Aquellas navidades de 1956 fueron
especiales. Las recuerdo como si fuese ahora. han pasado sesenta años.
Aparecieron unos alambres muy raros en lo alto de los tejados cuatro barras
horizontales que parecían tendederos de ropa, de los que colgaba un alambre
conectado a unas jarrillas. Eolo los zurraba de lo lindo, mas no se
desplomaban. Seguían ahí enhiestos, haciendo posible el milagro de las 625 líneas
para un mundo que vivía todavía en blanco y negro. Se trataba, claro está, de
uno de los dos inventos que cambiarían la vida en Segovia y en España entera,
el modo de ser y de pensar de la gente. Encarnarían la rebelión de las masas de
las profecías de don José Ortega y Gasset.
El otro sería el gas butano, las
cocinillas camping que echarían a nuestras abuelas del llar, de la cocina de
carbón y el horno de leña. Después llegarían la lavadora, el 600D, el
tocadiscos, el ordenador, el veraneo en la costa, y todos esos adminículos de
la sociedad de consumo, los cuales, de consuno, determinaron una revolución
social en todas las esferas. Sin animo misoneísta y de ir contra el espíritu de
los tiempos nuevos, en lo que ganamos también perdimos porque se acabaron
aquellas veladas del invierno, aquellos jolgorios y reuniones vecinales, aquel
amor, aquellas risas de las noches de filandón al calor de la “gloria” o
hipocausto, un invento que trajeron a Castilla los romanos. Era la “vela” — desde
los Santos hasta las Candelas— cuando se contaban cuentos y consejas, se
cantaban villancicos y jugábamos a las Siete y Media, el Se Cansa, a coger el
Polvorón, la Malla o el
juego de las prendas.
Los muchachos nos calentábamos en
la portada jugando al Zorro Pico Zaina a fuerza de morradas y empellones. Era
una juego para conjurar el frío de nuestros cuerpos y curar sabañones a lo
bestia estacazo y tente tieso. Todo aquello se acabó.
Los segovianos de ahora se
desparraman en el sofá frente al televisor contemplando aburridos o crispados el
chismorreo político de las tertulias o las noticias insustanciales de los
nuevos ecos de sociedad.
Sólo aquellas familias con
posibles pudieron adquirir algún receptor telefunken que costaban un ojo de la
cara y son piezas de museo tecnología de los dinosaurios pero que invitaban los
vecinos, amablemente, a pasar a ver aquellas galas del sábado y los concursos
en los cuales Laura Valenzuela y José Luis Peker estaban inmensos, o las
noticias del telediario que daban al alimón David Cuero y Jesús Álvarez o el
gran locutor segoviano Santiago Vázquez.
En Segovia empezaron a captar la
señal de la antena situada en la cumbre de la
Bola del Mundo siete u ocho aparatos.
Uno de ellos era el don Nicomedes
García el millonario (su fabrica adinerada perfumaba los contornos del barrio
de la Estación con los
aromas del licor anisado) y otro el del magistral de la catedral don Bienvenido
López Bayón al que yo ayudaba a misa en San José Obrero. Era un sacerdote muy
austero y de santidad de vida, pero al cual le gustaba modernizarse con los
nuevos descubrimientos de la ciencia.
Tocaba la batería y el acordeón eléctrico
y bajaba a dar sus clases al seminario en Vespa una de las primeras
motocicletas que hubo en la ciudad.
Cura bondadoso, instigaba a las
familias del barrio de San José Obrero a que pasasen a ver la tele. Él junto
con don Efrén Lobo, su coadjutor, instalaron el primer teleclub en los bajos de
la parroquia.
Recuerdo aquella noche de san
Silvestre de 1956. Subimos a casa del canónigo y en el rellano de la escalera
estaba un señor de Frumales dando voces.
Era el abuelo de don Bienve. No
quería estarse en la salita donde daban un programa de variedades porque le
parecía que aquel artilugio donde las imágenes hablaban y se movían era
diabólico.
—Huele a azufre, Bienve. Satanás
anda metido en esa caja. Te lo digo que esto me apesta a chamusquina yo por ahí
no paso.
—Abuelo, no es para ponerse así.
Es la vida moderna.
Esto diciendo y algo amoscado con
su nieto se caló la visera de labrantín y se fue al hogar de jubilados a
tomarse un chato.
No hubo manera de reconciliarlo
con la vida moderna. Moriría al poco tiempo el señor Baldomero a punto de
cumplir cien años.
Todos ellos ya fallecieron;
amigos míos y de mi familia: el magistral Bienvenido, el presbítero Efrén, Jovita,
su madre, el señor Baldomero, mi madre Juanita y mi padre Silvino.
A todos ellos recuerdo en esta
melancólica tarde de san Silvestre entre los clamores y la alegría hueca de la Noche
Vieja cuando la gente se desmelena y se descorchan tantas
botellas.
¿Estarán todos ellos viendo Galas
del Sábado desde el cielo?
Hoy el sistema Pal ha sustituido
al UHF de las 625 líneas y los televisores son de plasma y no aquellas
misteriosas pantallas de cristal gris empotradas en un mueble de caoba. En
parte las conjeturas del abuelo del magistral que olía el azufre satánico de la
caja tonta no fuesen cabales del todo.
Sin embargo el buen labrantín de
Frumales, oliéndose la tostada, tuvo el presentimiento de que estaba llegando
la venida de un mundo global, muy diferente al que él vivió, manipulado por la
gran teología de los bits y bites de Internet y de las ondas hertzianas,
tributo del Zeitgeist.
En la vida nueva no cabe pensar
cada uno por su cuenta. Hay que estar en la onda y sumarse a la plebe y al
mogollón. De lo contrario, serás señalado con el dedo.
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