LITERATURA Y
BOHEMIA LONDINENSE
Antes los
chicos que querían ser autores de nombradía y de triunfar en el arisco mundo de
la fama (la fortuna sonríe a los audaces) se iban a Paris pero los Beatles y
Carnaby St. había puesto a la capital inglesa en la órbita literaria. Cargó una
vieja Rémington que había comprado en el rastro su padre en el portamaletas un
rimero de cuartillas y algunos bolis y lapiceros. Comenzó su odisea. ¿Escribir
cuando nadie lee? ¿Emborronar cuartillas cuando los libros de la princesa del
pueblo que debía su fama y sus millones a haberse acostado con un torero, y
cuando la vida de todo escritor se encuentra rodeada de patanes ignorantes y
perversos? Era una carrera de ratas, sí. Lo que se dice un reto. Le dolía el
alma. Tenía los pies hinchados y el corazón cansado de cruzar por los pasos de
cerebra de Oxford St en medio del azote de la lluvia. Sólo le quedaba la
maldición del humo y de los sueños. Sus trabajos eran rechazados por las
editoriales.
Estaba
atenazado, insignificante en medio del hormiguero de aquella enorme ciudad
donde habría tantos escritores fracasados. Creía encontrar culpabilidades en
los otros al hacer examen de conciencia. Pero él único responsable de tanto
fracaso era él. El hierro punzante de la memoria lo lancinaba. Su alma estaba
envuelta en llamas y su destino a merced
de las fuerzas ocultas y de los vaivenes siniestros del hado.
Por aquellos
días los albañiles en Inglaterra. Estaba estallando la burbuja inmobiliaria y
los edificios de tres plantas de estilo victoriano al morir las viudas de
guerra pasaban a manos de los especuladores que convertían aquellas residencias
verdaderos palacios con tres dominios: el de los señores en medio abajo las
cocineras y en las buhardillas los cuartos de las amas de llaves en pisos al
uso europeo con paredes de panderete. Se podían adquirir verdaderas joyas
mobiliarios en el mercado de Portobello excrecencias glorias de una nación
dominadora que había regido un imperio. Cundía la sensación de alborozo. No
había pánico en las calles a pesar de los tumbos que daba la libra esterlina.
Escribió cientos de crónicas sobre la depreciación de la valuta inglesa por los
suelos.
― Inglaterra
se va al garete, según lo que dices en tu artículo todos los días, le decían
desde Madrid
― No te
creas. Los ingleses inventaron el teatro. Son unos alarmistas
No entendían
que la política en las Islas se componía de una gran retórica y mucho
aspaviento sin que la sangre llegase jamás al río. Sin embargo, Remigio Bermejo
tenía la sensación de estar viviendo el final de un ciclo
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