EL “LAZARILLO DE
MANZANARES” DE JUAN CORTÉS DE TOLOSA
Pasado el Rubicón de
san Antonio, las ninfas volvieron de Grecia y yo no me preocupo de la política,
de las grandes reuniones, los grandes ágapes. Me causa risa ver al tío
Bergoglio en la reunión de gerifaltes del G7 o como se llame. A ese culo gordo
con sotana la ambición y figurar le vuelve tarumba, ¿pues acaso no dijo Xto?:
─Mirad que vosotros no
sois del mundo, yo vencí al mundo, el demonio y la carne.
Y este fulano, haciendo dejación de sus funciones espirituales, ha vendido a Xto por un plato de lentejas. Ya se lo dirán de misas.
Yo a lo mío: al estudio de la novela picaresca. El catolicismo de los conversos tiene bastante de la truhanería de aquellos que por comer o fornicar se hacen pasar por santos. Cierto que en el lazarillo de Tormes no hay sexo. Las cosas de amores parecen resueltas y lo importante era comer y cenar todos los días.
En el Lazarillo de Manzanares dos pillos que dan en llamarse Pedro Pecador y Juan Miserable (ambos peruleros que aseguran haber hecho la carrera de Indias trayendo mogollón de ducados y doblones; cuando están sin blanca y menguados sus bolsillos excitan la codicia de una moza a la cual empreñan al de por junto.)
El vástago nacido de tales amores nunca sabrá con certidumbre quién era su papá, gente de la briba y el hampa.
He aquí el argumento plagado de necedades, incongruencias y caballadas.
Todo surge al dar agua bendita a una hermosa al salir de misa el día de Santa Inés. Un disparate total. Así es como la novela picaresca, tan congruente en Lazarillo y en el Buscón entra en decadencia, dando paso a la novela gótica de la centuria siguiente.
En el siglo XVIII en España no se escriben prácticamente novelas.
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