Garrafatina.
Existen palabras tan evocadoras como un elixir de eterna juventud. Me ocurrió estos días de atrás de un mes de junio en el dique seco, cuando leyendo a un paisano mío, Antonio Martínez Menchén, me he encontrado con un sustantivo que es una gema espiritual por todo lo que tiene de sensual y de nostálgica del año del hambre: gelatina. Lo único que queda indemne a los estragos de la vida es el verbo mozo, incólume a las fatigas y transportes del cambio de mentalidad y a las mutaciones biológicas del Río de Demócrito.
Se trata de un modismo segoviano autóctono, no viene en el diccionario de la Real. Es el fruto del algarrobo disecado. Su sabor era dulce y su presentación de color negro arrugado. Me recuerda a tardes muy largas de los inviernos de la niñez, al puesto de pipas de la Isabel que acudía con su cesta a los recreos, con sus cucuruchos de papel a perra chica, siempre changarreando con su cesta de bollos fríos detrás de los seminaristas, los de los misioneros claretianos, maristas y en el capítulo femenino, jesuitinas y concepcionistas domingos y jueves por la tarde.
Tiene las connotaciones evocadoras de la venta ambulante de cesta de mimbre y torrijas por un duro con que acudía en pos de los seminaristas y de los cadetes que barzoneaban su asueto en tardes que daban suelta aquella zabarcera del barrio del Cristo del Mercado que había perdido al marido y dos hijos en El Ebro, la Isabel. A la Isabel le gustaba su cuartillo de vino a las comidas y una copita de orujo después. Cuando no había bebido demasiado, era una persona tratable pero a veces se enzarzaba en disputas con el personal, lanzaba soflamas contra el clero, regalaba el género o perdía el canastillo que le había regalado el Tío Braguetita, el del obrador de las monjas.
La cadena de alimentación anímica, que ha de ser una de las funciones primigenias de la buena literatura me ha ofrecido, servida en el manjar de las frases ordenadas, todo aquel tiempo que fue de finales de los cuarenta y comienzo de los sesenta. He sentido un torrente de emoción subiendo por mi espinazo al leer el primer cuento de este autor poco conocido, pero magistral en fondo y forma, de una vividura casi melliza a la mía en el viejo colegio de los claretianos cuyas tapias zagueras colindaban con los cipreses del camposanto del Santo Ángel.
Durante las clases de Gramática mirando a través de los ventanales de las aulas cuyos alfeizares por los extremos mostraban una marca blanca de recudir sobre su superficie los borradores de tiza, veíamos ascender por la pina ladeada, vigilada por las torres de ojos vacíos como cuévanos de san Justo y del Salvador, los coches de respeto escoltados por las comitivas del duelo. La multitud acompañante - pues verdaderamente por aquellos días cualquier sepelio tenía toda la categoría de acontecimiento social- iba hablando en voz baja y era impresionante el silencio, que quebraba sólo el zabucar de las pisadas sobre la gravilla del camino de tierra abombada que conducía a las verjas de hierro de la Casa de Todos, la última morada de los residentes en aquella ciudad en la cima de un cerro que por detrás la escarpada tajadura del valle del Rasemir (así llamo yo al río Eresma en mis libros)desafía a los vientos intercadentes de Cronos. Abría el cortejo la cruz alzada. Lo cerraba el preste con capa pluvial de riguroso con bordes amarillos o blancos, según la costumbre en el rito mozárabe.
La muerte tenía un presencia totalizadora en aquella Segovia de nuestra nacencia y de nuestros pecados.
De la misma manera que hoy se la oblitera y se esconde a los difuntos o se los maquilla en esos velorios del crematorio de la M30 ambientados con música polifónica de aséptico repertorio para los fallecidos en la duda sobre el más allá, entonces eran los funerales un acontecimiento social donde no cabían escepticismos herejes.
Hasta eso; todo gozaba de un sentido. La vida llena de penurias y necesidades y también la muerte perfumada de vaharadas de incienso y el aroma, para esconder aquel olor dulzón y algo pestífero de los gusanos empezando a obrar su función tan macabra como inevitable, de los jacintos injertos en las coronas mortuorias, que llevaban siempre las dos fimbrias moradas bajo el lemnisco con la consabida leyenda de fulanito de tal, tus hijos no te olvidan.
Qué va! No era más que un decir. Una vez despedida la carroza que tiraba el tronco de aquellos bridones negros - yo diría jamelgos- con un penacho de plumas de ave, pasadas por el tinte funerario, empezaba la inmensa cuenta atrás, la infinita andadura del olvido.
Muchas veces, estando en la clase de Francés, mientras don Lisardo se paseaba arriba y abajo de la clase por la hilera de pupitres, el dedo pulgar introducto en la sisa del chaleco, provenían desde allende los olmos centenarios del patio, justo donde la buena de la Isabel tendía su cesta de pipas y garrafatinas arropada en un mantón negro aguardando a la peña de clientes con calderilla bastante para asaltar su humilde tenderete, se perdía el eco de las estrofas del Libera me, Domine o del famoso himno compuesto por Tomás Celanno- estoy hablando del Dies Irae- confundiendose la fantasmal ráfaga de las exequias oficiadas por un preste de capa pluvial al que ayudaban un par de monagos también de luto, con el poderoso vozarrón de don Lisardo, al que llamábamos, no sé por qué Chichi Bobote, cuando se apellidaba Zubiaurre, y era vasco francés, conjugandonos el verbo aimer. Todo un símbolo, porque también entonces en la España que nos tocó padecer no es que se amara en exceso que digamos. Por estos tesos la gente se quiere poco. Cómo andamos de amores? Bah! Pamplinas. En Castilla se solía dar a estas cuestiones un sentido práctico. Era un invento de los poetas que no nos puede librar de la gamogénesis o reproducción sexual con el que venimos al mundo los mamíferos. Lo que son las cosas: después de tanta lagotería, los que ibamos para académicos hemos acabado hemos rematado en zabarceras, que lo tuyo es la venta ambulante, niños! Vanidad de vanidades. También los que se creían mucho y se daban tono acabaron donde todos criando aulagas tras la imponente muralla coronada de cipreses sobre un mogote berroqueño erguido sobre el Eresma que es río hirsuto por aquellos roquedos y pasa como pidiendo perdón a los de mi pueblo llevando menos agua que güisqui, anda coño. La muerte no era más que el episodio final de ese ciclo de azarosos encuentros de la naturaleza, la resultante de un apareamiento de grado o violento. El amor no existe. Los griegos, tan sabios, nunca hablaron de él, lo desconocían en el sentido al que se afinan hoy nuestros calendarios y relatos del corazón, las vivencias de la tele pasión; para los griegos lo importante era la amistad, el convite, la lealtad, la elocuencia, la cítara y el arpa Cómo se puede uno, decían, encalabrinar de una gorda cualquiera si las mujeres no tienen alma? Desconocían esa actitud deferente hacia la mujer que llamamos amor. Pues, si el amor no existe, la muerte tampoco. Aquí lo único que hay con fuerza es el Logos.
Las codas de la secuencia famosa de difuntos sonando en la proximidad de las sabinas y de los cipreses, las garrafatinas de la señora Isabel, que eran manjar de dioses, pura ambrosía, los palmetazos y coscorrones de monsieur Bobote forman parte de una manifestación sonora, olfativa y táctil de entierros, procesiones, notas necrológicas y peticiones del oyente por EAJ49, Radio Segovia.
Todo ese perfil de evocaciones llovidas en tromba desde la quima de los árboles de pan y quesillo de nuestra memoria, por gracia del cielo, se me han presentado así, de golpe, con la lectura de este libro de relatos, que lleva por titulo Inquisidores.
Hasta he escuchado el chirrío de los vencejos quebrando el azul diáfano que tenían las tardes de mayo, y a las chovas crascitar majestuosas y augurales desde los clavijeros de la muralla latina o de los campanarios románicos escalonados de socarrenas. Voznaba el cuervo y la golondrina mística y encantadora clamoreaba con su argentino piar de vicetiple llenando la sonochada de los impresionantes estrofas de su vuelo musical que lo convierte en pájaro misterioso, entrañable e inaccesible. Se retiñía el aire de sonoridades entusiastas al bolear a gloria o tocando a muerto. Hasta el sexo no podía faltar en esta comitiva de recuerdos, puesto que Eros y Tanatos terminan siempre por enunciar su acomodo inextricable.
El sexo, del que no se hablaba tanto como ahora, pero que se practicaba con más empeño, porque viene a ser el consuelo secreto de los muertos de hambre en los tiempos de guerra y de postguerra, era para nosotros aquella casa misteriosa en la calle de Cantarranas con las puertas y las ventanas herméticamente cerradas con una lamina de cinc, a prueba de cantazos y de misiles. Se iba allí a espiar la ocasión; cierta vez, vimos saliendo por el callejón a un alférez de la i.p.s. (Milicias Universitarias)abotonándose los herretes de su guerrera que parecían desdobles de la cresta de un gallo, y calándose la gorra en la que lucía la consuetudinaria bombeta de Artillería, con una sonrisa de oreja a oreja mientras bajaba por la escalera al paso de la oca como el que vuelve victorioso de la guerra, en plan miles gloriossus. Algo debe de tener el agua cuando la bendicen.
Aquella ciudad levítica desoyendo los consejos apacibles de Cristo Dios era de las que se atrevía a tirar la primera y también la última piedra contra aquellas pobres magdalenas emparedadas justo junto a un convento de clarisas bajo la férula de una madama a la que llamaban la Farela, experta conocedora de las artes celestinescas. Dilapidar los vanos de su vivienda inexpugnable constituía una de las diversiones predilectas de aquellas pandas de arrapiezos salvajes que merodeaban por la ciudad sin saber qué hacer, como perros atraíllados, como lobos en jauría en las tardes del verano en que pica el tábano del deseo y algo que no se sabe qué es lo que es (prurito de la cópula, clarín de la naturaleza), dentro de los trillones de células, torrente biológico de la sangre que despierta, está llamando a la puerta. Es fácil bufar y pecar con hambre de hembra a las cinco de la tarde de cualquier día del mes de agosto. Cuidado, que te vas al infierno, hermano, que te condenas. Ay, ay, no lo puedo remediar padre. Hijo, y cuántas veces? Creo que he perdido la cuenta; no me sujeto, no lo puedo remediar, soy un caso perdido estaré malo?
Todo dependía de si en el fielato de la penitencia te dabas con un gorra de plato que fuese laxista o un rigorista que tomase los cánones de la Moral católica al pie de la letra o asumiese una interpretación ancha de la norma en lo que se refiere a las faltas de la pureza. Te podrías dar con un canto en los dientes si no hacía uso de la salvilla o escupidera que había en aquellos armatostes a media luz, las caras muy juntas como para bailar el tango, los había que apretaban las carnes y hasta como si quisieran dislocarte el brazo, cajones de madera, verja del perdón, cámara de torturas al que ibamos a descargar el saco y con frecuencia punto de encuentro del trato torpe, pecado nefando y rinconcito donde algún que otro presbítero incontinente pecaba pelando su pava, por aquello de mi olla y mi misa y mi María Luisa, con su barragana, que los curas por aquel entonces tenían buen cartel. Éstos solían ser los más recomendables a la hora de buscar una reconciliación con Dios puesto que no solían darle importancia a nuestras ofensas. Te soltaban siempre el mismo rollo de carrerilla con el azacán de la urgencia de acabar y te despachaban con par de avemarías de penitencia.
A los iluminados con pocas tragaderas había que evitarlos como a la peste. Eran los que te echaban el aliento en plena cara, una nortada de ajo y de regüeldos de puchero enfermo sobre tus mejillas.
Nunca he conseguido averiguar del todo bien cuál es la diferencia que demarca al dolor de atrición y al de contrición, aunque el asunto me consta que fue piedra de toque de no pocos altercados en siglos pretéritos entre bolandistas y jesuitas y que hasta se llegó a escribir honoris causa el célebre soneto No me mueve mi Dios para quererte. En esos versos conversos está explayada la filosofía de los contritos que se arrepienten de sus pecados por haber ofendido a Dios, bondad infinita, y los atritos que exhiben un dolor imperfecto, sólo temen al palo. Cuestiones de matiz, no de principio, con las que los curas se han pasado años y años haciendo prestidigitación filológica- teológica. Aunque no hubiera infierno te temiera y aunque no hubiera cielo yo te amara. Pues eso; el hilo de demarcación es endeble. Orbita en torno a la frontera entre la caridad y el miedo. Pero yo sigo albergando mis reservas y aquí las promulgo de corazón contrito y atrito. A ver que me lo expliquen.
Contrito y atrito yo estaba pero siempre volvía a las andadas. Mi sexo se encendía siempre al pasar por la puerta verde misteriosa cerrada a cal y canto de la cuesta de Cantarranas.
Cuando contemplo al cabo de los años aquellos desahogos y aquellos escrúpulos, porque aquello no tenía solución como la serpiente que se muerde la cola, padre, otra vez y ahora me ha venido, no le des importancia, son cosas del desarrollo, te estás poniendo la cara perdida de granos y es porque te masturbas, cara de listo y cómo lo sabe, don Dimas? porque lo estudié, anda a ver, o es que te crees que uno no ha sido cocinero antes que fraile.
Peccata minuta. El padre Dimas era de los que te despachaba en un santiamén, no mostraba asombro ninguno, ni se enfurecía contigo o te llamaba motes, a diferencia de otros, pegandote voces y rasgando la mitad de los treinta y tres botones de la casaca. Ah, hijo, hijo, mal vas. Luego pude indagar que detrás de toda esta grita de los predicadores de antaño estaba la nueva concepción narcisista y protestante de loa Testigos de Jehová. Llamas del infierno a todo pasto.
Tales aberraciones no han sido detrimento lustros adelante de mi amor por la Iglesia ni han ensombrecido la fe de Cristo bajo la cual quisiera morir.
Se trataba de cuestiones del régimen interno interdisciplinario de la casuística más propios de la iglesia esotérica o administrativa y que adelanto en prolepsis será un concepto a explayar en las páginas de este libro donde se pretende separar los ámbitos de cuestiones que pertenecen a la policía de la guarda de las costumbres más que a la economía de salvación o cuerpo místico.
La confesión auricular o exomologesis no pertenece al depósito de la fe ni es fuerza de decálogo. Sólo una disposición burocrática y un adminículo de ayuda psicológica al pecador que ha perdido el rumbo y desconfía de su salvación.
Hasta el IV Concilio de Letrán en 1215 era prácticamente desconocida. San Agustín, san Crisóstomo, san Jerónimo y otros padres santos no se confesaron nunca.Fueron al cielo? Claro que sí. En la edad media las absoluciones y las penitencias eran públicas y de carácter libre, no había que hacer una enumeración explicita de las faltas . Después de Trento hubo no pocas peleas entre laxistas de san Juan Eudes y rigoristas de san Carlos Borromeo. Los que secundaban una recitación pormenor en género y en especie contra el decálogo, haciendo una tortura de la vida espiritual, punto por punto, y los casuistas de manga ancha sin referencias tan explícitas. Por ese cabo hay santos como Carlos Borromeo, el napolitano Alfonso María de Ligorio y el cura de Ars, tan tenebrosos dentro de su trono de culpas que es el cajón del confesonario, fielato morboso, donde se pecha la alcabala de la eternidad, ese para siempre y para siempre recitado por los que torturaron nuestra infancia y salcocharon de pecado nuestra vida alegre e inocente, que dan miedo. Deberían estar fuera del catalogo y deberán cuenta a Dios del terrorismo psicológico que practicaron sobre las conciencias, si no la han dado ya.
El poder de las llaves y lo del primazgo tiene que ver con esto del reconocimiento de rodillas ante un cura. Ha sido piedra de escándalo porque preconiza absolutidad sobre lo que es relativo. Cómo deslindar el campo que separa lo mortal de lo venial? Para que haya pecado mortal hace falta pleno consentimiento, pleno conocimiento y materia grave.
-Ego te absolvo a peccatis tuis.
Nunca me he podido imaginar a un Xto penitenciario en su cajonera preguntando la eterna monserga de siempre aquello de y cuántas veces, hijo, y con qué compañía, cuándo y en qué lugar? Seguimos prefiriendo al Jesús de la primera refección del pan, al que anduvo descalzo por la mar, el que curó al leproso o al que maldijo a la higuera.
Yo soy paisano de dos significados adalides de la confesión auricular, luz y martillo de herejes en el famoso concilio tridentino. Ellos fueron Melchor Cano(1503-1560) y Domingo Soto (1494-1560), los dos dominicos, los dos amigos de Las Casas, los dos conversos, los dos catedráticos de Prima en Salamanca y en Alcalá, las luces y las sombras de un mismo ideal, adarves de la inteligencia y la libertad, una inmensa pasión por los libros y la escritura que siempre tuvo Segovia. Mea culpa judía, viejos yerros. Los que con motivo de su centenario decapitaron a Domingo Soto en efigie - y hasta creo que le han negado un lugar a la estatua en esos jardincillos con un melancólico surtidor en el centro cerca de la Torre de los Dávila no se saben lo que hacían. Padre, perdonalos.
Los ortodoxos guardan una tradición más estrecha con el espíritu del sacramento que se basa en las palabras del Señor sobre el perdón de los pecados. A los que se los perdonéis les serán perdonados y a los que se los retengáis les serán retenidos. Toda esta cuestión, sin embargo, tiene que ver con el enigma de la primacía y de las llaves que siguen sin resolverse. Intervienen los prejuicios seculares, el egoísmo de la raza humana.
Yo me confieso con Dios y confieso a Dios. No tiene el mismo sentido la misma palabra por mor de una preposición. Confitemini Dominum quoniam bonus, quoniam in aeternum misericordia ejus. Dad testimonio de la fe y olvidar vuestros pecadillos, los temores, los desencuentros, que no sea la pureza un casus belli, ni el catolicismo una ergástula de tarados y adocenados sexuales. No le deis la razón a Nietzsche(1844-1900) la mula parda del nazismo que se atrevió a intercalar en sus escritos que Cristo era poco hombre. Suponía que la religión por él fundada pretendía la desmembración de la especie o su emasculación mental para conseguir la sumisión. Satánica conjetura que aun nos hace temblar, porque, sopesado el tema fríamente, así habló Zaratrusta, las acusaciones en parte son verdad. La educación que se nos daba iba a la búsqueda del Superhombre y acabó en la aberración. Los curas nos abandonaron y donde dije diego digo digo. Todo ha dado la vuelta. Pero Cristo bendito no. Sólo nos resta la proclamación de la diaconía como vocación de servicio, socorro, limosna, y desempeño de un cargo.
Puesta en práctica esta norma asociada con el escándalo de las Indulgencias y la teoría del Purgatorio que conmovió hasta los cimientos a la iglesia y fue causa del gran cisma protestante, sirvió como fuente de divisas. Los penitenciarios de Roma recibían a los peregrinos con un cepillo para las ofrendas en su garita o audiencia secreta de los pecados. Al acabar el que se confesaba tenía la obligación de echar allí algunas monedas.
Bien es cierto que dicha práctica aberrante que fue una de las cláusulas que cebó la pira incendiaria del alzamiento de Lutero contra Roma quedaría descabalgada en el Concilio de Trento. En cualquier caso ofrece uno de los aspectos menos amables de la eclesiología secular por lo que tiene de sospecha simoníaca en una nefasta alianza de dinero y poder. Hablando claro son vicios de una iglesia jerárquica que tendrá que entonar su mea culpa ante la debacle que viene. Y de esto hago también prolepsis porque algunos tendrán que descender de su pedestal, apearse del machito. La diaconía servirá para contrarrestar los abusos cometidos por la excesiva clerigalla, para hacerse más humana, menos piramidal y envarada. Mi tesis, pues, consiste en que para mantener a raya el avance del islam tendrá que des jerarquizarse, estallar los antiguos clichés que hicieron el hermoso credo que profesamos una cuestión de prejuicios escrupulosos en lo que lo más importante no fue el amor sino la bragueta. A la barca de san Pedro no la guiará a puerto en medio de la borrasca el colegio cardenalicio sino será cosa del piloto a pie de obra y con la mano en el timón, volviendo a la liturgia sustantiva y al tesoro de la tradición. Ése fue el papel primordial del diácono en los primeros tres siglos apostólicos. Quiero lanzar aquí un reto, y no hago reserva de mi diaconía victoriosa frente a los poderes del Averno. Los curas tendrán que salir del armario, no faltar al compromiso de la defensa de la verdad adquirido mediante la unción del óleo con que fueron consagrados por el obispo. Dijeron Adsum cuando su nombre escrito en un papel sonó en la boca del arcediano y hoy tendrán que volver a repetir esa proclamación militante. Adsum. Aquí estamos. Queremos dar testimonio como depositarios de la fe verdadera. Nada de componendas con la mentira, ni concesiones al siglo. Aunque tengamos que volver a efundir la sangre. Se acerca una nueva era. Tal vez la crucial: la de los mártires.
Pero ésa es otra historia.
Las calles, hoy llenas de viejos al sol, eran por entonces un hervidero de niños tirando varetas por los desmontes, niños sin saber qué hacer, que hacían la rabona, que iban a robar peras, niños fumándose el primer canuto en los Jardines de Villangela detrás de la cárcel, puñeteros niños que se dedicaban a sorprender in fraganti a las parejas, niños a los que se les había muerto el padre o un hermano en la guerra, o decían que estaba preso en algún penal. Tragedias! Una irrupción vital después del caos en aquella España triunfal, que así fue el título de mi primera novela, poblada de hijas de María en edad de merecer. Parecía que a nuestra madre Patria no se le había cerrado la vulva, se desconocían los tratamientos con píldoras anticonceptivas y las familias eran enormes y patriarcales. Las españolas parían como conejas.
El que esté libre de culpa que tire la primera piedra. Allí eramos todos muy puritanos, pero aquellos deplorables ataques contra el baluarte de la Farela conservaban su punto de demoníaco porque no se puede acantear el sexo, era como profanar el sagrario de la vida, la verdad que necesitábamos una buena doma porque estábamos igual que bestias. Quizás en nuestro subconsciente el cuerpo de la mujer fuese una totalidad culpable y había que reventar aquel goce ilícito del trato torpe. Al ataque contra los tronchos que salían por la puerta falsa del lenocinio - que sólo se abría y se cerraba para dejar pasar a otro cliente, el siguiente - con sonrisas untadas de manteca!
-Parece ser que se lo acaba de pasar muy bien el tío. A juzgar por la longitud de su sonrisa, debe de haber echado dos palos, o tres.
-Tú me dirás. Pero peca y un pecado es el suyo de los gordos. Si se muriera en este preciso instante sin sacramentos, iría al infierno de cabeza.
-No jodas. Que le quiten lo bailao.
-Pues sin joder. Es lo que dice el padre Ross.
Agazapados detrás del recodo de Cantarranas, allí donde justo estaban emplazadas las caballerizas de la Academia de Artillería y olía a mulo que se las pela, los chicos de Valdevilla, que así se llamaba mi barrio, nos entregábamos a estas consideraciones banales entre palabrotas para darnos pisto y hacíamos la descubierta sobre aquel palacio del amor libre de puertas y ventanas selladas con láminas de zinc. Nunca se asomaban al balcón las señoras putas, pero nosotros sabíamos que estaban dentro. Justo frente por frente se escuchaba cantar Tercia a las monjas de Santa Isabel de Hungría. Otras reclusas, y, aunque por diferente motivo unas y otras eran vecinas, llevaban un régimen de vida tan parecido como opuesto, pero en sus dos congregaciones ardía el pebetero del fuego sagrado. Ambos recintos nos recordaban el espacio santo de los antiguos templos de Vesta. En los dos edificios reinaba el mismo misterio y la soledad que opera en los arcanos. Cumplían una misma misión de servir al amor, las de este lado al divino, las del otro, al humano.
Martínez Menchén sabe bien encontrar el arranque para prender al lector, y he aquí la forma -magistral- como empieza su libro:
En aquel tiempo la tierra era rica en boniato y abundante en chicharro y recia como el vinoso ponto. Desiertos estaban los bailes, colmada de fieles la Casa de Dios. En aquel tiempo corríamos nosotros, los niños, al reclamo del bélico clarín para seguir brazo en alto la solemne ceremonia de izar y arriar bandera...
Luego habla de aquel padre Maximino, epítome de los predicadores incendiarios, un Giacomo Savonarola en gira por provincias, que con retórica efectiva y estudiados gestos nos hablaban de las penas del infierno a nosotros que apenas entendíamos pero hacían mella. Hemos conocido a los últimos pregoneros de la Edad Media en sus circunloquios de una mística decadente, pero aquel tiempo se encuentra presente en el actual. Son el prólogo y el epílogo de un mismo aquelarre. Nos enseñaron a amar la santidad pero no hicieron de nosotros hombres de provechos aquellos buenos curas. El ideal de nuestras amplias aspiraciones tuvo que verse las caras con una España mística habitada por gentuza escarramada, de humor intercadente y drolático. Todo era picaresca, desconfianza mutua de malos cristianos. Algunos no pudiendo aguantar el choque se destroncaron.
Maximino, un fraile claretiano en el cual yo reconozco al padre Ross de mi novela Año Triunfal metía el miedo en el cuerpo con las penas del infierno, con aquel para siempre, para siempre, de los Ejercicios ignacianos, y sus descripciones de una eternidad encadenada y llameante, les amarga a los pobres pipiolos de primero bachillerato una clase de Matemáticas cuando no había venido el profesor.
Pero a mí esta hermosa narración, que cuenta no la historia de un niño, sino que radiografía a toda una época, me trae la luz pajiza de aquellos ventanales amplios coronados de boceras de tiza en las comisuras, la voz de don Lisardo Zurbiaurre, El Chichi Bobote, las penas de los Novísimos que aguardan al pecador, el eco de los responsos y la continua danza de la muerte cuyo ajetreo cotidiano presenciábamos desde nuestro pupitre con sólo mirar a la izquierda. Estaban los cipreses ebúrneos, llameantes con su cargazón de muerte. Velatorios y visiteos. Ir a cazar lagartos por las costanillas y terraplenes que rodean a la escarpada villas medieval en que nacimos, espiar a las parejas y empezar a tirarles piedras o dar voces cuando estaban en lo mejor, esa era nuestra misión en la vida sicalíptica y gozosa. Muchas interrogantes y ninguna respuesta, pero qué otra cosa es vivir?
La prosa de este lírico desconocido es rica, variada y parece blindar de ternura y compasión aquella niñez de postguerra de la que fuimos partícipes después de una hecatombe de odio. Su padre era rojo y yo provenía de una familia de los nacionales - mi padre estuvo con Varela en el cerro Matabueyes y con Serrador en el alto de León, y el deán de la catedral, Don Fernando Saínz Revuelta, en honor a ese respeto que siempre tuvo por don Enrique Varela Iglesias, me miraba con un cierto cariño que trasmudado en privanza me hizo sacar nueves y dieces en los cursos de Humanidades - pero entre los de mi promoción no habían hecho mella todavía las diferencias políticas.
El flojel de un mismo nido nos cubrió con el pelo malo hasta que pelechamos como Dios manda y entonces, cada uno por su lado, empezamos a ser conscientes de la distancia abismal que nos separaba. Después de todo aquello, uno tiene la sensación de que nos educaron a patadas y con un garrote nos echaron de casas. Compóntelas como pueda y ayudénte tus zancas, que esta vida todo son maulas. Había que buscárselas.
Sin embargo, de un caudal relicto de sensaciones comunes. No eramos bestias de carga, nos preparábamos para una lucha que sería ardua. Queríamos cabalgar por la vida como don Quijote, pero luego Lazarillo y Guzmán de Alfarache nos echaron el guante. Hubimos que descubrir entre sinsabores y desencantos que estábamos rodeados no por legiones de ángeles sino por esa trulla que viene a ser la base sólida del macizo de la raza.
El poder de la literatura es una sobrecarga mágica donde se encuentra la verdad sin paliativo y sin añagaza, pero, así y todo, es una fuerza liberadora. Los libros nos muestran lo que somos y lo que fuimos, nos curan de espanto y son el bálsamo a la soberbia innata. Luego el tiempo y los desengaños van limando esas aristas del ideal aspirante que jamás se consuma. A ver quien da más?
Cruza por estas páginas la luz melada, como las uvas de color albillo, que sólo tienen las tardes de Segovia, el cura don Frutos desterrado a un pueblo de la sierra, jugando al ajedrez en un cuarto de estar bañado por los celajes del crepúsculo. Se escucha el repicar cristalino de las campanas, verdadera sinfonía eclesial que ponían contrapunto de tristeza y de tranquilidad a la vez, y uno se topa por doquier con el perfil augusto y funeral del monte de la Mujer muerta, túmulo encantado, las manos cruzadas sobre el brial, más allá del Cerro Matabueyes, entre sabinares y retamas, que alterna las tonalidades a lo largo del año con matices que van desde el verde oscuro al pardo otoñal y al blanco de los horizontes nevados de enero a marzo. Pasan los cadetes en traje de paseo o el de gala.
Estos cuentos tienen algo de sinfonía pastoral, ese tono entre resignación y austera bondad que oculta en pequeñas cantidades una poción de sorna y de incredulidad del temple de mi ciudad, tan acostumbrada a ver pasar al mundo de largo, con una historia de mucha tralla por detrás, y heridas de carácter religioso o social que es mejor no revolver si se quiere seguir adelante. Y esa ignorancia, que encontró Machado en la Castilla ayer dominadora, y hoy más ignorante que sumisa, con caciques a partes iguales - cerriles y liberales, pero los dos temibles-, curas con balandrán por todas partes, y beatas tocadas con rodete o gargantilla, si eran marquesas, como aquella doña Patro a la cual vi morir en el hospital de la Misericordia en el pabellón de pago.
Hay instantes a lo largo de algunos tramos en que he pegado un respingo de emoción por encontrarme con el niño que fui desde la vehemencia evocadora de algunas palabras. Garrafatina, boniato y báratro. El báratro era el lugar adonde iban a parar las almas de los condenados después de ser pesados en la romana por el arcángel Miguel. Segovia, ciudad en la cumbre, tuvo mucho más de infierno que de paraíso, pero todo aquello ya parece sobreseído y olvidado. Me temo que aquel mundo que soñamos y padecimos no interesa a nadie ya, ni a los propios nativos entregados a un quehacer incesante de legrado de memoria. Si no nos reconocemos a nosotros mismos ante el espejo del ayer, buena gana de hacer el tonto. No ha lugar a especular.
13 de julio de 2000
El librero Riudavets.
-Quiere un caramelo?
-No, que tengo colesterol.
Es un sábado de mañana. Se ha acercado un grupo de muchachas a la caseta número quince de madera gris en la Feria del Libro, la que está en los trascorrales del Botánico y de bruces sobre las estatuas aladas de bronce del Ministerio de Agricultura. Mientras los hipogrifos alados dan la impresión amenazante de echarse a volar y uno se queda prendado de los historiados mosaicos de mayólica bajo el alar del edificio, Riudavets despacha a las niñas con una de sus chuscas respuestas.
Sobre el enlistonado del puesto al amor de una acacia se apilan en todas las direcciones libros en montón, viejos y no tan viejos, enjambres de cadáveres de letra impresa a cinco duros, cada. Son ilusiones descoloridas, esperanzas fallidas de este rátigo vivencial, exponente de la mente humana donde todo cabe. El bien y el mal. La prosa y la poesía. Los tratados de mística y las obras de Voltaire pared con pared. Toda una resaca de papel.
En torno al tenderete, al reclamo del dicho latino verba volant, scripta manent(las palabras se las lleva el aire y lo escrito queda) se agolpa una enjambre de hombres silenciosos, descoloridos, la edad incierta, y con ese poso de deshabillé rayano en el desaseo que deja la afición a la Literatura. Es como un morbo, como un perenne desasosiego. Todos permanecen de pie muy silenciosos. Ha comenzado la rebusca. Parece una bandada de quebrantahuesos dandose un atracón de letras de molde.
Pero los buitres sólo comen carroña y éstos revalidan las proféticas palabras del Caballero de las Espuelas de Oro: Vivo en conversación con los difuntos, hablo con los ojos a los muertos. Hacia esos predicados de transgresión de las leyes del espacio y del tiempo nos lleva la afición por la inspiración. Riudavets, con ínfulas de capataz y la solemnidad del sepulturero, se hizo millonario vendiendo libros del montón. Cuando se muera habrá que pesar su cerebro, como al de Alberto Einstein, para ver lo que da en báscula y si es semejante al del resto de los mortales, porque es listo como él solo y las caza al vuelo. Me temo, con todo y eso, que el platillo de la balanza, cuando San Miguel pese su alma, se inclinará del lado del corazón, porque también es temperamental, y a veces se las trae.
El momento es lúgubre y a las veces florido. Se palpa un silencio de reverencia.
Algunos miran con ojos saltones, pero otros algunos los tienen pachones de tanto estudiar. Quizá vivan estigmatizados por el duende de las imprentas, y ese morbo del olor a tinta no se va jamás. Indeleble, como un sacramento que imprime carácter. Pero puede que también estén allí delante del tingladillo sabatino de Alfonso Riudavets por el afán de acaparar, una manía que dicen que llega a la vejez.
Hay un lado oscuro en la bibliomanía que conecta con una libido en frustración permanente, reflejos condicionados, instintos subversivos, inseguridades congénitas. Los lectores empedernidos no deben de andar muy bien de la cholla. Saben que su manía no les vuelve bienquistos y que se sitúan en lo políticamente incorrecto. En estos tiempos de cáscara amarga, de preocupación por lo que es apariencia accidental o look, ellos viven hacia dentro y van deshabillés. No tienen pintas de triunfadores, lo que desdice aquel slogan que se puso de moda cuando Fraga era ministro de Información: Un libro ayuda a triunfar. Ahora quizá sólo sirva para caer, pero da igual.
Sin embargo, es un anodino contra el dolor, acalla la perplejidad, mientras los ojos se cansan. Leer es como caminar.
Los gestos son melancólicos. Sufren algunos de incontinencia urinaria y de complejos de Edipo. Pero estas dolamas vienen a ser cosa de poco monto que no habrá que tomar demasiado en cuenta. Además, la lectura es la mejor terapéutica para alcanzar la senectud. El hombre muere cuando se extingue su curiosidad.
El dueño de la decimoquinta caseta de esta cuesta de la sabiduría, la más ilustrada de todo Madrid, los sabe administrar bien, conoce a todos y todos le conocen a él. Su porte puede ser el de un ministro de la Oprobiosa o la del empleado municipal de lo que antes se llamaban Pompas Fúnebres y ahora rebautizaron con un helenismo: crematorio, porque parece el fidecomiso de la funeraria de una cultura que se va para no volver. Al menos esto es lo que dicen los partidarios de MacLuhan (Hermida y cía y algún que otro Jeremías de los que parten ahora el bacalao de lo políticamente correcto)que no leyeron un libro en su puta vida. Lo van a tener terne, porque la galaxia Gutenberg les rebasa y es mucho lo que habrá que enterrar por ese cabo en este país. Riudavets es un hombre de peso, como su mercadería, aunque él convicto, confeso y mártir de lo light, pues dice: yo vendo libros, no los leo, todo lo más les ojeo, que es una bonita forma de no mear nunca fuera del tiesto; así nunca te pasas.
A quien más recuerda este gran señor de los libreros de lance es a Sócrates. Sabe que esto es un ir y venir que llaman acarrear. El deseo del conocimiento no significa más que un periplo astral, tan patético como peripatético, del ser a la nada. Sin embargo, yo le he comprado a Riudavets una partida de eucologios y de misales. Los suelo rezar todos los días en latín. El que más me gusta es el enchiridion o manual de mi ordenación sacerdotal, curioso tesoro de un valor personal para mí como para todos aquellos que hayan sentido alguna vez ese gozo purificador de la liturgia de un misacantano. Lo encontré aquí perdido en la marabunta inmensa de papel, así como algunas novelas rusas, que son para mí las preferidas, en traducción de Cansinos Assens. En literatura, buena gana de darle vueltas, son los rusos los que dan el do de pecho, aunque ahora hayan vuelto a renacer los ecos de aquella frase cainita que un día pronunciase Serrano Suñer, una nazi al grito de Rusia es culpable. No es un astro a los que los rusos pusieron -un Shakespeare, un Moliére, un Goethe- sino a toda una galaxia de gigantes de la pluma. Por otra parte, hay algo en la lengua rusa que pulsa las más maravillosas fibras del alma humano, y esto lo reconoce hasta el propio Saúl Bellow, muy poco propicio, como buen sionista a las expansiones sentimentales, hacia un país que se considera depositario de la fe y tradición cristiana por la rama que nos viene de Bizancio. Es el talante homérico y el ser mesiánico de consuno.
Pero no nos pongamos sentimentales que pueden echarnos los toros al corral. Ser rusista eslavófilo resulta hoy del todo sospechoso. Es peor que ser maricón. Pero, en fin, ya caerán.
Si yo voy a la Cuesta no es porque me guste demasiado el paisanaje o el paisaje, porque más de una vez me he tenido que morder los labios y hasta los puños para no dar respuesta a las andanadas puntillosas del bueno de Alfonso, sino porque sólo allí puedo encontrar ediciones de Gogol. A tal respecto, mis criterios y mis gustos literarios variaron poco, sigo pensando lo mismo que hace cuarenta y tantos años. Estoy en esa demanda. Y es ese afán de leer bueno y barato a mis favoritos lo que me ha llevando a este encante de la bibliofilia exquisita.
No hay soluciones al dorso en este crucigrama. Pero aciertan quienes ven en la literatura un viático contra las zozobras de la existencia.
Para espantar a La Huesuda, mejor que acudir al gimnasio y zurrarse los miembros en desaforadas calistenias, algo tan viejo como la ruda y que ya hacían los griegos, y también se morían, unas veces se entrega uno al vino, y que viva Baco y muera Afrodita, pero a veces me da comezón por leer. Tengo el chiscón lleno de golletes del tinto de Valdepeñas y de tomos que le compré a Riudavets. Me pasado la vida borracho de libros y de vino de la ribera. Tanto unos como otros te colocan. Son mis dos grandes vicios. Debe de tener el hígado como un balón de reglamento y la mollera hecha puré. Pero eso que me llevo por delante. La vida ha sido para mí soplar- en el mejor sentido de la palabra- y leer. Leo y bebo, luego vivo y fumo. Descartes no falla, pero hay muchos que viven como si hubieran vuelto a nacer tras reciclarse, y yo excogito que no todo lo han descubierto los americanos. Faulkner, Hemingway me parecen una perdigonada, un farol que se han tirado los críticos; no pasé de la quinta página del Viento y la Furia y el Viejo y el Mar me resulta un pegote. Tienen un estilo fúnebre como si pensaran estarse dirigiendo al lector postrimero del mes postrero viajando en el último vagón del tren del Apocalipsis.
Me he enterado a veces yendo a Moyano de la muerte, la ruina o la separación de los amigos, por los libros que se exhiben en el revoltijo de Alfonso. Cuando uno se divorcia, se va América o la Casa Grande del Este, esto es, para La Almudena, vende los libros. Las casas se deshacen igual que las bibliotecas y de eso sabe algo el ínclito Riudavets. La furgoneta con las personales pertenencias y papeles del difunto suele ir detrás del coche de respeto. Todas las glorias humanas acaban en el trapero. Aquí todo es mudanza. Las viudas de nuestros difuntos pronto se vestirán de alivio.
A través de él, supe de la muerte de un querido colega, González Yuste. Fue el primer corresponsal en Londres del País. Era un muchacho serio, que vestía chaquetas de ante, mucho más serio del que sería su sucesor, Juan Cruz, un canario, que era algo tuercebotas, y al que llamábamos el Polisario por su aspecto de beduino del desierto. Iba siempre con una mochila de cuero. Y lo que son las cosas: ahora es el mandamás de una importante editorial. Y Yuste, que era mucho mejor periodista y mejor persona, se ha muerto. Con él, que parecía un recién graduado de Cambridge, coincidí algunas veces. Le recuerdo taciturno, puntual, buen amigo, fumando en las ruedas de prensa. Estaba casado con María Jesús una muchacha risueña, de cara pálida y con aire de profesora de matemáticas. No había vuelto a saber de ellos. Por lo visto, dejaron de vivir juntos. Esta primavera después de venir de la guerra de Kosovo donde había ido a cubrir la caída de Pristina, Juan empezó a quejarse de un hombro. No duró dos meses.
Compro un libro de Bruce Marshall The Fair Bride(La novia simpática) editado por Penguin sobre la guerra civil española. Son las aventuras de un obispo inglés que consigue burlar a la checa, mediante la ayuda de una prostituta y de un comisario amigo suyo. Algo descuadernado el opúsculo lleva como identidad la firma de su primera propietaria (presumo que yo seré el segundo). Pone en la cubierta un nombre y una fecha. Mi primera novela inglesa. María Jesús. Londres, 17 de abril de 1960". El detalle no puede ser más entrañablemente doloroso para mí. La historia de este Penguin, adquirido por dos chelines y seis peniques, privándose de una cena a base de Yorkshire pudding y leído en alguna posada de barrio de Londres una tarde de primavera junto a la estufa de gas, mientras cantaba entre los robles un cuclillo cuyo lamento parecía conseguir que languideciera eternamente la luz infinita de un sol al bies. Yo también me compraba este tipo de libros con el dinero de la cena. Si lo adquiría, no podía irme a tomar la media pinta de bitter al pub de la esquina, que se llamaba El coraje o, cuando se apagaba el gas, no tenía para meter otro chelín en la ranura del contador.
Se conoce que al efectuar las particiones, Juan se había quedado con algunos libros de su amada. Libro cerrado no hace letrado, pero, incluso abiertos son el mejor testimonio de nuestros dolores y nuestros sueños. La novela del gran Bruce Marshall, un artista algo olvidado -este autor escocés fue el introductor de la literatura católica en Inglaterra y no Graham Green- fue adquirida poco antes de que los Beatles, aquellos escarabajos benditos, cuyas melodías siguen ocupando las más íntimas recámaras del corazón empezasen a echar el vuelo, en los inicios de la gran movida psicodélica londinense de la cual algunos privilegiados fuimos testigos. Ya ha llovido.
Han pasado casi cuarenta años. Mis pupilas se bañan en lágrimas. Es cierto lo que dijo el clásico de Verba volant. Scripta manent. Los escritores, los periodistas, de mayor o menor fortuna o renombre, no somos más que polvo de estrellas perdidas en la inmensa galaxia de Gutenberg. Pero tampoco hay que hacerse demasiadas ilusiones. La letra mata y el espíritu vivifica.
A veces he llegado a pensar que los frecuentadores de la Cuesta somos miembros supernumerarios del Club de Poetas Muertos. Por eso tenemos algunos de nosotros ese aire tan funeral.
Los cleptómanos no faltan, pero esos no suelen llegar a Riudavets. Cleptómano dicen que era Azorín que fue el que arrampló con las exquisiteces que aun quedaban en la Cuesta. Si se da el caso, Alfonso Riudavets los trata como se merece, sacando el pecho de ese sargento de caballería que lleva dentro y les pone pronto en su sitio.
-Pero no le da vergüenza oiga a usted?
-Es que...
De todas suertes, la pletórica cuadrilla de silenciosos contumaces que hace corro en torno al rátigo de libros de montón llevan muchos de ellos el signo en la frente hic jacet y un R.I.P. sobre sus frentes. Pertenecen a una raza especial entre las vultúridas bibliográficas. Agitan sus manos con rapacidad. El pico lo tiene curvo y hay algo de duerno donde estas almas solitarias se hartan de un afrecho espiritual que no tendrán en ninguna otra parte. El libro de lance nutre a esta peculiar clientela de eremitas literarios, que hacen penitencia en el yermo de los sueños, que leen a los que ya no son, rezan por los que no rezan y pertenecen a un cuerpo místico cuyos miembros crecen en la libertad. Tanto el ojo de Ra como las dulces palabras de Nuestro Señor Jesucristo se guardan en estas tecas o relicarios de letra muerta. El Dios verdadero vive en ellos.
A los lectores incorregibles se nos va poniendo con el tiempo cara de lechuzas. Como si por esa vía se nos estuviera contagiando la sabiduría nocturna de Minerva. Lo de los buitres no es más que un decir. Parece que leyendo y manoseando libros(hay, incluso, un placer casi venéreo al pasar los dedos por los lomos granulados de un cantoral monástico o alguno de aquellos tomos que publicaba Aguilar) vamos tirando en la vida. Muchos de nosotros somos ya hombres sin amor.
Acudir a este sitio por las mañanas de sábado cuando se ofertan libros a 25 pesetas (el resto de la semana a 100) recuerda algo del instinto cinegético de la condición humana. Los hijos de Adán llevan dentro un cazador. De liebres, de rebecos, de señoras, y, cuando no pueden porque les fallan las fuerzas, de libros de viejo. Encontrar un texto raro proporciona una placer equiparable en cierta medida con el de la caza. Es como cobrar una pieza los podencos de nuestra rehala han venido persiguiendo por el campo.
Cada uno va metiendo los tomos que están al relente en una escarcela o los selecciona en un montoncito propio al lado de los aligustres que sirven de zarzo al bulevar. Tienen todavía que orearse un poco más. Cuando termina la requisa, el dueño les pregunta:
-Cuantos hay?
-Me llevo cuarenta y cinco de una tacada.
-Mil cien - contesta sin pestañear y sin tener necesidad de echar cuentas. Se le dio siempre a Alfonso bien el cálculo mental - en número redondo. Te perdono cinco duros.
Si queréis verlo hecho un energúmeno, ir a pagarlo con calderilla. Es capaz de pasaros la pluma por el pico y las perras por las orejas.
Ah Riudavets, que grande es, el padre en esta hora de todos los huérfanos de sueños imposibles, de los que acariciaron la voluptuosa idea de ser famosos y de brillar astros con luz propia en el atrabiliario universo de la fama, donde fosforean tantos planetas con luz muerta. Él, verdadero buen samaritano - un buen judío, en definitiva- con sus regañinas y catilinarias pronunciadas en voz de falsete nos ayuda a portar la cruz de la incomprensión.
- Soy un perdedor.
- Pues que te den por el c. No te quejes que otros están peor.
- También es verdad.
-Cuántos hay?
Es la frase preferida del librero y también Oiga que yo no soy un pobre cuando nota que alguien trata de darle monedas de vellón o incurre en una de esas desconsideraciones veleidosas hacia la gente que vende en la calle. Hay que ser un poco masoquista y desplegar enorme paciencia para poner un puesto. Sus maneras, empero, son las de un señor. Un dios bajado del Olimpo. No se digna de contar nunca los ejemplares que acarrea el cliente. Le basta con su palabra, no faltan rácanos, desde luego, pero él posee una intuición o gracia especial que le vacuna contra los timadores y sabe con un abrir y cerrar de ojos quien le engaña y quien no.
Ay ese golpe de vista de Alfonso! Esos ojos flavos detrás de unas gafas de vista cansada son de los de un lince; ven crecer la hierba.
Manolo Carrión dice que es un hombre muy bueno y muy listo. Lo de la inteligencia no se los discuto. En cuanto a lo de la bondad tampoco, pero la disimula. Y es seguramente porque no quieren que lo tomen por tonto, y él de tonto no tiene un pelo.
Con su oronda humanidad representa él solo el alma de la cuesta de Moyano. He sido un cliente suyo de los más adictos a lo largo de cinco lustros. Eso no me da ninguna prerrogativa, aunque me deja que le hable si está de buenas, y sin que sirva de precedente como él mismo dice, pues no es hombre que se ande con muchas contemplaciones. Algunas veces resulta brusco, porque, cuando se ha levantado de mala leche, sabe ser punzante y quisquilloso, pero la mayor parte de los días su talante es avuncular, jocundo y risueño. Por supuesto, no tolera pelmas.
Puede resultar obsequioso pero sin servilismos. No sufre a los tontos, y menos a los pedantes, pero le hacen cierta gracia los periodistas. A los escritores fracasados les trata a patadas. A muchos políticos los pone a parir.
A mí que me han ido echando de todas partes encontré siempre refugio perentorio en su caseta en conversaciones terciadas que ni iban a ninguna parte, ni duraban una tarde. Hablábamos a voces de política. Nunca disimulé ante él mi franquismo incorregible. Riuda- como le llamamos sus mejores amigos haciendo una carambola con las palabras en las que late alguna semántica porque lo que vende es más viejo que la ruda- seguía mis discursos con sus ojos profundos, color miel, unos ojos que tienen más de magistrado de la Audiencia o de catedrático de Lógica de la universidad que estaba en la calle ancha de San Bernardo, que de subalterno de la literatura, pero sin comprometerse y no es porque sea un tránsfuga al uso corriente. Posee el arte de escuchar y de replicar, porque en sus momentos insufribles se muestra muy suelto de lengua. Sólo dice la verdad y la verdad duele.
Un individuo de talante tan hispánico le vendría como anillo al dedo a Gracián como referente de su apotegma Español soy hasta la gola, que la libertad siempre fue española.
Ese es Alfonso Riudavets. Español hasta las cachas. Un hombre de una sola pieza. Hay algo de berroqueño en él. Con su calva profética y su hermosa y escultural cabeza, ese cráneo braquicéfalo de las deidades olímpicas, como la de un busto romano, y una bondad natural que trata de envolver en dosis acíbar. Como el país es áspero de por sí no puedes hacerte turrón del blando. Te comerían si no. Y esa debe de ser su filosofía, porque Riudavets, que perteneció al Frente de Juventudes, y sigue teniendo esa veta republicana y algo anarquista de la Falange, no se define, pero creo que toda su familia es de abolengo menorquín, monárquica y muy de derechas de toda la vida.
Ocupó puestos importantes entre los domésticos de la Casa Real. Fue siempre gente del rey, aunque con Ansón ni se habla. Eran los suyos aposentadores, cocineros, carpinteros y hasta dieron a algún húsar para la guarda de palacio. Así empezó también la familia de Don Francisco de Quevedo. Pero estas coincidencias de origen áulico puede ser que no sean sino suposiciones mías, claro está.
Nunca se sabrá de qué pie cojea. Nadie lo podría encasillar ni definir. Si hubiera un Partido Justicialista aquí, a él pertenecería el bueno de Alfonso porque me consta que el don más preciado para él es el de la justicia. Prefiere que le llamen justo, que no justiciero, antes que bueno. No es uno de esos libreros untuosos que pasan la mano por el lomo del cliente, para sacar tajada. La adulación y el servilismo le ponen muy nervioso.
-Si me roban, que me roben, joder.
Ahora bien, no permite el regateo, porque fue ya desde mozo muy tirado para adelante. Tarifar la mercancía y pujar por las bravas le parece gallardía. No es de buen tono almonedear entre caballeros. Como Riudavets diga mil duros, ésa es la fija: veinte mil reales tendrás que apoquinar si quieres el libro. Tampoco se fía, aunque a mí, por caso excepcional, algunas veces me ha dejado llevar género en rahína, aunque no hipoteque por tu cara bonita y al allá que te va. Pero sin abusar, como él dice. Es Riudavets el tratante más legal de libros al menudo y al por mayor que en Madrid podrá echarse uno a la cara. Tal vez peque por defecto. Demasiado rectilíneo.
Nunca ha engañado a nadie. Le gusta ponerse a la faena con un blusón gris lo que le daba un aspecto de bedel, de sargento de semana en un escuadrón de la Remonta, de capataz, o de rabadán de los largos rebaños de la mesta de la cultura, pero, cuando le miras a los ojos a Riudavets, ves allá dentro a todo un señor, que es lo que es. Antes, cuando estaba más gordo, se traía un aire a Alfo Frabizzi, aquel actor italiano que hizo las delicias de nuestra adolescencia, pero desde que Conchita, su mujer, su musa y su hada buena, lo puso a régimen, se ha estilizado un tanto su aspecto doctoral.
Hay días que me ha recordado a Moisés bajando del Sinaí ante una multitud de impenitentes bibliómanos y de mozos de cuerda, que aguardan apostados detrás de las acacias municipales a que abra su chiringuito. Tampoco le vino mal dejar la cigarra. Se fumaba a veces dos paquetes de Bisonte, aquel rubio mataburros que se ha llevado a tantos de nosotros por delante.
Con su mandil de ganapán acierta a tratar lo mismo al rey que a uno de los múltiples vagabundos que recalan por Atocha y aledaños. Y él lo lleva muy a gala eso de ser jornalero de la cultura.
Pero, ya digo, cada hombre es un mundo y portador de un misterio inalienable dentro de sí.
Durante unos años en su tabuco al lado de las limpias acacias que plantó la República se escuchaba el ronroneo machacón de esa radio tan pobre y unipersonal, pero electrizante, en programas que parecen dirigidos a porteras conducidos por los Midas de la comunicación, los reyes y princesas de las mañanas de nuestra democracia hortera. Escuchaba a del Olmo porque decía ser de derechas. Pero el ánima de una librero de raza tiene que ser alborozada, multilateral y escéptica. Hoy ha mandado al cubo de la basura a Del Olmo, que ya es el colmo y a veces resulta pesado de tanto escucharse a sí mismo, al transistor, y a las derechas, y sólo le vemos acalorarse cuando habla de su Real Madrid. Le hizo socio del club blanco don Santiago Bernabéu, y debe de ser una de las filiaciones con más solera, pero tampoco de eso quiere hacer alardes.
Debe de ser por aquello de que no hay mal que por bien no venga. Si el personal leyera un poco más y muchas de estas joyas literarias que se exhiben en Moyano estuvieran a su precio justo, a lo mejor hubiésemos vuelto a las andadas. Quizá una de las claves de su éxito haya sido encontrar acomodo en el carro de los vientos que nos llevan a no sé dónde. Hoy se ha puesto de moda lo light. Estamos instaurados en un sistema que paga el Deutsche Bank.
Es uno de los seres humanos mejores y más originales que uno puede toparse en esta ciudad aséptica y cosmopolita. Los ingleses dirían that he is a whole character and a man for all the seasons, un personaje redondo, un hombre para todas las épocas. Un genio tal vez de la venta de libros de segunda mano.
La clave de su popularidad y de su éxito estribe quizá en haberse ceñido a su oficio sin alharacas. Conoce los libros como nadie y sabe lo que dan de sí, pero, vacunado contra la pedantería, él parece siempre por encima del bien y del mal. Muestra un desden olímpico hacia los predicados humanos y a veces los libros, aunque mucho los ensalcemos, no son sino vanidad de vanidades, verdura de las eras que diría el clásico.
Riudavets, que es un sabio, pone de manifiesto este desprecio hacia las cosas superfluas con su conducta.
Pero lo que yo he tratado de bosquejar aquí ha sido una semblanza, no un panegírico. Y me parece que he escondido sus defectos, que también los tiene. Por ejemplo, un genio insufrible. A mí me ha llamado de todo. Una vez, como sabe de mi afición por la literatura eslava, me colocó el epíteto de archimandrita.
-Eso es una lisonja, Riuda. Ya quisiera yo que me nombrasen obispo.
A veces incluso hemos discutido, con la misma forma que discutieron González Ruano, que se pasaba los días con un café en uno de los veladores más codiciados y don Pepito el del Café Gijón. A veces hasta llegué a formular el propósito de no volver aparecer por su tendejón. Pero la cabra tira siempre al monte y a de mí tiran los libros, pues en ellos vivo enterrado, amando esta sepultura cálida de papel en la cual me evado hacia mis muertos, héroes de hazañas fenecidas. Se hizo materia y carne en mí aquel quevedesco aforismo de escuchar con los ojos a los muertos y andar en perenne conversación con los difuntos, y quiero advertir que nada menos lúgubre, pocas cosas más vivificantes que la literatura. Aunque sean pocos los preparados para este yantar de ambrosías espirituales. No se convoca a todos ni todos los días al banquete de los inmortales dioses.
Y qué es esto? Letra muerta, al fin y al cabo. Pero, cuidado. Haciendo corte de manga a las leyes universales de gravedad, y unidad de espacio y de tiempo, que nos son más que convenciones y formulismos, y por otra parte los libros te acercan a la memoria del ser infinito. Dios es Memoria, y Billy Gates, ese demiurgo con sonrisa de Mefistófeles lengua del cenáculo y puede que también confusión de babel, ha tratado de copiar ese atavismo, aplicando a la cibernética toda la teoría de la relatividad de Einstein. Son los libros mi viático y mi propedeútica. Qué sería yo sin ese paraíso que ha sido para mí la Cuesta de Moyano?
No he cumplido la resolución de no volver. Cuando Alfonso Riudavets está de incordio, no hay que hacerle demasiado caso. Luego se le pasa. Los libros dan satisfacciones, pero no faltan disgustos, y crean humores intercadentes entre quienes los manejan. Que viva Don Alfonso Riudavets.
Millán Sacramenia Artedo