UNAMUNO SU MEJOR LIBRO RECUERDOS DE NIÑEZ Y MOCEDAD
Arriba mi Bilbao que el porvenir es tuyo así
termina este opúsculo a mi juicio el mejor libro de Unamuno—29-IX-1864/
31-XII-1936— donde salen a relucir la fortaleza y la ternura virtudes
características del alma vasca. Humor también. El máximo representante de la
generación del 98 peor novelista que pensador bucea en sus recuerdos y
entusiasma a sus lectores con la narrativa de las experiencias que fueron
experiencias infantiles de no pocos españoles hasta hace poco: las fiestas del
calendario cristiano y sus correspondientes procesiones y actos litúrgicos, las
peleas de chicos, pelamesas, los veraneos, la escuela y las clases sociales
colegios de pago y los de balde
callealteros y barrioajeros, (como en el Santander de Pereda o el Avilés
de Palacio Valdés) la crueldad de aquellos niños medio salvajes. No extraña
pues que el sabio profesor salmantino lamente en alguno de sus libros haber
nacido en un país de rencores. Le duele España pero su recordación de aquel
Bilbao de fines del siglo XIX le enternece. Es la villa vizcaitarra soterrado
tesoro de las Españas a veces mal entendido porque glosando a Tirso “vizcaíno
es el hierro corto en palabras y en hechos largo”.
Describe en clave de humor el bombardeo
—llevado a cabo por la artillería carlista de Zumalacarregui el día de Inocentes
de 1874 el cerco duraría hasta el día de santo Matía al año siguiente— “nos dieron vacación…
algunas mujeres lloraban y ponían velas al Santísimo.
“En
los recónditos senos de mi conciencia
aparece el bombardeo como edad heroica y remotísima y los carlistas como vagas
reminiscencias de fósiles, mamuts y mastodontes”. Era don Miguel de familia
liberal y se remeje no poco en la ironía hacia los soldados del pretendiente
“que yo no vi ninguno” y trae a colación los juegos y charadas infantiles, los
cantos de rueda como aquella comba resucitada por Joaquín Díaz en sus
reviviscencias del romancero
Allí arribita del río contra raya de Navarra
Ay si contra raya
de Navarra
Vivía una santa
doncella ay si
Que Catalina se
llamaba
Ay sí
Que Catalina se
llamaba
Su padre era un
perro moro
Ay si
Su madre una
renegada
Ay sí
Su madre una
renegada
Todos los días de
fiesta ay sí
Su padre la
castigaba ay sí
Siempre la
castigaba
Mandó hacer una
rueda ay sí
De cuchillos y
navajas
Ay si de cuchillos
y navajas
Ay sí de cuchillos
y navajas”
Unamuno cree que la oralidad apacienta los
caminos de la infancia y son estas canciones y juegos los que determinan el
nacimiento de la fuente sagrada que brota de los hontanares de la poesía
lírica. Mambrú se fue a la guerra no es otro que el duque de Malborough y
matarile una versión de la canción popular francesa j´´ ai un beau chateau. Se detectan las inclinaciones filológicas
de aquel niño bilbaíno que cuenta cómo la clase estallaba en risas cuando
alguien soltaba un pedo. Ay que se me escapó.
Lo coprológico es uno de los factores cómicos
que caracterizan la niñez. Quien se ha peído que huele a tocino quien se ha
cagao que huele a bacalao tú por tú que has sido tú. ¿Quién se fue de bastos?
Yo no. Don Floriano, ha sido este niño. Silencio. No, no, ya está seco.
Rememora las primorosas lecturas del
“Juanito” principal libro de texto de aquellas generaciones. Los diálogos que
inserta son encantadores, no exentos algunos de ellos de las concordancias
vizcaínas. Tú roncas. ¿Roncas yo? ‘¡Si te doy uno…! anda chápale a ese, mójale
la oreja, pégale un puñetazo en los hocicos. Conversas que a mí tambien me
recuerdan mi infancia en Segovia que no fue muy diferente a la del escritor que
nació al pie de las Siete Calles. Te ha podido, Guille. Y hago mía esta
sentencia: “recuerdo un amigo mío de colegio que cuando uno le sacudía contaba
los golpes y él habría de darle uno más para quedar encima. Llegaban los parragorris o mascaras de Carnaval y sobre
los pasos aparecían las calvas cabezas de los apóstoles barbudos y la sañuda
mirada de los sayones, el chistolari iba delante de la procesión y cerrando
carrera los músicos de la banda municipal muy orondo el que tocaba el bombo y
casi famélico el que hacía sonar los platillos del tintinábulo. Tachin tachán.
Saltan a la prosa personajes como Antón el de
los Cantares que era amigo de la familia o del bardo Iparraguirre, arlote o
versolari o el propio Zuloaga conocido de su padre quien hablaba del Greco con
cierto desdén. El pintor de Eibar decía que en su cuadro de la Trinidad le puso
al Padre Eterno la mitra del revés. Años adelante, dicho recelo no sería óbice
para que Domenicos Theoteocpulos
influyera en la trayectoria mistico realista de Zuloaga, el vasco que vio el
alma castellana en los paisajes de Segovia.
La castidad del autor de “Sentimiento Trágico
de la Vida” —fue un hombre de una sola mujer jamás se fue de picos pardos no
bebía ni fumaba— tiene una explicación: haber sido muy devoto miembro de las
Congregaciones Marianas… “el día más solemne para los congregantes era el de
San Luis Gonzaga. El párroco de Santiago señor Ibarbuengoitia nos llamó ovejas
no sé cuantas veces y nos habló de “pastos espirituales, sencillas y antiguas metáforas
que debió haber tomado de un libro viejo”. Cuenta por último sus paseos al
borde la ría del Nervión, se entusiasma ante el paisaje de la ciudad vista
desde el miradero de Archanda.
¡Aivá! Su primer encuentro con la muerte. Un
compañero de pupitre un tal Castañeda murió en la flor de la edad diz que por
fumar y porque “no paraba de darle al vicio solitario”.
El entierro de Castañeda le impresionó a don
Miguel de tal forma al colegial que de siempre aborreció el tabaco, y la
fornicación le pareció algo abominable.
Se distinguen los vascongados, los
vascongados distinguen, por la vergonzosidad, dice. Ellos son capaces descubrir
y conquistar un continente, de jugarse la vida en cualquier peligro, pero
delante de una mujer o hablando en publico les veréis aturullarse… el aldeano
vasco como habla mal castellano teme que se burlen de él los que le oyen y por
eso se vuelve taciturno. Este encogimiento tambien se percibe cuando habla su
propia lengua por lo cual debe ser alguna otra razón más secreta que lo explique,
y no conviene echarle la culpa a los castellanos de su reserva.
Cuenta los agobios y baticores con el latín y
sus tediosas tardes de estudio al pie del Raimundo de Miguel, tortura de
generaciones de españoles. El diccionario más famoso de la lengua del Lacio era
un calepino arduo, premioso, y sin “santos” en cuyas páginas nos quemábamos los
ojos, lidiando con el hipérbaton de las catilinarias. Aprendimos en él cosas
que entonces considerábamos inútiles pero que a lo largo de los días nos hemos
dado cuenta de que sirvieron para mucho. Al menos para moldearnos el alma, y lo
que se nos representaba entonces banal emprio, a la larga brindó provechoso
usufructo.
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