En estos días la humanidad contempla con horror la masacre israelí en Gaza. El ejército sionista no respeta hospitales, ambulancias, escuelas, ni distingue entre mujeres, niños y ancianos. En la medida en que la resistencia golpea a los agresores, la rabia homicida se desata con más furia sobre la población indefensa.
Recientemente, más de cien miembros de una familia palestina fueron sepultados bajo los escombros de un edificio, en un ataque sin sentido, realizado, como todos, para demoler las viviendas, matar civiles y borrar un pueblo de la faz de la tierra.
Las atrocidades cometidas por el ejército israelí resultan inauditas; el asedio y el bloqueo provocan una grave escasez de alimentos, recortes de suministros médicos y electricidad, así como falta de agua potable. La enfermedad y la muerte se ciernen sobre una pequeña franja de tierra que, a pesar de la atrocidad, no alza bandera blanca.
La dignidad de las víctimas asombra al mundo, un pueblo entero mira de frente a la muerte, convencido de que vencerá.
¿Pero quién arma a los asesinos? ¿Quiénes fabrican las bombas, los aviones, los proyectiles de artillería que incineran a hombres, mujeres y niños palestinos?
Los aviones militares de carga C-17 estadounidenses trasladan toneladas de armamentos a Israel, bombas no guiadas, armas «inteligentes», municiones con fósforo blanco, proyectiles de artillería, etc.
Si buscamos en la historia, veremos que, a pesar de lo escalofriante de la masacre, los alumnos apenas superan a sus maestros.
El uso de violencia indiscriminada contra civiles y niños, por las fuerzas militares de EE. UU. y sus aliados, no es una práctica novedosa: por desgracia, abundan los ejemplos.
A las 21:51 horas del 13 de febrero de 1945 sonó la alarma antiaérea en Dresde, Alemania. Solo en la primera oleada se lanzaron 525 toneladas de explosivos y 350 de bombas incendiarias.
Poco después, a la 1:05 de la mañana, 529 Lancaster británicos lanzaron 650 000 bombas incendiarias sobre la ciudad. Se sabe que la gran cantidad de incendios provocó una terrible tormenta de fuego.
Hiroshima y Nagasaki, ciudades japonesas sin valor militar alguno, fueron quemadas literalmente por armas nucleares, en un acto criminal innecesario, que nada puede justificar.
Pero es casi desconocido que, en las noches del 9 y el 10 de marzo de 1945, se llevó a cabo la denominada Operación Westinghouse, según la cual 334 bombarderos b-29 sobrevolaron Tokio y dejaron caer 1 665 toneladas de bombas, el más letal bombardeo de la historia. En algunos puntos de la ciudad la temperatura alcanzó los 1 800 grados.
El 24 de marzo de 1965, aviones Skyriders, protegidos por cazabombarderos a reacción de la Fuerza Aérea estadounidense, lanzaron un ataque con bombas de fósforo blanco contra poblaciones indefensas de Vietnam del Norte, convertidas en un verdadero infierno.
En la jerga militar, al fósforo blanco se le nombra como WP, acrónimo en inglés de white phosphorus. Durante la Guerra de Vietnam, el fósforo blanco fue bautizado por los militares estadounidenses con los alias Willy Pete o Willy Peter.
Las municiones que contienen fósforo arden en contacto con el oxígeno, agua y material orgánico, e incineran el tejido humano hasta dejar el hueso limpio, sin destruir la ropa.
Willy Pete fue utilizado indiscriminadamente contra la ciudad iraquí de Faluya, una urbe de 350 000 habitantes, en el centro de Irak, que sufrió dos meses de bombardeos indiscriminados. Las fuerzas estadounidenses usaron, además, un arma conocida como Mark-77.
Las Mark-77 evolucionaron a partir de las bombas de napalm, usadas en Vietnam y en Corea. Contienen combustible jet para avión, queroseno y poliestireno. Al igual que el napalm, este agente forma una gelatina que se pega a las estructuras y a los cuerpos de las víctimas.
La humanidad debe poner fin al etnocidio sionista, manifestación brutal del doble rasero en las relaciones internacionales. Los pretendidos sheriffs del mundo actúan con impunidad, ante lo cual el resto del planeta debe unirse, para evitar el crimen y proteger el futuro de la especie humana.