2021-03-12
homenaje a mi alma mater alcalá por antonio parra galindo
EL ESTUDIANTE DE ALCALÁ QUE
SE REENCARNÓ EN ARCHIVERO
La impresión que tuve cuando en el año 2009 llegué a
Alcalá una madrugada de enero a cumplir con mi último año de archivero1 hube
la impresión tenaz de que yo había estado allá antes, quizás una vida
pretérita, había paseado por aquellas calles, guarecido del sol y la lluvia
bajo los soportales del Calle Real, haber tenido a un físico la bacinilla
mientras practicaba una sangría a un paciente de bubas en el hospital de
Atarazanas por cuyas crujías iba y venía un postulante cojo que era cojo y
calvo y hablaba con ese tonillo de los de Azpeita proflglando su
discurso de concordancias vizcaínas, trayendo orinales y pericos, gasas, sanguijuelas
y pomadas, con mucha diligencia pero con algún asco pues había tomado el oficio
de enfermero como penitencia por los pecados de su vida anterior, que el
veterano de las guerras de las comunidades aseguraba haber sido muchos, y por
los que lloraba constantemente hasta salirle surcos en las mejillas de los
regueros de tanto llanto, inflamado de orgullo humano y amor divino - yo no lo
vi, claro, me lo contaron los que daban ejercicios-, pero cuando lo dicen… Iba
el buen donado arrastrando la pata chula que la tenía tiesa desde que le
pegaron un zambombazo en el castillo de Pamplona. Decían que había sido
soldado, acérrimo del emperador- y como buen realista nos miraba por encima del
hombre a nosotros pobres comuneros- y que estaba allá viviendo de la caridad de
unos teatinos aunque se juntaba con alumbrados y gente de dudosa procedencia.
También me había cruzado con otro estudiante zambo,
corto de vista y largo de lengua, el que luego tendría entre sus dedos la pluma
mejor tajada para contarnos cómo España por defuera y por de dentro con sus
versos castellanos, con sus decires, coplas y donaires, en verso y en prosa.
Éste andaba con los cuadrilleros dando novatadas y cobrando el portazgo a los
novatos del convite al banquete nada más ingresar al pupilaje, La Patente,
que se dice, y a unos les arrebataban el sombrero a otros les ponían perdida de
gapos la capa nueva, o les traían un jarro para darles a beber cerveza y no era
cerveza pues aquella maldita encella había sido utilizada como sillico donde meara
toda la cuadrilla a escote, y de hoy en un año; a otras les mandaban echar
calle arriba a la pata coja y les lanzaban piedras mientras el cachicán del rey
de gallos prorrumpía en estentóreas risotadas:
-¿Ponen las gallinas?
-Creo que sí. Ya es san Antón. La gallina pon y
cacarean las pitas por los corrales, que las estoy oyendo, y se está bien al
sol.
-De ¿Dónde es vuesa mercé?
-De Carrión de los Condes, señor.
-No me digas señor. Dime coleguita. Y ahora para ver
como andas de recursos te vamos a mantear.
-No. No por vida de mi madre.
Protestas inanes. Entre cuatro o cinco trajeron una
cortina de paño morado con las que se atapan los altares en tiempos de Pasión y
alzaron por los aires al palentino una y otra vez. Lo subían, lo bajaban y
hacían como querer dejarlo caer en el santo suelo hasta descoyuntarse como si
fuese una manta palentina a la que la doméstica zurra el polvo en el balcón.
Uno de los manteadores dominado por el estro profético había leído el futuro y
pronosticó la llegada de guerreros por el aire.
-Así volarán algún día los paracas2.
-Bajarme de aquí fementidos, hideputas.
-No. Bartolo, no aguanta, no seas caguita. Los
soldados de Cristo han de soportar todas las pruebas con buen talante.
-No ésta- exclamó el palentino- que voy a vomitar.
Implacables no se apiadaron de las voces que daba el
neófito que no paraba de gimotear y de proferir ayes y de llamar a su madre.
-Ay madrecita mía que mal día amaneció para mí.
-¿Cómo te llamas?
-Teofilo
-Pues Teofilo te vas a acordar del día de san Antón
hasta tu graduación cuando vuelvas a tu obispo con tu bonete y tus cartas
dimisorias de misacantano.
Poco después corrieron el gallo y hubo otras bromas,
muchas jácaras. Decían que el masto lo había traído de Mastrique un luterano
con lo que fue mayor el ahínco con que le sacudían estopa al animalito y el
enojo con el que le arrancaron el pescuezo aquellos malos cristianos.
-¿Qué hacéis hijos del gran demonio?
-Pues no lo ves. Cortarle la cresta al hereje.
-Al hereje. Al hereje- gritaron todos a coro.
Los estudiantes estaban ya beodos. Puede decirse que
al cuadrillero mayor de estas justas que era un teólogo portugués que de allí a
poco iría a parar como capellán santiguador a uno de los tercios viejos creyendo
que el ave era el que más zurraba al rey de gallos y cabalgó su jumento a los
cuatro pies exhibiendo su trofeo chorreando sangre hasta la plaza.
Tan divertidas escenas no las padecí yo, que siempre
me suelo hacer el longuis y escurrir el bulto en tales situaciones de pintar
bastos, por vivencia material, aunque sí espiritual. Creo que las había leído
en algún libro picaresco o a lo mejor fueron una nefasta experiencia de los
estudiantes de latinidad de los que formé parte en la vida que me precedió.
Iban avanzando las nubes del entrelubricán y
remejaban las sombras los campos yertos con alguna claridad. Amanecía dios
igual que entonces sobre las riberas del Henares, y la vida tiritaba bajo la
helada, se escuchaba el campanil de las clarisas, y en otras muchas iglesias de
la población anunciando que ya habían dado cuenta de maitines y laudes. Sobre
la cúpula de la catedral de los Santos Niños las cigüeñas complutenses que son
las más elegantes y majestuosas de la península ibérica – se las nota en el volar-
descabezaban su último sueño con su singular modo de dormir a la pata coja pues
la cigüeña según dice el refrán alta vive, alta vuela y en lo alto toca la
castañuela.
-Diga usted que sí. Cigüeñas vigilantes del Henares
donde las ninfas moran crotorando silogismos. Son la viva imagen de la
castidad, la fidelidad y la paciencia.
A Teofilo por fin lo dejaron en paz los tunos y vino
a recogerlo una mujer que, movida a piedad, lo llevó a su aposento donde lo
lavó, cepilló su capa llena de salivazos e indignidades.
-Hijo, te han vuelto eccehomo. Dichosos muchachos.
El manteado nada dijo pero las caridades de la dueña
le hicieron revivir. Fue al arca y extrajo un bodigo de la última cocedura
cortó el corrusco y se lo entregó junto con un dedal de aguardiente. Su
desfallecimiento se debía no al manteamiento sino que no había comido en dos
días.
Alcalá lo resucitaba de la misma forma que me
reencarnó a mí. Pues yo también volví en la españolísima ciudad a la vida por
un complicado proceso de metempsicosis intelectual. Podía ser uno de aquellos
estudiantes y continos que arrastraban la loba sin mangas y flameaban becas al
viento multicolores cada uno con el color y la divisa del colegio del que
procedían (granate el de los ildefonsos, amarillos los de Atarazanas y verdes
los de san Marcos, blancos los cistercienses y dominicos).
Acabada la cátedra de prima aquel abigarrado mundo
de estudiantes era un espectáculo. Teólogos y minoristas usaban sotanas y los
canonistas portaban un bonete de tres puntas en la cabeza que entre los
jesuitas era bisunto. Poco después de entrar yo al Estudio General los
licenciados en Artes empezaron a gastar balandrán cubridero por cima de los
hombres y teja (sombrero sin alas que llevaron los clérigos españoles toda la
vida.
Como venía aterido y en tren de cercanías no había
calefacción, para entrar en calor me arrimé a la barra de una taberna e estaba
frente por frente de un gran seminario vacío de traza neogótica. El chigrero un
rumano por nombre Ventila salió a servirme. Le pedí un aguardiente de
los Carpamos zwuiska de 40 grados.
-Bona zwuiva.
-Buenos días.
Se sorprendió Ventila de mis conocimientos de la
lengua románica hablada a orillas del Ponto por los soldados de Trajano que
guarda su raíz latina en conjugación con muchos aditamentos eslavos y turcos
por lo cual conserva una prosodia endiablada.
-Sé también decir Xristós enviat3.
-Ahora no es Pascua.
-Si me das otro chupito de ese coñac hablaré no sólo
el rumano sino el griego, el búlgaro y hasta el húngaro que no es idioma
indoeuropeo.
-Birak4 - repuso Ventila que era de una región del Danubio
frontera con Hungría, frotándose las manos. A la legua se notaba que aquel
fondista extranjero no era tan cruel y áspero como los taberneros nacionales
gente odiosa y encanallada y que sabía seguir la corriente a los borrachos y
aguantarlos. No echarlos a la calle o pegarles.
Sin embargo aquel aguardiente de los Cárpatos tenía
poco que ver con aquel vino chirle que nos servían en el refectorio los días de
fiesta de guardar y con el que ayunábamos el viernes Santo para refrescar el
gañote de nuestros queridos domines cuando andábamos a pupilaje. De mis labios
surgieron cantos de alabanza al dulce néctar traicionero que pasa bien pero
luego habrá que mearlo. Entra acariciando Baco en sus dominios y se apodera.
Los que sucumben a los falaces halagos de la bebida saben que no hablo a humo
de pajas:
Ave color vini clari
Ave sapor sine pari
Tua nos inebriari
Digneris potantia
Oh felix venter ubi intraris
Et felix guttur
Quam rigabis
Oh felix os
Quod lavabis
Oh beata labia5
Y a través de aquellas coplas tabernarias en latín surgió
el monje giróvago que llevo dentro de mí. Los parroquianos me admiraban por mi
capacidad de ingesta y el don de lenguas aunque estaba inspirado más por Baco
que la Blanca Paloma. A sus ojos yo era un resucitado, un español que no se
parecía a esos otros españoles taciturnos y reconcentrados en sí mismos del
siglo XXI que nada tenían que ver con sus predecesores y me deseaban buena
madrugada. Buona diminuta. De todas las horas del día era la amanecida
la que más me gustaba. Puerta por puerta de la cantina del dacio estaba la
iglesia ortodoxa. Celebraban la navidad. Olía a incienso. Un orfeón esparcía
por la nave de la antigua católica preces de un maravilloso concento retando a
las preces que decía deprisa un diacono muy gordo desde el antifonal. Prostérneme
en tierra y besé los santos íconos y los ecos de la plegaria diaconal me
transportaron miraculosamente al sopista con poca fortuna que había sido hará
lo menos quinientos años.
Clareaba el día y Alcalá se había transformado. La
vía del tren volvía a ser la estrata romana que había sido durante mil años y
los regimientos ilustres como el Villaviciosa XIV volvieron a su antiguo ser de
los castra romanos donde practicaban los equites las artes desultorias.
Recordando que allí estuvo de asiento la Victrix o la invencible con
todos sus escuadrones y acies los cuales dieron el relevo a los tercios
viejos los que combatieron en Italia y en Flandes. Por el camino pasaban
estudiantes. Me sumergí en aquel bullicio juvenil de mozos camino de la docta
casa, la universidad recién fundada por Gonzalo de Cisneros. Y aquel gentío
buscando las aulas entremezclado con los escuadrones de soldados que salían al
campo a ejercitarse en la instrucción de sus armas me recordó la gran verdad de
que la pluma y la espada son hermanas y que la lengua va de cómitre con el
imperio. No hay vuelta de hoja. Todos llevaban capa corta, un puñal al cinto, y
en la otra cadera colgaban del cinto los cartapacios, las pizarritas los
plumieres y los recados de escribir. Confundidos entre la multitud se veía a
algún catedrático de mucetas coloradas, amarillas o azules según la disciplina
que enseñaran, tocados de la orla con plumas de avestruz. La cátedra de prima
comenzaba a las ocho de la mañana. Un bedel somnoliento se acercaba al estrado
precediendo al profesor batía sus palmas y formulariamente rezaba una oración
luego de lo cual abría las puertas del aula y exclamando en voz alta Propinquate,
alumni, lectio incipit se dirigía a los estudiantes y luego al facultativo:
magíster, aperta est cátedra . Los pupilos llenaban el aula. Por falta
de bancos muchos se sentaban en el suelo. Todos portaban recado de escribir y
rayajeaban las palabras del catedrático sobre un palimpsesto en forma de
pizarra que luego pasaban a limpio los oidores. Sólo se hablaba en latín.
Transcurrida hora y media regresaba el ujier galonado luciendo un espadín y un
sombrero chambergo y volvía a dar unas palmadas.
-Satis.6
A esta señal el catedrático se quedaba con la palabra
en la boca y los alumnos salían al patio de estampida en medio de un gran
alboroto.
Pasaba entonces un fraile benito cuya presencia de
padre del desierto discordaba con la de la alegre muchachada. El benedictino
caminaba con los ojos bajos y el rostro inclinado tapándose con la cogulla.
Avanzaban todos atropelladamente. Si veían a alguno de su pueblo iban a darle
los días y a recibir nuevas de la aldea. Los más vivaces espantaban el frío y
los sabañones arrojándose bolas de nieve. Uno de los proyectiles alcanzó a un
catedrático de hebreo en todo el occipucio. Rodó por los suelos el bonete
bisunto en medio de los gritos y juramentos del Dómine en la lengua que
enseñaba y el cual yacía por el suelo cual largo era buscando a tientas las
antiparras que también se le habían caído y sin las que no veía dos en un
burro. Sonaron a su lado carcajadas, maldiciones y porvidas.
Uno de los tunos dijo:
-Comed nieve de una vez, padre mío, ya que nunca os
empacharéis de jalufo.
Montó en cólera el cristiano nuevo y retumbaron
excomuniones por la Calle de la Hueva
-Pronto pagareis bien caro vuestras truhanerías. Os
vamos a echar del mundo, voto a bríos.
Se encocoró el estudiante el muy cabrito hizo la
señal de la cruz, después el buz y acto seguido empezó a gritar al hebraísta:
-Marrano… Marrano. Cómete tus biblias. Eres hereje,
luterano encubierto y alumbrado.
Oído esto, el catedrático que debía de ser converso
cobró temor y levantándose como pudo y sacudiéndose el barro y la nieve de la
sotana tomó el portante y enfiló por una calle adyacente pues alguien había
mentado al Santo Oficio. Con la bulla se hicieron presentes los corchetes. Los
estudiantes de que los vieron pusieron aina pies en polvorosa. La concurrencia
asistía alborozada a la escena y todos se hacían lenguas de la puntería con que
aquel bellaco había descalabrado al converso pero al pasar junto al portal de
la iglesia de la Compañía le echaron mano los alguacilillos, lo trabaron,
manearon y subiéndolo en un asnillo las manos atadas; él caminaba cara atrás
como los condenados a muerte y así lo llevaron preso a la cárcel del arzobispo.
Cuatro días a pan y agua y cien azotes. Lo soltó el alcalde bajo advertencia de
que si incurría en otra travesura semejante de descalabrar a un “judío” iría a
galeras. Así que por san Antón la gallina pon. Se había acabado Michelmas y
empezaba el trimestre de Santomatía, el que iguala las noches con los días. El
más frío y desabrido. Estudiantes a estudiar pechando contra los cierzos
rigurosos que os arrebatan la capa cuando salís del portal y la nieve y el
pedrisco jugaban al chito con nuestros respetivos cogotes cuando no eran
gargajos de algún truchimán imbele pero maligno. Había venido yo de sopista con
mi amo que era de Soria y que se llamaba don Martín de Agreda y bajo la
vigilancia de su ayo Muriel de Torrelaguna el cual por ser paisano del
Cardenal tenía fuero. Nuestra lavandera era una tal Doña Guiomar que
aparte de la colada se encargaba de planchar el hábito y coser los botones de
la sotana, que eran 75 en recuerdo de los 75 azotes que dieron a Cristo.
Habíamos venido desde la alta paramera aquellas navidades por muy malos caminos
en una recua de jumentos pero con buenas alforjas y provisiones y una no
menguada bolsa pues nuestro señor y padrino el Duque de Agreda era hombre rico.
Conducía la recua un arriero morisco el cual en cuanto nos descuidábamos nos
sisaba hurgando en nuestros bolsillos estando dormidos y el maldito cuando nos
topábamos con una cruz de humilladero se reía o le lanzaba gargajos. Iba en su
mula cantando lilailas y no faltaban zalemas y abluciones al alba y a la
atardecida ante nuestras propias narices. Alá era grande y misericordioso por
lo visto.
Pasado Almazán nos encontramos con una estantigua
que llevaba el cadáver de un fraile que había muerto santo en Andalucía a un
pueblo de Castilla. Recalamos en Aranda en una posada donde a mi amo le robaron
un crucifijo de oro que traía. Fue un asunto de picos pardos. Don Diego se dejó
engañar por unas izas que operaban en conchabanza con unos malandrines, el uno
era su cohén y el otro su rufián. Era gente muy despiadada como también lo era
el arriero morisco aquel Antón Muñoz fanático de Mahoma. Y a la que
nosotros bajábamos para Alcalá por el camino real de Francia subían soldados de
las últimas levas que iban a combatir por nuestro rey y nuestra santa religión
a Flandes. Unos llevaban escapularios que les regalaron sus madres como por
ejemplo una imagen de san Vitorino todo llagado después del tormento al que fue
sometido en Panonia. Debía de ser bisoño. Un furriel contaba que en la guerra
los santos y las reliquias no sirven para nada. Sólo el valor y la fortuna.
Pasábamos mucho frío porque los días fueron perversos. Hacíamos hogueras y a
veces Antón Muñoz perdía su ruta borrada por la nieve y blasfemando contra todo
lo divino y humano perdía el tino aunque no se acordaba del maldito Mahoma.
Únicamente de Dios y la Virgen. ¿No ahorcarían a aquel malvado? De sus barbas y
turbantes Satán se encastilla y andará errante por el mundo hasta los últimos
días.
Dicen sus apologetas ser religión muy humana, tan
humana que en las siete plegarias diurnas se arrodillan y alzan el poster en
pompa. En aquel tiempo sin embargo les tocaba ir de nones gracias al gran
cardenal que a las puertas del Alhambra quemó alcoranes y otros libros que
ellos dicen de su revelación no siendo sino supercherías y odios pues siempre
tratan de imponer a su dios mediante la espada y donde entra Alá no vuelve a
crecer la hierba. El siglo de oro en efervescencia, el muhadín no había llegado
todavía pero yo en mis pujos poéticos lo presentí con tristeza y compuse trenos
para el pueblo de Dios con Jeremías.
No nos hicieron caso. Se preparaba la gorda
de la apostasía, la desbandada. Porque de allí a medio milenio de aquel san
Antón no quedaría piedra sobre piedra del edificio perfecto que nos cobijaba.
Soplarían aires anticatólicos hispanófobos una brisa mefítica a la que tuvieron
que acostumbrarse nuestras narices pues las narices no sólo los ojos saben
hacer con frecuencia la vista gorda. Cabalgaba el ángel apocalíptico en el
caballo cuyo nombre era la Ginecracia. Se sublevaría el gineceo y
pasarían cosas muy gordas. La política estaría dominada por intereses creados y
por hetairas. Otros la decían Cenizosa al estar regida por Carolabriá
el Cenizo. No tenía ni para pagarle el retal de la loba (llamaban loba a
esta prenda porque comía mucha tela) y mis padres eran hidalgos pobres de
Almazán el pueblo de Laínez, plaza fuerte de conversos. El primogénito embarcó
a las Indias y otro fue condenado a galeras pues se juntó con un alcabalero que
lo engañó, el tercero había muerto en Namur defendiendo nuestras banderas y
tres de mis hermanas profesaron de monjas. Pero mi ayo me dijo que en Alcalá no
faltaría pan; con él me fui. Conforme es la manta se estira la pata y donde
comen cuatro comen cinco igual que en mesa de San Francisco. Y verdad es que
nunca me faltó aunque algunos días hube de estar a la cola de la sopa boba que
daban de caridad a los peregrinos y menesterosos las Bernardas. Allí aprendí a
manducar con los dedos sin necesidad de tenedores ni de hueseros o gañivetes.
Otra vez los que me socorían eran los traperos de
vara que venían de Alsacia hasta Alcalá a vender paños y era gente
misericordiosa. Nunca me junté con gentes del trueno ni fulleros. Iba a mis
clases, rezaba mis oraciones nada más levantarme, bruñía los mocasines de mi
amo, era condescendiente y amable con mis semejantes y no armaba broncas. Me
gustaban muchos libros y tambien garabateaba en los papeles que encontraba por
la calle ocurrencias mías a ratos perdidos. Hurgaba en los montones de trapero
y papel que veía lo desdoblaba para ver qué ponía en pauta. La lectura se
convirtió en mi vivir. Leía y leía a todas horas, tan es así que gasté mis ojos
Desde que llegue a la villa complutense conocí que mi destino estaría uncido a
las artes y las letras. Era diligente en el aseo de la camarilla que estaba en
un sobrado del tercer piso de la casa de doña Guiomar, fregaba los platos
cuando me lo pedían y los miércoles día de arreo y parada porque había que
salir a esperar a algun visitante ilustre que se llegaba a la ciudad pasaba la
almohaza por el lomo de la mula torda a la que gustaba montar a don Gaspar cuando
salía a vistas y se organizaban paradas y procesiones ecuestres tan vistosas
como el día de San Lucas.
Daba la pez a la cabezada y deshacía los ñudos del
petral o le preparaba la ventrisca y la aljaba cuando iban de caza. Al salir
los señores tenía la acémila del ramal y con un golpe en las ancas le arreaba
en latín:
-Eamus
Que en cristiano quiere decir arre
Como las tales mulas yeguatas eran tan doctas como
los amos ellas me entendían cuando sobre sua lomos híbridos clavaba espuela con
la lengua del Lacio. Y si alguien me llamaba capigorrón y se reía de mi triste
figura de mantista pobre bajaba la mirada y no contestaba a las injurias de mi
agresor verbal. Un viuda rica de Almazán pagaba mi matrícula así como un juego
de mudas, la beca estudiantil, el ropón y los jubones que había que tener dos,
uno para los días de fiesta y otro para los de diario. Siete maravedíes costaba
la matriculación por los cuatro trimestres. Y siempre que mis obligaciones
ancilarias me permitían solía asistir a la cátedra de Vísperas de la que
estábamos dispensados los bachilleres y que daba un paisano mío el doctor Laínez
un jesuita muy adusto y seco que guiñaba un ojo y el otro no lo podía abrir.
Tenía cara de liebre pero no había en todo el claustro quien supiera más
teología que aquel soriano. No me cabe la menor duda de que el dicho que se nos
achaca a los sorianos (que nunca se supo en la historia que hiciera mucho
bulto la gente de Socia) la tengo por falsa. Salía poco Lainez del convento
todo lo contrario que el maestresala don Miguel de Avendaño amigo de
juergas y cuchipandas. Se juntaba con el padre definidor o prior de los
dominicos al que también le gustaba comer y beber y como buen dominico les
tenía cierta enemiga a los hijos de san Ignacio. Muy tomista y ufano en sus disputationes
o torneos teológicos.
Eran muy sonadas las disputas, justas teológicas y
competiciones para saber quien sabía más sobre los ángeles, el Espíritu Santo o
el misterio del Génesis tal y conforme se muestra en el Libro de la
Revelación. El definidor dominico era un hombre alto
coloradote aire de buen vivant y ese buen pasar y tolerancia o actitud
vital de los gordos. Lainez por el contrario austero, magro, enteco, mal
encarado y algo bisojo. Discutían sobre los espiritus puros cuya esencia y
existencia no está ominada por las leyes de la gravedad. El uno decía una cosa
y el otro la contraria. Hasta que hartos de discutinio los dos frailes se
enojaron que diríase que iban a llegar a las manos. En último termino y como
postrer argumento Lainez en un acceso de cólera termino su disertación
aludiendo al rubio Avendaño :
-Rubicundus erat Judas.
Y el otro ágil de reflejos:
-Sed de Societate Jesu7
El cura portugués que arrojó la bola de nieve contra
la mollera del primer catedrático de hebreo andando los años sería capellán de
uno de los tercios el Sancho Dávila comandado por el duque de Alba. Todo el
claustro se rasgó las vestiduras pero don Joao se hizo de pencas. Con
buenas agarraderas contaba. Lebrija, el doctor Laguna y otros de la cuerda
elevaron un escrito al rector pidiendo la destitución del revoltoso teólogo.
Fue óbice de que la propuesta no prosperara el maestrescuela de nuestro
colegio que vetó aquella diligencia.
Es más y para decirlo de otra forma:. Este lio
levantó las orejas y el hocico a los sabuesos de la inquisición que empezaron a
oler el poste y corrió la voz por la ciudad que el maestro en cuestión por
nombre Cepeda había tenido un abuelo penitenciado en Toledo y era primo de una
monja inquieta, rebelde y andariega que iba por Castilla abriendo conventos y
decía tener consuelos místicos y tratos con el Señor. Se la había aparecido
Jesucristo no sé cuantas veces y sobre ella cayeron sospechas y anatemas de
alumbrada pero se libró. Tenía buenas aldabas entre la gente de viso que por
aquellos días eran todos conversos. Es ni más ni menos que el brillo del oro
que para los de esta raza es su única deidad.
Jesucristo, la Virgen y los santos son para ellos un
pretexto con el que envuelven sus engañifas y hasta se ríen a espaldas de los
hombres de buena fe. A mí estos místicos siempre me dieron algo de pavor.
Hieden a impostura desde lejos y con sus mentiras engañan a muchos incautos y
sus invenciones archirepetidas se convierten en dogma. Mi fe es de otra manera.
Ne quid nimis. En el amor divino no hay que echar la yesca humana
que todo lo corrompe.
En la actualidad cuando veo avanzar por las calles a
los graduados con sus capisayos ostentando las galas y las orlas académicas con
mucho orgullo y solemnidad entonando las notas del gaudeamus igitur no puedo
por menos de sonreírme ante las ironías de la vida. El aire en cuestión era una
cantiella de monjes borrachos. Monjes alemanes
Gaudeamus igitur, 8 |
Ubi sunt qui ante nos |
Vivat Academia, |
Vita nostra brevis est,
breve finietur. |
Vivat nostra societas! |
Vivat et Republica, |
Pereat tristitia, |
Alma Mater floreat |
exsequator
1 Me tocaron unos años
difíciles de la transición cuando la globalización mandó al desván al arte, a
la literatura, el buen gusto y vino la ginecocracia embalada. Seguía siendo a
mis 64 años un escritor en barbecho, un autor en busca de editor.
2 En Alcalá desde los años 50
está ubicada de guarnición la Brigada Paracaidista
3 Cristo resucitó
4 flores
5 salve color del clarete,
salve sabor sin igual, dignate emborracharnos con tu divina potencia. Dichoso
el vientre que te porta, dichoso el gañote que regarás, oh feliz boca y
dichosos sean los labios que estampan un beso al jarro.
6 Basta
7 Judas era rubio…. Sí pero
jesuita
Alegrémonos pues,
mientras seamos jóvenes.
Tras la divertida juventud,
tras la incómoda vejez,
nos recibirá la tierra. ¿Dónde están los que antes que nosotros
pasaron por el mundo?
Subid al mundo de los cielos,
descended a los infiernos,
donde ellos ya estuvieron. Viva la Universidad,
vivan los profesores.
Vivan todos y cada uno
de sus miembros,
resplandezcan siempre. Nuestra vida es corta,
en breve se acaba.
Viene la muerte velozmente,
nos arrastra cruelmente,
no respeta a nadie. ¡Viva nuestra sociedad!
¡Vivan los que estudian!
Que crezca la única verdad,
que florezca la fraternidad
y la prosperidad de la patria. Viva también el Estado,
y quien lo dirige.
Viva nuestra ciudad,
y la generosidad de los mecenas
que aquí nos acoge. Muera la tristeza,
mueran los que odian.
Muera el diablo,
cualquier otro monstruo,
y quienes se burlan. Florezca la Alma Mater
que nos ha educado,
y ha reunido a los queridos compañeros
que por regiones alejadas
estaban dispersos.
homenaje A aLCALÁ NOVELA CORTA SOBRE LA VIDA ESTUDIANTIL POR antonio parra galindo peohibida reproducción sin mi permiso
Gaudeamus igitur, 1 |
Ubi sunt qui ante nos |
Vivat Academia, |
Vita nostra brevis est, breve finietur. |
Vivat nostra societas! |
Vivat et Republica, |
Pereat tristitia, |
Alma Mater floreat
|
Alegrémonos pues,
mientras seamos jóvenes.
Tras la divertida juventud,
tras
la incómoda vejez,
nos recibirá la tierra. ¿Dónde están los
que antes que nosotros
pasaron por el mundo?
Subid al mundo
de los cielos,
descended a los infiernos,
donde ellos ya
estuvieron. Viva la Universidad,
vivan los profesores.
Vivan
todos y cada uno
de sus miembros,
resplandezcan siempre.
Nuestra vida es corta,
en breve se acaba.
Viene la muerte
velozmente,
nos arrastra cruelmente,
no respeta a nadie.
¡Viva nuestra sociedad!
¡Vivan los que estudian!
Que
crezca la única verdad,
que florezca la fraternidad
y la
prosperidad de la patria. Viva también el Estado,
y quien lo
dirige.
Viva nuestra ciudad,
y la generosidad de los mecenas
que aquí nos acoge. Muera la tristeza,
mueran los que
odian.
Muera el diablo,
cualquier otro monstruo,
y
quienes se burlan. Florezca la Alma Mater
que nos ha educado,
y
ha reunido a los queridos compañeros
que por regiones alejadas
estaban dispersos.
Gaudeamus igitur, 1 |
Ubi sunt qui ante nos |
Vivat Academia, |
Vita nostra brevis est, breve finietur. |
Vivat nostra societas! |
Vivat et Republica, |
Pereat tristitia, |
Alma Mater floreat
|
Alegrémonos pues,
mientras seamos jóvenes.
Tras la divertida juventud,
tras
la incómoda vejez,
nos recibirá la tierra. ¿Dónde están los
que antes que nosotros
pasaron por el mundo?
Subid al mundo
de los cielos,
descended a los infiernos,
donde ellos ya
estuvieron. Viva la Universidad,
vivan los profesores.
Vivan
todos y cada uno
de sus miembros,
resplandezcan siempre.
Nuestra vida es corta,
en breve se acaba.
Viene la muerte
velozmente,
nos arrastra cruelmente,
no respeta a nadie.
¡Viva nuestra sociedad!
¡Vivan los que estudian!
Que
crezca la única verdad,
que florezca la fraternidad
y la
prosperidad de la patria. Viva también el Estado,
y quien lo
dirige.
Viva nuestra ciudad,
y la generosidad de los mecenas
que aquí nos acoge. Muera la tristeza,
mueran los que
odian.
Muera el diablo,
cualquier otro monstruo,
y
quienes se burlan. Florezca la Alma Mater
que nos ha educado,
y
ha reunido a los queridos compañeros
que por regiones alejadas
estaban dispersos.
VIENDO MORIR A ESPAÑA ANTE UN CUADRO DEL GRECO: MEDITACIÓN ANTE EL ENTIERRO DEL CONDE ORGAZ
Antonio Parra
Dado lo cargado y la crispación del ambiente y como dicen que es llegada la hora de la bestia y el funeral para nuestra patria, marché la otra tarde a Toledo y me planté ante el insigne lienzo en el cual está encerrada buena parte del genio singular de lo español y al regreso me senté a escribir con calma, mucha calma, mi alma sedienta de belleza y tratando de evitar las contiendas que nos afligen pues ya los pasos de la aurora andan pisando la incierta luz del día y a batallas de amor campos de pluma que decía Góngora que equivale en poesía a lo que era el Greco en la pintura, quiero decir: un genio. El genio de los genios. No estaba ante un cuadro sino ante el molde de un enigma. Allí pasé dos horas de la tarde dándole a la cometa de mis sueños.
“Tal galardón recibe quien a Dios y a sus santos sirve”. Esta frase murmurada entre dientes por los prestes que ofician las exequias, san Agustín revestido de capa pluvial y mitra de obispo y san Esteban con la dalmática diaconal, sirve para poner música de fondo a la escena que da marco al entierro del conde Orgaz, lienzo donde se estampa con auténtica veracidad una de las páginas más realistas de la historia de España y un cuadro de costumbres. El Greco junto a Velázquez es pintor poco decorativo. Ambos buscan el alma de las cosas y su arte es el arte de la síntesis. Con tales mimbres que servirán de materia prima de lo sublime [una leyenda local consistente en las mandas que dejara a una iglesia de la ciudad, la de santo Tomé: unas cántaras de vino, unas cargas de leña, unas hogazas de pan a los pobres, y algunas monedas para misas gregorianas] se enhebra el enternecedor milagro.
Existe de más de eso una gran familiaridad con la muerte, de acuerdo con la mentalidad de la propia época, y la necrofilia de una monarquía como la de Carlos V quien en los últimos años de su vida en Yuste gustaba de asistir a la celebración de sus propias exequias, sin que el gesto tuviera nada de macabro; antes bien se veía como lo más natural del mundo. Allí estuvo, nada más y nada menos que fr. Bartolomé Carranza, dominico, que luego sería primado de Toledo durante un año hasta que le echasen mano en Torrelaguna los corchetes del Santo Oficio que lo incriminaron de herejía por un cierto catecismo que había dado a la estampa en Flandes y por sus conexiones - una pura calumnia- con Carlos de Seso, el fautor del luteranismo en España, un italiano que fungía como corregidor en Toro, y los conventículos reformistas de Sevilla y Valladolid.
Pero así se las gastaban entonces. Eran los tiempos recios a los que alude santa Teresa en sus escritos elípticos, y los difficilia habemus témpora de Luis Vives. Toda esa reciedumbre, esa tortura de una época cuando temas como la existencia del purgatorio y la teología de la justificación por la fe eran de tanto monto, pues hasta las verduleras en Covent Garden y en Zocodover, duchas en teología, debatían con tanto ahínco esas cuestiones como ahora lo hacen nuestros contertulios de la radio sobre la guerra en el Golfo Pérsico, el sexo con garantías o la violencia de género, sujeto muy del agrado de los articulistas en sus coloquios tribunicios. Al socaire de estas cuestiones sobre la vida futura, el fin del hombre, sus relaciones con la divinidad, plasmadas en las fimbrias de esas casullas que con tanto gusto pinta el Greco con su arte minucioso aprendida en el trabajo de los artistas de iconos orientales, los cuerpos pierden peso en sus magníficas producciones para dejar que se alcen hacia arriba, la mirada transfigurada, los espíritus. Son en él recios los trazos, espectaculares las caras iluminadas por una luz que emana de adentro.
Parece extraño que en este tiempo tan iconoclasta como el nuestro pueda ser entendida y admirada la iconodulía del Cretense, que, a contrapelo de sus delicadezas y exquisiteces formales del pudibundo recato en que va a caer la sociedad de su tiempo, sabe interpretar en sus briosos desnudos las donosuras del cuerpo.
El chipriota vive este tiempo 1541- 1614 a caballo de los reinados de Carlos V y de Felipe II. Es contemporáneo del concilio de Trento. Ahora se trata de relacionar su pintura con el modernismo. Incluso, con motivo de su exposición en la National Gallery, se ha propalado la nueva de que su “Visión del Apocalipsis” inspirara a las “Señoritas de Aviñón”. Ya es mucho pedir pero todo lo que sube el Greco de cotización va en desdoro y menoscabo de la de Velázquez. Y eso, tampoco. Vaya lo uno por lo otro pero esta prelación del chipriota con respecto al sevillano quizás tenga que ver con los tiempos que corren, más relacionados con las angustias y torturas, la luz fantasmal y los desnudos deformes y hasta homo, que con la placidez de don Diego que no se busca complicaciones en su pintura.
Al fin y al cabo era pintor de corte, una aspiración que Domenico no alcanzara nunca porque sus desgarradas visiones no encontraron plácida acogida en la retina del monarca, y mira que Felipe II era un experto en el Arte de Apeles. Pero el rey no llegó a entender al griego que se adelantó a su tiempo. Y no es reivindicado hasta los románticos del siglo XIX. Es sólo a principios de 1900 cuando empieza a ser conocido y hablar los críticos de su peculiar macropia que le hacen ver caras alargadas y el mundo irreal.
Que dos bienaventurados ausentándose por unos instantes del paraíso bajasen a Toledo, la capital del imperio, hasta que Felipe II en 1561 decide trasladar la capitalidad a Madrid, para dar sepultura al noble y cristiano caballero entra dentro de esa cotidianidad ante la presencia de la muerte. Y casi se concibe como un hecho corriente y moliente esta intervención del más allá.
En el arte de Greco hay algo de órfico; la pintura se hace música y es imposible entenderla sin el acompañamiento de esa gran polifonía, como reverberando en el fondo, que engozna sus composiciones. No hay que perder de vista este carácter que tienen sus cuadros de “trotarios” o melodía bizantina.
El Greco en este cuadro que supone el triunfo de la misericordia y del amor, esenciales al cristianismo, pinta dos cuadros; el superior y el inferior. Los cielos y la tierra se dan cita en el acontecimiento. Ambos planos son estancos y para bien o para mal no llegarán nunca a juntarse.
Paradójicamente el plano terrenal gana la batalla al celestial. El Greco pinta las cosas como son o debían ser según los canónes del ideal platónico pero se cohíbe ante los tremendismos y las ficciones del más allá. En eso se parece un poco a Velázquez quien tampoco supo pintar a los dioses. Y hasta supo reírse dellos como demuestran su fragua de Vulcano y el Baco figurativo. Uno y otro, empero, saben dislocar el dibujo para transmitir el movimiento de las cosas, “dando espíritu al leño y vida al lino” que diría Góngora.
En el Entierro lo que está arriba es inferior en calidad a lo que está abajo. Es mucho más desdibujado e imperfecto. Pues para él lo que acontece de tejas abajo es mucho más importante que lo que pudiera dilucidar el más allá. Sin embargo, la moderna crítica - me refiero a un artículo de John Updike- dice que es al revés. Todas una galería de rostros comparece haciendo corro ante los dos insignes fosores quienes sujetan por los sobacos y las piernas al difunto amortajado con toda la regalía. ¡Cómo brillan los aceros de su armadura!
A la vista está que por una vez el espacio tridimensional gana la batalla al tiempo continuo. Los ojos posan ante todos y cada uno de los asistentes al duelo. Afloran una serie de personajes que, tristes y enlutados, hacen rueda de respeto. Muy engolados, pero serenos. El blanco de sus gorgueras rizadas contrasta con el negro de sus tiesos jubones. En la capa llevan algunos bordados la cruz de la Orden de Santiago. Admirable es la técnica de paños mojados, que acentúa la trasparencia, con la que está bordada la sobrepelliz de uno de los oficiantes, mientras un franciscano y un dominico rezan los responsos, y un monaguillo, el hijo del propio Domínicos Theotocopoulos, Jorge Manuel, mira “para la cámara”. Hay un cierto exacerbamiento de la silueta a lo que se une el proverbial estrabismo estético de este autor. La vida no es más que un perenne destello. Hace de preste oficiante don Diego de Covarrubias. En la pechera de la pañosa de los circunstantes se borda la cruz colorada de los maestres de Santiago. Ni que decir tiene que estamos entre caballeros.
¿Podrá haber en el mundo algo más melancólico que un entierro? Los dos frailes explican a la posterioridad el augusto suceso sin parar mientes en lo que acontece sobre sus cabezas puesto que ya va dicho que el Greco, pese a ser un pintor virgíneo, lo es más de la tierra que de los cielos. Toda su vida fue una ascensión incandescente hacia ese plano superior, un regusto por la quimera. Plasma el maestro con mayor acierto el cielo en la tierra que al revés, pues su realismo no le permite transubstanciar lo que sus ojos, poros del alma, no visualizan. De esta manera el ángel de la guarda llevando al cielo el alma del conde Orgaz, representada en la forma de un niño, es mucho menos creíble que las caras de los caballeros que asisten impertérritos al desarrollo del milagro. No cabe cosa tan extraordinaria en medio de un hecho paranormal. Tanta familiaridad ante lo que es poco consuetudinario resulta francamente portentosa como si los circunstantes estuvieran habituados a vivir con el prodigio.
Ninguno de ellos muestra ninguna sorpresa ante la presencia de los dos santos bajados del cielo para hacer las veces de enterradores. Estos son dos aparecidos y sin embargo su aspecto no puede ser más real. Acaban de irrumpir en escena un anciano obispo y un joven misacantano. Sosegaos. Sabe trasladar al lienzo la España de Felipe II en plena apoteosis de una ciudad: Toledo. El pintor, que borda primorosamente las fimbrias de sus ornamentos, pues ni la capa pluvial de san Agustín ni la dalmática del primer diácono dan pasmos, tampoco se sobresalta al narrar los acontecimientos. La piedad melancólica es el hilo conductor del suceso narrado con toda la majestad pero al mismo tiempo con toda la sencillez. El Greco es el pintor del catolicismo universal al que aspiró España en su Siglo de Oro, en el que cupieran bajo la vara de Cristo sin exclusiones nacionalistas o chovinismos todos los pueblos. No puede haber entonces pintor más insigne de la ortodoxia. Que dos santos bajen del cielo para dar sepultura a un caballero que era legatario de esos ideales de universalidad nada tiene de extraño. La sociedad española a la sazón estaba acostumbrada a vivir con el milagro. El Entierro es la faz emblemática de todo aquel pensamiento. Ni ante la vida ni ante la muerte un hidalgo español ha de perder la compostura. Dicen que el enlosado de Santo Tomé al recibir la visita de los dos santos se llenó de fragancias celestiales pese a lo cual todos los que asistían a la ceremonia permanecieron quietos e impertérritos.
Entre los figurantes estaban don Juan de Austria, Góngora, los hermanos Covarruvias, el hijo del artista y el propio Greco que deja su firma estampada en griego en los vuelos del pañuelo de uno de los personajes, cabe la hopalanda.
No es un cuadro lo que pinta, sino una idea, un estado de ánimo. Estos caballeros, que se apiñan circunspectos con sus rostros ligeramente buidos por la tristeza colmada de serenidad ante la paleta del artista asisten ensimismados al portento. Héticos, silentes, con una punta de desequilibrio en el mirar - ¿para dónde miran esos ojos que parece que están viendo lo que acontece más allá?- los personajes que retrata el Greco bien pudieran ser alguno de aquellos hidalgos que vagaban por la Imperial Ciudad arriba y abajo de Zocodover y que para disimular el hambre publicando que habían comido salpicaban la barba de unas migajas de pan. Almas ardientes embutidas en estómagos vacíos vivían una segunda vida interior de absoluta indiferencia frente a las cosas de este mundo. El autor se desentiende de su obra y el Greco tiene poco que ver con esta austeridad. Sus biógrafos afirman que gracias a sus cuadros nadó en la abundancia y se condujo munificente como Creso en una Toledo empobrecida y demacrada pese a ser entonces la corte. Murió arruinado y en la Ciudad Imperial las farras que se corrió y la fama de juerguista, cosa que poco tiene que ver con su arte, hicieron época
Es el pintor de cámara de la “dives toletana”i llevando una existencia regalada en aquel palacio de alquiler, que contaba con veinticuatro estancias, propiedad del quiromántico marqués de Villena, del que decían las crónicas que ni palabra mala ni obra buena. El tren de vida y la fastuosidad del candiota, que ganó muchos ducados con el arte de Apeles, casan poco con la frugalidad de los personajes a los que traslada al lienzo. Domenicos lapidó todos los dineros que ganara con el pincel. Era un manirroto de la misma forma que Goya era un tacaño y amante del dinero. Pero pelillos a la mar. Tales fragilidades son dispensables en los genios. Las crónicas señalan que el Griego murió en la pobreza.
Todo arte emboza ya de por sí una contradicción. Aunque el Greco se asimiló plenamente a las costumbres y al espíritu de Toledo, identificándose con él, vivía como un veneciano. Incluso, contrataba músicos para que le amenizasen las comidas. Insistimos: la música es muy importante en la pintura solemne y celeste de este genio del cristianismo.
No hay según eso una identidad plena entre retratista y retratados. Su forma de pintar es una manera diferente de entender el mundo, a través de esos semblantes con traza de llama, dotados de un singular dramatismo escénico.
El estrabismo estético del autor les confirma una alargadera que algunos atribuyen a determinado defecto óptico del propio Theotocopoulos quien, según referencias, en los últimos años de su vida cayó en la locura. Pero tal extremo no ha podido ser probado, aunque nada extrañaría que pasara una temporada en el hospital psiquiátrico que hay a la entrada de Toledo y en el que tomaría apuntes para escorzar sus modelos. Los Apóstoles que plasmó en el lienzo tienen cara de locos. Pero todo esto nada merma ni contiende con la envergadura de este griego transterrado y transtornado a Castilla que pintó Toledo como un verdadero sueño lunar bajo una luz lívida de ocres. Era un selenita amigo de la luna. Se estudió mucho su astigmatismo pero nada su fotofobia por los autores.
Parece ser que la tesis sobre la enajenación mental del Greco se sustenta el haber pasado por la casa de locos del hospital del Nuncio de donde extrae los modelos para perfilar sus doce cuadros sobre el apostolado, cuadros conservados todos ello en el monasterio de las Pelayas de Oviedo. El Greco es un pintor de las almas y en toda alma hay un eco del infinito que se plasma en un cierto grado de enajenación.
Tuvo infinidad de detractores. El más insigne fue el propio Felipe II, todo un conocedor y en lides pictóricas peritísimo pero que nunca llegó a entender su manejo de los colores. Tuvo un pleito con el cabildo de Toledo porque en el Expolio, inicio de la pintura de la edad moderna, se resiste a pintar a las tres marías a longe, como nos relata el Evangelio. De hecho, el propio monarca, que entendía de pintura, pero de gustos absolutamente convencionales, que no le permitía entender ni su estrabismo ni su tendencia a descoyuntar las figuras, como tampoco el áspero colorido con que formula las escenas de sus personajes atormentados - el Greco es una sabia combinación de lo ponderado y de lo desmedido-, mandó que fuese colgado en la sacristía del Escorial el famoso martirio de san Mauricio y la Legión Tebana encargando otro lienzo sobre el mismo tema y del que ahora apenas se habla a un tal Cincinatti. Este fracaso yuguló las aspiraciones del candiota a convertirse en pintor de cámara.
Pero él, pintor de eternidades, nunca podría ser un pintor de cámara al uso. No han comprendido sus detractores que era un pintor de eternidades. Su obra permaneció minusvalorada sin un reconocimiento categórico hasta bien entrado el siglo XX.
Domínicos Theotocopoulos ( lit. El muy hijo de la madre de Dios) nacido en Candía en 1541 hace honor al título de su apellido. Rompe con los moldes clásicos y ya en Castilla abjura de su romanismo y de su helenismo para erguirse en portavoz del tétrico y a la vez sereno misticismo hispano. En su obra se presenta una antinomia entre lo real y lo ideal. Y pinta a base de crueles borrones impresionistas, muy poco convencionales pero que son de un gran efecto sobre todo en los paisajes de Toledo bajo la luna, cuando la luz circunfleja y espectral se derrama hasta derrumbarse sobre lo gollizos y cuchillares del Tajo. El Greco es poesía marial, el triunfo del bien sobre las fuerzas oscuras. Manuel B. Cossío, su indiscutible biógrafo, señala que en el Expolio nace la pintura moderna. Hay en él un exacerbamiento de la silueta, por lo que resulta uno de los tres grandes retratistas de todos los tiempos junto a Leonardo y Velázquez.
Exégeta de los paraísos perdidos viene de la filocalía de los bizantinos. Es su obra de un platonismo excéntrico y de un cristianismo melancólico. El Greco en España se desentiende de sus maestros venecianos y queda transfijo ante los iconos fanariotas que lo vieron nacer. El resultado de esta mezcla de sangres es algo profundamente español: sus cuadros se entienden mejor mientras se escucha en lontananza a los coros del monte Athos. Carece por ejemplo de la desesperación y pathos del arte protestante. De Rembrandt pongamos por caso. Desconoce, asimismo, las estridencias de los bufones. Es un arte enteramente aristócrata, pero de un exotismo criollo, por lo de mezcla de credos, cuasi abrazador. Hasta en los locos del Apostolado se deja translucir un poso de cordura. Supo pintar a los locos de Cristo. El Caballero de la Mano en el Pecho y el busto de san Juan de Ávila refrendan ese supuesto. Arte incorrecto que rezuma corrección. Pinta las esencias, va al grano. Por eso se denomina pintor de pintores. De la vida del greco-chipriota poco es lo que se sabe. Que provenía de una familia de recia estirpe cristiana que huyó de Constantinopla el año de la invasión de los turcos, 1453. Que antes de afincarse en Toledo, donde se casó y tuvo un hijo, Jorge Manuel, anduvo por Italia aprendiendo dibujo del Tizziano y de Rafael. Que supo transmitir al lienzo toda la carga de grandeza del alma de Castilla. Que tuvo muchos pleitos con el cabildo de la catedral, con la dirección del Hospital de Illescas por cuestiones que no hacen al caso y que murió en Toledo en 1616.
Antonio Parra Galindo, periodista y licenciado en Filología.
14 de diciembre de 2002
i.Dives toletana, sancta ovetensis, pulcra leonina, fortis salamantina, ebúrnea burgalensis. Un adagio que se atribuía en la España medieval a a las antiguas catedrales.