Llevaba unos días releyendo en el testamento de Isabel la Católica, cuando inesperadamente me encontré en la sección de opinión de El Adelantado con el interesante artículo de D. José Miguel Espinosa Sarmiento: “Isabel la Católica, camino de los altares”.
Su testamento, que es un documento histórico de primera magnitud, contiene una serie de aspectos que ya han sido muy estudiados y creo conocidos por la mayoría de los españoles. Por ejemplo, que declara heredera de todos sus reinos y bienes a su primogénita, la princesa Juana I de Castilla, archiduquesa de Austria y duquesa de Borgoña, (mal llamada la Loca), y que si no pudiese gobernar lo hiciera el rey Fernando hasta que el infante Carlos cumpliese 20 años. También manda que no se concedan prebendas a persona alguna que no sea natural de estos reinos… Aspectos todos ellos sobradamente conocidos y algunos motivo de grandes controversias, pero que no son el objetivo de estas breves líneas porque después de leer el artículo citado más arriba, lo que me gustaría es resaltar ciertos matices que se desprenden de su testamento y que muestran algunas de las virtudes personales de la Reina, entre otras su religiosidad, su humildad, su sencillez y su preocupación por el bienestar de sus súbditos.
La Reina Isabel de Trastámara, IsabeI I de Castilla llamada la Católica, que se convertiría en la mujer más poderosa de Europa, afirmó que “Nací y moriré en Castilla”. Y efectivamente nació en Madrigal de las Altas Torres el 22 de abril de 1451 y murió el 26 de noviembre de 1504 en Medina del Campo. No obstante, en el testamento que redactó mes y medio antes de morir y rubricó tres días antes de su muerte, dejó escrito que quería ser enterrada en Granada, probablemente debido a su simbolismo, ya que fue el último reducto del Islam en la Península Ibérica, y cuya conquista llenó de orgullo tanto a ella como a su marido Fernando II de Aragón llamado el Católico.
Por cierto, impresiona mucho el inicio de su testamento, cuando manifiesta su esperanza en que S. Juan Evangelista “sea mi abogado a la hora de mi muerte, y en aquel terrible juicio y estrecho examen, y más terrible contra los poderosos cuando mi alma sea presentada ante la silla y trono real del juez Soberano”(…)
Después de su muerte, el cuerpo de la Reina estuvo expuesto en el Palacio Real de Medina del Campo y al día siguiente emprendieron camino hacia el monasterio de San Francisco en Granada con un cortejo de unos cientos de personas de toda clase y condición. El viaje duró veinte días y se hicieron muchas paradas (Arévalo, Cardeñosa, Cebreros, Toledo, Manzanares, Linares…). Pero el mal tiempo con tormentas, lluvias y vendavales hizo que el traslado fuese muy complicado, además del olor que desprendía el cadáver, ya que ella impidió que fuese embalsamado y por tanto la descomposición se produjo enseguida.
Lo que no se cumplió y por tanto impidió la voluntad de la reina, fue que “quiero y mando que las exequias sean sencillas”. Y no se pudo cumplir porque Granada entera la recibió en la puerta de Elvira y desde allí fueron en procesión hasta la Alhambra, al convento de San Francisco que ella misma había fundado tras la conquista de Granada. La Reina fue enterrada con toda la pompa y boato que en su testamento quiso evitar. Ciertamente todo el reino estaba de luto porque era una reina muy querida y su deseo era de difícil cumplimiento.
Tampoco se cumplió lo que dispuso en su testamento de ser enterrada “en una sepultura baja que no tenga relieve alguno, salvo una losa llana con letras esculpidas en ella”. En 1521, a instancias de Carlos V, sus restos mortales junto a los de su esposo fueron trasladados desde el Monasterio de San Francisco en la Alhambra a la Cripta Real, donde descansan bajo un magnífico sepulcro renacentista de Doménico Fancelli. Lo que sí se cumplió fue su deseo de ser enterrada junto a su esposo, Fernando II de Aragón. Quiero y mando que “si el rey mi señor eligiese sepultura en otra iglesia o monasterio de estos mis reinos, mi cuerpo sea trasladado y sepultado junto al de su Señoría”. Pero no hubo necesidad porque su esposo también mandó en su testamento que su cuerpo debía ser enterrado junto a su esposa, la reina Isabel.
Por otra parte, la Reina también ordenó que se distribuyeran un millón de maravedíes para casar a doncellas pobres y otro millón para doncellas sin medios que quisieran dedicarse a la vida religiosa, que se vistieran a 200 pobres para que fueran especiales rogadores por su alma, que el año de su fallecimiento fuesen redimidos 200 cautivos necesitados que estén en manos de infieles, limosnas para la catedral de Toledo y Nuestra Señora de Guadalupe, que se dijeran 20.000 misas de requiem por las almas de todos aquellos que murieron a su servicio… Sus deseos eran múltiples y diversos.
Pero hay otro aspecto quizá desconocido para algunos, que muestra el talante que tenía la Reina y sus dotes de buen gobernante y de respeto por la persona. Y como respecto al descubrimiento de América, todavía hay gente empeñada en no comprender que la diferencia entre imperios es que el español buscaba integración, y los otros el dominio, voy a subrayar una decisión de la Reina, como muestra indubitable de que el imperio español era un imperio integrador. Para ello, basta con recordar que antes de su muerte, antes incluso de que Colón regresara de su cuarto viaje, la Reina ordenó que se añadiera un codicilo a su testamento que recogiera dos asuntos que la preocupaban. Y precisamente uno de ellos era un mandato a favor de los indios, donde la Reina encargaba y ordenaba a su marido y a sus sucesores que “no consientan ni den lugar a que los naturales y moradores de las Indias y Tierra Firme, reciban agravio alguno en sus personas y bienes, sino que fueran bien y justamente tratados, y si algún agravio se hubiera cometido contra ellos, que se remediara y proveyera”.
Como se puede ver, aunque la Reina dijo que siempre habría de pensar en lo mejor para Castilla, tras el descubrimiento del Nuevo Mundo también dedicó sus esfuerzos a respetar y mejorar la vida de los naturales de esas tierras. Acciones que desmienten esa leyenda negra que algunos enemigos de España han pretendido forjar, y a veces por desgracia, secundados por algunos conciudadanos nuestros cuyo odio a su propio país es absolutamente incomprensible.
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