moderada autocensura  autoesculpatoria revelaba que en el país, pese a la ola de libertad, el personal vivía medroso y con mucho acojonamiento por miedo a los esculcas. Y  por supuesto que aquellos camareros cholitos y del qué bueno que viniste podía ser espías enviados a hacer descubiertas. Muy miedosos y reverentes al principio. Se habían cambiado las tornas, esa era la fija. Luego se crecieron. Uno tuvo la desfachatez de decirle que él que estaba acá porque había venido y había venido a robarles a los españoles el oro que Pizarro les quitó a los incas. Sic. Jodete, Maripuri. Optó Nicomedes dar la callada por respuesta. Cuarenta años atrás hubieran tirado al pilón a aquel camarero impertinente pero la culpa no la tenía él sino los aviesos profesores de Oxford y Harward que les habían enseñado al revés la historia de España, british intereses, you know… pero todos estos hechos tenían un motivo y encontraban en la naturaleza una razón. Desde que la fe en el crucificado fue sustituida por el Holocuento, halógeno, todo era permitido, todo era posible porque Dios no había muerto por nosotros… ya todo es permitido. Llegó de seguido el reino de las machihembras y de los marimachos. Todo se sacó de contexto. Varió la semántica. La paz significaba la guerra. Bondad, maldad. Unidad, desunión. Orden, anarquía. Consenso, traición. Derechos humanos, Jodete y no corras,  y la patria vino a ser un concepto maldito, una pisada en falso, en mano de las autonomías, un invento de los judíos. La geografía nacional se convirtió en 17 peñones de Gibraltar, y con eso está todo dicho. Los buenos habían pasado a convertirse en malos. Se llamaba a Franco asesino y a Pío XII hitleriano obviando el hecho inextricable de que gracias a ellos muchísimos judíos habían salvado el pellejo. Todo giraba alrededor de un trailer, un documental seguramente amañado, sobre los campos de exterminio y los hornos crematorios. La vida intelectual obsesionada con el monotema había pasado a ser un trágala y en la vida moral no se podía dar un solo paso que se alejase del pensamiento oficial. El retorno de los brujos se compadecía con los nuevos consistorios del Santo Oficio Judío, siempre tendremos que hablar de la jewish inquisición, no de la spanish inquisición. Pero habían conseguido los demiurgos del sistema imponer su verdad a cañonazos. Estas son lentejas. No había alternativa pues la gente no quería problemas. Llámame perro y dame pan. Para ti la perra gorda. El que negase lo del jolocuento iba primero a la cárcel  y luego al infierno, jolines. El Berenjenas hablaba de  Chaquispiare, Poe, las hermanas Bronte, Jeminguay, Proust, Joyce, dejando a Quevedo, al arcipreste de Hita, a Clarín y a los Argensola para otro día. Sostenía que el romancero era de cuño fascista y todos los libros y autores castellanos debían de ser expurgados. En las aulas, sin que nos diéramos cuenta, y gracias a la intervención de sujetos tan despreciables y mamporreros, oportunistas del sistema, volvió a funcionar la inquisición. Las fuerzas oscuras se habían propuestos que en este país antes llamado España teníamos que hablar todos la lengua del imperio, de los yanquis, claro está porque el mundo iba a global. De este estado de cosas eran responsables como aquel ex seminarista que le dijo aquella grosería cuando bajaban a comer. La verdad es que tenia la nariz gorda como un pepino, las orejas de lechuga y los ojos cebollinos… siendo un rábano de Martín Muñoz todo él y con esta descripción creo haber hecho la prosopografía más cabal del profesor Fuertes. Si el lector lo pinta de verde, como a los pedos del diablo, obtendrá un rábano. Mal rayo le parta. Cojalo pues  el rábano por las hojas. Otro dato había además a propósito de la convención de marras- había echado yo las campanas al vuelo por internet sin conocer el percal del todo bien- y era la caridad y el amor al prójimo que era amor  leproso en aquellos enasotanados. Siempre hablando de caridad y ellos no la practican nunca o bien la entienden empezando por ellos mismos. Los curas no dan sino consejos y bendiciones o absoluciones. Que se las metan por donde les quepan, Jacinto. Viven en una campana de cristal y no parecen del mundo. Repiten la frase una y otra vez de Ubi charitas et amor deus ibi est () o la de san Pablo: nada soy sin caridad. Pero la entienden a la jansenista, caras largas ceños prietos, nunca una sonrisa una palabra amable un chiste algo de cachondeo y por supuesto ni una llamada por teléfono un mensaje al correo electrónico. No fueron dignos de convidarnos. Hubimos de escotar el ágape. Resulta que consultando las tazmías y libros de apeos he comprobado que la diócesis era una de las que disfrutaba mejores rentas de la cristiandad nada menos que treinta mil fanegas de trigo para el obispo y veinte mil para el cabildo. Casi un cuatro millones de maravedíes en números redondos que en aquel tiempo ya era un capital. Pero todo se guardaba en el arca por aquellos sexmos. El despilfarro y el derroche era el mayor de los pecados. De ahí que la tacañería sea proverbial. Tacaños aquellos curas eran como ellos solos. No solo de dinero sino de afecto. Seguramente hicieron de la máxima de que la caridad bien entendida empieza por uno mismo su norma aurea y concebían al prójimo como un extraterrestre olvidándose del vecino que tienen puerta por puerta. Castilla dulce patria de extranjero que face los homes y los desface. Aquella era una raza descastada. Prefería a los negros a los propios nacionales. ¿Es eso caridad? ¿Altruismo o un nuevo snobismo nacional?

Nicomedes quien, como va dicho, no tenía pelos en la lengua, no se cansó de zurrarles la badana a aquellas camándulas tachandoles de herejes, de astutos y de réprobos. Para él todo esto no dejaba de ser una aberración, fruto de la doble moral formateada por la publicidad filantrópica que quiere convertir a la iglesia en una ONG. Fariseos sois, por que dejáis que entre en vuestros santuarios el humo de Satanás. Iban al templo a dar limosna para que los vieran y se jactaban de grandes campañas como el padre Ángel el asturiano que se moría por aparecer en los papeles y ver su nombre en los telediarios en un prurito de erostratismo clerical. Todo, alharacas. Caridad de puertas afuera. Filantropía. La caridad es hija de la justicia. Es lo que ignoran ahora muchos. Todos estos pensares, dares y tomares,  le dejaron tristísimo a Nicomedes. El encuentro en el que tanto soñara había sido un fracaso. Vagó por aquella ciudad que le vio nacer pero que ya no la sentía suya, era un extranjero, cruzó calles de hileras de casas blasonadas donde no se asomaba nadie a los balcones ni incluso los días de procesión, atravesó avenidas del extrarradio donde había rodales de castaños de indias pero todas las casas estaban cerradas, cantó salves y musitó padrenuestros a la puerta de iglesias y conventos clausurados, se asomó a las almenas de la muralla y vio alejarse hacia la sierra un niño que iba letraherido. Aquel muchacho con un libro en la mano ante el retratista era él, grafómano y lector incorregible. Todo se había apagado, sumido. La historia dio la vuelta pero san Frutos no acababa de pasar la hoja de su enorme libro de piedra. Lloró por su infancia pretérita. Lloró por aquella ciudad y por sus piedras recapacitando sobre la frase del salmista “vino a los suyos y los suyos no le recibieron”. Se sentó en una terraza del postigo y allí al pie de la estatua del último caudillo comunero se tomó el último cubata de aquel día de nostalgias etílicas y de recordación. Una luz melaria besaba los últimos matacanes de la torre señorial. Cuando llegó la noche, el sitio se volvió vulgar y soplaba el relente de la Canaleja. Llegaron los primeros borrachos. Él se fue a descansar empapado de piedras y de historia. Nadie se baña dos veces en el mismo río. Todo aquello que se vivió nunca se volverá a repetir. Empeñarse en lo contrario era darse de trompadas contra el muro. Déjalo estar. Eres un perdedor.  Pero el triunfo estará para siempre de parte de tu existencia derrotada. La vida es un juego singular en el que los que parece que pierden acaban ganando al final. Los últimos serán los primeros. ¿Podríamos nosotros ser los obreros de la hora undécima? No hubo respuesta. No la habría nunca una respuesta que fuese rigurosamente cierta.

El obispo dijo no.

 

 

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I

niciada la segunda parte o apéndice del Iste Confessor, porque en la primera se me han quedado hartas cosas en el tintero de lo mucho que quería decir(), acometo la segunda y es el nombre de don Ciro Guijarro Canto el que me viene a los pensamientos. Fue nuestro profesor de preceptiva literaria. Teníamos aquel manual de pastas marrones con muchas antologías y pocos “santos”. En él aprendimos bastantes cosas. Con don Ciro que nos leía el Quijote o los Intereses Creados benaventinos aprendí yo a amar la literatura. Era tan buen lector, con tanta vis cómica y potencia de representación, que lo vivía, parece que lo vivía. Toda el aula estaba pendiente de sus palabras y sus clases se nos pasaban en un minuto. Era como ir al cine sin abonar entrada,  y uno parece que veía al caballero de la Triste Figura ir y venir por los llanos manchegos. Viva voce, me familiaricé con Crispín, los tinglados de la antigua farsa y toda la ristra de personajes benaventinos que pululaban por la ciudad alegre y confiada. También nos leía alguna de las comedias de Muñoz Seca. Imitando el lenguaje cheli y el hablar majete  y sincopado de las chulapas. Tengo grabado aquella escena en que un grupo de vagabundos se resguardan del frío en el cancel de la iglesia de san Sebastián en pleno relente de los eneros madrileños. Uno de los personajes, una tal doña Bibi, la mendiga, pobre pero honrada, se me quedó fija. Me la imaginaba vestida de harapos y apestando a vino pero toda una señora. Los desesperados del mundo, los marginados por la vida, suelen resguardarse del frío en las escalinatas de los templos, al igual que hacían en otros tiempos los perseguidos por la justicia que se acogían a sagrado. Eso es un signo de la preeminencia del cristianismo sobre todas las demás cosas.

Celestino uno de los monaguillos solía salir todas las mañanas después de ayudar a misa  de diez a don Desiderio, un curita que se conservaba joven a pesar de sus ochenta años jubilares, y, si el excusador no estaba de mal talante y se despachaba con alguno de sus intempestivos capones e incluso patadas en el culo a los acólitos recriminándolos por su pereza [tú, a lo que estás… no se vuelve la cabeza para atrás como la mujer de Lot cuando se está en el atar… a ver si te aprendes bien el confiteor y no te comes la mitad de las palabras… cuando vayas Celes con el portapaz la primera que se lo das a besar que sea a doña Brígida la “Marquesa” que tanto nos favorece] por no haber hecho la genuflexión de rúbrica al pasar el misal del lado de la epístola al del evangelio después del Desgracias, o por cualquier otra razón, pues venía a los pobres del cancel y les daba limosna. ¿Qué habrá sido de aquel monaguillo que se guardaba las perras en el bolsillo y se bebía el vino de consumir? ¿Qué habrá sido de aquel Desiderio que decía misas de doce en la iglesia de San Sebastián? Pues se habrá muerto. Al pasar calle Atocha abajo camino de la cuesta Moyano que era para mí uno de los sitios donde tenía reclamo y buscaba la querencia de los libros de lance, encontraba la verja cerrada. Se acabaron las misas de doce. No hay sacerdotes.

El monaguillo- permítaseme la digresión-, un alma caritativa, aunque algo pillastre, era el consuelo de aquellos pobres, algunos vergonzantes y en harapos, según la obra de Muñoz Seca, pero castizos y muy de Madrid, y les socorría sisando algunas monedas del cepillo o hurtando una vinajera del vino de misa que estaba muy dulce y tanto le gustaba a doña Bibi. La pobre era alcohólica y aquella caridad a su organismo le hacía mucho bien

-¿Qué te ha dao?

- Un consejo. Hoy don Eleuterio se levantó de malas.

-Pues mañana más –dijo la mendiga arrebujándose en su mantilla y acurrucándose en un rincón de la puerta lo más lejos posible de la  corriente que barría la entrada- A ver qué vida.

En los noventa cuando trabajaba en la calle Magdalena, en mi Hemeroteca, casi todas las mañanas, cruzaba por la calle del Olivar y asistía a esa misma misa de diez a la que asistía  ad foras doña Bibi- que aparte de borracha era poco creyente, pero tenía un corazón bondadoso y resignado- en la iglesia de san Sebastián. Allí estaba enterrado don Pedro Calderón de la Barca y unas bocacalles más abajo estaba la casa de Cervantes.

 Lope de Vega dijo misa en aquel  mismo altar sagrado donde don Eleuterio consagraba la Eucaristía, pues fue beneficiado de aquella parroquia y el fantasma de Marta de Navares gustaba de saltar por las azoteas y reflejarse sobre los balcones de la calle Atocha los días de sol. Marta de Navares fue el ultimo amor del poeta que incluso después de ser ordenado in sacris siguió rompiendo corazones… pobre barquilla mía. Al final de la capilla había una Nuestra Señora del Socorro y yo le cantaba la Salve en latín.

En aquellas misas, si no iba yo, el cura se quedaba más solo que los de Tudela. Mermaban las congregaciones cuando los españoles dejaron de ir a misa. Me preocupa mucho este problema que las iglesias hayan de cerrar por falta de quórum y no se renueve la plantilla de curas. Pero todavía me afligió más ver los letreros que una mano negra y aleve había pintado en la fachada de tan histórico lugar de la devoción madrileña. Como las cruces del revés y leyendas de grafitos ominosos como:

-Cristianos a los leones.

¿Habría llegado la hora del anticristo?, me preguntaba yo muchas noches al regresar a casa cansado y mirando para la cara de hastío llena de desconfianza de los viajeros. El rompeolas de la Españas se nos llenó de inmigrantes. Y me sentía desbordado por aquellas masas foráneas que arribaban en oleadas. Su presencia marcaba el fin de una cultura, la terminación de una forma de pensar y de vivir.

Era don Desiderio el antiguo párroco de la iglesia de Vallecas jubilado y  creo que se sentía descorazonado y un tanto decepcionado, lo mismo que el padre Llanos al que asistió como coadjutor en aquella parroquia que era solamente un garaje, por su labor pastoral con los obreros. Se equivocaron en la forma aunque no en el fondo porque el que ama nunca se equivoca. Desengañado, decía don Desi que las cosas de Dios nada tienen que ver con las cosas del mundo, y que los curas obreros, o colgaron los hábitos, o dejaron la paleta, la llana, la fresadora y la llave de tuercas, y se volvieron a sus conventos o se secularizaban casándose a veces con alguna de sus feligresas. Murmurando, se fueron entre dientes

 

- Esto no es lo mío.

Don Eleuterio cuando me hablaba- creo haberme confesado con él un par de veces- quería tirar por la ventana todo el aggiornamiento, las reformas conciliares, el cambio de rito y de ritmo pero, acérrimo en su fe, era del criterio de que la iglesia es como un torrente subterráneo que fluye eterno que lleva por debajo el mensaje de las aguas divinas del evangelio a los hombres de todas las razas y de todos los tiempos. La exégesis de aquel cura jubilado y escéptico se me quedó grabada porque es un poco la diagnosis de los males eclesiales y políticos que afligen las Españas desde que pasó lo que pasó y vino el taranconazo (). Lo malo es que la iglesia es poder y aunque cuente con el soplo del Santo Espíritu son hombres los que la constituyen. Y los hombres no son ángeles. Por eso en ella hay tanta política,  pero esa es otra historia que nada tiene que ver con los augustos designios del verbo divino.

-Yo querría volver a decir la misa de san Pío V y el canon en que me ordené y no esta misa que es protestante. Pero tengo que comulgas con ruedas de molino. De lo contrario, me quitarían las licencias, ya sabes en qué plan están ahora las conferencias episcopales.

Se intimó conmigo pues decía que como le habían dado el retiro ya no le podrían meter mano,  pues se sentía por cima del bien y del mal para decir cuanto le viniera en gana. Ahora le recuerdo bien. De mediana estatura. Delgado y cenceño con el pelo  recio  negro a los noventa años y echado para atrás sin entradas como también recuerdo a don Ciro Guijarro del Canto pues sus lecturas me familiarizaron con la literatura y me llevaron a las misas de aquella iglesia madrileña donde Lope y Calderón fueron coadjutores y  aquel cancel donde ya no estaba doña Bibi-¿que-te-ha-dao?…un consejo- sino otros mendigos algunos de ellos vergonzantes, peleles aferrados a su litro de tretrabrik. Siempre tendréis a los pobres con vosotros pero a Mí no me tendréis.

 Y yo le daba a un ruso, acordándome de los consejos de doña Bibi y de los punterazos del párroco al monaguillo medio euro. A Iván lo socorrí cuanto pude.

Agitando al escobillón de la memoria, empero, no consigo difuminar algunas imágenes y escenas del recuerdo que se me quedaron como cinceladas por el buril de lo eterno en un palimpsesto imborrable. El templo había sido profanado y quemado en la guerra civil pero fue reconstruido con bastante fortuna. En lo alto del retablo había un ave Fénix símbolo de la resurrección.

Don Ciro Guijarro del Canto tenía una anécdota que contarnos acerca de lo que le ocurrió a él allí en el verano de 1936 y nos la contó una tarde víspera de las navidades en que no llegó tarde perdiendo el bofe y zamarreando con sus manteos por las callejas pinas por donde se sube al seminario desde la ciudad. Tampoco olía a anís  aquella vez ni sus monjas le habían demorado demasiado.

-Léanos algo de doña Bibi, don Ciro.

-Pues no. Hoy como mañana dan vacaciones-dijo muy solemne y imponiendo un énfasis especial en sus ojillos abocinados dentro de aquella cara redonda y amplio pestorejo con mucha papada como vaciados en el molde de una hogaza, -no os voy a leer nada ni de Cervantes, ni del Lazarillo, ni de Quevedo ni de don Jacinto; hoy voy a relataros una historia verídica que me ocurrió a mí en Madrid cuando estalló la guerra.

-Bien. Bien.

Sonó un sonoro aplauso en el aula. Todos sabíamos que don Ciro había nacido en Madrid y era un castizo del Ava Pies, bautizado en la iglesia de san Cayetano, y que había realizado sus estudios en el seminario de San Dámaso. Había venido a Corobias tras ganar una canonjía pero por su vida, su estilo acento era un chulapo  de las Vistillas donde le pilló la guerra civil, de la misma manera que a don Chespi se le notaba el acento inglés sobre todo cuando lo manteamos en la tarima al son de la música del Iste confessor.

-Mirad, hijos. La noche del 24 de julio de 1936 yo era un estudiante de Retórica como vosotros. Eran las vísperas de las vacaciones y tocaron  aquella tarde silencio un poco más tarde de lo habitual. Vivimos sin comunicación con el mundo y no sabíamos nada de política, éramos ajenos a lo que estaba pasando en las calles de capital, aunque a veces se veía preocupados a los prefectos por las noticias que venían en el “Debate”, el único periódico que entraba en aquella casa y que el señor rector leía a escondidas.

Nos acostamos esa noche, ya en víspera de las vacaciones, tan tranquilos pero a media noche nos despertó un ruido desaforado de voces y de risas provocativas. Se escucharon golpes a la puerta y todos bajamos a los tránsitos. Unos temerosos, otros instigados por la curiosidad y por  a ver qué pasa aquí. Éramos casi todos conscientes de que iba a ocurrir algo que cambiaría nuestras vidas. Sabíamos lo que era una guerra y una revolución sólo por los libros y algunos, los más piadosos de aquellos escolanos, habían pensado alguna vez en la idea del martirio como fórmula para marchar a los cielos derechito, según la explicación del padre Mañanas.

 Resulta que uno de los criados, que, al parecer estaba en connivencia con las ideas profanadoras que profesaban aquellos asesinos, había franqueado la entrada a un grupo de milicianos y de milicianas, todos ellos con fusiles o pistola en la mano. Debían ser de la FAI pues llevaban una especie de gorro frigio pintado de azul y rojo a la cabeza.  Empezaron a derribar  mesas y sillas. Todo cuanto encontraban al paso.

Las mujeres tenían muy mala pinta. Ellos con patillas de boca de hacha parecían legionarios pero no eran legionarios. Y ellas luciendo descocados escotes y fumando como corachas.

-Aquí ¿quien es el jefe? preguntó el miliciano al mando de la partida, el que tenía la pinta más patibularia.

 Nuestro querido señor Rector dio un paso al frente.

 -Soy yo. ¿Qué desean ustedes?

-Tomar posesión del edificio. Esta casa pertenece ahora al pueblo. Pero nosotros no queremos derramar sangre. Así que todos quietecitos. Si hacen lo que yo mande, no os va a pasar nada.

Días antes había aparecido un gato muerto a la puerta del seminario de San Dámaso. Un aviso. Aquellos esbirros iban a cumplir su amenaza

Nos metieron a todos en la capilla y los ciento y pico alumnos nos arropamos como las gallinas a la vista del gavilán en torno a las haldas del Rector y de los prefectos. Yo no tenía miedo. Creo que conocía de vista a alguno de nuestros captores. Una de ellas era la Filo una mujer pública pero de buen corazón por lo que ahora diré que recibía a sus clientes en un portal de la calle Ave María. El ejercer el oficio más viejo del mundo parece que imprime carácter  y ella se explicaba bien sin arredrarse ni mostrarse cohibida al contrario que su amiga la Colasa que estaba borracha como una cuba. Hablaba a sus comilitones con mucho descaro y se reía a grandes carcajadas.

 Le dije al rector:

-El sagrario, don Dimas. El sagrario. Si les dejamos, estas bestias seguro que lo profanan.

 -Cojalo Vd., Ciro, y póngase a salvo.

En un descuido de nuestros huéspedes que a causa del alcohol estaban poco provenidos subí al tabernáculo por las escaleras de la reserva, abrí la puerta con la llave y tomé el copón con las sagradas formas con fuerza entre mis manos. Don Dimas me hizo la recomendación de que los consumiera si no pudiese llevarlos a otro templo.

 “Mirad, hijos- prosiguió don Ciro al borde de las lágrimas- los milagros existen y yo puedo demostrarlo con lo que me aconteció en aquella noche de pesadilla en la madrugada del día de Santiago de 1936.”

Se hizo un silencio pitagórico en el aula. No se escuchaba ni el vuelo de los moscardones cuando nuestro profesor prosiguió su relato:

Llevaba un sagrario en mi pecho y eso me infundía fuerzas. En esos momentos le rezaba a san Tarsicio. Aferrado al viril de la custodia y al cáliz con las obleas consagradas, ocultas entre los fondillos de la chaqueta, conseguí abandonar la capilla confundido en el barullo de seminaristas asustados y de milicianos mal encarados y milicianas borrachas. Una de aquellas mujeronas a la que decían Colasa me tiró a la cara un jarro de vino al pasar. Yo apreté los dientes y aserré con más fuerzas mi viático o el copón de las hostias en el sobaco dentro de la chaqueta. Si quieren arrancármelo, tendrán que matarme primero, decía yo para mi capote.

 La mayor parte de nosotros, siguiendo el ejemplo de los apóstoles medrosos que dejaron solo a Cristo en el Huerto de los Olivos, huimos. No. Aquello no era una broma. Era la revolución.

 Los esbirros se divertían disparando con sus escopetas a los santos del retablo o poniendo los bancos y los reclinatorios patas arriba.

Un grupo entró en la sacristía y salieron unos cuantos revestidos con casullas y sonriendo de oreja a oreja con los bonetes de medio lado. Mientras uno de aquellos desalmados se entretenía pintándole bigotes a la imagen de San Luis Gonzaga que es como se sabe barbilampiño, una de aquellas tiorras arrancó la pila de agua bendita que tenía forma de concha, se bajó los pantalones del mono y se puso a mear la desvergonzada delante de todos utilizando la pila bendecida como bacinilla entre las carcajadas de sus compañeras que hacían comentarios soeces:

-Qué culo más gordo tienes, Nicolasa.

-Yo todo lo tengo gordo- contestaba la miliciana

-¡Ay qué cara tan hinchada y qué ojo tan profundo! No nos hagas más calvos, compañera que nos vamos a derretir de la felicidad de verte orinar. Ya me estoy corriendo de gusto.

¿De dónde había salido aquella infernal hueste? ¿De donde manaba aquella fuente de odio y de vulgaridad? Pienso que estas cosas las permite el Señor como purificación de nuestros pecados. Son un crisol de dolor donde se purifica el alma de la Iglesia cada equis años, pensaba yo para mí

El canónigo se quedó mirando al vacío. Los ojos estaban húmedos al recordar tan crueles sucesos pero no ahorró ningún escabroso detalle a la narración. Don Ciro se transfiguraba. Parecía otro. Después de un descanso para ahogar la emoción que le atenazaba, continuó su parlamento:

En esto al Padre Dimas le habían hecho corro tres o cuatro de aquellos individuos de muy mal talante y peor jaez que por la crueldad de sus cataduras a mí me recordaban a los sayones que salían en el paso del Jesús atado a la Columna en las procesiones de Jueves Santo. El padre Rector se enfrentaba al martirio con gesto sereno y con presencia de ánimo. Desde el fondo del presbiterio me miró por última vez con la tristeza con la que el Señor debió a mirar a Pedro al ser conducido de Herodes a Pilatos y me habló por señas, un lenguaje que se aprende en los seminarios y en los conventos de clausura. Me dijo así:

-Salga corriendo por Dios y lleve la eucaristía a la iglesia de san Sebastián, el cura es migo mío. Si lo atrapan, procure comulgar de todo el copón. No permita que profanen ninguna de las sagradas formas. Date ligero. Ale.

Aquellos ojos suplicantes me miraron por última vez. Esa misma noche fue una de las numerosas victimas de las terribles sacas de la noche de Santiago que condujo un excéntrico personaje periodista y escritor fracasado que se paseaba por los cafés cantantes con un niño muerto, su propio hijo, en una caja de zapatos. Se llamaba García Atadell y era un novelista intonso, metido a matacuras. Nunca se encontró su cadáver. Pero debieron de fusilarlo frente a las tapias del cementerio del Este.

Yo vague por las calles vacías. No había luces en las ventanas recubiertas de cartón por miedo a los bombardeos nocturnos y no se tomaba el fresco con un botijo a mano cerca de los balcones como suele ser costumbre en los madriles por la canícula.

 Me crucé con algunas patrullas. Por la calle Toledo pasó un convoy de camiones rusos cargados de milicianos con el puño en alto. En los adrales y en las puertas de los vehículos requisados habían pintado las iniciales UHP (unión de hijos del pueblo que los nacionales traducíamos como unión de hijos de puta).

Me dirigí a la casa del cura de San Ginés que vivía en la calle Arenal pero un guardia de asalto vigilando la entrada de la puerta me hizo volver sobre mis pasos. Terminada la guerra, supe que don Gerardo, que así se llamaba el presbítero, había huido por la azotea del edificio.

 Había cometido la imprudencia de encender la cocina para quemar los breviarios, misales y libros piadosos y también la sotana. Salió humo negro por la chimenea y fueron a buscarlo. Se escondió en la leñera de una de sus feligresas. Se dejó crecer bigote, procuró imitar el desembarazo de los mundanos y dijo que era mecánico.

-A ver las manos

Eso le delató. Los curas eran reconocidos por su forma de andar y de accionar. También por sus manos poco encallecidas. Al cura de San Ginés lo pasaron por las armas en la cárcel de San Antón.

Tiré por la calle Atocha, quería acercarme a la iglesia de san Sebastián para dar el encargo al Sr. Arcipreste, pero en la plaza Tirso de Molina había más controles y doblé por la calle Ave María. En el número 5 vi luz- cosa inusual- en un balcón y la puerta abierta. Subí la escalera del rellano y llamé a la puerta de uno de los pisos. Una mujer, muy repintada y atalajada pues todo en ella eran dijes pendientes y collares en pescuezo y orejas, abrió.  La decían la Felisa. Su aspecto era plácido y sonriente:

-Buenas. ¿Es esto una pensión?

-No. Mas bien no pero ¿qué deseas?

-Una cama para pasar la noche

-Tú eres un cura.

-¿Por qué lo dice, señora?

-No hay más que verte la pinta de frailón pero pasa, hijo. La Filo no se ha ocupado con nadie. Se marchó con los soldados pero no tardará. Sube y acuéstate un poco hasta que venga ella.

No me esperaba tan amable recibimiento y menos en aquella ciudad hosca y violenta donde nadie se fiaba de nadie y nadie amaba a nadie pero Aquel que apretaba yo contra mi pecho tenía todos los poderes terrenales. Yo no cesaba de musitar jaculatorias. Viva Jesús Sacramentado…Viva y de todos sea amado. Era en mi propio corazón donde se hacía la reserva no en una iglesia. Este pensamiento me infundía una energía y una seguridad inmensa. Apretando aquel cáliz, me quedé dormido. Al poco rato volvieron a sonar golpes en la puerta. Eran culatazos. La milicianada volvía a estar ahí:

-Abre, Felisa, o tiramos la puerta.

-Va. Ya va. ¿Qué se os ofrece, camaradas?- escuché decir a la madama del burdel.

-Nos han dicho que aquí se esconde un cura. Vamos a hacer un registro.

De repente noté entrar a toda prisa a una mujer medio desnuda y acostarse en mi cama. Me mandó que me cubriera la cara con la cobija y cuando irrumpieron los de la requisa se enfrentó a todos ellos dejando ver sus tetas colgando por entre el canesú.

-¿Qué pasa ahora eh, es que no la dejáis a una echar un polvo a gusto o qué? No te amuela.

-¿Quién hay ahí?

-Un buen cliente. Es un honrado padre de familia que está por mis huesos. No quiere que sepa nada su mujer. Por eso se cubre. Si sabe que está conmigo, su parienta lo cruje.

-¡Vaya! pasando un ratito-dijo el comisario que era el mismo que había irrumpido horas antes en nuestro seminario. Aquella ironía del jefazo que se tomó a chunga todo el asunto, que llevaba en la cabeza una estrella de cinco puntas, y que era del parecer que no está mal que los hombres se vayan de putas, incluso siendo curas, me salvó. Les debo mi vida a la caridad de la Filo y de la Felisa.

Sonó una tremenda risotada y los de los somatenes algo confundidos fueron despejando el campo. Las voces y las carcajadas se fueron apagando calle arriba. Había pasado el peligro.

 Me vestí a toda prisa. Adoré al Santísimo y luego besé los pies a mi salvadora. Coloqué el copón entre los cuadriles como si fuera un pistolón y otra vez a la calle. Desde el balcón escuché la voz melodiosa de la Filo solicitando de mi persona:

-Ven, curilla. Ven, chatito. No te me vayas.

Le tiré un beso de agradecimiento, un beso casto, desde la acera y apreté el paso. No quiero. No puedo. Filo, Dios te bendiga, cuando cante misa rogaré por ti. Aquella noche fue decisiva en mi vida.

  Bajé cantando por calle del Ave María el antiguo romance de La Seductora: ven, mozuco, ven, que/ los ojos tengo de garza /el cuello de esparavel/ las teticas apretadas que el brial quieren romper/ y lo de más abajo es cosa digna de ver/… Por mucho que usted tenga la mi señora, no me puedo detener…  en un periquete llegué a Lavapiés. Ya estaba a salvo. Había vencido la tentación y desde aquella hora no tuve ojos para las mujeres. Decidí consagrarme por entero a Jesús Sacramentado y ordenarme sacerdote. Hasta entonces yo había sido un seminarista tibio.

Nuestro profesor hizo otra pausa. Había concluido su narración.

-¿Y qué pasó después don Ciro?- preguntó Quevedín el renacuajo el más pequeño del curso. El cual seguía el hilo de la historia con lágrimas en los ojos.

-Pues con mi “tesoro” escondido-repuso el canónigo- me fui andando hasta Segovia, crucé el puerto Navacerrada y me pasé a los nacionales.  No conocía el camino pero creo que alguien me guiaba. Yo tenía un tío cura en Segovia que era capellán de las monjas del Corpus. A él le hice entrega de las hostias consagradas que el Padre Dimas me había confiado. Hubo un acto de desagravio en la iglesia del Corpus donde en el siglo XV había ocurrido un caso similar. Pero Cristo siempre triunfa, hijos. Tenedlo bien presente. Él es la quibla o el punto central para el que mira la historia.

-¿Y usted qué hizo después?- inquirió Filemón.

-Pues alistarme en la columna del General Serrador. Me hice soldadito de infantería y bajo las banderas de España pasé toda la guerra. Me hirieron en Teruel y en el Ebro pero aquí estoy. Cuando acabó la contienda fui uno de los pocos que regresaron al seminario. Quería ser cura. Se lo había prometido al Cristo que salvé de las garras de los rojos. No perdí la fe ni la vocación. Me ayudó en todo mi Valedictum eucarístico. Él y no otro ha sido el rey de mi vida. El es el camino la verdad y la vida. He dicho.

 Y entonces sonó el aplauso general de todos los que estábamos allí

Aquella última clase antes de las vacaciones navideñas de don Ciro a todos se nos hizo muy corta. Muchos de los que la escucharon aun recordarán aquella hermosa experiencia.

 

28

 

 

 

D

esde la girola al trascoro no cabía un alfiler. ¡Dios, las almas que había! A causa del gentío que abarrotaba las naves no pude llegar hasta la tribuna donde estaba el orfeón y la orquesta. Así que me acomodé como pude junto a los barrotes de la capilla de la Inmaculada y desde allí entoné todas las estrofas que fluyeron nostálgicas, sentimentales, pero vigorosas.

-¡Que bien lo canta usté!-me dijo una señora-da gusto oírle.

-Gracias pero me lo aprendí de niño y lo que pronto  se aprende tarde se olvida.

-Debiera de ponerse con los del coro.

-¿No ve que no puedo dar un paso?

-Pues que vuelva usted a cantarlo más años.

-El Señor la bendiga a usted y los suyos, señora.

Lleva a un niño en el perambulador o carricoche y era joven. Había venido con su marido.

 Mucha gente moza pero los más éramos veteranos. Fui a besar la reliquia  en la urna o lucilo de jaspe obra de Ventura Rodríguez del santo anacoreta que huyó del mundanal ruido a la Pedriza buscando la paz del yermo lejos de las intrigas y de las envidias-a este mal que tenemos tan recio los españoles lo denominan históricamente el morbo visigótico- de la corte goda, acompañado de su mujer Santa Engracia y su hermano Valentín.

 El santo varón sepulvedano me parece un santo de hoy en una España cercada por el nihilismo, que adora sólo a Moloch, a Mercurio y a Eros, y sobre la que se cierne la amenaza del Islam que con ser grave no me parece tan peligrosa como la de los  mundialistas masones que quieren volver la cruz de Cristo del revés, hablándonos de globalización cuando asoma la gaita el siniestro perfil del obispo don Opas. Volvemos al conde don Julián y al llanto de don Rodrigo en la cava Florinda. Por eso me pareció muy interesante el sermón episcopal del celebrante (Don Querubín Güero es un gran orador) y a trechos me conmovió porque proponía un retorno o peregrinación a la Roca Tajada, el farallón nido de águilas, donde se alza la escarpada cueva donde hicieron penitencia aquellos ermitaños por otro nombre denominada de los Siete Altares. Era una llamada al socorro divino para coartar el desaliento y confusión que invaden a la cristiandad.

 Di la enhorabuena al canónigo Pacomio el preceptor (así se llamaba a los cantores o chantres en las viejas catedrales y así se les llama en las catedrales anglicanas de alto bordo)  del cabildo que hizo verdaderamente un tour de force al dirigir un coro de cerca de mil voces y un golpe de sesenta violines o más.

A la salida, al avanzar lentamente hacia la calle por el gran cancel, me cruzo a otro tenor eminente el canónigo Matesanz. Por entonces era un curita joven que cantaba la Passio con una maravillosa voz de tenor todos los Viernes Santos. Ahora ya está jubilado. Su monodia era  poco menos que electrizante.

-¡Qué tiempos aquellos, ciertamente!

De este tema ya les hablé- del canto de la Pasión en latín que se hacía a tres voces- y no quiero aburrir más a mis lectores. Pero volveremos sobre él. Uno milita en las avanzadillas y va abriendo brechas, refiriéndose a cuestiones que causan extrañeza o hilaridad, como la de aquel pobre diablo que se carcajeaba de mí porque puse el nombre de Franco a esta bitácora. ¡Se ha de aguantar al loco pero a los faltosos hay que atizarles en los morros! Lanza uno las ideas (no quisiera dármelas de profeta que es un oficio harto devaluado) y estas se mueven por el mundo y calan en la gente.

 Es por lo que escribo, desde la caridad y la verdad, aunque mis prosas se mojen aparentemente en el tintero de la ira, pero en verdad  es el amor y no el rencor lo que me mueve. El amor a la SRI y a España.

 En la misa de ayer cantamos el credo de Nicea en latín. Me parece que es la lengua litúrgica por excelencia dicho sea a beneficio de inventario y sin ofender a aquellos que no lo saben. Pero debieran aprenderla porque en ella el catolicismo se vuelve más universal- que es lo que quiere decir católico frente a ecuménico que se refiere a parcialidades, algunos que no sueltan la palabra ecuménica de la boca no saben ni lo que dicen- lo que no supone integrismo y vuelta atrás, sino avance hacia el futuro, conectándonos con el ayer esplendoroso de la Iglesia, y la lengua común de todas las razas y de todas las gentes.

 Paseo nostálgico por mi pueblo. La casa de la colonia militar donde pasé mi infancia ha sido derruida, la acacia que plantó mi padre y yo torcí columpiándome en sus ramas, ha desparecido. En sustitución han surgido colmenas de bloques de hormigón. En muchas ventanas aparece el tétrico cartel de se vende. ¡Por san Mamiel, que es patrono de Valseca, que lo de la burbuja inmobiliaria nos ha metido en quiebra es cosa fina! Cada vez encuentro cosas nuevas, detalles en los que no me había fijado. Me ocurre lo mismo con Toledo.

 Me hinché a fotografiar atrios, arcos de medio punto, iglesias de puertas cerradas, viejos conventos, callejas escondidas de tapias altas. Por encima del tejadoz asoma un álamo o una higuera. Gasté varios carretes captando boceles, ménsulas, arpías, leones, esfinges, dovelas y bóvedas de cañón, tratando de escudriñar los mensajes que nos acercan a la mentalidad del hombre del medioevo, pergeñadas en ese idioma de piedra del arte románico. Cerca de San Juan de los Caballeros, rezo un responso por los caídos de la división Azul en las paredes de la iglesia hundida. En el quicio de la puerta alguien ha pintado una cruz invertida que me acongoja. Luego fui a visitar la tumba de mi padre. Sus restos descansan en la torre de san Gregorio una iglesia en lo alto de un monte que fue templaria. Buena sepultura para un militar como fue él.

 De regreso a casa, cruzo pueblos fantasmales. Las vecinas ya no se sientan al sol a coser o a jugar a la brisca como solían. Uno se encuentra a estas paisanas que vagan por los caminos como almas en pena. El caso es andar. Hacer kilómetros. Andar es lo que mandan los médicos.  En su locura pedestre quieren huir de la Pelona pero ésta que a nadie perdona las acabará alcanzando con su guadaña. También los carreristas y los que no fuman se mueren.  Encuentro a estas aldeas desoladas en medio de su desolación confortable. Los pueblos ya no son lo que eran. Pueblo chico infierno grande reza el adagio. Paro en Remimbres. Una visita de cortesía a mi prima la Tuerta, el único pariente que nos queda de aquel pueblo donde brotaron nuestras raíces. Y me vuelve la cabeza tarumba contándome los líos de la política. Rifirrafes con los vecinos… neighbours. La destituyeron de alcaldesa y por lo que me cuenta hay muy mal ambiente. Yo me cisco en todos estos los de izquierda y los de derecha- la política no sirve sino para fomentar malos quereres, las rencillas, los viejos enconos, la murmuración pues te presentan por allí y ya te cortan un traje. A mi padre que en gloria esté le llamaban el Pintorro porque era rubio como una panocha y se reían de él porque hasta que no fue a la mili anduvo de borreguero del abuelo con las ovejas  y no sabía leer pero, ay amigo, cuando vino de la guerra con los galones de sargento, todo eran parabienes, recomendaciones y reverencias. Así somos. Morbo visigótico a gran escala. Siguen tan tacaños e interesados como siempre. Pues un café que te dan luego te lo cobran y además con intereses. Quita, quita. Ya no hay familia. No se puede uno fiar ni de los parientes. Se me cayó, al volver, el alma a los pies. Las casas por las que tanto pleitearon los hermanos en las herencias voces y hasta tiros algunas, por lo del interés, están cerradas a cal y algunas en ruinas con los bardales derrumbados. Pronto tendrá que echarse el cierre a estos villorrios podridos.  Mirad en lo que viene a parar tanta ambición. Los gusanos y la polilla se hicieron cargo de la codicia. Ya no quedan pájaros hogaño en los nidos de antaño. Esto no furrula. Menos mal que un cede de Joaquín Díaz, maravilloso, que me regaló el propio cantautor “La misión os llama” me saca de mis tristezas. La visita al cementerio y comprobar lo callado que están los muertos y lo malos que son algunos vivos me ha dejado trastornado y compungido. Luego me pongo a rezar el rosario. Ya estoy en Villaba cuando canto la Salve.

-Santas y buenas noches nos dé Dios pero ¡que solos se quedan los muertos!

 

EPÍLOGO

 

Se había cerrado el círculo y la clepsidra había dado un nuevo vuelco. Otro más; pero Miesesmucha se sentía pletórico. Acababa de venir de Compostela y volvía henchido de cristianismo. La luz de la cruz nos deslumbra con sus rayos y sombras y esto no es paradoja. Las campanas de Santiago anunciaban un cambio de tercio. Venía otro ritmo. Otro tempo. Acaso arreciarían las persecuciones porque todos los calendarios y la epactas, las miradas llenas de sorna de las gentes, sus sonrisas sordas y maliciosas, y las palabras cargadas de veneno, anunciaban tal vez una época de purificación, en la que estamos. Los diáconos habrían de dar un paso adelante para sostener a los presbíteros que se derrumbaban y a los báculos de los obispos que se derramaban por el suelo y ya no eran de plata ni llevaban perlas de amatista incrustadas en la hoja- ¡oh toda aquella regalía, aquella pompa y hermosura de la filocalía eclesiástica! -sino que eran cayados de madera como aquel en el que se apoyaba el obispo que pronunciara la homilía en la vetusta catedral con aquel vozarrón que recordaría a muchos las homilías del Crisóstomo. Recordaba aquel 17 de marzo de 1972 cuando recorrió el camino que separaba el antiguo convictorio jesuítico  y la estación de Madrid. Había llegado la hora de abandonar la jaula de oro. Volaba hacia su vida. Que le estaba saliendo al encuentro. Se había salido del seminario. Nevaba y no tenía abrigo. Para ahorrarse maletero, cargó con su baúl al hombro. Sus andares, su pelo cortado a cepillo, denotaban que era uno de los seminaristas que abandonaban el nido, porque los echaban, porque no les probaba o simplemente porque habían descubierto que había otra vida lejos de los muros del internado. La vuelta a casa fue horrorosa. El regreso de un vencido. Su padre casi lo desloma una paliza y su madre no dejaba de llamarle cachoperro… cachoperro. En la colonia empezaron a llamarle el curilla Rebotao. Aquel 17 de marzo no se me olvida. Para mí es el mes de la mala suerte cuando me ocurren todas las desgracias, una tras otra. TS Elliot  decía: April is the cruel month of the year. Para él era el mes de marzo.

  Yo amaba a aquella SRI  que me enseñó a orar en latín, a traducir la epístola a los Pisones, la guerra de las Galias -(Caesar cum viderit classes etc. ()- a mantener una disciplina, a entusiasmarme con las ideas desde la búsqueda de la excelencia, pero mandaban los cánones rigoristas y tenías que padecer la envidia y la competencia de la lucha de clases y la carrera de ratas, que se daba con frecuencia en aquellos seminarios saturados de posguerra. Puedo afirmar que la Iglesia, aquella Iglesia, me hizo y me deshizo, moldeó mi alma, me llenó de amor a Cristo. Yo fui un soñador. I had a dream () pero no fue fácil dar el salto a la realidad de las cosas veniales y de las cominerías y rencillas de convento. Probé la dulzura de aquellos nabos en adviento y desde entones no he parado de atiborrarme de tan exquisitos tubérculos que eran el pensum y el alimento del alma. O acaso no fuera más que un cobarde.

 Desde aquel cinco de septiembre un año atrás aparentemente todo había sido un machacar en hierro frío, un ir y venir que llaman acarrear. Sólo nabos en adviento como rezaba aquel refrán que repetía el abuelo todos los otoños cuando asaba castañas en el cocedero. Y cada cosa a su tiempo. Era un grito de demanda por la verdad pero ante la jerarquía no había tenido mucho éxito. Sin embargo, tal vez su fracaso fuera sólo aparente. Los hechos le estaban dando la razón. Por ese cabo se sentía satisfecho. De haber sacado adelante a una familia, de haber soportado los rigores y adversidades del matrimonio, de haber llegado a viejo. Y se enorgullecía de haber soportado con estoicismo las mofas de sus compañeros. Aquel Mig16 que desconfiaba de los intelectuales y le dijo cosas tan aviesas y tan poco apropiadas frases que merecerían una andanada y acaso un insulto. La vida en España estaba envenenada. Les llamó a todos pero su gesto sentimental fue recibido con risitas y palabras de autosuficiencia. No quedaba nada de aquel tiempo. Sancho Panza le gana con frecuencia la partida a don Quijote. Prudencia. Mucha prudencia.  Que esto no furrula. Los que predicaban la caridad y el amor al prójimo eran unos verdugos con sus semejantes. Y esa caridad- la verdad sea dicha- no brillaba en los conventos. Cada uno a su aire. Menudean, claro está, las envidias y los roces de convivencia. Entendía perfectamente por qué no hablaban los cartujos y por qué los anacoretas, hastiados de las relaciones humanas, se apartaban a un desierto… nabos en adviento… y la mujer en todo tiempo. Aquella actitud suya tan idealista, sujeta a  no pocos descalabros, le permitió un poco conocer la realidad del mundo actual oficialmente anticristiano y ateo pero que añora lo perdido y padecido y, en especial, teme a la muerte. No fue sólo el Calvo Remiendos el que le dijo cosas insultantes. Aquel profesor de Economía que tenía una cara de arbejo y una nariz de berenjena porque era de un pueblo verdulero le llamó loco. Sí. Él era un loco de Jesucristo, pero lo que más le dolió aquella apostilla del bueno de Aldeorrillo que le dijo mira éste que miedo tiene. Y Verumtamen estuvo en un tris que no le espeta contra la pared. Nadie le desagravió. Nadie le llamaba pero se sentía muy satisfecho de haber cumplido con su deber el viejo diácono.

-Tú ya no eres de los nuestros.

-Entonces de ¿quién soy?

Otros vinieron con sus mujeres. Estaba Tirolero aquel gallego de casa rica al que sus padres le venían a ver los domingos y estaba el mejor músico de todo el grupo, el que era capaz de solfear una partitura al revés que se casó con una vasca marimandona y sabelotodo. No eran  mala gente. Seguían siendo buenos seminaristas, y respetables padres de familia, pero el encuentro fue un desencuentro, un fracaso. Que en los nidos de antaño no quedaban pájaros hogaño. Por parte suya, la reunión pudo discurrir por cauces abiertos, humanos, complacientes y en un decíamos ayer. Pero los clérigos suelen con frecuencia cometer el peor de los pecados capitales que es la soberbia. Siempre la Iglesia cree tener razón (el papa es infalible qué horror) y, si colocas alguna objeción, te tratan de hereje, de rebelde. Lanzan el ladrillo de Roma contra tu persona; por lo que nuestro convite no fue tan convivial como se esperara. Aquellos días añorados de la infancia no fueron más que nabos en Adviento. Pero  quedaba el amor y la búsqueda de la excelencia, esa tendencia a lo alto que inspiraron aquellos abnegados sacerdotes diocesanos. Tirolero creo que era millonario y seguía con sus caridades. El maestro músico se acababa de jubilar como jefe de la banda municipal de Almería. Verumtamen seguía diciendo las misas secas en su casa. Miesesmucha pensaba, escribía y fumaba. Y Quevedillo por lo visto se había muerto. Luego recuperarían a Valdivieso el mejor del grupo. El hijo del cabo de Vegafría. Miesesmucha y él se habían hecho buenos amigos, se llamaban por teléfono y le contaba chascarrillos muy sabrosos, seguía siendo el más inteligente, el más compasivo, del grupo, el meritissimus cum laude el bueno de Antoñito. Era el que demostraba el prístino espíritu de cuerpo, o eso que llaman los militares fraternidad de armas. El hijo del cabo de Vegafría al que llamábamos también Expeditus, había comenzado, ya jubilado, una carrera por la universidad a distancia.  Alternaban pero ninguno de los dos volvió a buscar la sombra de la Aceitera. Reflejaba aquel cónico cucurucho sobre los adarves de la muralla una luz preterida y olvidada. El tiempo pasa. Aquella iglesia, aquella España, se fueron para no volver. La nostalgia suele ser un sentimiento morboso. Sólo cabe mirar al futuro.  Y, si nos necesitan, diré que aquí estamos los veteranos. Daremos un paso al frente.

Adsum. Aquí estamos.

Los nabos del adviento, y cada cosa a su tiempo. Se forjó un ideal en nuestras vidas. Por qué caminos y vericuetos éstas discurrieron eso es otro cantar. La verdad es que amamos a la Iglesia pero cuando la necesitábamos ésta miró para otra parte y la tierna madre se convirtió en madrastra… ¡Ah desventura!

Y lo dicho: creo que, a pesar de todo, hemos triunfado en nuestra demanda que fue la prosecución de un ideal que se mantiene intacto sobre nuestras cabezas calvas o encanecidas de sexagenarios, aunque en el fondo seguimos siendo aquellos curillas, aquellos pipis que marchaban los jueves por la tarde, las becas al viento, la voz atiplada, haciendo botar el viejo balón de reglamento que se inflaba con una bomba como la bomba de la cámara de un coche, hacia el futuro. Tirando al aire nuestros doctos bonetes. Los bonetes, las orlas y las borlas no regresaron más. El viento se los llevaba.

 Algunos de nosotros, la mayor parte, no cantamos misa pero yo he llegado a diácono de rito oriental, un diácono laico judaico, un cura como si dijésemos de segunda fila. Creo que soy un triunfador en la vida con apariencias de perdedor. Y eso será siempre un consuelo para los que se acerquen a las páginas de este libro extraño que no se parece a los demás. Porque su autor y sus protagonistas son gente muy particular.  

 

LAUS DEO

 

 

 

 

Miércoles, 30 de septiembre de 2009

En la fiesta del San Miguel

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