Son
las navidades, me paso por el Café Gijón. Hay una comida de viejos contertulios
(profesores, pintores, periodistas, algún escritor, la mayor parte jubilatas y
encuentro a Sagrario compañera de banco en aquella Complutense que entonces
llamaban Filosofía, una latinista, una nueva Beatriz Galindo toledana; aquellas
mozas que amamos tanto hoy van para abuelas pero se conservan adobadas en esa
belleza que dan los libros que son la mejor cosmética del alma, ojos claros y
serenos pero la vida pasa y el reloj del Gijón con su sonería de plata sigue
cantando implacable en su numerología exacta la frase de tempus fugit, abrígame, reina dentro de
tu borsalino de garras, es la hora de dar una conferencia o de ir al teatro)
nostalgia y frío todo Madrid ciudad airada y congelada -el viento de Madrid
mata a un hombre y no apaga un candil- cuando el personal divagador parece
echarse a la calle, con motivo de las fiestas y los pascueros gordos enfundados
en sayas todo de blanco y rojo con barrigas artificiales tocan la campana del
jingle bells, y se arremolina aledaños de la calle Arenal
junto al Disneylandia del Corte Inglés y barzonea por las calles atestadas.
Es la cultura del ocio y de las luces de neón, esto es, la modernidad.
Por
Sol no se puede dar un paso. Las loteras en sus sillas de los años cuarenta y
tapadas con cien ropones venden el número de la suerte pregonando el
"gordo" de mañana. Madrid tiene por estas fechas un aire de manada y
por la cañada de la Castellana discurren los rebaños humanos.
El
pelo de la dehesa no lo hemos perdido gracias a Dios pese a la globalización, y
una copa de ginebra siete pavos no está mal pero el viejo establecimiento me
acoge con hospitalidad innata que se dispensa a los náufragos de la letra
herida, (previo pago claro está, porque en el Gijón no se fía ya como cuando
entonces), y de las canciones que nadie canta, los versos que nadie escribe;
siento cierto calor y en sus sillones donde vuelvo a posar, me refugio
del frío de Madrid ciudad helada; el frío peor es el de los huesos del alma.
Me
acojo a altana. No soy más que un "irmandiño",
un comunero de la palabra, al igual que aquellos herejes que se refugiaban en
el sagrado de una iglesia huyendo de los corchetes de la Inquisición. Los
mangas verdes acechan por todas partes en esta hora rara de extraño silencio y
de aparente libertad.
Por
fin, y mira que nos lo temíamos, no cerraron el establecimiento más famoso de
Madrid. De momento la alcaidesa Botella, que se parece al de Arrigorriaga
pero sin tanta ilustración, no se sale con la suya.
Detrás
de las puertas volvederas los poetas podrán seguir haciendo botellón porque
este lugar es como mi casa vierte una energía positiva una cierta protección
que no sabría explicar pero anduve estos días morriñoso tras releer la gran
novela reportaje que el querido Umbral con su garbo inimitable dedica a este
Partenón sin cariátides, varadero de ilusiones, fracasos y esperanzas. Y sonreí
con melancolía ante la fugacidad de las cosas que tanto nos preocupan y
entusiasman.
Hagamos
con la letra muerta a la crueldad del destino un corte de manga; sólo perdura
la literatura que es el alma de las cosas y tal vez ni eso, quizás porque la
literatura tenga que ver tanto con el amor. También con el odio y el esplín,
cerezas de una misma banasta. ¿Será verdad aquello de que sólo nos salvarán la
poesía y el amor al que cantaron los vates que nos precedieron y se sentaron en
estos veladores: García Nieto, Ramón de García Sol, Eladio Cabañero, Luis López
Anglada, José Hierro, Pérez Creus, Garcés, Gabriel Celaya, Dámaso Alonso que
jamás pagaba un café porque era tan ahorrativo como magistral lírico y tantos y
tantos otros cuyos rostros evoco pero cuyos nombres no acierto a decir
ya. Su sombra pasa de vez en cuando por los magníficos espejos al fondo que son
el armario donde se guardan nuestros fantasmas.
Paco
era un inmortal, un Beaudelaire
a la española que espiga en sus rimas y sus prosas las flores del bien y del
mal: la vida misma a brochazos como un Picasso al que se le entiende o un genio
al estilo de Dalí, al que se entiende más por su caligrafía fina, que sabe
distorsionar la realidad sin cargar la suerte ni marchitarla.
Su
pluma es un pincel. Por eso, sus libros son plásticos, entreverados de calle y
de clasicismo a la vez. Adalid de la frase corta y contundente, palabras que
retumban y sorprenden. A lo largo de sus páginas (más de cincuenta
libros) exhibe una prosopografía exacta, de modo que sus novelas resultan
cuadros al temple y a la vez verdaderos tratados de psicología para una
sociedad pero también un soñador para un pueblo. ¿Qué se hizo de nuestros
sueños, Paco Umbral? Todo aquel embeleso ¿adonde iría a parar? Los libros
de Cela son geniales pero diferentes. Cela iba por otro camino. Él era la
filigrana literaria. Umbral, el brochazo incontestable.
Sin
saberlo, ni comerlo ni beberlo, era don Francisco Umbral un falangista a la
contraria, un niño de derechas jugando a rojo. Fue precisamente el Arriba de Rodrigo Royo el que le
abrió sus puertas de la calle Larra y donde comenzó a colaborar, algo imposible
a día de hoy si tu apellido no está en la lista del sionismo internacional que
arroja a los castizos a las tinieblas exteriores.
Desde
Quevedo nadie había descrito también como son los rostros por fuera y las almas
por dentro. Jamás se queda su frase en el sobrehaz del tópico. Umbral calaba.
La
"Noche que llegué al Café Gijón"
retrata aquella sociedad del adolescente que fui con sus noches blancas, el
anhelo de leer, de comprar libros y de soñar y de aspirar trotando por los
caminos de ese Madrid incierto que va desde la plaza Castilla a Bilbao, a las
Ventas del Espíritu Santo y de Chamberí a la Arganzuela, como cantaba el cuplé,
cuando recalábamos en Chicote admirando pero sin derecho a consumición a
aquellos señorones que se llevaban aquellas putas de lujo sentadas a pie de
obra luciendo su hermosura a pie de obra, mujeres caras, aquellas mujeres
yeguales, de piernas despampanantes y senos exuberantes como la rubia de
Almacord de Fellini. Para,
después,
a la trasera de la moto de un amigo circular por Atocha a toda velocidad
bebiendo el viento.
Esta
novela es un relato de pensiones de estudiantes melenudos y no del todo amigos
del jabón que trataban de abrirse paso en una España que iniciaba la
modernización pero sin renunciar a las grandes cosas del pasado. Teníamos el
destino en nuestras manos y las contestación a flor de labios porque la réplica
al poder aun era posible y no estaba dirigida por el marketing que todo lo
controla tanto la revolución como la involución. Hoy ya no. Sociedad del dinero
que sólo sabe reír con carcajadas en lata.
¿Te
acuerdas de cuando entonces, Paco Umbral?
Por
las páginas de este libro mágico y fundamental circulan a toda mecha,
desparecen, suben y baja, rostros y nombres de gente que conocí: Julián Ayesta,
Dolores Medio, Carlos Oroza, Jesús Revuelta, Buero, Fernán Gómez. Los dioses
del parnaso a los que desemboza el vallisoletano mostrando la cara oculta para
que no parezcan tan dioses
ha de continuar
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