GEORGE BARROW Y SU PASO POR ASTURIAS
He vuelto a leer la “Biblia en España” al cabo de tanto tiempo. Lo leí primero en inglés en mis años londinenses. Creo que gracias a la magistral versión al castellano de don Manuel Azaña— un gran escritor al que la historia no ha tratado como se merece, si dejáramos a un lado la política— este extraño y denso libro mitad de aventuras y mitad corográfico, siguiendo la gran tradición inglesa de buenos memorialistas y de excelentes relatores de viajes, realiza un cuadro al temple de la España de 1838 en medio del furor y la tragedia de las guerras carlistas.
George Barrow nacido en Cornualles hablaba sánscrito, hebreo, alemán, árabe, castellano, catalán, gallego, ruso, vasco y gaélico. Es uno de esos tipos que con frecuencia vienen al mundo en Reino Unido y se sitúan entre la clase dirigente o elite de Oxford y Cambridge aula magna de la “elite”. No es fácil encasillarlo. Aparentemente hay en él algo de misionero, de pícaro aventurero y de espía. Resulta casi milagroso comprender cómo un extranjero consigue a lomos de un mulo recorrerse la península ibérica tratando de vender biblias a gente que no sabía leer ni escribir, parando entre infectos mesones teniéndoselas que ver con huéspedes poco afables y atravesando montañas llenas de bandoleros que atacaban las diligencias y desvalijaban a los viandantes.
Él dice que no fue su mérito sino el de la Providencia, sin que fuera óbice el haber llegado a España bajo la protección de Lord Beaconsfield (Benjamín Disraeli) y con el respaldo del gobierno británico que tampoco era grano de anís.
El embajador de Su Majestad gozaba de gran predicamento en aquellos gabinetes turnantes de los Isturiz los Mendizábal los Espartero. Deja constancia de su amor a España, una España en ruinas, y dice que el español es la lengua más sonora de la tierra hablando con ese respeto que yo encontré a lo largo de mis siete años en las Islas acerca de España, el empaque, la majestad, la flema, Felipe II, la Armada Invencible. Fuimos su rival histórico: dos poderes que se enfrentan.
A pesar de todo, un “gentleman” es lo más parecido a un hidalgo y entre ellos por encima de la oposición geopolítica debe de presidir el “fair play” aunque claro está no todo es trigo limpio en la obra de este gran autor.
A mí me descorazonó y me sigue descorazonando su anticlericalismo visceral, el odio a los curas y a los frailes (himno de Riego, era el espíritu de aquellos tiempos de lucha a trabucazo limpio entre cristinos y carlistas, cuando muchos curas se tiraron al monte escopeta al hombro para defender la santa tradición) así como la enemiga que le inspira el obispo de Roma al que llama “batiuska” (padrecito) utilizando un diminuto ruso porque don Jorgito el Inglés también anduvo por las estepas del zar distribuyendo ejemplares del Nuevo Testamento.
En algunas cosas lleva razón. En muchos pueblos nunca habían leído la Escritura ni se consolaban con la lectura sedativa e impresionante de los santos evangelios. Sin embargo, en todos los hoteles, pensiones y hospederías tanto de Reino Unido como de América en la mesilla de noche siempre te encuentras con una Biblia. Al menos esto era en mis tiempos hasta mediados del pasado siglo.
No oculta tampoco sus fobias hacia los lusitanos y hacia los gallegos (estuvo a punto de ser fusilado en Finisterre) y dice que ni entre ellos mismos se entienden, porque en cada comarca hay una jerga diferente y a los catalanes creo que les injuria acusándoles de peseteros (eran carlistas) y dice que el catalán era un dialecto provenzal… trágame tierra, menudo se pondría don Arturo Mas al oír esto.
En cambio, Asturias le enamora. Entra por Navia y a través de los montes que él denomina las “Siete Bellotas” ¿desde Ballota? (no sé donde están tales cumbres), llega a Muros pasando por Artedo que atraviesa en barca y se hospeda en el Palacio de Santa Cruz, La Casa de la Rúa, y allí recibe la visita de diez extraños caballeros que se muestran muy agradecidos de que haya traído a la ciudad los Evangelios. Uno de ellos le encargó el Viejo Testamento.
Aduce entonces el autor, después de mentar al P. Feijoo, que entre el clero asturiano debía de haber muchos sacerdotes de origen converso que practicaban en sus casas la Ley Antigua y muchos de ellos eran liberales aunque agrega que la ciudad estaba tomada por los carlistas.
En Oviedo entra en contacto con el librero Longoria que se convierte en uno de los colaboradores más entusiastas de la Sociedad Biblia que financiaba a Barrow desde Londres.
Hay algunas ucronías como el confundir el nombre de Avilés por Velez pero su relato, impresionante en que la novela gótica comparte lugar con el libro de aventuras en el más genuino talante cervantino y con un tratado de gramática parda o de psicología:
“Oviedo tiene unos quince mil habitantes, entre dos montañas: el Morcín y el Naranco; la primera es muy alta y escabrosa y está cubierta de nieve la mayor parte del año; las vertientes de la otra están cultivadas y plantadas de viñedo (sic) pag. 393. No sabía yo que en el país de la sidra hubiese majuelos por aquel entonces… el interior de la catedral de Oviedo es sencillo y apropiado. Una de las capillas es cementerio donde descansan once reyes godos. ¡Paz a sus almas! Ninguna alusión al ara santa de San Salvador, porque Barrow como buen protestante maldice de las peregrinaciones que a la sazón estaban muy en decadencia.
Según él, en Compostela no se veneran las reliquias del Hijo del Trueno sino las del obispo de Ávila, Pelagio, mártir e introductor de la secta que quiso compaginar el culto a los antiguos dioses con el de Jesucristo. Es una idea a mi juicio sectaria, porque don Jorgito en su afán pseudo misionero (creo que lo de apóstol del Testamento era un disfraz; en realidad venía de descubierta pagado por los poderosos servicios secretos de su país) confunde la Iglesia Esotérica propia del Espíritu Santo (el misterio trinitario de la Redención, ese río que corre subterráneo a lo largo de la historia hasta la consumación de los siglos) con la Exotérica (curas, frailes, cánones, canonjías, estipendios, simonías, abusos, annatas, holgazanería etc) obra de la carne y dirigida por hombres que son pecadores.
Cuantas veces despotrica contra el culto marial y sus despropósitos contra la Virgen María (los asturianos llevamos a la Santina en el corazón), estuve a punto de lanzar el mamotreto a la chimenea. Con todo y eso, creo que este inglés cervantino, aunque se deje arrastrar por su iconoclasia, escribió un primoroso libro sobre las cosas de España y sus gentes.
Nos la descubre en sus miserias y en sus grandezas. Aunque no creo que lo más fuerte de Barrow fuera la teología (y así lo deja entrever don Manuel Azaña en el prólogo) sino el arte de la narrativa en su amor hacia los campesinos asturianos y de las dos Castillas.
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