EL LIBRERO DE AREVALO
El librero de Arévalo tenía
madera de perdedor pero no habléis de esto a la Jesusa que consideraba a su
vástago una eminencia siendo ella misma como su hijo juguete de sus pasiones e
inclinaciones. Las cosas en el mundo se habían puesto del revés. El estafermo
de las procesiones miraba con ojos fijos un poco como el padre Cucurcho el
exorcista nacido en un pueblo levantino que se llamaba Lamprea y cuando se
ponía pesado con esto de echar diablos del cuerpo de la gente los chicos del barrio
organizaban dreas y resolvían sus diferencias con Satanás a cantazo limpio nada
de hisopos ni de crucifijos sino a lo zamarro. Gritaban:
—El cura de Lamprea con una mano bendice y con
la otra se la menea.
Y otros aseguraban:
—Detrás de la cruz está el
diablo.
Gumersindo al quedar cesante con
motivo de que se murieron los suyos y entró otro gobierno pensó ganarse la vida
en el menester que mejor conocía: la literatura; fundó una biblioteca virtual y
quiso dedicarse a la venta ambulante de libros viejos que eran una de las
riquezas de la Casa Común
pero también su patria quedó cesante y, cada quisque excedente de cupo,
arribaron los nuevos bárbaros del norte que creían que era sospechoso leer y un
pecado la cultura. La tan traida y tan
llevada democratización, amen de hacer ricos a muchos, que ricos millonarios,
clases privilegiadas de castas, repartiéndose el bacalao y los puestos
oficiales, a la mayor parte de España dejó en cueros vivos.
Éramos todos más pobres pese a la
apariencia de ricos, dejamos los campos en barbecho, vendimos las vacas, todos
querían vivir de algún momio, cierto enchufe, a costa del erario público,
renunciamos a muestra cultura, los periódicos, las editoriales, pignoramos
nuestras fábricas nuestros humildes negocios y se lo dimos todo a los
marchantes judíos.
He aquí el resultado de treinta
años de Mercado Común. Recordad: siempre se dijo del judío la maula. A muchos
los estafaron. A él no. Porque bien los conocía. Eran de su misma raza.
Fracasó. El pueblo español
querría suicidarse renunciando a su pasado ahorcando los libros persiguiendo a
la inteligencia y llevando a los tribunales o a la trena a cualquiera que
acreditase una idea feliz un hallazgo. Ya me dirás tú los libros que vendía
Gumersindo —muchos martes ni se estrenaba— cuando extendía el tenderete
aparejaba el caballo bueno lo del caballo es un decir porque ya toda España se
había motorizado por entonces y el librero gastaba coche que eran sus mejores
zaparos y no había que darle pienso ni llevarle a herrar. Gozaba de la vita
bona del sol de España y conversaba con otro purgado que se llamaba Empeltre.
Bebía en las tabernas visitaba el camarín de la Virgen de las Angustias buscaba
el rastro de la España
que proclamó el tanto monta, monta tanto, y percibía las huellas santas e
imperiales de la reina Isabel la
Católica que pasó su infancia
A pocos metros de donde él tendía
en la plaza el Arrabal, en el castillo.
Aquellos días Sindo tuvo una
crisis mística y creía en milagros y apariciones. Le pareció contemplando algún
arrobamiento viendo una puesta del sol camino de vuelta a Madrid poco antes de
llegar al Alto los Leones. ¿Espejismos o un aviso celeste de lo que había de
venir. Era seguramente un regalo que dios le enviaba por haber sido fiel a sus
principios. Estas cosas marcan bastante a los perseguidos e injuriados. Estaba
renunciando al mundo a su manera alzándose en rebelión contra aquel estado de
cosas.
Mira que vender libros en un pueblo
de analfabetos pero él iba en demanda de sus principios tras las pisadas de la Reina Santa. “Vigilavi et factus sum Sicut passer in
tecto” le gustaba aquel salmo que repetía con frecuencia porque encerraban sus palabras algo de su vida,
siempre en guardia para percibir las ráfagas del Espíritu Santo que llegan en ventoleras de huracán
donde se atisba la verdad y la belleza.
Pero su mujer y sus hijos pensaban
que estaba como una chota. En su fuero interno él encontraba alguna razón para
semejantes y descabelladas excursiones de bibliografías de apóstol de la
cultura en medio de una sociedad ágrafa y un pueblo de analfabetos. Se sentía
un poco misionero pero cansado de que sus predicas cayeran en baldío buscaba
consuelos en los besos al jarro en aquel buen vinillo de la tierra. Gumersindo
era dipsómano.
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