SAN BERNARDO CULMINACIÓN DEL VERANO
Día radiante no puedo ir a visitar Muros Sagrados, de Sacramenia, aquel alcor sobre el horizonte ni celebrar las nenias en un siliarcinum. Derramaré mi copa dejando de beber y de fumar. Me acojo al escapulario del beato Claraval al que llamaban el doctor mirifico. Cister es castro, vida regular en comunicad compartida en el refectorio y el dormitorio cantos a la Virgen María a la hora del ocaso. Mis personajes se escapan, no quieren participar en la novela por el momento. Como me recluyeron en Puerta de Hierro pero salí adelante. Creo mismamente hallarme en vías de curación. Las campanas de la Velilla tañen solas pero como está borracho el sacristán hoy no escucharemos el toque de Vísperas, la luz ocaso proyectándose sobre el rosetón arrebol de fulgores, veranos de infancia, viajes en romería subidos al carro con los dos machos de tiro El Cordobés y el Noble. Uno manso y el otro zaíno, le tiró una patada a Paulina que por poco la deja tuerta. El abuelo Benjamín enganchaba al amanecer y bajábamos por las pobedas camino de Pecharromán siguiendo el curso del Río Orbada y pasada la ermita de San Vicente en un lugar que llamábamos las Cuevas de Pospueblo donde había un cenobio visigótico se divisaba el manto blanco de San Bernardo que nos hablaba en latín y en francés. Su testa rapada dejando el cerquillo de la tonsura en la cabeza brillaba bajo el sol de agosto, su gesto era adusto. Sus manos ostentaban un libro abierto y una espada. La grey creyente se expandía con cantos a la Virgen María, antífonas entrañables compuestas por el Doctor Melifluo. Venían a la memoria tiempos de las cruzadas. Victorino el hijo del sacristán subía a tocar las campanas de la espadaña de san Gregorio por aquella escalera de caracol con los peldaños de piedra gastada. Tantas subidas y bajadas a la torre para llamar a misa, tocar a muerto, a gloria o a fuego habían horadado las gradas de roca viva. “Fideles voco, mortuos clango vulnera frango” A los fieles convoco, a los muertos lloro y quiebro el rayo”. Enigmática tarea de las campanas la voz de bronce. En la campa alrededor del monasterio bajo la sombra de una olma centenaria tiraba el abuelo y nos sentábamos a merendar pan, queso y algo de escabeche bonito de cubillo. Bailábamos jotas castellanas, comprábamos almendras garrapiñadas para llevárselas abuela y a la caída del sol de nuevo uncíamos el carro y para casa. Al regresar a Fuentesoto desde Sacramenia una legua hay. Ya lucían las estrellas cuando abríamos la portada y los machos buscaban el arrimo de la cuadra.
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