LA CATEDRAL DE SEGOVIA EN LA
LITERATURA
La catedral está bien situada (leemos al comienzo de
la novela de Jesús Fernández Santos “Las catedrales”), en el lugar más alto de
la ciudad. Es la segunda que alzó el cabildo. La primera estuvo asentada en
lugar más bajo y menos protagonista y, además, estorbaba el ardor guerrero del
alcázar”. Gótico tardío como gustaba de llamarla Umbral. Constituye junto con
la de Oviedo y la de Salamanca el último suspiro de la arquitectura medieval.
Las tres diseñadas por Gil de Hontañón Pero la de Segoviana turris ebúrnea
es la más alta de toda. Su cimborrio puede otearse los días claros a cien
kilómetros. Son cuatrocientos treinta escalones desde la base al campanario.
Imponente mole. Su erección, comenzada
después de ser destruida la anterior en la guerra de las Comunidades, costó
sesenta muertos de todos los oficios albañiles carpinteros fumistas vidrieros
talabarteros e incluso un canónigo se ahorcó era el limosnero (no le salían las
cuentas al hacer el arqueos), vio bajar al sepulcro y ser coronados a diez
obispos, recibió victoriosa las banderas de Flandes, lloró a muchos muertos.
Campanas de gloria y misas de réquiem de todo hubo. Convidado de piedra y testigo
mudo del paso de ocho generaciones Detrás de estos hermosos edificios se oculta
una historia de afanes, pleitos, dilaciones, obreros que fallecían al caerse
del andamio, canónigos fabriqueros que la palmaban a causa de un berrinche con
los capataces, encargados que desaparecían con el dinero del cepillo de las
ánimas, paros en la construcción por falta de presupuesto. Un ir y venir.
Doscientos años en la vida de una ciudad de para muchos encuentros y
desencuentros —Notre Dame de Paris tardó algo más y la construcción de la
catedral de Lincoln llevó tres siglos— y este es el punto de arranque de esta
excelente novela. La iglesia mayor de Segovia dedicada a Santa María es cifra y
compendio de esa catolicidad titánica de nuestros ancestros. La jerarquía
inspiró de la mano de la tradición y de la escritura pero quien puso manos a la
obra fue el pueblo. Aquella Europa de las catedrales quiso edificar la ciudad
de Dios, arduo empeño que se llevó por delante muchas vidas.
En lo alto de la torre allí donde se abren los
cuatro ventanos vivía el campanero con su familia: la madre, el padre, Inés y
Agustinillo al que pegaron un tiro en el Cerro Matabueyes; una familia con sus
aperos de labranza, los cacharros de cocinar, la lumbre y las trébedes y hasta
un cerdo que mataban por san Andrés.
Fernández Santos sitúa la acción durante la guerra
civil cuando la torre catedralicia era un centro de vigilancia a los aviones.
Un radar que escudriñaba los horizontes de la Mujer Muerta y Siete Picos.
El libro debe de ser autobiográfico pues la familia
del escritor se refugió en la Ciudad del Acueducto al venir el Movimiento.
Describe el fervor con qué se subió en procesión a la Virgen de la Fuencisla
desde el santuario para evitar que los “otros” entrasen y supone que tal vez a
esta intercesión milagrosa se evitó la destrucción de la milenaria urbe romana.
Encontré en las páginas de esta novela enigmática
retazos de mi infancia mirando siempre para aquella catedral totémica con un
campanario que eran cuatro ojos miraderos de una suprema atalaya.
A Fernández Santos lo conocí en el café Gijón allá
por el año 93, iba por el sexto gintonic decía que tenía dolores y la
ginebra le calmaba. El y yo, más sobrio que un fiscal, compartimos los dos
recuerdos de la Dama de las Catedrales.
Uno fue monaguillo o seise de la santa iglesia
catedral, sotana roja con esclavina roquete blanco las mangas perdidas de cera.
Me dejaron entrar porque me sabía de memoria el “confiteor”. Fueron las
oposiciones más fáciles y agradables que hice en mi vida.
Toda una serie de personajes de la vida real que
conocimos — S. Santos alarga el catalejo desde su atalaya en lo alto y trata de
encontrar el pulso vital de Segovia c. 1937 como Clarín describe el Oviedo del
finiseculo del XIX — y ahí nos encontramos a don Cristino el archivero toda una
vida leyendo y tomando apuntes para preparar un libro sobre la historia del
cabildo. He aquí que se acuesta una noche decidido a emprender la tarea y a la
mañana siguiente amanece sin memoria, victima del alzheimer. Don Cristino nunca
publicó sus memorias.
O al deán Fernando Revuelta el amigo del general
Varela al cual le apasionaba la Historia de los Heterodoxos de Menéndez y
Pelayo aunque no tanto como los automóviles y las carreras de motos, sobre todo
el biscuter, que estaban probando en la fábrica de Caretas y el SEAT 600. Un
día en la sacristía mientras se desvestía, al cabo de una misa pontifical, le
pregunté a bocajarro al señor deán:
— ¿Por que no se usted echa coche don Fernando?
—Niño — dijo— ¿para qué quiero coche si no tengo
para gasolina? Soy un cura pobre
Y era verdad; el cabildo y el obispado eran
riquísimos en bienes raíces casas pinares huertas pero sin apenas liquidez; a
muchos canónigos en cuanto si les llegaba para mantenerse con la prestamera del
beneficio.
Leyendo este hermoso libro a ratos melancólico,
otras procaz, (podían ocurrir muchas cosas al subir los cuatrocientos y pico
escalones de la escalera de caracol, que también allí el diablo se esconde por
los rincones, aunque un letrero a la entrada del claustro lo exprimiese bien
tajante: “pena de excomunión para el que en este sagrado recinto tenga
pensamientos impuros o haga actos deshonestos”) he recuperado el niño y
adolescente que fui.
Toda una familia vivía arriba con sus gallinas, el
cerdo en la cohorte, y el aceite hirviendo en la perola donde la madre freía
torreznillos.
Luego, cuando pusieron luz eléctrica, no hubo
necesidad de campanero. Colocaron abajo el telefonillo y las campanas repicaban
solas, accionando el interruptor de un circuito electrónica desde la sacristía.
Ya no fue necesario que el señor Sebastián aquel
morañero pequeñito pero recio - me parece que era de Abades,- el sacristán, todo un atleta, ágil como una ardilla (eso yo lo he visto)
trepase por la cuerda que colgaba de lo alto de la bóveda y gateara hasta
arriba.
Una vez en la cúspide, desenrollaba la cuerda del
badajo que estaba enroscada. Luego
descendería sus cincuenta y tantos metros descolgándose por la maroma con
habilidad, y tan pichi. Aquello parecía un número de circo.
Los esculcas desde la atalaya en tiempo de guerra
avisaban de la inminencia de un bombardeo pero la fuerza de Riquelme con los
internacionales no pasó del Cerro Matabueyes. Allí estaba la Virgen de la
Fuencisla cerrando el paso. Nombraronla capitana generala.
Fueron contenidos por la infantería del general Varela,
que me parece que era algo amigo del deán, Allí fue donde le sacudieron un tiro
a Agustinillo. Ese es uno de los ejes de marcha del argumento de esta novela
sin tratamiento lineal sino a saltos siguiendo el esquema de la narrativa
moderna donde los hechos reales se entreveran con los flujos de conciencia.
Subieron en procesión a la Patrona desde su
santuario. La catedral era un hormiguero de gente y su torre un
pararrayos. Cumplió su misión
estratégica.
Hoy ya no hay gallinas en el último piso. El
campanario se ha convertido en un centro de atracción turística que ofrece las
mejores vistas de la ciudad. ¡Viva la concordia y la paz aunque no vaya tanta
gente a misa!
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